Nota:
El artículo que sigue a continuación (cuya segunda parte publicamos ahora), es un esfuerzo por comprender materialistamente la personalidad ideológica, política e histórica de José Stalin. No es necesario estar de acuerdo con todas sus afirmaciones para entender que su tesis central, la excepcionalidad de Stalin en la historia de la humanidad (construcción de la primera sociedad socialista de la historia), es una verdad que solo la ignorancia más supina de los hechos o, en su defecto, la más severa estulticia puede negar. Sin embargo, tenemos un par de observaciones al artículo. La primera se refiere a la masacre de Katyn (Polonia). Ya Ella Rule, militante del Partido Comunista de Gran Bretaña (marxista-leninista), demostró con pruebas testimoniales, exámenes grafológicos e investigaciones de patólogos, que la mencionada masacre fue ejecutada por los nazis. La segunda se refiere a la afirmación final del artículo: “… los seres humanos tanto pueden, llevados por inconfesables motivaciones, aportarle a la humanidad grandes bienes como, movidos por los mejores y los más bellos ideales imaginables hacer germinar los más espantosos de los males.” Aplicada a Stalin, precisamente como se hace en el artículo que comentamos, esa afirmación, expresada así en general, abstractamente, no es convincente: ¿en qué consisten “los más espantosos de los males” resultantes de la conducción de Stalin? Solo en tres cosas: 1) los excesos en la represión durante la necesaria represión a los contrarrevolucionarios; 2) al no contar con antecedente histórico alguno que ilustrara omnicomprensivamente sobre la lucha de clases en el socialismo, no haber caído en cuenta de que era necesario movilizar lo más ampliamente posible a la masas populares a fin de modificar las circunstancias y educar a los hombres que modifican las circunstancias en el sentido de transformar su concepción del mundo, avanzar en la lucha contra la burguesía, en la prevención del revisionismo, en la consolidación de la dictadura del proletariado, en la lucha por la realización del comunismo; 3) en cierto dogmatismo. Tan difícil era resolver el problema de la continuación de la revolución bajo la primera experiencia de dictadura del proletariado estable, que, incluso seis años después del XX Congreso del PCUS, los comunistas chinos, con Mao a la cabeza, escribían que “Después de la eliminación de las clases no se debió continuar subrayando la agudización de la lucha de clases…” (“Acerca de la experiencia histórica de la dictadura del proletariado”), es decir, sostenían que las clases habían sido eliminadas en la URSS. Además, no compartimos tampoco afirmaciones como las siguientes: “[Lenin] dio un audaz golpe de estado y se entronizó en el poder, pero es innegable que hacia el final de su vida ya no tenía un programa político inequívoco y que, con tal de mantenerse en su posición de líder supremo (y de la cual era extraordinariamente celoso), estaba dispuesto a llegar a acuerdos con fuerzas sociales retrógradas y a pactar con quien fuera necesario hacerlo, enemigos incluidos. Su famosa Nueva Economía Política es el mejor testimonio de ello”; “Stalin logró lo inconcebible: desplazó a Lenin”; “Se cuenta que, durante su sepelio [de la primera esposa de Stalin], Stalin le confió a un amigo lo siguiente: ‘Con ella se acabaron mis últimas ternuras para con los hombres’” (runrún que no puede tomarse en serio); “Stalin fue implacable. La vieja guardia leninista y el Alto Mando del Ejército Rojo, Katyn y Berlín, los kulaks y la oposición bujarinista, por no citar más que unos cuantos casos, podrían fácilmente testificar al respecto”; “mientras más amor por el género humano lo imbuía, menos compasión tenía por sus congéneres.”
01.01.2024.
Comité de Redacción.
Stalin: El Incomprendido
(Segunda parte)
Alejandro Tomasini Bassols
Yo pienso que, después de lustros de sistemática desfiguración (y, por ende, incomprensión) histórica ha llegado el momento de hacerle un poco de justicia a Stalin. Para ello, lo primero que hay que hacer es desligarlo de Lenin, quien a final de cuentas le sirvió como catalizador y canal para su propio desempeño político. Lenin, lo sabemos, dio un audaz golpe de estado y se entronizó en el poder, pero es innegable que hacia el final de su vida ya no tenía un programa político inequívoco y que, con tal de mantenerse en su posición de líder supremo (y de la cual era extraordinariamente celoso), estaba dispuesto a llegar a acuerdos con fuerzas sociales retrógradas y a pactar con quien fuera necesario hacerlo, enemigos incluidos. Su famosa Nueva Economía Política es el mejor testimonio de ello. Pero se topó con Stalin, quien venía con otra trayectoria, esto es, una trayectoria de contacto directo con los obreros reales y no nada más con la figura teórica del explotado, con la policía real pisándole los talones y no cómodamente organizando desde Suiza la sublevación. Y Stalin logró lo inconcebible: desplazó a Lenin y al poco tiempo, y sin mayores trabajos, a Trotsky. Se produjo entonces un corte en la historia de Rusia, y en verdad del mundo, porque lo que con Stalin ya al frente del gobierno como líder indiscutido se inició fue algo completamente nuevo, ni más ni menos que la invención y la construcción de la Unión Soviética. Por ello, dan ganas de decir: “A Lenin lo que es de Lenin, a Stalin el socialismo real”. Así, eso que pasó a la historia como ‘Unión Soviética’ es la gran creación de José Stalin. En este sentido, tal vez sólo Alejandro sea comparable a él. Lo que Stalin forjó, en efecto, y a un costo –es cierto– gigantesco, fue una cultura que no tenía precedentes, un sistema totalmente nuevo de relaciones de propiedad y humanas, una nueva concepción del hombre, un arte nuevo y todo ello, ¡oh paradoja!, en nombre precisamente de Lenin: estadios Lenin, avenidas Lenin, montañas Lenin, metro Lenin, museos Lenin, escuelas Lenin, etc. No es a otro sino a Stalin a quien Lenin debe su transformación en semidiós. Así, pues, el primer gran logro de magnitudes seculares que se le puede atribuir a Stalin fue la creación de la primera gran sociedad socialista de la historia. Desde mi perspectiva, la civilización soviética fue un sueño de la historia, un sueño que en mi opinión alcanzó su zenit en 1935, que fue (dicho sea de paso) cuando el filósofo más grande de todos los tiempos, Ludwig Wittgenstein, pasó tres meses en lo que ya para entonces era un pujante país. Y el segundo gran logro histórico de Stalin, uno que no le rebate ni el más reaccionario de los torys, es el de haber derrotado al ejército más poderoso de la época: la Wermacht hitleriana. A mí me parece incuestionable que ser creador de una cultura nueva y derrotar a un enemigo de la talla de Adolfo Hitler es haberse hecho acreedor a un puesto singular, único, en la historia de la humanidad.
La vida personal de Stalin fue tan fascinante como su vida pública. Particularmente impresionante resultan su modestia, su total indiferencia frente al lucro, el glamour y demás productos de sociedades parasitarias y desiguales. Tuvo dos esposas, una de ellas, la primera, una mujer de una rara belleza que lo adoró apasionadamente. Murió de tifo, durante la guerra civil, después de dos años de casados. Se cuenta que, durante su sepelio, Stalin le confió a un amigo lo siguiente: “Con ella se acabaron mis últimas ternuras para con los hombres”. La segunda esposa, y esto último está ahora plenamente acreditado, se suicidó en el Kremlin, después de una tormentosa cena con amigos. O sea, contrariamente a lo que siempre se insinuó, es ya un hecho establecido que no fue Stalin quien la mató. Se sabe, además, que este lamentable desenlace le resultó a Stalin sumamente doloroso. Tuvo dos hijos y, el gran amor de su vida, una hija, Svietlana Alliluyeva (autora, por cierto, de un conmovedor y muy recomendable librito intitulado ‘Veinte cartas a un amigo’). Winston Churchill, probablemente el representante más decidido de todo lo opuesto al stalinismo, cuenta en sus memorias cómo, durante su primer viaje a Moscú (a donde llegó vestido de overol), después de las conversaciones con Stalin éste invitó a la delegación inglesa a su parte residencial en el Kremlin. Churchill narra cómo de pronto apareció Svietlana, una niña todavía. Se vivía entonces uno de los peores períodos de la Gran Guerra Patria. Stalin abrazó a su hijita de un modo tal que Churchill no pudo más que ofrecer en su libro una lectura sorprendentemente tierna de la escena. Ni mucho menos era, pues, Stalin el hombre desprovisto de afectos, filiales o maritales, que nos han pintado. Lo que sí es un hecho es que, por fuerte que fuera su amor filial, nunca lo antepuso a los supremos intereses históricos que lo animaban. Por eso, y con gran dolor (hay testimonios de ello) nunca accedió a intercambiar a su hijo, oficial del Ejército Rojo hecho prisionero por los alemanes, por oficiales germanos. Es, si no me equivoco, en relación con este triste acontecimiento que profirió su famosa tautología, tan llena de sentido: “La guerra es la guerra”.
Una faceta particularmente brillante de la personalidad de Stalin es la del diplomático. Puede sostenerse que, si su gran creación finalmente se derrumbó, ello no se debió a “dificultades intrínsecas” al sistema, sino a situaciones imprevisibles e imposibles de controlar por él. En este punto, me parece importante trazar una cierta distinción, no reconocida generalmente por nadie. El dirigente de Alemania Oriental, Eric Honnecker, profirió alguna vez una frase impactante. Dijo: “La Unión Soviética dejó de existir por una traición llamada Perestroika”. Creo que en un sentido tenía razón, pero en otro, más profundo, no. Lo que quiero decir es lo siguiente: la genuina Unión Soviética, la verdadera construcción de Stalin, murió el 22 de junio de 1941 cuando, sin declaración de guerra, de la manera más artera posible y violentando un pacto de no agresión firmado tan sólo un par de años antes, fue alevosamente invadida por tres millones de soldados y todo su territorio occidental, desde Bielorrusia hasta Moscú y de Estonia hasta el Caúcaso, literalmente arrasado. El país de Stalin sufrió entonces una profunda transformación y rápidamente se convirtió en otra cosa, i.e., en un sistema esencialmente burocrático y policíaco. Pero dicha transformación ya no tuvo su origen ni en el sistema mismo ni en Stalin. El gran aniquilador de la obra de Stalin (por lo cual importantes historiadores ingleses, como David Irving, lo reivindican cada vez con más fuerza) fue, a pesar de su derrota militar, Adolfo Hitler. Deberíamos, por lo tanto, hablar no de una sino de dos “Uniones Soviéticas”: la que Stalin construyó y que duró hasta la Segunda Guerra Mundial y la que sobrevivió hasta la rendición de Michail S. Gorbachov. Mientras vivió, antes y después de la brutal e históricamente torpe agresión nazi, Stalin supo defender su creación como un padre a su hijo: obligó a los mandamases del Imperio Británico a reconocer oficialmente a la Unión Soviética, llevó a Hitler a buscar un tratado de no agresión (lo cual le dio todavía dos años de respiro), recuperó tierras ancestralmente ligadas al imperio del zar (los Países Bálticos y Finlandia), impulsó la labor internacional por la paz, propició el triunfo de Mao, sin el cual China muy probablemente sería hoy una gigantesca colonia maquiladora y bananera (recuérdese tan sólo la guerra de los boxers, de principios del siglo pasado) e impuso un sistema cuyos valores palpitan todavía en la mente de millones de personas, dentro y fuera de lo que fue su país, y que lo seguirán haciendo. Todo eso es una construcción que sólo ingenieros sociales muy avezados estarían en posición de elaborar.
Sería absurdo negar que bajo Stalin y en su nombre se cometieron multitud de tropelías. Hay que decirlo: Stalin fue implacable. La vieja guardia leninista y el Alto Mando del Ejército Rojo, Katyn y Berlín, los kulaks y la oposición bujarinista, por no citar más que unos cuantos casos, podrían fácilmente testificar al respecto. Pero es obvio que limitarse a argumentar desde la perspectiva de las víctimas sería meramente ignorar el fundamental hecho de que lo que se fraguaba en aquel inmenso país era un cierto proyecto histórico, independiente por completo de Stalin, y que él fue poco a poco surgiendo como el elegido para llevarlo a cabo, lo cual puntualmente hizo. El cumplimiento de su misión exigió el sacrificio de mucha gente y ciertamente no me atrevería a minimizar el sufrimiento del pueblo soviético. Sin embargo, también aquí hay matices que es importante no pasar por alto. Muy probablemente (aunque debo decir que nunca he leído nada concreto al respecto), durante sus años de rebelde clandestino o durante la guerra civil como comisario al mando de ejércitos, Stalin personalmente habrá ejecutado a más de un enemigo. Ya en el poder, nunca. Ciertamente eliminó a la oposición, interna y externa, mediante complejos mecanismos burocráticos para los cuales obtuvo siempre el apoyo (y las firmas) de los otros miembros del grupo en el poder. Pero esto nos lleva de regreso a sus condiciones reales de existencia: era en ellas en donde él tenía que actuar y esas condiciones eran de vida odiosa, terrible, de lucha sin cuartel. Ese era el medio en el que él se movía. Nada más absurdo, por lo tanto, que esperar o exigir de alguien así actitudes de predicador. Stalin fue exitoso en situaciones de infierno, en las que nunca quisiéramos encontrarnos, pero lo que debería repugnarnos más que su conducta son las condiciones mismas, el hecho de que los humanos sean susceptibles de conformar situaciones como esas, en las que la gente tiene que actuar en forma inhumana para sobrevivir y para realizarse. Cuando se sabe cómo se tomaban las decisiones y sobre todo cómo se implementaban, se llega a entender que no había muchas alternativas. Por ello, sostengo que es sólo cuando se tiene presente el panorama real que la crítica a Stalin (o a cualquier otro hombre de historia) es digna de ser tomada en cuenta. La pregunta que siempre se debe uno hacer es: si yo me hubiera encontrado en la situación de Stalin y hubiera tenido que enfrentar los dilemas y las encrucijadas que él enfrentó ¿cómo habría procedido? Si alguien, conociendo los detalles del caso, presenta vías de conducta diferentes y realistas, entonces su crítica a Stalin, o a cualquier otro de los grandes conquistadores de la historia, puede ser valiosa y habrá de ser atendida. De lo contrario, se estará de regreso a la visión hollywoodense del asunto y ésta, huelga decirlo, no nos interesa.
Hay un sentido en el que la figura de Stalin es profunda y paradójicamente trágica. Ninguna de sus grandes biografías, pero en especial la (para mi gusto) mejor, esto es, la del almirante neozelandés y gran sovietólogo británico, Ian Grey, permiten dudas al respecto. Stalin no era un hombre que pasara su existencia en pos de beneficios personales, alguien que quisiera “disfrutar la existencia”, “pasarla bien”, elevar sus niveles de consumo, mejorar su “calidad de vida”, etc. No. Independientemente de que estemos de acuerdo con él o no y del balance final que hagamos de su actuación, no hay más remedio que admitir que Stalin era de esos extraños hombres que trabajan para el mundo, para la humanidad, que dedican su vida a luchar en contra de la humillante desigualdad social, de la degradante hambruna, de la miseria humana. Y es aquí que surge lo trágico de su destino, pues mientras más se esforzaba él en ello, más terrible resultaba su lucha; mientras más bienestar quería promover, más coherente en la dureza se hacía; mientras más amor por el género humano lo imbuía, menos compasión tenía por sus congéneres. Eso es tragedia de dimensiones homéricas. Confieso que no sé qué lección extraer de la vida de José Stalin.
Tal vez debamos contentarnos con la banal constatación de que los seres humanos tanto pueden, llevados por inconfesables motivaciones, aportarle a la humanidad grandes bienes como, movidos por los mejores y los más bellos ideales imaginables hacer germinar los más espantosos de los males.
5 de marzo de 2001.
Stalin. Historia y Crítica de Una Leyenda Negra
(12)
Domenico
Losurdo
El asesinato de Kírov:
¿complot del poder o terrorismo?
El grupo dirigente que asume
el poder en octubre de 1917 se muestra desde el comienzo profundamente dividido
acerca de las cuestiones más importantes de la política interna e
internacional. Apenas contenida mientras Lenin está en activo, tal fractura se
hace irremediable una vez desaparecido el líder carismático. ¿Se mantiene
limitado el choque al ámbito político-ideológico?
Ya han pasado los tiempos en
los que, en relación al caso de Sergei M. Kírov dirigente de primerísima línea
del PCUS asesinado a tiros frente a la puerta de su oficina por un joven
comunista, Leonid Nikolaev, el 1 de diciembre de 1934 en Leningrado, se podía
escribir que «no hay ninguna duda ya sobre el hecho de que el asesinato haya
sido organizado por Stalin y realizado por sus agentes de policía». La versión
y las insinuaciones contenidas en el Informe secreto habían suscitado una
patente perplejidad ya a mediados de los años noventa181. Pero ahora
disponemos del trabajo de una investigadora rusa, publicada también en francés
en una colección dirigida por Stéphane Courtois y Nicolás Werth, esto es, los
editores del Libro negro del comunismo. Estamos por lo tanto en presencia de un
trabajo que se presenta con credenciales antiestalinistas más que probadas; y
sin embargo, pese a negar que tras el asesinato hubiese una amplia
conspiración, destroza la versión contenida o sugerida en el Informe secreto al
XX Congreso del PCUS. La narración de Kruschov se revela como mínimo «inexacta»
ya sólo a partir de una serie de detalles; por otro lado, su autor «sabía que
necesitaba argumentos de peso para provocar un shock psicológico en los
seguidores del "padrecito de los pueblos"»; de hecho, la tesis del
«complot de Stalin contra Kírov respondía admirablemente a esta necesidad»182.
Las relaciones reales de
colaboración y amistad establecidas entre el líder y su colaborador emergen con
claridad del retrato que la investigadora rusa traza acerca de Kírov:
Este
hombre abierto no amaba ni la intriga, ni la mentira, ni el engaño. Stalin tuvo
que apreciar estos rasgos de carácter que fueron la base de sus relaciones.
Según los testimonios de sus contemporáneos, Kírov era en efecto capaz de
hacerle objeciones a Stalin, de atravesar su espíritu suspicaz y su tosquedad.
Stalin lo entusiasmaba sinceramente y confiaba en él. Apasionado de la pesca y
la caza, enviaba a menudo a Moscú pescado fresco y caza mayor. Stalin tenía tal
confianza en Kírov, que le invitó varias veces a ir a la sauna con él,
"honor" que él otorgaba a un sólo mortal, el general Vlassik, jefe de
su guardia personal.183
Hasta el final, nada
interviene para turbar esta relación, como se confirma en las investigaciones
de otro historiador ruso: de los archivos no surge ningún elemento que apunte
hacia una divergencia política o una rivalidad entre los dos. Aún más ridícula
es esta tesis por el hecho de que Kírov participa sólo ocasionalmente «en la actividad
del más alto órgano de poder del partido», el Politburó, concentrándose más
bien en la administración de Leningrado.184
Pero, si «la idea de una
rivalidad que opusiese Kírov a Stalin no se apoya en nada», da que pensar la
reacción de Trotsky:
El
cambio hacia la derecha en la política exterior e interior no podía sino
alarmar a los elementos del proletariado con una mayor consciencia de clase
[...]. También la juventud se ve golpeada por una profunda inquietud, sobre
todo la parte que vive cerca de la burocracia y observa su arbitrariedad, sus
privilegios y su abuso de poder. En esta atmósfera sofocante detonó el disparo
de arma de fuego de Nikolaev [...]. Es extremadamente probable que él quisiese
protestar contra el régimen existente en el partido, contra la
incontrolabilidad de la burocracia o contra el viraje a la derecha.
Transparente es la simpatía
o la comprensión hacia el perpetrador y explícitos el desprecio y el odio
reservados a Kírov. Lejos de compadecerlo como víctima del dictador del Kremlin,
Trotsky lo etiqueta como el «dictador hábil y sin escrúpulos de Leningrado,
personalidad típica de su corporación»185. Y más in crescendo:
«Kírov, sátrapa brutal, no suscita en nosotros compasión alguna»186—
La víctima es un individuo contra el que crecía desde hacía un tiempo la cólera
de los revolucionarios:
Quienes
recurren al nuevo terror no son ni las viejas clases dominantes ni los kulaks.
Los terroristas de los últimos años son reclutados exclusivamente en la
juventud soviética, en las filas de la organización juvenil comunista y del
partido187.
Al menos en este momento
—entre 1935 y 1936— no se habla en modo alguno del atentado contra Kírov en
términos de montaje. Sí, se afirma que todo ello puede ser instrumentalizado
por la «burocracia en su conjunto», pero se subraya al mismo tiempo, no sin
complacencia, que «cada burócrata tiembla frente al terror» proveniente de
abajo188. Si también se ven privados de la «experiencia de la lucha
de clases y de la revolución», estos jóvenes inclinados a «colocarse en la
ilegalidad, a aprender a combatir y templarse para el porvenir» constituyen un
motivo de esperanza.189 Trotsky apela a la juventud soviética, que
ya comienza a sembrar el miedo entre los miembros de la casta dominante,
llamándola a una nueva revolución que presiente cercana. El régimen burocrático
ha desencadenado «la lucha contra la juventud», como ya denuncia en el título
de uno de los párrafos centrales de La revolución traicionada. Ahora los
oprimidos derrocarán a los opresores:
Cualquier
partido revolucionario encuentra sobre todo apoyo en la joven generación de la
clase ascendente. La senilidad política se expresa en la pérdida de la
capacidad para arrastrar a la juventud [...]. Los mencheviques se apoyan en los
estratos superiores y más maduros de la clase obrera, no sin encontrar en ello
motivos de orgullo y no sin mirar por encima del hombro a los bolcheviques. Los
acontecimientos mostraron despiadadamente su error: en el momento decisivo, los
jóvenes arrastraron a los hombres maduros e incluso a los viejos190.
Es una dialéctica destinada
a repetirse. Por inmaduras que puedan ser las formas que esta asuma
inicialmente, la revuelta contra la opresión siempre tiene un valor positivo.
Después de haber reafirmado su desprecio y odio hacia Kírov, Trotsky añade:
Permanecemos
neutrales frente a aquél que lo ha asesinado solamente porque ignoramos sus
móviles. Si supiésemos que Nikolaev ha golpeado intencionadamente en un intento
de vengar a los obreros cuyos derechos pisoteaba Kírov, nuestras simpatías
irían sin reservas para el terrorista. Como los «terroristas irlandeses» o de
otros países, también los terroristas «rusos» merecen respeto191
Inicialmente, las
investigaciones de las autoridades se dirigen hacia los «Guardias blancos». De
hecho, en París estos círculos estaban bien organizados: habían conseguido
efectuar «cierto número de atentados en territorio soviético». En Belgrado
actuaban círculos parecidos: la revista mensual que publicaban especificaba, en
el número de noviembre de 1934, que con el fin de «derrocar a los dirigentes
del país de los soviets» convenía «utilizar el arma del atentado terrorista».
Entre los dirigentes a eliminar figuraba precisamente Kírov. Y sin embargo,
estas investigaciones no llevan a resultados; las autoridades soviéticas
comienzan entonces a mirar hacia la oposición de izquierdas.192
Como hemos visto, quien
avala la nueva pista es Trotsky, que no se limita a subrayar la ebullición
revolucionaria de la juventud soviética sino que aclara además que quienes
recurren a la violencia no son y no pueden ser clases definitivamente
derrotadas y por tanto ya próximas al abandono:
La
historia del terrorismo individual en la URSS caracteriza fuertemente las
etapas de la evolución general del país. Al alba del poder de los Soviets, los
Blancos y los socialistas-revolucionarios organizan atentados terroristas en
una atmósfera de guerra civil. Cuando las viejas clases propietarias han
perdido toda esperanza de restauración, el terrorismo cesa. Los atentados de
los kulaks, que se han prolongado hasta los últimos tiempos, han tenido un
carácter local; completaban una guerrilla contra el régimen. El terrorismo más reciente
no se apoya ni en las viejas clases dirigentes ni en los campesinos ricos. Los
terroristas de la última generación se reclutan exclusivamente en la juventud
soviética, entre los jóvenes comunistas y en el partido, a menudo también entre
los hijos de los dirigentes.
Si las viejas clases
despachadas antes por la Revolución de octubre y después con la colectivización
de la agricultura se han resignado, no ocurre lo mismo respecto al
proletariado, protagonista de la revolución y momentáneamente bloqueado y
oprimido por la burocracia estalinista. Es esta última la que debe temblar: el
atentado contra Kírov y la difusión del terrorismo entre la juventud soviética
son el síntoma del aislamiento y de la «hostilidad» que rodean y alcanzan a los
usurpadores del poder soviético.
Es
cierto, Trotsky se apresura a precisar que el terrorismo individual no es
realmente eficaz. Pero se trata de una precisión no del todo convincente y,
quizás, no del todo convencida. Mientras, en las condiciones en las que se
encuentra la URSS, se trata de un fenómeno inevitable: «El terrorismo es la
trágica realización del bonapartismo»193. Además, si tampoco es
capaz de resolver el problema, «el terrorismo individual tiene sin embargo la
mayor importancia como síntoma, por cuanto caracteriza la dureza del
antagonismo entre la burocracia y las vastas masas populares, más concretamente
entre los jóvenes». En todo caso se va incrementando la masa crítica para una
«explosión», es decir para un «cataclismo político», destinado a infligir al «régimen
estalinista» una suerte análoga a la sufrida por el régimen «en cuya cúspide se
encontraba Nicolás II»194.
__________
(181)
Thurston 1996), pp. 20-3.
(182)
Kirilina 1995), pp. 223 y 239.
(183)
Ibid, p. 193.
(184)
Chlevnjuk 1998), pp. 365-6.
(185)
Ibid, p. 986 = Trotsky, 1968, p. 263).
(186)
Trotsky 1967), p. 75.
(187)
Trotsky 1988), p. 655
(188)
Ibid.
(189)
Ibid, p. 854 = Trotsky, 1968, p. 149).
(190)
Ibid, p. 851 = Trotsky, 1968, p. 146).
(191)
Trotsky 1967), p. 75
(192)
Kirilina 1995), pp. 67-70.
(193)
Ibid, p. 655.
(194)
Ibid, pp. 856-61 = Trotsky, 1968, pp. 152-5).
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