lunes, 1 de julio de 2019

Materialismo histórico

Acerca del Materialismo Histórico: Dilucidación Preliminar*
Advertencia a la Segunda Edición

Antonio Labriola

LAS IDEAS NO CAEN DEL CIELO ni nosotros recibimos el bien de dios en sueños.

        La mutación en los modos del pensamiento que por último ha producido la doctrina histórica de la cual se hace aquí el balance y la exposición preliminar, se ha ido desarrollando, primero con lentitud y después con creciente rapidez, precisamente en este periodo del devenir humano en que tuvieron lugar las grandes revoluciones político-económicas, o sea, en esta época que, mirada en las formas políticas, dícese liberal, pero que, mirada en su fondo, por efecto del dominio del capital sobre la masa proletaria, es la época de la producción anárquica. La mutación en las ideas, hasta la creación de nuevos métodos de concepción, ha ido reflejando paso a paso la experiencia de una nueva vida. Como ésta, en las revoluciones de los dos últimos siglos, se ha ido despojando poco a poco de las envolturas mítica y religiosas a medida que ha ido adquiriendo conciencia práctica y precisa de sus condiciones inmediatas y directas, , así el pensamiento que esta vida resume y teoriza se ha despojado a su vez de los presupuestos teológicos y metafísicos para encerrarse, al fin, en esta prosaica exigencia: en la interpretación de la historia hay que limitarse a la coordinación objetiva de las condiciones determinantes y de los efectos determinados. La concepción materialista señala el ápice de esta nueva dirección en el hallazgo de las leyes histórico-sociales, por cuanto no es un caso particular de una genérica sociología o de una genérica filosofía del estado, del derecho y de la historia, sino la solución de todas las dudas y todas las incertidumbres que acompañan a las otras formas de filosofar sobre las cosas humanas, y el inicio de la interpretación integral de éstas.

        Es cosa fácil, pues, especialmente por el modo en que se han dedicado a ello algunos vulgares criticastros, andar buscando los precursores de Marx y Engels, que han sido los primeros en precisar los fundamentos de esta doctrina. ¿Y cuándo se le ha ocurrido a alguno de sus seguidores, aun los de más estricta observancia, hacer pasar a esos dos pensadores por hacedores de milagros? Antes bien, si place andar buscando las premisas de la creación doctrinal de Marx y Engels, no bastará detenerse en aquellos que se dicen precursores del socialismo hasta Saint-Simon y más allá, ni en los filósofos y principalmente en Hegel, ni en los economistas que han puesto de manifiesto la anatomía de la sociedad que produce las mercancías: precisa remontarse a toda la formación de la sociedad moderna y luego, por último, declarar triunfalmente que la teoría es un plagio de las cosas que explica.

        Porque, en verdad, los precursores efectivos de la nueva doctrina fueron los hechos de la historia moderna, que ha llegado a ser tan perspicua y reveladora de sí misma desde que se operó en Inglaterra la gran revolución industrial de fines del siglo pasado y en Francia tuvo lugar la gran dilaceración social que todos sabemos, las cuales, mutatis mutandi, se han ido reproduciendo después en diversa combinación y en formas más aplicables a todo el mundo civilizado. ¿Y qué otra cosa es, en el fondo, el pensamiento sino el conciente y sistemático complemento de la experiencia, y qué es ésta sino el reflejo y la elaboración mental de las cosas y los procesos que nacen y se desarrollan fuera de nuestra voluntad o por obra de nuestra actividad, y qué otra cosa es el genio sino la individual, consecuente y aguda forma de ese pensamiento, que por sugestión de la experiencia surge en muchos hombres de la misma época, pero que en la mayor parte de ellos queda fragmentario, incompleto, incierto, oscilante y parcial?

        Las ideas no caen del cielo; antes bien, como cualquier otro producto de la actividad humana, se forman en circunstancias dadas, en una precisa madurez de tiempo, por la acción de determinadas necesidades y las reiteradas tentativas de dar satisfacción a éstas, y con el hallazgo de tales o cuales medios de prueba que son como los instrumentos de su producción y elaboración. También las ideas suponen un terreno de condiciones sociales y tienen su técnica: y el pensamiento es también una forma de trabajo. Apartar aquéllas y éste, o sea, las ideas y el pensamiento, de las condiciones y el ámbito de su propio nacimiento y desarrollo, es desfigurar su naturaleza y significado.

        Mostrar cómo la concepción materialista de la historia ha nacido precisamente en condiciones dadas, esto es, no como opinión personal y discutible de dos escritores, sino como una nueva conquista del pensamiento por la inevitable sugestión de un nuevo mundo que se está generando, o sea, la revolución proletaria, fue el tema de mi primer ensayo. Lo que es como decir que una nueva situación histórica se ha completado con su congruente instrumento mental.

        Ahora bien, imaginar que esta producción intelectual pudiese tener lugar en todo tiempo y lugar es como elevar a regla de las propias investigaciones el absurdo. Trasferir las ideas caprichosamente del terreno de las condiciones históricas en que han nacido a cualquier otro terreno, es como tomar por base del razonamiento lo simple irracional. ¿Y por qué no se debiera imaginar igualmente que la ciudad antigua, en la cual nacieron el arte y la ciencia griegos y el derecho romano, aun siendo ciudad antigua de democracia con esclavos, alcanzase y desarrollase de igual modo todas las condiciones de la técnica moderna? ¿Por qué no creer que la corporación artesana medieval, permaneciendo tal cual era en su marco fijo, se encaminase a la conquista del mercado mundial sin las condiciones de la competencia ilimitada que comenzaron precisamente a socavarla y negarla? ¿Por qué no imaginar un feudo, que aunque permaneciendo feudo, sea empresa de producción exclusiva de mercancías? ¿Por qué Miguel de Lando no habría escrito el Manifiesto de los comunistas? ¿Por qué no se podría pensar que los hallazgos de la ciencia moderna podrían haber nacido en el cerebro de los hombres de otro lugar y tiempo, esto es, antes de que determinadas condiciones hicieran nacer determinadas necesidades, y a la satisfacción de éstas hubiera que proveer con una reiterada y acumulada experiencia?

        Nuestra doctrina supone el desarrollo amplio, claro, conciente y apremiante de la técnica moderna y con ésta la sociedad que produce las mercancías en los antagonismos de la competencia, la sociedad que supone como su condición inicial y como medio indispensable a su perpetuación la acumulación capitalista en la forma de la propiedad privada, la sociedad que produce y reproduce de continuo los proletarios y para regirse tiene necesidad de revolucionar incesantemente sus instrumentos, comprendiendo el estado y los engranajes jurídicos de éste. Esta sociedad que, por las leyes mismas de su movimiento, ha puesto al desnudo su propia anatomía, produce de rechazo la concepción materialista. Como ha producido en el socialismo su negación positiva, así ha generado en la nueva doctrina histórica su negación ideal. Si la historia es el producto no arbitrario, sino necesario y normal, de los hombres en cuanto se desarrollan, y se desarrollan en cuanto socialmente experimentan, y experimentan en cuanto perfeccionan y refinan el trabajo, y acumulan y conservan los productos y resultados de éste, la fase de desarrollo en que ahora vivimos no puede ser la última y definitiva, y los contrastes a ésta inherentes y congénitos son las fuerza productoras de nuevas condiciones. Y he aquí cómo el período de las grandes revoluciones económicas y políticas de estos dos últimos siglos ha madurado en la mente estos dos conceptos: la inmanencia y constancia del proceso en los hechos históricos y la doctrina materialista, que en el fondo es la teoría objetiva de las revoluciones sociales.

        No hay duda que remontarse a través de los siglos y reconstruir estudiadamente con el pensamiento el desarrollo de las ideas sociales, aunque no hay de ello documento en los escritores, es cosa que resulta todavía bastante instructiva y ayuda sobre todo a acrecentar en nosotros la conciencia crítica, tanto de nuestros conceptos como de nuestros procedimientos. Tal regreso de la mente a sus premisas históricas, cuando no nos lleva a extraviarnos en el empirismo de una ilimitada erudición o nos induce a la tentación de establecer apresuradamente vanas analogías, ayuda sin duda a dar flexibilidad y eficacia de persuasión a las formas de nuestra actividad científica. En el conjunto de nuestras ciencias se halla ahora, por vía de hecho y por aproximada continuidad de tradición, lo óptimo de cuanto fue encontrado, inferido y probado, no en los tiempos modernos, sino en los de la antigua Grecia, con la cual comienza, precisamente, de modo definitivo para todo el género humano, el desarrollo ordenado del pensamiento conciente, reflejo y metódico. No nos sería dado dar un solo paso en la investigación científica sin el uso de los medios desde hace tiempo hallados y prestos, como por ejemplo, para proponer algunos de los más generales, la lógica y la matemática. Tener una opinión contraria sería como decir que cada generación debe comenzar desde el principio, aniñándose.

        Pero ni a los antiguos autores, en el angosto ámbito de sus repúblicas de ciudad, ni a los escritores del renacimiento, inciertos siempre entre un imaginado retorno a lo antiguo y la necesidad de aferrar intelectualmente el mundo nuevo, que estaba en gestación, fue dado llegar al análisis preciso de los elementos últimos de los cuales resulta la sociedad, que el genio insuperado de Aristóteles no vio ni comprendió más allá de los confines en que se despliega la vida del hombre urbano.

        Las investigaciones sobre la estructura social, considerada en sus modos de origen y proceso, se hace viva y aguda, y asume aspectos multiformes en los siglos XVII y XVIII, cuando se formó la economía y, junto a ésta, bajo los varios nombres de derecho natural, ensayos sobre el espíritu de las leyes y contrato social, se abrió camino la tentativa de resolver en causas, en factores, en datos lógicos y psicológicos, el multiforme y no siempre claro espectáculo de una vida en que se preparaba la más grande revolución que se conoce. Estas doctrinas, cualquiera que fuese el intento subjetivo y el ánimo de los autores –como es el caso antitético del conservador Hobbes y del proletario Rousseau–, fueron todas revoluciones en la sustancia y en los efectos. En el fondo, en todas se encuentran siempre, como estímulo y como motivo, las necesidades materiales y morales de la era nueva, que por las condiciones históricas eran las de la burguesía: y por esto convenía combatir, en nombre de la libertad, a la tradición, la iglesia, el privilegio, las clases fijas, o sea los órdenes y clases y por consiguiente el estado que de éstos era o parecía autor, y además los privilegios del comercio, las artes, el trabajo y la ciencia. Por esto se miró al hombre en abstracto, o sea, a los individuos emancipados y liberados, por virtud de abstracción lógica, por sus vínculos históricos y de necesaria dependencia social, y en la mente de muchos el concepto de la sociedad se vino como a reducir a un átomo y, antes bien, pareció natural, además, creer que la sociedad misma no era sino una suma de individuos. Las categorías abstractas de la psicología individual se vieron como lanzadas hacia adelante o puestas en la cima de la explicación de todos los hechos humanos; y he aquí como en todos estos sistemas y lucubraciones no se habla sino de miedo, de amor propio, de egoísmo, de obediencia voluntaria, de tendencia a la felicidad, de originaria bondad del hombre, de libertad de contratar, y también de conciencia moral, de instinto y sentido moral y otras cosas semejantes abstractas y genéricas, como las que fueron suficientes para explicar la historia concreta existente y para crear otra completamente nueva.

        En el momento en que toda la sociedad entraba en una estrepitosa crisis, el horror a lo antiguo, a lo rancio, a lo tradicional, a lo organizado desde hacía siglos, y el presentimiento de una renovación de toda la existencia humana, generaron por último un oscurecimiento total en las ideas de necesidad histórica y necesidad social, o sea, en esas ideas que, aludidas apenas por los filósofos antiguos y venidas después a tanto desarrollo en nuestro siglo, en ese período de racionalismo revolucionario no tuvieron sino raros representantes, como Vico, Montesquieu y, en parte, Quesnay. En esta situación histórica, que hace nacer una literatura aguda, ágil, subvertidora, penetrante y popularísima, está la razón de lo que Luis Blanc, con cierto énfasis, llamó individualismo, con cuya palabra otros después de él han creído dar expresión a un hecho permanente de la naturaleza humana que puede servir, sobre todo, como argumento decisivo contra el socialismo.

        ¡Singular espectáculo, o más bien singular contraste! El capital, una vez que se hubo formado, tendía a vencer toda otra forma precedente de producción, rompiendo sus vínculos y salvando los impedimentos, esto es, tendía a ser el señor directo o indirecto de la sociedad, como de hecho ha llegado a ser en la mayor parte del mundo, del que después nacieron, junto a todos los modos de la miseria moderna y de nueva jerarquía en que ahora vivimos, las más estridentes antítesis de toda la historia, o sea, la actual entre la anarquía de la producción en el complejo de la sociedad y el férreo despotismo del modo de producir en cada empresa, fábrica o industria. ¡Pues bien, los pensadores, filósofos, economistas y divulgadores del siglo XVIII no veían sino libertad e igualdad! Todos razonaban del mismo modo, todos partían de las mismas premisas, ya concluyesen que la libertad debía obtenerse de un gobierno de pura administración o fuesen francamente democráticos y aun comunistas. El reino próximo de la felicidad estaba a la vista de todos como indudable advenimiento, una vez que fuesen cortados los vínculos e impedimentos que al hombre, por naturaleza bueno y perfectible, habían impuesto la forzada ignorancia y el despotismo de la iglesia y el estado. Estos impedimentos no parecían condiciones y términos en los cuales los hombres se hubiesen hallado por las leyes de su desarrollo y por la trama inevitable del movimiento antagónico, por lo incierto y flexible de la historia, como nos parecen finalmente a nosotros por la preponderancia del historicismo objetivo; antes bien, parecían simples estorbos del que el uso recto de la razón debía liberarnos. En este idealismo, que llega a su ápice en algunos de los héroes de la Gran Revolución, retoñó una fe ilimitada en el seguro progreso de todo el género humano. Por primera vez el concepto de humanidad aparece en toda su extensión y sin mezcla de ideas o presupuestos religiosos. Los más resueltos de todos estos idealistas fueron precisamente los materialistas extremos, como aquellos que, negando todo objeto a la fantasía religiosa, asignaban a la felicidad esta tierra como seguro dominio, aunque la razón cerrase la vía.

        Pero las ideas fueron maltratadas bárbaramente por las prosaicas cosas, como ocurrió entre fines del siglo pasado y comienzos de éste. Bastante dura fue la lección de los hechos, de la cual derivaron las más tristes desilusiones, y de ello siguió luego una radical repugnancia en los espíritus. Los hechos, en una palabra, resultaron contrarios a toda esperanza, lo que si primero produjo cansancio en los desengañados no pudo menos que suscitar deseo y necesidad de nueva investigación. Es sabido como Saint-Simon Y Fourier, en los cuales, a principios de siglo, se produce, en formas unilaterales de la genialidad prematura, la reacción contra los resultados inmediatos de la gran revolución político-económica, se levantaron resueltamente, el primero contra los juristas y el segundo contra los economistas.

        De hecho, removidos los impedimentos a la libertad que fueron propios de otros tiempos, se habían presentado otros nuevos y a menudo más graves y más dolorosos, y como la felicidad igual para todos no había cristalizado, la sociedad permanecía en su forma política, tal como antes, o sea, una organización de las desigualdades. La sociedad debe ser, pues, algo por sí fijo, algo natural, un semoviente complejo de relaciones y condiciones que desafía los buenos propósitos subjetivos de sus componentes y pasa por alto las ilusiones y los designios de los idealistas. Sigue, pues, su propia marcha, de la cual será lícito abstraer leyes de proceso y desarrollo, ¡pero a la cual no es dado imponérselos! Por tal conversión de las mentes, el siglo XIX se anunció con la vocación de ser el siglo de la ciencia histórica y la sociología.

        El pensamiento invadió y penetró, de hecho, todo campo de la actividad humana con el principio del desarrollo. En este siglo fue hallada la gramática histórica y reinventada la clave para explorar la génesis de los mitos. En este siglo fueron descubiertas las huellas embriogenéticas de la prehistoria y puestas por primera vez en serie de proceso las formas políticas y jurídicas. El siglo XIX se anunció como el siglo de la sociología en la persona de Saint-Simon, en el cual, como ocurre a los autodidactas y los precursores geniales, se encuentran confusos y juntos los gérmenes de muchas tendencias contradictorias. A este respecto la concepción materialista es un resultado; pero un resultado que es la realización de todo un proceso de formación, y como resultado y realización es también la simplificación de toda la ciencia histórica y de toda la sociología, porque nos remite de los derivados y las condiciones complejas a las funciones elementales. Y esto ha acontecido por la directa sugestión de una nueva y estruendosa experiencia.

         Las leyes de la economía, como son por sí y por sí se explican, habían triunfado sobre todas las ilusiones, habíanse mostrado directoras de la vida social. La gran revolución industrial, operada primero en Inglaterra a la luz del día o más bien en el siglo de las luces, hacía entender que las clases, si no están en la naturaleza, no son tampoco consecuencia del azar o del arbitrio; antes bien nacen histórica y socialmente dentro y en torno de una determinada forma de producción. ¿Y quién, en verdad, no había visto surgir ante sus ojos a los nuevos proletarios, de la ruina económica de tantas clases de pequeños propietarios, de pequeños campesinos y artesanos, y quién no era capaz de advertir el método de tal nueva creación de un nuevo estado social a que tantos hombres venían a quedar reducidos por la fuerza? ¿Quién no era capaz de advertir que el dinero convertido en capital había logrado en breve lapso mayorear por la atracción que ejerce sobre el trabajo de los hombres libres, en los cuales la necesidad de darse libremente como mercancía había sido desde mucho antes preparada con cuidadosos métodos de derecho y por las vías de una violenta o indirecta expropiación? ¿Quién no ha visto surgir las nuevas ciudades en torno a las fábricas y ceñirse a su perímetro la desoladora miseria, que ya no era un caso de singular desventura, sino la condición y las formas de la riqueza? Y en esa miseria de nuevo estilo eran muchas las mujeres y los niños, salidos por primera vez de una ignorada existencia para figurar en el escenario de la historia como siniestra ilustración de la sociedad de los iguales. ¿Y quién no sentía –existiese o no la sedicente teoría del reverendo Malthus– que el número de coexistentes que este modo de organización económica puede contener, si bien a veces es insuficiente para quien por la suerte favorable de la producción tiene necesidad de brazos, otras veces es abundante y por ello no ocupable y pavoroso? Se hacía, además, cosa evidente que la rápida y violenta transformación económica operada ruidosamente en Inglaterra había resultado allí porque ese país se había podido crear, frente al resto de Europa, un monopolio hasta entonces nunca visto, y para regir este monopolio había sido necesaria una política sin escrúpulos, la cual permitía a todos de una vez traducir a prosa el mito ideológico del estado que habría de ser tutor y pedagogo del pueblo.

        En la visión inmediata de tales consecuencias de la nueva vida se originó el pesimismo, más o menos romántico, de los laudatores temporis acti, desde De Maistre a Carlyle. La sátira del liberalismo invade las mentes y la literatura a principios de este siglo. Comienza esa crítica de la sociedad en la cual está el inicio de toda la sociología. Precisaba ante todo vencer la ideología que habíase acumulado y expresado en las muchas doctrinas del derecho natural y el contrato social. Precisaba ponerse de nuevo frente a los hechos que las rápidas vicisitudes de un proceso tan intenso imponían a la atención en formas tan nuevas y pavorosas.

        He aquí a Owen, el inigualable bajo todos los aspectos; pero por eso especialmente él fue tan clarividente sobre las causas de la nueva miseria como ingenuo al investigar los modos de vencerlas. Precisaba llegar a la crítica objetiva de la economía, que aparece por primera vez, en formas unilaterales y reaccionarias, en Sismondi. En ese período de tiempo, en que se cambiaban las condiciones de una nueva ciencia histórica, nacen y atraen sobre sí la atención muy diversas formas de socialismo utópico, unilateral y francamente extravagantes que no llegaron nunca a los proletarios porque estos no tenían conciencia política o porque, teniéndola, se movían a saltos, como en las conspiraciones y revueltas francesas de 1830-1848, o giraban en el terreno práctico de las reformas inmediatas, como es el caso de los cartistas. Y, no obstante, todo este socialismo, aunque utópico, fantástico e ideológico, era una crítica inmediata y a menudo genial de la economía, una crítica unilateral que necesitaba el complemento científico de una general concepción histórica.

        Todas estas formas de crítica parcial unilateral e incompleta desembocaron efectivamente en el socialismo científico. Éste no es ya la crítica subjetiva aplicada a las cosas, sino el hallazgo de la autocrítica que está en las cosas mismas. La crítica verdadera de la sociedad es la sociedad misma, que por las condiciones antitéticas de los contrastes en que se apoya genera por sí misma la contradicción, y ésta vence luego por el paso a una nueva forma. La solución de las presentes antítesis es el proletariado, sépanlo o no los mismos proletarios.

        Así como en ellos su propia miseria ha llegado a ser la condición evidente de la sociedad presente, también en ellos y en la miseria está la razón de ser la nueva revolución social. En este paso de la crítica del pensamiento subjetivo, que examina desde afuera las cosas e imagina poder corregirlas por su cuenta, a la inteligencia de la autocrítica que la sociedad ejerce sobre sí misma en la inmanencia de su propio proceso, solamente en esto consiste la dialéctica de la historia que Marx y Engels, sólo en cuanto eran materialistas, extrajeron del idealismo de Hegel. Y a fin de cuentas poco importa si de tales ocultas y complicadas formas del pensamiento no saben darse cuenta los literatos que no conocen otra significación de la palabra dialéctica sino la del artificio sofístico, ni los doctos y eruditos que no son nunca aptos para superar el conocimiento empíricamente disgregado de los simples particulares.

        Pero el gran vuelco económico que ha ofrecido los materiales de que está compuesta la sociedad moderna, en la cual ha llegado, al fin, a su casi completo desarrollo el imperio del capitalismo, no habría logrado tan rápida y sugestiva enseñanza si no hubiese sido luminosamente ilustrado por el movimiento vertiginoso y catastrófico de la revolución francesa. Puso ésta en plena evidencia, como en trágica representación, todas las fuerza antagónicas de la sociedad, porque se abrió camino entre las ruinas y señaló en breve lapso, precipitadamente, todas las fases de su nacimiento y ordenamiento.

        Nace la revolución de los impedimentos que la burguesía debía vencer con la violencia, después de que pareció evidente que la transición de la vieja a la nueva forma de producción –o de propiedad, como dicen por necesidad de jerga profesional los juristas– no podía tener lugar por las vías más tranquilas de las reformas sucesivas y graduales. Y por eso fue levantamiento, contradicción y confusión de todas las viejas clases del ancien régime, rápida y vertiginosa formación al mismo tiempo de nuevas clases en el brevísimo pero singularmente intenso período de sólo diez años, que en comparación con la ordinaria historia de otros países y tiempos parecen siglos. En esta comprensión de vicisitudes de siglos en tan breve número de años se simplificaron los momentos y los aspectos más característicos de la sociedad nueva o moderna, con tanto mayor evidencia cuanto que la pugnaz burguesía había creado por sí misma tales medios y órganos intelectuales, que poseía en la teoría de su propia obra la conciencia refleja de su movimiento.

        La violenta expropiación de una parte no pequeña de la vieja propiedad, esto es, de la que estaba inmovilizada en el feudo, en los patrimonios reales y principescos y en la mano muerta, con los derechos reales y personales que de ello derivaban por mil vías, puso a disposición del estado, convertido por necesidad de las cosas en un terrible y omnipotente gobierno de excepción, una masa extraordinaria de medios económicos, y éstos, por un lado, dieron lugar a la singular economía de los asignados, anulados luego por sí mismos, y por otro dieron lugar a la formación de nuevos propietarios, que fueron deudores de los chances del agiotismo y las contingencias de la intriga y la especulación, de su fortuna. ¿Y quién hubiera osado jurar sobre la cabeza de la sagrada y atávica institución de la propiedad apoyándose el título reciente y averiguado de ésta tan evidentemente en el conocimiento de las afortunadas contingencias? Si nunca había pasado por la cabeza de tantos enojosos filósofos, comenzando por los sofistas, que el derecho fuera una útil y cómoda hechura del hombre, esta proposición de aborrecidos heréticos podía parecer ahora verdad simple e intuitiva aun para el último de los andrajosos de los suburbios de París. ¿No habían ellos, los proletarios, junto al resto del pueblo, dado el impulso a la revolución general con los movimientos anticipados de abril de 1789, y no se vieron luego como arrojados de nuevo del escenario de la historia después del fracaso de la revuelta de prarial de 1795? ¿No habían ellos llevado en hombros a todos los fogosos oradores de la libertad y la igualdad, no habían tenido en la mano la Comuna parisiense, que fue durante un tiempo el órgano impulsor de la Asamblea y de toda Francia, y no acaban por último en la amarga desilusión de haberse creado con sus propias manos los nuevos amos? En la conciencia fulmínea de tal desilusión está el móvil psicológico, rápido e inmediato de la conspiración de Babeuf, la cual, por eso precisamente, es un gran hecho de la historia y tiene en sí todos los elementos de la tragedia objetiva.

        La tierra, que el feudo y la mano muerta habían como vinculado a un cuerpo, a una familia, a un título, liberada de sus vínculos, se había convertido en mercancía, para que fuese base e instrumento de producir mercancías, y habíase convertido de golpe en mercancía tan plegable, dócil y adaptable que se prestaba a circular en los símbolos de muchos pedazos de papel. Y en torno a estos símbolos, tan multiplicados sobre las cosas que debían representar que por último terminaron en nada, surge gigante el negocio, como surge de todas partes sobre las espaldas de la miseria de los más míseros y entre las anfractuosidades de la precipitada y sinuosa política, diestro sobre todo en sacar partido de la guerra y sus gloriosos triunfos. Hasta los rápidos progresos de una técnica acelerada por las urgentes circunstancias dieron materia y ocasión a la prosperidad de los negocios.

        Las leyes de la economía burguesa, que son las de la producción individual en el campo antagonista de la competencia, se rebelaron furiosas, con todos los medios de la violencia y la insidia, contra la arbitrariedad idealista de un gobierno revolucionario, el cual, fuerte en la certeza de salvar la patria y más aún con la ilusión de fundar eternamente la libertad de los iguales, creyó que era cosa fácil o posible suprimir el agiotismo con la guillotina, eliminar los negocios con la clausura de la bolsa y asegurar al pueblo humilde la existencia fijando el máximo de los precios de los artículos de primera necesidad. Las mercancías, los precios y los negocios reivindicaron con violencia su propia libertad contra los que querían legislar e imponerles su moral.

        El termidor, cualesquiera que fuesen las intenciones personales de los termidorianos, viles, medrosos o ilusos, fue, tanto en las causas ocultas como en sus efectos no remotos, el triunfo de los negocios sobre el idealismo democrático. La constitución de 1793, que señala el límite extremo a que puede llegar el pensamiento democrático, no se había puesto en ejecución. La grave presión de las circunstancias, la amenaza del exterior, las diversas formas de rebelión en el interior, desde la girondina a la vandeana, habían hecho necesario un gobierno de excepción, que era el Terror, nacido del miedo. A medida que los peligros desaparecían, desaparecía la necesidad del terror; pero la democracia se quiebra frente a los negocios, en los cuales nacía la propiedad de los propietarios nuevos. La constitución del año III consagró el principio del moderantismo liberal, del cual ha salido todo el constitucionalismo del continente europeo, pero ante todo fue la vía para llegar a la garantía de la propiedad nueva. Cambiar los propietarios salvando la propiedad, ésta es la consigna, ésta es la palabra de orden, la bandera que desafió por años, desde el 10 de agosto de 1792, tanto las insurrecciones violentas como los atrevidos designios de aquellos que intentaron fundar la sociedad en la virtud, en la igualdad, en la espartana abnegación. El Directorio fue el trámite a través del cual la revolución llega a negarse a sí misma como conato idealista; y con el Directorio, que fue la corrupción confesada y profesada, se convierte en realidad el lema: ¡cambian los propietarios, pero la propiedad está a salvo! Y por último hacía falta levantar de tanta ruina un edificio estable, la fuerza verdadera; ésta se encontró en un singular aventurero de insuperada genialidad a quien la fortuna había sonreído, y sólo él poseía la virtud de poner el dique de la conveniente moral a aquella fábula gigantesca, porque en él no había sombra ni traza de escrúpulos morales.

        Todo se vio en aquella sucesión de acontecimientos. Los ciudadanos, armados para la defensa de la patria, victoriosos más allá de los confines de la circundante Europa, a la cual llevan, con la conquista, la revolución, se convierten en soldadesca para oprimir la libertad en su patria. Los campesinos, que en un ímpetu de imperiosa sugestión produjeron dentro de las tierras de feudo la anarquía de 1789, tornados soldados, pequeños propietarios o pequeños arrendatarios, después de haber sido durante un cuarto de hora los centinelas de la revolución, recayeron en la silenciosa y estúpida quietud de su vida tradicional que, muda y paralítica, sirve de sustrato seguro al llamado orden social. Los pequeños burgueses de ciudad, miembros de las corporaciones, al poco tiempo se acomodaron a ser, en el campo de la carrera económica, los libres vendedores de la mano de obra. La libertad de comercio exigía que todo producto llegase a ser libremente comerciable y superaba, pues, el último impedimento logrando que el trabajo se convirtiese también en libre mercancía.

        Toso se cambió en aquel tiempo. El estado, que había parecido por siglos a tantos ilusos una sagrada institución o un divino mandato, dejando la cabeza de su soberano bajo la fría acción de un instrumento técnico, perdió con ello la consagración y se hizo profano. Tornábase él mismo, el estado, un aparato técnico en que la jerarquía era sustituida por la burocracia. Y para que no hubiera allí presunción de antiguos títulos que dieran razón de privilegio para ocupar un cargo, este nuevo estado podía llegar a ser presa del que lo tomase; estaba, en suma, a pública subasta para que los ambiciosos afortunados fueran los únicos garantes de la propiedad y de los nuevos y viejos propietarios. El nuevo estado, que tuvo necesidad del 18 Brumario para llegar a ser una ordenada burocracia apoyada en el militarismo victorioso, este estado que completaba la revolución en el momento que la negaba, no podía dejar de tener su texto, y lo tuvo en el Código civil, que es el libro de oro de la sociedad que produce y vende mercancías. No en vano la jurisprudencia generalizada había conservado y comentado por siglos, en la forma de una disciplina científica, aquel derecho romano que fue, es y será la forma típica y clásica del derecho de toda sociedad de mercancías, hasta que el comunismo quite del medio la posibilidad de venderlas y comprarlas.

        La burguesía, que por la incidencia de tantas y tan singulares circunstancias hizo la ruidosa revolución con el concurso de tantas otras clases y semiclases, después de breve tiempo desparecidas casi todas de la escena política, aparece en los momentos de más viva contradicción como empujada por motivos e inspirada por una ideología que serían completamente diferentes de los efectos que sobrevivieron y positivamente se perpetuaron. Esto hace que, en el calor de las luchas, la vertiginosa mutación de sustrato económico aparezca como disimulada por los ideales y oscurecida por el tejido de tantos propósitos y designios, de los cuales surgen actos de maldad y heroísmo inauditos y corrientes de ilusiones y duras pruebas de desengaños. Nunca se aposentó tan poderosa en los pechos humanos la fe en el ideal del progreso. Liberar al género humano de la superstición o de la religión, hacer de cada individuo un ciudadano y de cada particular un hombre público, éste es el inicio, y luego, en línea de este programa, compendiar en la acción de pocos años esa revolución que a los más idealistas de ahora parece obra de muchos siglos por venir, éste es el idealismo de entonces. ¿Y por qué debía repugnar a éstos la pedagogía de la guillotina?

        Tal poesía, grandiosa si no deleitosa, dejó tras sí una prosa bastante dura. Fue la prosa de los propietarios que debían la propiedad a la fortuna y fue la de la alta finanza y los proveedores enriquecidos, de los mariscales, de los prefectos, de los periodistas, artistas y literatos mercenarios; fue la prosa de la corte del singular mortal a quien las cualidades del genio militar injertadas en la índole bandidesca habían sin duda conferido el derecho de escarnecer como ideólogo a quienquiera que admirase el hecho desnudo y crudo que en la vida puede ser, como era para él, la simple brutalidad del triunfo.

        La Gran Revolución apresuró el curso de la historia en buena parte de Europa. De ella partió todo lo que llamamos liberalismo y democracia moderna, salvo los casos de errada imitación de Inglaterra, y hasta el establecimiento de la unidad de Italia, que fue y seguirá siendo quizá el último acto de la burguesía revolucionaria. Fue esa revolución el ejemplo más vivo y más ilustrativo de cómo una sociedad se transforma y de cómo las nuevas condiciones económicas se desarrollan, y desarrollándose coordinan en grupos y clases a los miembros de la sociedad. Fue la prueba palpable de cómo se encuentra el derecho cuando hace falta como expresión y defensa de determinadas relaciones y de cómo se crea el estado y se disponen sus medios, fuerzas y órganos. Y se vio cómo las ideas germinan en el terreno de las necesidades sociales y cómo los caracteres, las tendencias, los sentimientos, las voluntades, o sea, para decirlo en pocas palabras, las fuerzas morales, se producen y desarrollan en condiciones circunstanciadas. En una palabra, los datos de la ciencia social fueron, por así decirlo, aprontados por la sociedad misma, y no es de maravillarse que la revolución, que fue precedida ideológicamente por la forma más aguda de doctrinarismo racionalista que se conozca, haya terminado después dejando atrás la necesidad intelectual de una ciencia histórica y sociológica antidoctrinaria, como en buena parte ha logrado hacerse en este siglo nuestro que ahora toca a su fin.

        Y aquí, por las cosas que he dicho y por las sabidas generalmente, sería inútil recordar nuevamente cómo a Owen hacen juego Saint-Simon y Fourier, y repetir por qué vías se ha originado el socialismo científico. Lo importante está en dos puntos, o sea: que el materialismo histórico no podía nacer sino de la conciencia teórica del socialismo, y que él puede ahora explicar su propio origen con sus principios propios, lo que es la prueba máxima de su madurez.

        No está por fuera de lugar la frase con que comienza este capítulo: las ideas no caen del cielo.

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(*) Antonio Labriola. Acerca del materialismo histórico: dilucidación preliminar. Advertencia a la segunda edición. Aparatdo VII. En La concepción materialista de la historia. Editorial de ciencias sociales. Instituo del libro, La Habana, 1970.

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CREACIÓN HEROICA