Las Bases de los Juicios Morales
(Tercera Parte)
Howard Selsam
DE TODOS LOS SISTEMAS MORALES
idealistas modernos, el de Kant fue el que tuvo más éxito y ejerció mayor
influencia. Este filósofo vivió en la región aún feudal de la Prusia Oriental,
durante la segunda mitad del siglo XVIII, y presenció desde lejos el principio
de la llamada “revolución industrial” en Inglaterra y la ascensión de la
burguesía al poder en Francia, después de su revolución. Kant afirmó también
los sagrados derechos del individuo y los demás principios éticos del orden
burgués, pero, como no había aún clases medias revolucionarias en Prusia, él
solo pudo hacer esto en teoría, y solo en forma de leyes morales eternas. De
esta manera, Kant fue burgués sin vivir en un mundo capitalista, y los
principios de este sistema aparecen en él –en virtud de su entrenamiento
pietista– como dictados de la conciencia moral inherente a todos los hombres.
En realidad este filósofo insistía en que sus principios morales eran tan
fundamentales y tan generales que podían aplicarse no solamente al hombre sino
también a todos los seres racionales. Y pudo argumentar así, a su manera,
porque creyó que sus principios eran leyes de la razón misma, es decir, leyes
de algo racional. Esta vez, el lugar y las circunstancias –al no determinar el
contenido particular de las leyes morales– no forman parte de su esencia. La
razón aparece más alta que todo, incluso por sobre el hombre mismo, y Kant
puede exclamar poseído de un sagrado asombro: “Por encima de nosotros solo se
encuentra el firmamento estrellado, y dentro de nosotros, las leyes morales”.
Kant
cree, pues, que cada ser racional lleva, dentro de sí mismo, la ley moral. Y
así, ésta contiene, de una vez y al mismo tiempo, las glorias de la idea
absoluta platónica del bien –universal y trascendiendo al mundo del espacio y
del tiempo– y la creencia humildísima de la moralidad protestante, o sea, que
el bien se encontrase dentro de cada individuo, cualesquiera que sean su
significado y exaltación en su paso por esta vida. Según Kant, sin esta ley
moral no hay ética social posible, ni en la teoría ni en la práctica, ya que
ello constituye la obligación sin condiciones (él la llama “imperativo
categórico”), el “tú debes”, la imposición que nosotros nos hacemos del deber a
todo costo. El personaje Federico, en “Los Piratas” de Gilbert y Sullivan,
lleva el sello del héroe moral de Kant, que cumple su deber por el deber. Kant
se ve obligado a admitir, claro está, que esta ley moral no nos dice nunca al
pie de la letra en qué consiste nuestro deber –solo nos dice que debemos
cumplirlo–. El mandamiento corta con toda posible disputa al tratarse, por
ejemplo, de esclarecer si yo “debo” hacer mi deber, puesto que el significado
del deber radica precisamente en mi obligación de cumplirlo. Kan cree que ha
resuelto un problema transformándolo en mandamiento de una ley moral mística
que está dentro de nosotros; pero sigue en pie la duda de que él ha afirmado
simplemente que un mandamiento de nuestra naturaleza nos obliga a hacer lo que
debemos hacer. Resulta lastimoso para el mundo burgués el hecho de que uno de
sus más grandes teóricos, después de haber rechazado toda teoría de felicidad o
de interés personal como fuentes de moralidad, no haya podido encontrar algo
mejor que este principio vacuo y abstracto –vacuidad y abstracción que se
manifiestan elocuentemente cuando Kant sostiene con ardor e insistencia la
validez de este principio, no solo al tratarse del hombre, sino de todo ser
racional posible–. En otras palabras, si la felicidad y el interés individual
no se erigieran en guías de la conducta humana, dentro de la sociedad burguesa
deseada por Kant, no sería posible reemplazarlos por otros principios
“humanos”.
Kant
cree que todos los mandamientos de la ley moral deben expresarse dentro de la
fórmula general: “Procede como si el máximo de tu acción pudiera erigirse en
principio de legislación universal”, lo cual quiere decir, más simplemente,
que, en cualquier circunstancia, uno debe actuar como si deseara que su acción
fuera una regla de conducta humana en circunstancias parecidas. Este principio
tiene algo de virtud y casi ninguno de los defectos de su famoso precedente: No
hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti. Kant tuvo razón –como lo
revela el más ligero examen– al defender la superioridad de su fórmula, puesto
que resulta aplicable cada vez que el “Golden Rule” no puede serlo; por
ejemplo, en todas las situaciones en que la acción no se dirige a otra persona.
Si detenemos nuestro vehículo a la señal roja en pleno tránsito, la cosa va
bien. Pero, en igual forma que el principio del interés personal, que
examinaremos después, esto presupone una sociedad homogénea en la cual, lo que
es bueno para cada uno es bueno para todos los demás y viceversa. Y lo
presupone tan fuertemente, en verdad, que un filósofo alemán, Herman Cohen,
sostuvo, en 1905, que dichas leyes morales dan a Kant el derecho de ser
considerado como el fundador del socialismo.
Esta
afirmación está lejos de ser la expresión de la verdad, pues Kant ignoró por
completo lo que es el socialismo (tratar de hacer lo posible por implantar el
orden burgués de la propiedad privada en Prusia) y, además, sus principios se
oponen a todo movimiento de los trabajadores hacia el socialismo. La ley moral
de Kant, al pretender que se encuentra por encima de la sociedad y de la
naturaleza, exige que el individuo actúe como si la sociedad fuera
perfectamente racional, aunque en realidad no lo sea. Lo cual, como lo hace ver
Kautsky en su “Ética y la concepción materialista de la Historia”, implica que
todo defecto de la sociedad se debe a los defectos de los individuos y puede
remediarse solo por medio del mejoramiento del individuo. Desde el punto de
vista histórico, el principio de Kant resultaba siendo una regresión más que un
progreso, pues los materialistas franceses, especialmente Helvetius, habían desarrollado
ya, aunque crudamente, una ética que apuntaba hacia instituciones sociales
objetivas y pedía que estas fueran racionales, al mismo tiempo que
individuales, siguiendo sus propios intereses y actuando necesariamente por el
bien común.
Hay
otro principio de la ética de Kant que ha llamado grandemente la atención. Es
un corolario de la ley moral y dice, más o menos, así: En todos tus actos debes
obrar teniendo en cuenta que el hombre no es un medio sino un fin. Lo que Kant
hizo esta vez fue, simplemente, repetir la doctrina del cristianismo primitivo,
es decir, que todo hombre, al ser hijo de Dios, es igual que cualquier otro
hombre. Aquello venía a ser, en su aspecto positivo, la protesta de Kant contra
las relaciones sociales feudales de su alrededor, que implicaban la
subordinación de una persona a otra; en su aspecto negativo, se trataba
simplemente de una expresión filosófica del legalismo burgués, al que ya nos
hemos referido en el capítulo precedente, en virtud del cual todos los hombres
han adquirido derechos y obligaciones contractuales. Los socialistas creen lo
suficientemente en este principio, y por ello propenden al establecimiento de
una sociedad en la cual actúe oponiéndose a la sociedad capitalista, que está
basada en el manejo de los hombres simplemente como instrumento del provecho
privado. Pero el socialismo científico no propende a una sociedad socialista
por simple imperativo de la ley moral o por impulso de la creencia en una
santidad de la personalidad humana. Y aquí es donde radica una de las
dificultades de todos los sistemas de ética idealista. Ellos pueden servir como
justificación teórica de las instituciones existentes; pero, al estar
enraizadas en abstracciones metafísicas, no pueden proporcionar la orientación
necesaria para efectuar los cambios sociales progresistas.
Cuando
examinamos la ley moral de Kant, aplicándola a situaciones concretas, aparece
otros de sus rasgos peculiares. Tenemos el ejemplo de una persona que viola un
juramento arrancado a la fuerza. Empleando el principio de que debemos actuar
en la misma forma que actuaríamos si fuéramos todo el género humano en una
situación parecida, Kant sostiene que el juramento no debe ser violado, porque
si todos los hombres hiciéramos lo mismo en parecidas circunstancias, el
juramento perdería todo significado y la sociedad “sufriría”. Aquí aparece
claramente que las bases de la ley moral de Kant se encuentran en su concepción
de lo que debe ser la sociedad, la sociedad humana –una concepción determinada
por su propio ambiente– más que en virtud de un eterno principio que actúa
dentro de nosotros. En otras palabras, Kant procedió como procedemos todos:
formuló, sobre la base de ciertas condiciones existentes, la concepción de una
sociedad que satisfacía mejor sus necesidades y deseos y luego hizo de ella el
criterio de nuestra conducta moral. Todo su argumento contrala felicidad, como
determinante de nuestra conducta moral, se fundaba en su creencia de que, si
los hombres se vieran guiados solo por su deseo de ser felices, no procederían
sino por intereses individuales hasta hacer imposible una sociedad racional.
Esto no viene a ser, incidentalmente, un alto tributo a la naturaleza de las
instituciones burguesas; es bastante inferior al que les rinde la escuela del
interés personal. Esta diferencia se debe probablemente, más que a todo, a la
levadura religiosa de Kant, con su énfasis en la “naturaleza pecadora del
hombre”.
Se
pueden examinar otros muchos ejemplos de ética idealista; pero el sistema de
Kant es lo suficientemente representativo para llenar nuestros propósitos.
Exactamente como el pensamiento espiritualista convencional, los sistemas
idealistas pretenden deducir su criterio, la naturaleza de lo bueno y la
“facultad” de cualquier hombre para diferenciar y elegir entre el bien y el
mal, de algo que se encuentra por encima del mundo cotidiano de los hombres con
su asombrosa abundancia de esperanzas y temores, amores y odios, deseos y
aversiones. No es nada extraño el hecho de que, habiendo partido
(ilusoriamente) del mundo concreto de los hombres, los filósofos idealistas
hayan terminado produciendo teorías tan remotas y tan desprovistas de toda
virtud concreta de orientación. Claro está que ellos encuentran en el mundo de
arriba, en el imaginario reino sin espacio y sin tiempo, únicamente lo que allí
puede haber. Por eso a veces vuelven a la tierra con un principio que sanciona
relaciones e instituciones y que no podría ser fácilmente justificado, en un
terreno puramente racional, por el examen científico de la naturaleza del
hombre y de sus actuales relaciones sociales.
Así resulta comprensible la razón por la
cual los idealistas, sin dejar de haber aportado valiosas contribuciones a la
teoría moral, han creado, justamente en forma de espiritualismo convencional,
una serie de principios que sirven perfectamente para mantener y conservar lo
que impide el advenimiento de los que debe ser. Las causas de este hecho pueden
resumirse así: 1) los idealistas ignoran el estudio científico del hombre y sus
motivaciones, necesidades y deseos complejos (psicología y psicología social);
2) ignoran la naturaleza concreta y el desarrollo de la vida social humana, en
la misma forma que sus múltiples instituciones (antropología, sociología,
economía, política, etc.); 3) Reemplazan las necesidades reales del hombre
viviente por las necesidades del hombre abstracto o, en otras palabras, por un
hombre imaginario; 4) creen que el mejoramiento social depende del mejoramiento
o reforma del individuo, más que de un reajuste o nuevo ordenamiento de las
instituciones existentes; 5) alegando que buscan y obtienen verdades morales y
eternas, glorifican los ideales particulares de una clase particular y los
hacen armonizar con toda la humanidad; 6) tratan de establecer, como bueno o
ideal, algo tan remoto de los deseos y prácticas presentes, que su esfuerzo
resulta inútil por un lado, y por otro, no hace más que fomentar la hipocresía
–las gentes más cínicas, por ejemplo, son idealistas desilusionados–; 7) y, lo
más importante de todo, proveen las bases para la sustitución –especialmente en
los tiempos críticos– de las necesidades concretas del hombre actual por un
llamado ideal espiritualista –parafraseando a una famosa reina de las Sagradas
Escrituras, los hombres piden pan y los idealistas les ofrecen pasteles
espirituales y una acaramelada virtud eterna.
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