viernes, 8 de julio de 2011

Opinión



DEL EXILIO A LA CIUDADANÍA MUNDIAL

(Segunda Parte)

Julio Roldán



Por otro lado, estos desarraigados que regresan al pueblo mitificado donde nacieron con la esperanza de curar su nostalgia y terminar con sus recuerdos, tienen el mismo nombre, el mismo apellido, encarnan el mismo cuerpo con el cual salieron de su terruño; a pesar de todo ello ya no son los mismos.” (Roldán 2010: 85 y 86)

El poeta Pablo Neruda (1904-1973) ha sintetizado este desencuentro entre lo geográfico y lo histórico, en este tipo de personas, en dos conocidos versos que a la letra dicen: “La misma noche que hacen blanquear los mismos árboles./ Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.” (Neruda 1989: 174)

Los exiliados que materializan el sueño, con el regreso, terminan comprendiendo que son extraños en ese hogar que fue su hogar, pero que ya no es más su hogar. Terminan tomando conciencia de que son forasteros en su propia tierra. Son apátridas para siempre. Son pasajeros per se. Son los desarraigados por antonomasia.

Finalmente. Un tercer grupo. Desean volver; pero no pueden volver. Otros pueden volver; pero no quieren volver. Unos terceros, no pueden volver; pero tampoco desean volver. En el caso de estos últimos, que consciente y emocionalmente no desean volver a esa tierra del recuerdo, se podría pensar que es porque asumieron el principio de que toda la Tierra es su tierra. Que todo rincón es su rincón. Que todas las culturas son sus culturas. Que todos los idiomas son sus idiomas.

Orientados por este deseo es que en la dedicatoria a un libro titulado Weimar…, a propósito hemos escrito lo siguiente: “Dedicado a mis hijos (…), esperando que vivan todas las patrias, que beban de todas las culturas y que se sientan ciudadanos del mundo.” (Roldán 2007)

Aunque suene muy etéreo, y hasta ingenuo lo escrito, para la felicidad humana, la historia registra ya algunas de estas experiencias. Aquí es cuando el gran filosofo griego Diógenes de Sinope, (412 a.n.e.-323 a.n.e.) cobra plena vigencia cuando pronunció sus dos conocidas frases, que dicen: “El cielo es mi techo. La Tierra es mi cama.” Él fue otro ilustre exiliado que vivió en las calles y murió en el exilio.

Con lo dicho y hecho, Diógenes se ha convertido en el símbolo de los exiliados. Más aún, se erigió en el primer ser humano cosmopolita. Es el primer ciudadano del mundo que esta parte del planeta registra. Han pasado más de 23 siglos de esta experiencia, no obstante ello, sus palabras suenan como mandato a ser cumplido por las generaciones venideras, no sólo de exiliados o desterrados, naturalmente.

Cabe aquí algunas preguntas a estos últimos personajes: ¿Serán capaces de sacrificar las semillas para saborear los frutos? ¿Serán capaces de alejarse de las raíces para dar paso a que florezca el capullo? ¿Serán capaces de dar el salto del rincón al mundo? ¿Serán capaces de convertirse en símbolos vivientes del cosmopolitismo que por milenios se desea? ¿Tendrán la fuerza, el valor, para devenir ciudadanos del mundo? La respuesta es: sí, y al mismo tiempo es: no. Sobre este tópico volveremos al final de este estudio.
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Tomando en cuenta lo escrito en los párrafos anteriores, aquí cabe una pregunta: ¿Qué rol negativo o positivo juega el exilio en la vida y la producción de los castigados? Sobre lo interrogado, nada está definitivamente dicho. Si nos guiamos por lo producido, particularmente, por los personajes aquí mencionados, podríamos concluir que el exilio, bajo ciertas condiciones espacio-temporales, potencializó sus capacidades. Aguzó sobremanera su inteligencia. Esto les permitió hacer un soberano esfuerzo espiritual para sobreponerse a la adversidad, transformar lo negativo en positivo, y así, llegar a producir obras que pasarán a la posteridad.

Esta pérdida sin reparo que significa el destierro en la vida de estos individuos, este vacío sin fondo que significa el exilio en la vida de los mismos, para Arthur Schopenhauer (1788-1860) desde la perspectiva de la filosofía de la moral, tiene su contraparte en la “Ley de la compensación”. Ésta es un componente fundamental de “La libre voluntad que anima a los seres humanos”.

Mientras que desde el ángulo de la Psicología individual, Alfred Adler (1870-1937), sostiene que las grandes carencias en las nuevas circunstancias, las amargas vicisitudes sociales-individuales, en algunos casos, se alivia con el desarrollo de “El sentimiento de comunidad”. Sentimiento que viene a ser la base para la compensación y hasta para la sobre-compensación experimentada por ciertos individuos.

En otros casos, estas situaciones desventajosas, poco estables, obligan al sujeto que las sufre a desarrollar virtudes hasta entonces ocultas y dones no descubiertos. Leamos lo que escribe el estudioso, líneas arriba mencionado, al respecto: “Pero precisamente de estos sentimientos de inferioridad y de inseguridad surge una recia lucha para afirmar la propia personalidad, de una intensidad harto mayor que la normal.” (Adler 1984: 54)

Si revisamos los nombres de la mayoría de los exiliados aquí mencionados y su producción artística-intelectual, tendremos que colegir que lo que han producido ha devenido lo que comúnmente se denomina clásico. Son los autores que han logrado plasmar, en sus obras, la esencia de la condición humana. Es por ello que no pasan, fácilmente, de moda. Más por el contrario, sus producciones-creaciones trascienden generaciones y épocas.

Veamos brevemente por qué. Algunos de ellos, conscientes o no, en su producción, lograron recorrer ese sinuoso camino entre la razón y la sensibilidad. Entre lo general y lo singular. Entre la unidad y la diversidad. Pero no sólo recorrerlo, que en las circunstancias podrían ser llevaderos, sino cruzarlos, entrecruzarlos y volverlos a recruzar. De esa manera lograron una elevada armonía entre la razón y el sentimiento. Lograron ese deseado equilibrio entre el sueño y la realidad. Maduraron ese amasijo entre la forma y la esencia. Por último, lograron encontrar el imaginario justo medio.

Todo ello se puede resumir diciendo que hicieron arte. Y una obra de arte, para ser tal, tiene que concentrar ideas. Tiene que irradiar sentimientos. Estas dos fuerzas sustantivadas, si han logrado ser tales, reengendrarán nuevamente ideas en otro estadio, y en otro nivel reengendran nuevos sentimientos.

Mientras que unos segundos, a la par o paralelamente a lo anterior, se propusieron, y en parte lo consiguieron, materializar la nada fácil tarea de desarrollar conceptos de los conceptos en base a conceptos. Su camino fue la abstracción con la que fueron capaces de generar nuevos sentimientos. Y otros, de igual manera, se propusieron la tarea bastante difícil de desarrollar sentimientos de los sentimientos en base a sentimientos. Por esa vía arribaron hasta las alturas de nuevas abstracciones.

El punto de encuentro-desencuentros, permanentes-pasajero de estas dos acciones humanas, está situado más allá del sentimiento y más acá de la razón. Esa zona claro-oscura, quieta-movediza de la vida que se conoce con el nombre de alma. Ésta es el demiurgo de la existencia humana. En la medida que sólo el alma, nadie más que ella, es capaz de sentir los conceptos. Solamente el alma es capaz de conceptuar sentimientos.

Este tema ha sido, sigue siendo, punto de discrepancia entre los teóricos y artistas. Veamos un par de casos a manera de ilustración. Wilhelm von Humboldt (1767-1835), en 1792, pensaba al respecto lo siguiente: “Cuanto más aumente la variedad y la finura de la materia, mayor será también la fuerza, porque mayor será su conexión interna. La forma parece fundirse en la materia y ésta en la forma. O, para expresarnos sin metáforas: cuanto más ricos en ideas sean los sentimientos del hombre y más pletóricas de sentimientos sus ideas, más inalcanzable será su altura. Esta eterna cópula de la forma y la materia o de la variedad y de la unidad es la base sobre la que descansa la fusión de las dos naturalezas asociadas en el hombre; y en esa fusión reside la grandeza de éste.” (Humboldt 1988: 17)

En 1794, en una carta fechada en Jena de Friedrich von Schiller (1759-1802) dirigida a Johann von Goethe (1749-1832), nuevamente sobre el punto, el primero escribió: “Pero esta dirección lógica, que el espíritu está obligado a tomar por reflexión, no se lleva bien con lo estético, que es lo que él emplea para dar forma. De modo que usted tiene un trabajo más, pues, así como procedió desde la intuición hacia la abstracción, ahora debe hacer el camino de regreso: transformar los conceptos en intuiciones y transformar los pensamientos en sentimientos, pues sólo mediante un proceso así puede crear el genio.” (Schiller 2005: 67)

Y dos párrafos después, en la misma carta, insiste: “Incluso en un primer vistazo parece que no pudiera haber mayores oposiciones que la del espíritu especulativo, que parte de la unidad, y el espíritu intuitivo, que parte de la diversidad. Si el primero busca con sentido casto y fiel la experiencia, y la última busca también con capacidad de pensar libre e independiente de la ley, entonces no puede no suceder que ambos se encuentren a mitad de camino. En verdad, el espíritu intuitivo se ocupa exclusivamente de los individuos, mientras que el especulativo lo hace sólo de los géneros.” (Schiller 2005: 67)

Lo último daría pie para afirmar que la respuesta fue positiva, a la pregunta, párrafos antes formulada. De ser verdad, entonces esto sucede con los pocos al interior de los menos. Son las excepciones. Sólo se da en “los seres de una profunda fuerza espiritual”, a decir de Hermann Hesse (1877-1962). La regla general es que el exilio liquida intelectual y espiritualmente al castigado.

En directa relación con estos menos, con estos “seres espirituales”, algunos de ellos devienen, en cualquiera de las ramas del conocimiento, las denominadas personalidades gravitantes en la historia. Éstos son casos especiales en la medida que no todos reaccionan, actúan y menos producen en la misma dimensión y profundidad que los otros. A pesar de que las condiciones generales son las mismas. Del mismo modo las condiciones particulares. Aquí entra a tallar, sin duda alguna, la denominada singularidad.

Un especialista en el tema, que fue doblemente exiliado, Jorge Plejanov (1856-1918), sostiene que: “El gran hombre lo es no porque sus particularidades individuales imprimen una fisonomía individual a los grandes acontecimientos históricos, sino porque está dotado de particularidades que hacen al individuo más capaz de servir a las grandes necesidades sociales de su época, surgidas bajo la influencia de causas generales y particulares.”

Líneas después agrega: “El gran hombre es, precisamente, un iniciador, porque ve más lejos que los otros y desea más fuertemente que los otros. (…) Es un héroe. No en el sentido de que puede detener o modificar el curso natural de las cosas, sino en el sentido de que su actividad constituye una expresión consciente y libre de este curso necesario e inconsciente. En esto reside toda su importancia y toda su fuerza. Pero esta importancia es colosal y esta fuerza es tremenda.” (Plejanov 1969 82)

En el rol de estas personalidades-singularidades, no sólo al interior de los exiliados, a pesar de que nacen y crecen bajo el mismo techo, son hijos de los mismos padres y se alimentan de la misma leche materna, en su formación y desarrollo, entran a tallar otros elementos, como el papel de la familia en el tiempo preciso y en proporción adecuada. En ella, especialmente, la acción de la madre, es fundamental. Los conceptos de “la fuerza del deseo”, de “la fuerza de voluntad” o “el libre albedrío”, de los cuales se ocupó el ya mencionado Schopenhauer, compaginarían con la tesis de “El deseo de poder” de Nietzsche, de igual modo, con el concepto de “carisma” de Max Weber (1864-1920) y con la idea de la “Egolatría positiva”. Estos conceptos nos ayudan a comprender mejor el tema tratado. El estudio de estas individualidades no sólo es tarea de la psicología sino, en algunos casos, parece tocar las puertas de la parapsicología y la metafísica.
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Otro tema recurrente en todos los exilios, a lo largo de la historia de este castigo, es el tópico de la lengua. La inmensa mayoría de exiliados han seguido produciendo y producen en lo que se denomina su “lengua materna”.

En relación al idioma materno y el exilio, los psiquiatras León Grinberg (1921-2007) y Rebeca Grinberg nos informan lo siguiente: “El idioma propio, la lengua materna, nunca llega a ser tan investido libidinosamente como cuando se vive en un país que tiene un idioma distinto. Todas las vivencias infantiles, los recuerdos y sentimientos referidos a las primeras relaciones de objeto están ligados a él y lo impregnan de significados especiales.” (Grinberg 1990: 110)

En otras palabras. El primer idioma está siempre ligado a la madre. Está vinculado directamente a la tierra dónde se nació-creció-socializó. Es el dominio de lo inconsciente. Es el estado donde gobierna la emoción. Ésta es una de las razones del por qué los exiliados, casi siempre, escriben en su primer idioma. Especialmente cuando se trata de los géneros literarios. Historia distinta es la producción científica. Sean éstas ciencias naturales, humanas o sociales. Naturalmente que esto es la idea general, como consecuencia, siempre se dan casos que no funcionan en base a esos presupuestos.

En las primeras, el individuo libera las emociones al vaivén de la fantasía, teniendo como vórtice el corazón. Éstas, teñidas por la sangre, se riegan y se esparcen. La fantasía despliega todas sus virtudes y maximalisa sus potencialidades. Todo ello puede fluir en armonía, hasta con dulzura, en el idioma emocional con el cual nació-creció-socializó el individuo. Por lo tanto las emociones brotan libre y espontáneamente.

Mientras que el segundo se puede lograr, y hasta en elevado nivel, con el idioma aprendido. Con el lenguaje conceptual. En este nivel del conocimiento, la razón y la lógica tienen un rol preponderante. El resultado es, normalmente, producto de un largo trabajo de decantamiento lógico-conceptual.

Esto nos lleva a la gran pregunta: ¿Es posible expresar con palabras todo lo que un ser humano piensa? Más aún: ¿Es posible expresar con palabras todo lo que un ser humano siente? Por último, ¿es posible expresar los pensamientos o las emociones con palabras escritas? Aquí es cuando el idioma hablado, con mayor razón el escrito, tiene para algunos especialistas sus bemoles.

A decir del filósofo Ludwig Wittgeintein (1889-1951), otro exiliado, los límites parecen, hasta el momento, ser infranqueables. En la medida que el significado de las palabras es sustituida “por los juegos del lenguaje”, “por las trampas tendidas por el lenguaje”. Entre el saber y el decir, la comunicación, además de no ser fluida, no es confiable. Con estos planteamientos Wittgeintein actualiza en alguna medida al filósofo griego Georgias (483 a.n.e.-376 a.n.e.), quien sostenía aquel principio de que “Si algo existe y fuese cognoscible, sería incomunicable”.

Por su parte Noam Chomsky (1928-), muchos años después de lo sostenido por el filósofo austríaco, parece dar un paso adelante en la comprensión de esta problemática. Su argumento central es que el lenguaje, por ser auto-generativo y auto-innovador, puede expresar no sólo pensamientos, sino también sentimientos.

Leamos lo que el lingüista escribe: “Pero el uso del lenguaje no sólo es innovador y potencialmente infinito en su alcance o extensión, sino que además no se halla sujeto al control de estímulos observables, de naturaleza interna o externa. Es gracias al hecho de que no depende del control ejercido por los estímulos cómo el lenguaje puede servir de instrumento para la formulación del pensamiento y la expresión de los estados de ánimo propios de uno, y no sólo en el caso de personas dotadas de un talento excepcional sino también, de hecho, en el de cualquier persona normal.” (Chomsky 1992: 34)

Si bien es cierto que el citado acepta, en condicional, la capacidad del lenguaje para expresar estos dos niveles de la conciencia humana, sin mencionar los límites, añade otro elemento más a la discusión. El problema central para él es saber: ¿Por qué el lenguaje es innovador sin estar sujeto a estímulos? Como buen científico, él evidencia aún esta limitación, con las siguientes palabras: “Debemos reconocer honradamente que estamos hoy día tan lejos como lo estaba Descartes hace tres siglos de comprender exactamente qué es lo que permite, a un ser humano, hablar de un modo que es a la vez innovador, sin estar sujeto al control por parte de los estímulos, y también adecuado y coherente. Éste es un problema serio, con el que deberán enfrentarse en último término los psicólogos y los biólogos,…” (Chomsky 1992: 34)

Haciendo la salvedad de los límites del lenguaje para expresar lo emocional, que no es abordado, y aceptando hipotéticamente que lo afirmado por Chomsky es verdad, esto nos permite cruzar el puente que nos conduce al campo de las traducciones. Las traducciones internas y externas funcionan con bastante eficacia en el área de las ciencias en general. Mientras que en el mundo artístico-literario, la eficacia, especialmente de las traducciones externas o hechas por otros, tiene marcados bemoles.

Las limitaciones de las traducciones externas, en literatura, ya fueron estudiadas por algunos especialistas. La conclusión generalizada es que, inclusive, siendo de las mejores, se aleja ostensiblemente de su sentido original. La musicalidad del idioma pierde acorde y sobre todo armonía. La emoción pierde ritmo en su movimiento. La espontaneidad es controlada y de esa manera el calor humano, en gran medida, se desvanece y hasta se enfría.

Hace ya buenos siglos atrás, Miguel de Cervantes (1547-1616), otro castigado con la cárcel, fue consciente de esta limitación cuando en su obra más conocida, escribió: “… que le quitó mucho de su natural valor; y lo mismo harán todos aquellos que los libros de verso quisieran volver a otra lengua: que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegaran al punto que ellos tienen en su primer nacimiento.” (Cervantes 1992: 25)

Por su parte Gabriel García Márquez (1928-). Considerado, junto a Cervantes, como el más grande novelista en lengua española de todos los tiempos. De igual modo, por algún tiempo castigado con el exilio, coincidiendo con el autor de Don Quijote…, sostiene que en la mayoría de las traducciones, el traductor “traiciona” al autor. Y en muy contadas oportunidades, el traductor es un “cómplice genial” del autor.

Ciertos autores consideran que los escritos se mueven entre la luz, la contraluz y las sombras. El novelista mencionado habla, más bien, de lo evidente y lo velado en el común de estos personajes. Sus palabras: “Es poco probable que un escritor quede satisfecho con la traducción de una obra suya. En cada palabra, en cada frase, en cada énfasis de una novela hay casi siempre una segunda intención secreta que sólo el autor conoce.” (García Márquez 1993: 291)

Finalmente, contando su experiencia personal con las benditas traducciones y emitiendo su voto en contra de éstas, él concluye diciendo: “Para mí no hay curiosidad más aburrida que la de leer las traducciones de mis libros en los tres idiomas en que me sería posible hacerlo. No me reconozco a mí mismo, sino en castellano.” (García Márquez 1993: 292)

Pero hay algunas excepciones como Vladimir Nabokov (1899-1977), que siendo su idioma originario el ruso, escribió exitosamente en inglés. De igual manera la experiencia se repite con Milán Kundera (1929-), que teniendo como idioma materno el checo, escribe a gran nivel en francés. En estos casos, o la traducción interna, entendida como la realizada por los mismos autores, estuvo cerca de la perfección. O de lo contrario, el idioma aprendido logró penetrar hasta las intimidades incontrolables y semi-oscuras del subconsciente de los mismos o viceversa.

Sobre la producción que realiza este tipo de exiliados, en el caso de los que logran producir literatura, grosso modo, podríamos mencionar cuatro grupos. Éstos se diferencian en el tono alto, medio o bajo que imprimen al referente tratado.

En primer lugar, el tema central de su producción es la tierra donde nacieron-crecieron-socializaron, la misma que les es negada. Aquí entra a tallar el recuerdo, la nostalgia. La memoria se convierte en el alfa y el omega de lo producido. Son las vivencias, las experiencias pasadas que orientan y dan vida a este tipo de producción. Esta actitud se podría ilustrar con unos versos del ya mencionado poeta Heine: “¡Qué triste el corazón! ¡Qué lejana la tierra!” (Heine 1981: 68)

Unos segundos alimentan su acción y nutren su producción en la tierra donde viven, en el lugar donde comen, en el rincón donde descansan, en la cama donde sueñan, en la mujer que aman y con quien procrean. Es el presente quien orienta su imaginación y activa su conciencia. No sabemos si por acción o por omisión, para estos individuos, el pasado sólo es pasado y el futuro sólo será el futuro. Parecen entender que estos dos tiempos es tarea de su tiempo o en todo caso de otros.

Unos terceros intentan sintetizar, sin saberlo, en su producción, el ayer mirando el mañana. Son como la cabeza del dios romano Jano, que tiene dos caras: una mirando al pasado y la otra mirando al futuro. Podrían ser llamados los seres de las ventanas abiertas. En este grupo de personas, ante la disyuntiva entre el pasado y el futuro, donde la memoria-recuerdo es la piedra filosofal, apuestan por el mañana. Pero sin abandonar el pasado, que dicho sea de paso, nadie lo puede olvidar totalmente. En la medida que el pasado, más aún cuando devino tradición, es un compañero entre cómodo e incómodo que ronda permanentemente en la vida presente y muchas veces no permite conciliar el sueño.

Miguel de Unamuno (1864-1936), doblemente exiliado, parece sintetizar las preocupaciones de este grupo cuando escribe: “Se vive en el recuerdo y por el recuerdo, y nuestra vida espiritual no es, en el fondo, sino el esfuerzo de nuestro recuerdo por perseverar, por hacerse esperanza, el esfuerzo de nuestro pasado por hacerse porvenir.” (Unamuno 1995: 26 y 27)

Finalmente hay un cuarto grupo, éstos son los menos, que conscientemente encandilan el pasado con el presente, sin perder el lugar que pisan, orientan todas sus fuerzas, tiemplan todas sus capacidades, sueltan toda su fantasía, tejen toda su imaginación en función de volver a robar la chispa sagrada, ahora, al sistema. De desobedecer, ahora al Dios-orden. De rebelarse, ahora, en contra de lo establecido. Así intentan activamente tramontar lo dado con lo deseado. Con la convicción de que, en las cavidades más recónditas del alma humana, el mito de la futura tierra prometida siempre es lozano. Creyendo que en el espíritu del hombre la esperanza de un mundo mejor es eternamente verde.

Es posible que el filósofo Friedrich Nietzsche haya pensado en estos individuos cuando pone en boca de Zaratustra lo siguiente: “Por ello amo yo sólo el país de mis hijos, el no descubierto, en el mar remoto: que lo busquen incesantemente ordeno yo a mis velas. En mis hijos quiero yo reparar ser hijo de mis padres: ¡y en todo futuro-esté presente!” (Nietzsche 1995: 180)

A fin de cuentas, en esta contienda sin tregua entre el pasado, presente y futuro que anida en la vida y alma de todo ser humano, con mayor significado en la de los exiliados o desterrados de todos los tiempos, sólo nos queda decir, más para bien que para mal, que la tendencia general del movimiento de la humanidad es mirar hacia adelante. Que existan retrocesos, eso es normal, circunstancial y necesario. En la medida que una de las desgracias más grandes del ser humano sería vivir sin la razón primero y sin la emoción después del futuro. En última instancia el sentimiento-idea de un mañana mejor es lo que mueve la vida del hombre sobre la Tierra. El futuro sostiene al hombre. Un presente sin futuro, sería una desgracia, que simplemente no merecería vivirlo.
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A lo largo de la historia humana hubo esclavos que no tenían, por lo menos no totalmente, alma de esclavo, por eso se rebelaron. Hubo siervos que no tenían, por lo menos no totalmente, espíritu de siervo, por eso desobedecieron. Hubo, hay, proletarios que son más que simple proletarios, por eso son revolucionarios. Que han sido y son los menos es verdad, pero existieron, lucharon y murieron por sus ideales. El que no fue, no es, más que por un mundo donde no falte el pan y a la vez se disfrute de la belleza.

Ellos pudieron haber dicho, pueden decir, con todo orgullo: “Somos pocos, pero somos.” Idea que coincide y se complementa con la frase pronunciada, hace más de 10 siglos atrás, por Álvaro Fañez, el primo del Cid campeador, en el camino al destierro que reza: “Somos pocos, pero firmes.” (Anónimo 2006: 16)

La injusticia, la opresión, la marginación y la explotación que soportan los pueblos-colectividades, son las causas primigenias que engendran la rebeldía. Esta situación es la que macera en los espíritus elevados ese doble sentimiento de amor hacia unos y odio hacia otros. ¿Podría ser de otra manera? ¿Deberían seguir soportando las vejaciones a la condición humana? ¿Por estas razones se podría justificar la rebelión?

Johann Wolfgang von Goethe, a pesar de no haber sido exiliado, nos da la respuesta, cuando pone en la boca del que en ese momento se siente un simple gusano, el rebelde doctor Fausto, lo siguiente: “Ha llegado el momento de probar con hechos que la dignidad humana no cede ni aun ante la grandeza de los mismos dioses.” (Goethe 1985: 48)

De igual manera su compañero de pluma, casi de generación, Friedrich von Schiller, como el anterior sin haber sido exiliado, era resuelto en su afirmación: “Y nadie olvida, desde entonces, que siempre, en todo tiempo y lugar, habrá un Guillermo Tell, un hombre libre, dispuesto y resuelto a partir con una flecha infalible el corazón de los tiranos.” (Schiller 1973: 111)

En la medida que él comprendía, adelantándose a muchos de su especie, que todas las formaciones económico-sociales tienen un carácter histórico. Precisamente por ello, no pueden ser eternas. Ésta es la razón del por qué escribió: “De esta cabeza, sobre la cual estaba colocada una manzana, florecerá para voz una nueva y mejor libertad; lo viejo cae, los tiempos cambian, y una nueva vida surgirá de las ruinas del pasado.” (Schiller 1973: 86)

Por último otro exiliado, que murió en el exilio, Oscar Wilde (1854-1900), en la misma línea de los anteriores, sentenció: “En lo que a su descontento se refiere, un hombre que no lo estuviera en tal ambiente y con una vida tan mísera apenas sería más que un bruto. La rebeldía, para todo el que haya leído la Historia, es una virtud primordial del hombre. Ella y la desobediencia han hecho posible el progreso humano.” (Wilde 1981: 13)

Lo expuesto nos lleva a afirmar que en cualquier rama del conocimiento humano la rebelión, la desobediencia, el atrevimiento, la bizarría en contra de lo establecido, de lo dado, de lo oleado y sacramentado, a pesar de los fracasos y sacrificios, ha dado grandes frutos. No otro significado tienen en la historia de esta parte de la Tierra los Sócrates, los Graco, los Espartacos, las Marian, los Paracelsus, los Brunos, los Galileos, los Müntzer, los Marx, las Luxemburgo, los Einstein. Ellos pagaron, con su vida unos o con el destierro otros, su derecho a rebelarse, su derecho a desobedecer e ir en contra del orden establecido en cualquier nivel de la vida y el conocimiento.

Después de todo, las grandes mayorías se preguntan: La rebeldía, la desobediencia, el sacrificio, la revolución, ¿en función de qué se realizan? Esta pregunta la contestamos con un par de simples oraciones: ¡En función de la felicidad humana! ¡Todo por ella. Nada contra ella! Precisamente la felicidad humana, como acción generalizada, descansa, de igual modo, en dos sencillas palabras. ¡La justicia. La libertad! Esto implica saciar el vientre y dar rienda suelta a la fantasía.

Si se trataría de desarrollar lo afirmado, podríamos decir que la lucha contra la injusticia se expresa en estos versos del cantautor argentino Atahualpa Yupanqui (1908-1992): “Hay un asunto en la Tierra, más importante que Dios. Y es que nadie escupa sangre para que otro viva mejor.” (Luna 1974: 12)

Mientras que la libertad estaría expresada en lo escrito por Heinrich Mann. Leamos: “La libertad es el amor por la vida, incluyendo también la muerte. La libertad es la danza báquica de la razón. Libertad es el hombre absoluto.” (Mann 1996: 58)

Felicidad humana que debe ser sentida, saboreada y gozada en el diario vivir, en los grandes y pequeños movimientos del alma y en las vivencias del cuerpo. Que ellos sean las bases para pasar de la prehistoria a la historia humana. De la deshumanización a la humanización del hombre. Sabiendo perfectamente que esos arribos serán al mismo tiempo nuevos comienzos. A pesar de que la mayoría de actores siempre creen que lo que hacen es el último gran esfuerzo o que es “la lucha final” de la cual hablaba el francés Eugene Pottier (1816-1887) en una de las estrofas del himno del proletariado internacional.

Mas la vida práctica nos ha enseñado que el último esfuerzo o “la lucha final” sólo son momentos en el infinito trajinar de la humanidad. Si alguien cree en el destino, ése es el destino del hombre. Si alguien cree en la fatalidad, ésa es la fatalidad humana. Si alguien cree en la sentencia, ésa es la sentencia en la vida de los mortales. En ese perenne hacerse, en ese constante seguirse haciendo y rehaciendo, hay que buscar, labrar, saborear y gozar la felicidad humana. No sólo en sí o para sí, sino en función de ir dando forma y contenido al cosmopolitismo. Ir construyendo la ciudadanía mundial. Sólo en ese trajinar se llegará a comprender que “Todas las glorias de la humanidad son mías.” Y que “Todo lo humano es nuestro”, como afirmó el poeta hindú Rabindranath Tagore (1861-1941).

Siempre hay que insistir que nada contribuye más eficazmente a la justicia, a la libertad, a la humanización, al cosmopolitismo, a la ciudadanía mundial, en dos palabras, a la felicidad humana, que la práctica consciente-constante-consecuente de la justicia, de la libertad, de la liberación y de la humanización. Esta práctica que se debe alimentar y retroalimentar constantemente en cada acción, en todo tiempo, en cada lugar, en cada individuo, en cada colectividad histórica-social.

Es verdad que lo afirmado sólo puede ser un buen deseo para unos. Sólo puede ser una simple palpitación para otros. Sólo puede ser un bonito sueño para unos terceros. Sólo puede ser una ingenuidad infantil para unos cuartos. Pero como decía el también exiliado novelista James Joyce (1882-1941): “Los movimientos que preparan revoluciones en el mundo nacen de los sueños y las visiones del corazón…” (Joyce 1996: 186)

Llevar a la práctica, peldaño por peldaño, esta tarea histórica implica encierro, destierro, entierro y no debe causar sorpresa ni debe llamar a falsos engaños. La historia de la humanidad, que brevemente hemos expuesto en esta investigación, nos demuestra que así ha sido, así es y así será mientras no se haya tramontado de la pre-historia a la historia. En la medida que por más insignificante que parezca, cada movimiento, cada acción que el ser humano hace en función de los demás, de sí mismo, empuja la historia hacia adelante, hacia la conquista de este ideal humano. Ideal que no es ni más ni menos que la felicidad del hombre sobre la Tierra. Que materializada esa etapa, saldrán a flote otros problemas, no sólo es imaginable, sino que es cien por ciento seguro. La solución de los mismos será tarea de esas respectivas generaciones. Por el momento, las nuestras, no sólo son suficientes sino enormes.

Así lo pensaron también muchos personajes en la historia, cabe nombrar, una vez más, entre ellos, al ya citado Miguel de Unamuno. Leamos lo que al respecto el escritor español escribió: “… también sé que todo el que pelea por un ideal cualquiera, aunque parezca del pasado, empuja el mundo hacia el porvenir, y que los únicos reaccionarios son los que se encuentran bien en el presente. Toda supuesta restauración del pasado es hacer porvenir, y si el pasado ese es un ensueño, algo mal conocido…, mejor que mejor. Como siempre, se marcha al porvenir, el que anda a él va, aunque marche de espaldas. Y quién sabe si no es esto lo mejor.” (Unamuno 1995: 288 y 299)
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Hemos titulado nuestro estudio: Del exilio a la ciudadanía mundial. Después de haber revisado parte de lo que significa el exilio, los tipos de exilio, las actitudes en el exilio, la producción en el exilio, el idioma en el exilio y algunos personajes en el exilio, creemos que un par de preguntas ayudarían a relacionar mejor los dos conceptos aquí mencionados.

La primera: ¿Sólo los exiliados pueden contribuir a dar nacimiento a la ciudadanía mundial? La respuesta es, sencillamente, no.

Si bien es cierto que algunos de ellos, los más universales, los más realistas, los más espirituales, los mejor forjados por sus vivencias personales-colectivas, pueden comprender mejor este reto, ello no es garantía, como hemos visto en una parte de este estudio, que todos los exiliados actúen en función de ese gran ideal humano. Al contrario, la realidad histórica nos ha demostrado que la gran mayoría piensa y actúa en sentido opuesto a este ideal.

La segunda. Los que no han pasado por la experiencia del destierro, ¿pueden contribuir a este ideal humano? La respuesta es, sencillamente, sí.

Decimos esto en la medida que existen muchos seres humanos que, sin tener la experiencia directa de los aquí estudiados, tienen la sabiduría, la sensibilidad y el valor suficiente para rebelarse contra los mitos, contra los dioses, contra las clases dominantes, en contra de los Estados y, en ese proceso, comprenden la necesidad de trabajar por ese ideal humano, sin haber degustado, necesariamente, el sabor de la miel o del vinagre con el cual está sazonada la vida en el exilio.

En este espinoso camino, hacia la ciudadanía mundial, un buen comienzo es librarse del opio de la religión, que corre paralela, de la mano, con la peste del nacionalismo. A esto agréguese las sombras de las “identidades”, de los particularismos, de los regionalismos, de los localismos, que atan el alma humana a la tierra, a las semillas, a las raíces y no le permiten desplegar las alas y respirar el fresco aire del universalismo.

Si bien es verdad que nadie puede liberarse totalmente del pasado, a pesar de ello, hay que recordar que el pasado normalmente es el progenitor del conservadurismo, del racismo, del culturalismo, del nacionalismo, del chauvinismo, del fascismo. Los pueblos vivieron y sufrieron esta experiencia. Si deseamos que no se repita este flagelo, comencemos arrancando sus raíces, moliendo sus semillas.

Estas herraduras mentales, en la vida de las grandes mayorías, no permiten seguir el ejemplo del gran Diógenes y poner las bases del auténtico cosmopolitismo, de una verdadera ciudadanía mundial. La misma que será resultado de las rebeliones, no sólo individuales, sino colectivas. De la desobediencia, ya no sólo personal, sino multitudinaria.

¿Cuántos están dispuestos activamente a liberarse de estas tinieblas? ¿Cuántos logran consecuentemente destruir esos fantasmas que pueblan y orientan sus vidas? En realidad, pocos, muy pocos. El día que los más se hayan liberado de esas cadenas que les esclaviza la mente, que engrilla el corazón y subyuga el alma, se habrá dado un gran paso en la humanización del ser humano.

Habrá llegado el tiempo cuando la unidad sea resultado de la multiplicidad. La primera será la base. La segunda será la forma. Habrá llegado el momento para que la sociedad pueda llevar a la práctica ese adagio chino de autor anónimo, que reza: “Que se abran cien flores y que compitan cien escuelas.” (Cit. Mao Tsetung 1986: 2)

Mientras ello no ocurra, sólo queda seguir el camino de la rebelión, más que individual, colectiva, seguir el sendero de la desobediencia, más que personal, multitudinaria; conscientes de que la respuesta será encierro, destierro y entierro; no hay más. La humanidad está sentenciada a ello. Los más decididos dirán con orgullo: ¡Qué hermosa sentencia! Todo en función de la ciudadanía mundial.

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