martes, 1 de diciembre de 2020

Conciencia de clase

Conciencia de Clase*

 Aníbal Ponce

LA REVOLUCIÓN RUSA, primero, los grandes movimientos que le sucedieron, después, han agudizado de tal modo los antagonismos de clase, han planteado en términos tan inconfundibles los programas auténticos de la derecha y de la izquierda, que sentimos ahora una tendencia casi irresistible a generalizar para todo el pasado una análoga claridad en la manera de abordar y comprender los conflictos de la historia. Olvidando las peripecias que precedieron durante siglos  a la formación de los partidos actuales, caemos a menudo en la ingenuidad de suponer que cada clase social produce, de manera casi refleja, el partido que la interpreta y que la sirve, y que cada individuo que compone esas clases adquiere también, de modo casi automático, la mentalidad que mejor pueda expresar sus intereses. De donde resulta la afirmación simplista de que bastaría conocer el lugar que un hombre ocupa en el proceso de la producción para poder anticipar con seguridad casi perfecta los menores detalles de su ideología.

        Es bien sabido que no sucede así. Cuando una clase social crea sus leyes, su religión, su moral, su filosofía y su arte, hace cada una de esas creaciones otros tantos instrumentos de lucha mediante los cuales aspira a oprimir las manifestaciones similares de la clase enemiga. Ocurre, por eso, en el vaivén de influencias recíprocas –anteriores al triunfo definitivo de una clase sobre las otras– que en un mismo individuo lleguen a coexistir ideologías antagónicas, y que un burgués, por ejemplo, pueda tener idéntico concepto de la familia que un señor feudal, como un proletario la misma religión de un burgués.

        Mientras esas influencias recíprocas subsistan, existirán siempre traidores a su clase o, sin llegar a tanto, individuos que creen servirla con sinceridad en el mismo momento en que contribuyen a reforzar los intereses enemigos. El problema de la conciencia de clase –entendida como la exacta noción que una clase posee de sus intereses generales y duraderos– tiene, por lo tanto, no sólo una importancia enorme para el sicólogo y el sociólogo, sino también para los propios individuos que reciben de aquella la orientación general de su conducta. Porque cada uno de nosotros actúa y opina con mayor rectitud cuanto mayor sea la conciencia de la clase a que pertenece por nacimiento o por adopción.

        Adquirir esa conciencia, lo hemos dicho ya, no es un proceso simple. Por percibirla antes que nadie, por sentirla ardientemente, por expresarla, con términos precisos, los grandes revolucionarios han marcado una fecha en la historia del mundo.

 

I. Cómo se forma la conciencia de clase

El problema de la formación de la conciencia de clase debe ser abordada desde dos puntos de vista: el de la sicología individual y el de la sicología social. Para el primero, la cuestión consiste en averiguar cómo un individuo, y en virtud de cuáles motivos, ha llegado a descubrir que forma parte de una clase social con aspiraciones e intereses que le son propios y que excluyen las aspiraciones y los intereses de otras clases. Para el segundo, se trata de precisar en qué momento de la evolución histórica la clase que ya tenía una “existencia en sí” –para hablar el lenguaje de Marx– comienza a adquirir una “existencia para sí”.1 Veamos primero el aspecto individual para transportarnos enseguida al social.

        Dejando a un lado algunos reparos parciales que no invalidan lo esencial, las sociedades contemporáneas, es decir, capitalistas, se encuentran divididas en dos clases fundamentales: la que posee el monopolio de los medios de producción, y la que, no poseyendo ningún medio, se ve obligada a vender su fuerza de trabajo. Esas dos clases, burguesía y proletariado, enfrentadas en recíproca hostilidad, crean al niño, casi desde antes de nacer, una atmósfera fundamentalmente desigual. A objeto de simplificar en lo posible los datos del problema y de dar un esquema aproximado, me referiré únicamente al niño nacido en la clase proletaria, no sólo porque lo que digamos de él alude al niño burgués con sólo cambiar el signo, sino por tratarse de una clase que no ha terminado aún su desarrollo pleno y que lleva consigo, por lo mismo, un caudal de posibilidades que apenas sospechamos.

        La diferencia esencial entre el niño burgués y el niño proletario reside en algunos rasgos bien visibles que la sicología de la escuela de Adler2 nos va a permitir de inmediato comprender. La idea de vincular la sicología de Adler a la sociología de Marx constituye, en mi opinión, una de las ideas más felices que Otto Rühle, el ilustre maestro que ha consagrado al niño proletario los dos volúmenes más serios que poseemos hasta hoy.3 Conocen ustedes quizá que para la escuela de Alfredo Adler el motor fundamental de la conducta humana lo constituye el afán de poderío, es decir, el esfuerzo por adquirir valer. El total desamparo del recién nacido y la imposibilidad de subvenir a sus necesidades por los propios medios, provoca en el niño burgués, lo mismo que en el niño proletario, el primer fracaso de ese innato afán de poderío; fracaso que se prolonga a lo largo de la vida infantil bajo la forma de un sentimiento de inferioridad o de menor valía. Dicho complejo se hace aún más intenso, si algunos vicios de conformación o defectos orgánicos recargan ese inicial sentimiento de impotencia, a lo cual se sobreañade en el niño proletario la descalificación que la pobreza estampa en una sociedad que todo lo ha reducido a mercancías. Por la miseria de los padres, por las condiciones deficientes de la alimentación y de la higiene, por los desaires repetidos de sus camaradas de la burguesía, por las diferencias que la escuela y la vida le hacen ver, el niño proletario intensifica su natural inclinación a la menor valía, es decir, a la apreciación pesimista de sí mismo y del mundo. Esa impresión de inseguridad, mucho más profunda que la del niño burgués, constituye el primer esbozo, el núcleo fundamental de lo que llegará a ser más tarde la conciencia de su clase. Hebel, que era hijo de un albañil, cuenta en su autobiografía que, cuantas veces se acercaba en la infancia a las vallas de un jardín que le gustaba curiosear, otras tantas la dueña le gritaba: “¡Ya te está marchando de ahí, o te echo yo a latigazos!” Y Hebel confiesa con profunda amargura que ese “ya te estás marchando de ahí” fue para él “su primer sentimiento proletario”. La observación me parece muy exacta, y vale hoy para el proletariado como valió para la burguesía en los tiempos ya lejanos en que fue también clase proscrita. Madame Roland cuenta, en efecto, en sus Memorias, con agudo resquemor, que un día en que debió cenar con su madre en el castillo de Fontenay, no fueron invitadas a sentarse en la mesa de los dueños. Amenaza en Hebel, herida de amor propio en Madame Roland, los dos se equivalen como hechos: el chiquillo pobre y la burguesa opulenta encontraron en una humillación el primer confuso sentimiento de clase.4

        Pero ese sentimiento, con ser tan básico, nos deja muchas cosas aún por explicar. Si la humillación representa en efecto su raíz más profunda, no es capaz, por sí sola, de afianzarlo. La primera manifestación auténtica, ya no pasiva, sino actuante y bélica, la constituye la protesta. La protesta, cualquiera que sea, representa en el niño una agresión al aparato opresor casi tanto como una defensa contra la propia humillación. El niño restablece de ese modo el equilibrio roto, y adquiere al mismo tiempo, aunque sea fugaz y transitoria, una cierta exaltación de su propia personalidad. En un principio la agresión es casi a ciegas: el niño gesticula y grita, manotea y escupe. Su cólera se descarga a menudo contra cosas inertes, golpeando y rompiendo los objetos ajenos. Muy pronto, sin embargo, busca sistemas más directos y eficaces: desde la simple terquedad hasta las omisiones premeditadas, desde la enfermedad fingida hasta el ataque oblicuo del extravío y el robo. Formas todas de importancia desigual pero que tienen un mismo carácter de reacción individualista y aislada. Un nuevo paso en la protesta lo constituirá más tarde un descubrimiento de importancia: el niño comprueba en sus camaradas una rebeldía idéntica a la suya, y fusiona con ella su protesta. Dentro de la sicología infantil, la pandilla debe ser interpretada como un auténtico fenómeno de masas. Con un sentimiento menos oscuro de la solidaridad de clase, el niño organiza en la pandilla su protesta; acepta la dirección de un jefe, reconoce la urgencia de una disciplina, aprende a anteponer la voluntad general a las impaciencias del interés privado. Por encima del afán de poderío, que fue su móvil primero, aparece ahora y se impone el sentimiento de la comunidad. Comunidad surgida en el ambiente de la calle, con algo todavía de la horda o de la tribu, pero que anticipa y prepara la ulterior comunidad que naciendo en el taller alcanzará formas precisas en la organización definitiva del sindicato y el gremio.

        Esa misma marcha, desde la rebeldía individual y ciega hasta la protesta solidaria y consciente, reaparece con caracteres vigorosos en la evolución histórica del movimiento proletario. Como el chico enfurecido que golpea y destruye, el proletariado mostró su primera rebeldía en la atolondrada aventura del “luddismo”. Conocen ustedes en qué forma reaccionaron las masas populares a las primeras manifestaciones de la revolución en Inglaterra.5 El campesino arrojado de sus tierras, el artesano arruinado por las máquinas, el asalariado esquilmado en condiciones increíbles, afirmaron el confuso sentimiento de su clase con la más elemental de las acciones espontáneas: incendiando fábricas y destruyendo máquinas. Bajo las sugestiones de un oscuro tejedor, Nedd Ludd, que en un instante de enfurecida indignación hizo trizas un telar de calcetero, las masas obreras transformaron el “luddismo” en su bandera y su método. En sentido estricto, aquel movimiento no tenía de revolucionario nada más que la apariencia: el odio a la máquina expresaba no una lucha dirigida a la realización de un orden nuevo, sino una aspiración a retornar a “los buenos tiempos del pasado”. Pero en el paralelo que venimos realizando entre la evolución social y las formas similares de la evolución infantil, la rebelión de los “luddistas”, como la similar de los tejedores de Silesia, constituye en la historia de la clase obrera un despertar confuso pero auténtico. Para acentuar aún más el parecido, vale la pena recordar que los “luddistas” no recurrieron únicamente a los métodos extremos de la destrucción y del incendio. Apelando a medios menos francos, echaron mano de protestas de otro orden, y así como el niño castigado se venga muchas veces robando a quien lo humilla, una verdadera ola de delincuencia pasó por Inglaterra. Engels, que consagró al movimiento sus mejores reflexiones de juventud,6  hizo notar con perspicacia que el móvil sicológico del delito obrero residía por entonces “en la forma más primitiva de protesta”.

        La reacción de la burguesía contra el “luddismo” asumió naturalmente caracteres de terror. Aconsejado por el fracaso, el movimiento obrero comprendió que la agresión individual o desorganizada no sólo no servía para nada, sino que la sociedad aplastaba al agresor con su enorme mayoría. Para defender los derechos de su dignidad humana, para protestar contra la humillación en que se lo mantenía, el movimiento obrero abandonó la protesta aturdida y difusa, canalizando su rebelión en el sindicato y en la huelga.

        Se necesitaba, pues, el movimiento industrial del siglo XVIII con las grandes concentraciones obreras en los talleres y las fábricas para que el proletariado empezara a sentirse como una clase aparte, con intereses y aspiraciones opuestos a los de la burguesía, con voluntad y conciencia enemigas de las de ésta.

        Lo que fueron las comunas para la burguesía, comenzaron a ser los sindicatos para el proletariado: centros de organización y de combate alrededor de los cuales cristalizaron laboriosamente las rebeldías hasta entonces confusas, las ideologías hasta entonces empañadas. Los pasos sucesivos no fueron, sin embargo, menos torpes, y así como en la experiencia de cada uno de nosotros los desengaños avivan la apreciación más justa de los hombres, así también en la historia los errores de una clase la encaminan a comprender cada vez mejor las intenciones enemigas. Después de haberlo castigado con ferocidad, la burguesía que luchaba en ese entonces por algunas reformas electorales que le convenían, trató de buscar en el obrero un aliado servicial. Porque hay un hecho que la historia contemporánea demuestra casi a diario: cada vez que el burgués estrecha la mano del obrero, es porque va a pedirle a breve plazo que le saque del fuego las castañas… El obrero inglés en 1832, como el francés en 1830, se prestó candorosamente a la maniobra. Pero tan pronto cumplió con el encargo, la burguesía le volvió la cara distraída, y como si esto fuera poco, dos años después la ley llamada de “beneficencia” acentuó todavía con sarcasmo cruel, el despojo inicuo del obrero.

        Fracasada la ciega rebelión de los “luddistas”, fracasada también la ingenua colaboración con el burgués, el obrero comprendió que sus aspiraciones no encontrarían abiertos los caminos por los cuales veía circular a los burgueses, y desencantado de la acción política, redujo desde entonces la totalidad de su esperanza a la acción económica directa: es decir, a la cooperativa, al sindicato, a la huelga. La acción económica directa nació así de un desencanto, y lleva por eso, en su entraña, como lo veremos muy en breve, el estigma imborrable del desaliento y la apatía.

        Como no es mi intención trazar una historia del movimiento obrero inglés, sino recoger de él algunas sugestiones que nos ilustren sobre la formación de la conciencia de clase desde el punto de vista de la sicología social, pasaremos por alto el movimiento llamado “Cartismo”, no sin recalcar a la pasada cómo el sueño de la revolución pacífica, al desvanecerse una vez más, acentuó en el proletariado inglés el retraimiento de la lucha política, con el consiguiente refuerzo de la acción gremial.

        ¿Progresó con eso la conciencia de clase? ¿Adquirieron los obreros un conocimiento más lúcido de sus intereses, una más clara norma de razón, un concepto más diáfano de su misión de clase? Para responder con exactitud, distingamos, ante todo, los intereses corporativos y los intereses de clase.7 Para los primeros adquieren siempre la máxima importancia todas las maniobras que puedan aumentar el beneficio del gremio, sin importárseles en absoluto a expensas de quienes se consiguen las mejoras. Cuando las cooperativas belgas aumentaron sus tesoros a costa del trabajo en las colonias; cuando las tradeunions no admitían en sus filas el ingreso de las mujeres para defender de tal modo sus salarios; cuando los carpinteros disputaban a los ebanistas el derecho de trabajar tablas de más de una pulgada de espesor; cuando un sindicato de mineros ingleses no encontró ningún reparo en prestar servicios de “krumiros” en una huelga sostenida en 1887 en el distrito carbonero de Northumberland, cada uno de ellos servía, evidentemente, los intereses de su gremio, pero traicionaba de manera descarada los intereses de su clase. Infiltrada de ese espíritu mezquino, la clase obrera de los grandes países industriales comprendió, bajo la experiencia horrible de la guerra, que había jugado su porvenir a una mala carta. Renegando de los intereses generales y permanentes para servir a intereses transitorios y parciales, el proletariado desconocía su misión histórica y se entregaba maniatado a su enemigo.

 

II. Cómo se pierde la conciencia de clase

Si la conciencia de clase no presentara esas oscilaciones que aun en viejos movimientos obreros es posible comprobar; si la lucha entre los intereses del gremio y los intereses generales no turbara con sus estridencias la marcha del movimiento obrero, el presente no nos mostraría su rostro atormentado y no reconoceríamos sobre muchos espíritus las huellas de la desorientación y del desconcierto.

        ¿Cuáles son las causas que retardan en el proletariado la clara formación de su conciencia? ¿Contra cuáles obstáculos lucha todavía, contra cuáles influencias se debate aún? Muchas son las razones que explican en buena parte la dificultad con que la “clase en sí” no logra siempre convertirse en “clase para sí”, pero una hay fundamental y que involucra más o menos las restantes: con excepción de un solo país, en el cual la clase obrera ha dictado por fin su voluntad, la burguesía sigue siendo en el mundo la clase más fuerte, más unida y más experta. No importa que la crisis actual que soportamos haya expuesto de manera evidente el fracaso irremediable de la burguesía. La historia se realiza en los hombres y no fuera de ellos; las clases, aun las ya condenadas, no se derrumban mecánicamente como una rama que se desgaja. Podemos adelantarnos a celebrar en recuerdo de la burguesía la más solemne de las misas de réquiem; pero con estar ya acorralada y vencida tiene aún recursos poderosos. Uno entre todos, más temible que las armas y que no en vano el burgués calculador tuvo siempre buen cuidado de perfeccionar a maravillas: el inmenso poder del réclame. La escuela y el diario, el libro y el telégrafo, el púlpito y la radio, desparraman por el mundo –tenazmente, insistentemente– el sagrado respeto de la sociedad capitalista. Como la Iglesia católica, la burguesía también tiene al servicio sus Doctores. Doctores sutilísimos que han venido enturbiando desde hace siglos las fuentes mismas de la historia, y tan prodigiosas en sus sofismas que han logrado convencer a muchas gentes de que no hay un solo negocio de la burguesía que no se realice por el amor del hombre. El sistema fiscal de la burguesía, con los impuestos exorbitantes sobre los artículos de primera necesidad, ¿no fue ensalsado por De Witt como el más conveniente para hacer al trabajador, “humilde, inteligente y frugal”? Frente al hecho evidente de la explotación obrera, ¿quiénes otros que los Doctores se hubieran atrevido a hablar de la “solidaridad social” y de la “colaboración entre las clases”? El sofisma del “interés general”, que descansa sobre el hecho cierto de algunas escasas coincidencia de intereses, es quizá la obra maestra de la argumentación burguesa. La prueba terminante, afirman, de que el Estado se cierne por arriba de las clases es el interés paternal con que vigila el relativo bienestar de todos. ¿No están ahí para demostrarlo, las leyes obreras, los seguros sociales, los tribunales de arbitraje, las instituciones y hospitales del Estado?

        Inútil afirmar que todo esto encubre la doblez más pérfida: concesiones arrancadas a la burguesía en un instante en que sintióse amenazada, vuelven otra vez a caer en el olvido cuando el pánico pasa y la seguridad se restablece.8 En momentos en que la política imperialista de Gran Bretaña alcanzaba su máximo esplendor, ¿no fue acaso el propio ministro Disraeli el que levantó allá por el 70 un programa ruidoso de reformas sociales para consolidar el partido de los conservadores mediante una alianza con el pueblo? ¿Cómo no habían de insinuarse en todas partes los tímidos intentos de la legislación social si hasta el mismo gobierno de los zares implantó leyes de fábrica por temor a las huelgas obreras? ¿Pero quién ignora, también, el ineludible destino de esas leyes? El impuesto sobre la renta, por ejemplo, implantado por William Pitt en un momento de apuro, fue derogado inmediatamente después de la paz de 1815; y para borrar de la memoria del pueblo inglés hasta el último rastro de aquella “odiosa” ley, Henry Brougham obtuvo que se quemaran los documentos que la habían registrado.

        No obstante la evidencia de estos hechos, la burguesa suple con la intensidad de la réclame las grietas cada vez más grandes de sus sofismas. Alentando en los unos la vanidad siempre despierta, aumentando en los otros la codicia nunca ahogada, la burguesía retiene aún entre sus manos algunos de los resortes del alma proletaria. La clase obrera, por otro lado, carece todavía de homogeneidad. Formada no sólo por proletarios auténticos, sino también por elementos que se desprenden de las otras clases, se entremezclan en ella el impulso vigoroso de la rebelión con las supervivencias tenaces del oportunismo; la intransigencia insobornable del proletariado con las componendas eternas del pequeño burgués dispuesto siempre a sentarse entre dos sillas. Por el pequeño burgués, timorato y sensiblero, nostálgico siempre de su antigua clase, la burguesía llega muchas veces a tener en sus dedos la totalidad de los hilos de la acción obrera. La captación de los dirigentes sindicales constituye por eso para la burguesía una empresa relativamente fácil.9 Cortejados y adulados, insensiblemente se van alejando de su clase, y cuando se descubren por azar los entretelones de alguna gran fuerza fracasada, se encuentra más de una vez que la secreta dirección del movimiento había sido confiada a personajes como aquel famoso Míster Night, del sindicato de caldereros ingleses, que era al mismo tiempo accionista de los Astilleros contra los cuales su propio sindicato estaba en lucha.

        Con un estado mayor en inminencia casi constante de pasarse al enemigo, o temeroso de su propio ejército por la incapacidad de frenar un movimiento que puede ir más allá del objetivo prudente, ¿cómo no comprobar las cavilaciones y las incertidumbres de la conciencia de clase? ¿Cómo no comprender también la necesidad de atizarla y mantenerla despierta si conspiran contra ella los adversarios tradicionales de afuera y estos otros más temibles que le inmovilizan los brazos, le amortiguan el impulso, le apaciguan el alma con la ilusión del reformismo? Oriente el proletariado su conciencia por el único camino hasta el cual la historia le ha llevado, y mientras suena la hora que el reloj de este siglo ya señala, dirija siempre sus combates económicos en un sentido general de clases; luche contra las fuerzas tenaces del pasado que gobiernan aún gran parte de su alma; contra el egoísmo individualista10 que una sociedad fundada en la competencia no ha podido menos que infiltrarle contra el desaliento de las derrotas parciales y las traiciones de los “malos pastores”. Hágase cada día más compacto y más elástico; estudie y medite la experiencia que el movimiento obrero en el mundo ha puesto a su alcance; persiga y descubra en la realidad argentina los intereses económicos que se disputan el poder político; desenmascare bajo el relumbrón de las grandes palabras las maniobras ocultas de tal trust y tal empresa; cierre los oídos a la predica demagógica que bajo las banderas del llamado “obrerismo” solo sirven en realidad los intereses de la esterlina o del dólar. Pero desconfíe, sobre todo, de su propia lealtad; de su creencia suicida en las buenas intenciones de la burguesía liberal. Revolucionaria en los tiempos que aspiraba a tener entre sus manos el gobierno, se ha convertido después de su triunfo en el enemigo más firme del proletariado.

        Pero en el estudio, en la acción, en la huelga, plantee siempre sus problemas en términos de clase. La lucha por el aumento del salario y la reducción de las horas de trabajo es únicamente un aspecto del conflicto: el aspecto inmediato, accesible, actual, capaz sí de reducir la explotación capitalista a los límites que en determinado momento se consideran normales, pero absolutamente incapaz de destruirla de raíz.11

        Otra cosa hay, en cambio, en la más elemental de las reivindicaciones, en la más sencilla o trivial en apariencia que puede servir para elevar el movimiento obrero hasta un peldaño cada vez más alto. Las primeras hojas volantes de la “Unión de lucha por la emancipación de la clase obrera”, escritas por Lenin, siendo muy joven, fueron consagradas a las cuestiones del agua caliente para el té y a otras cosas igualmente minúsculas de la vida de las fábricas.12 Pero aun en esas reivindicaciones que hasta podrían parecer ridículas si no recordáramos la trágica situación del obrero ruso de otros tiempos, el más genial de los tácticos del proletariado hacía sentir al obrero indiferente o incauto que algo había en la intimidad de esas cuestiones que les daba un sentido trascendente: y ese algo lo constituía el aliento revolucionario de las masas circulando a través de los gremios hermanados.

___________

(*) En Aníbal Ponce, Obras, Colección Nuestra América. Ediciones Casa de las américas, Cuba. 1975, pp. 393-405.

(1) Marx: Miseria de la filosofía. Buenos Aires, ed. Actualidad, p. 106-7.

(2) Adler: Conocimiento del hombre, Madrid, ed. Espasa-Calpe.

(3) Rühle: Das proletarische Kin Münschen, ed. Langen, y Die Seele des proletarischen Kinden, Dresden. Este último ha sido traducido últimamente por José Salgado con el nombre de El alma del niño proletario, Madrid, ed. Espasa-Calpe, 1932.

(4) Sombart: en Le bourgueois, París, ed. Payot, 1926, p. 411. Ha visto bien la importancia que ha tenido el “resentimiento” en la formación de las “virtudes” burguesas.

(5) El cuaderno N° 2 del magistral Curso de iniciación marxista sobre Historia del movimiento obrero internacional, dirigido por Duncker, Golschmid y Wittfagel puede informar rápidamente sobre el movimiento a que aludo. En un sentido más amplio, releer las páginas que le consagra el Manifiesto comunista, Buenos Aires, ed. Claridad, p. 22-6.

(6) Me refiero a La situación de la clase obrera en Inglaterra, de Engels, escrita en los años 1843 y 1844, aunque no apareció sino en 1845.

(7) Bujarin: La théorie du matérialisme historique, París, Bibliothéque Marxiste, p. 320.

(8) Podría decirse de toda la llamada Legislación social actual lo que Losovsky afirma del contrato colectivo: “el contrato no es nada más que una tregua”. Ver Losovsky: De la huelga a la toma del poder, Montevideo, ed. Consinlatam, p. 198.

(9) Véase un retrato cruel, pero exactísimo, de la mayoría de los dirigentes de Sidney y Beatriz Webb, Historia del tradeunionismo inglés, p. 409. En igual sentido, ver Lenin, El imperialismo, etapa superior del capitalismo, París, ed. Europa-América, 1930, p. 17.

(10) “Los trabajadores se hacen la competencia ni más ni menos que los burgueses. El trabajador fabril hace la competencia al tejedor de mano; el obrero sin trabajo o mal pagado hace la competencia al compañero que trabaja en mejores condiciones y trata de desplazarlo. Esta concurrencia de los trabajadores entre sí constituye el aspecto más deplorable de las condiciones de vida del obrero, pues pone en manos del burgués el arma más eficaz contra el proletariado.” Engels: Situación de la clase obrera en Inglaterra, p. 77. Citado por Riazanoff en sus “Notas aclaratorias” al Manifiesto comunista, Madrid, ed. Cenit, p. 128.

(11) Ver Rosa Luxemburgo: ¿Reforma o revolución?, traducción de Areste, Madrid, ed. Teivos, 1931, passim.

(12) Zinoviev: Historia del partido comunista ruso, Madrid, ed. Ulises, p. 81.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.

CREACIÓN HEROICA