Nota:
El artículo que sigue a continuación (y que publicaremos en
dos partes), es un esfuerzo por comprender materialistamente la personalidad
ideológica, política e histórica de José Stalin. No es necesario estar de
acuerdo con todas sus afirmaciones para entender que su tesis central, la
excepcionalidad de Stalin en la historia de la humanidad (construcción de la
primera sociedad socialista de la historia), es una verdad que solo la
ignorancia más supina de los hechos o, en su defecto, la más severa estulticia puede
negar. Sin embargo, tenemos un par de observaciones al artículo. La primera se
refiere a la masacre de Katyn (Polonia). Ya Ella Rule, militante del Partido
Comunista de Gran Bretaña (marxista-leninista), demostró con pruebas
testimoniales, exámenes grafológicos e investigaciones de patólogos, que la
mencionada masacre fue ejecutada por los nazis. La segunda se refiere a la
afirmación final del artículo: “… los seres humanos tanto pueden, llevados por
inconfesables motivaciones, aportarle a la humanidad grandes bienes como,
movidos por los mejores y los más bellos ideales imaginables hacer germinar los
más espantosos de los males.” Aplicada a Stalin, precisamente como se hace en
el artículo que comentamos, esa afirmación, expresada así en general, abstractamente,
no es convincente: ¿en qué consisten “los más espantosos de los males”
resultantes de la conducción de Stalin? Solo en tres cosas: 1) los excesos en
la represión durante la necesaria represión a los contrarrevolucionarios; 2) al
no contar con antecedente histórico alguno que ilustrara omnicomprensivamente
sobre la lucha de clases en el socialismo, no haber caído en cuenta de que era
necesario movilizar lo más ampliamente posible a la masas populares a fin de
modificar las circunstancias y educar a los hombres que modifican las
circunstancias en el sentido de transformar su concepción del mundo, avanzar en
la lucha contra la burguesía, en la prevención del revisionismo, en la
consolidación de la dictadura del proletariado, en la lucha por la realización
del comunismo; 3) en cierto dogmatismo. Tan difícil era resolver el problema de
la continuación de la revolución bajo la primera experiencia de dictadura del
proletariado estable, que, incluso seis años después del XX Congreso del PCUS,
los comunistas chinos, con Mao a la cabeza, escribían que “Después de la
eliminación de las clases no se debió continuar subrayando la agudización de
las clases…” (“Acerca de la experiencia histórica de la dictadura del
proletariado”), es decir, sostenían que las clases habían sido eliminadas en la
URSS. Además, no compartimos tampoco afirmaciones como las siguientes: “[Lenin]
estaba dispuesto a llegar a acuerdos con fuerzas sociales retrógradas y a
pactar con quien fuera necesario hacerlo, enemigos incluidos. Su famosa Nueva
Economía Política es el mejor testimonio de ello”; “Stalin logró lo
inconcebible: desplazó a Lenin”; “Se cuenta que, durante su sepelio [de la
primera esposa de Stalin], Stalin le confió a un amigo lo siguiente: ‘Con ella
se acabaron mis últimas ternuras para con los hombres’” (runrún que no puede
tomarse en serio); “Stalin fue implacable. La vieja guardia leninista y el Alto
Mando del Ejército Rojo, Katyn y Berlín, los kulaks y la oposición bujarinista,
por no citar más que unos cuantos casos, podrían fácilmente testificar al
respecto”.
01.01.2025.
Comité de Redacción.
Stalin: El Incomprendido
(Primera parte)
Alejandro Tomasini Bassols
Hoy, hace 48 años, murió el estadista más decisivo del siglo XX: José Visariónovich Dhugashvili, mejor conocido como “el de hierro”, esto es, Stalin. Quisiera dedicarle unas cuantas palabras.
Como prácticamente todo mundo, yo también padecí lo que podríamos llamar la “versión hollywoodense” (si es de divulgación) o churchilliana (si es política) de Stalin, es decir, la visión distorsionada y superficial de un villano todopoderoso, semiignorante, sediento de sangre y culpable de toda clase de crímenes en contra no sólo de su pueblo, sino de la humanidad. Lo grave de caricaturas como esa no es la “crítica moral” subyacente (que ciertamente no son los gobiernos norteamericano o británico los más autorizados para emitir), sino la descarada deformación de la historia que implica. En este punto, es menester percatarse del sutil y ambiguo rol que juegan en las reconstrucciones históricas y para nuestra comprensión del pasado el espacio y el tiempo. Nosotros, para bien o para mal, pertenecemos a la zona de influencia de la cultura anglosajona, a cuyos intelectuales les correspondió, después del triunfo, escribir la primera versión de la Segunda Guerra Mundial, de los hechos que a ella condujeron y de sus implicaciones. Difícilmente habríamos podido sustraernos a la influencia de las interpretaciones y los puntos de vista de los vencedores. Por otra parte, es innegable que el tiempo juega un papel curioso en la gestación de nuestras tomas de posición, dependiendo de cuán cercano o alejado nos resulte un personaje o un evento particular. Así, y no sin razón, admiramos la labor colonizadora de algunos de los grandes conquistadores del pasado. No hay más que poner los pies en el Medio Oriente para sentir la grandeza de Alejandro, echarle un vistazo a La Guerra de las Galias para entender qué clase de hombre superior era César o hacer un recorrido por Europa Central para captar el genio del general Bonaparte. Todo ello y más es factible en parte al menos porque discurrimos sobre seres extraviados ya para nosotros en el flujo de la vida. En cambio, si nos topamos con un personaje de características semejantes y de esas mismas magnitudes sólo que, por así decirlo, palpable o tangible, la actitud histórica de veneración hacia los héroes del pasado automáticamente se transmuta en su opuesto. Es, en efecto, altamente probable que hasta el más fanático de los admiradores de Alejandro o de César, de haber sido testigo de la destrucción de Persépolis o de haber presenciado alguno de los feroces asaltos de las legiones romanas, en lugar de admiración lo que sentiría sería repulsión y rechazo. Hay, pues, un elemento de contingencia temporal del cual es preciso desprenderse si queremos tratar de llegar a lo que sería la apreciación más objetiva posible en historia. Es ese enfoque atemporal e “ingeográfico” que quisiera adoptar aquí para hablar de Stalin.
Tomo como punto de partida un principio existencialista: el hombre actúa siempre “en situación”. Por consiguiente, si queremos comprender el fenómeno Stalin, lo primero que tenemos que preguntarnos es: ¿cuál fue el contexto social de ese hombre, es decir, qué mundo le tocó a él vivir? La respuesta, en unas cuantas palabras, es básicamente la siguiente: la horrenda realidad del zarismo, la protesta espontánea y desprotegida frente a la miseria y la injusticia, la vida en la clandestinidad, el destierro y la permanente y agobiante labor política, las abrumadoras desgracias personales, la paciente labor constructiva de organización, la infausta guerra civil, la lucha encarnizada por la orientación del nuevo país y la destrucción de la oposición, los terribles y agotadores procesos de nacionalización de la tierra e industrialización a marchas forzadas, las grandes purgas de infiltrados, espías y enemigos potenciales, las colosales tensiones del frente diplomático, la más cruenta guerra de todos los tiempos y la necesaria expansión hacia Occidente. En términos humanos, el espectáculo del cual José Stalin fue testigo es el de alrededor de 60 millones de muertos.
En circunstancias como estas, lo que sólo a un débil mental o a un hipócrita demagogo se le podría ocurrir sería culpar o acusar en forma descontextualizada a un individuo por desenvolverse exitosamente en condiciones tan poco envidiables. Por eso, lo que ya es hora de entender es que, en el fondo, lo horroroso de la vida de Stalin no es su actuación o su persona, sino las circunstancias en las que tuvo que desempeñarse. Pero es más que evidente que Stalin no creó su contexto histórico más de lo que crea el suyo cualquier individuo, hombre o mujer, por insignificante que sea. Aunque sinceramente lo dudo, si se le hubiera preguntado él quizá habría preferido haber nacido entre pañales de seda, como descendiente del duque de Marlborough, y no en la humilde choza de una campesina inculta y de un zapatero alcohólico y golpeador. Pero no tuvo esa “fortuna”, no fue ese su sino. De ahí que lo fantástico de la vida de Stalin sea precisamente que fue un hombre exitoso, un triunfador total, en un contexto particularmente tenebroso, desde luego no elegido por él, un mundo en el que todos sistemática y fatalmente fracasaban y caían. No olvidemos que desde los 16 años Stalin se enfrentó a toda clase de autoridad hostil, de policías siniestros, de políticos intrigantes, de militares depravados y crueles y, en general, de rivales que no esperaban otra cosa que un fauxpas de su parte, el más leve error, para decapitarlo. Que quede claro de una vez por todas: sus adversarios no fueron nunca inocentes párvulos, abnegadas monjitas o moralistas desinteresados, sino gente capaz, con posibilidades y dispuesta a todo con tal de desplazarlo. El problema es que no pudieron porque, y aquí el parangón con Fidel Castro es inevitable, Stalin simplemente se volvió indispensable, insustituible: quien sabía tanto de producción de trigo como de producción de cañones, de ingeniería civil como de las perfidias de la diplomacia internacional, era Stalin. Por ello, dejando de lado preferencias políticas, me parece que hasta el más acérrimo de sus enemigos o detractores (que con toda seguridad habría estrepitosamente fallado allí donde él salió vencedor), si fuera honesto habría de reconocer que estamos hablando de un hombre de estado con quienes muy pocos, en el millón de años que tiene el homo sapiens, podrían equipararse en carácter, astucia y congruencia política.
¿Por qué pudo Stalin convertirse en irremplazable y salir
airoso en esa peligrosa selva política que era el Politburó del Comité Central
del Partido Comunista de la Unión Soviética? No por casualidad ni porque sus “colegas”
le hubieran de buena gana concedido tal privilegio! La verdad es que las
cualidades de nuestro personaje son tan obvias que resulta hasta trivial
mencionarlas. En primer lugar, era un hombre valiente. No conozco a nadie
todavía que se atreviera a escaparse completamente solo de lo que eran las
prisiones zaristas del norte de Siberia y a caminar cientos de kilómetros por
la estepa helada con no otro fin que el de reincorporarse a la lucha social. En
segundo lugar, Stalin tenía grandes dotes de organizador: congregaciones
estudiantiles, células de sabotaje, grupos de resistencia obrera, corporaciones
partidistas, órganos de represión, redes diplomáticas, etc., todas esas formas
(y muchas más) de acción coordinada se beneficiaron de su destreza. En tercer
lugar, Stalin era un hombre con genuinos ideales políticos. Es evidente hasta
para el más despreciable de sus denostadores y calumniadores que ni en sus
peores momentos hubiera sido posible “comprar” a Stalin. Éste pertenecía a esa
minúscula familia de humanos formidables que, independientemente de sus convicciones,
no están dispuestos a hacer concesiones, no transigen, no negocian, no
claudican. Así son los serios y los puros y Stalin era uno de ellos. En cuarto
lugar, Stalin era, en el marco de una perspectiva particular y asumida
conscientemente, un hombre de teoría. Su célebre ensayo sobre las
nacionalidades no ha sido en lo esencial superado, sus consideraciones de
materialismo histórico son siempre ilustrativas y, aunque limitadas, sus
especulaciones sobre las relaciones entre el lenguaje y el pensamiento son
magníficas. Evidentemente no era, en el sentido más purista y estrecho de la
expresión, un “académico” (pero ¿qué académico podría organizar un plan
quinquenal, dirigir el contraataque en Stalingrado o conducir las negociaciones
con Churchill en Teherán?). Yo de todos modos estoy convencido de que era un
hombre que, a los 60 años, hubiera podido impartir en las mejores universidades
del mundo y mejor que nadie una cátedra que hubiera podido llamarse “Sobre la
vida”. Empero, si bien podía enseñar, y mucho, no era esa su función. La de él
era mandar y construir y eso es algo que, como argumentaré en breve, dejó en
claro que sabía hacer.
Stalin. Historia y Crítica de Una Leyenda Negra
(11)
Domenico
Losurdo
«No más distinciones entre
tuyo y mío»: la disolución de la familia
Junto al imperialismo y el
capitalismo, la Revolución de octubre estaba llamada a acabar también con la
opresión de la mujer. Para hacer posible su participación con los mismos
derechos en la vida política y social, era necesario liberarla, gracias al desarrollo
lo más amplio posible de los servicios sociales, de la reclusión doméstica y de
una división del trabajo que la humillaba y embrutecía; después la crítica de
la moral tradicional y su doble rasero habría hecho posible garantizar también
a la mujer una emancipación sexual hasta ese momento reservada, aunque de
manera parcial y distorsionada, al hombre. ¿Tras estas grandes transformaciones
habría seguido teniendo sentido la institución de la familia o estaba destinada
a disolverse? Alexandra Kollontai no tiene dudas: «la familia ya no es
necesaria». Mientras tanto ésta estaba en crisis por la completa libertad,
espontaneidad y «fluidez» que caracterizarían a partir de entonces a las
relaciones sexuales. Además de estar en declive, la familia parecía superflua:
«la educación de los hijos pasa gradualmente a manos de la sociedad». Por otra
parte, no había que dejarse llevar por lamentaciones: la familia era un lugar
privilegiado para el cultivo del egoísmo, fomentando también el apego a la
propiedad privada.
En conclusión: «La madre
trabajadora socialmente consciente se alzará hasta el punto de no hacer más
distinción entre tuyo y mío, y por tanto hasta recordar que sólo existen
nuestros hijos, los hijos de la Rusia comunista de los trabajadores». Se trata de
ideas duramente criticadas por el grupo dirigente bolchevique en su conjunto.
En especial, interviniendo en 1923, Trotsky señala sabiamente que tal visión
ignoraba «la responsabilidad del padre y de la madre hacia el hijo»,
estimulando así el abandono del niño y por tanto agravando un flagelo de por sí
bastante difundido en el Moscú de aquellos años160. Y, sin embargo,
en una forma u otra tales ideas «continuaban siendo bastante populares en los
círculos del partido»161. Contra ellas, todavía a comienzos de los
años treinta, se ve obligado a enfrentarse un estrecho colaborador de Stalin,
Kaganovich. Demos la palabra a su biógrafo:
Pese
a adherirse completamente al principio de la liberación de la mujer, Kaganovich
se enfrentó con vehemencia contra las posiciones extremistas, que solicitaban
la liquidación de las cocinas individuales y defendían una convivencia forzada
en comunas. Sabsovich, uno de los planificadores de izquierda, había incluso
propuesto suprimir todo espacio de convivencia común entre marido y mujer, a
excepción de un pequeño dormitorio para la noche. Había impulsado la idea de
grandes edificios con estructura de panal, albergando a 2.000 personas con
todos los servicios en común, todo para estimular el «espíritu comunitario» y
suprimir la institución de la familia burguesa.162
Pero la actitud de
Kaganovich y de Stalin suscita la dura crítica de Trotsky, a la sazón líder de
la oposición:
«El
culto totalmente reciente de la familia soviética no cae del cielo. Los
privilegios que no se pueden legar a los hijos pierden la mitad de su valor.
Ahora, el derecho de dejar herencia es inseparable del de propiedad»163
Por lo tanto, la
recuperación de la institución de la familia y el rechazo de las comunas,
destinadas a absorberla y disolverla remitía a la defensa del derecho de
transmisión hereditaria y el derecho de propiedad, y asumía por consiguiente un
claro significado contrarrevolucionario. Y de hecho, por una «coincidencia
providencial» —ironiza Trotsky— «la solemne rehabilitación de la familia» tiene
lugar en el mismo momento en que retorna con honores el dinero; «la familia
renace al mismo tiempo en que se afirma el rol educativo del rublo»164.
La consagración de la fidelidad conyugal va a la par de la consagración de la
propiedad privada: por decirlo en términos religiosos, «el quinto mandamiento
vuelve a ponerse en vigor de manera simultánea al séptimo, sin invocación a la
autoridad divina, de momento»165— En realidad, esta invocación ya se
perfila en el horizonte. Al intervenir sobre el proyecto de Constitución de
1936, Stalin polemiza contra aquellos que querían «prohibir la celebración de
las ceremonias religiosas» y «privar de sus derechos electorales a los
sacerdotes»166. De nuevo Trotsky interviene para denunciar este
inadmisible repliegue respecto a los proyectos iniciales de liberación
definitiva de la sociedad de los yugos de la superstición: «El asalto al cielo ha
acabado [...]. Preocupada por su buena reputación, la burocracia ha ordenado a
los jóvenes ateos deponer las armas y ponerse a leer. No es sino el comienzo.
Un régimen de neutralidad irónica se instituye poco a poco respecto a la
religión»167. Junto a la familia y al derecho de herencia y
propiedad, no se podía sino volver al marxiano opio del pueblo.
Tras este nuevo capítulo de
la requisitoria contra la "traición", está la dialéctica que ya
conocemos. Acabando con la familia burguesa, con sus mezquinos intereses, sus
inveterados prejuicios y sus leyes muertas, la revolución habría abierto
también un espacio reservado exclusivamente al amor, a la libertad y a la
espontaneidad. Y sin embargo...
Es interesante notar que lo
que provocaba la protesta e indignación de Trotsky era todavía la idea de una
reglamentación jurídica de las relaciones familiares:
La
auténtica familia socialista, liberada por la sociedad de los pesados y
humillantes fardos cotidianos, no necesitará ninguna reglamentación y la sola
idea de leyes sobre el divorcio y el aborto no le parecerán mejores que el
recuerdo de las casas de tolerancia o de los sacrificios humanos168.
La condena de la «política
de jefes» o la «transformación del poder en amor»
De este modo, más allá de la
institución de la familia junto a los derechos de herencia y de propiedad y de
la consagración religiosa del poder del jefe de familia y del propietario, la
polémica de Trotsky atañe al problema de la organización jurídica en su
conjunto; el problema del Estado. Se trata de la cuestión central hacia la que
convergen todas las cuestiones particulares antes analizadas: ¿cuándo y bajo
qué modalidades comienza el proceso de extinción del Estado previsto por Marx
después de la superación del capitalismo? El proletariado victorioso —afirma El
Estado y la revolución antes del Octubre bolchevique— «necesita únicamente un
Estado en vías de extinción»; y sin embargo, poniendo en marcha una gigantesca
oleada de nacionalizaciones, el nuevo poder da un impulso sin precedentes a la
extensión del aparato estatal. Por lo tanto, a medida que se procede a la
construcción de la nueva sociedad, Lenin se ve obligado, conscientemente o no,
a tomar cada vez más distancia del anarquismo así como de otras de sus
anteriores opiniones. Para advertirlo con mayor claridad, basta con echar una
ojeada a una importante intervención, Mejor menos, pero mejor, publicada en
Pravda el 4 de marzo de 1923. Enseguida se aprecia la novedad de las consignas:
«mejorar nuestro aparato estatal», dedicarse seriamente a la «construcción del
Estado», «construir un aparato verdaderamente nuevo que merezca realmente el
apelativo de socialista, de soviético», mejorar el «trabajo administrativo», y
hacer todo ello aprendiendo si es preciso de los «mejores modelos de Europa
occidental».169 Ampliar masivamente el aparato estatal y plantearse
con firmeza el problema de su mejora ¿no significa renunciar de hecho al ideal
de la extinción del Estado? Desde luego, la realización de tal ideal puede
remitirse a un futuro bastante lejano, pero mientras, ¿cómo debe gestionarse la
propiedad pública, que ahora ha conocido un[a] enorme ampliación, y cuáles
formas debe asumir el poder en la Rusia soviética en su conjunto? Incluso en El
Estado y la revolución, escrito en el momento en el que más áspera y necesaria
era la denuncia de los regímenes representativos, igualmente responsables de la
masacre, podemos leer que incluso la democracia más desarrollada no puede
carecer de «instituciones representativas»170. Y sin embargo, la
espera por la extinción del Estado continúa alimentando la desconfianza
respecto a la idea de representación precisamente en el momento en el que los
dirigentes de la Rusia soviética multiplican los organismos representativos
como sin duda es el caso de los Soviets, sin rehuir tampoco una representación
de segundo y tercer grado: los Soviets de nivel inferior elegían a sus
delegados para el Soviet de nivel superior. La polémica no tarda en avivarse.
El problema del
restablecimiento del orden y la revitalización del aparato productivo, con el
consiguiente reconocimiento del principio de competencia se plantea también en
las fábricas; de este modo, ya a inicios del nuevo régimen, ambientes sociales
y políticos reluctantes al cambio denuncian la llegada al poder de los
«especialistas burgueses», o de una «nueva burguesía», de nuevo eligen como
blanco de sus críticas a Trotsky, que en aquél momento desempeña un papel
destacado en la dirección del aparato estatal-militar171 Es una
polémica que acaba llegando más allá de Rusia. Es significativa la crítica
dirigida a Gramsci, que celebra el nuevo Estado que está formándose en el país
de la Revolución de octubre y homenajea a los bolcheviques como «una
aristocracia de estadistas» y a Lenin como «el más grande estadista de la
Europa contemporánea»: ellos han sabido poner fin al «oscuro abismo de miseria,
barbarie, anarquía, descomposición» abierto «por una guerra larga y
desastrosa». Pero —objeta un anarquista— «esta apología, llena de lirismo» del
Estado y de la «estadolatría», del «socialismo estatal, autoritario,
legalitario y parlamentarista», está en contradicción con la misma Constitución
soviética, que se compromete con la instauración de un régimen en cuyo seno «no
habrá más división de clases, ni poder del Estado».
No son solamente ambientes y
autores de orientación claramente anarquista los que adoptan una postura
crítica. También exponentes del movimiento comunista internacional expresan
insatisfacción, desilusión y una clara disensión. Demos la palabra a uno de
ellos, Pannekoek, que ya no se reconoce en la acción política de los
bolcheviques: «los funcionarios técnicos y administrativos ejercen en las
fábricas un poder mayor del que debería ser compatible con la evolución
comunista [...]. De los nuevos jefes y funcionarios ha surgido una nueva
burocracia»172. «La burocracia», enfatiza la Plataforma de la
Oposición obrera en Rusia, «es una negación directa de la acción de las masas»;
desgraciadamente, se trata de una «dolencia» que «ya ha invadido las fibras más
íntimas de nuestro partido y de las instituciones soviéticas»173
Más allá de Rusia, tales
críticas se dirigen también y en primer lugar a Occidente: apelan a acabar «con
el sistema representativo burgués, con el parlamentarismo»174. Más
que la dictadura bolchevique, se condena el principio de representatividad: sí,
«es cualquier otro el que decide vuestro destino, esta es la esencia de la
burocracia»175.
La degeneración de la Rusia
soviética reside en el hecho de que quien asume un cargo determinado es una
persona concreta: en las fábricas, como en cualquier nivel, a la «dirección
colectiva» la está sustituyendo la «dirección individual», que «es un producto
de la concepción individualista de la clase burguesa» y expresa
«fundamentalmente una voluntad del hombre ilimitada, libre y aislada, disociada
de la colectividad»176. Más que una «política de masas»
(Massenpolitik), la Tercera Internacional también «lleva a cabo una política de
jefes» (Führerpolitik). Como se ve, la acusación de traición a los ideales
originarios, más que dirigirse contra el abuso de poder, carga contra los
órganos del poder, fundados en la distinción/oposición entre gobernados y
gobernantes, entre jefes y masas, entre dirigentes y dirigidos, fundados en la
exclusión de la acción directa o «política de masas». Si los Soviets no se
libran de la desconfianza, igualmente explícito es el desprecio hacia el
Parlamento, los sindicatos y los partidos, incluido quizás el partido comunista
basado también en el principio de representatividad y, por lo tanto, afectado
por el virus de la burocracia. En última instancia, más que los órganos de
poder, es el mismo poder en cuanto tal el que recibe las críticas. «Es la
maldición del movimiento obrero: apenas consigue cierto "poder", intenta
incrementarlo con medios carentes de principios». De ese modo deja de ser
«puro»: es lo que ocurrió con la socialdemocracia alemana, y es lo que ocurre
también con la Tercera internacional177.
En este contexto puede
situarse al joven Bloch, quien desde la revolución y los Soviets, aparte de la
superación de la economía, el espíritu mercantil y el mismo dinero, espera
también la «transformación del poder en amor»178. Si el filósofo
alemán, al pulir la segunda edición de Espíritu de la utopía eliminando estos
fragmentos y proposiciones desiderativas, toma distancia de los aspectos más
claramente mesiánicos de su pensamiento, no son pocos —en la Rusia soviética y
en el exterior— los comunistas que gritan escandalizados, en definitiva a causa
del ausente milagro de la «transformación del poder en amor».
En los primeros años de vida
de la Rusia soviética, más que Stalin, la polémica "anti burocrática"
implica en primer lugar a Lenin y al mismo Trotsky, incluido entre los más
destacados «defensores y cruzados de la burocracia». La situación cambia
sensiblemente en los años siguientes. Antes aún que por los contenidos, la
sanción de la Constitución de 1936 representa un cambio radical por el hecho
mismo de romper con las representaciones anarcoides, tenazmente apegadas al
ideal de la extinción del Estado y en base a las cuáles «el derecho es el opio
del pueblo» y «la idea de Constitución es una idea burguesa». En palabras de Stalin
la Constitución de 1936 «no se contenta con fijar los derechos formales de los
ciudadanos, sino que desplaza el centro de gravedad sobre la garantía de estos
derechos, sobre los medios necesarios para el ejercicio de estos derechos». Si
también es insuficiente y no constituye tampoco el aspecto esencial, la
garantía «formal» de los derechos no parece ser aquí irrelevante. Stalin
subraya con aprobación el hecho de que la nueva Constitución «ha asegurado la
aplicación del sufragio universal, directo e igual, con el secreto de voto».
Pero precisamente sobre este punto interviene la crítica de Trotsky: en la
sociedad burguesa el secreto de voto sirve para «sustraer a los explotados de
la intimidación de los explotadores»; la reaparición de esta institución en la
sociedad soviética es la confirmación de que también en la URSS el pueblo debe
defenderse de la intimidación, si no de una auténtica clase explotadora, en
todo caso de una burocracia.
A aquellos que exigían que
se recomenzase a afrontar el problema de la extinción del Estado, Stalin
respondía en 1938 invitando a no transformar las enseñanzas de Marx y Engels en
un dogma y una vacua escolástica; el retraso en la realización del ideal se explicaba
por el permanente asedio capitalista. ¡Y sin embargo, al enumerar las funciones
del Estado socialista, aparte de aquellas tradicionales, como la defensa contra
el enemigo de clase en el plano interior e internacional, Stalin llamaba la
atención sobre una «tercera función, es decir, el trabajo de organización
económica y el trabajo cultural y educativo de los órganos de nuestro Estado»,
un trabajo destinado al «fin de desarrollar los gérmenes de la nueva economía
socialista, y de reeducar a los hombres en el espíritu del socialismo». Era un
punto sobre el que el informe al XVIII Congreso del PCUS insistía con fuerza:
«Ahora la tarea fundamental de nuestro Estado, dentro del país, consiste en un
trabajo pacífico de organización económica, en un trabajo cultural y
educativo». La teorización de esta «tercera función» era ya de por sí una
novedad esencial. Pero Stalin iba más allá, al declarar: «La función de la
represión ha sido sustituida por la función de salvaguarda de la propiedad
socialista de los ladrones y de aquellos que derrochen el patrimonio del
pueblo»179.
Desde luego, se trataba de
una declaración más bien problemática, es más, mistificadora: desde luego no
reflejaba correctamente la situación de la URSS en 1939, donde arreciaba el
terror y se dilataba monstruosamente el Gulag. Pero aquí nos estamos ocupando
de otro aspecto: ¿es válida, y hasta qué punto, la tesis de la extinción del
Estado? «Se conservará entre nosotros el Estado también durante el comunismo?
Sí, se conservará, si no es liquidado el acoso capitalista, si no se elimina el
peligro de agresiones armadas del exterior»180. Por tanto, la
realización del comunismo en la Unión Soviética o en determinado conjunto de
países habría conllevado el definitivo declive de la primera función del Estado
socialista la salvaguarda del peligro de contrarrevolución en el ámbito
interno, aunque no de la segunda la protección contra las amenazas externas
que, en presencia de potentes países capitalistas, habría continuado siendo
vital incluso «en un período comunista». ¿Pero por qué al derrumbe del acoso
capitalista y al declinar de la segunda función tendría que seguirles también
el ocaso de la «tercera función», es decir, el «trabajo de organización
económica» y «cultural», por no decir la «salvaguarda de la propiedad
socialista de los ladrones y aquellos que derrochen el patrimonio del pueblo»?
No hay duda de que Stalin revela incertidumbres y contradicciones, estimuladas
probablemente también por la necesidad política de moverse con cautela sobre un
terreno minado, donde todo pequeño desvío respecto a la clásica tesis de la
extinción del Estado lo exponía a la acusación de traición.
__________
(160)
En Carr 1968-69), vol. 1, p. 32.
(161)
Ibid, pp. 30-1.
(162)
Marcucci 1997), p. 143.
(163)
Trotsky 1988), p. 957 = Trotsky, 1968, p. 232).
(164)
Ibid, pp. 843-4 = Trotsky, 1968, pp. 139-40).
(165)
Ibid, p. 846 = Trotsky, 1968, p. 142).
(166)
Stalin 1971-73), vol. 14, p. 87 = Stalin, 1952, p. 641).
(167)
Trotsky 1988), p. 846 = Trotsky, 1968, p. 142).
(168)
Ibid, p. 850 = Trotsky, 1968, pp. 144-5).
(169)
Lenin 1955-70), vol. 25, p. 380 y vol. 33, pp. 445-50.
(170)
Lenin 1955-70), vol. 25, p. 400.
(171)
Figes 2000), pp. 878-80.
(172)
Pannekoek 1970), pp. 273-4.
(173)
En Kollontai 1976), pp. 240-1.
(174)
Gorter 1920), p. 37.
(175)
En Kollontai 1976), p. 242.
(176)
Ibid, pp. 199-200.
(177)
Ibid, p. 33.
(178)
En Losurdo 1997), cap. iv, § 10.
(179)
Stalin 1971-73), vol. 14, p. 229 = Stalin, 1952, pp. 724-5).
(180)
Ibid. = Stalin, 1952, p. 725).
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