Análisis
del poema «El buen sentido» del conjunto de Poemas
en prosa
Por:
Julio Carmona
ANTES DE TRABAJAR con mis
herramientas de lector sobre estos singulares poemas de César Vallejo, es
oportuno precisar cuáles son esos instrumentos a emplear. Y, como ya he tenido
oportunidad de decirlo en los «Prólogos» de los tres primeros libros de Vallejo para no iniciados1, el principio básico es tener
la certeza de que se va a trabajar con oraciones, y no sentir la inhibición de
admitirlo solo por el hecho de que se trata de textos poéticos. Ciertamente, no
es lo mismo la oración del texto poético que la del texto informativo. Pero lo
que no debe seguirse de esta diferenciación es que dejemos de procurar
comprender (como primera condición) lo que significan, denotativamente, las
palabras en ambos tipos de oración.
En
el caso del texto informativo esa comprensión no va más allá del único sentido,
denotativo, que las palabras tienen en el diccionario. Pero cuando se trata del
texto poético esa comprensión resulta ser insuficiente, porque el lector
literario advierte que hay algo más allá de aquel sentido denotativo. Y ese lector
trata —debe hacerlo— de encontrarle otro (u otros) sentido (s) (que el autor ha
cubierto con un velo —de su propiedad— a esas palabras). Al hacer eso, el
lector estará entrando al nivel connotativo del texto. Y, en este caso, es
recomendable hacerse esta pregunta: ¿Qué ha querido decir el autor en esta
oración? Pongo el ejemplo de las dos primeras oraciones del texto inicial
titulado «El buen sentido» del conjunto Poemas
en prosa, de César Vallejo.
En
la primera oración, «—Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París.»,
es evidente que el sujeto emisor de la oración está entablando un diálogo con
el sujeto receptor, ubicado en la misma oración, y le está «informando» de la
existencia de «un sitio [ubicado] en el mundo» [es un lugar del mundo, dice]
«que se llama París». Se ve, pues, que a esta oración del texto poético no
estamos obligados a darle más comprensión que la que su sentido denotativo
expresa. Lo único que cabe preguntarse es si ese «diálogo» se da con la
presencia física del receptor o si es un receptor imaginario, ideal. (Y, si se
recurre a la biografía del autor, se deberá elegir la segunda opción).
En
la segunda oración, «Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande.»,
siguiendo el hilo de la primera, se puede decir que solo falta exteriorizar el
verbo «ser» (tácito): ‘Es un sitio…’,
y su comprensión lógica se prolonga hasta los adjetivos: «grande y lejano»
(además del adverbio «muy» que modifica al primero, para exagerar su tamaño);
pero la frase siguiente: «y otra vez grande», desde el punto de vista de la
lógica gramatical, resultaría redundante: pues sería como decir: ‘Un sitio
grande, grande’; pero no lo es tal para la lógica poética, que busca maximizar
ese tamaño que se vio tiene un adverbio aumentativo «muy grande», y al que se
le agrega el modo adverbial: «otra vez», es decir, que es una hipérbole para
hacer más extenso lo ya dimensionado, como si se tratara de compararlo con la
aldea santiagueña que es el lugar conocido por la madre. Pero, además, en la
frase «otra vez grande» se tiene la sensación de que ese sitio crece
constantemente, y que no hay posibilidad de que deje de crecer. Y adviértase
que todo lo dicho hasta aquí es algo que yo he agregado, como lector, porque lo
considero implícito en el texto; pero no figura explícitamente en él, o sea que
es un sentido adicional que yo he hecho, y eso ya no es denotativo, sino
connotativo: es lo que el lector agrega que no necesariamente sería coincidente
con lo pensado por el autor (si es que se pudieran cotejar ambos sentidos).
Por
otro lado, obsérvese que las dos oraciones conforman un párrafo. Y este es un
dato que se añade a mi instrumental de lector. Pues, así como en el caso de la
lectura de los textos líricos realizada en los tres libros que preceden a este,
en aquellos establecí que las estrofas eran o son el tope de lectura parcial,
que debe separarse, momentáneamente, para desarrollar mejor la interpretación
del poema. En el caso de la prosa, es el párrafo el que marca esa pauta. A
continuación, transcribo el texto completo del poema en prosa que nos ocupa:
«El buen sentido»2.
—Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama
París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande.
Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque
empieza a nevar, sino para que empiece a nevar.
La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo
y avanzando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte. Que soy dos
veces suyo: por el adiós y por el regreso. La cierro, al retornar. Por eso me
dieran tánto sus ojos, justa de mí, infraganti de mí, aconteciéndose por obras
terminadas, por pactos consumados.
Mi madre está confesa de mí, nombrada de mí. ¿Cómo
no da otro tanto a mis otros hermanos? A Víctor, por ejemplo, el mayor, que es
tan viejo ya, que las gentes dicen: ¡Parece hermano menor de su madre! ¡Fuere
porque yo he viajado mucho! ¡Fuere porque yo he vivido más!
Mi madre acuerda carta de principio colorante a mis
relatos de regreso. Ante mi vida de regreso, recordando que viajé durante dos
corazones por su vientre, se ruboriza y se queda mortalmente lívida, cuando
digo, en el tratado del alma: Aquella noche fui dichoso. Pero, más se pone
triste; más se pusiera triste.
—Hijo, ¡cómo estás viejo!
Y desfila por el color amarillo a llorar, porque me
halla envejecido, en la hoja de espada, en la desembocadura de mi rostro. Llora
de mí, se entristece de mí. ¿Qué falta hará mi mocedad, si siempre seré su
hijo? ¿Por qué las madres se duelen de hallar envejecidos a sus hijos, si jamás
la edad de ellos alcanzará a la de ellas? ¿Y por qué, si los hijos, cuanto más
se acaban, más se aproximan a los padres? ¡Mi madre llora porque estoy viejo de
mi tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo!
Mi adiós partió de un punto de su ser, más externo
que el punto de su ser al que retorno. Soy, a causa del excesivo plazo de mi
vuelta, más el hombre ante mi madre que el hijo ante mi madre. Allí reside el
candor que hoy nos alumbra con tres llamas. Le digo entonces hasta que me
callo:
—Hay, madre, en el mundo un sitio que se llama
París. Un sitio muy grande y muy lejano y otra vez grande.
La mujer de mi padre, al oírme, almuerza y sus ojos
mortales descienden suavemente por mis brazos.
INTERPRETACIÓN DEL POEMA «El
buen sentido»
—Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama
París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande. (1)
(1) Aquí no queda sino
remitir al lector a la relectura de la introducción de este artículo en la que
analizo esta estrofa conformada por dos oraciones, y donde adelanto que lo
expresado en ellas no exige mayor esfuerzo que lo denotado por las palabras que
las conforman, de tal suerte que solo falta esclarecer si lo comprendido de
ellas se relaciona con la referencia a París que, como se sabe, en la realidad,
el locutor poético solo podía hacer la descripción de esa ciudad estando en
ella, y, para entonces, la madre ya había fallecido, y ella como receptor poético resulta serlo en forma
idealizada. Máxime si en el texto es la única vez que, de forma directa, se
dirige a ella en calidad de segunda persona (aunque vuelva a repetir estas
oraciones en la penúltima estrofa). Después, lo hará, en todo el poema, de
manera indirecta: en tercera persona. Paso al siguiente párrafo.
Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque
empieza a nevar, sino para que empiece a nevar. (2)
(2) La presencia de la madre
en el poema refleja, de manera subliminal, la soledad que asola al locutor
poético en esa ciudad enorme, en la que difícilmente puede tener una compañía
permanente. Y es una soledad que, seguro, es parte de su recuerdo, en relación
con sus otros viajes (de los que más adelante hablará: «porque yo he viajado
mucho», numeral 8). Y esa soledad no solo se manifiesta dentro del lugar donde
se hospeda, sino fuera de él. Y el ajustarse el cuello del abrigo, implica el
hecho inminente de abandonar el recuerdo de la madre. Y la frialdad del
solitario no es «porque empieza a nevar», como dice, esa frialdad se
manifestará recién en su salida a la calle (que es, entonces, que empezará a
nevar) pues ya no tendrá ni siquiera el recuerdo de la madre como compañía y abrigo. Luego, sigue el
siguiente párrafo:
La mujer de mi padre está enamorada de mí (3),
viniendo y avanzando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte. (4)
Que soy dos veces suyo: por el adiós y por el regreso. La cierro, al retornar.
(5) Por eso me dieran tánto sus ojos, justa de mí, infraganti de mí,
aconteciéndose por obras terminadas, por pactos consumados. (6)
(3) Hay críticos que
sugieren existe en la poesía vallejiana una obsesión edípica. Y yo imagino que
al leer ellos esta expresión: «La mujer de mi padre está enamorada de mí», seguro,
llegaron al éxtasis interpretativo. Por mi parte, mi primera reacción fue
relacionarla con unos versos de la novela3 de Mario Benedetti, El cumpleaños de Juan Ángel, en la que
el protagonista dice: «(…) entiéndanme apenas tengo ocho años / y eso significa
caramelos de menta (…) y maestras de guardapolvo blanco / de las que estoy
condenado a enamorarme / nada más que para no defreudar a freud…4»
(1971: 12). Y, claro, de eso se trata, de que los hijos varones a la primera
mujer que conocen en su vida es a su madre (y en orden de aparición siguen las
maestras) ‘y están condenados a enamorarse de ella (s) solo por no defraudar a
Freud’. Pero lo que propone el locutor poético, al menos en este poema, es otro
complejo edípico: el complejo de Yocasta: la madre que se enamora del hijo.
Pero no es el enamoramiento erótico (sensual, carnal), o sea que no es —como
sugiere Alejandro Susti— que la madre «se convierte en objeto de deseo a la vez que objeto
deseante» (Varios, 2010: 46-47. Cursiva mía); es decir que ni en el párrafo
citado ni en los otros de «El buen sentido» hay indicios de eso; cuando Susti
habla de la ‘madre como objeto de deseo’, se trata del amor filial y cuando lo
hace de la ‘madre como objeto deseante’, se trata del amor maternal5.
(4) Este complemento de la
oración principal se proyecta, asimismo, como una oración subordinada, con dos
verbos en gerundio «viniendo y avanzando» y lo hace de dos maneras, primera:
«de espaldas a mi nacimiento», obviamente, el estar de espaldas a algo es
porque ya pasó, que pertenece al pasado, pero que no descarta sino que
condiciona la razón de ser y de sentirse hijo y, segunda, «de pecho a mi
muerte», es como si la madre avanzase poniendo su pecho protector contra la
muerte (futura) del hijo. En los dos casos no hay tal clausura de la identidad del hijo, como sí asegura Susti.6
(5) Y de esa relación
(madre/hijo), el locutor poético dice sentirse o ser «dos veces suyo», de
pertenecerle a la madre por partida doble: la partida de nacimiento y la
partida de defunción; la del nacimiento que concluyó al partir él del entorno
familiar con el adiós a la madre, y la otra que se dará (a futuro) cuando él
fallezca y eso constituya un retorno o «regreso» (en espíritu) a su lugar de
origen (muy lejos de París); pero esa doble pertenencia, convierte a la madre
en una puerta: de salida y de entrada. Y por eso dice: «La cierro, al
retornar», es decir, al abandonar el recuerdo y, a la vez, salir de la
habitación —en la que queda la madre en forma de recuerdo— y ‘retornar al mundo
real’, instante este en que cierra la puerta real y la puerta del recuerdo (que
es la madre).
(6) Por el hecho de que
exista ese amor maternal, «Por eso» —dice el locutor poético— es que siente que
los ojos de ella le «dieran tánto» (y le siguen dando, en el recuerdo) que la
siente «justa de mí» la que actuó con justicia en sus justas (peleas o
certámenes literarios): «por obras terminadas», y hasta en sus enredos
incorrectos («infraganti de mí») «por pactos consumados»: un ejemplo claro de
esta intervención conciliadora de la madre (por un enredo incorrecto) se puede
cotejar en el poema LXXIV de Trilce).
Paso al siguiente párrafo:
Mi madre está confesa de mí, nombrada de mí. ¿Cómo
no da otro tanto a mis otros hermanos? (7) A Víctor, por ejemplo, el mayor, que
es tan viejo ya, que las gentes dicen: ¡Parece hermano menor de su madre!
¡Fuere porque yo he viajado mucho! ¡Fuere porque yo he vivido más! (8)
(7) Obsérvese la reiteración
de esta forma lexical: «confesa de mí, nombrada de mí», que antes se ha visto:
«justa de mí», «infraganti de mí» (y, más adelante, dirá: «Llora de mí»,
«entristece de mí»); pero la expresión «confesa de mí», tiene relación con las
expresiones (ya citadas: «justa de mí», «infraganti de mí») por su tesitura
judicial, como cuando se dice convicto y
confeso, y, en este caso, da más énfasis a esa justicia ‘confesa
[enamorada] de mí’, aunque eso responda a que él la ha ‘nombrado así’:
«nombrada de mí», como si rectificara: ‘nombrada así por mí’, y, más aun, el
locutor poético busca dar sustento a su atestado jurídico, con una prueba que
él da por definitiva: «¿Cómo no da otro tanto a mis otros hermanos?» Y bien se
sabe (y el locutor poético también, ¿quién no?) que las madres siempre
manifiestan «más» afecto por el último hijo (que es el caso de CV).
(8) Y esa diferenciación
afectiva la ratifica mencionando al hijo mayor (de los doce) que, también es
usual, suele acaparar el cariño maternal, aunque no sea acción duradera, por su
mismo envejecimiento. Y retorna a su propio caso, y busca justificarlo, dice
‘tal vez’ «porque yo he viajado mucho» y sus ausencias causaban preocupación en
la madre por ser, precisamente, el menor de todos, creyéndolo indefenso y no
bien preparado para afrontar la vida. Lo que obliga al locutor poético a
concluir que, ‘por haber viajado mucho’, él ‘ha vivido más’.
Mi madre acuerda carta de principio colorante a mis
relatos de regreso. (9) Ante mi vida de regreso, recordando que viajé durante
dos corazones por su vientre, se ruboriza y se queda mortalmente lívida, cuando
digo, en el tratado del alma: Aquella noche fui dichoso. Pero, más se pone
triste; más se pusiera triste. (10)
(9) A la palabra «acuerda»,
en este caso, se la puede cargar con dos acepciones (de entre otras que da el
diccionario): a. «Resolución premeditada de una sola persona» que alcanza a la
oración poética: «Mi madre acuerda carta de principio», es decir, que ella
esperó siempre: una carta con un color cierto de su retorno al hogar, y b. El
vocablo «acuerda» se usa en pintura como «armonía del colorido de un cuadro»,
que encaja con la parte conclusiva de la oración: «principio colorante a mis
relatos de regreso.»
(10) Aquí se ratifica esa
espera de la madre: «Ante mi vida de regreso», pues ella recuerda el primer
viaje del hijo en su vientre, viaje que duró el latido de sus dos corazones, y
es un recuerdo que la ruboriza y —en realidad— «se queda mortalmente lívida»,
porque para ese parto dio algo de su vida, y más se pone lívida «cuando digo,
en el tratado del alma: Aquella noche fui dichoso.» En la noche del estado
gestante el locutor poético dice haber sido dichoso (como consta «en el tratado
del alma»). Y sospecha que la madre se pone triste porque no está ella para
mitigar la falta de dicha del hijo que está fuera y lejos de ella; por eso dice
el locutor poético: «Pero, más se pone triste», y agrega: «más se pusiera
triste» si pudiera verlo pasar todas las vicisitudes amargas de su viaje vital:
—Hijo, ¡cómo estás viejo! (11)
Y desfila por el color amarillo a llorar, porque me
halla envejecido, en la hoja de espada, en la desembocadura de mi rostro. Llora
de mí, se entristece de mí. ¿Qué falta hará mi mocedad, si siempre seré su
hijo? ¿Por qué las madres se duelen de hallar envejecidos a sus hijos, si jamás
la edad de ellos alcanzará a la de ellas? ¿Y por qué, si los hijos, cuanto más
se acaban, más se aproximan a los padres? ¡Mi madre llora porque estoy viejo de
mi tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo! (12)
(11) Y, como corolario de
esa tristeza, dice que la madre exclama: «—Hijo, ¡cómo estás viejo!» Y esta
expresión me trae al recuerdo la escena de Cien
años de soledad, en la que Úrsula Iguarán dialoga con Aureliano Buendía, su
hijo. Transcribo el fragmento:
«Desde el momento en que entró al cuarto, Úrsula se
sintió cohibida por la madurez de su hijo, por su aura de dominio, por el
resplandor de austeridad que irradiaba su piel. Se sorprendió que estuviera tan
bien informado. “Ya sabe usted que soy adivino”, bromeó él. Y agregó en serio:
“Esta mañana, cuando me trajeron, tuve la impresión de que ya había pasado por
todo esto.” En verdad, mientras la muchedumbre tronaba a su paso, él estaba
concentrado en sus pensamientos, asombrado de la forma en que había envejecido
el pueblo en un año. Los almendros tenían las hojas rotas. Las casas pintadas
de azul, pintadas luego de rojo y luego vueltas a pintar de azul, habían
terminado por adquirir una coloración indefinible.
—¿Qué esperabas? —suspiró Úrsula—. El tiempo pasa.
—Así es —admitió Aureliano—, pero no tanto.»
(García Márquez, 1986: 104).
(12) Y, en el caso que nos
ocupa, el locutor poético vuelve a aludir al ‘acuerda el principio colorante’
visto arriba, y dice que la madre «desfila por el color amarillo a llorar»,
color amarillo que es el de la lividez, de su estado mortal, «porque me halla envejecido,
[dice] en la hoja de espada, en la desembocadura de mi rostro»: es decir, en su
capacidad de lucha («la hoja de espada») y contra la muerte, lo cual se refleja
‘en la desembocadura de su rostro’. Y ese estado del hijo impacta en el llanto
de la madre, por lo que él dice: «Llora de mí, se entristece de mí.» Y se
pregunta: «¿Qué falta hará mi mocedad, si siempre seré su hijo?» que equivale a
decir: ¿por qué se preocupa por mi vejez, y no lo hace por la de mi hermano? Y,
luego, siguen otras reflexiones con un tinte poético/filosófico, en torno a la
acción del tiempo, tan obvia, que no debería preocupar a las madres sobre el
envejecimiento de los hijos, si jamás la edad de estos alcanzará a la de ellas,
aunque igual avanza en su dirección, y por eso llega a la conclusión de que los
hijos cuanto más se acaban más se aproximan al acabamiento de sus padres. Pero
lo definitivo del llanto de la madre es que: «… llora porque estoy viejo de mi
tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo!»
Mi adiós partió de un punto de su ser, más externo
que el punto de su ser al que retorno. (13) Soy, a causa del excesivo plazo de
mi vuelta, más el hombre ante mi madre que el hijo ante mi madre. (14) Allí
reside el candor que hoy nos alumbra con tres llamas. (15) Le digo entonces
hasta que me callo: (16)
(13) Con esta frase poética
el locutor poético da a entender que no se separó de la madre mientras estuvo
en su vientre (ver el párrafo con los numerales 9 y 10); pero, dice que ‘su
adiós partió de un punto externo de su ser’, y será ‘más externo al punto de su
ser al que retorna’ (o retornará cuando muera él).
(14) Por eso llega a la
conclusión de que conforme se amplía el paso de los años para que pueda
regresar a donde está ella, entonces, ese acrecentamiento del tiempo se
convierte en la «causa» de la preocupación de la madre, y, así, se va alejando
más de ella (de su adiós primero), siendo más el hombre que el hijo.
(15) Y en esa separación de
tiempos, dice, «Allí reside el candor que hoy nos alumbra con tres llamas.» El
«candor», la pureza, la inocencia (el
buen sentido, de su relación afectiva): el amor de él, el amor de ella y el
tiempo que los «alumbra» y son «tres llamas».
(16) Y es así que el locutor
poético (para aliviar esa preocupación materna), cada vez que está con ella a
solas, en el recuerdo, y hasta que se queda en silencio, pues debe salir al
mundo, y este mundo en ese momento es París… Le dice:
—Hay, madre, en el mundo un sitio que se llama
París. Un sitio muy grande y muy lejano y otra vez grande. (17)
(17) Y al hacer eso, de
informarle cuál es el lugar donde se encuentra, está cumpliendo con hacerle
llegar esa carta que ella acuerda, esa «carta de principio colorante a mis
relatos de regreso» (numeral 9).
La mujer de mi padre, al oírme, almuerza y sus ojos
mortales descienden suavemente por mis brazos. (18)
(18) «La mujer de mi padre»
(frase que se ha leído en el tercer párrafo) es una forma de decir, de manera
indirecta: mi madre, me sigue amando y con ella converso (y, en el buen sentido, no hay complejo de
Edipo que valga para interpretar este poema), y, en el recuerdo —se reafirma el
locutor poético— la veo almorzar, porque vive en mí, y aunque sé que son «sus
ojos mortales» yo sé que ella es inmortal, pues, siento que me mira desde su inmortalidad.
No se olvide, nunca, el verso de Trilce,
poema «LXV»: «Así, muerta inmortal». Transcribo las dos últimas estrofas:
Así, muerta inmortal. Así.
Bajo los dobles arcos de tu
sangre, por donde
hay que pasar tan de
puntillas, que hasta mi padre
para ir por allí,
humildose hasta menos de la
mitad del hombre,
hasta ser el primer pequeño
que tuviste.
Así, muerta inmortal.
Entre la columnata de tus
huesos
que no puede caer ni a
lloros,
y a cuyo lado ni el Destino
pudo entrometer
ni un solo dedo suyo.
Así muerta inmortal.
Así.
___________
Notas
(1) Bajo ese título genérico
he publicado mis lecturas de los dos primeros poemarios de CV, Los heraldos negros, y Trilce, mientras que la del tercero, Poemas humanos, aun está inédita.
(2) Pienso que este título
bien puede ser complemento de lo dicho en la parte introductoria, respecto de
la búsqueda del sentido que el lector hace en su lectura del poema. Es como si
el autor (o locutor poético o yo lírico) cuidase de que se mal interpreten
algunas expresiones que hay en el poema, como, por ejemplo: «La mujer de mi
padre está enamorada de mí», y adelanta la salvedad de que ‘todo está dicho en
el buen sentido de la expresión’. Y, por otro lado, ese buen sentido, tiene
concomitancia con otras expresiones que en los libros anteriores ha puesto en
uso CV, por ejemplo: «perdonen la tristeza» («Fue domingo en las claras orejas
de mi burro», de Poemas humanos)
expresión que es equivalente a: «así se dice en el Perú —me excuso» del poema
«Ello es que el lugar donde me pongo» de Poemas
humanos, y a esta otra: «digo, es un decir» (repetido tres veces) del poema
XV de España, aparta de mí este cáliz.
(3) No extrañe que diga:
«versos de la novela», porque no es que en ella se interpolen esos versos, sino
que toda ella está escrita en verso.
(4) El apellido de Freud
está escrito así con minúscula en el texto citado, pues todas las palabras que
debieran estar con mayúscula ahí están impresas con minúscula; asimismo, no se
usa ningún signo ortográfico (comas u otros).
(5) «El amor es un tipo
especial de trabajo creador. Claro que sí, el amor se expresa de manera
privilegiada en el campo de los afectos y en la dinámica relacional de los
sentimientos, pero el amor se expresa fundamentalmente en la dimensión de los
proyectos existenciales compartidos, como expresión especial de sabiduría
solidaria: bondad y ternura, compasión militante. La que recibe más atención,
muchas veces injustificadamente, es la relación de pareja, a sabiendas que hay
múltiples formas y modos de amar; sin embargo, lo más generalizado, es la
búsqueda de lo más próximo al “amor incondicional”: la relación entre una madre
y una hija. En tal sentido, si el amor se entiende como un trabajo creador
especial es fundamental comprender la importancia estratégica de desarrollar
competencias amatorias, pues el amor como “trabajo creador” implica la
capacidad personal de suscitar en la persona amada lo mejor de sí misma»
(Ricardo Oliveros Mejía, texto tomado de la Internet).
(6) Dice Susti: «La primera
oración (“La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo y avanzando de
espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte”) supone una temporalidad
anterior al nacimiento del hijo, lo cual conlleva a anular la identificación
del sujeto poético como “hijo” (…)» (Ibíd.).
Referencias bibliográficas
Benedetti, Mario (1971). El cumpleaños de Juan Ángel. Montevideo:
Biblioteca de Marcha.
García Márquez, Gabriel
(1986). Cien años de soledad. Bogotá:
Oveja Negra.
Susti, Alejandro et. alt.
(2010). Umbrales y márgenes. El poema en
prosa en el Perú contemporáneo. Lima: Universidad de Lima.
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