miércoles, 1 de mayo de 2019

Crítica


Criticando al Crítico

Julio Carmona

A PROPÓSITO DE HABERSE CUMPLIDO el mes pasado (16 de abril) un aniversario más de la desaparición física del Amauta José Carlos Mariátegui (JCM), creo pertinente hacer público este artículo que es parte de un trabajo más amplio. Y, siguiendo con la tónica que enuncia su epígrafe, voy a hacer algunos comentarios en torno a un planteamiento inicial expresado por Antonio Cornejo Polar (ACP), relacionado con el uso de las citas textuales de los autores que se estudian. Y, en tal sentido, ACP en su apreciación sobre «lo nacional» en José Carlos Mariátegui (JCM)1, empieza recusando los trabajos que abundan en citas para exponer o precisar su pensamiento, a los que acusa de «solidificar» dicho pensamiento, y los equipara incluso a «la argumentación escolástica basada —dice— en los “criterios de autoridad”», y concluye que esa «es la manera más segura de traicionar la vitalidad creadora del magisterio de Mariátegui.» (op. cit.: 49).2 Pero es esta una posición que el mismo JCM no compartía. Por ejemplo, refiriéndose a Unamuno dice: «A Marx hace falta estudiarlo en Marx mismo. Las exégesis [es decir, las interpretaciones] son generalmente falaces. Son exégesis de la letra, no del espíritu»3; nos dice, pues, JCM que a Marx ‘se lo debe estudiar en sus propios textos’ y ‘no en los textos de sus intérpretes’.4

        Pero también JCM recomienda al lector no quedarse en la ‘exégesis de la letra sino que se debe pasar a la del espíritu’: no quedarse contemplando la superficie aparentemente calma de las aguas del río, se debe penetrar en su profundidad para descubrir sus correntadas y remolinos en ebullición. Resulta, entonces, que la letra dice más de lo que su superficie —literal— expresa. La letra es el cuerpo, la idea que encierra es el espíritu. Por eso JCM sugiere que al momento de escribir con una técnica nueva, esta «debe corresponder a un espíritu nuevo también. Si no, lo único que cambia es el paramento, el decorado»5. Entonces, esa expresión comentada (de estudiar a un autor en sí mismo) implica no abstenerse de citar los textos del autor tratado, pero tampoco quedarse en una lectura superficial. Por ejemplo, cuando JCM, en su apreciación de Jorge Manrique, cuestiona que se le atribuya a este una ideología pasadista, dice:

«Es tiempo de protestar contra el capcioso conato, exonerando a Jorge Manrique de la responsabilidad que una posteridad memorista, aunque de mala memoria, más pegada siempre a la letra que al espíritu de los libros y de los autores, pretende echarle encima.» (op. cit.: 127)

Los exégetas —dice JCM— leyeron estos versos de Manrique: «… como a nuestro parecer/ cualquiera tiempo pasado/ fue mejor.» Y no fueron más allá de la frase «cualquiera tiempo pasado fue mejor», y le endosaron al autor el sambenito de ser un panegirista del pasado. Y, después de abundar con argumentos en contra de esa imputación, JCM concluye:

Jorge Manrique no es responsable sino de su poesía. No le imputemos ningún lema ajeno a su verdadero pensar. Releamos sus versos sin atenernos a especiosos fragmentos, ficticiamente recortados. Con su poesía tiene que ver la tradición, pero no los tradicionalistas. Porque la tradición es, contra lo que desean los tradicionalistas, viva y móvil. La crean los que la niegan, para renovarla y enriquecerla. La matan los que la quieren muerta y fija, prolongación del pasado en un presente sin fuerzas, para incorporar en ella su espíritu y para meter en ella su sangre. (op. cit.: 129-130).

Y, obviamente, el espíritu del autor está en sus letras, y a él se debe acceder a través de esas letras pero con una interpretación auténtica, fidedigna. Quedarse en la letra puede devenir tergiversación. «Lenin nos prueba —escribe JCM— en la política práctica, con el testimonio irrecusable de una revolución, que el marxismo es el único medio de proseguir y superar a Marx».6 Aquí se puede decir que la única manera de proseguir y superar a Mariátegui es relacionando su letra con el marxismo, vale decir, destacando su espíritu clasista, revolucionario, o sea que los indicados a hacerlo son los marxistas, proletarios y revolucionarios, y no los ideólogos pequeño o gran burgueses que buscan —con interpretaciones sesgadas de sus textos y sus contextos— castrar, precisamente, lo esencial de su marxismo: el clasismo revolucionario.

        Esa advertencia de morigerar las citas textuales, desde luego, es mucho menos aplicable a los casos en que se hacen como «selecciones» o «antologías», porque en ellos el objetivo es proporcionar material de lectura para que el lector interesado en temas específicos lo utilice con menor esfuerzo, y si se hace indicando la fuente, se ve que la honestidad es mayor ya que se da la oportunidad de ubicar en el contexto lo que ha sido extraído de ahí. Y, si de honestidad se trata, pongamos el ejemplo de un estudioso francés Roger Scarpit, quien —en la introducción a su Historia de la literatura francesa— escribe lo siguiente:

Intencionalmente hemos confundido realismo y naturalismo, y hemos separado dadaísmo y surrealismo. Y lo hemos hecho así porque tal es nuestra perspectiva, nuestra visión de la literatura francesa: al no exponerla francamente por temor a las críticas, hubiéramos pecado de falta de honestidad intelectual (p. 10).

La honestidad intelectual obliga a sustentar lo «descubierto» en una lectura, de la única forma como se debe hacer: citando textualmente la idea en la cual se cree haber descubierto un sentido «nuevo», y no enunciando solo ese «descubrimiento». En tal sentido, se puede aducir en defensa del sistema de citas que no necesariamente conduce a «solidificar» (anquilosar, reificar) el pensamiento estudiado; con él se puede buscar la fidelidad con el pensamiento del autor de que se trate, pues de lo contrario sus ideas deberán ser parafraseadas o interpretadas con el riesgo de la tergiversación o la manipulación. Y esto creo haberlo detectado en el texto que aquí estoy comentando de ACP. Por ejemplo, para referirse al tema específico de la literatura peruana dice de JCM —sin citarlo— que tiene la «explícita voluntad [de] contribuir al surgimiento y consolidación de una literatura nacional pe-ruana». Pero una lectura atenta de los textos de JCM revela que no existe esa explícita voluntad referida a la literatura escrita en el Perú.

        Lo que, de hecho, se nota es que ACP ha realizado una paráfrasis de la frase que figura en el prólogo a 7 Ensayos..., en donde se lee: «Tengo una declarada y enérgica ambición: la de contribuir a la creación del socialismo peruano.» Y al haber hecho esa transposición de términos mezclando dos conceptos distintos y distantes (que es una manera de citar impropia) ha incurrido en el error que empezó recusando. Porque JCM, en ningún momento del séptimo ensayo —ni tampoco en otro de sus textos— dice tener la explícita voluntad de «contribuir al surgimiento y consolidación de una literatura nacional peruana», pues, en todo caso, tendría que haberlo hecho produciendo literatura y no metaliteratura. Esta se encarga de estudiar a aquella, que es producida por los literatos, y son estos los que contribuyen a su surgimiento o consolidación. El crítico o estudioso de la literatura —que era el caso de JCM— no hace sino constatar si se cumplió o no ese objetivo.

        Lo que se propuso, explícitamente, JCM en su séptimo ensayo fue someter a juicio (en la acepción judicial del término) a la literatura peruana, y, en ese sentido, precisa que en ella no hay unidad, por el contrario, dice que se la puede estratificar en tres períodos: colonial, cosmopolita y nacional; es decir, que dentro de la literatura peruana en general ubica a la nacional, en particular, con lo cual está planteando su diferenciación, y su no homogeneidad, ergo, no se puede confundir literatura peruana, con literatura nacional, como una sola y misma cosa.7

        En una entrevista periodística, en el año 1994, la poeta Blanca Varela dijo: «La poesía es una sola.» Y esa es una verdad axiomática. Como lo es decir lo mismo de la pintura o la música, etc. Como lo es la humanidad. Pe-ro, así, es una abstracción: hacerse una «idea» de la poesía, prescindiendo de todos los poemas en concreto. Y una idea sin objetos es una idea de nada. Cuando hablamos de los poemas, en particular, nos alejamos de la abstracción «poesía» para enfrentarnos con realidades y verdades específicas. Y estas no son las mismas para todos los individuos humanos, aunque sí lo sean para la humanidad en abstracto. La humanidad real, lamentablemente, está dividida. Es cierto que esta división es perniciosa y perjudicial para la humanidad misma, cuya felicidad se cifra en el entendimiento armónico de sus partes. Pero esto es lo ideal. Lo que se da en lo real es diferente. Pero eso no impide que se las estudie en su propia especificidad. Decía Marx: «Como vemos, cuando hacemos un análisis objetivo del mecanismo capitalista, ciertas tareas infamantes, que le caracterizan excepcionalmente, no pueden servirnos de subterfugio para eludir dificultades teóricas».8

        El hecho de omitir las citas textuales —por mínimas o extensas que estas sean— depara el riesgo de tergiversar las ideas del autor tratado. Y ese riesgo aumenta cuando, en lugar de citar al mismo autor comentado, se recurre a la paráfrasis o interpretación que ha hecho otro comentarista. Para ilustrar esto, pongo un ejemplo de otro autor. El médico psiquiatra Jo-sé Li Ning hace referencia a la discriminación racial que sufrieron los inmigrantes chinos y japoneses en los años cercanos a la segunda guerra mundial. Y dice: «Políticos e intelectuales se sumaron a la campaña persecutoria que respondió a intereses de los grupos políticos, aun de los más progresistas de la época, siempre en relación con la superioridad étnica, sus acciones reflejaron que el pensamiento de la ilustración peruana no estuvo nunca distante de aquel de quienes preconizaban la superioridad racial aria.»9. Y a renglón seguido, para reforzar su idea, cita a otro autor que dice:

En el Perú, a partir de 1934 se desató una campaña antijaponesa a través del diario “La Prensa”, bajo el nombre de “La in-filtración japonesa”, y que se desarrolló durante varios años […] Además del diario La prensa [sic: ya sin comillas], participó en la campaña periodística una serie de pasquines y órganos de difusión de agrupaciones políticas, como la fascista Unión Revolucionaria y el Partido Aprista (Morimoto, pp. 101-102).

Y Li Ning acota: «Esta reacción racista de rechazo a un grupo étnico a favor de otro, incluye la de Mariátegui» (Ibídem). Nótese que en la cita preceden-te, se resalta la fecha de 1934 para referirse a la «campaña antijaponesa»; sin embargo y sin reparar que a esa «campaña» no se puede sumar algo que hubo de ocurrir en años anteriores, Li Ning incluye a JCM cuyo deceso ocurrió cuatro años antes. Y, lo que es peor, lo hace sin citar al mismo JCM, para sustentar eso que está afirmando, sino que lo hace citando a un tercer autor, quien también omite la cita, solo lo «parafrasea». Veamos:

[…] en Siete (sic) ensayos de interpretación de la realidad peruana [el número siete en letras y todo el título sin cursiva] afirmaba que los chinos y los negros no habían aporta-do nada a la sociedad y cultura peruanas (Mariátegui 1988: 315-316). La razón de esta idea estaría en la doctrina que sostenía que los negros no son iguales a los seres humanos, y que los asiáticos son “razas decadentes” […] El encuentro del indigenismo con el nacionalismo resultó en la exclusión de los negros y chinos que fueron considerados inapropiados para la nación peruana (Yamawaki, 2002, p. 105).

Lamentablemente, las tres ediciones que manejamos de 7 Ensayos… (1958, 1968 y 1980, de la Biblioteca Amauta) tienen distinta paginación y no coinciden con los números de páginas que figuran en la cita (y ahí tampoco se especifica la editorial). Pero en las tres he encontrado lo que JCM dice sobre el tema (negros y chinos), y lo que dice (no lo que yo interpreto) está referido al nulo aporte cultural (no racial) de los negros y chinos que eran traídos como esclavos, no como individuos creadores de cultura. Dice, por ejemplo:

El chino y el negro complican el mestizaje costeño. […] El coolí chino es un ser segregado de su país por la superpoblación y el pauperismo. Injerta en el Perú su raza, mas no su cultura. […] El aporte del negro, venido como esclavo, casi como mercadería, aparece más nulo y negativo aun.10 […] No estaba en condiciones de contribuir a la creación de una cultura. (1958: 296-298; 1968: 270-271; 1980: 340-342).

En primer lugar, la frase ‘lo complican’ no debe interpretarse como ‘lo malogran’ sino como que hace más difícil su estudio.11 No es, pues, como se desprende de la cita de Yamawaki: que la idea de JCM «estaría en la doctrina que sostenía que los negros no son iguales a los seres humanos, y que los asiáticos son “razas decadentes”.» Todo lo contrario. JCM está admitiendo su integración como «razas», pero advirtiendo sus limitaciones culturales por su condición de ser —quienes fueron traídos en esa condición— personas esclavas o esclavizadas; porque —como dice Dante Castro Arrascue, refiriéndose a los chinos— «los que vinieron no eran embajadores de la ilustración oriental, sino esclavos». Por lo demás, se debe destacar que cuando JCM se refiere a los negros está hablando de lo ocurrido en la colonia, situación que se mantuvo hasta comienzos del siglo XX. Dante Castro hace también una precisa incisión a la presencia de la visión cultural (relacionada a lo literario) desde el interior de los grupos humanos distinguidos como chinos, dice: «La narrativa de los chinos en el Perú, escrita en castellano, ha sido hecha recién por Siu Kam Wen, a mediados de los 80 del siglo XX.» (Texto en Internet, igual que la cita precedente del mismo autor). Y en relación con los japoneses esa presencia se dio por la misma época con el narrador Augusto Higa y, bueno, también es el caso de José Watanabe. Y algo similar se puede decir en relación con los negros, a partir del trabajo de Nicomedes Santa Cruz, que se remontaría a los años 50 o 60 del siglo XX.12 Es más, en lo que se refiere al concepto de «raza» JCM tiene fuertes reparos. Dice:

Pero si la cuestión racial —cuyas sugestiones conducen a sus superficiales críticos a inverosímiles razonamientos zootécnicos— es artificial, y no merece la atención de quienes estudian concreta y políticamente el problema indígena, otra es la índole de la cuestión sociológica. El mestizaje descubre en este terreno sus verdaderos conflictos; su íntimo drama. El color de la piel se borra como contraste; pero las costumbres, los sentimientos, los mitos —los elementos espirituales y formales de esos fenómenos que se de-signan con los términos de sociedad y de cultura— reivindican sus derechos.13

Las citas hechas hasta aquí de JCM corresponden al séptimo ensayo. Pero ya en el tercero «El problema de la tierra», dice: «El coloniaje, impotente para organizar en el Perú al menos una economía feudal, injertó en esta elementos de economía esclavista. (…) La responsabilidad de que se puede acusar hoy al coloniaje, no es la de haber traído una raza inferior —este era el reproche esencial de los sociólogos de hace medio siglo14— sino de haber traído con los esclavos, la esclavitud, destinada a fracasar como medio de explotación y organización económicos de la colonia, a la vez que reforzar un régimen fundado solo en la conquista y en la fuerza.» (pp. 55-58). Y esa situación, que viene de la colonia, se verificaba aun a comienzos del siglo XX: «El carácter colonial de la agricultura de la costa, que no consigue aun liberarse de esta tara [la tara de «un régimen fundado solo en la conquista y en la fuerza»], proviene en gran parte del sistema esclavista» [es ese sistema esclavista y no las «razas» sometidas a él lo que está siendo juzgado por JCM]. Y continúa precisando lo actual que era para él dicho problema:

El latifundista costeño no ha reclamado nunca, hombres sino brazos. Por esto, cuando le faltaron los esclavos negros, les buscó un sucedáneo en los coolíes chinos. Esta otra importación típica de un régimen de “encomenderos” contrariaba y entrababa como la de los negros la formación regular de una economía liberal congruente con el orden político establecido por la revolución de la independencia. (Ibíd. Negrita del original).

Y en otro trabajo que trata sobre «Aspectos económico-sociales del problema sanitario», publicado un año antes a la edición de 7 ensayos…, en el que manifiesta su identificación humana con los trabajadores (sea cual fuere su color de piel —o su «raza»—: negros, chinos, indígenas), identificación obvia en alguien que ha adscrito a la doctrina que busca unir a todos los trabajadores del mundo en una sola causa de liberación, ahí escribía lo siguiente:

Cabe señalar la influencia que tienen en la cuestión de la salubridad rural la supervivencia del viejo régimen y espíritu latifundistas. El hacendado colonial de antiguo tipo, ha heredado de sus abuelos un criterio feudal, casi esclavista, en abierto conflicto con la valoración moderna del capital humano. La mentalidad de «negrero» no se sintió condena-da por la abolición de la esclavitud, dado que se le ofreció la oportunidad y los medios de subsistir al autorizarse el comercio de los coolíes. Por el bienestar del bracero aborigen, proveniente en gran parte de la sierra, esto es de regiones donde impera aun la servidumbre, el latifundista no manifiesta hoy un interés mayor que antaño por el bienestar del negro o del chino. (…) la sanidad tiene que triunfar no solo de la natural tendencia de las empresas a obtener los mayores rendimientos con los menores gastos, sino también del espíritu del señor feudal reacio a considerar al bracero humilde como a un hombre con derecho a un racional e higiénico tenor de vida.15

Como tales, esclavos, pues, era muy difícil —si no imposible— que los hombres y mujeres conformantes de esas razas y sectores laborales lograran revivir sus respectivas culturas originarias, aunque como individuos sí hubieran podido dejar algo meritorio: pienso en Pancho Fierro, para la pintura, o en José Manuel Valdés en poesía.16 Se ve, pues, que el prescindir de las ci-tas (que es lo que hace Yamawaki) lleva a realizar falsas paráfrasis o interpretaciones equivocadas de las ideas del autor tratado, y esto se hace más grave aun, si esas «paráfrasis» o interpretaciones sesgadas se admiten como válidas (que es lo que hace Li Ning).

        Obviamente, no estoy diciendo que las técnicas de la paráfrasis o la interpretación sean inválidas. En todo caso, se trata de hacer ver que tampoco el «sistema de citas» lo es —como sí lo pretendía ACP. Es más, para ratificar la validez de este sistema y, justamente, con perspectiva positiva de magisterio, recurrimos a la autoridad de un maestro del intelecto de Nuestra América, el cubano Juan Marinello17, quien en prólogo a un libro que recoge varias obras del argentino Aníbal Ponce, advierte un reparo a la profusión de citas que hace el maestro, y dice: «A veces, es cierto, quisiéramos camino más desembarazado y expedito —menos notas al pie de la página—, pero no olvidemos que un definidor de su talla y responsabilidad se ve forzado a destacar fuentes y raíces válidas a lectores que no las tienen a mano ni a su diario servicio. El trato con las obras citadas por Ponce puede ser la base de una buena cultura filosófica y sociológica, y no es ajeno el autor a la urgencia de ofrecer ese bagaje.»18

        Reitero, pues, que, contrariamente a lo dicho por ACP, la elusión de las citas textuales puede estar sesgando el pensamiento del autor tratado. Y es lo que creemos detectar en lo hecho y dicho por él. Y por supuesto, por lo que respecta a la diferenciación de la literatura tal como lo hace JCM, no estoy diciendo que sea ajena a ACP. Y esto se desprende de la lectura total de su texto; más aun, la constatación de esa disyunción —que, dice, se halla en JCM— lo lleva a esbozar una de sus propias tesis para estudiar la literatura peruana, su totalidad contradictoria19, su heterogeneidad:

«… queda en pie —dice ACP en el texto aquí comentado— una nueva alternativa para comprender nuestra literatura sin mutilar su pluralidad. No es que desaparezca el criterio de unidad, pero se le relativiza mediante un tratamiento histórico que permite pensar tanto en su paulatino y difícil logro, cuanto en el variado y problemático proceso que le antecede. Hoy se sabe que la unidad no se plasmó y hasta se puede pensar legítimamente que ese no es un objetivo deseable, pero, inclusive así, y gracias precisamente al pensamiento de Mariátegui, ahora se puede asumir como objeto de reflexión la heterogeneidad esencial de una literatura que no puede ser más unitaria que la desmembrada realidad de la que nace. En otras palabras: mientras la unidad no sea real (y pudiera ser que nunca lo sea del todo) la crítica no tiene por qué seguir violentando la naturaleza múltiple de nuestro proceso literario, buscando e imponiendo una unidad falaz y necesariamente empobrecedora…» (op. cit.: 55. Cursiva nuestra).

Obviamente, esa heterogeneidad de la literatura peruana ya se encuentra destacada en los planteamientos teórico-críticos de JCM. Y aquella unidad falaz y empobrecedora —como la llama ACP— no pasará de ser un anhelo, un deseo, un ideal. Como hemos visto en su última cita, ACP reconoce lo difícil si no imposible que es realizar o aspirar a esa «unidad», y es algo que en relación con el pensamiento de Mariátegui dice ser apodíctico, máxime si se reconoce que ese pensamiento está íntimamente imbricado a su concepción clasista revolucionaria, leamos lo anotado por ACP: «… cuando Mariátegui define en términos estrictamente históricos lo que entiende por nacional en la literatura peruana, cuando habla en concreto de un “período nacional”, está realizando una operación abiertamente ideológica: es nacional la literatura que asume, expresa y defiende los ideales e intereses del pueblo peruano. No otra cosa significan las siguientes y luminosas palabras de Mariátegui “lo más nacional de una literatura es siempre lo más hondamente revolucionario”.» (op. cit.: 59).

        Empero, cuando ACP —seguramente para evitar la cita textual de JCM— reemplaza el esquema de estudio clasista de JCM, basado en el hecho real e incontrastable de la lucha de clases, por el de la heterogeneidad, deja abierta la posibilidad de esa unidad que ha puesto en duda, y, más aun, que desliza la aspiración de ver realizada la existencia de una «literatura nacional peruana». Veamos cómo lo dice:

«la aceptación de la pluralidad heterogénea implica una doble e importantísima reivindicación: la del carácter nacional y la del estatuto artístico de todos los sistemas literarios que efectivamente se producen en el Perú, aunque no tengan relación estable con el sistema y proceso de la literatura que normalmente monopoliza este nombre.»

Y concluye el párrafo estableciendo que las manifestaciones literarias de toda índole producidas en el Perú «son literatura, de una parte, y son litera-tura nacional peruana, de otra.» (op. cit.: 56). Es decir, ya unificó lo que dijo que era casi imposible de unificarse. Y es «unificación» que no se puede sustentar con citas de JCM. Pregunto: ¿por eso sería que ACP recusaba el sistema de citas?
______________
(1) «Apuntes sobre la literatura nacional en el pensamiento crítico de Mariátegui», en: Varios (1980). Mariátegui y la literatura. Lima: Amauta, pp. 49-60.
(2) Actitud similar encontramos en Ricardo Portocarrero Grados: «Más que repetir hay que superar a Mariátegui», dice en: Alberto Flores Galindo y Ricardo Portocarrero Grados (2005). Invitación a la vida heroica. José Carlos Mariátegui: textos esenciales. Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú. p. XXXIV.
(3) Signos y obras. Lima: Amauta, 1959, p. 118.
(4) No se podría decir esto, por ejemplo, de Sócrates, a quien solo se le puede estudiar a través de lo que sus discípulos (Platón o Jenofonte) dicen que dijo. Y bien se sabe que lo dicho por Sócrates a través de Platón ya está cargado con mucho de la cosecha de este. Qué interesante hubiera sido poder cotejar lo dicho por Platón de lo que dijo Sócrates, si este hubiera sido citado por aquel.
(5) El artista y la época. Lima: Amauta, 1959, p. 18.
(6) Defensa del marxismo. Lima: Amauta, 1964, p. 105.
(7) Para JCM los términos de «nacional» y de «peruana» no son sinónimos, conversión sinonímica que, al final, veremos cómo ACP sí lo hace.
(8) El capital II. Madrid: EDAF, 1972, P. 285.
(9) José Li Ning Anticona (2014). Cosas de familia. Metáfora de la identidad en la poética de José Watanabe. Lima: Murrup Ediciones. p. 49.
(10) En lo cultural, no en lo racial… ¡debe insistirse! Y para determinar o precisar las expresiones de ‘nulidad o negatividad de ese aporte’ acudamos a una constatación histórica: recién a mediados del siglo XIX, en lo que Basadre define como la multitud religiosa, él dice que en las procesiones se podía espectar «la danza de los diablos, compuesta por negros y sirvientes, vestidos de modo extravagante, cubiertos los rostros con máscaras de diablos y animales, bailando desaforadamente y con rudo estrépito», y se daban también —agrega Basadre— reuniones a las que asistían «los negros aguadores y se dividían en bandos en medio de declamaciones soeces y jolgorio estragado, supervivencia quizá de añejos “autos sacramentales” a la vez que eslabón para el folklore y el teatro peruanos.» (La multitud, la ciudad y el campo, pp. 183-184).
(11) Con ese mismo sentido, don Manuel González Prada ya había escrito que: «Hay tal promiscuidad de sangres y colores, representa cada individuo tantas mezclas lícitas o ilícitas, que en presencia de muchísimos peruanos quedaríamos perplejos para determinar la dosis de negro y amarillo que encierran en sus organismos…» («Nuestros indios», Horas de Lucha).
(12) Habría que agregar aquí, a propósito de Nicomedes Santa Cruz, que él —como muchos otros falsos intérpretes de JCM— también arremetió en su contra acusándolo de racista y poniendo en duda su calidad de marxista. Y, en realidad, lo hace con argumentos que no resisten el menor análisis. Y lo mismo se puede decir de Marcel Velásquez, un crítico joven (aunque decrépito por su filiación ideológica con el más rancio ideario derechista: Riva-Agüero, Pardo y Aliaga, García Calderón, Loayza), y, precisamente, de Loayza dice que a diferencia de los que «sacralizan» a JCM, ofrece una crítica «más lúcida», y menciona supuestos «gruesos errores» resaltados por él —que sería ocioso ponerse a rebatir aquí—, errores a los que Velásquez suma otros que terminan con «su racismo contra negros y chinos que ya en su época era una posición retrógrada.» (2002: 30). Adhiero a la opinión de Dante Castro quien —de manera escueta pero contundente, refiriéndose a Nicomedes Santa Cruz— desvirtúa tales argumentos, y dice: «Creo que es suficiente, para no terminar haciendo un mal responso al fallecido decimista, porque de una respuesta a su artículo saldría toda una tesis». (Ibíd.)
(13) 7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana, 1980: 343.
(14) Nótese que aquí JCM hace una paráfrasis de lo sostenido por sociólogos de medio siglo atrás; y solo una lectura equivocada o malintencionada atribuiría a su pertenencia la frase «raza inferior».
(15) Peruanicemos al Perú Lima: 1972, pp. 115-116.
(16) José Manuel Valdés (1767–1843) fue médico, latinista, poeta, parlamentario y personaje ilustre de la sociedad limeña de finales del s. XVIII y mediados del s. XIX. (Cf. Milagros Carazas, El canto del tordo. Estudios Afroperuanos. Espacio virtual de reflexión y crítica sobre literatura y cultura afroperuanas). A propósito de José Manuel Valdés dice José de la Riva Agüero (y lo citamos sin que eso signifique que estemos de acuerdo con lo que dice): «Por lo que toca a la raza negra, como no puede reconocérsele nada que se asemeje siquiera a un ideal literario, y como solo por excepción y en débil grado ha influido por la herencia sobre los que en el Perú han cultivado la literatura, parece necesario ocuparse en ella. No habrá persona, por mayor sutileza crítica que se le suponga, que vea en los versos de D. José Manuel Valdés influencias de origen africano, y mediante la lectura de sus obras no adivinaríamos su condición de mulato. Con todo, si el asunto fuera menos escabroso, cabría señalar en determinados casos de petulancia o indisciplinable turbulencia, la parte debida a la raza negra.» (1962: 72. Cursiva del autor). Es evidente la inclinación racista de este autor. Con todo, no puede menos que reconocerse su aserto de que los negros en la época colonial (y es a la que se refiere JCM), en su condición de esclavos, difícilmente hubieran podido desarrollar un trabajo cultural sostenido y fructífero (y esto es aplicable a cualquier individuo en esa condición de esclavo, sea cual fuere el color de su piel, y es en ese sentido que JCM hace sus incisiones al referirse al tema).
(17) Juan Marinello y JCM se tenían aprecio mutuo, en El artista y la época, inserta la siguiente apostilla a una encuesta que hace la revista francesa Cahiers de l’Etoile: «… se creería llegar con excesivo retardo a su cita [de Cahiers de l’Etoile], si no encontrase en los últimos números de algunas revistas de América las primeras respuestas del mundo hispánico, entre ellas, 1a de Juan Marinello que tan deferente y elogiosamente me menciona.» (p. 30).
(18) Aníbal Ponce (1975). Obras. La Habana: Casa de las Américas, p. 10. Prólogo de Juan Marinello. Otro argumento a favor de las citas textuales de los autores tratados y sus respectivas referencias bibliográficas, en la dimensión magisterial, lo hemos encontrado en un libro del historiador Carlos Araníbar, y, dentro de él, en un ensayo referido a Jorge Basadre. Leamos: «Cuando fui estudiante, a menudo una alusión deslizada en sus escritos o encubierta en nota a pie de página me orientó hacia libros que hubiera tardado en descubrir por mi cuenta.» Araníbar (2013). Ensayos. Historia / Literatura / Música. Lima: Biblioteca Nacional del Perú, p. 93.
(19) Cf. Antonio Cornejo Polar (1989). La formación de la tradición literaria en el Perú. Lima: Centro de Estudios y Publicaciones.

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