No
Hay Tradición Ni Poesía Que Sean Una Sola y Única
Julio
Carmona
VOY A TRATAR EL TEMA
sugerido en el título de este artículo; pero —como lo avanzado resulta extenso—
voy a dividirlo en tres partes. Vale también aclarar aquí que lo expuesto tiene
como punto de partida (o de estímulo), algunas ideas que he descubierto en un
libro de Guillermo de Torre que, no por alejado en el tiempo, deja de tener
planteamientos que sugieren controversias presentes. Me refiero a Tres conceptos de la literatura
hispanoamericana (1963, Buenos Aires: Losada).
Primera
parte
El tema de la “tradición” se
suele hacer pasar como algo ya establecido, que no puede ser controvertido. Y,
de preferencia, se lo usa para, a su vez, controvertir las opiniones que
reclaman independencia respecto de la idea que establece la existencia de una
sola literatura; verbi gratia: la de la tradición occidental, lo cual lleva
aparejada la imposición de su canon estético (o esteto-poético). Pongamos el
caso de Guillermo de Torre, quien refiriéndose a Alfonso Reyes dice de este
que:
replicando a quienes creen que «la emancipación de
las letras es acarreada inconscientemente por la política», ha escrito con su
insuperable lucidez: «No bastan aquí la buena intención ni el patriotismo. La
función literaria es función de la calidad literaria».
Y, a pie juntillas, De Torre
hace esta otra cita:
«Nuestra tradición» —corrobora con no menor
agudeza, discutiendo los mismos problemas, Jorge Luis Borges— «es toda la
cultura occidental».
Pero todavía agrega De
Torre:
Concluyamos, pues, por nuestra cuenta, que cuando
Hispanoamérica deje de hablar tanto de independencia cultural, esta será la
señal de que verdaderamente ha llegado a poseerla. Y entonces —pues no por ello
quedará abolido el principio de interdependencia, según sucede en las viejas
culturas— su diálogo con las demás literaturas podrá establecerse en un
verdadero plan de igualdad.
Empecemos por lo último:
Nadie niega que hay un «diálogo con las demás literaturas», no se clausura esa
«interdependencia»; pero, un momentito, no hay que constituir a esa «interdependencia»
como principio «insustituible». Porque, precisamente, ese diálogo no se llega a
establecer «en un verdadero plano de igualdad». Porque existe un poder político
hegemónico que controla la cultura a través de su sistema de comunicación globalizado,
en el que se le da acceso a un solo tipo de literatura, mientras se deja en el
limbo a otras literaturas que no aceptan su canon ni su principio de
dominación. Sin embargo, De Torre alega que, para llegar a esa tabla rasa «de
igualdad», lo que se requiere es que esas literaturas marginadas dejen «de
hablar tanto de independencia cultural», pues dice que cuando esto ocurra «esta
será la señal de que verdaderamente ha[n] llegado a poseerla» (con el mutismo,
dice, se llega a la independencia que se reclama: es decir: el círculo vicioso
que no tiene cuándo acabar). Si esto lo dice Guillermo de Torre en la p. 17,
antes, en la p. 7 (al comenzar el libro), ha adelantado algo parecido, aunque
—como el mismo lo dice— más categórico, pues dice que ‘el diálogo de esas
literaturas’, visto y practicado desde este continente, y aunque sus raíces,
como sucede con lo culturalmente hoy válido de lo americano, estén en Europa,
es quizá en América, en las dos Américas, la hispánica y la ánglica, donde
actualmente se manifiesta más intensamente.
Sin
embargo, observemos que cuando dice: ‘las raíces de lo americano culturalmente
válido hoy están’ «en Europa», es decir que, para él, ‘lo culturalmente
americano cuyas raíces no estén en Europa’ es inválido; o sea, que, sin
remilgos, aunque sin decirlo abiertamente, desde el comienzo de su libro empezó
con la discriminación cuya evidencia está en las citas previas que, a
continuación, analizaremos.
Borges
empieza hablando de «Nuestra tradición», y con esta frase ya se establece que
hay una sola tradición y una sola literatura inscrita en ella. Pero, para
nosotros, nuestra realidad nos obliga a pensar en una tradición distinta a esa
establecida como única o total. Además, esa «tradición unitaria» (no nuestra)
es «santificada» en la misma cita de Borges que es, precisamente, el mentor de
esa literatura «oficial» que se pretende generalizar como la única válida para
toda América, es decir: que depende de la «cultura occidental». Y lo occidental
para nuestra época (aunque no ha cambiado mucho a la de mediados del siglo
pasado) es la que tiene el dominio en amplias esferas de nuestra vida
cotidiana: económica, militar, cultural, mediática al servicio de países que
lidera USA y sus aliados europeos de la OTAN, junto a estados como Canadá,
Australia y otras entidades, que son usadas de testaferros, como es el caso de
los regímenes del sionismo israelí y del nazismo ucraniano.
Y,
por último, llegando al final del comienzo alegado por Alfonso Reyes: «La
función literaria es función de la calidad literaria». Totalmente de acuerdo.
Pero es «la función literaria»; no, la tradición. Y nadie puede estar en
desacuerdo con eso: que la función o acción literaria se basa sobre la calidad
literaria. Eso no está en discusión. Porque eso depende de la técnica (o, para
decirlo con frase de García Márquez: de la «carpintería»). Y esta es universal
(como es el idioma mismo: aunque la traducción implique traición). Pero todo
eso constituye el medio. Y este es la epidermis. El idioma lo realizan los pueblos,
al margen de su metrópoli originaria (tal el caso de España). El idioma tampoco
tiene un carácter de clase. Lo adquiere en su uso. El usuario es quien le
insufla su ideología y, por ende, su concepción del mundo y su origen clasista.
Y estas dimensiones de uso son las que dirimen su organización en el ámbito
cultural.
En
la clasificación literaria el problema de fondo está —como su mismo nombre lo
dice— en lo interior, en las entrañas de lo que se dice, que lo otro: la
calidad literaria, cae por su propio peso. No es que solo lo que hacen los
deudores o autores enfeudados de la cultura occidental y de su tradición
literaria, tiene alta calidad literaria. En todas partes se cuecen o se queman
habas. Entonces, «lo nuestro de ellos» y «lo nuestro de nosotros» siguen
separados (aunque tengan uno o dos puntos en común). Pero como ese «nuestro de
ellos» es sostenido como propio por el mismo sistema imperante que se empeña en
invisibilizar «lo nuestro nuestro», pues este se mantiene en desigualdad. Y
como dice Bertolt Brecht: «Mientras los hombres no estén parados a la misma
altura, no se podrá saber quién es el más alto».
La
división discriminadora no viene, pues de nuestra parte. Lo que hacemos
nosotros no es negarle existencia a lo occidental u occidentalizado. Lo que
pedimos es que no le quiten existencia a nuestra tradición nacional. Y lo
nacional —para nosotros— no responde a un prurito nacionalista, patriotero o
chauvinista. Se basa en la idea que de él tiene José Carlos Mariátegui en su
séptimo ensayo: como lo producido por el pueblo trabajador, por las clases
trabajadoras. Porque —viéndolo desde la dialéctica y no desde la metafísica— la
existencia de uno demuestra la existencia del otro, con los mismos derechos
para cada cual que esa existencia otorga. A nosotros no nos molesta que los de
la otra margen le den una existencia ideal a lo que llaman su literatura y su
tradición literaria. No hacemos sino constatar ese hecho (y con su pan se lo
coman).
Lo
único que planteamos es que igual nos dejen afirmar nuestra literatura y
nuestra tradición literaria con los pies bien plantados en la realidad. Y si
queremos tener —como punto de partida para nuestra tradición— los pocos textos
de la realidad prehispánica, no aceptamos que se nos venga a decir —como lo hizo
Guillermo de Torre— que eso
aparece como expresión nostálgica de un
precolombino retorno imposible; y pretendiendo ser el más tradicional, resulta
el más ahistórico, ya que supone la negación de casi cinco siglos de historia
(p. 8).
Pero este argumento, en
primer lugar, resulta ser antihistórico, pues le retorna el búmeran,
pretendiendo borrar varios cientos de siglos anteriores a «los cinco» de la
invasión occidental. Y, en segundo término, nadie ha dicho que se pretenda
hacer un retorno al pasado, sino que se trata de reconocer en él las bases de
lo que consideramos urgente hacer hoy. Y, por último, lo peor de esa perorata,
es que nuestro reclamo de retomar esa antigua tradición, diferente —en lo
sustancial— de la moderna tradición occidental, no está negando la existencia
de esta ni la devalúa, si hasta nos sirve para usar algunos de sus medios
técnicos (que, como dije antes, son de uso universal): los europeos no son los
inventores de la pólvora (además de ser esto literalmente exacto). Pues, por
otro lado, cabe agregar que la famosa cultura occidental, tiene un pasado
depredador que no solo se remonta a su «cuna admitida»: Grecia y Roma, sino que
esta misma cuna se alimentó de las culturas china, egipcia, persa, turca,
árabe, etc. Y toda esa cultura acumulada
y —hasta se puede decir— expropiada por el occidente imperialista actual, ha
ido generando (o remozando las antiguas) técnicas en la literatura y el arte, y
todo ese acopio de técnicas constituye un arsenal que, como hemos dicho antes,
ya perdió su sello originario y, entonces, como dice el refrán: al diablo hay
que cortarle la cabeza con su propia espada.
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