sábado, 6 de septiembre de 2025

Stalin

Stalin. Historia y Crítica de una Leyenda Negra

(19)

Domenico Losurdo 

ENTRE EL SIGLO VEINTE Y LAS RAÍCES HISTÓRICAS PREVIAS, ENTRE HISTORIA DEL MARXISMO E HISTORIA DE RUSIA: LOS ORÍGENES DEL "ESTALINISMO" 

Una catástrofe anunciada

Hasta ahora nos hemos concentrado en el entrelazamiento entre contradicciones ideológicas, políticas y militares del proceso revolucionario, por un lado, y conflictos internacionales, por el otro. Pero el conjunto no estaría completo si no se hiciese también intervenir la dimensión de la larga duración histórica en la historia de Rusia. La aproximación de la catástrofe había sido advertida por observadores de las más diversas ideologías bastante antes de 1917 e incluso bastante antes de la formación del partido bolchevique. En 1811, desde la ciudad de San Petersburgo, todavía sacudida por la revuelta campesina encabezada por Pugachov analfabeto aunque dotado de gran intuición política y sofocada con dificultad algunos decenios antes, Joseph de Maistre expresaba la preocupación porque pudiese estallar una nueva revolución de tipo «europeo», dirigida esta vez por una clase intelectual de extracción o sentimientos populares; por un «Pugachov de la Universidad». En comparación, los acontecimientos vividos en Francia parecerían un mero juego de niños: «no hay palabras para expresar lo que podría temerse».

Hagamos un salto de aproximadamente medio siglo. Una profecía todavía más ajustada a la realidad —de hecho sorprendente por su lucidez— se puede leer en un artículo sobre Rusia publicado por Marx en el periódico americano New York Daily Tribune del 17 de enero de 1859: si la nobleza continúa oponiéndose a la emancipación de los campesinos, estallará una gran revolución; de ella surgirá un «régimen de terror de los siervos de la gleba semiasiáticos, sin precedentes en la historia»267.

Inmediatamente después de la revolución de 1905 será el mismo primer ministro, Serge Witte, el que subraye la insostenibilidad de la situación existente en Rusia, y el que ponga en guardia al zar contra el peligro representado por el bunt, la revuelta campesina:

No puede bloquearse el progreso de la humanidad en marcha. Si no es gracias a la reforma, la idea de la libertad humana triunfará mediante la revolución. Pero en éste último caso nacerá de las cenizas de mil años de desastres. El bunt ruso, ciego y despiadado, barrerá con todo a su paso, reduci-rá todo a cenizas [...]. Los horrores del bunt ruso superarán todo aquello que la historia ha conocido.268

Por lo demás, es el mismo Witte el que se ve implicado en la represión feroz con la que es afrontada la revolución de 1905 y las jacqueries a menudo salvajes que la acompañan: el ministro de interior P. N. Dournovo ordena «a los gobernadores que "procedan a la ejecución inmediata" de los subversivos, al incendio y destrucción de los pueblos de los que han surgido los tumultos»; se suceden múltiples «tribunales militares», «represalias colectivas», escuadrones de la muerte, pogromos contra los judíos, acusados de alimentar la subversión. Es una situación que se prolonga hasta el estallido de la guerra. Es precisamente el ministro de Interior el que advierte: «La revolución bajo su forma más extrema y una anarquía irreversible serán los únicos resultados previsibles de un desgraciado conflicto con el Káiser»269. Y esto es lo que se produce exactamente. Veamos cuál es el cuadro de conjunto que presenta una Rusia en las vísperas de la llegada al poder de los bolcheviques. Ha entrado ya en crisis el mito de un país felizmente encaminado por la vía del liberalismo y de la democracia tras el derrumbe de la autocracia. Es un mito cultivado en su momento por Churchill que, como justificación de su política de intervención acusa a los bolcheviques, alimentados por el «oro alemán», de haber derrocado por la fuerza la «República rusa» y el «parlamento ruso»270. Sería fácil acusar al estadista inglés de hipocresía: él sabía bien que entre febrero y octubre Londres había apoyado regularmente los intentos de golpe de Estado destinados a restaurar a la autocracia zarista o a proponer una dictadura militar. Es el mismo Kerensky el que subraya que «los gobiernos de Francia e Inglaterra aprovecharon toda ocasión para sabotear al gobierno provisional» ruso271. Y, sin embargo, en su exilio estadounidense el líder menchevique continúa cultivando el mito hasta el último momento, acusando a los bolcheviques de doble traición: a la patria y a la «recién nacida democracia rusa».

Si a partir del final de la Segunda guerra mundial y el surgimiento de la URSS como superpotencia la acusación de traición a la nación se hace obsoleta —Kerensky es uno de los pocos líderes mencheviques derrotados que la mantiene—, es todavía hoy un lugar común hablar de traición bolchevique a la democracia rusa, con su culminación en el terror estaliniano. Pero este lugar común no resiste ningún análisis histórico. No se trata solamente de la obstinación de los dirigentes surgidos de las jornadas de febrero en primer lugar el mismo Kerensky en perseverar en una carnicería que la gran mayo-ría de la población está decidida a terminar: línea política que puede ser llevada adelante sólo mediante el puño de hierro y el terror en el frente y la retaguardia. Ni tampoco los recurrentes intentos de instaurar una dictadura militar nada ajenos a Churchill. Hay mucho más: «La idea de que Febrero haya sido una "revolución incruenta" y que la violencia de las masas no estallara hasta Octubre, ha sido un mito liberal»: se trata de uno de los mitos más tenaces sobre 1917, «que ya ha perdido toda credibilidad»272. Observemos el desarrollo real de los acontecimientos: «Los insurgentes se tomaron una terrible venganza sobre los funcionarios del antiguo régimen. Se dio caza a los policías para lincharlos y asesinarlos sin piedad». En San Petersburgo «en pocos días el número de muertos alcanzó los 1.500 aproximadamente», con el linchamiento a menudo feroz de los representantes más odiados del antiguo régimen; «la violencia más grave fue la perpetrada por los marineros de Kronstadt, que mutilaron y asesinaron a cientos de oficiales». Los que se amotinan son reclutas jovencísimos: a éstos «no se les aplicaban los reglamentos disciplinarios normales», y los oficiales aprovechaban para tratarlos «con una brutalidad todavía más sádica de lo habitual»; de ahí que se desencadenase la venganza con una «ferocidad inaudita»273.

La situación se precipita ulteriormente en septiembre, tras el intento de golpe de Estado del general Lavr Kornílov: aumentan las ejecuciones populares y los asesinatos que acompañan a una «violencia inaudita». Sí, «los oficiales eran torturados ojos y lenguas arrancados, orejas cortadas, clavos en el acolchado de las chaquetas y mutilados antes de ser ejecutados, colgados cabeza abajo, empalados. Según el general Brusílov, gran número de jóvenes oficiales se suicidó para escapar a una muerte horrible». Por otro lado, «los métodos para asesinar a los superiores eran tan brutales los subordinados llegaban a cortar los miembros y los genitales de la víctima, o a desollarla viva, que no podía reprochárseles el suicidio»274. Por lo demás, la furia estaba ya presente antes de octubre, y «en las resoluciones de los Soviets, entonces ampliamente dominados por los socialistas revolucionarios [eseristas], se estigmatizaba como "enemigos del pueblo trabajador a los capitalistas sedientos de sangre, burgueses que chupan la sangre del pueblo"».

Por otro lado, «la crisis del comercio entre campo y ciudad, bastante anterior a la conquista del poder por parte de los bolcheviques», crea un nuevo y agudo foco de violencia. En la situación trágica que se ha creado tras la catástrofe de la guerra, con el descenso de la producción agrícola y el acaparamiento de los escasos recursos alimenticios disponibles, la supervivencia de los habitantes de las ciudades pasa a través de medidas bastante radicales: antes de la Revolución de octubre un ministro que además es «economista liberal reconocido» se pronuncia a favor del recurso, en caso de fracasar los incentivos de mercado, a la requisación mediante «la fuerza armada»; el hecho es que «la práctica de las requisaciones» es común a «todos los partidos en conflicto»275.

El entrelazamiento de estas múltiples contradicciones provoca una anarquía sangrienta, con el «derrumbe de toda autoridad y de toda estructura institucional», con la explosión de una salvaje violencia de abajo a arriba cuyos protagonistas en primer lugar son los millones de soldados desertores o desbandados y con «una brutalidad y militarización general en los comportamientos sociales y las prácticas políticas»276. Es «una brutalidad sin posibles puntos de comparación con la conocida por las sociedades occidentales»277.

Para comprender esta tragedia, es necesario tener en cuenta «el proceso de extensión de la violencia social desde las zonas de violencia militar», la “contaminación de la retaguardia por obra de la violencia ejercida por los soldados-campesinos-desertores apartados de la disciplina militar», por los millones de desertores del ejército ruso en descomposición», la creciente labilidad de los «límites entre fren-te y retaguardia, entre esfera civil y militar». En conclusión:

«la violencia de las zonas militares se propaga por todas par-tes» y la sociedad en su conjunto no solamente cae en el caos y la anarquía, sino que acaba siendo presa de una «brutalidad inaudita»278.

Se trata por lo tanto de comenzar por la primera guerra mundial y la crisis y disgregación del ejército ruso. Es más, conviene quizás retroceder aún más. La carga excepcional de violencia que se cierne sobre la Rusia del siglo veinte se explica a la luz de dos fenómenos: «la gran jacquerie del otoño de 1917», que venía de siglos atrás y que precisamente por esto libera una violencia ciega e indiscriminada contra la propiedad, la morada y la vida misma de los propietarios, aparte de un fortísimo resentimiento contra la ciudad como tal. El segundo proceso es «la disgregación del ejército zarista, el ejército más numeroso de la historia, compuesto por un 95% de campesinos».

La opresión, explotación y humillación de una masa inabarcable de campesinos por obra de una reducida élite aristocrática, que se considera extraña respecto a su propio pueblo, considerado como una raza diferente e inferior, eran precursores de una catástrofe de proporciones inauditas. Todavía más cuando en el conflicto social interviene, para intensificarlo aún más, la Primera guerra mundial, donde cotidianamente los oficiales nobles ejercitan un poder literalmente sobre la vida y la muerte de los siervos-soldados: no por caso, a los primeros síntomas de crisis se intenta mantener la disciplina en el frente y retaguardia recurriendo incluso a la artillería. El derrumbe del antiguo régimen es el momento de la revancha y la venganza cultivadas y enterradas durante siglos. Lo reconoce autocríticamente el príncipe G. E. L'Vov: «la venganza de los siervos de la gleba» era un ajuste de cuentas con aquellos que se habían negado durante siglos a «tratar a los campesinos como personas en vez de perros»279.

Por desgracia, precisamente porque se trataba de venganza, ésta asumía formas no solo salvajes sino también puramente destructivas: «obreros y soldados borrachos vagaban a miles por las ciudades, saqueando almacenes y tiendas, irrumpiendo en los domicilios, pegando y robando a los paseantes». Todavía peor es lo que ocurría en los campos: «destacamentos enteros de desertores se dispersaban por los campos cercanos al frente y se dedicaban al bandolerismo». La agitación conjunta de soldados en desbandada y campesinos aviva en Rusia un incendio devastador no sólo bajo la bandera de la jacquerie se incendian las casas señoriales y a menudo se asesina a sus propietarios sino también del luddismo se destruye la maquinaria agrícola que en años anteriores había reducido la demanda de trabajo asalariado y del vandalismo se destruye y ensucia «todo lo que podía oler demasiado a riqueza: pinturas, libros y esculturas». Sí, «los campesinos devastaron residencias señoriales, iglesias, escuelas. Hicieron arder bibliotecas y destrozaron obras de arte inestimables»280.

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(267) Marx, Engels 1955-89), vol. 12, p. 682.

(268) En Werth 2001), p. 50.

(269) Ibid, pp. 53, 59-60 y 74-5.

(270) Schmid 1974), pp. 17 y 293.

(271) Kerensky 1989), p. 415.

(272) Figes 2000), p. 399; Werth 2007a), p. 27.

(273) Figes 2000), p. 481.

(274) Figes 2000), p. 463.

(275) Ibid, pp. 63, 52-3 y 55.

(276) Ibid, pp. 53 y 51.

(277) Ibid, p. XV.

(278) Ibid, pp. 27 y 37-8.

(279) Figes 2000), p. 448.

(280) Ibid, pp. 407, 507, 447 y 486.


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