La Moral Burguesa
A. F. Shiskhin
DESPUÉS DE HABER LIBERADO al hombre de
los grillos de la servidumbre, la sociedad burguesa abrió ante la clase
oprimida una senda de lucha, mucho más amplia que en cualquier otro tiempo
pretérito. La liberación del hombre de la dependencia personal, la destrucción
del poder absoluto de la Iglesia sobre las mentes, la libertad de
desplazamiento, etc., abrieron nuevas posibilidades al desarrollo de la
personalidad, no sólo en la cima de la sociedad, sino también y en cierto grado
entre los trabajadores. Sin embargo, la sociedad burguesa trajo a los
trabajadores una nueva esclavitud (hipócrita y maliciosamente oculta tras el
principio de la libertad) y nuevos procedimientos de destrucción física y moral
de la personalidad.
Al
analizar las circunstancias de la producción capitalista, Marx y Engels
demostraron que el capital en su búsqueda de beneficio condena al obrero a la
miseria, tiende a convertir al obrero en esclavo, privándole del mínimo de
medios de existencia con que contaba el esclavo y el siervo de la gleba. “El
proletario se halla en la situación más indignante e inhumana que pueda uno
imaginarse. Por lo menos, la existencia del esclavo aseguraba un beneficio
personal a su dueño; el siervo cuenta, a pesar de todo, con una parcela de
tierra que le alimenta; ambos están garantizados, por lo menos, contra la
muerte por hambre; pero el proletario se halla a merced de sí mismo
exclusivamente y, al mismo tiempo, no le permiten aplicar sus fuerza de modo
que pueda contar plenamente con ellas. Todo lo que el proletario está en
condiciones de realizar por sí mismo para mejorar su posición es solamente una
gota de agua en el torrente de casualidades de que depende y que en modo alguno
domina.” (F. Engels, La situación de la
clase obrera en Inglaterra).
Marx
y Engels descubrieron a fondo la influencia desmoralizadora del carácter
coercitivo del trabajo en las condiciones del capitalismo.
“Al
capital –escribe Marx– se le da un ardite de la salud y la duración de la vida del
obrero, a menos que la sociedad le obligue a tomarlas en consideración. A las
quejas sobre el empobrecimiento físico y espiritual de la vida del obrero,
sobre la muerte prematura y el tormento del trabajo excesivo, el capital
responde: ¿Por qué va a atormentarnos este tormento que es para nosotros fuente
de placer (de ganancia)? Además, todo esto no depende, en general, de la buena
o mala voluntad de cada capitalista. La libre concurrencia impone al
capitalista individual, como leyes exteriores inexorables, las leyes inmanentes
de la producción capitalista.”1
Lo
que se acaba de decir no significa que entre los burgueses no existan
diferencias en sus cualidades morales. Sin embargo, “todo el comportamiento del
capitalista es una mera función del capital”,2 que consiste en el
ansia ilimitada de enriquecimiento. La persona del capitalista es su capital.
La persona del obrero, desde el punto de vista del capitalista, es su fuerza de
trabajo, que se compra y se vende como mercancía y que posee la propiedad de
crear plusvalía. En la sociedad capitalista, las relaciones entre las personas
han adquirido un carácter de cosas, impersonal. Pero allí donde las personas
actúan únicamente como representantes de las cosas, los juicios morales están
fuera de lugar. En los convenios entre el capital y el trabajo no interviene el
“corazón”. El corazón del capitalista sólo late aceleradamente, como decía P.
Lafargue, cuando suben o bajan las acciones en la Bolsa.
La
burguesía “no deja subsistir otro vínculo entre los hombres que el frío
interés, el cruel «pago al contado»… Ha hecho de la dignidad personal un simple
valor de cambio”. (Manifiesto del Partido
Comunista.)
Al
caracterizar la historia del cambio, sus fases principales, Marx escribía:
“Hubo un tiempo, como, por ejemplo, en la Edad Media, en que sólo se cambiaban
los excedentes, lo que sobraba entre la producción y consumo.
“Hubo
también otro tiempo en que no solamente los excedentes, sino todos los
productos, toda la vida industrial quedaron englobados en la esfera del
comercio…
“Finalmente,
llegó una época en que todo lo que la gente estaba acostumbrada a mirar como
invendible pasó a ser objeto de cambio y comercio y se hizo enajenable. Es la
época en que aun aquello que hasta entonces se transmitía, pero nunca se
cambiaba; se regalaba, pero nunca se vendía; se conseguía, pero nunca se
compraba: la virtud, el amor, las convicciones,
el conocimiento, la conciencia, etc.; en que todo, por último, se
convirtió en objeto de comercio. Es la época de la corrupción general, de la
venalidad universal…” (C. Marx, Miseria
de la filosofía.)
La
pasión del lucro impera en todas las esferas de vida de la sociedad burguesa.
Rige en la prensa, dicta sus exigencias a la ciencia y las artes, a la política
y a la legislación. Satura el sistema de enseñanza en la escuela y la
universidad. Dicta la elección de esposa o de esposo, de amigos y conocidos,
determina el grado de “respeto” con que puede contar el individuo. Es un
“principio vital intimísimo” de la sociedad burguesa, cuya encarnación real es
el dinero, el oro. El desarrollo de la personalidad sobre la base de la
propiedad privada es, al mismo tiempo, el fomento del individualismo más
extremo y del egoísmo en el comportamiento.
La
pasión por el enriquecimiento destruye las fronteras entre el “lucro honorable”
y la estafa. Es difícil delimitar la frontera entre las maquinaciones
comerciales de los hombres de negocios y de los gansters, entre el juego en la
Bolsa y el juego en un garito, entre la expoliación legal y el bandidaje. A
comienzos de la década del cincuenta, la Comisión Kefover descubrió que en los
EE.UU. los beneficios que reportan los garitos, las mancebías, la venta de
narcóticos y el robo a mano armada representaban una suma igual a la cuarta
parte de los ingresos estatales. Según hacía notar uno de los más prestigiados
sociólogos norteamericanos, W. Mills, en los EE.UU. el crimen organizado “es la
forma extrema de la encarnación de la filosofía individualista y de la
indiferencia hacia el bien social, de la deificación de la ganancia como motor
infalible de la actividad humana”.
Cada
burgués, tomado por separado, no necesita de preceptos y reglas morales de
ningún género que frenen la tendencia al lucro. Pero sí son necesarias para la
protección de su propiedad y también para justificar ante las masas la avidez
burguesa, para encubrirla, para adornarla.
La
propiedad privada de la clase capitalista: he ahí el santuario que la moral
burguesa trata de perpetuar por encima de todo. Puesto que la propiedad privada
es la condición que determina la existencia de la sociedad burguesa, el burgués
está interesado en mantenerla, tanto como individuo como en su calidad de
miembro de esta clase. Pero la peculiaridad de la actitud del burgués hacia los
intereses “sociales”, es decir, hacia los pilares básicos de la sociedad
burguesa, es tal que los estima a través del prisma de sus intereses
personales. Precisa todas las relaciones y preceptos sociales de la sociedad
burguesa como recurso para sus intereses personales, y en virtud de estos
mismos fines vulnera constantemente las prescripciones de su propia clase: en
la práctica su única preocupación es despojar a los demás de su propiedad para
aumentar la suya; estima que el prójimo es, ante todo, él mismo; infringe constantemente
el matrimonio; los razonamientos de los moralistas burgueses acerca del
humanismo tienen por objeto encubrir los defectos comunes a la sociedad que se
basa en la propiedad privada: la avidez, el egoísmo, la venalidad, el odio al
hombre, la mentira y la doblez.
¿Significa
lo que se acaba de exponer que estas costumbres y vicios sean característicos
de todos los miembros de la clase capitalista? No, evidentemente. Son vicios
típicos de la clase, que se deducen de la tendencia al enriquecimiento. Pero
ciertos individuos y hasta determinadas capas, dentro de la clase dominante
(por ejemplo, las capas ilustradas de la clase), no están contaminadas por la
práctica directa del lucro y hasta deprecian esta práctica “mercantilista”, lo
que, sin embargo, no les impide estar al servicio del capital y encubrir esta
misma práctica bajo la forma de elevadas ilusiones. Hasta pueden, de buena fe,
pensar que defienden unas “ideas” y, subjetivamente, ser “honrados”, pero,
objetivamente, su labor sólo sirve para encubrir los vicios de la sociedad
burguesa. Entre las filas de la clase dominante existen también personas que
consciente y honradamente critican ciertos aspectos monstruosos de la sociedad
y del Estado, que luchan activamente, por ejemplo, contra la política agresiva
de los círculos gobernantes y defienden la causa se la paz. Finalmente, existen
personas que, conscientemente, adoptan las posiciones de la clase obrera en su
lucha por el comunismo. Pero detrás de las desviaciones individuales hay que
ver lo que es típico. V. I. Lenin escribía: “Es indudable que siempre ha habido
y habrá excepciones individuales en los tipos de los grupos y de las clases,
pero los tipos sociales se mantienen.”
En
contenido positivo y progresivo de la moral burguesa, que en su tiempo la elevó
por encima de la moral feudal, desaparece, en la época de la decadencia del
capitalismo, en la vida cotidiana de la clase dominante.
En
la época en que la burguesía luchaba por implantar el régimen capitalista,
enfrentaba a la ociosidad y el libertinaje de los señores feudales virtudes
como la economía, la diligencia y la laboriosidad, la fidelidad conyugal,
etcétera. Pero con el incremento de la riqueza burguesa, estas virtudes se
transformaron en una frase huera. El burgués ha eclipsado a los señores
feudales con su lujo, despilfarro y pasión por los poderes más desenfrenados,
por el libertinaje. Sin embargo, a diferencia del desenfreno feudal, en el
despilfarro burgués se halla siempre presente “la más sucia avaricia y el
cálculo más escrupuloso”. (Marx.)
La
laboriosidad y la honradez de que se ufanaba (y continúa ufanándose) la
burguesía se convirtieron en meros preceptos morales, a medida que se
desarrolló la sociedad burguesa. Ha pasado el tiempo en que el capitalista,
como representante del capital, cumplía la función socialmente necesaria de
dirigir la producción. La hipocresía de los preceptos morales acerca de la
laboriosidad y la honradez resulta tanto más evidente cuanto más salta a la
vista, junto al llamativo lujo de existencia de los millonarios, su total
ociosidad; cuanto más se desenmascaran las sucias especulaciones y fraudes de
las corporaciones, que excluyen cualquier noción de honradez y transforman
todos los conceptos de la moral, legislados por la misma burguesía, en su
contrario.
El
patriotismo que defendía la burguesía durante el periodo de la formación de las
naciones y que Robespierre llamó “virtud suprema” se ha convertido para la
moderna burguesía imperialista en sinónimo de odio racial y nacional, en estandarte
para la preparación de las guerras de rapiña para dominar el mundo, para tratar
de sojuzgar otros pueblos y de mantener o prolongar su esclavitud.
Al
implantar nuevas formas de explotación de los trabajadores, el capitalismo no
ha destruido, ni mucho menos, las antiguas. Los europeos que conquistaron
América convirtieron en esclavos a los aborígenes y los condenaron a vivir en
las más horrorosas condiciones de vida en las reservas de indios, lo que
condujo a su extinción en masa. En el transcurso de los siglos XVII y XVIII, en
los EE.UU. floreció el mercado de negros, que se conseguían por procedimientos
de bandido en África. La demanda de negros esclavos era especialmente grande en
las plantaciones de algodón del Sur, donde las masas de negros eran sometidas a
la más cruel explotación y perecían como resultado del inhumano trabajo que se
les obligaba a realizar. En los EE.UU. la esclavitud duró hasta la década del
sesenta del siglo pasado, en que fue barrida por la guerra civil. Pero después
de haber “emancipado” a los negros, la burguesía estadounidense, según hace
notar V. I. Lenin, “trató, sobre la base del capitalismo «libre» y
democrático-republicano, de hacer todo lo posible y lo imposible para sojuzgar
a los negros del modo más vergonzoso e infame”. La infame teoría de la
inferioridad racial de los negros y el sistema “Jim Crow”, formado por
innúmeras normas, calculadas para aislar a los negros de los blancos (en el
tren, el autobús, la escuela, el hotel y en barrios especiales: los ghettos),
la miseria y la falta de derechos del pueblo negro, la elevada mortalidad, el
terror y la intimidación y los bárbaros linchamientos, tales son las
condiciones en que viven las masas de negros en la “libre” Norteamérica. La
opresión racial y nacional, los vestigios de la esclavitud perduran todavía en
muchos dominios coloniales de los Estados imperialistas.
Hace
más de cien años, Marx escribía: “La profunda hipocresía y la barbarie propias
de la civilización burguesa se presentan desnudas ante nuestros ojos cuando, en
lugar de observar esa civilización en su casa, donde adopta formas honorables,
la contemplamos en las colonias, donde se nos ofrece sin ningún embozo.” Y Marx
demostró cómo la burguesía inglesa atropellaba la propiedad agraria de los
indios, recurría a una implacable extorsión allí donde el soborno resultaba
insuficiente para sus fines rapaces, transformaba en industria el crimen y la
prostitución en el templo Jaghernaut… La historia de la dominación colonial de
los ingleses en la India es la historia de la expoliación y creciente miseria
de las masas populares. Ello nos es óbice para que los actuales gobernantes de
las potencias occidentales afirmen que el yugo colonial sobre los pueblos de
Asia, Africa y demás continentes haya sido dictado por el deseo de llevarles
“la libertad y la independencia”. ¡Podría pensarse que el colonialismo fue un
bien para los pueblos! Lo que no se comprende entonces es por qué estos pueblos
han luchado y siguen luchando contra el colonialismo, por qué las potencias
coloniales se oponen a su liberación, o bien, si se ven obligados a otorgar la
libertad, inventan nuevas formas para conservar sus privilegios.
La
burguesía no puede dejar de ser hipócrita, ni en su política ni en su moral.
Por el contrario, cuanto más profunda y multifacética es su inmoralidad, tanto
más invoca la moral y la religión para defender las bases de su dominio.
La
inmoralidad se basa en la transformación del hombre en valor de cambio, en
mercancía; y la hipocresía burguesa en el sector de la moral tiene su origen en
la tendencia a ocultar y enmascarar esta transformación. La hipocresía es
inevitable en toda clase que vive a costa de la explotación de otra. La clase
explotadora trata de demostrar que la explotación de los oprimidos se lleva a
cabo en interés de los sojuzgados, que la esclavización de los pueblos es
necesaria en interés de los mismos pueblos esclavizados. La clase dominante
siempre defiende el punto de vista de que debe existir una moral doble: una
para la defensa de los intereses generales de la clase dominante y para engañar
a las masas, y otra para el comportamiento práctico de los miembros de la clase
dominante.
La
creación de la teoría de la moral “universal”, que rodea con una “aureola
fantástica” los intereses de la clase dominante de los explotadores, es la
tarea que persiguen sus innúmeras doctrinas morales creadas por los ideólogos
de esta clase. De acuerdo con el papel histórico de la clase en las distintas
etapas de su desarrollo, estas doctrinas pueden cumplir un papel ya progresivo,
ya reaccionario. Una vez consolidado su dominio, la misma burguesía se preocupa
de echar en el olvido todo el contenido positivo de las teorías éticas creadas
por sus ideólogos revolucionarios. La burguesía ha condenado su ateísmo, su
tendencia a fundamentar una moral racional que no precisa de Dios. Sus
ideólogos crearon doctrinas morales que justifican descaradamente el cinismo de
las relaciones burguesas, o bien encubren este cinismo con hipócritas
apelaciones a Dios. Aun en la actualidad, entre estas doctrinas ocupan el
primer lugar las viejas doctrinas religiosas, que se han adaptado a la
justificación de la esclavitud capitalista.
___________
(*) Tomado de A. F. Shiskhin, Teoría de la moral, capítulo 2: Tipos históricos de moral, acápite 5, La moral burguesa. Edit. Juan Grijalbo,
Colección 70, 1966.
(1) C. Marx, El Capital, Fondo de Cultura Económica, México-Buenos Aires, t. I,
pág. 212.
(2)
Ibídem, pág. 499.
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