Producción Capitalista y Derecho Burgués
Cesar
Risso
Los intelectuales burgueses se basan en la teoría de la
elección racional para justificar el sistema económico en el cual detentan el
poder. Sin embargo, esta elección racional es propia de la racionalidad
individual, que sienta las bases del derecho burgués. Es el reinado del
mercado, que supuestamente es el que asigna los recursos de la mejor forma,
aunque vivimos en la época del imperialismo, esto es, en la época de la
dominación de los monopolios.
Esta elección
racional, expresa teóricamente que los individuos actúan invariablemente de
forma tal que maximizan sus beneficios, maximizando sus ingresos y minimizando
sus costos, en todas las actividades humanas.
El problema
está en que, en la medida que esta conducta se juzga desde el individuo y para
el individuo, se carece de una racionalidad social, colectiva, o mejor aún, que
esta racionalidad individualista se traduce en una racionalidad egoísta. De tal
modo que si el mercado dicta que se debe producir, por ejemplo, una mayor
cantidad de gaseosas, debido a que tiene una rentabilidad mayor que en la
producción de alimentos o medicinas, entonces se destinarán los recursos a la
producción de gaseosas, recursos que se sustraerán de la producción de aquellas
mercancías cuya rentabilidad sea menor. Es pues, la racionalidad de los
capitalistas, que buscan obtener plusvalía a través de la explotación del
trabajador asalariado.
Pero, si se considera que los alimentos son bienes de
primera necesidad, entonces debemos considerar que algo anda mal. O, más bien,
que la racionalidad burguesa es incompatible con la racionalidad social.
Veamos en el
caso peruano como opera esta racionalidad, o cuáles son los resultados de la
lógica capitalista.
Según datos del INEI, la población (estimada) para el año
2012 es de 30 millones 135 mil 785 habitantes; la población en edad de trabajar
asciende a 21 millones 939 mil 862; la población económicamente activa es de 16
millones 142 mil 123; la población económicamente activa ocupada asciende a 15
millones 541 mil 484. Esta última es la que laboró el año 2012, por lo tanto es
la que creó el nuevo valor o riqueza.
Para el año en
estudio, las remuneraciones (capital variable o valor de la fuerza de trabajo)
ascendieron a 116 533 756 000 nuevos soles corrientes; el excedente de
explotación (plusvalía) fue de 340 141 962 000 nuevos soles corrientes. Esto
nos permite calcular la cuota de plusvalía, que es de 292%. Esto es, la parte
del nuevo valor creada por los trabajadores que se apropian los capitalistas.
Con la misma
información, podemos calcular la productividad de la fuerza de trabajo, es
decir, la cantidad de nuevo valor que se crea durante una hora de trabajo. Esta
es de S/ 12,24. Si multiplicamos por ocho horas de trabajo al día, se obtiene
S/ 97,92 por jornada, lo que multiplicado por 25 días da un nuevo valor mensual
de S/ 2448. Si el nuevo valor creado fuese íntegramente a manos de los
trabajadores, por ser los creadores de riqueza, entonces cada uno recibiría S/
2448.
Si cada
trabajador crea un nuevo valor de S/ 2448, entonces, si toda la población en
edad de trabajar estuviese empleada, se crearía un total de nuevo valor de S/
53 708 782 180, que distribuido entre todos los habitantes del país, daría S/
1782, monto que es más de 6 veces el ingreso mínimo por persona (S/ 284) para
satisfacer las necesidades mínimas.
Si en lugar de
considerar la población en edad de trabajar, consideramos la población que
trabajó efectivamente durante el año 2012 (15 541 484 personas), entonces le
correspondería a cada persona S/ 1262,82 mensuales, que equivale a más de 4
veces el ingreso mínimo para satisfacer las necesidades mínimas.
Si a esto le
agregamos los impuestos, que también salen del nuevo valor creado por los trabajadores,
entonces, podemos afirmar que estamos en un periodo en el cual la riqueza, si
bien no corre a mares, es más que suficiente para sentar la base material
(técnica) que permite superar el derecho burgués. Sin embargo, esto no es
posible, pues la producción está organizada de tal forma que los propietarios
de los medios de producción se adjudican, amparados por el sistema legal
burgués, la propiedad del nuevo valor creado.
Este aspecto de
la producción y el derecho burgués, así como su superación, fue tratado por
Carlos Marx en GLOSAS MARGINALES AL PROGRAMA DEL PARTIDO OBRERO ALEMÁN, donde afirma lo siguiente:
“Aquí reina,
evidentemente, el mismo principio que regula el intercambio de mercancías, por
cuanto éste es intercambio de equivalentes. Han variado la forma y el
contenido, porque bajo las nuevas condiciones nadie puede dar sino su trabajo,
y porque, por otra parte, ahora nada puede pasar a ser propiedad del individuo,
fuera de los medios individuales de consumo. Pero, en lo que se refiere a la distribución
de estos entre los distintos productores, rige el mismo principio que en el
intercambio de mercancías equivalentes: se cambia una cantidad de trabajo, bajo
una forma, por otra cantidad igual de trabajo, bajo otra forma distinta”.
“Por eso,
el derecho igual sigue siendo aquí, en principio, el derecho
burgués, aunque ahora el principio y la práctica ya no se tiran de los
pelos, mientras que en el régimen de intercambio de mercancías, el intercambio
de equivalentes no se da más que como término medio, y no en los
casos individuales”.
“A pesar de
este progreso, este derecho igual sigue llevando implícita una
limitación burguesa. El derecho de los productores es proporcional al
trabajo que han rendido; la igualdad, aquí, consiste en que se mide por el mismo
rasero: por el trabajo”.
“Pero unos
individuos son superiores, física e intelectualmente a otros y rinden, pues, en
el mismo tiempo, más trabajo, o pueden trabajar más tiempo; y el trabajo, para
servir de medida, tiene que determinarse en cuanto a duración o intensidad; de
otro modo, deja de ser una medida. Este derecho igual es un
derecho desigual para trabajo desigual. No reconoce ninguna distinción de
clase, porque aquí cada individuo no es más que un trabajador como los demás;
pero reconoce, tácitamente, como otros tantos privilegios naturales, las
desiguales aptitudes individuales y, por consiguiente, la desigual capacidad de
rendimiento. En el fondo es, por tanto, como todo derecho, el derecho
de la desigualdad. El derecho sólo puede consistir, por naturaleza, en
la aplicación de una medida igual; pero los individuos desiguales (y no serían
distintos individuos si no fuesen desiguales) sólo pueden medirse por la misma
medida siempre y cuando que se les coloque bajo un mismo punto de vista y se
les mire solamente en un aspecto determinado; por ejemplo, en el caso
dado, sólo en cuanto obreros, y no se vea en ellos ninguna otra
cosa, es decir, se prescinda de todo lo demás. Prosigamos: un obrero está
casado y otro no; uno tiene más hijos que otro, etc., etc. A igual trabajo y,
por consiguiente, a igual participación en el fondo social de consumo, uno
obtiene de hecho más que otro, uno es más rico que otro, etc. Para evitar todos
estos inconvenientes, el derecho no tendría que ser igual, sino desigual”.
“Pero estos
defectos son inevitables en la primera fase de la sociedad comunista, tal y
como brota de la sociedad capitalista después de un largo y doloroso
alumbramiento. El derecho no puede ser nunca superior a la estructura económica
ni al desarrollo cultural de la sociedad por ella condicionado”.
“En una fase
superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la subordinación
esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y con ella, el
contraste entre el trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando el trabajo
no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con
el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las
fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza
colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del
derecho burgués y la sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡De cada cual,
según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades!”
¿Cuáles han sido los resultados de la producción
capitalista y el derecho burgués en el Perú en el año 2012? Para este año, la
pobreza abarcaba el 25,8% de la población (consultar el artículo Reducción
de la Pobreza y Capitalismo en el Perú. Cesar Risso), que en términos
absolutos equivale a más de 7 millones de personas; mientras que las personas
en situación de pobreza extrema fue de 6%, esto es, cerca de 2 millones de
personas; en tanto que el 21,6% ( más de
6 millones) de la población tiene por lo menos una necesidad básica insatisfecha.
Con respecto a
la situación de la vivienda, se tiene que el 6,8% tiene características físicas
inadecuadas, el 9,6% no tiene servicios higiénicos; mientras que del total de
niños, el 18,1% tiene desnutrición crónica.
Así, la lógica
capitalista, o como prefieren llamarla los teóricos burgueses, la elección o
conducta racional, es la aplicación práctica de los intereses individuales, que
colisionan con los intereses colectivos de los trabajadores, y que deja en el
desamparo a gran parte de la población.
Introducción:
«Economía y Filosofía en El Capital de Marx: La Teoría Laboral
del Valor»
(Primera Parte)
Diego Guerrero
A los
proletarios que no saben que lo son.
Y, sobre
todo, a los que sí lo saben… y saben
que saber
es bueno contra el capital.
I. Mi lectura de El capital
DECÍA SU AMIGO ENGELS QUE MARX (1818-1883)
fue ante todo un revolucionario. Y es
cierto. Pero hay que añadir: un revolucionario
muy especial. Por una parte, el socialismo y el comunismo son hoy y para
siempre ideas inseparables del pensamiento de Marx, para quien “la emancipación
de los trabajadores debe ser obra de los propios trabajadores”. Pero, por otra,
Marx es un revolucionario muy especial porque, aunque su figura es inseparable
de su actividad política práctica en
el movimiento obrero y la I Internacional, además filosofó y analizó teóricamente las condiciones sociales de
la revolución presente y, a nuestro juicio, lo hizo con más profundidad y
visión que ningún otro pensador, obrero o no. Desde Marx sabemos por qué el
capitalismo no puede ser eterno, por qué es el propio desarrollo de este
sistema social lo que engendra el comunismo y por qué este cambiante estado de
cosas no altera una verdad esencial: que mientras haya capitalismo surgirán,
surgiremos, continuamente nuevos comunistas.
Como filósofo y estudioso de la sociedad Marx llegó pronto a construir un sistema teórico revolucionario, al mismo
tiempo que en su vida práctica tomaba el camino de la revolución. Es sabido que
tuvo vocación de carrera universitaria, pero, dado el ambiente ideológico
reinante, no pudo ingresar en ella y tuvo que ganarse la vida como periodista y
escritor en las difíciles condiciones sociales de lo que siempre fue: un
exiliado apátrida que fue expulsado sucesivamente de varios países por la
actividad política anticapitalista que combinó durante toda su vida con su
trabajo de estudioso de la sociedad. El enfoque
materialista que dio a su filosofía ya desde la juventud —es decir, la idea
de que es la realidad social la que engendra y explica la conciencia social, y
no a la inversa— lo llevó a preocuparse por la “base real” del mundo de las
ideas, y ese principio analítico que siempre llevó a la práctica terminó
convirtiéndolo, casi a su pesar, en un “economista”. Pero economista, no en el
sentido de esos estrechos “sicofantes del capital” que él mismo denunciara
largamente en su obra —esos científicos chatamente positivistas que desprecian
la metafísica, esa metafísica que ignoran—, sino en el sentido de un buen
metafísico necesitado y capaz de una radical
concreción de las ideas especulativas y su conversión en un sistema coherente y unitario de categorías
destinadas a revelar lo más profundo de la realidad social contemporánea
(contemporánea suya pero también
contemporánea nuestra, como veremos),
mediante la crítica[1] del
pensamiento existente. Y ello, mediante los métodos de la mejor elaboración científica, expuesta siempre por tanto a
las mejores y habituales formas de contrastación teórica, crítica y empírica.
Aunque pensó al principio que el dominio de las cuestiones económicas apenas le llevaría un corto espacio de
tiempo, la verdad fue que la lectura de tantos hechos y autores en este campo
(que siempre remitían a nuevos autores y hechos) y la creciente conciencia de
la necesidad de lidiar con la base material de la vida social para entender
esta realmente, terminaron haciéndolo bregar la mayor parte de su vida con la
economía (su “economía”) y los
economistas. Esto no le hizo olvidar nunca las otras esferas que estudió, pues
siempre fue consciente de que el económico no es ningún ámbito aislado sino una parte de la realidad social y a la
vez de la ciencia y el pensamiento en general. Las discusiones sobre si Marx
fue más economista que historiador o filósofo…, y otras contraposiciones por el
estilo (como la omnipresente cuestión de si fue más un revolucionario que un
científico, o la inversa), pierden tanto más sentido cuanto más se profundiza
en su obra. Si uno la estudia a fondo, comprende finalmente que todo lo unificó
en el terreno de las ideas, a todo le dio coherencia con su pensamiento y,
también, que todos los hechos importantes de su vida sólo pueden entenderse una
vez puestos en íntima conexión con su pensamiento, del que nacían y al que
daban vida ellos mismos.
Como otros autores, Marx escribió muchísimo pero sólo publicó una parte de
lo escrito. Su obra fundamental es sin ninguna duda la que aquí nos ocupa, El capital: Crítica de la Economía política,
de la que sólo vio publicada en vida el primero de los 3 o 4 volúmenes de que
constaba. El primero (1867) se publicó antes de su muerte, mientras que el II y
III los editó y publicó Engels en 1885 y 1894, respectivamente, y el IV
(conocido como Teorías sobre la plusvalía)
Kautsky en 1905-10, todos a partir de manuscritos inacabados. Y esto es un
motivo más que suficiente para prestar una especial
atención al volumen I[2], que él mismo pudo revisar, corregir y
pulir para la imprenta (sobre todo su 2ª ed. alemana, de 1873, que fue la
última que nos dejó), y del que pudo ver varias ediciones publicadas (la
francesa de 1872-75 tenía un valor científico “independiente”, según su propia
opinión). Pero también es cierto que el lector tendrá una idea más completa del
significado de la obra de Marx si profundiza en la multitud de borradores
inacabados que se publicaron posteriormente en los siglos XIX y XX (¡y hasta
XXI!: véase el Anexo I), empezando por los libros II y III de El capital. Ésta es la razón de que
presentemos aquí un resumen completo
de esta obra, lo cual es, que nosotros conozcamos, una novedad absoluta en lengua española (y probablemente en cualquier
lengua).[3]
Pero, antes de dar paso al “puro” resumen de lo que Marx dejó escrito,
haremos en esta Introducción un “resumen interesado” de nuestro propio resumen,
en el que expondremos libremente la particular
lectura que proponemos de esta obra. Como dice Marzoa, hay muchas lecturas
posibles de cualquier obra de pensamiento, como también ocurre con El capital de Marx, interpretaciones
potencialmente infinitas…; pero debe quedar claro que también hay lecturas que
son sencillamente imposibles.
Esperamos que el lector, tras leer la nuestra, piense que no sólo es una
lectura posible sino además útil y sugerente.
II. Marx filósofo, revolucionario, economista-sociólogo
Filósofo, periodista, político…:
como todo el mundo sabe, Marx fue muchas cosas. Y descubrió muchas,
importantísimas, a lo largo de su vida[4]. No siempre es fácil
fechar y clasificar cada uno de sus descubrimientos, pero, en esencia, la filosofía de Marx y su economía son una misma cosa (y ambas
son, como veremos, su teoría del valor).
Si se quiere, la primera es el punto de partida de la segunda pero lo cierto es
que la sociedad capitalista es ese tipo de sociedad —¡ésta!— en la que todo se ha convertido ya en mercancía.
Esta idea de Marx es primero una “ontología
de la sociedad moderna”[5], en efecto; una metafísica realista y verdadera: “buena” metafísica[6],
por cierto; pero de alguien que es a la vez moralista y científico, más
concretamente: cuya filosofía es al mismo tiempo la base moral[7] de su labor científica.
Pues ¿cómo se puede ser libre en una
sociedad donde uno mismo se ha convertido en una mercancía, donde nuestra (de
todos) capacidad vital y humana para trabajar e intervenir en el mundo, de
expresarnos como hombres activos, se ha vuelto algo condicionado, sólo una posibilidad
limitada y determinada por las condiciones del mercado, y donde incluso la
minoritaria “voluntad” de quienes buscan su propio interés en forma de
beneficio monetario está tan sometida a las leyes
del sistema como la general “ausencia de voluntad” a la que la primera
condena a las demás personas?
El antiliberalismo de Marx es su punto de partida teórico (como su anticapitalismo lo es en el
terreno de la práctica): su conciencia profunda y temprana de que liberal es el que defiende sólo una
libertad falsa, la “libertad” de la
burguesía que proclama la Revolución francesa, con sus correspondientes (falsa)
igualdad y (falsa) fraternidad pero sobre todo con su (verdadera) propiedad (esta sí: auténtica),
productos todos de una sociedad capitalista que, además de crear esa libertad y a esos liberales, todo lo invierte y lo
muestra al revés. La filosofía tiene que mundanizarse y volverse real, la sociedad son hechos y actos humanos verdaderos, estructuras
reales y relaciones del mundo exterior que existen por debajo de donde brotan las ideas y antes que estas… Y esa realidad material básica consiste
cotidianamente, sobre todo y antes que nada, en aquello que para la mayoría
significa más tiempo de vida: su trabajo.
La sociedad tiene que ganarse la vida antes
de poder vivirla y disfrutarla, y la economía no es otra cosa que el despliegue
histórico de esta realidad social y sociológica primaria[8]. Lo
económico específico —ese campo de lo
social que hay que analizar en su realidad histórica precisa y no de forma abstracta— es un ámbito concreto que debe ser
objeto de estudio pormenorizado y desprejuiciado y someterse a análisis
riguroso más que a la especulación vaga de algunos “filósofos”. Pero se trata
de un análisis liberado también de las teorías burdas y apologéticas de muchos
“economistas”, esos asalariados indirectos del capital, esos torpes científicos
positivistas incapaces de pensar que hay algo más allá de, y más determinado que, el abstracto homo economicus…
El primer análisis económico de Marx, previo y todavía ajeno a la Teoría laboral del valor, e impregnado aún de
perspectivas “historicistas”[9], dio pronto paso a su estudio cada
vez más especializado de los economistas, en los que fue descubriendo el mismo
tipo de materialismo analítico que él
reclamaba. Como hemos dicho, lo que en un principio le pareció un necesario y
corto excursus en el marco de sus estudios de la sociedad se convirtió en el
campo teórico al que terminó dedicando en su vida y al que consagró sus obras
más importantes. Esto es de fundamental importancia hoy, pues ¡nos exige estudiar economía para entender a
Marx! No basta con comprender su filosofía ni con simpatizar con su
epistemología dialéctica[10].
No es suficiente con compartir su posición política ni sus impulsos
revolucionarios. Insistimos: revolucionarios ha habido muchos en la historia,
anónimos o no, pero este
revolucionario en concreto ha hecho historia precisamente gracias a su
potentísima teoría y su práctica
teórica singular. El capital no es
simplemente un Manifiesto comunista
más largo y detallado; no es tampoco un libro del que baste decir que “hay que leer” (para luego no leerlo:
Althusser), ni un libro para no leer (puesto que, supuestamente, uno ya puede sentirse marxista antes de leerlo:
Korsch). Es un libro para leer y estudiar una y otra vez. Y precisamente su no
práctica, la ausencia de costumbre del trabajo teórico, convierte a la mayoría
de los marxistas en ese género de “marxistas” al que el propio Marx no quería
pertenecer[11].
Marx nos transmite la convicción de que hay que revolucionar también la
manera de estudiar y comprender la
sociedad, hasta hacer posible, por parte de cada uno, una comprensión cada vez mayor, una conciencia del sentido de nuestra
vida y de los intereses por los que debemos luchar: esto es la mejor forma de contribuir a una lucha
efectiva por la revolución social de todos[12]. Y con El capital él pretende contribuir a
dicho conocimiento en la medida de sus capacidades. Y por eso su economía y su
filosofía confluyen en la Teoría laboral
del valor que se encierra en este libro y lo resume. Porque hay que crear
un sistema de categorías que dé
cuenta por completo de la esencia
social moderna, y de eso arranca dicha teoría:
Todo es mercancía, en efecto, todos nos comportamos como mercancías y,
lamentablemente, no tenemos otro remedio en esta sociedad que queremos cambiar…
Pero para transformar adecuadamente esta sociedad hay que entender y explicar qué son las mercancías y cómo se
comportan: cuál es su necesidad. En
primer lugar, las mercancías tienen un precio
(¿por qué?), y un precio distinto cada una: ¿por qué son los que son y no otros
distintos? Esto exige una teoría de los precios mercantiles y Marx se pone a
ello: los precios normales de los
bienes reproducibles —que son la inmensa mayoría de esas “cosas con precio” que
son las mercancías, pero no todas— expresan fundamentalmente la cantidad de trabajo social que requiere
cada una de ellas (cada tipo de
ellas) para ser reproducida en condiciones técnicas y sociales normales. Pero
esta primera y clara afirmación requiere una serie de mediaciones que no se pueden explicar en pocas páginas. El capital
“produce” las mercancías con trabajo, trabajo tanto vivo como muerto, pero
también compite cada capital con otros capitales y la competencia entre todos exige que los precios no sean exactamente
proporcionales a dichas cantidades de trabajo. Más aun: hay mercancías que no
han sido producidas con trabajo —por ejemplo, la tierra— pero sí tienen precio,
y estas anomalías deben explicarse por sí mismas (aparte de porque su
incidencia sobre el caso general es cada vez más importante…). Tanto la
competencia como la renta de la tierra exigen cientos de páginas para ser
comprendidas: no basta con decir que el valor lo da el trabajo (¡cómo si Marx
se limitara a repetir lo que simplemente postularon Smith o Ricardo!).
Pero luego hay que aplicar dicha
teoría del valor a la mercancía humana: ¿qué sale de ello? Nada menos que la
teoría de la explotación. Ante todo,
la explotación no es un fenómeno
moral ni su análisis puede reducirse a una crítica política; es una categoría
dentro de un sistema teórico y tiene un significado preciso que hay que describir con la exactitud de un científico y
contrastar con la realidad como hacen los científicos. La explotación del
trabajo por el capital se produce porque dominan determinadas condiciones sociales que hacen posible
que el conjunto de los trabajadores (“trabajadores = asalariados” en el puro “modo
capitalista de producción” que se usa en El
capital como punto de partida analítico) trabaje demasiado. Trabajan de más y con ello producen:
1) no sólo la fracción del
producto social que ellos mismos consumen en su vida y basta para reproducirlos
a su nivel habitual (es decir, a su nivel de
subsistencia, pues con él no pueden hacer otra cosa que sobrevivir como asalariados y seguir
vendiendo su fuerza de trabajo como mercancía una y otra vez),
2) sino también el producto que repone los medios de producción consumidos
y, en tercer lugar,
3) el que requieren los beneficiarios del sistema para su propio consumo y
para la formación de nuevo capital en las empresas que poseen (el beneficio, o expresión monetaria del plustrabajo).
Precisamente porque la
reproducción del trabajo será posible de otra manera en la forma social que
sustituya al capitalismo, la teoría del valor y el precio de la fuerza de
trabajo es, además de una teoría del salario,
una teoría del comunismo. En el
capitalismo, cuando la sociedad aún debe contar
mezquinamente el trabajo según el coste (monetario) que tiene para los propietarios (los capitalistas
mismos y su francmasónica sociedad anónima de propietarios), las personas se
reproducen y tienen que reproducirse como personas
desiguales, que cuestan más o menos dinero según los casos porque consumen una
porción mayor o menor del dinero (recursos en último término) creado por esta
sociedad. Pero en la sociedad de iguales —cuando todos juntos y asociados
puedan recuperar la dignidad del trabajo igual, la propiedad igual y la
libertad auténtica— reproducir a cada miembro de la sociedad, a cada ciudadano
—como tarea colectiva de la ciudadanía—, costará lo mismo en todos los casos
sin excepción: todos “costaremos”
simplemente una fracción idéntica del coste global de autorreproducción de la sociedad. De la misma manera en
que ya hoy nos parece mezquino cargar un precio diferente a un billete de
autobús según se vaya a realizar un trayecto de sólo 2 paradas, o bien de 5 ó
10 paradas más, la sociedad futura decidirá en términos que ya habrán superado
la ley capitalista del valor. Y, por
tanto, es cierto que sustituirá el valor por el valor de uso, pues el valor de uso principal de la nueva
sociedad, de la ciudad libre e igual, es permitir materialmente a cada uno ser
para la sociedad igual que los demás: poder colaborar
en la vida social como un igual (igual a todos los demás) en la obra
colectiva de la construcción de la libertad, y también en su resultado, que entre todos se disfrutará también por igual.
En cambio, ser hoy mercancía tiene más consecuencias para el simple
poseedor de fuerza de trabajo. Aparte de quedar al albur del mercado general,
que exigirá que el desempleo aumente
o disminuya según los casos y que el pauperismo
de ciertas capas sociales vaya en aumento —todo lo cual será más evidente en
las épocas de crisis a las que nos
referiremos luego—, no tiene más remedio que estar cada vez más explotado. Dado que la productividad del trabajo
social será cada vez mayor (tendencialmente) —porque los progresos de la
ciencia y la técnica así lo harán posible—, cada unidad de mercancía tenderá a tener un valor cada vez más pequeño. Eso significa que
reproducir el consumo global habitual de una unidad familiar tenderá a costar
una fracción decreciente del trabajo
total que realiza esa familia en su jornada laboral.
La clase obrera puede organizarse y luchar
para intentar mantener (o aumentar) para su propio consumo la misma proporción
del producto creado; pero podría también conformarse
con una menor —y, en todo caso, siempre estará tentada a hacerlo— si gana un salario real creciente y tiene acceso a
una cantidad mayor de bienes y servicios (aumento en su nivel de vida “absoluto”). Puede también ser capaz, en ciertos
momentos, de reducir su jornada laboral de forma que la fracción impagada de su
jornada descienda, y compensar así hasta cierto punto la disminución inmediata
del salario “relativo” que genera la productividad creciente (el aumento en el
grado de plusvalor). Pero si ello es posible, y hasta potencialmente duradero en tanto perdure la expansión de la
acumulación de capital, las tornas cambiarán necesariamente cuando la
acumulación entre en crisis, y el creciente desempleo y la mayor competencia
entre los propios asalariados-mercancía les haga perder el terreno que a duras
penas pudieron conservar en la época de vacas gordas.
Esta caída de la parte del producto social que los
trabajadores tienden a disfrutar a largo plazo es una auténtica e inevitable depauperación relativa que mantendrá
potencialmente viva la rebeldía del
trabajo frente al capital, pues nunca los trabajadores podrán llegar a ser
completamente inconscientes de la brecha
creciente que abre el desarrollo capitalista entre su nivel de vida y el de
los propietarios. Y este doble efecto
de las leyes del capital es la base de la dialéctica social y psicológica más
básica en que se encuentra sumida hoy la clase obrera asalariada. Pues si la caída del salario relativo la hace cada
vez más rebelde y “exterior” al sistema del capital, el aumento del salario real tiende a lo contrario, “integrándola” cada
vez más en el sistema y aumentando su sumisión
ante el capital (subsunción formal,
real y política). Sobre la base espontánea
de estas leyes del capital, de estas antitéticas fuerzas, centrífuga y
centrípeta, se desarrolla la lucha de clases, lucha que naturalmente está abierta —¡si no, no sería posible la
esperada superación del capitalismo!— pero también sometida a los efectos de esa ley, que le impone estrictos límites
y la regula de forma nada arbitraria ni aleatoria. Es precisamente el
descubrimiento de estas leyes o tendencias
necesarias, piensa Marx, lo que debe ser objeto de atención colectiva, y
por eso la lucha también colectiva
por la revolución no puede hacerse sin ayuda de la ciencia (eso no significa
que cada uno tenga que convertirse en un científico), y por eso El capital, al ayudar a construir esa
ciencia de forma consciente, es al mismo tiempo una piedra al servicio de la
revolución (un “obús dirigido al estómago de la clase capitalista”, lo llamó
Marx una vez). Nada más vulgar que pensar que el científico puede sustraerse a
las ideologías políticas: tiene que tenerlas por necesidad, ¡sólo que, según
los casos, sus preferencias irán hacia un tipo de sociedad u otro!
Pero precisamente la ciencia y la
técnica marcan el destino de la producción capitalista y con ella el
contenido básico de la evolución social moderna. La ciencia, al transformar el modo de trabajo y desarrollar su
productividad por medio de la cooperación del trabajo en el taller artesanal
primero, y en la manufactura después,
al permitir finalmente fundar sobre la máquina y la mecanización (= “maquinización”) la producción de la “Gran
industria moderna” —ese auténtico “sistema
automático de máquinas” en realidad—, hace posible que el modo de
producción en ella basado, el capital, supere y domine al resto de modos de producción hasta el punto de desplazarlos progresivamente de la
escena histórica. Esta revolución
productiva —triple revolución, pues la “Revolución Industrial” es una
revolución en los medios de trabajo,
la “Acumulación Originaria de capital” una revolución en las relaciones de producción, y la
“Revolución burguesa” una revolución en la superestructura
social— aumenta por tanto la conversión de los trabajadores de cada país en
puros asalariados, en la nueva clase social que el capital necesita (pero puros
asalariados con un nivel de vida y conocimiento cada vez mayores). Y esta
creciente subsunción formal del
trabajo en el capital —hecha posible en último término por la disciplina que impone el hambre sobre esta masa de expropiados
que ahora sólo puede sobrevivir si se deja esclavizar
por el capital y condiciona su
posibilidad de trabajo al objetivo de la ganancia de éste— va de la mano de su subsunción real. Es decir, el
sometimiento “productivo” que le sirve de base, por el cual el trabajo vivo se
somete, también desde el punto de vista técnico,
a la disciplina de la máquina, por una parte; y, por otra parte, a la
disciplina política y militar del
capataz que le obliga a cumplir la ley
del capitalista individual y colectivo.
Pero, al mismo tiempo que aumenta este doble sometimiento del trabajo al capital, aumenta la conversión del
trabajo de la sociedad entera en trabajo capitalista y con ello aumenta la proletarización social (y tienden a
disminuir, correlativamente, las capas y segmentos sociales que vivían y viven
en el espacio intermedio situado
entre capitalistas y asalariados). El
proletario es, para Marx, el simple asalariado. Para serlo no hace falta
estar entre los más pobres de los trabajadores ni ser de los más
revolucionarios ni siquiera tener más conciencia de clase ni conciencia
política. Esto dependerá de múltiples circunstancias adicionales que se pueden dejar de lado al considerar por primera
vez y en forma pura las consecuencias directas del funcionamiento del capital.
Pero la definición del proletario es la del asalariado, y a ellos se refiere
Marx al hablar de proletarización. Todas las teorías críticas (también entre
los marxistas: Bernstein, por ejemplo) que surgieron inmediatamente poniendo
énfasis en uno u otro segmento de los
asalariados, y olvidando el conjunto, no son sino teorías interesadas en confundir, o temerosas
de las consecuencias sociales de la proletarización social[13].
Entre otras consecuencias, esa tendencia que Marx prevé en El capital y muestran hoy todas las
estadísticas del mundo real con toda evidencia: que cada vez son más, en
términos absolutos y relativos, y en todos los países, quienes cuentan como
asalariados en la población activa, de forma que pronto la figura del proletario y del ciudadano coincidirán,
haciendo cada vez más factible la identificación de los intereses sociales
globales con los de la actual clase asalariada. Pero si la tendencia social es
a que los propietarios sean cada vez menos
y los trabajadores cada vez más, y al mismo tiempo que los primeros acaparen
una parte creciente de la riqueza
social y del ocio y tiempo libre colectivos, es cada vez más probable que cualquier rebelión —o revolución, ¿por qué no?— pueda triunfar haciendo tambalear el
estado de cosas presente.
Pero el desarrollo científico (de las “fuerzas productivas” todas, en
realidad) tiene todavía más consecuencias. Su uso en la producción, donde se
incorpora en los elementos materiales del
capital constante (es decir, en las máquinas en primer lugar), requiere un
empleo más que proporcional de los medios de trabajo (en relación con la fuerza
de trabajo y el trabajo mismo). Y esta mecanización
creciente de la producción acarrea su capitalización
progresiva, es decir, el aumento de valor del capital constante necesario (el que, por destinarse a comprar medios de
producción, no puede crear valor
nuevo aunque sí contribuya a la riqueza) en relación con el capital variable que se necesita (los salarios,
que hacen posible que la fuerza de trabajo trabaje y cree por tanto valor). Por tanto este aumento de la “composición en valor del capital” —que, en cuanto
viene directamente determinada por el tipo de cambio técnico mencionado, Marx
llama “composición orgánica del
capital”— sólo refleja la sustitución
progresiva de mano de obra directa por máquinas, contribuyendo así de forma
directa al desarrollo contradictorio
del sistema.
Vemos que, puesto que funciona como un vampiro
que chupa la sangre del trabajador y se alimenta sólo de ella, único medio de
conseguir expandir el plustrabajo que sustenta al plusvalor y la ganancia, este
sistema tiene que avanzar y desarrollarse aplicando métodos productivos que
disminuyen relativamente la cantidad
de trabajo que un cierto capital, de magnitud dada, puede emplear. Pero esto
significa que el sistema tiende a matar continuamente a su gallina de los
huevos de oro, y este es el origen de sus problemas: que sus “relaciones” de producción —es decir,
las relaciones sociales que hacen que el proceso de trabajo sea sólo posible si se condiciona su producción al beneficio y se somete a los
trabajadores al mando de los capitalistas— entran en contradicción creciente con el método que el capital se ve obligado
a emplear. Significa que el progreso exige el desarrollo sin límite de las fuerzas productivas mediante la
mecanización, pero a la vez el uso de esas fuerzas productivas exige sustituir
progresivamente la fuente de la ganancia (que es la cantidad de trabajo, y por
tanto de plustrabajo, de los trabajadores al servicio del capital), obstaculizando así el desarrollo mismo.
Pero no se trata sólo de que la ciencia y el desarrollo de la productividad
exijan capitalizar cada vez más la
producción, y por tanto convertir la acumulación de simples “medios de producción” en algo más —en concreto, en
acumulación de “medios de producción que han de comportarse como capital” o acumulación de capital a secas—, sino
que exigen hacerlo cada vez más rápida y compulsivamente.
No se trata sólo tampoco de que por medio de la máquina y el ritmo creciente de
un sistema automático de máquinas cada vez más acorde con este compulsivo
funcionamiento del capital, someta cada vez más y mejor al trabajo doblegando
su posible resistencia o rebeldía. Sino, también, de que la competencia entre los múltiples
capitalistas se encarga de recordarles a cada paso que están permanentemente en
peligro de que sus rivales se les adelanten
introduciendo cualquier mejora técnica que permita a esos rivales abaratar antes su producto y poner así la base
para arrebatarles parte de la propia cuota
de mercado de la que hasta entonces disfrutaban.
Este miedo permanente hace que la
inversión (formación de capital) global del sistema —fragmentaria e
independientemente decidida por un sinnúmero de capitalistas descoordinados y
hostiles entre sí— tienda a ser la máxima
posible, es decir, excesiva. Se
consigue así que la acumulación de la clase capitalista como un todo sea,
además de compulsiva, desequilibrada
y, al poder y deber cada decisión
individual contradecir a las demás, resulte sometida a los albures del devenir
cotidiano de la producción y el mercado, con sus fluctuaciones, ajenos a todo
control y planificación colectivos. Y, en efecto: veremos que todo ello hace
que tarde o temprano la acumulación de capital se convierta en sobreacumulación de capital, con su
doble momento: el inadvertido y el expreso.
Porque en tanto la acumulación siempre renovada y creciente sigue
impulsando la demanda de medios de producción junto a la cantidad de trabajo
necesaria y el producto social resultante, todo parece ir bien. Es más:
precisamente cuando la acumulación adquiere un ritmo vertiginoso y excesivo y el crecimiento parece no
tener fin, es cuando parece ser el mejor momento y la mejor oportunidad para
hacer ganancia, y más grande la compulsión para aprovechar esa edad de oro.
Pero esta es la sobreacumulación subterránea,
la fase en la que se generan los
efectos que sólo estallan más tarde, saliendo a la luz repentinamente, cuando
el proceso de sobreacumulación llega a un determinado punto. Entender la crisis
capitalista como “crisis de sobreacumulación” (vid. Grossman[14]), y su momento, requiere analizar en
detalle sus mecanismos, y esto Marx lo lleva a cabo mediante el análisis de la
“ley de la tendencia descendente de la tasa de ganancia”.
Como él mismo explica, esta ley es de naturaleza “dual”, o más bien triple, y deriva íntegramente del citado
sesgo que impone al sistema el desarrollo de la productividad del trabajo
generado por el progreso científico-técnico. Por una parte, la creciente
acumulación y capitalización —que además adopta la forma de creciente concentración y centralización del capital, que refuerzan lo anterior— hace subir sin límites la composición en valor del
capital[15]; por tanto, a pesar de los aumentos limitados de la tasa de plusvalor, crea una tendencia a la baja de la rentabilidad o tasa de ganancia (g). Pero al mismo tiempo la
productividad creciente desarrolla contratendencias
que, unidas a la creciente explotación, frenan
la caída de g (o incluso la
detienen o invierten en ciertos casos y momentos), de manera que la ley se
manifiesta, más que en forma de caída lineal,
como un movimiento cíclico cuya
apariencia vela su caída tendencial.
Una de las contratendencias básicas es la propia crisis de sobreacumulación que, al detener momentáneamente la alocada carrera colectiva hacia la acumulación,
hace crecer repentinamente el desempleo y quebrar o desaparecer a los
capitalistas menos preparados para continuar en la carrera de los beneficios
(en último término son menos eficientes
los que consiguen menores beneficios y por tanto menos posibilidades de crecer
mediante la acumulación). De esta forma parte del capital creado en exceso durante la sobreacumulación oculta o
subterránea se destruye y desaparece en
cuanto valor, ya se produzca o no al mismo tiempo la destrucción o desecho
real de sus elementos materiales.
El capital que sobrevive y al mismo tiempo sale reforzado y crecido de esa
crisis tiene que volver a empezar de nuevo. Y así, uno tras otro, cada ciclo hace que los desequilibrios,
compulsiones, crisis y derrumbes periódicos de la acumulación, se repitan cada vez a una escala mayor y más elevada, en un movimiento sin fin y en
espiral lleno de contradicciones que sólo puede hacer cada vez más cercano el
final del sistema. Como escribe Marx, “el propio capital se convierte en el
principal obstáculo del capital”: el fin
y objeto del capital, su crecimiento
a base de nuevas y crecientes cantidades de trabajo expropiado, se ve
contradicho cada vez más por el medio
que utiliza en su crecimiento: la expulsión del trabajo creador valor y su
sustitución por máquinas que no lo crean.
Notas:
[1] Crítica, en efecto, desde un doble
punto de vista: interno (de
economista a economista, podríamos decir), pero también externo (crítica de la economía misma, como análisis empobrecido,
unilateral y superficial de la realidad social): vid. Karl Korsch (1932): “Introducción a El capital” en http://www.marxists.org/archive/korsch/19xx/introduction-capital.htm.
[2] Martínez Marzoa, Felipe (1983): La filosofía de ‘El Capital’, Madrid: Taurus.
[3] El libro de David I. Rosenberg (1930, en ruso): Comentarios a los tres tomos de El Capital (2 vols.), La Habana:
Ed. Ciencias Sociales, 1979, tan importante y completo como es, no puede
contarse como un resumen de este tipo, aparte de ser demasiado extenso como
para servir a este fin.
[4] El 17 de julio de 2005, el programa de la BBC In Our Time organizó una votación entre los espectadores para
elegir al mayor filósofo de la historia, y éste fue el resultado: 1. Carlos
Marx 27,93%; 2. David Hume 12,67%; 3. Wittgenstein 6,80%; 4. Nietzsche 6,49%;
5. Platón 5,65%; 6. Immanuel Kant 5,61%, etc. (vid. http://www.antorcha.org/galeria/marx-1.htm).
[5] Y por eso fue también un “intelectual puro”: Martínez Marzoa, op. cit., pp. 34, 10.
[6] Bunge, Mario (1985): Economía y
filosofía, Tecnos, Madrid.
[7] M. Rubel (1970): Páginas escogidas
de Marx para una ética socialista, Buenos Aires: Amorrortu, 1974,
desarrolla de forma excelente la siguiente idea de Antonio Labriola, uno de los
mejores discípulos de Marx: “La ética y el idealismo de ahora en adelante
consisten en esto: en poner el pensamiento científico al servicio del
proletariado. Si esta ética no les parece lo suficientemente moral a los
sentimentales, que, además, la mayoría de las veces son fatuos y están
histéricos, que vayan a pedirle prestado altruismo
al sumo pontífice Spencer” (en Saggi sul
materialismo storico, citado en P. Vraniski (1971): Historia del marxismo, Salamanca: Eds. Sígueme, 1977, vol. I, p.
231).
[8] Entendida como conjunto de res
gestae y a la vez como historia rerum
gestarum; o, si se quiere, como “economía” real y a la vez como “disciplina
económica” (o “Economía”). Sobre la importancia relativa de los diversos
factores que explican la evolución histórica real, aunque sabido es que para
Marx “la historia es la economía en acción”, ténganse en cuenta las siguientes
palabras de Engels: “El que los discípulos hagan a veces más hincapié del
debido en el aspecto económico, es cosa de la que, en parte, tenemos la culpa
Marx y yo mismo. Frente a los adversarios, teníamos que subrayar este principio
cardinal que se negaba, y no siempre disponíamos de tiempo, espacio y ocasión
para dar la debida importancia a los demás factores que intervienen en el juego
de las acciones y reacciones. Pero, tan pronto como se trataba de exponer una
época histórica y, por tanto, de aplicar prácticamente el principio, cambiaba
la cosa, y ya no había posibilidad de error. Desgraciadamente, ocurre con harta
frecuencia que se cree haber entendido totalmente y que se puede manejar sin
más una nueva teoría por el mero hecho de haberse asimilado, y no siempre
exactamente, sus tesis fundamentales. De este reproche no se hallan exentos
muchos de los nuevos ‘marxistas’ y así se explican muchas de las cosas
peregrinas que han aportado…” (carta de Engels a J. Bloch, de 21.IX.1890, en
Adoratski, V. (1934): Carlos Marx y
Federico Engels: Correspondencia, Buenos Aires: Cartago, p. 381 (versión de
http://www.marxists.org/espanol/m-e/cartas/e21-9-90.htm).
[9] Cuando no antiteóricas, y similares a la que encerraba la crítica
contemporánea que su compatriota List dirigía al cosmopolitismo universalista de los economistas clásicos
anglosajones, en nombre de un supuesto análisis político “nacional” y
“estatal”. Vid. Ernest Mandel (1967):
La formación del pensamiento económico de
Marx (de 1843 a la redacción de El capital: estudio genético), Madrid: Siglo XXI, 1968.
[10] Pero téngase en cuenta que, como escribiera Lenin, “Marx y Engels
entendían por método dialéctico, en oposición a metafísico, no otra cosa que el
método científico de la sociología (…)”, citado en Korsch, Karl: “El método
dialéctico en El capital”, en La concepción materialista de la historia y
otros ensayos, Barcelona: Ariel,
1980, p. 216.
[11] Como percibió pronto Georges Sorel, la separación entre el pensamiento de
Marx y el marxismo era notable y creciente, razón por la cual escribió que
Labriola y Croce “hicieron una gran aportación al demostrar que las ideas de
Marx no tenían el más lejano parecido con las de sus discípulos más ruidosos”
(1892: El marxismo de Marx, Madrid:
Talasa, 1992, p. 53).
[12] “No nos enfrentamos al mundo en actitud doctrinaria, con un nuevo
principio: ¡Ésta es la verdad, arrodíllense ante ella! Desarrollamos nuevos
principios para el mundo a base de los propios principios del mundo. No le
decimos al mundo: termina con tus luchas, pues son estúpidas; te daremos la
verdadera consigna de lucha. Nos limitamos a mostrarle al mundo por qué está
luchando en verdad, y la conciencia es algo que tendrá que asimilar, aunque no
quiera” (carta de Marx a Ruge, sept. 1843, en http://www.marxists.org/espanol/m-e/cartas/m09-43.htm).
[13] Temor que en muchos casos no es menor en el ámbito izquierdista que en el
derechista, como el que sentía el economista, entonces franquista, Juan Velarde
en 1953, al abogar desde un punto de vista falangista por una “reforma
auténtica de la propiedad agraria (…) mediante la creación de auténticas clases
medias campesinas” (en El
nacionalsindicalismo cuarenta años después, Madrid: Editora Nacional, 1972,
p. 274).
[14] Grossman, H. (1929): La ley de la
Acumulación y del Derrumbe del sistema capitalista, Siglo XXI, México,
1979.
[15] Es cierto que la capitalización creciente, al abaratar cada unidad de
medios de producción tanto como la de
medios de consumo (tendencialmente), limita el crecimiento de la “composición
en valor” en relación con la “composición técnica”; pero la cantidad de medios de producción tiende a crecer más deprisa que
la de medios de consumo, pues en lo primero consiste la riqueza del capitalista
mientras que lo segundo es el soporte del salario real del trabajador. Sólo en
un absurdo sistema capitalista donde los capitalistas estuvieran sometidos a
los trabajadores cabría imaginar una bajada o estancamiento de la composición
en valor del capital.
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