La Fuente de la Plusvalía*
Carlos Marx
1.
La fuerza de trabajo
Después de analizar, en la medida en
que podíamos hacerlo en un examen tan rápido, la naturaleza del valor, del valor de una mercancía cualquiera, hemos de encaminar nuestra
atención al peculiar valor del trabajo.
Y aquí, nuevamente tengo que provocar vuestro asombro con otra aparente
paradoja. Todos vosotros estáis convencidos de que lo que vendéis todos los
días es vuestro trabajo; de que, el trabajo tiene un precio, y de que, puesto
que el precio de una mercancía no es más que la expresión en dinero de su
valor, tiene que existir, sin duda, algo que sea el valor del trabajo. Y, sin embargo, no existe tal cosa como valor del trabajo, en el sentido
corriente de la palabra. Hemos visto que la cantidad de trabajo necesario
cristalizado en una mercancía constituye su valor. Aplicando ahora este
concepto del valor, ¿cómo podríamos determinar el valor de una jornada de
trabajo de diez horas, por ejemplo? ¿Cuánto trabajo se encierra en esta
jornada? Diez horas de trabajo. Si dijésemos que el valor de una jornada de
trabajo de diez horas equivale a diez horas de trabajo, o a la cantidad de
trabajo contenido en aquéllas, haríamos una afirmación tautológica, y además
sin sentido. Naturalmente, después de haber desentrañado el sentido verdadero,
pero oculto, de la expresión «valor del
trabajo», estaremos en condiciones de explicar esta aplicación irracional y
aparentemente imposible del valor; del mismo modo que estamos en condiciones de
explicar los movimientos aparentes o meramente percibidos de los cuerpos
celestes, después de conocer sus movimientos reales.
Lo
que el obrero vende no es directamente su trabajo,
sino su fuerza de trabajo, cediendo
temporalmente al capitalista el derecho a disponer de ella. Tan es así, que no
sé si las leyes inglesas, pero sí, desde luego, algunas leyes continentales,
fijan el máximo de tiempo por el que
una persona puede vender su fuerza de trabajo. Si se le permitiese venderla sin
limitación de tiempo, tendríamos inmediatamente restablecida la esclavitud.
Semejante venta, si comprendiese, por ejemplo, toda la vida del obrero, le
convertiría inmediatamente en esclavo perpetuo de su patrono.
Tomás Hobbes, uno de los más viejos
economistas y de los filósofos más originales de Inglaterra, vio ya, en su Leviatán, instintivamente, este punto,
que todos sus sucesores han pasado por alto. Dice Hobbes:
«Lo que un hombre vale o en lo que
se estima es, como en las demás cosas, su precio, es decir, lo que se daría por
el uso de su fuerza».
Partiendo de esta base, podemos
determinar el valor del trabajo, como
el de cualquier otra mercancía.
Pero,
antes de hacerlo, cabe preguntar: ¿de dónde proviene ese hecho peregrino de que
en el mercado nos encontramos con un grupo de compradores que poseen tierras,
maquinaria, materias primas y medios de vida, cosas todas que, fuera de la
tierra virgen, son otros tantos productos
del trabajo, y de otro lado, un grupo de vendedores que no tienen nada que
vender más que su fuerza de trabajo, sus brazos laboriosos y sus cerebros?
¿Cómo se explica que uno de los grupos compre constantemente para obtener una
ganancia y enriquecerse, mientras que el otro grupo vende constantemente para
ganar el sustento de su vida? La investigación de este problema sería la
investigación de aquello que los economistas denominan «acumulación previa u originaria», pero que debería llamarse, expropiación originaria. Y veríamos
entonces que esta llamada acumulación
originaria no es sino una serie de procesos históricos que acabaron destruyendo la unidad originaria que
existía entre el hombre trabajador y sus medios de trabajo. Sin embargo, esta
investigación cae fuera de la órbita de nuestro tema actual. Una vez consumada la separación entre el trabajador y los
medios de trabajo, este estado de cosas se mantendrá y se reproducirá sobre una
escala cada vez más vasta, hasta que una nueva y radical revolución del modo de
producción lo eche por tierra y restaure la unidad originaria bajo una forma
histórica nueva.
¿Qué
es, pues, el valor de la fuerza de
trabajo?
Al
igual que el de toda otra mercancía, este valor se determina por la cantidad de
trabajo necesaria para su producción. La fuerza de trabajo de un hombre existe,
pura y exclusivamente, en su individualidad viva. Para poder desarrollarse y
sostenerse, un hombre tiene que consumir una determinada cantidad de artículos
de primera necesidad. Pero el hombre, al igual que la máquina, se desgasta y tiene
que ser reemplazado por otro. Además de la cantidad de artículos de primera
necesidad requeridos para su propio
sustento, el hombre necesita otra cantidad para criar determinado número de
hijos, llamados a reemplazarle a él en el mercado de trabajo y a perpetuar la
raza obrera. Además, es preciso dedicar otra suma de valores al desarrollo de
su fuerza de trabajo y a la adquisición de una cierta destreza. Para nuestro
objeto, basta con que nos fijemos en un trabajo medio, cuyos gastos de educación y perfeccionamiento son magnitudes
insignificantes. Debo, sin embargo, aprovechar esta ocasión para hacer constar
que, del mismo modo que el coste de producción de fuerzas de trabajo de distinta
calidad es distinto, tiene que serlo también los valores de la fuerza de
trabajo aplicada en los distintos oficios. Por tanto, el clamor por la igualdad de salarios descansa en un
error, es un deseo absurdo, que jamás
llegará a realizarse. Es un brote de ese falso y superficial radicalismo que
admite las premisas y pretende rehuir las conclusiones. Dentro del sistema de
trabajo asalariado, el valor de la fuerza de trabajo se fija lo mismo que el de
otra mercancía cualquiera; y como distintas clases de fuerza de trabajo tienen
distintos valores o exigen distintas cantidades de trabajo para su producción, tienen que tener distintos precios en el
mercado de trabajo. Pedir una retribución
igual, o incluso una retribución
equitativa, sobre la base del sistema del trabajo asalariado, es lo mismo
que pedir libertad sobre la base de
un sistema fundado en la esclavitud. Lo que pudiéramos reputar justo o
equitativo, no hace al caso. El problema está en saber qué es lo necesario e
inevitable dentro de un sistema dado de producción.
Según
lo que dejamos expuesto, el valor de la
fuerza de trabajo se determina por el
valor de los artículos de primera necesidad imprescindibles para producir,
desarrollar, mantener y perpetuar la fuerza de trabajo.
2. La producción de la plusvalía
Supongamos ahora que el promedio de
los artículos de primera necesidad imprescindibles diariamente al obrero
requiera, para su producción, seis horas
de trabajo medio. Supongamos, además, que estas seis horas de trabajo medio
se materialicen en una cantidad de oro equivalente a tres chelines. En estas
condiciones, los tres chelines serían el
precio o la expresión en dinero del valor
diario de la fuerza de trabajo de este hombre. Si trabajase seis horas,
produciría diariamente un valor que bastaría para comprar la cantidad media de
sus artículos diarios de primera necesidad o para mantenerse como obrero.
Pero
nuestro hombre es un obrero asalariado. Por tanto, tiene que vender su fuerza
de trabajo a un capitalista. Si la vende por tres chelines diarios o por
dieciocho chelines semanales, la vende por su valor. Supongamos que se trata de
un hilador. Si trabaja seis horas al día, incorporará al algodón diariamente un
valor de tres chelines. Este valor diariamente incorporado por él representaría
un equivalente exacto del salario o precio de su fuerza de trabajo que se le
abona diariamente. Pero en este caso no afluiría al capitalista ninguna plusvalía o plusproducto. Aquí es donde
tropezamos con la verdadera dificultad.
Al
comprar la fuerza de trabajo del obrero y pagarla por su valor, el capitalista
adquiere, como cualquier otro comprador, el derecho a consumir o usar la
mercancía comprada. La fuerza de trabajo de un hombre se consume o se usa
poniéndole a trabajar, ni más ni menos que una máquina se consume o se usa
haciéndola funcionar. Por tanto, el capitalista, al pagar el valor diario o
semanal de la fuerza de trabajo del obrero, adquiere el derecho a servirse de
ella o a hacerla trabajar durante todo el
día o toda la semana. La jornada de trabajo o la semana de trabajo tienen,
naturalmente, ciertos límites, pero sobre esto volveremos en detalle más
adelante.
Por
el momento, quiero llamar vuestra atención hacia un punto decisivo.
El valor de la fuerza de trabajo se
determina por la cantidad de trabajo necesario para su conservación o
reproducción, pero el uso de esta
fuerza de trabajo no encuentra más límite que la energía activa y la fuerza
física del obrero. El valor diario o
semanal de la fuerza de trabajo y el
ejercicio diario o semanal de esta misma fuerza de trabajo son dos cosas
completamente distintas, tan distintas como el pienso que consume un caballo y
el tiempo que puede llevar sobre sus lomos al jinete. La cantidad de trabajo
que sirve de límite al valor de la
fuerza de trabajo del obrero no limita, ni mucho menos, la cantidad de trabajo
que su fuerza de trabajo puede ejecutar. Tomemos el ejemplo de nuestro hilador.
Veíamos que, para reponer diariamente su fuerza de trabajo, este hilador
necesitaba reproducir diariamente un valor de tres chelines, lo que hacía con
su trabajo diario de seis horas. Pero esto no le quita la capacidad de trabajar
diez o doce horas, y aún más, diariamente. Y el capitalista, al pagar el valor diario o semanal de la fuerza
de trabajo del hilador, adquiere el derecho a usarla durante todo el día o toda la semana. Le hará
trabajar, por tanto, supongamos, doce
horas diarias. Es decir, que sobre y por
encima de las seis horas necesarias para reponer su salario, o el valor de
su fuerza de trabajo, el hilador tendrá que trabajar otras seis horas, que llamaré horas de plustrabajo, y este plustrabajo se traducirá en una plusvalía y en un plusproducto. Si, por ejemplo, nuestro hilador, con su trabajo
diario de seis horas, añadía al algodón un valor de tres chelines, valor que
constituye un equivalente exacto de su salario, en doce horas incorporará al
algodón un valor de seis chelines y producirá la correspondiente cantidad adicional de hilo. Y, como ha vendido
su fuerza de trabajo al capitalista, todo el valor, o sea, todo el producto
creado por él pertenece al capitalista, que es el dueño pro tempore de su fuerza de trabajo. Por tanto, adelantando tres
chelines, el capitalista realizará el valor de seis, pues mediante el adelanto
de un valor en el que hay cristalizadas seis horas de trabajo, recibirá a
cambio un valor en el que hay cristalizadas doce horas de trabajo. Al repetir
diariamente esta operación, el capitalista adelantará diariamente tres chelines
y se embolsará cada día seis, la mitad de los cuales volverá a invertir en
pagar nuevos salarios, mientras que la otra mitad forma la plusvalía, por la que el capitalista no abona ningún
equivalente. Este tipo de intercambio
entre el capital y el trabajo es el que sirve de base a la producción
capitalista o al sistema de trabajo asalariado, y tiene incesantemente que
conducir a la reproducción del obrero como obrero y del capitalista como
capitalista.
La cuota de plusvalía dependerá, si las
demás circunstancias permanecen invariables, de la proporción existente entre
la parte de la jornada de trabajo necesaria para reproducir el valor de la
fuerza de trabajo y el tiempo suplementario
o plustrabajo destinado al capitalista. Dependerá, por tanto, de la proporción en que la jornada de trabajo
se prolongue más allá del tiempo durante el cual el obrero, con su trabajo,
se limita a reproducir el valor de su fuerza de trabajo o a reponer su salario.
Ahora tenemos que volver a la
expresión de «valor o precio del trabajo».
Hemos
visto que, en realidad, este valor no es más que el de la fuerza de trabajo
medido por los valores de las mercancías necesarias para su manutención. Pero,
como el obrero sólo cobra su salario después
de realizar su trabajo y como, además, sabe que lo que entrega realmente al
capitalista es su trabajo, necesariamente se imagina que el valor o precio de
su fuerza de trabajo es el precio o valor
de su trabajo mismo. Si el precio de su fuerza de trabajo son tres
chelines, en los que se materializan seis horas de trabajo, y si trabaja doce
horas, forzosamente tiene que representarse esos tres chelines como el valor o
precio de doce horas de trabajo, aunque estas doce horas de trabajo representan
un valor de seis chelines.
De
aquí se desprenden dos conclusiones:
Primera. El valor o precio de la fuerza de trabajo reviste la apariencia del
precio o valor del trabajo mismo,
aunque en rigor las expresiones «valor» y «precio» del trabajo carecen de
sentido.
Segunda. Aunque sólo se paga una parte del trabajo diario del
obrero, mientras que la otra parte queda sin
retribuir, y aunque este trabajo no retribuido o plustrabajo es
precisamente el fondo del que sale la
plusvalía o ganancia, parece como si todo el trabajo fuese trabajo
retribuido.
Esta
apariencia engañosa distingue al trabajo
asalariado de las otras formas históricas
del trabajo. Dentro del sistema de trabajo asalariado, hasta el trabajo no retribuido parece trabajo pagado. Por el contrario, en el trabajo
de los esclavos parece trabajo no
retribuido hasta la parte del trabajo que se paga. Naturalmente, para poder
trabajar, el esclavo tiene que vivir, y una parte de su jornada de trabajo
sirve para reponer el valor de su propio sustento. Pero, como entre él y su amo
no ha mediado trato alguno ni se celebra entre ellos ningún acto de compra y
venta, parece como si el esclavo entregase todo su trabajo gratis.
Fijémonos
por otra parte en el campesino siervo, tal como existía, casi podríamos decir
hasta ayer mismo, en todo el Este de Europa. Este campesino trabajaba, por
ejemplo, tres días para él mismo en la tierra de su propiedad o en la que le
había sido asignada, y los tres días siguientes los destinaba a trabajar
obligatoriamente y gratis en la finca de su señor. Como vemos, aquí las dos
partes del trabajo, la pagada y la no retribuida, aparecían separadas
visiblemente, en el tiempo y en el espacio, y nuestros liberales rebosaban
indignación moral ante la idea absurda de que se obligase a un hombre a
trabajar de balde.
Pero,
en realidad, tanto da que una persona trabaje tres días de la semana para sí,
en su propia tierra, y otros tres días gratis en la finca de su señor, como que
trabaje todos los días, en la fábrica o en el taller, seis horas para sí y seis
para su patrono; aunque en este caso la parte del trabajo pagado y la del
trabajo no retribuido aparezcan inseparablemente confundidas, y el carácter de
toda la transacción se disfrace completamente con la interposición de un contrato y el pago abonado al final de la semana. En el primer caso el trabajo
no retribuido parece como arrancado por la fuerza; en el segundo caso, parece
entregado voluntariamente. Tal es la única diferencia.
Siempre
que emplee las palabras «valor del
trabajo», las emplearé sólo como término popular para indicar el «valor de la fuerza de trabajo».
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(*) Bajo este título colocado por
nosotros (CH) hemos tomado los puntos 7, 8 y 9 del trabajo Salario, precio y ganancia de Carlos Marx.
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