Stalin. Historia y Crítica de una Leyenda Negra
(19)
Domenico
Losurdo
ENTRE EL SIGLO VEINTE Y LAS RAÍCES
HISTÓRICAS PREVIAS, ENTRE HISTORIA DEL MARXISMO E HISTORIA DE RUSIA: LOS
ORÍGENES DEL "ESTALINISMO"
Una
catástrofe anunciada
Hasta
ahora nos hemos concentrado en el entrelazamiento entre contradicciones
ideológicas, políticas y militares del proceso revolucionario, por un lado, y
conflictos internacionales, por el otro. Pero el conjunto no estaría completo
si no se hiciese también intervenir la dimensión de la larga duración histórica
en la historia de Rusia. La aproximación de la catástrofe había sido advertida
por observadores de las más diversas ideologías bastante antes de 1917 e
incluso bastante antes de la formación del partido bolchevique. En 1811, desde
la ciudad de San Petersburgo, todavía sacudida por la revuelta campesina
encabezada por Pugachov analfabeto aunque dotado de gran intuición política y
sofocada con dificultad algunos decenios antes, Joseph de Maistre expresaba la
preocupación porque pudiese estallar una nueva revolución de tipo «europeo»,
dirigida esta vez por una clase intelectual de extracción o sentimientos
populares; por un «Pugachov de la Universidad». En comparación, los
acontecimientos vividos en Francia parecerían un mero juego de niños: «no hay
palabras para expresar lo que podría temerse».
Hagamos
un salto de aproximadamente medio siglo. Una profecía todavía más ajustada a la
realidad —de hecho sorprendente por su lucidez— se puede leer en un artículo
sobre Rusia publicado por Marx en el periódico americano New York Daily Tribune
del 17 de enero de 1859: si la nobleza continúa oponiéndose a la emancipación
de los campesinos, estallará una gran revolución; de ella surgirá un «régimen
de terror de los siervos de la gleba semiasiáticos, sin precedentes en la
historia»267.
Inmediatamente
después de la revolución de 1905 será el mismo primer ministro, Serge Witte, el
que subraye la insostenibilidad de la situación existente en Rusia, y el que
ponga en guardia al zar contra el peligro representado por el bunt, la revuelta
campesina:
No puede bloquearse el progreso de la
humanidad en marcha. Si no es gracias a la reforma, la idea de la libertad
humana triunfará mediante la revolución. Pero en éste último caso nacerá de las
cenizas de mil años de desastres. El bunt ruso, ciego y despiadado, barrerá con
todo a su paso, reduci-rá todo a cenizas [...]. Los horrores del bunt ruso
superarán todo aquello que la historia ha conocido.268
Por
lo demás, es el mismo Witte el que se ve implicado en la represión feroz con la
que es afrontada la revolución de 1905 y las jacqueries a menudo salvajes que
la acompañan: el ministro de interior P. N. Dournovo ordena «a los gobernadores
que "procedan a la ejecución inmediata" de los subversivos, al
incendio y destrucción de los pueblos de los que han surgido los tumultos»; se
suceden múltiples «tribunales militares», «represalias colectivas», escuadrones
de la muerte, pogromos contra los judíos, acusados de alimentar la subversión. Es
una situación que se prolonga hasta el estallido de la guerra. Es precisamente
el ministro de Interior el que advierte: «La revolución bajo su forma más
extrema y una anarquía irreversible serán los únicos resultados previsibles de
un desgraciado conflicto con el Káiser»269. Y esto es lo que se
produce exactamente. Veamos cuál es el cuadro de conjunto que presenta una
Rusia en las vísperas de la llegada al poder de los bolcheviques. Ha entrado ya
en crisis el mito de un país felizmente encaminado por la vía del liberalismo y
de la democracia tras el derrumbe de la autocracia. Es un mito cultivado en su
momento por Churchill que, como justificación de su política de intervención
acusa a los bolcheviques, alimentados por el «oro alemán», de haber derrocado
por la fuerza la «República rusa» y el «parlamento ruso»270. Sería
fácil acusar al estadista inglés de hipocresía: él sabía bien que entre febrero
y octubre Londres había apoyado regularmente los intentos de golpe de Estado
destinados a restaurar a la autocracia zarista o a proponer una dictadura
militar. Es el mismo Kerensky el que subraya que «los gobiernos de Francia e
Inglaterra aprovecharon toda ocasión para sabotear al gobierno provisional»
ruso271. Y, sin embargo, en su exilio estadounidense el líder
menchevique continúa cultivando el mito hasta el último momento, acusando a los
bolcheviques de doble traición: a la patria y a la «recién nacida democracia
rusa».
Si
a partir del final de la Segunda guerra mundial y el surgimiento de la URSS
como superpotencia la acusación de traición a la nación se hace obsoleta
—Kerensky es uno de los pocos líderes mencheviques derrotados que la mantiene—,
es todavía hoy un lugar común hablar de traición bolchevique a la democracia
rusa, con su culminación en el terror estaliniano. Pero este lugar común no
resiste ningún análisis histórico. No se trata solamente de la obstinación de
los dirigentes surgidos de las jornadas de febrero en primer lugar el mismo
Kerensky en perseverar en una carnicería que la gran mayo-ría de la población
está decidida a terminar: línea política que puede ser llevada adelante sólo
mediante el puño de hierro y el terror en el frente y la retaguardia. Ni
tampoco los recurrentes intentos de instaurar una dictadura militar nada ajenos
a Churchill. Hay mucho más: «La idea de que Febrero haya sido una
"revolución incruenta" y que la violencia de las masas no estallara
hasta Octubre, ha sido un mito liberal»: se trata de uno de los mitos más
tenaces sobre 1917, «que ya ha perdido toda credibilidad»272.
Observemos el desarrollo real de los acontecimientos: «Los insurgentes se
tomaron una terrible venganza sobre los funcionarios del antiguo régimen. Se
dio caza a los policías para lincharlos y asesinarlos sin piedad». En San
Petersburgo «en pocos días el número de muertos alcanzó los 1.500
aproximadamente», con el linchamiento a menudo feroz de los representantes más
odiados del antiguo régimen; «la violencia más grave fue la perpetrada por los
marineros de Kronstadt, que mutilaron y asesinaron a cientos de oficiales». Los
que se amotinan son reclutas jovencísimos: a éstos «no se les aplicaban los
reglamentos disciplinarios normales», y los oficiales aprovechaban para
tratarlos «con una brutalidad todavía más sádica de lo habitual»; de ahí que se
desencadenase la venganza con una «ferocidad inaudita»273.
La
situación se precipita ulteriormente en septiembre, tras el intento de golpe de
Estado del general Lavr Kornílov: aumentan las ejecuciones populares y los
asesinatos que acompañan a una «violencia inaudita». Sí, «los oficiales eran
torturados ojos y lenguas arrancados, orejas cortadas, clavos en el acolchado
de las chaquetas y mutilados antes de ser ejecutados, colgados cabeza abajo,
empalados. Según el general Brusílov, gran número de jóvenes oficiales se
suicidó para escapar a una muerte horrible». Por otro lado, «los métodos para
asesinar a los superiores eran tan brutales los subordinados llegaban a cortar
los miembros y los genitales de la víctima, o a desollarla viva, que no podía
reprochárseles el suicidio»274. Por lo demás, la furia estaba ya
presente antes de octubre, y «en las resoluciones de los Soviets, entonces
ampliamente dominados por los socialistas revolucionarios [eseristas], se
estigmatizaba como "enemigos del pueblo trabajador a los capitalistas
sedientos de sangre, burgueses que chupan la sangre del pueblo"».
Por
otro lado, «la crisis del comercio entre campo y ciudad, bastante anterior a la
conquista del poder por parte de los bolcheviques», crea un nuevo y agudo foco
de violencia. En la situación trágica que se ha creado tras la catástrofe de la
guerra, con el descenso de la producción agrícola y el acaparamiento de los
escasos recursos alimenticios disponibles, la supervivencia de los habitantes
de las ciudades pasa a través de medidas bastante radicales: antes de la
Revolución de octubre un ministro que además es «economista liberal reconocido»
se pronuncia a favor del recurso, en caso de fracasar los incentivos de
mercado, a la requisación mediante «la fuerza armada»; el hecho es que «la
práctica de las requisaciones» es común a «todos los partidos en conflicto»275.
El
entrelazamiento de estas múltiples contradicciones provoca una anarquía
sangrienta, con el «derrumbe de toda autoridad y de toda estructura
institucional», con la explosión de una salvaje violencia de abajo a arriba
cuyos protagonistas en primer lugar son los millones de soldados desertores o
desbandados y con «una brutalidad y militarización general en los
comportamientos sociales y las prácticas políticas»276. Es «una
brutalidad sin posibles puntos de comparación con la conocida por las
sociedades occidentales»277.
Para
comprender esta tragedia, es necesario tener en cuenta «el proceso de extensión
de la violencia social desde las zonas de violencia militar», la “contaminación
de la retaguardia por obra de la violencia ejercida por los
soldados-campesinos-desertores apartados de la disciplina militar», por los
millones de desertores del ejército ruso en descomposición», la creciente
labilidad de los «límites entre fren-te y retaguardia, entre esfera civil y
militar». En conclusión:
«la violencia de las zonas militares
se propaga por todas par-tes» y la sociedad en su conjunto no solamente cae en
el caos y la anarquía, sino que acaba siendo presa de una «brutalidad inaudita»278.
Se
trata por lo tanto de comenzar por la primera guerra mundial y la crisis y
disgregación del ejército ruso. Es más, conviene quizás retroceder aún más. La
carga excepcional de violencia que se cierne sobre la Rusia del siglo veinte se
explica a la luz de dos fenómenos: «la gran jacquerie del otoño de 1917», que
venía de siglos atrás y que precisamente por esto libera una violencia ciega e
indiscriminada contra la propiedad, la morada y la vida misma de los
propietarios, aparte de un fortísimo resentimiento contra la ciudad como tal.
El segundo proceso es «la disgregación del ejército zarista, el ejército más
numeroso de la historia, compuesto por un 95% de campesinos».
La
opresión, explotación y humillación de una masa inabarcable de campesinos por
obra de una reducida élite aristocrática, que se considera extraña respecto a
su propio pueblo, considerado como una raza diferente e inferior, eran
precursores de una catástrofe de proporciones inauditas. Todavía más cuando en
el conflicto social interviene, para intensificarlo aún más, la Primera guerra
mundial, donde cotidianamente los oficiales nobles ejercitan un poder
literalmente sobre la vida y la muerte de los siervos-soldados: no por caso, a
los primeros síntomas de crisis se intenta mantener la disciplina en el frente
y retaguardia recurriendo incluso a la artillería. El derrumbe del antiguo
régimen es el momento de la revancha y la venganza cultivadas y enterradas
durante siglos. Lo reconoce autocríticamente el príncipe G. E. L'Vov: «la
venganza de los siervos de la gleba» era un ajuste de cuentas con aquellos que
se habían negado durante siglos a «tratar a los campesinos como personas en vez
de perros»279.
Por
desgracia, precisamente porque se trataba de venganza, ésta asumía formas no
solo salvajes sino también puramente destructivas: «obreros y soldados
borrachos vagaban a miles por las ciudades, saqueando almacenes y tiendas,
irrumpiendo en los domicilios, pegando y robando a los paseantes». Todavía peor
es lo que ocurría en los campos: «destacamentos enteros de desertores se
dispersaban por los campos cercanos al frente y se dedicaban al bandolerismo».
La agitación conjunta de soldados en desbandada y campesinos aviva en Rusia un
incendio devastador no sólo bajo la bandera de la jacquerie se incendian las
casas señoriales y a menudo se asesina a sus propietarios sino también del
luddismo se destruye la maquinaria agrícola que en años anteriores había
reducido la demanda de trabajo asalariado y del vandalismo se destruye y
ensucia «todo lo que podía oler demasiado a riqueza: pinturas, libros y
esculturas». Sí, «los campesinos devastaron residencias señoriales, iglesias,
escuelas. Hicieron arder bibliotecas y destrozaron obras de arte inestimables»280.
____________
(267)
Marx, Engels 1955-89), vol. 12, p. 682.
(268)
En Werth 2001), p. 50.
(269)
Ibid, pp. 53, 59-60 y 74-5.
(270)
Schmid 1974), pp. 17 y 293.
(271)
Kerensky 1989), p. 415.
(272)
Figes 2000), p. 399; Werth 2007a), p. 27.
(273)
Figes 2000), p. 481.
(274)
Figes 2000), p. 463.
(275)
Ibid, pp. 63, 52-3 y 55.
(276)
Ibid, pp. 53 y 51.
(277)
Ibid, p. XV.
(278)
Ibid, pp. 27 y 37-8.
(279)
Figes 2000), p. 448.
(280)
Ibid, pp. 407, 507, 447 y 486.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.