La Dialéctica Antigua Como Forma de Pensamiento
(Quinta Parte)
Edwald V. Iliénkov
[Aristóteles]
La figura de Aristóteles en el plano
de nuestro problema presenta un interés especial. Si la filosofía griega esbozó
todas las esferas del saber de las que debe componerse la teoría del
conocimiento y la dialéctica, el sistema de Aristóteles es el primer intento
consciente en su tipo de crear un resumen enciclopédico de todo el conjunto de
conocimientos teóricos. En su doctrina confluían al unísono los grandes y
trascendentes logros del pensamiento antiguo; esta es una grandiosa bifurcación
de caminos: en su doctrina convergen, como en un foco, todas las tendencias
fundamentales del desarrollo del pensamiento filosófico de Grecia (dentro de
ellas, las mutuamente excluyentes), para inmediatamente después dispersarse por
siglos. El primer intento de dar en Grecia una síntesis orgánica de todos los
principios precursores resultó también el último; esta llevó a una completa
exactitud de expresión la incompatibilidad interna del materialismo y el
idealismo, de la dialéctica y la metafísica, como principios de solución del
problema fundamental de la filosofía como ciencia.
Por
eso no es casual en absoluto que la doctrina de Aristóteles sirviera de fuente
teórica común para algunas direcciones filosóficas, posteriormente divergentes
en principio. Por la misma razón cada uno de los puntos de vista actualmente
enfrentados sobre lógica y sobre la relación de la lógica con la ontología
tiene siempre fundamento en considerar la doctrina de Aristóteles como su
propio prototipo no-desarrollado, y a su autor, como su partidario y
predecesor. Cada uno de los puntos de vista sobre estas cosas contempla como
“sustancial” e “interesante” en el sistema de Aristóteles aquello que en
tendencia lleva a sí mismo, y todo lo que lleva al punto de vista contrario se
valora como “cáscara” históricamente desprendida...
Así,
una conocida tradición en lógica considera directamente a Aristóteles “padre”
de la lógica; pero en la práctica es solo una dirección plenamente determinada
en la doctrina del pensamiento. Por otro lado, Aristóteles es igualmente el
“padre” indiscutible de aquella dirección en esta ciencia que lleva a la
comprensión hegeliana de la lógica como doctrina sobre las formas universales
de todo lo existente, es decir, de aquella dirección, la cual, de acuerdo con
los repetidos testimonios de los clásicos del marxismo-leninismo, sirvió de
punto de partida para la comprensión dialéctico-materialista de la lógica.13
Esta
circunstancia hace el análisis de las concepciones de Aristóteles tan difícil
como provechoso: él puede ayudar a esclarecer la esencia de las discrepancias
actuales, pero inmediatamente convierte la doctrina de Aristóteles en objeto de
discusión de los problemas actuales. La interpretación de los hechos del pasado
refleja siempre en sí la posición en relación con el presente.
Corresponde
reconocer que el sistema de concepciones del Estagirita sobre la cuestión de la
relación del pensamiento con la realidad es extremadamente contradictorio a su
interior. De arriba abajo lo atraviesan grietas que son imposibles de
silenciar. En este se encierran, en una forma más o menos clara, tendencias
antinómicas y mutuamente excluyentes.
Sin
embargo, una cosa es indudable: la división formal de las obras de Aristóteles
en lógica, metafísica y teoría del conocimiento, que fue realizada por sus
comentadores posteriores, no corresponde en absoluto con el desmembramiento
interno del sistema aristotélico. Este corte pasa por el cuerpo vivo de la
doctrina y junto a ello muestra un “cadáver descuartizado”, cortando la
doctrina donde es imposible cortarla.
Ante
todo queda claro que las obras reunidas por los comentadores en el “Organon” no
se corresponden en ningún caso ni por volumen ni por contenido con la doctrina
aristotélica del pensamiento. Y si vamos a entender por lógica la doctrina
sobre el pensamiento, y no una de las escuelas formadas posteriormente,
entonces en el “Organon” entra solo una parte en extremo insignificante de la
lógica de Aristóteles.
Por
otra parte, aquellas ideas que constituyeron más tarde el fundamento teórico de
la concepción formal de la lógica, en el propio Aristóteles no se contemplan ni
se fundamentan para nada en el “Organon”, sino en aquella misma “Metafísica”,
la cual, según esa concepción, no tiene nada en común con la lógica en el
estricto sentido del término.
Las
leyes del “veto de la contradicción”, del “tercero excluido” y de la
“identidad” se formulan por él directamente como principios “metafísicos”
(“ontológicos”) de todo lo existente, y en los “Analíticos” se habla de cosas
tales como necesidad y casualidad, lo uno y lo múltiple, se tratan cuestiones
tales como la relación de “lo general” con la percepción sensorial, la
diferencia entre el saber científico y la “opinión”, los cuatro tipos de
causas, etc., es decir, de nuevo cosas que “no tienen relación con la lógica propiamente”.
Y
muy en lo cierto estaba Hegel: “Aquello que acostumbradamente extraen nuestros
lógicos de estas cinco partes del «Organon», representa en la práctica la parte
más pequeña y trivial...”14
El
mismo Aristóteles nunca ni en ningún lugar utiliza el término de “lógica” en la
significación que le fue otorgada posteriormente. Y este no es un simple
detalle terminológico. El asunto es que en su concepción en general no hay
lugar para tales “formas de pensamiento” singulares, que representen en sí algo
diferente, por un lado, de las formas universales de todo lo existente y, de la
otra, de las formas de expresión lingüística de esto “existente”.
Inútilmente
buscaríamos en sus trabajos la representación del “concepto” como “forma de
pensamiento”: él conoce la “forma” de las cosas, la cual es percibida por el
alma “sin materia”, y la forma (estructura) del “lenguaje hablado”. No hay en
Aristóteles una peculiar “forma de pensamiento”, un “concepto”; no porque le
faltara fuerza de diferenciación, sino porque tal representación se estrella
contra sus principios fundamentales; aquello que llaman “concepto” en la lógica
escolar posterior, en Aristóteles se desprende directamente y se contempla como
parte del “lenguaje hablado”: como “término”, como una determinada denominación
(“υρος”). De otra parte, aquello que Hegel llama “concepto” en su Ciencia de la Lógica, Aristóteles lo
contempla allí donde habla sobre cosas tales como “ιογος της ονςιας”
(literalmente: “palabra que expresa la esencia, la substancia de las cosas”),
como “τυ τι ην ειναι” (literalmente: “ser aquello que fue”: expresión
correspondiente a la representación de la “forma” como “causa final”, como
“entelequia”), etc.
No
hay en él tampoco el concepto de “juicio” como algo diferente del “lenguaje
hablado”, de la expresión verbal de lo existente.
En
general, el propio término de lo “lógico” en su estatuto significa no más que
lo “verbal”, en contraposición a lo “analítico”, cuyo principio es la
correspondencia del lenguaje y la realidad. Él conoce y reconoce solo dos
criterios de “corrección del lenguaje”: de un lado, la correspondencia del
lenguaje con las normas gramaticales y retóricas; del otro, con las formas
reales y la situación de las cosas. La representación de cualquier otro plano
de “correspondencia”, de la correspondencia del discurso con normas “lógicas”
especiales, con “formas del pensamiento como tal” le es perfectamente ajena,
rompe con todos sus principios fundamentales, con su filosofía. Entre tanto, la
lógica escolar lo presenta como “padre” precisamente de esta comprensión.
El
principio de correspondencia del discurso respecto de las cosas es el principio
fundamental de su doctrina sobre los “silogismos”, desarrollado en los
“Analíticos”; la fuente de los “silogismos erróneos” él la ve en la no
observancia de esta exigencia.
“La
fuente de donde nacen los silogismos erróneos es la más natural y común, es
precisamente la propiedad (y la aplicación) de la palabra. En la práctica, así
como en una conversación nosotros no podemos mostrar las propias cosas tal y
como son en sí y para sí, sino que en lugar de las cosas utilizamos nombres y
signos, de igual forma comenzamos a pensar que lo que justamente se relaciona
con las denominaciones, justamente se relaciona también con las cosas”.
Si
hablamos de la real composición de la doctrina aristotélica del pensamiento (de
su lógica, en el auténtico sentido de la palabra), pues no hay nada más risible
que la opinión de que esta lógica se reduce a la doctrina de los esquemas de unión
de los términos en el lenguaje hablado, en las formas silogísticas.
Aquellos
esquemas abstractos de unión de términos, en cuyo descubrimiento y
clasificación ven a veces el principal logro de Aristóteles en el campo de la
lógica, no juegan en la composición de su doctrina ni el rol de objeto, ni el
de fines de su atención investigativa. Él parte del hecho de que estas figuras
se realizan por igual en la demostración “apodíctica”, tanto como en el
razonamiento “dialéctico”, y en los lazos estrictamente lingüísticos del
discurso “erístico”. En otras palabras, con su ayuda puede expresarse tanto el
conocimiento real como la opinión más pura sobre la situación probable de las
cosas, e incluso un embuste lingüístico consciente, un focus erístico; una cadena de “silogismos”, que se remite a una
premisa arbitraria preconcebida.
Dicho
de otra forma, a él no le interesan aquellos esquemas abstractos del discurso
que son perfectamente iguales tanto en la “demostración” apodíctica, como en la
dialéctica (que parte de lo “probable”), y en la erística, sino justo lo
contrario: aquellas diferencias en el conocimiento que se esconden bajo esta
forma exteriormente idéntica. Las figuras silogísticas en sí mismas, como
tales, como esquemas puros de unión de los términos, tienen para él
significación solo como figuras retóricas.
Toda
su atención investigativa está dirigida al esclarecimiento de aquellas
condiciones bajo las cuales estos esquemas del lenguaje resultan formas del
movimiento del saber real y de la demostración real (“analítica”, “apodíctica”)
que se corresponden con las cosas.
Y
cuando la interpretación escolástica de la lógica aristotélica convierte estos
esquemas abstractos en criterio formal de verdad, entonces le da a éstos un
significado justamente inverso al que le dio el propio Aristóteles. Tomados en
sí mismos, estos esquemas no guardan en él ninguna relación con el conocimiento
“verdadero”; en ellos se expresa con igual facilidad tanto la verdad como la
mentira erística notoria. En Aristóteles estas se convierten en formas del
conocimiento pensante solo en el curso del movimiento analítico del
pensamiento.
La
escolástica eliminó del orden del día el problema de la veracidad de los
“enunciados” que entran en los silogismos, sustituyó la cuestión de la
correspondencia de los enunciados con las cosas por la cuestión de la
correspondencia de los enunciados con el texto de la revelación religiosa. Esta
última es, para la conciencia medieval, sinónimo de verdad absoluta en su
certeza inmediata.
La
auténtica lógica de Aristóteles se despliega en dos planos: por un lado, en el
plano retórico-semántico; por otro, en el plano “metafísico”, es decir, en el
plano puramente del objeto. Y si habla él de “formas del pensamiento”, entonces
él las contempla en dos aspectos. Un aspecto: la cuestión de la expresión de la
realidad en las formas (en las figuras y esquemas) del discurso; el otro: la
cuestión de las “formas” de las propias cosas que expresa el discurso.
Esta
dualidad se proyecta, por ejemplo, en la definición de las “categorías”: por
una parte, estas son géneros superiores de los enunciados, y por otra: géneros
reales del ser. No en balde los “realistas” medievales encontraron a su favor
en las obras de Aristóteles los mismos sólidos argumentos que sus contrarios,
los “nominalistas”. En el propio Aristóteles, en la dualidad de sus
definiciones, está ya contenida la contraposición del “realismo” y del
“nominalismo”.****
Como
“forma del pensamiento” externa, inmediatamente visible, en Aristóteles por doquier
interviene el discurso (exterior o interior), sus formas compuestas, sus
esquemas, figuras y estructuras. La forma interior misma del pensamiento, es
decir, aquel contenido que se expresa con ayuda del discurso resulta la forma
de la cosa impresa en el “alma”.
Las
palabras, denominaciones, términos y definiciones significan y expresan
directamente las formas generales de las cosas, pero en ningún caso
“conceptos”, como esto se da en la lógica posterior comenzando por los
estoicos.
Entre
la “forma de la cosa” y su expresión lingüística está solo el “alma” con su
actividad. Y si la palabra expresa directamente no la “cosa”, sino la
“impresión” de esta cosa en el alma, entonces él trata esta “impresión” como el
ser ideal de la forma de la propia cosa.
La “impresión” es la forma de la cosa,
percibida sin materia. No por
casualidad compara Aristóteles el acto de la percepción de la cosa con la
impresión de un cuño en la cera blanda.
El
alma pensante, según Aristóteles, es más perfecta mientras menos tenga “de sí”,
de su propia y específica naturaleza individual en el acto de percepción:
mientras más suave sea la cera, con más exactitud se inscribirá en ella la
forma del cuño; mientras más perfecta sea el alma, más claramente interviene en
ella la forma de la cosa. La “forma del alma” es la capacidad de recibir en
ella cualquier forma, no aceptando en ella nada de sí. Esto significa que el
alma está desprovista de cualquier tipo de forma especial que no pueda
mezclarse con la “forma de la cosa” en el acto de percepción de esta última.
Esto significa que el “alma” es como posibilidad cualquier forma específica,
una capacidad absolutamente plástica, aquella misma “forma” actual que en ella
está impresa en un momento dado.
Este
planteamiento de la cuestión está dirigida con toda su agudeza contra el
principio idealista-subjetivo, según el cual el hombre, en su percepción del
mundo exterior tiene que vérselas no con las cosas, sino solo con los
resultados de la acción de estas cosas sobre los órganos de los sentidos, sobre
su singular y única naturaleza, refractando de principio la acción externa.
Precisamente de aquí el idealismo subjetivo saca la conclusión de que el hombre
no puede saber en general si existe o no acaso “en la práctica” aquello que él
percibe, eliminando de esta forma la cuestión sobre la realidad del mundo
exterior.
Esta
premisa del idealismo subjetivo en general, Aristóteles la desarrolla en su
análisis de los problemas psicológicos. La solución de la cuestión acerca de la
esencia de la imagen sensorial en el alma individual él la agota
definitivamente en el plano del análisis psicológico, es decir, en aquel mismo
camino en el cual se resuelve en realidad esta cuestión. La realidad objetiva
tanto de las cosas singulares como de las “formas generales” en las cuales
existen, no constituye para él un problema filosófico, puesto que en el plano
psicológico él la plantea y la resuelve como materialista consecuente.
Pero
más agudo se torna ante él el problema propiamente filosófico: el problema de
la relación de la razón pensante como capacidad universal, como “forma de las
formas”, con la realidad “auténtica”, “razonada”; y de la realidad “razonada”
(de la realidad sensorialmente perceptible, de “lo universal”) hacia “lo
singular” y “lo único”. Pero precisamente aquí es que se presentan ante él
todas aquellas dificultades, en torno a las cuales permanentemente “se enreda y
se cae”, retornando al fin a aquel mismo idealismo objetivo que no le
satisfacía en la forma platónica.
“No
hay dudas sobre la realidad del mundo exterior, señala Lenin en los márgenes de
la Metafísica.– Se equivoca el hombre
precisamente en la dialéctica de lo general y lo singular, del concepto y de la
sensación, etc., de la esencia y el fenómeno, etc.”15
Con otras palabras,
el idealismo objetivo de Aristóteles es consecuencia directa de su incapacidad
de desenvolverse con la dialéctica en el problema del conocimiento pensante.
Inconforme con la solución platónica al problema, él de todas formas toma en
cuenta magníficamente todas aquellas dificultades que reveló Platón. Una
solución materialista a estas dificultades él no encuentra, pero en el intento
de resolverlas dibuja exactamente aquella problemática que tendencialmente
lleva a la lógica en su comprensión hegeliana.
Por
cuanto el pensamiento se contempla en Aristóteles no solo desde el punto de
vista de aquella forma externa, en la cual este se realiza en el alma humana
(es decir, desde el punto de vista de las figuras y esquemas de su expresión
verbal), sino también desde el punto de vista del contenido y los objetivos de
su actividad, es que surge ante él el plan “metafísico” de estudio, y con él,
todas las verdaderas dificultades filosóficas.
El
concepto central de la “lógica objetiva” de Aristóteles es, como se sabe, la “ονςια”:
la “esencia”, la “substancia” de las cosas. Este concepto está ligado al
problema de la definición “verdadera”, objetiva, es decir, la definición que
expresa el “género” y la “especie” real de la cosa, su lugar y su rol en el
sistema de la realidad.
Con
otras palabras, si en la lógica “subjetiva” Aristóteles se ocupa de la cuestión
acerca de en qué relación se encuentra el nombre, la denominación, la
designación respecto de las cosas sensorialmente perceptibles, en el plano de
la lógica objetiva esta cuestión a él ya no le interesa en absoluto (y esto está
completamente justificado).
Aquí
se desarrolla otro problema totalmente distinto: en qué relación se encuentra
la cosa singular, sensorialmente perceptible, respecto de su propia “esencia”,
la “especie” respecto del “género”. Aquí se habla no de la relación del sentido
de la palabra que designa la “especie” respecto del sentido del “nombre
genérico”, sino de la relación de la “especie” real respecto al “género” de las
cosas. En ningún lugar mezcla Aristóteles la cuestión de la relación de lo
general con lo singular y lo único, con la cuestión de la relación de la
palabra con la cosa única sensorialmente perceptible, como lo mezcló
posteriormente, por ejemplo, la filosofía de John Locke. Pues una superposición
tal del problema de lo general y lo singular con el problema de la palabra y la
cosa tiene su premisa en una representación que era perfectamente ajena a la
filosofía antigua: la representación según la cual lo “singular”, lo sensorialmente
perceptible, es algo más real que lo “general”; lo “real” e inmediatamente
evidente es solo lo “singular”, y lo “general” es solo producto de la actividad
de abstracción humana.
Sócrates y Platón destruyeron la sofística con los argumentos de la práctica real de la sociedad a ellos contemporánea, es decir, con aquellos argumentos con los cuales se refuta precisamente el principio del idealismo subjetivo. Por esta vía Platón demostró que el individuo (lo “singular”) vive y actúa dentro de cierto todo organizado, el cual domina cual ley sobre él, establece los marcos y fronteras de su arbitrio. Lo “universal” –como ley y principio de existencia del “todo”– interviene como una realidad más y aquel todo, dentro del cual transcurre la evolución individual, se mantiene inalterable, rigurosamente organizado.
Aristóteles
parte de una visión espontáneamente dialéctica de la realidad dentro de la que
vive el hombre, viéndola como un todo único coherente, como un sistema dentro
del cual cada cosa tiene su significación objetiva, independientemente de
circunstancias particulares, de caprichos y opiniones individuales. De modo que
el propio planteamiento de la cuestión de la relación de lo “general” y lo
“singular”, del “género” y la “especie”, de la “especie” y el “individuo” en él
no puede plantearse por principio en un plano puramente objetivo, en la esfera
psicológico-semántica. La palabra o término (por cuanto ésta no es solo sonido)
es para él la designación inmediata de la realidad verdadera, objetiva,
existente fuera e independientemente del individuo, o las cosas en su significado
objetivo universal.
La
realidad objetiva de las formas generales de las cosas es para Aristóteles tan
indudable como la propia realidad de las cosas singulares. Tanto una como otra
para él existen igualmente fuera e independientemente del alma humana
individual, de su actividad. La actividad del alma solo reproduce aquello que
“existe” fuera e independientemente de ella. Esto es purísimo materialismo, sin
embargo, con todas aquellas debilidades fatales, de las cuales el materialismo
no pudo desprenderse hasta Marx y Engels.
Esta
debilidad se encubre ya en el hecho de que a la categoría de “realidad
objetiva” viene a dar aquí todo lo que existe fuera e independientemente del
alma individual: incluida también la “razón” colectiva del organismo social
humano; incluidas las formas universales –formadas históricamente– de actividad
del propio pensamiento. De modo que el análisis psicológico del “alma” que
lleva a la conclusión sobre la existencia de las “formas universales” fuera de esta alma, no solo no resuelve
el problema cardinal de la filosofía, sino que justamente lo sitúa en toda su
agudeza. Las formas universales a las cuales se subordina la actividad del
“alma” humana –jurídicas, éticas, artísticas y las otras formas de actividad–
se contraponen al individuo como algo situado fuera de él, con lo que debe
contar no menos (y en cierto sentido, más) rigurosamente que con las formas de
las cosas sensorialmente perceptibles.
El
análisis psicológico se detiene ante este hecho: al individuo, en calidad de
realidad independiente de sí, se le contrapone también un sistema de conocimientos, un sistema de formas universales de expresión de la
realidad sensorialmente perceptible, un sistema de conceptos, normas,
categorías históricamente formados. El individuo no crea él mismo estas formas
universales del saber (él las toma ya preparadas de otros hombres) en el
proceso de su formación.
Adquiriendo
conocimientos (normas, conceptos, categorías, esquemas y formas universales de
actividad del “alma”) la “inteligencia” individual tiene que ver no
directamente con la “realidad” en su significado materialista, sino con la
realidad ya idealizada, con la realidad en tanto ya encontró su expresión en la
conciencia social, en la definición, en la expresión verbal.
La
apropiación socialmente humana de la realidad se realiza directamente a través
de la conquista del conocimiento, a través de la conquista de los conceptos y
categorías universales. Y justo a través de la conquista del conocimiento el
individuo adquiere el significado universal (social) de las cosas; o, con otras
palabras, las cosas en su significado directamente universal.
El
hecho de que Aristóteles llega justamente desde aquí a una solución idealista
objetiva de la cuestión fundamental de la filosofía no se advierte diáfanamente
en sus razonamientos del famoso libro XII de la Metafísica.
Primeramente
él constata que “el ser del pensamiento y del objeto no son lo mismo”, teniendo
en cuenta al “pensamiento” como actividad subjetiva del hombre a diferencia del
“objeto” como cosa sensorialmente perceptible. Esta diferencia consiste
directamente en que en un caso la “forma” se realiza en la “materia”, y en
otro, en la palabra, en la determinación lingüística.
“El
asunto, sin embargo, está en que –continúa él inmediatamente después de esto–
en algunos casos el conocimiento es (lo mismo que) objeto del conocimiento; en
el campo de los conocimientos creativos (es decir, en el campo de las “artes”.–
Nota del traductor al ruso) es la
esencia tomada sin materia, y la esencia del ser en el campo de los
conocimientos teoréticos es la formulación lógica16 (del objeto) y
el pensamiento (que lo concibe)”.
En
esta consideración emerge claramente la “base terrenal” de su idealismo
objetivo, su definición pronunciada perfectamente en espíritu de Hegel, según
la cual “es lo mismo la razón que aquello que se piensa por ella”.
La
dificultad que descansa directamente en la base de su inclinación hacia el lado
del idealismo objetivo de Platón está relacionada con la propia naturaleza del
conocimiento teórico.
Aristóteles
diferencia rigurosamente el saber teórico (la “razón”) del saber común, con lo
que relaciona la percepción sensorial, la opinión y la “inteligencia”. El saber
común (incluida la “inteligencia”) percibe las cosas tal y como ellas existen
en la realidad inmediatamente empírica.
“Tanto
la percepción sensorial, como la opinión y la inteligencia siempre –como vemos–
están dirigidas a lo otro, pero hacia sí mismas (solo) de una manera
accesoria”, –señala él en el mismo libro XII.
La
peculiaridad específica del saber teórico realizado por la “razón”, se encierra
precisamente en que aquí el objeto fundamental resulta no “lo otro” (es decir,
las formas ligadas a la “materia”), sino las “formas” como tales, tomadas al margen de la materia, es decir, las formas
en cuanto estén expresadas en una formulación “lógica” (que en Aristóteles
significa verbal).
Con
otras palabras, la “razón” está dirigida no a “lo otro”, sino a sí misma, no a
las “cosas” sencillamente, sino a las cosas tal y como existen en la razón, en
un conjunto de conocimientos, en su determinación universal, en el seno de un
esquema ideal de la realidad. Directamente significa esto: el conocimiento
teórico de la cosa se encierra en la investigación de los distintos puntos de
vista sobre ella, en el análisis de las determinaciones de su “esencia”.
Si
el saber común percibe aquellas “formas” que están presentes en las cosas, en
aquella combinación suya en que están dadas empíricamente, el saber teórico
tiende a separar las formas necesarias de las cosas de las formas casuales, a
buscar la “causa”, etc.
El
saber común tiene que ver con las “formas” tal y como están realizadas en “lo
otro”, y sencillamente las fija según el principio: Córisco es un hombre,
bípedo, instruido, sentado, blanco, saludable”, etc., etc. Con otras palabras,
el principio del saber común es el principio del análisis simplemente empírico
y de la síntesis, que siguen esclavos tras la certeza sensible, no importa cuán
“falsa” y “errónea” sea en sí misma.
En
contraposición al “saber común” con su dependencia esclava de “lo otro”, esto
es, de las circunstancias a él externas, de lo singular, la “razón” interviene
en el rol de juez en relación con la empiria y con la opinión que la expresa.
Ésta no solo le da una expresión verbal al fenómeno sensorialmente dado, sino
que lo “juzga” desde el punto de vista de ciertos principios universales,
proponiendo estos principios universales en calidad de medida de veracidad, en
calidad de medida de la correspondencia con la “razón”. Como auténtico juez, la
razón aplica a lo singular un cierto principio universal y hace esto con el
objetivo de investigar en cuánto este singular se corresponde con su propia
medida universal, con su propio significado universal en el sistema de
actividad: con su “esencia” u “objetivo”.
Al
final Aristóteles se halla frente a aquella dificultad en la que creció el
sistema de Platón, ante la dificultad que resulta fatal para cualquier tipo de
materialismo, excluyendo el dialéctico. Esta dificultad está ligada a la
verdadera naturaleza de la relación teórica con las cosas, al rol activo de las
determinaciones universales en el proceso del conocimiento racional, al
carácter y origen socio-histórico de estas determinaciones universales.
El
juicio empírico del tipo “Córisco es blanco” se comprueba por vía de su
comparación con los prototipos sensorialmente dados, y, por otra parte, con los
significados de los términos generalmente aceptados. Completamente distinto
resulta con los juicios de aquella especie que Hegel llamó “juicios del
concepto” (“este acto es bueno”, “esta casa está buena”, etc.). Aquí se habla
no de la correspondencia de la expresión verbal con el hecho singular, sino de
la correspondencia del hecho singular con cierto criterio universal. Sin
embargo, toda la dificultad se encierra precisamente en saber de dónde y cómo
se toma en la inteligencia individual esta definición universal y por qué vía
se puede esclarecer su propio contenido, el “significado verdadero” de palabras
tales como el “bien”, lo “bello”, la “causa”, la “esencia”, el “todo”, la
“parte”, etc. Con otras palabras, todo el problema se reduce al significado objetivo
de las categorías, aquellas determinaciones universales, a través de las cuales
la inteligencia conoce las cosas: su especial naturaleza consiste en que “con
su ayuda y en base a ellas se conoce todo lo demás, y no a ellas, a través de
aquello que descansa bajo ellas”, –con agudeza plantea Aristóteles la esencia
del problema.
“Aquello
que descansa bajo ellas” en la expresión verbal interviene también como
“sujeto” (“υϖοΧειμενα”): estas son las cosas singulares sensorialmente
perceptibles. Como tales ellas no pueden ser ni prototipos, ni criterios de
veracidad de las determinaciones universales, puesto que propiamente existen y
se expresan gracias a la presencia de “primeros principios” universales.
En
las redes de la naturaleza dialéctica de la relación de lo universal con lo
singular es que se rompe el pensamiento de Aristóteles. Por un lado, la
“esencia primera” interviene como “singular”, por otro, como “universal”; por
un lado, como forma indisolublemente ligada a la “materia”, por otro, como “forma”
pura en sí, como “entelequia”, como “aquello, gracias a lo cual” la cosa es tal
y como es.
La
genialidad de Aristóteles en el plano de este problema se descubre en que él no
se detiene ni un instante en aquel chato punto de vista, de acuerdo con el cual
lo “universal” se forma por vía de una sencilla abstracción empírica, por vía
de la separación de todo lo “igual” que tienen las distintas cosas y fenómenos
singulares. A propósito, luego de aquella demoledora crítica que fue propinada
al empirismo absoluto de los sofistas en los diálogos de Platón, este punto de
vista en general era ya imposible; pues Platón magistralmente demostró que los
intentos de definir lo “universal” por la vía de la simple inducción llevan
momentáneamente a una contradicción en la definición. Ni el “bien”, ni la
“belleza”, ni la “esencia”, ni la “causa” intervienen como lo “abstractamente
general” en el mundo de los hechos empíricamente dados.
Y
por cuanto el conocimiento teórico tiene que vérselas no con aquellas
composiciones más o menos casuales, en las cuales los “géneros” y las
“especies” intervienen en la composición de las cosas y fenómenos singulares,
sino con aquellas relaciones necesarias, en las que estos “géneros” y
“especies” se mantienen uno a otro “en sí mismos”, independientemente de
cualquier posible composición empírica de estos, Aristóteles se encuentra de
nuevo ante las mismas dificultades que sirvieron de punto de apoyo para la
doctrina de Platón.
Bajo
el género de la “razón divinizada”, como prototipo eterno e inmóvil según el
cual debe medirse la actividad de la inteligencia humana individual, él también
reconoce y mistifica no otra cosa que el hecho de la dominación real del
desarrollo espiritual (social) universal sobre el individuo.
El
sistema de determinaciones categoriales universales de la realidad,
espontáneamente formadas en el desarrollo espiritual colectivo, se contrapone a
la inteligencia individual como una realidad “ideal” independientemente de
ella. Y por cuanto él directamente se descubre solamente a través del
desarrollo conjunto del saber, en cuyo camino es que este se conforma
realmente, se obtiene, entonces, la conocida ilusión de idealismo objetivo.
Partiendo del proceso psicológico (del proceso de reflejo de la realidad en la
inteligencia individual) no puede entenderse el surgimiento de las categorías.
Ellas se forman solo en el desarrollo conjunto de la cultura espiritual, y se
le contraponen a la inteligencia individual como algo “objetivo”, como aquellos
“significados de las palabras”, que compulsan al individuo con una fuerza
violenta en el curso de su relación hacia el “conocimiento”.
Por
eso es que en la “filosofía primera” Aristóteles investiga también directamente
no las “cosas”, sino las cosas tal y como ya están presentadas en el “saber”,
es decir, contempla y “experimenta” diferentes definiciones teóricas, puntos de
vista, concepciones.
Por
eso es que también su análisis de las categorías con frecuencia se pierde en la
“definición de palabras”, en el esclarecimiento, que llega a la pedantería, de
aquellos matices en los que se emplean tales palabras como “causa”, “forma”,
“principio” y otras. En la práctica lo que se da aquí no es un análisis
filológico, sino el sentimiento de típicas determinaciones universales, ya
cristalizadas sólidamente en el desarrollo espiritual colectivo. Para llegar a
las conclusiones relativas al “auténtico sentido” de las categorías él se mueve
por una observación cuidadosa de aquellas dificultades, colisiones y antinomias
que surgieron en la confrontación de diversas definiciones de las categorías,
en la lucha de escuelas y concepciones.
Con
otras palabras, la genialidad de Aristóteles consiste en que él busca las
definiciones objetivas de las categorías precisamente allí donde las categorías
en realidad surgen: en el proceso colectivo de movimiento del conocimiento
teórico, y no en el plano del conocimiento de las cosas por el “alma”
individual.
El
alma individual –en tanto piensa– ya usa las categorías, está ya relacionada de
alguna manera con la “razón universal”. Realmente la “familiarización” con la
razón se realiza como proceso de adquisición del conocimiento. Por eso es que
Aristóteles también considera que el conocimiento teórico tiene al propio
“conocimiento” en calidad de “objeto” al que se dirige, a sus principios, que
no pueden ser de ninguna manera deducidos de la simple percepción de las
“cosas” por el alma individual.
Al
final se obtiene una concepción acabada, cuya esencia consiste en que las
determinaciones universales de las “cosas” se logran solo a través de la
investigación del “conocimiento”. Por tanto, en la investigación del
“conocimiento” la inteligencia pensante tiene que vérselas también directamente
“consigo misma”, pero como resultado de esta investigación interviene no otra
cosa que el esquema ideal “divinizado” de la verdadera realidad
“racionalizada”.
Mistificado
aquí está aquel hecho plenamente real de que el “alma” singular siempre tiene
que vérselas directamente no con las “cosas” como tales, en su pura
objetividad, sino con las cosas en su significado socio-histórico. Con otras
palabras, entre el “alma” individual, por una parte, y el mundo de las cosas,
por otra, hay cierto “eslabón intermedio” que es la sociedad con su cultura
desarrollada. El individuo en general se relaciona con la naturaleza a través
de la sociedad, como miembro de un organismo social humano: tanto en la acción
práctica como en la percepción teórica.
Por
eso en el conocimiento teórico el “alma” individual comienza a ver claro el
“mundo de las cosas” a través del sistema de las categorías de la “razón”.
Estas últimas, a su vez, se le oponen en calidad de “objeto ideal”, el cual
exige una asimilación especial. Familiarizarse con lo “universal” significa
convertir la propia “inteligencia” individual en órgano del “todo”, significa
asimilar aquel sistema de determinaciones universales, el cual, según
Aristóteles, no es otra cosa que la “razón divinizada”.
Con
otras palabras, aquí tenemos que vérnoslas con el antecedente antiguo de la
concepción hegeliana. Aquí, en forma mistificada, se realiza nada menos que la
investigación de las leyes del desarrollo de toda la cultura espiritual
anterior a los griegos; nada menos que la investigación de aquellas colisiones
y contradicciones en el despliegue y resolución de las cuales, se efectúa
siempre el proceso de conocimiento teórico de la realidad.
Desde
este punto de vista se torna comprensible el conocido señalamiento leninista en
torno al valor real de la lógica aristotélica: “La lógica de Aristóteles es
interpelación, búsqueda, camino a la lógica de Hegel; y de ella, de la lógica
de Aristóteles (quien por doquier, en
cada paso plantea la cuestión precisamente
de la dialéctica), hicieron una escolástica muerta, deshaciéndose de todas
las búsquedas, vacilaciones, vías de planteamiento de las cuestiones”.17
Con
otras palabras, la verdadera conquista de Aristóteles descansa no en su
elaboración de los esquemas del conocimiento “apodíctico”, el cual él mismo
consideraba encarnación de la verdad absoluta, conocimiento absolutamente
“certero”, sino precisamente en aquella misma “dialéctica” que él mismo había
situado en un rango inferior. Pues la “dialéctica” en la comprensión y
definición del propio Aristóteles es justamente el modo de investigación y
“experimentación” (en pos de la veracidad) de distintos puntos de vista
generales, el modo que incluye en su contenido el esclarecimiento y solución de
las contradicciones en las definiciones; en resumen, es también aquel mismo
“modo” de planteamiento de las cuestiones, sobre cuya base fueron elaboradas
tanto la “Metafísica”, como la “Física”, como el trabajo “Del alma”, y todas
aquellas obras geniales que hicieron época en el desarrollo de la filosofía.
Si
no vamos a tergiversar la verdadera fisonomía de Aristóteles en provecho de una
de las concepciones contemporáneas de la “lógica”, entonces se impone constatar
que en su doctrina realmente se entrecruzan puntos de vista no solo distintos,
sino también directamente contrapuestos, sobre el pensamiento, sobre sus
formas, sobre la relación de las formas del pensamiento con la realidad
objetiva. El punto de vista materialista sobre la relación de las formas del
pensamiento con las formas de las cosas en él constantemente le cede el puesto
al punto de vista idealista de la “razón” como actividad dirigida solo a sí
misma; la interpretación “ontológica” de las “formas del pensamiento” se
confunde con su comprensión sintáctica formal, e incluso gramatical; el
pensamiento se ve tanto desde el punto de vista de su veracidad objetiva como
desde el punto de vista de su forma puramente psicológica, etc., etc.
Las
grietas intestinas penetran también la propia lógica “objetiva” de Aristóteles.
Al interior de su auténtica “lógica”, es decir, al interior de la “Metafísica”, luchan entre sí no solo los
principios excluyentes del materialismo y el idealismo, sino también los de la
dialéctica contra la metafísica. El magnífico maestro de la dialéctica como
método de descubrimiento y solución de las contradicciones en las definiciones
teóricas no puede, sin embargo, entenderse con el problema de la coincidencia
de contrarios y lleva una porfiadísima lucha contra Heráclito. Verdad es que el
principio del “veto de la contradicción” que él formula aquí, no significa en
él más que “el hombre no es una cribadora”. El veto no tiene en absoluto el
carácter formal que tomará en los estoicos. En Aristóteles el “veto” se
refiere, propiamente, solo a la existencia empírica inmediata. Al ser de la
cosa “en potencia” este ya no es aplicable. Y esta limitación (en la flexible
comprensión de la relación de “posibilidad” y “realidad” que desarrolla
Aristóteles) liquida inmediatamente o, en todo caso, arruina sustancialmente la
interpretación metafísica del “veto”.
Y
no por casualidad en absoluto los estoicos, que convirtieron las ideas
aristotélicas en cánones muertos, se vieron necesitados de “corregir” a
Aristóteles en este punto. Para darle al “veto” el carácter de una norma formal
absoluta, ellos rechazaron la “contradicción” (como coincidencia de
definiciones mutuamente excluyentes) también en el plano de la “posibilidad”.
Está
perfectamente claro que la transformación de la versión aristotélica del “veto”
en un canon absolutamente formal de la lógica está ligada orgánicamente en los
estoicos a una comprensión antidialéctica de la necesidad, al fatalismo de su
“ética” y de su “física”.
Todo
esto demuestra una vez más que si se va a considerar a Aristóteles “padre de la
lógica”, entonces él será “padre” de la lógica hegeliana no en menor medida,
sino en medida mucho mayor que la de ser fundador de aquella escuela específica
en lógica, la cual hasta hoy se considera a sí misma la única “lógica en el
sentido estricto de la palabra”, la única heredera legítima de Aristóteles.
________
**** “Realismo” y “nominalismo”: Concepciones filosóficas
formadas en la época medieval en torno a la famosa discusión sobre los
universales. El contenido fundamental de esta discusión era la cuestión acerca
del ser de los universales, es decir, de los conceptos generales, en primera
instancia aquellos como género, especie, propiedad y otros. Hubo dos caminos
radicalmente contrapuestos. El primero afirmaba que a los conceptos generales
le correspondían una esencia objetiva universal, una realidad objetiva, una idea,
distinta de las cosas singulares (esta posición llamada “realismo extremo” se
expresó más agudamente en Juan Escoto Eriúgena). El segundo postulaba que los
conceptos generales tienen realidad solo en la palabra, con cuya ayuda se
afirma lo similar o lo convergente en las cosas singulares, de tal modo que la
palabra, el nombre (del latín “nomen”)
son en esencia solo signos de las cosas y de sus propiedades y fuera del
pensamiento no tienen y no pueden expresa ninguna realidad objetiva, ningún
prototipo real. Era la vía de Roscelino y algo después de William Ockham. La
posición intermedia del “realismo agonizante” fue fundamentada por Tomás de
Aquino, de acuerdo con la cual los conceptos generales son significados, por
cuanto en ellos se abarca la esencia de las cosas.
_____________
Notas
(13) Cfr: Lenin: Obras completas, t. 29, p. 314 (en ruso).
(14) Hegel: Obras, t. 10, p. 312 (en ruso).
(15) Lenin: Obras Completas, t. 29, p. 327 (en ruso).
(16) Aquí está literalmente: verbal.
(17) Lenin: Obras Completas, t. 29, p. 326 (en ruso).
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.