La Dialéctica Antigua Como Forma de Pensamiento
(Segunda Parte)
Edwald V. Iliénkov
[El
surgimiento de la filosofía]
LA FILOSOFÍA SURGE no de una intrépida
curiosidad de las horas de ocio, sino de una aguda y verdadera necesidad de
desenvolverse racionalmente en los agudos problemas que tenía [...] la sociedad
ante sí. Precisamente por eso la filosofía tampoco tiene en los primeros momentos
el semblante de monólogo de aire pensativo del sabio, en la soberbia soledad
del mundo contemplado. Al contrario, toda ella está en la disputa, en el
diálogo polémico, apasionado, con el sistema mítico y religioso de concepciones
del mundo y de la vida. No hace falta tener una gran sagacidad para ver en los
fragmentos poéticos filosóficos de Heráclito (“El mundo, uno en su todo, no fue
creado de ninguna manera por los dioses ni por los hombres...”, “La guerra es
el padre de todo y en todo rige: determinó que unos fueran dioses y otros
hombres, unos esclavos y otros libres”) la antítesis cosmovisiva directa de las
convicciones expresadas clásicamente en los versos del cantor del primitivo
idilio de Hesíodo:
Dios en efecto por ley estableció tanto la fiera como
el pájaro como el pez Para que se devoraran unos a otros. Encima les negó la
Verdad. Fue entonces que al hombre Dios le envió la Verdad...
Contra la vieja “verdad” de la
mitología religiosa los primeros filósofos levantaron la nueva sobria verdad
(“desnuda y sin pintura”), nacida del mundo de la lucha diaria y a toda hora de
los hombres, del mundo de la enemistad y del divorcio, donde no se salva nada
tradicional, donde los viejos dioses son tan impotentes como los preceptos de
la vida por ellos prescrita. El griego de la época de Tales fue puesto ante la
necesidad de revalorar radicalmente todas las anteriores normas de vida y sus
fundamentos. La filosofía nace entonces como órgano de este trabajo crítico.
Sin contar con esta
circunstancia no puede entenderse absolutamente nada de la esencia de aquel
problema para cuya solución los hombres se vieron obligados a crear la
filosofía. Interviniendo por vez primera en la arena de la vida social, la
filosofía no se ocupa en absoluto de la construcción de sistemas lógicamente
pensados de la comprensión del “mundo en general”, como pudiera parecer a
primera vista, divorciados de las condiciones sociales de su surgimiento; sino
que se ocupa, ante todo, de la destrucción de la tradicional cosmovisión, no
adecuada al modo de vida que cambiaba de la forma más radical, a las
condiciones del ser social de los hombres. Sus propias (positivas) visiones se
van formando directamente en el transcurso de la reconsideración crítica y de
la transformación de aquel material espiritual que fue legado a los hombres
como herencia del desarrollo anterior. Naturalmente que, en primera instancia,
la filosofía se encuentra relacionada con los límites de este material, se
encuentra en fortísima (aunque negativa) dependencia respecto de éste.
“(...) la Filosofía
desde el principio se elabora en los límites de la forma religiosa de
conciencia y así, de un lado, elimina la religión como tal, y de otro, por su
propio contenido positivo se mueve ella misma en la esfera idealizada de la
religión, traducida al lenguaje de las ideas”. (C. Marx, F. Engels: Obras, t.
26, I parte, p. 23 (en ruso)).
Precisamente por
esto la filosofía interviene desde el comienzo no como una ciencia peculiar, no
como una peculiar esfera del saber que delimite claramente un objeto de
investigación, un círculo de problemas especiales, sino como “amor a la
sabiduría” o “sabiduría en general”; ella contempla todo lo que cae bajo el
campo visual del ser pensante. Su objeto se confunde con el objeto del
pensamiento en general: el “mundo en general”, sin ningún tipo de precisiones
ni limitaciones. Naturalmente, aquí la “filosofía” interviene en calidad de
sinónimo absoluto de cosmovisión científica en general (como tendencia, se
sobreentiende). Para un estadio temprano del desarrollo de la filosofía esto es
inevitable y natural a la vez. Todo lo que existe en la tierra, en los cielos y
en el mar constituye su objeto: tanto la construcción de instrumentos
musicales, como los “meteoros”, el surgimiento de los peces, los eclipses de
sol y de luna, las cuestiones acerca de la inconmensurabilidad de la diagonal
del cuadrado con uno de sus lados, la dependencia entre la estación invernal y
la recogida de los olivos en otoño... Todo. Todo esto se llama filosofía,
cualquier pensamiento sobre el mundo en general.
En este estadio en
general no corresponde aún hablar de la filosofía como de una ciencia
particular; por la simple razón de que no hay todavía otras ciencias
particulares. Hay solo retoños de conocimientos matemáticos, astronómicos y
médicos, crecidos en el suelo de la experiencia práctica y orientadas por
completo de forma pragmática. No es extraño que la “filosofía” desde el
principio mismo incluya en sí todos estos escasos embriones del conocimiento
científico y los ayude a desarrollarse en su terreno, pretendiendo liberarlos
de aquellas capas de magia y curandería, con las cuales (puede que incluso
junto a ellas, como hicieron los pitagóricos) fueron encuadernados dentro de la
cosmovisión mitológica y religiosa. Por eso el desarrollo de la filosofía
coincide aquí también por completo y enteramente con el desarrollo de la
comprensión científica del mundo circundante en general.
Tal representación
sobre la filosofía (amorfa y no desmembrada) resultará en lo sucesivo muy
estable, sacando fuerzas de la tradición de siglos. Incluso Hegel, dos mil años
después, conserva esta comprensión en calidad de su definición más general y
abstracta:
“La filosofía puede
definirse aproximadamente en general como consideración pensante de los
objetos”. (3 Hegel: Obras, Moscú, 1929, t. 1, p. 18 (en ruso)). Tal
auto-comprensión es perfectamente natural para un estadio temprano del
desarrollo de la filosofía, cuando aún no se distinguía a sí misma en calidad
de una peculiar rama del saber, o, lo que es lo mismo, cuando todavía no se
habían desprendido de ella las otras ciencias y, por tanto, se confundía con el
saber en general, con el pensamiento en general, con la cosmovisión en general.
Pero precisamente
por eso dentro de estos razonamientos, naturalmente, cae todo lo que en lo
sucesivo compone su objeto especial: todo lo que queda a su responsabilidad,
cuando ella, como el rey Lear, repartió por pedazos su reino a sus hijas, las
“ciencias positivas”: la investigación de aquellas regularidades universales en
cuyos marcos existen y se transforman, tanto el “ser” como el “pensamiento”,
tanto el cosmos comprendido como el alma que lo comprende.
Es muy
característico para los primeros pensadores que la propia presencia de estas
leyes, que regían tanto para el cosmos como para el “alma”, fuera algo
presupuesto de por sí, tan evidente como la propia existencia del mundo
circundante.
Esto es
perfectamente comprensible. “Sobre todo nuestro pensamiento teórico domina con
fuerza absoluta el hecho de que nuestro pensamiento subjetivo y el mundo
objetivo están subordinados a unas y las mismas leyes y que por eso ellos no
pueden contradecirse entre sí en sus resultados, sino que deben corresponderse
entre sí. Este hecho es la premisa inconsciente e incondicional de nuestro
pensamiento teórico”. (C. Marx, F. Engels: Obras, t. 20, p. 581 (en ruso)).
Por cuanto la
filosofía interviene aquí precisamente como pensamiento teórico en general,
ésta, naturalmente, toma esta premisa como algo que se presupone a sí mismo,
como condición necesaria de sí misma, como “condición incondicional” de la
propia posibilidad del pensamiento teórico.
Precisamente por
eso la filosofía se contrapone a la cosmovisión mítico-religiosa, por un lado,
como materialismo espontáneo y, por
otro, como dialéctica igualmente espontánea. El materialismo y la
dialéctica son aquí inseparables uno de otra, conformando en esencia solo dos
aspectos de una y la misma posición: de la posición de la “consideración
pensante de los objetos”, de la posición del pensamiento teórico en general, y,
por eso mismo, de la filosofía, la cual en general aquí no se diferencia
todavía del pensamiento teórico, mucho menos se le contrapone.
A primera vista puede
parecer que la filosofía en sus inicios no tiene que ver en general con
aquellas cuestiones que posteriormente compondrán su objeto especial, ante todo
con la cuestión sobre la relación “del pensamiento hacia el ser”, del alma
hacia la materia, de la conciencia hacia la realidad, de lo ideal hacia lo
real. Pero en realidad precisamente esta cuestión se encuentra en el centro de
su atención desde el principio, componiendo su principal problema.
El asunto es que la
filosofía aquí no simplemente estudia el mundo exterior. Interviniendo como
pensamiento teórico en general, ella realmente lo investiga, pero lo hace en el
transcurso de la superación crítica de la cosmovisión mítico-religiosa, en el proceso
de la polémica con esta, es decir, constantemente interponiendo entre sí dos
esferas claramente delimitadas una de otra: por un lado, el mundo exterior tal
como esta lo comienza a concebir; por el otro, el mundo tal y como está
representado en la conciencia presente, es decir, mítico-religiosa. Más aún:
sus puntos de vista propios se forman precisamente como antítesis de las
representaciones por ella refutadas. Precisamente por eso, destruyendo la
religión, la filosofía, por su contenido positivo, se mueve por completo aquí
“todavía solo en esta idealizada esfera religiosa, traducida al lenguaje de los
pensamientos”.
En otras palabras,
en los primeros tiempos la filosofía ve claramente el objeto real de su
investigación en la medida, y justo en esa medida, en que el objeto real ya
esté expresado de una u otra forma en la conciencia religiosa, en que se
contemple ya a través del prisma distorsionado de esta conciencia. ¿Qué es lo
que constituye este objeto real de la conciencia religiosa? ¿El mundo real? De
ninguna manera. El desarrollo ulterior de la filosofía demostró suficientemente
que el contenido real, “terrenal” de cualquier religión lo constituyen siempre
las propias fuerzas y capacidades del hombre mismo, presentadas como un objeto
existente fuera e independientemente del hombre, como fuerzas y capacidades de
algún otro ser distinto de sí. En la religión (como posteriormente también en
la filosofía idealista) el hombre toma conciencia de sus propias capacidades
activas, pero como [cierto] objeto existente fuera de sí.
Más de una vez Marx
afirmó que esta forma irracional de concientización de un objeto plenamente
real en las etapas tempranas del desarrollo de la cultura espiritual es natural
e inevitable: “el hombre debe primeramente en su conciencia religiosa
contraponer a sí sus propias fuerzas espirituales como fuerzas independientes”.
(Archivo de C. Marx y F. Engels. Moscú, 1933, t. II/VII, p. 35.)
Dios (los dioses,
los demonios, los héroes) juega aquí el rol de imagen ideal, de acuerdo a la
cual el organismo social forma en sus individuos las fuerzas y capacidades
reales; la educación (la relación con la cultura ya formada) se realiza a
través de la imitación integral de esta imagen ideal, y las normas asimiladas
de la actividad vital se hacen conscientes y se recepcionan como mandamientos
divinos, como legado de las generaciones anteriores, depositarias de la fuerza
de una tradición incuestionable, de la fuerza de una ley superior que determina
la voluntad y la conciencia de los individuos.
En forma de
religión al hombre (al individuo) se le contrapone no otra cosa que el sistema
de normas de su propia actividad vital –espontáneamente formadas del todo y
hechas tradición–. Precisamente por eso nadie recuerda ya ni sabe cómo ni
cuándo estas normas se formaron (para cada individuo “han sido siempre”), su
autor es considerado una u otra autoridad divina (Jehová o Salomón, Zeus,
Prometeo o Solón). La fuerza de la religión siempre fue y es la fuerza de una
tradición acríticamente asimilada, no sometida a crítica e incomprensible en
sus fuentes reales.
En general, este es
el principio de la oficialidad de un ejército contemporáneo: actúa como yo, y
no pienses; los estatutos lo escribieron gente más inteligente que nosotros...
La cosmovisión
mítico-religiosa siempre tiene por eso un carácter pragmático expresado con más
o menos claridad: en ella encuentran su expresión ante todo los modos humanos
sociales de acción con las cosas, y no las propias “cosas”. La cosa es un
objeto externo; en general se percibe por esta conciencia principalmente como objeto de aplicación de la voluntad:
solo desde el lado en que le es útil o dañino, amistoso o enemistoso. Por eso
la voluntad y la intención intervienen también aquí como
principio superior (tanto de partida como final) de la conciencia y de los
razonamientos. El interés “teorético” hacia las cosas no surge aquí de por sí.
Precisamente por
esto todos los fenómenos, acontecimientos y cosas del mundo circundante
inevitablemente se perciben y se concientizan antropomórficamente: solo como
objetos, productos o medios de realización de la voluntad, de las intenciones,
deseos o caprichos del ser parecido al hombre. Por eso también el hombre, aunque
mira directamente al rostro de la naturaleza, no ve nada en este rostro que no
sea su propia fisonomía. De aquí sale la ilusión, similar a aquella que crea –y
gracias a la cual se crea– el espejo: al hombre que se mira al espejo no le
interesan como tal las propiedades del espejo, sino aquella imagen que gracias
a estas propiedades se ve “tras el espejo”.
Para la conciencia
religiosa pragmática, la naturaleza como tal tiene exactamente esta misma
significación: juega el rol de un “tabique” más o menos transparente, tras el
cual se halla aquella realidad, que es también importante observar: los modos
de actividad, las formas de actividad vital, las intenciones y los modos de
realizarlas... En el centelleo de un rayo ven inmediatamente solo las formas externas
de la ira de Zeus; en el retoño verde de los nacientes cereales, la gracia
generosa de la Madre Tierra [Deméter]; en una jugosa operación monetaria, el
amistoso servicio de Hermes, etc., etc. Como un secreto escondido “tras” los
fenómenos de la naturaleza siempre quedan aquí la intención, la maquinación,
la voluntad y la acción consciente dirigida por éstos,
la “técnica” de esta “acción”, a la cual hay que someterse, en la medida de las
posibilidades, para saber lograr los resultados deseados...
Contra este
principio universal de la relación de la voluntad consciente hacia el mundo
circundante es que interviene la filosofía (el pensamiento “teórico”) desde los
primeros pasos de su nacimiento. Más exactamente, la intervención contra este
principio es precisamente el primer paso de la filosofía, es el acto de su
nacimiento: el momento del surgimiento de la visión teórica del mundo y del
hombre, de “sí mismo”, de las formas de su propia actividad vital.
Es de por sí
comprensible que era necesaria una crisis despiadada y sin salida en el sistema
de las formas tradicionalmente practicadas y correspondientes a sus
representaciones religiosas pragmáticas para que fuera despertada (para que
despertara) la visión teórica del mundo como de una realidad efectiva no solo
independiente de cualquier tipo de voluntad, sino incluso dirigiendo esta
voluntad, aunque sea la voluntad del propio Zeus.
El primer paso de
la filosofía es precisamente la consideración crítica de la verdadera relación
del mundo de la conciencia actuante y de la voluntad hacia el mundo de la
realidad independiente de estas: el cosmos, la naturaleza, el “ser”.
Ante todo se impone
el esclarecimiento de aquella circunstancia en que el hombre mitologizado (representado para
Heráclito, Jenofonte y sus partidarios en Hesíodo [u] Homero) es el hombre antropomorfizado, es decir, el hombre
que incorrectamente transmite a la naturaleza su propia imagen. Es natural la
tarea que se desprende de aquí: separar aquello que realmente pertenece
exclusivamente al hombre con su conciencia y su voluntad, de aquello que
pertenece a la naturaleza; depurar la representación de la naturaleza de los
rasgos de la visión humana, y estos rasgos devolverlos al hombre, desprenderlos
de la naturaleza exterior, del Sol (Helio), del Océano, de los rayos
atronadores, del fogoso Vulcano y de otros. El Sol es el sol, es decir, una
esfera de fuego; el océano es el océano, o sea, un mar de agua; y el hombre es
el hombre, es decir, uno de los seres vivientes habitantes del cosmos.
La filosofía (el
pensamiento teórico) ya en los primeros tiempos asume aquella tarea que en
Anaxágoras resuelve su “nous” (“inteligencia”). En el caos de la conciencia
religiosa, el trigo de las representaciones rigurosamente objetivas sobre el
mundo exterior ella lo separa de las representaciones sobre el modo de la
actividad vital del propio ser que dispone de este “nous”: el hombre. Ella
produce una clasificación inicial, una separación de los elementos, de los
cuales está compuesta la cosmovisión religiosa pragmática, dividiendo todo lo
conocido en dos fracciones estrictamente delimitadas. En los primeros tiempos
ella actúa justamente como un separador que divide todo lo conocido en los
contrarios que se extinguen en él, sin agregarle nada esencial (todavía aquí se
mueve por completo solo en esta esfera idealizada, traducida al idioma de las
ideas).
Este
esclarecimiento de la verdadera contraposición de la voluntad consciente y del
cosmos real, que existe de acuerdo a sus propias leyes (de aquello que más
tarde será llamado “lo subjetivo” y de aquello que recibirá el título de “lo
objetivo”) es precisamente la primera diferenciación establecida por la
filosofía en tanto filosofía. Al mismo tiempo es también la primera (la más
abstracta) definición de su verdadero objeto.
Para la naturfilosofía, original y natural
resulta la representación según la cual el hombre, poseyendo “alma”, es solo
uno de los múltiples seres habitantes del cosmos, y por tanto, está subordinado
a todas sus leyes, sin ningún tipo de privilegios ni excepciones. Esto es puro
materialismo. Aunque espontáneo, aunque “ingenuo”, pero verdaderamente no tan
tonto; materialismo que comprende que el logro superior del ser “racional” no
es el ordinario enfrentamiento a la potente resistencia de las fuerzas de la
naturaleza, sino que, por el contrario, es el saber comprenderlas y contar con
ellas, el saber conformar la propia acción según las leyes, medidas y orden del
cosmos, según su poder insuperablemente fuerte, según su “Logos”, “no creado
por ninguno de los dioses ni por ninguno de los hombres”. Y este es el primer
axioma y mandamiento también del pensamiento teórico contemporáneo en general;
aquella frontera que dividió alguna vez y todavía hoy divide el enfoque
científico teórico de la relación pragmática espontánea hacia el mundo,
resumida en su forma más pura precisamente como cosmovisión religiosa
mitologizante, con la sacralización –característica de esta última– de una
“voluntad” insolente y con el culto de una sabia personalidad sobrenatural, con
el respeto ritual de las formas de vida tradicionalmente heredadas y no
sometidas a la crítica de las representaciones.
Precisamente por
eso el materialismo resulta no solo la primera forma histórica tanto del
pensamiento teórico en general, como de la filosofía (como autoconciencia de
este pensamiento), sino también “lógicamente”, es decir, en el fondo de la
cuestión, resulta también el fundamento primero de la cosmovisión científica contemporánea
y de su filosofía, de su lógica.
De la misma forma
orgánica y natural, a la filosofía aquí le es propia también la dialéctica
espontánea. Esto está ligado a la esencia misma de aquella tarea, cuya
necesidad de solución dio vida a la filosofía, esta primera forma del
pensamiento teórico.
El asunto es que la
conciencia religiosa pragmática se distingue por una total ausencia de
autocrítica. Su representación sobre el mundo exterior y sobre las leyes de la
vida de los hombres tiene su único fundamento en la tradición, remontada a los
dioses y a los antepasados, es decir, en una autoridad externa, cuyo rol lo
juega directamente uno u otro personaje “endiosado” (el oráculo, el sacerdote,
el clérigo). Esta representación [sobre alguna cosa] tiene aquí el significado
de una “verdad” autosuficiente e incuestionable, su veredicto es definitivo e
inapelable. A las formas de vida autoritarias y estancadas tal comprensión del
mundo les viene mejor que ninguna otra: con el poder de los ricos no se puede
discutir. El asunto se trastoca en condiciones de la democracia, en condiciones
de una abierta consideración de todos los asuntos importantes en las plazas, en
las reuniones de personas con opiniones diferentes y contrapuestas, que se
refutan mutuamente unas a otras.
La filosofía,
nacida precisamente como órgano de tal relación (crítica) hacia cualquier
opinión y sentencia expresada, desde el comienzo mismo se ve necesitada de
buscar el camino a la verdad a través de la consideración de representaciones
contrapuestas entre sí. La polémica democrática, la confrontación abierta de
opiniones, agrupadas siempre alrededor de polos alternativos: es esta la
atmósfera en la cual exclusivamente surge el verdadero pensamiento teórico y la
verdadera filosofía, la que merece este nombre.
En forma de
filosofía el hombre comienza por eso por primera vez a observar críticamente
–como a distancia– su propia actividad de construir imágenes de la realidad, el
propio proceso de concienciación de los hechos, sobre los que surgió la
discusión. En otras palabras, como objeto de especial consideración resultaron
todas aquellas representaciones y conceptos generales sobre los cuales
intentaban enfrentarse las opiniones.
Y tal giro del
pensamiento “hacia sí mismo”, hacia la forma de su propio trabajo, es también
una condición sin la cual no hay ni puede haber ni dialéctica, ni pensamiento
teórico en general; el pensamiento dialéctico –justo porque presupone la investigación de la naturaleza de los propios
conceptos– es propio solo del hombre, y del hombre solo en un nivel
relativamente alto de desarrollo (budistas y griegos). (Cfr: C. Marx, F.
Engels: Obras, t. 20, pp. 537-538 (las cursivas son del autor)).
La historia de la
filosofía griega temprana demuestra esta verdad como en la palma de la mano: no
hay y no puede haber un pensamiento específicamente humano (y encima,
dialéctico) allí donde no haya investigación de la naturaleza de los “propios
conceptos”, allí donde el hombre contemple solo el “mundo exterior”, sin
reflexionar al mismo tiempo sobre las formas del propio pensamiento, de la
propia actividad de construcción de las imágenes de este mundo exterior.
En otras palabras,
el pensamiento específicamente humano en general comienza su verdadera historia
solo allí donde tiene lugar no solo el pensamiento “sobre el mundo exterior”,
sino también el “pensamiento sobre el propio pensamiento”. Solo aquí y solo
bajo esta condición éste se hace también racional, es decir, dialéctico; al
tiempo que hasta aquí él no se sale de los marcos de aquellas formas que son
propias ya de la psiquis del animal desarrollado (de los marcos de las
[llamadas] formas del “raciocinio”).
“Nosotros
compartimos con los animales todos los tipos de actividad racional: la inducción, la deducción, y por consiguiente, también la abstracción (conceptos genéricos en Didoi: cuadrúpedo y bípedo), el
análisis de objetos desconocidos (ya
el quebrar una nuez es el comienzo del análisis), la síntesis (en el caso de las astutas picardías de los animales) y,
en calidad de unión de ambas, el experimento
(en caso de nuevos obstáculos y en condiciones difíciles). Según el tipo todos
estos métodos –a saber: todos los medios de investigación científica reconocidos
por la lógica habitual– son perfectamente iguales en el hombre y en los
animales. Solo en grados (según el desarrollo del método correspondiente) ellos
son diferentes. Los principales rasgos del método son iguales en el hombre y en
el animal y llevan a iguales resultados, por cuanto ambos operan o se
satisfacen solo con estos métodos elementales”. (C. Marx, F. Engels: Obras, t.
20, p. 537.)
En otras palabras,
el pensamiento humano establece una diferencia de principio entre sí y las
formas precedentes de actividad psíquica solo allí y precisamente allí donde
éste se transforma a sí mismo –a las formas de su propio trabajo– en objeto
especial de atención e investigación. En otras palabras, allí donde el proceso
de pensamiento se convierte en un acto consciente, donde se establece el
control de las normas reveladas por el propio pensamiento: las categorías
lógicas. Pero esto es precisamente el acto de nacimiento de la filosofía.
Antes de esto y sin
esto no hay todavía un pensamiento específicamente humano. Hay solamente formas
de la psiquis que son su premisa prehistórica, es decir, formas de conciencia
“gregaria”, comunes tanto al hombre como al animal. Y como última (y superior)
fase del desarrollo de esta conciencia “gregaria” interviene precisamente la
cosmovisión mitológica y religiosa, en cuya superación crítica surge el
pensamiento especialmente humano y la filosofía como órgano de esta
autoconciencia.
De esto se hace
perfectamente evidente cuán superficial y errónea es la representación
ampliamente difundida, de acuerdo a la cual el “materialismo” de los antiguos
pensadores griegos corresponde verlo en que ellos investigan el “mundo
exterior”, hablan sobre el “mundo exterior”. Ellos hacen esto, sin embargo, no
como materialistas. Pues sobre el mundo exterior se puede razonar y hablar
siendo un puro idealista; y al contrario: se puede (y se debe) ser un
consecuente materialista estudiando no el mundo exterior, sino el pensamiento.
Los autores de la Biblia y Hesíodo hablaron y escribieron sobre el mundo
exterior tanto o más que Tales, Anaximandro, Anaxímenes y Heráclito, todos
juntos; y el verdadero materialismo de los últimos consiste en que ellos
ofrecieron al mundo una determinada comprensión de la relación del pensamiento hacia el mundo exterior, una determinada
solución –precisamente materialista– de la cuestión fundamental de la
filosofía, y comprendieron el pensamiento como capacidad del hombre de
construir conscientemente su acción en correspondencia con las leyes y formas
del mundo exterior, con el “Logos” del cosmos, y no de acuerdo a los preceptos
de los profetas, las sentencias de los oráculos y de sus intérpretes... A la
relación teórica hacia el mundo le es propio verdaderamente el materialismo en
calidad de posición “natural” –que se desprende de por sí– en la comprensión
del pensamiento, en el plano de la
“investigación de la naturaleza de los propios conceptos”.
Y precisamente por
eso la dialéctica nace como dialéctica materialista:
como capacidad de “madurar la tensión de la contradicción” como parte de la expresión teórica de los fenómenos del
mundo exterior, como parte de los conceptos investigados, que reflejan
adecuadamente el mundo exterior. De dialéctica en un sentido estricto en
general se puede hablar seriamente solo allí donde la contradicción se torna conscientemente principio establecido
del pensamiento ocupado en la construcción de la imagen del mundo circundante y
del sentido concientizado de este su trabajo.
Y no es suficiente
constatar la presencia de contradicciones, pues la cosmovisión mitológica y
religiosa une a cada paso imágenes directamente contrarias y mutuamente
excluyentes, pero sin reparar en lo que hace, sin comprender los contrarios
precisamente como contrarios. Esta
tolera las contradicciones dentro de sí solo y precisamente porque no las fija
conscientemente como contradicciones,
como situaciones que destruyen cualquier cuadro del mundo inmóvil y estancado,
cualquier sistema de mitos, de conceptos mistificados.
Otro asunto es el
pensamiento teórico filosófico, el cual “tolera” la tensión de la
contradicción, claramente comprendiéndola justo como contradicción, como forma natural de expresión de la
relatividad de cada representación y concepto rigurosamente establecido. Pero
tal relación hacia la contradicción se torna posible solo allí donde la
conciencia deja de mezclarse con los conceptos existentes, fijados
dogmáticamente, y les dirige una mirada pacientemente escrutadora; solo allí
donde ella contempla sus propios conceptos como “desde fuera”, como si fuera
otro objeto distinto de sí.
Por eso mismo,
propiamente hablando, la dialéctica es incompatible con un sistema de
representaciones dogmáticamente establecido, pues en relación con este sistema
la contradicción siempre interviene como principio destructivo, como situación
de desacuerdo al interior de un sistema de conceptos establecido.
Por eso, un sistema
de ideas dogmáticamente establecido llega a sentir siempre la contradicción
como índice de discordia al interior de
sí mismo, como destrucción de sus propios estatutos. El pensamiento
teórico, entonces, que mira al concepto como algo distinto de sí, como objeto
especial de consideración, sometido en caso de necesidad a modificación,
precisión e incluso cambio completo, mantiene una relación serenamente teórica
hacia la contradicción. Este ve en ella no su
destrucción, no su muerte, sino solo
la destrucción y muerte de otro objeto distinto de sí; y a la vez, la ve como
su propia vida.
Y en esto
precisamente reside la diferencia específica de la relación humana hacia las
formas de la propia actividad como si fueran “otra” cosa, respecto de la
relación animal hacia lo mismo. El animal se
mezcla con las formas de su actividad vital, el hombre por el contrario las
contrapone a sí. Por eso la psiquis humana tiene una salida a la dialéctica,
mientras que la animal, no.
Esta diferencia
radical entre la psiquis del animal y la psiquis del hombre, que brota claramente
en las colisiones del surgimiento de la filosofía griega antigua, se ve como en
la palma de la mano también en el conocido experimento de I. P. Pavlov, quien
conscientemente hizo enfrentar la psiquis del perro con una contradicción. (8
Cfr. sobre esto más arriba.)
Esto demuestra [...],
que la psiquis del animal altamente desarrollado se desenvuelve fácilmente en
la tarea de reflejar las diferencias comunes entre dos o más categorías o
“conjuntos” de objetos singulares a él presentados, pero momentáneamente llega
a un completo desorden tan pronto de grado o a la fuerza tiene que reflejar el
paso de uno a otro, es decir, el acto de desaparición de la diferencia
establecida con precisión, el acto de conversión de los contrarios, el acto de
surgimiento precisamente de la diferencia contraria, etc., etc. La psiquis del
perro en este caso modela aguda y visiblemente la inteligencia dialécticamente
inculta del hombre: actividad intelectual formada en las condiciones de la vida
tradicional estancada, donde de generación en generación se reproducen
rigurosamente los mismos esquemas de actividad vital, elaborados por los siglos
de los siglos, con un carácter ritual, y también las representaciones que le
corresponden.
La dialéctica, por
eso, se convierte en una necesidad socialmente condicionada que imperiosamente
exige su satisfacción, precisamente en una época de virajes radicales, allí
donde los hombres se encuentran ante la tarea de desenvolverse conscientemente
en medio de las condiciones de su propia vida, de concientizar racionalmente,
es decir, de comprender qué es lo que ocurre a su alrededor y por qué todo lo
que hasta ayer parecía sólido, fuertemente establecido, resulta (y no de vez en
cuando, sino a fuerza de alguna fatídica necesidad que diariamente y a toda
hora se entromete en todos sus cálculos y planes) vacilante, inestable,
engañoso... Allí donde todos los signos de pronto se transforman en lo
contrario, donde lo que ayer se presentaba como el Bien, de pronto se torna
para ellos en interminables disgustos y desgracias, donde la antigua ley,
legada por los dioses y los antepasados ya no los preserva de las fuerzas del
Mal. En dos palabras, allí donde los hombres se sienten atrapados en las
mordazas de implacables contradicciones, viéndose necesitados de resolverlas, y
los viejos modos para resolverlas, utilizados por los siglos de los siglos,
manifiestan toda su impotencia.
Solo entonces, y no
antes, es que surge la verdadera necesidad de comprender claramente
–racionalmente– todo lo que ocurre, por qué ocurre así y a dónde va todo. Comprender
cómo seguir viviendo, a qué objetivos orientar su actividad vital, en qué ver
un sustento sólido para sus juicios y valoraciones.
La dialéctica
surge, pues, ante todo como forma de una sobria auto rendición de cuentas del
hombre puesto ante tales condiciones. Para librarse de las contradicciones es
necesario reflejarlas clara y honestamente, sin engañarse a uno mismo con
cuentos y mitos, sino, precisamente, como
contradicciones de la realidad, y no como contradicciones de la “buena” o
“mala” voluntad de dioses y seres antropomórficos similares a los dioses.
Precisamente esto
es lo que diferencia al conocimiento racional del mundo de los esquemas
tradicionalmente religiosos de su explicación. Los últimos fácilmente se
desenvuelven con las contradicciones, de las cuales ya no te escaparás y están
en boca de todos: se declaran asunto de un designio malsano, de una voluntad
maligna, de una intención perjudicial al hombre de alguna inteligencia
sobrehumana y de seres astutos, que traman vilezas a los protectores
celestiales del género humano, sea con la discordia entre los benefactores
divinos, tutores de los tontos mortales. Por eso es que la mitología abunda en
contradicciones y “en sí” es también dialéctica, pues en los cielos se
proyectan contradicciones doblemente terrenales, reales, pero que convierten
esta peculiar proyección a la pantalla del Más Allá en algo místicamente
incomprensible, pues “los caminos del Señor son inescrutables”... Siempre se
declaran como “causa” suya el designio consciente de los dioses y su divina
Voluntad, inalcanzable para el hombre.
Es por eso que la
dialéctica racional comienza con la fijación sobria y aguda de las contradicciones
reales de la vida, del mundo dentro del cual vive el hombre: el ser portador –a
diferencia del mundo circundante– de conciencia y voluntad. Comienza por tomar
conciencia de las contradicciones y con la voluntad de enfrentarlas. De aquí se
comprende también el carácter “naturfilosófico” de las primeras construcciones
teórico-filosóficas, de su materialismo, cuya esencia consiste en que el hombre
con su conciencia y voluntad es incluido en los ciclos vitales de una
Naturaleza sin dioses; y, por tanto, en su vida debe seguir sus leyes, su
orden; es decir, pensar y proceder de acuerdo a ella y no en contra de ella.
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