jueves, 2 de enero de 2025

Stalin

Nota:


El artículo que sigue a continuación (y que publicaremos en dos partes), es un esfuerzo por comprender materialistamente la personalidad ideológica, política e histórica de José Stalin. No es necesario estar de acuerdo con todas sus afirmaciones para entender que su tesis central, la excepcionalidad de Stalin en la historia de la humanidad (construcción de la primera sociedad socialista de la historia), es una verdad que solo la ignorancia más supina de los hechos o, en su defecto, la más severa estulticia puede negar. Sin embargo, tenemos un par de observaciones al artículo. La primera se refiere a la masacre de Katyn (Polonia). Ya Ella Rule, militante del Partido Comunista de Gran Bretaña (marxista-leninista), demostró con pruebas testimoniales, exámenes grafológicos e investigaciones de patólogos, que la mencionada masacre fue ejecutada por los nazis. La segunda se refiere a la afirmación final del artículo: “… los seres humanos tanto pueden, llevados por inconfesables motivaciones, aportarle a la humanidad grandes bienes como, movidos por los mejores y los más bellos ideales imaginables hacer germinar los más espantosos de los males.” Aplicada a Stalin, precisamente como se hace en el artículo que comentamos, esa afirmación, expresada así en general, abstractamente, no es convincente: ¿en qué consisten “los más espantosos de los males” resultantes de la conducción de Stalin? Solo en tres cosas: 1) los excesos en la represión durante la necesaria represión a los contrarrevolucionarios; 2) al no contar con antecedente histórico alguno que ilustrara omnicomprensivamente sobre la lucha de clases en el socialismo, no haber caído en cuenta de que era necesario movilizar lo más ampliamente posible a la masas populares a fin de modificar las circunstancias y educar a los hombres que modifican las circunstancias en el sentido de transformar su concepción del mundo, avanzar en la lucha contra la burguesía, en la prevención del revisionismo, en la consolidación de la dictadura del proletariado, en la lucha por la realización del comunismo; 3) en cierto dogmatismo. Tan difícil era resolver el problema de la continuación de la revolución bajo la primera experiencia de dictadura del proletariado estable, que, incluso seis años después del XX Congreso del PCUS, los comunistas chinos, con Mao a la cabeza, escribían que “Después de la eliminación de las clases no se debió continuar subrayando la agudización de las clases…” (“Acerca de la experiencia histórica de la dictadura del proletariado”), es decir, sostenían que las clases habían sido eliminadas en la URSS. Además, no compartimos tampoco afirmaciones como las siguientes: “[Lenin] estaba dispuesto a llegar a acuerdos con fuerzas sociales retrógradas y a pactar con quien fuera necesario hacerlo, enemigos incluidos. Su famosa Nueva Economía Política es el mejor testimonio de ello”; “Stalin logró lo inconcebible: desplazó a Lenin”; “Se cuenta que, durante su sepelio [de la primera esposa de Stalin], Stalin le confió a un amigo lo siguiente: ‘Con ella se acabaron mis últimas ternuras para con los hombres’” (runrún que no puede tomarse en serio); “Stalin fue implacable. La vieja guardia leninista y el Alto Mando del Ejército Rojo, Katyn y Berlín, los kulaks y la oposición bujarinista, por no citar más que unos cuantos casos, podrían fácilmente testificar al respecto”.

 

01.01.2025.

Comité de Redacción.

 

 

Stalin: El Incomprendido 

(Primera parte) 

Alejandro Tomasini Bassols 

Hoy, hace 48 años, murió el estadista más decisivo del siglo XX: José Visariónovich Dhugashvili, mejor conocido como “el de hierro”, esto es, Stalin. Quisiera dedicarle unas cuantas palabras. 

Como prácticamente todo mundo, yo también padecí lo que podríamos llamar la “versión hollywoodense” (si es de divulgación) o churchilliana (si es política) de Stalin, es decir, la visión distorsionada y superficial de un villano todopoderoso, semiignorante, sediento de sangre y culpable de toda clase de crímenes en contra no sólo de su pueblo, sino de la humanidad. Lo grave de caricaturas como esa no es la “crítica moral” subyacente (que ciertamente no son los gobiernos norteamericano o británico los más autorizados para emitir), sino la descarada deformación de la historia que implica. En este punto, es menester percatarse del sutil y ambiguo rol que juegan en las reconstrucciones históricas y para nuestra comprensión del pasado el espacio y el tiempo. Nosotros, para bien o para mal, pertenecemos a la zona de influencia de la cultura anglosajona, a cuyos intelectuales les correspondió, después del triunfo, escribir la primera versión de la Segunda Guerra Mundial, de los hechos que a ella condujeron y de sus implicaciones. Difícilmente habríamos podido sustraernos a la influencia de las interpretaciones y los puntos de vista de los vencedores. Por otra parte, es innegable que el tiempo juega un papel curioso en la gestación de nuestras tomas de posición, dependiendo de cuán cercano o alejado nos resulte un personaje o un evento particular. Así, y no sin razón, admiramos la labor colonizadora de algunos de los grandes conquistadores del pasado. No hay más que poner los pies en el Medio Oriente para sentir la grandeza de Alejandro, echarle un vistazo a La Guerra de las Galias para entender qué clase de hombre superior era César o hacer un recorrido por Europa Central para captar el genio del general Bonaparte. Todo ello y más es factible en parte al menos porque discurrimos sobre seres extraviados ya para nosotros en el flujo de la vida. En cambio, si nos topamos con un personaje de características semejantes y de esas mismas magnitudes sólo que, por así decirlo, palpable o tangible, la actitud histórica de veneración hacia los héroes del pasado automáticamente se transmuta en su opuesto. Es, en efecto, altamente probable que hasta el más fanático de los admiradores de Alejandro o de César, de haber sido testigo de la destrucción de Persépolis o de haber presenciado alguno de los feroces asaltos de las legiones romanas, en lugar de admiración lo que sentiría sería repulsión y rechazo. Hay, pues, un elemento de contingencia temporal del cual es preciso desprenderse si queremos tratar de llegar a lo que sería la apreciación más objetiva posible en historia. Es ese enfoque atemporal e “ingeográfico” que quisiera adoptar aquí para hablar de Stalin. 

Tomo como punto de partida un principio existencialista: el hombre actúa siempre “en situación”. Por consiguiente, si queremos comprender el fenómeno Stalin, lo primero que tenemos que preguntarnos es: ¿cuál fue el contexto social de ese hombre, es decir, qué mundo le tocó a él vivir? La respuesta, en unas cuantas palabras, es básicamente la siguiente: la horrenda realidad del zarismo, la protesta espontánea y desprotegida frente a la miseria y la injusticia, la vida en la clandestinidad, el destierro y la permanente y agobiante labor política, las abrumadoras desgracias personales, la paciente labor constructiva de organización, la infausta guerra civil, la lucha encarnizada por la orientación del nuevo país y la destrucción de la oposición, los terribles y agotadores procesos de nacionalización de la tierra e industrialización a marchas forzadas, las grandes purgas de infiltrados, espías y enemigos potenciales, las colosales tensiones del frente diplomático, la más cruenta guerra de todos los tiempos y la necesaria expansión hacia Occidente. En términos humanos, el espectáculo del cual José Stalin fue testigo es el de alrededor de 60 millones de muertos. 

En circunstancias como estas, lo que sólo a un débil mental o a un hipócrita demagogo se le podría ocurrir sería culpar o acusar en forma descontextualizada a un individuo por desenvolverse exitosamente en condiciones tan poco envidiables. Por eso, lo que ya es hora de entender es que, en el fondo, lo horroroso de la vida de Stalin no es su actuación o su persona, sino las circunstancias en las que tuvo que desempeñarse. Pero es más que evidente que Stalin no creó su contexto histórico más de lo que crea el suyo cualquier individuo, hombre o mujer, por insignificante que sea. Aunque sinceramente lo dudo, si se le hubiera preguntado él quizá habría preferido haber nacido entre pañales de seda, como descendiente del duque de Marlborough, y no en la humilde choza de una campesina inculta y de un zapatero alcohólico y golpeador. Pero no tuvo esa “fortuna”, no fue ese su sino. De ahí que lo fantástico de la vida de Stalin sea precisamente que fue un hombre exitoso, un triunfador total, en un contexto particularmente tenebroso, desde luego no elegido por él, un mundo en el que todos sistemática y fatalmente fracasaban y caían. No olvidemos que desde los 16 años Stalin se enfrentó a toda clase de autoridad hostil, de policías siniestros, de políticos intrigantes, de militares depravados y crueles y, en general, de rivales que no esperaban otra cosa que un fauxpas de su parte, el más leve error, para decapitarlo. Que quede claro de una vez por todas: sus adversarios no fueron nunca inocentes párvulos, abnegadas monjitas o moralistas desinteresados, sino gente capaz, con posibilidades y dispuesta a todo con tal de desplazarlo. El problema es que no pudieron porque, y aquí el parangón con Fidel Castro es inevitable, Stalin simplemente se volvió indispensable, insustituible: quien sabía tanto de producción de trigo como de producción de cañones, de ingeniería civil como de las perfidias de la diplomacia internacional, era Stalin. Por ello, dejando de lado preferencias políticas, me parece que hasta el más acérrimo de sus enemigos o detractores (que con toda seguridad habría estrepitosamente fallado allí donde él salió vencedor), si fuera honesto habría de reconocer que estamos hablando de un hombre de estado con quienes muy pocos, en el millón de años que tiene el homo sapiens, podrían equipararse en carácter, astucia y congruencia política. 

¿Por qué pudo Stalin convertirse en irremplazable y salir airoso en esa peligrosa selva política que era el Politburó del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética? No por casualidad ni porque sus “colegas” le hubieran de buena gana concedido tal privilegio! La verdad es que las cualidades de nuestro personaje son tan obvias que resulta hasta trivial mencionarlas. En primer lugar, era un hombre valiente. No conozco a nadie todavía que se atreviera a escaparse completamente solo de lo que eran las prisiones zaristas del norte de Siberia y a caminar cientos de kilómetros por la estepa helada con no otro fin que el de reincorporarse a la lucha social. En segundo lugar, Stalin tenía grandes dotes de organizador: congregaciones estudiantiles, células de sabotaje, grupos de resistencia obrera, corporaciones partidistas, órganos de represión, redes diplomáticas, etc., todas esas formas (y muchas más) de acción coordinada se beneficiaron de su destreza. En tercer lugar, Stalin era un hombre con genuinos ideales políticos. Es evidente hasta para el más despreciable de sus denostadores y calumniadores que ni en sus peores momentos hubiera sido posible “comprar” a Stalin. Éste pertenecía a esa minúscula familia de humanos formidables que, independientemente de sus convicciones, no están dispuestos a hacer concesiones, no transigen, no negocian, no claudican. Así son los serios y los puros y Stalin era uno de ellos. En cuarto lugar, Stalin era, en el marco de una perspectiva particular y asumida conscientemente, un hombre de teoría. Su célebre ensayo sobre las nacionalidades no ha sido en lo esencial superado, sus consideraciones de materialismo histórico son siempre ilustrativas y, aunque limitadas, sus especulaciones sobre las relaciones entre el lenguaje y el pensamiento son magníficas. Evidentemente no era, en el sentido más purista y estrecho de la expresión, un “académico” (pero ¿qué académico podría organizar un plan quinquenal, dirigir el contraataque en Stalingrado o conducir las negociaciones con Churchill en Teherán?). Yo de todos modos estoy convencido de que era un hombre que, a los 60 años, hubiera podido impartir en las mejores universidades del mundo y mejor que nadie una cátedra que hubiera podido llamarse “Sobre la vida”. Empero, si bien podía enseñar, y mucho, no era esa su función. La de él era mandar y construir y eso es algo que, como argumentaré en breve, dejó en claro que sabía hacer.



Stalin. Historia y Crítica de Una Leyenda Negra

(11)

Domenico Losurdo

«No más distinciones entre tuyo y mío»: la disolución de la familia

Junto al imperialismo y el capitalismo, la Revolución de octubre estaba llamada a acabar también con la opresión de la mujer. Para hacer posible su participación con los mismos derechos en la vida política y social, era necesario liberarla, gracias al desarrollo lo más amplio posible de los servicios sociales, de la reclusión doméstica y de una división del trabajo que la humillaba y embrutecía; después la crítica de la moral tradicional y su doble rasero habría hecho posible garantizar también a la mujer una emancipación sexual hasta ese momento reservada, aunque de manera parcial y distorsionada, al hombre. ¿Tras estas grandes transformaciones habría seguido teniendo sentido la institución de la familia o estaba destinada a disolverse? Alexandra Kollontai no tiene dudas: «la familia ya no es necesaria». Mientras tanto ésta estaba en crisis por la completa libertad, espontaneidad y «fluidez» que caracterizarían a partir de entonces a las relaciones sexuales. Además de estar en declive, la familia parecía superflua: «la educación de los hijos pasa gradualmente a manos de la sociedad». Por otra parte, no había que dejarse llevar por lamentaciones: la familia era un lugar privilegiado para el cultivo del egoísmo, fomentando también el apego a la propiedad privada.

En conclusión: «La madre trabajadora socialmente consciente se alzará hasta el punto de no hacer más distinción entre tuyo y mío, y por tanto hasta recordar que sólo existen nuestros hijos, los hijos de la Rusia comunista de los trabajadores». Se trata de ideas duramente criticadas por el grupo dirigente bolchevique en su conjunto. En especial, interviniendo en 1923, Trotsky señala sabiamente que tal visión ignoraba «la responsabilidad del padre y de la madre hacia el hijo», estimulando así el abandono del niño y por tanto agravando un flagelo de por sí bastante difundido en el Moscú de aquellos años160. Y, sin embargo, en una forma u otra tales ideas «continuaban siendo bastante populares en los círculos del partido»161. Contra ellas, todavía a comienzos de los años treinta, se ve obligado a enfrentarse un estrecho colaborador de Stalin, Kaganovich. Demos la palabra a su biógrafo:

Pese a adherirse completamente al principio de la liberación de la mujer, Kaganovich se enfrentó con vehemencia contra las posiciones extremistas, que solicitaban la liquidación de las cocinas individuales y defendían una convivencia forzada en comunas. Sabsovich, uno de los planificadores de izquierda, había incluso propuesto suprimir todo espacio de convivencia común entre marido y mujer, a excepción de un pequeño dormitorio para la noche. Había impulsado la idea de grandes edificios con estructura de panal, albergando a 2.000 personas con todos los servicios en común, todo para estimular el «espíritu comunitario» y suprimir la institución de la familia burguesa.162

Pero la actitud de Kaganovich y de Stalin suscita la dura crítica de Trotsky, a la sazón líder de la oposición:

«El culto totalmente reciente de la familia soviética no cae del cielo. Los privilegios que no se pueden legar a los hijos pierden la mitad de su valor. Ahora, el derecho de dejar herencia es inseparable del de propiedad»163

Por lo tanto, la recuperación de la institución de la familia y el rechazo de las comunas, destinadas a absorberla y disolverla remitía a la defensa del derecho de transmisión hereditaria y el derecho de propiedad, y asumía por consiguiente un claro significado contrarrevolucionario. Y de hecho, por una «coincidencia providencial» —ironiza Trotsky— «la solemne rehabilitación de la familia» tiene lugar en el mismo momento en que retorna con honores el dinero; «la familia renace al mismo tiempo en que se afirma el rol educativo del rublo»164. La consagración de la fidelidad conyugal va a la par de la consagración de la propiedad privada: por decirlo en términos religiosos, «el quinto mandamiento vuelve a ponerse en vigor de manera simultánea al séptimo, sin invocación a la autoridad divina, de momento»165— En realidad, esta invocación ya se perfila en el horizonte. Al intervenir sobre el proyecto de Constitución de 1936, Stalin polemiza contra aquellos que querían «prohibir la celebración de las ceremonias religiosas» y «privar de sus derechos electorales a los sacerdotes»166. De nuevo Trotsky interviene para denunciar este inadmisible repliegue respecto a los proyectos iniciales de liberación definitiva de la sociedad de los yugos de la superstición: «El asalto al cielo ha acabado [...]. Preocupada por su buena reputación, la burocracia ha ordenado a los jóvenes ateos deponer las armas y ponerse a leer. No es sino el comienzo. Un régimen de neutralidad irónica se instituye poco a poco respecto a la religión»167. Junto a la familia y al derecho de herencia y propiedad, no se podía sino volver al marxiano opio del pueblo.

Tras este nuevo capítulo de la requisitoria contra la "traición", está la dialéctica que ya conocemos. Acabando con la familia burguesa, con sus mezquinos intereses, sus inveterados prejuicios y sus leyes muertas, la revolución habría abierto también un espacio reservado exclusivamente al amor, a la libertad y a la espontaneidad. Y sin embargo...

Es interesante notar que lo que provocaba la protesta e indignación de Trotsky era todavía la idea de una reglamentación jurídica de las relaciones familiares:

La auténtica familia socialista, liberada por la sociedad de los pesados y humillantes fardos cotidianos, no necesitará ninguna reglamentación y la sola idea de leyes sobre el divorcio y el aborto no le parecerán mejores que el recuerdo de las casas de tolerancia o de los sacrificios humanos168.

 

La condena de la «política de jefes» o la «transformación del poder en amor»

De este modo, más allá de la institución de la familia junto a los derechos de herencia y de propiedad y de la consagración religiosa del poder del jefe de familia y del propietario, la polémica de Trotsky atañe al problema de la organización jurídica en su conjunto; el problema del Estado. Se trata de la cuestión central hacia la que convergen todas las cuestiones particulares antes analizadas: ¿cuándo y bajo qué modalidades comienza el proceso de extinción del Estado previsto por Marx después de la superación del capitalismo? El proletariado victorioso —afirma El Estado y la revolución antes del Octubre bolchevique— «necesita únicamente un Estado en vías de extinción»; y sin embargo, poniendo en marcha una gigantesca oleada de nacionalizaciones, el nuevo poder da un impulso sin precedentes a la extensión del aparato estatal. Por lo tanto, a medida que se procede a la construcción de la nueva sociedad, Lenin se ve obligado, conscientemente o no, a tomar cada vez más distancia del anarquismo así como de otras de sus anteriores opiniones. Para advertirlo con mayor claridad, basta con echar una ojeada a una importante intervención, Mejor menos, pero mejor, publicada en Pravda el 4 de marzo de 1923. Enseguida se aprecia la novedad de las consignas: «mejorar nuestro aparato estatal», dedicarse seriamente a la «construcción del Estado», «construir un aparato verdaderamente nuevo que merezca realmente el apelativo de socialista, de soviético», mejorar el «trabajo administrativo», y hacer todo ello aprendiendo si es preciso de los «mejores modelos de Europa occidental».169 Ampliar masivamente el aparato estatal y plantearse con firmeza el problema de su mejora ¿no significa renunciar de hecho al ideal de la extinción del Estado? Desde luego, la realización de tal ideal puede remitirse a un futuro bastante lejano, pero mientras, ¿cómo debe gestionarse la propiedad pública, que ahora ha conocido un[a] enorme ampliación, y cuáles formas debe asumir el poder en la Rusia soviética en su conjunto? Incluso en El Estado y la revolución, escrito en el momento en el que más áspera y necesaria era la denuncia de los regímenes representativos, igualmente responsables de la masacre, podemos leer que incluso la democracia más desarrollada no puede carecer de «instituciones representativas»170. Y sin embargo, la espera por la extinción del Estado continúa alimentando la desconfianza respecto a la idea de representación precisamente en el momento en el que los dirigentes de la Rusia soviética multiplican los organismos representativos como sin duda es el caso de los Soviets, sin rehuir tampoco una representación de segundo y tercer grado: los Soviets de nivel inferior elegían a sus delegados para el Soviet de nivel superior. La polémica no tarda en avivarse.

El problema del restablecimiento del orden y la revitalización del aparato productivo, con el consiguiente reconocimiento del principio de competencia se plantea también en las fábricas; de este modo, ya a inicios del nuevo régimen, ambientes sociales y políticos reluctantes al cambio denuncian la llegada al poder de los «especialistas burgueses», o de una «nueva burguesía», de nuevo eligen como blanco de sus críticas a Trotsky, que en aquél momento desempeña un papel destacado en la dirección del aparato estatal-militar171 Es una polémica que acaba llegando más allá de Rusia. Es significativa la crítica dirigida a Gramsci, que celebra el nuevo Estado que está formándose en el país de la Revolución de octubre y homenajea a los bolcheviques como «una aristocracia de estadistas» y a Lenin como «el más grande estadista de la Europa contemporánea»: ellos han sabido poner fin al «oscuro abismo de miseria, barbarie, anarquía, descomposición» abierto «por una guerra larga y desastrosa». Pero —objeta un anarquista— «esta apología, llena de lirismo» del Estado y de la «estadolatría», del «socialismo estatal, autoritario, legalitario y parlamentarista», está en contradicción con la misma Constitución soviética, que se compromete con la instauración de un régimen en cuyo seno «no habrá más división de clases, ni poder del Estado».

No son solamente ambientes y autores de orientación claramente anarquista los que adoptan una postura crítica. También exponentes del movimiento comunista internacional expresan insatisfacción, desilusión y una clara disensión. Demos la palabra a uno de ellos, Pannekoek, que ya no se reconoce en la acción política de los bolcheviques: «los funcionarios técnicos y administrativos ejercen en las fábricas un poder mayor del que debería ser compatible con la evolución comunista [...]. De los nuevos jefes y funcionarios ha surgido una nueva burocracia»172. «La burocracia», enfatiza la Plataforma de la Oposición obrera en Rusia, «es una negación directa de la acción de las masas»; desgraciadamente, se trata de una «dolencia» que «ya ha invadido las fibras más íntimas de nuestro partido y de las instituciones soviéticas»173

Más allá de Rusia, tales críticas se dirigen también y en primer lugar a Occidente: apelan a acabar «con el sistema representativo burgués, con el parlamentarismo»174. Más que la dictadura bolchevique, se condena el principio de representatividad: sí, «es cualquier otro el que decide vuestro destino, esta es la esencia de la burocracia»175.

La degeneración de la Rusia soviética reside en el hecho de que quien asume un cargo determinado es una persona concreta: en las fábricas, como en cualquier nivel, a la «dirección colectiva» la está sustituyendo la «dirección individual», que «es un producto de la concepción individualista de la clase burguesa» y expresa «fundamentalmente una voluntad del hombre ilimitada, libre y aislada, disociada de la colectividad»176. Más que una «política de masas» (Massenpolitik), la Tercera Internacional también «lleva a cabo una política de jefes» (Führerpolitik). Como se ve, la acusación de traición a los ideales originarios, más que dirigirse contra el abuso de poder, carga contra los órganos del poder, fundados en la distinción/oposición entre gobernados y gobernantes, entre jefes y masas, entre dirigentes y dirigidos, fundados en la exclusión de la acción directa o «política de masas». Si los Soviets no se libran de la desconfianza, igualmente explícito es el desprecio hacia el Parlamento, los sindicatos y los partidos, incluido quizás el partido comunista basado también en el principio de representatividad y, por lo tanto, afectado por el virus de la burocracia. En última instancia, más que los órganos de poder, es el mismo poder en cuanto tal el que recibe las críticas. «Es la maldición del movimiento obrero: apenas consigue cierto "poder", intenta incrementarlo con medios carentes de principios». De ese modo deja de ser «puro»: es lo que ocurrió con la socialdemocracia alemana, y es lo que ocurre también con la Tercera internacional177.

En este contexto puede situarse al joven Bloch, quien desde la revolución y los Soviets, aparte de la superación de la economía, el espíritu mercantil y el mismo dinero, espera también la «transformación del poder en amor»178. Si el filósofo alemán, al pulir la segunda edición de Espíritu de la utopía eliminando estos fragmentos y proposiciones desiderativas, toma distancia de los aspectos más claramente mesiánicos de su pensamiento, no son pocos —en la Rusia soviética y en el exterior— los comunistas que gritan escandalizados, en definitiva a causa del ausente milagro de la «transformación del poder en amor».

En los primeros años de vida de la Rusia soviética, más que Stalin, la polémica "anti burocrática" implica en primer lugar a Lenin y al mismo Trotsky, incluido entre los más destacados «defensores y cruzados de la burocracia». La situación cambia sensiblemente en los años siguientes. Antes aún que por los contenidos, la sanción de la Constitución de 1936 representa un cambio radical por el hecho mismo de romper con las representaciones anarcoides, tenazmente apegadas al ideal de la extinción del Estado y en base a las cuáles «el derecho es el opio del pueblo» y «la idea de Constitución es una idea burguesa». En palabras de Stalin la Constitución de 1936 «no se contenta con fijar los derechos formales de los ciudadanos, sino que desplaza el centro de gravedad sobre la garantía de estos derechos, sobre los medios necesarios para el ejercicio de estos derechos». Si también es insuficiente y no constituye tampoco el aspecto esencial, la garantía «formal» de los derechos no parece ser aquí irrelevante. Stalin subraya con aprobación el hecho de que la nueva Constitución «ha asegurado la aplicación del sufragio universal, directo e igual, con el secreto de voto». Pero precisamente sobre este punto interviene la crítica de Trotsky: en la sociedad burguesa el secreto de voto sirve para «sustraer a los explotados de la intimidación de los explotadores»; la reaparición de esta institución en la sociedad soviética es la confirmación de que también en la URSS el pueblo debe defenderse de la intimidación, si no de una auténtica clase explotadora, en todo caso de una burocracia.

A aquellos que exigían que se recomenzase a afrontar el problema de la extinción del Estado, Stalin respondía en 1938 invitando a no transformar las enseñanzas de Marx y Engels en un dogma y una vacua escolástica; el retraso en la realización del ideal se explicaba por el permanente asedio capitalista. ¡Y sin embargo, al enumerar las funciones del Estado socialista, aparte de aquellas tradicionales, como la defensa contra el enemigo de clase en el plano interior e internacional, Stalin llamaba la atención sobre una «tercera función, es decir, el trabajo de organización económica y el trabajo cultural y educativo de los órganos de nuestro Estado», un trabajo destinado al «fin de desarrollar los gérmenes de la nueva economía socialista, y de reeducar a los hombres en el espíritu del socialismo». Era un punto sobre el que el informe al XVIII Congreso del PCUS insistía con fuerza: «Ahora la tarea fundamental de nuestro Estado, dentro del país, consiste en un trabajo pacífico de organización económica, en un trabajo cultural y educativo». La teorización de esta «tercera función» era ya de por sí una novedad esencial. Pero Stalin iba más allá, al declarar: «La función de la represión ha sido sustituida por la función de salvaguarda de la propiedad socialista de los ladrones y de aquellos que derrochen el patrimonio del pueblo»179.

Desde luego, se trataba de una declaración más bien problemática, es más, mistificadora: desde luego no reflejaba correctamente la situación de la URSS en 1939, donde arreciaba el terror y se dilataba monstruosamente el Gulag. Pero aquí nos estamos ocupando de otro aspecto: ¿es válida, y hasta qué punto, la tesis de la extinción del Estado? «Se conservará entre nosotros el Estado también durante el comunismo? Sí, se conservará, si no es liquidado el acoso capitalista, si no se elimina el peligro de agresiones armadas del exterior»180. Por tanto, la realización del comunismo en la Unión Soviética o en determinado conjunto de países habría conllevado el definitivo declive de la primera función del Estado socialista la salvaguarda del peligro de contrarrevolución en el ámbito interno, aunque no de la segunda la protección contra las amenazas externas que, en presencia de potentes países capitalistas, habría continuado siendo vital incluso «en un período comunista». ¿Pero por qué al derrumbe del acoso capitalista y al declinar de la segunda función tendría que seguirles también el ocaso de la «tercera función», es decir, el «trabajo de organización económica» y «cultural», por no decir la «salvaguarda de la propiedad socialista de los ladrones y aquellos que derrochen el patrimonio del pueblo»? No hay duda de que Stalin revela incertidumbres y contradicciones, estimuladas probablemente también por la necesidad política de moverse con cautela sobre un terreno minado, donde todo pequeño desvío respecto a la clásica tesis de la extinción del Estado lo exponía a la acusación de traición.

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(160) En Carr 1968-69), vol. 1, p. 32.

(161) Ibid, pp. 30-1.

(162) Marcucci 1997), p. 143.

(163) Trotsky 1988), p. 957 = Trotsky, 1968, p. 232).

(164) Ibid, pp. 843-4 = Trotsky, 1968, pp. 139-40).

(165) Ibid, p. 846 = Trotsky, 1968, p. 142).

(166) Stalin 1971-73), vol. 14, p. 87 = Stalin, 1952, p. 641).

(167) Trotsky 1988), p. 846 = Trotsky, 1968, p. 142).

(168) Ibid, p. 850 = Trotsky, 1968, pp. 144-5).

(169) Lenin 1955-70), vol. 25, p. 380 y vol. 33, pp. 445-50.

(170) Lenin 1955-70), vol. 25, p. 400.

(171) Figes 2000), pp. 878-80.

(172) Pannekoek 1970), pp. 273-4.

(173) En Kollontai 1976), pp. 240-1.

(174) Gorter 1920), p. 37.

(175) En Kollontai 1976), p. 242.

(176) Ibid, pp. 199-200.

(177) Ibid, p. 33.

(178) En Losurdo 1997), cap. iv, § 10.

(179) Stalin 1971-73), vol. 14, p. 229 = Stalin, 1952, pp. 724-5).

(180) Ibid. = Stalin, 1952, p. 725).


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