viernes, 1 de mayo de 2020

Moral Burguesa

La Moral Burguesa

A. F. Shiskhin

DESPUÉS DE HABER LIBERADO al hombre de los grillos de la servidumbre, la sociedad burguesa abrió ante la clase oprimida una senda de lucha, mucho más amplia que en cualquier otro tiempo pretérito. La liberación del hombre de la dependencia personal, la destrucción del poder absoluto de la Iglesia sobre las mentes, la libertad de desplazamiento, etc., abrieron nuevas posibilidades al desarrollo de la personalidad, no sólo en la cima de la sociedad, sino también y en cierto grado entre los trabajadores. Sin embargo, la sociedad burguesa trajo a los trabajadores una nueva esclavitud (hipócrita y maliciosamente oculta tras el principio de la libertad) y nuevos procedimientos de destrucción física y moral de la personalidad.

        Al analizar las circunstancias de la producción capitalista, Marx y Engels demostraron que el capital en su búsqueda de beneficio condena al obrero a la miseria, tiende a convertir al obrero en esclavo, privándole del mínimo de medios de existencia con que contaba el esclavo y el siervo de la gleba. “El proletario se halla en la situación más indignante e inhumana que pueda uno imaginarse. Por lo menos, la existencia del esclavo aseguraba un beneficio personal a su dueño; el siervo cuenta, a pesar de todo, con una parcela de tierra que le alimenta; ambos están garantizados, por lo menos, contra la muerte por hambre; pero el proletario se halla a merced de sí mismo exclusivamente y, al mismo tiempo, no le permiten aplicar sus fuerza de modo que pueda contar plenamente con ellas. Todo lo que el proletario está en condiciones de realizar por sí mismo para mejorar su posición es solamente una gota de agua en el torrente de casualidades de que depende y que en modo alguno domina.” (F. Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra).

        Marx y Engels descubrieron a fondo la influencia desmoralizadora del carácter coercitivo del trabajo en las condiciones del capitalismo.

        “Al capital –escribe Marx– se le da un ardite de la salud y la duración de la vida del obrero, a menos que la sociedad le obligue a tomarlas en consideración. A las quejas sobre el empobrecimiento físico y espiritual de la vida del obrero, sobre la muerte prematura y el tormento del trabajo excesivo, el capital responde: ¿Por qué va a atormentarnos este tormento que es para nosotros fuente de placer (de ganancia)? Además, todo esto no depende, en general, de la buena o mala voluntad de cada capitalista. La libre concurrencia impone al capitalista individual, como leyes exteriores inexorables, las leyes inmanentes de la producción capitalista.”1

        Lo que se acaba de decir no significa que entre los burgueses no existan diferencias en sus cualidades morales. Sin embargo, “todo el comportamiento del capitalista es una mera función del capital”,2 que consiste en el ansia ilimitada de enriquecimiento. La persona del capitalista es su capital. La persona del obrero, desde el punto de vista del capitalista, es su fuerza de trabajo, que se compra y se vende como mercancía y que posee la propiedad de crear plusvalía. En la sociedad capitalista, las relaciones entre las personas han adquirido un carácter de cosas, impersonal. Pero allí donde las personas actúan únicamente como representantes de las cosas, los juicios morales están fuera de lugar. En los convenios entre el capital y el trabajo no interviene el “corazón”. El corazón del capitalista sólo late aceleradamente, como decía P. Lafargue, cuando suben o bajan las acciones en la Bolsa.

        La burguesía “no deja subsistir otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel «pago al contado»… Ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio”. (Manifiesto del Partido Comunista.)

        Al caracterizar la historia del cambio, sus fases principales, Marx escribía: “Hubo un tiempo, como, por ejemplo, en la Edad Media, en que sólo se cambiaban los excedentes, lo que sobraba entre la producción y consumo.

        “Hubo también otro tiempo en que no solamente los excedentes, sino todos los productos, toda la vida industrial quedaron englobados en la esfera del comercio…

        “Finalmente, llegó una época en que todo lo que la gente estaba acostumbrada a mirar como invendible pasó a ser objeto de cambio y comercio y se hizo enajenable. Es la época en que aun aquello que hasta entonces se transmitía, pero nunca se cambiaba; se regalaba, pero nunca se vendía; se conseguía, pero nunca se compraba: la virtud, el amor, las convicciones,  el conocimiento, la conciencia, etc.; en que todo, por último, se convirtió en objeto de comercio. Es la época de la corrupción general, de la venalidad universal…” (C. Marx, Miseria de la filosofía.)

        La pasión del lucro impera en todas las esferas de vida de la sociedad burguesa. Rige en la prensa, dicta sus exigencias a la ciencia y las artes, a la política y a la legislación. Satura el sistema de enseñanza en la escuela y la universidad. Dicta la elección de esposa o de esposo, de amigos y conocidos, determina el grado de “respeto” con que puede contar el individuo. Es un “principio vital intimísimo” de la sociedad burguesa, cuya encarnación real es el dinero, el oro. El desarrollo de la personalidad sobre la base de la propiedad privada es, al mismo tiempo, el fomento del individualismo más extremo y del egoísmo en el comportamiento.

        La pasión por el enriquecimiento destruye las fronteras entre el “lucro honorable” y la estafa. Es difícil delimitar la frontera entre las maquinaciones comerciales de los hombres de negocios y de los gansters, entre el juego en la Bolsa y el juego en un garito, entre la expoliación legal y el bandidaje. A comienzos de la década del cincuenta, la Comisión Kefover descubrió que en los EE.UU. los beneficios que reportan los garitos, las mancebías, la venta de narcóticos y el robo a mano armada representaban una suma igual a la cuarta parte de los ingresos estatales. Según hacía notar uno de los más prestigiados sociólogos norteamericanos, W. Mills, en los EE.UU. el crimen organizado “es la forma extrema de la encarnación de la filosofía individualista y de la indiferencia hacia el bien social, de la deificación de la ganancia como motor infalible de la actividad humana”.

        Cada burgués, tomado por separado, no necesita de preceptos y reglas morales de ningún género que frenen la tendencia al lucro. Pero sí son necesarias para la protección de su propiedad y también para justificar ante las masas la avidez burguesa, para encubrirla, para adornarla.

        La propiedad privada de la clase capitalista: he ahí el santuario que la moral burguesa trata de perpetuar por encima de todo. Puesto que la propiedad privada es la condición que determina la existencia de la sociedad burguesa, el burgués está interesado en mantenerla, tanto como individuo como en su calidad de miembro de esta clase. Pero la peculiaridad de la actitud del burgués hacia los intereses “sociales”, es decir, hacia los pilares básicos de la sociedad burguesa, es tal que los estima a través del prisma de sus intereses personales. Precisa todas las relaciones y preceptos sociales de la sociedad burguesa como recurso para sus intereses personales, y en virtud de estos mismos fines vulnera constantemente las prescripciones de su propia clase: en la práctica su única preocupación es despojar a los demás de su propiedad para aumentar la suya; estima que el prójimo es, ante todo, él mismo; infringe constantemente el matrimonio; los razonamientos de los moralistas burgueses acerca del humanismo tienen por objeto encubrir los defectos comunes a la sociedad que se basa en la propiedad privada: la avidez, el egoísmo, la venalidad, el odio al hombre, la mentira y la doblez.

        ¿Significa lo que se acaba de exponer que estas costumbres y vicios sean característicos de todos los miembros de la clase capitalista? No, evidentemente. Son vicios típicos de la clase, que se deducen de la tendencia al enriquecimiento. Pero ciertos individuos y hasta determinadas capas, dentro de la clase dominante (por ejemplo, las capas ilustradas de la clase), no están contaminadas por la práctica directa del lucro y hasta deprecian esta práctica “mercantilista”, lo que, sin embargo, no les impide estar al servicio del capital y encubrir esta misma práctica bajo la forma de elevadas ilusiones. Hasta pueden, de buena fe, pensar que defienden unas “ideas” y, subjetivamente, ser “honrados”, pero, objetivamente, su labor sólo sirve para encubrir los vicios de la sociedad burguesa. Entre las filas de la clase dominante existen también personas que consciente y honradamente critican ciertos aspectos monstruosos de la sociedad y del Estado, que luchan activamente, por ejemplo, contra la política agresiva de los círculos gobernantes y defienden la causa se la paz. Finalmente, existen personas que, conscientemente, adoptan las posiciones de la clase obrera en su lucha por el comunismo. Pero detrás de las desviaciones individuales hay que ver lo que es típico. V. I. Lenin escribía: “Es indudable que siempre ha habido y habrá excepciones individuales en los tipos de los grupos y de las clases, pero los tipos sociales se mantienen.”

        En contenido positivo y progresivo de la moral burguesa, que en su tiempo la elevó por encima de la moral feudal, desaparece, en la época de la decadencia del capitalismo, en la vida cotidiana de la clase dominante.

        En la época en que la burguesía luchaba por implantar el régimen capitalista, enfrentaba a la ociosidad y el libertinaje de los señores feudales virtudes como la economía, la diligencia y la laboriosidad, la fidelidad conyugal, etcétera. Pero con el incremento de la riqueza burguesa, estas virtudes se transformaron en una frase huera. El burgués ha eclipsado a los señores feudales con su lujo, despilfarro y pasión por los poderes más desenfrenados, por el libertinaje. Sin embargo, a diferencia del desenfreno feudal, en el despilfarro burgués se halla siempre presente “la más sucia avaricia y el cálculo más escrupuloso”. (Marx.)

        La laboriosidad y la honradez de que se ufanaba (y continúa ufanándose) la burguesía se convirtieron en meros preceptos morales, a medida que se desarrolló la sociedad burguesa. Ha pasado el tiempo en que el capitalista, como representante del capital, cumplía la función socialmente necesaria de dirigir la producción. La hipocresía de los preceptos morales acerca de la laboriosidad y la honradez resulta tanto más evidente cuanto más salta a la vista, junto al llamativo lujo de existencia de los millonarios, su total ociosidad; cuanto más se desenmascaran las sucias especulaciones y fraudes de las corporaciones, que excluyen cualquier noción de honradez y transforman todos los conceptos de la moral, legislados por la misma burguesía, en su contrario.

        El patriotismo que defendía la burguesía durante el periodo de la formación de las naciones y que Robespierre llamó “virtud suprema” se ha convertido para la moderna burguesía imperialista en sinónimo de odio racial y nacional, en estandarte para la preparación de las guerras de rapiña para dominar el mundo, para tratar de sojuzgar otros pueblos y de mantener o prolongar su esclavitud.

        Al implantar nuevas formas de explotación de los trabajadores, el capitalismo no ha destruido, ni mucho menos, las antiguas. Los europeos que conquistaron América convirtieron en esclavos a los aborígenes y los condenaron a vivir en las más horrorosas condiciones de vida en las reservas de indios, lo que condujo a su extinción en masa. En el transcurso de los siglos XVII y XVIII, en los EE.UU. floreció el mercado de negros, que se conseguían por procedimientos de bandido en África. La demanda de negros esclavos era especialmente grande en las plantaciones de algodón del Sur, donde las masas de negros eran sometidas a la más cruel explotación y perecían como resultado del inhumano trabajo que se les obligaba a realizar. En los EE.UU. la esclavitud duró hasta la década del sesenta del siglo pasado, en que fue barrida por la guerra civil. Pero después de haber “emancipado” a los negros, la burguesía estadounidense, según hace notar V. I. Lenin, “trató, sobre la base del capitalismo «libre» y democrático-republicano, de hacer todo lo posible y lo imposible para sojuzgar a los negros del modo más vergonzoso e infame”. La infame teoría de la inferioridad racial de los negros y el sistema “Jim Crow”, formado por innúmeras normas, calculadas para aislar a los negros de los blancos (en el tren, el autobús, la escuela, el hotel y en barrios especiales: los ghettos), la miseria y la falta de derechos del pueblo negro, la elevada mortalidad, el terror y la intimidación y los bárbaros linchamientos, tales son las condiciones en que viven las masas de negros en la “libre” Norteamérica. La opresión racial y nacional, los vestigios de la esclavitud perduran todavía en muchos dominios coloniales de los Estados imperialistas.

        Hace más de cien años, Marx escribía: “La profunda hipocresía y la barbarie propias de la civilización burguesa se presentan desnudas ante nuestros ojos cuando, en lugar de observar esa civilización en su casa, donde adopta formas honorables, la contemplamos en las colonias, donde se nos ofrece sin ningún embozo.” Y Marx demostró cómo la burguesía inglesa atropellaba la propiedad agraria de los indios, recurría a una implacable extorsión allí donde el soborno resultaba insuficiente para sus fines rapaces, transformaba en industria el crimen y la prostitución en el templo Jaghernaut… La historia de la dominación colonial de los ingleses en la India es la historia de la expoliación y creciente miseria de las masas populares. Ello nos es óbice para que los actuales gobernantes de las potencias occidentales afirmen que el yugo colonial sobre los pueblos de Asia, Africa y demás continentes haya sido dictado por el deseo de llevarles “la libertad y la independencia”. ¡Podría pensarse que el colonialismo fue un bien para los pueblos! Lo que no se comprende entonces es por qué estos pueblos han luchado y siguen luchando contra el colonialismo, por qué las potencias coloniales se oponen a su liberación, o bien, si se ven obligados a otorgar la libertad, inventan nuevas formas para conservar sus privilegios.

        La burguesía no puede dejar de ser hipócrita, ni en su política ni en su moral. Por el contrario, cuanto más profunda y multifacética es su inmoralidad, tanto más invoca la moral y la religión para defender las bases de su dominio.

        La inmoralidad se basa en la transformación del hombre en valor de cambio, en mercancía; y la hipocresía burguesa en el sector de la moral tiene su origen en la tendencia a ocultar y enmascarar esta transformación. La hipocresía es inevitable en toda clase que vive a costa de la explotación de otra. La clase explotadora trata de demostrar que la explotación de los oprimidos se lleva a cabo en interés de los sojuzgados, que la esclavización de los pueblos es necesaria en interés de los mismos pueblos esclavizados. La clase dominante siempre defiende el punto de vista de que debe existir una moral doble: una para la defensa de los intereses generales de la clase dominante y para engañar a las masas, y otra para el comportamiento práctico de los miembros de la clase dominante.

        La creación de la teoría de la moral “universal”, que rodea con una “aureola fantástica” los intereses de la clase dominante de los explotadores, es la tarea que persiguen sus innúmeras doctrinas morales creadas por los ideólogos de esta clase. De acuerdo con el papel histórico de la clase en las distintas etapas de su desarrollo, estas doctrinas pueden cumplir un papel ya progresivo, ya reaccionario. Una vez consolidado su dominio, la misma burguesía se preocupa de echar en el olvido todo el contenido positivo de las teorías éticas creadas por sus ideólogos revolucionarios. La burguesía ha condenado su ateísmo, su tendencia a fundamentar una moral racional que no precisa de Dios. Sus ideólogos crearon doctrinas morales que justifican descaradamente el cinismo de las relaciones burguesas, o bien encubren este cinismo con hipócritas apelaciones a Dios. Aun en la actualidad, entre estas doctrinas ocupan el primer lugar las viejas doctrinas religiosas, que se han adaptado a la justificación de la esclavitud capitalista.

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(*) Tomado de A. F. Shiskhin, Teoría de la moral, capítulo 2: Tipos históricos de moral, acápite 5, La moral burguesa. Edit. Juan Grijalbo, Colección 70, 1966.
(1) C. Marx, El Capital, Fondo de Cultura Económica, México-Buenos Aires, t. I, pág. 212.
(2) Ibídem, pág. 499.

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