La Personalidad de Jesús*
Karl
Kautsky
I. LAS FUENTES PAGANAS
CUALQUIERA
QUE SEA nuestra actitud hacia el cristianismo, en la forma en que lo conocemos,
debemos reconocerlo como uno de los fenómenos más gigantescos en la historia
humana. No podemos considerar sin intensa admiración a la Iglesia Cristiana,
que ha perdurado por cerca de veinte siglos, y que contemplamos todavía llena
de vigor, en muchos países, más poderosa aún que el Estado. Todo lo que, por
consiguiente, pueda contribuir a una comprensión de este impresionante
fenómeno, resulta un asunto de actualidad de extremada importancia y de gran
significación práctica; tal es nuestra actitud hacia el estudio en la historia.
El poder actual del cristianismo nos
lleva a considerar el estudio de sus inicios con mucho mayor interés que
cualquier otra investigación histórica, aunque solo nos hiciera retroceder dos
siglos;1 pero también hace la investigación de estos inicios más
difícil de lo que de otra manera hubiera sido.
La Iglesia Cristiana ha sido una
organización de dominio, bien en interés de sus propios dignatarios, o de los
dignatarios de otra organización, el Estado, donde éste ha logrado obtener el
control de la Iglesia. Quien batiese estos poderes tendría también que batir a
la Iglesia. La lucha por la Iglesia,
lo mismo que la lucha contra la
Iglesia, ha sido, por consiguiente, una causa
de partido, con la cual se hallan ligados los más importantes intereses
económicos. Por supuesto, esta condición parece obscurecer demasiado el
objetivo perseguido en un estudio histórico de la Iglesia, y por mucho tiempo
ha sido causa de que las clases dirigentes prohíban cualquier investigación, en
lo absoluto, de los principios del cristianismo, atribuyendo un carácter divino
a la Iglesia, que permanece por encima y más allá de toda la crítica humana.
La "culta" burguesía del siglo
XVIII consiguió finalmente poner en su lugar, de una vez para siempre, a este
divino halo. No fue posible hasta entonces la investigación científica del
cristianismo. Pero aunque parezca extraño, aun en el siglo XIX la ciencia laica
permaneció separada de este campo, considerándolo todavía como perteneciente al
dominio de la teología, y no concerniente para nada a la ciencia. Un gran
número de trabajos históricos escritos por los más importantes historiadores
burgueses del siglo XIX, tratando del período de la Roma Imperial, tímidamente
se refieren al más importante fenómeno de esta época, esto es, al surgimiento
del cristianismo. Así, Mommsen, en el volumen quinto de su Historia Romana, hace un detallado estudio de la historia de los
judíos y de los Césares, y no puede evadir en esta sección algunas menciones
ocasionales del cristianismo, pero el cristianismo aparece en su obra como un
hecho realizado, presuponiendo el conocimiento de su existencia. En resumen,
solamente los teólogos y sus oponentes, los propagandistas librepensadores, son
los que han mostrado hasta aquí algún interés en los principios del
cristianismo.
Pero no es precisamente cobardía lo que
ha impedido a los historiadores burgueses el ocuparse del origen del
cristianismo, toda vez que ellos producían solamente historia y no literatura
de controversia. Razón suficiente para no meterse en estas cuestiones era
quizás la desafortunada escasez de fuentes que tenemos disponibles para obtener
los conocimientos de la materia.
La cristiandad, de acuerdo con el
concepto tradicional, es la creación de un solo hombre, Jesucristo, y este
concepto no ha sido de ningún modo enteramente sustituido. Por supuesto, al
menos en los círculos "culturales", "ilustrados", Jesús no
es considerado ya un Dios, pero es todavía considerado como un personaje
extraordinario, quien se decide a encontrar una nueva religión y quien triunfa
en ese esfuerzo en grado tan notable y tan generalmente aparente. Este concepto
lo sostienen no solamente ilustrados teólogos, sino también librepensadores
radicales, distinguiéndose estos últimos de los teólogos solamente por la crítica
que hacen de la personalidad de Jesús, de la que tratan, en todo lo posible, de
sustraer todo lo que sea noble.
Sin embargo, aun antes del final del
siglo XVIII, el historiador inglés Gibbon, en su Historia de la Decadencia y Caída del Imperio Romano (escrita de
1774 a 1788), señala con delicada ironía el hecho sorprendente de que ninguno
de los contemporáneos de Jesús hubiese informado algo acerca de él, a pesar de
atribuírsele la realización de tan maravillosos hechos.
"¿Pero cómo excusaremos la supina
inatención del mundo pagano y filosófico para aquellas evidencias que fueron
presentadas por la mano del Omnipotente, no a sus razones, sino a sus sentidos?
Durante la época de Cristo, de sus apóstoles y de sus primeros discípulos, la
doctrina que predicaban se confirmaba por innumerables prodigios. El cojo
andaba, el ciego veía, el enfermo era curado, el muerto resucitado, los
demonios expulsados, las leyes de la Naturaleza eran suspendidas frecuentemente
para beneficio de la Iglesia. Pero los sabios de Grecia y de Roma volvían la
espalda al imponente espectáculo, y, prosiguiendo las ocupaciones ordinarias de
la vida y el estudio, aparecían inconscientes a cualquier alteración del gobierno
moral o físico del mundo."
De
acuerdo con la tradición cristiana, toda la tierra, o al menos toda la
Palestina, se cubrió de tinieblas durante tres horas después de la muerte de
Jesús. Esto tuvo lugar durante la vida de Plinio, el Viejo, quien dedicó un
capítulo especial en su Historia Natural
a los eclipses; pero no dice nada de este eclipse. (Gibbon, Capítulo xv. Decadencia y Caída, Londres, 1895,
volumen n, págs. 69-70.)
Pero prescindiendo de estos milagros, es
difícil de entender cómo un carácter como el de Jesús de los Evangelios, que,
de acuerdo con lo que se dice, levantó tal conmoción en la mente de los
hombres, pudiese llevar adelante su agitación y morir finalmente como un mártir
de su causa sin lograr que los hebreos y paganos contemporáneos le dedicasen
una sola palabra.
La primera mención de Jesús por un no
cristiano la encontramos en Antigüedades
Judías de Josefo Flavio. El Tercer Capítulo del Libro Decimoctavo, que
trata del procurador Poncio Pilatos, dice, entre otras cosas:
"Por este tiempo vivió Jesús, un
hombre sabio, si es que se le puede nombrar hombre, porque realizó milagros y
fue un maestro de los hombres, quienes gustosamente aceptaban su verdad, y
encontró muchos partidarios entre los judíos y los helenos. Este hombre era el
Cristo. Aunque Pilatos lo crucificó basándose en la acusación de los hombres
más sobresalientes de nuestro pueblo, no obstante aquellos que primero lo
amaron permanecieron fieles a él. Porque en el tercer día se les apareció,
resucitado a una nueva vida, justamente como los profetas de Dios habían
profetizado este y miles de otros milagros. De él toman los cristianos el
nombre; su secta no ha cesado desde entonces".
Josefo
otra vez habla de Cristo en el Libro Vigésimo, Capítulo Noveno, I, diciendo que
el Alto Sacerdote Anano, bajo el gobierno del Gobernador Alvino (en tiempo de
Nerón), "consiguió llevar ante los tribunales y apedrear a Jaime, hermano
de Jesús, llamado el Cristo, conjuntamente con otros, acusados de violar la
Ley".
Estas evidencias han sido siempre muy
estimadas por los cristianos, porque son la palabra de uno no cristiano, de un
judío y fariseo, que nació en el año 37 d. C, que vivió en Jerusalén y quien,
por consiguiente, pudo muy bien tener información auténtica relativa a Jesús.
Más aún, su testimonio es de lo más importante, puesto que, siendo judío, no
tenía motivo para colorear los hechos en favor de los cristianos.
Pero precisamente este elogio excesivo
de Cristo por el piadoso judío hace sospechoso este pasaje de su obra, aun para
el estudiante advenedizo. Su autenticidad ya fue puesta en duda en el siglo XVI,
y ahora se tiene la certeza de que es una falsificación, no habiendo sido
escrito, en lo absoluto, por Josefo.2
Dicho pasaje fue agregado, durante el
siglo tercero, por un copista cristiano, quien evidentemente se sintió ofendido
por el silencio de Josefo al no dar alguna información concerniente a la
persona de Jesús, mientras repite los más infantiles chismes de Palestina. Este
piadoso cristiano comprendió con razón que la ausencia de semejante mención
equivalía a la negación de su existencia (la de Jesús D. R.), o, al menos, de
la importancia de su salvador, pero el descubrimiento de su interpolación
prácticamente se ha convertido en una evidencia contra Jesús.
El pasaje concerniente a Jaime es
también de muy dudosa naturaleza. Es verdad que Orígenes, que vivió de 185 a
254 d. C, menciona, en su comentario sobre Mateo, un pasaje de Josefo
concerniente a Jaime. En conexión con esto subraya que es peculiar que Josefo,
a pesar de todo, no creyese en Jesús como el Cristo. De nuevo cita esta
información de Josefo sobre Jaime en su polémica contra Celso, y de nuevo
señala el escepticismo de Josefo. Estas palabras de Orígenes constituyen una de
las evidencias demostrativas de que en el original de Josefo no existía el
pasaje concerniente a Jesús en el que reconoce a éste como al Cristo, el Mesías.
Ahora aparece que el pasaje relativo a
Jaime, que Orígenes encontró en Josefo, es también interpolación de un
cristiano, porque este pasaje, según lo cita Orígenes, es completamente
diferente del contenido en los manuscritos de Josefo que nos han sido
transmitidos. La cita de Orígenes representa la destrucción de Jerusalén como
un castigo por la ejecución de Jaime. Esta interpolación no pasó a otros
manuscritos de Josefo, y por consiguiente no se ha preservado. Pero, por otro
lado, el pasaje que nos ha sido transmitido en los manuscritos de Josefo no es
citado por Orígenes, mientras que menciona tres veces los otros en diversas
ocasiones. Y esto a pesar del hecho de que Orígenes citó cuidadosamente todas
las evidencias de Josefo que parecieran favorecer la fe cristiana. Es
razonable, por consiguiente, presumir que el pasaje en Josefo que nos ha sido
transmitido es también una falsedad, y que fue interpolado por algún cristiano
piadoso, para mayor gloria de Dios, después de los tiempos de Orígenes, pero
con anterioridad a los de Eusebio, que los citó.
No solamente la mención de Jesús y Jaime,
en Josefo, sino también la de Juan Bautista (Antigüedades, XVIII, Capítulo v, 2) es sospechosa de interpolación.3
Por consiguiente, desde principios del
siglo II, nos encontramos a cada paso con interpolaciones cristianas en la obra
de Josefo. Su silencio referente a los principales personajes de los Evangelios
era demasiado impresionante, y tuvo que ser alterado.
Pero aun si consideramos las
informaciones relativas a Jaime como genuinas, demostrarían, cuando más, que
existió un Jesús a quien se llamó el Cristo, esto es, el Mesías. Posiblemente
no podrían probar más que eso. "Pero aun admitiendo el pasaje como
genuino, no sería más fuerte que un hilo de araña, sobre el cual la crítica
teológica encontraría difícil suspender una forma humana. Hubo muchos pseudo Cristos
en tiempo de Josefo y hasta entrado el siglo II, de los que no tenemos más que
una mención sumaria. Hubo un Judas de Galilea, un Theudas, un egipcio desconocido,
un samaritano y un Bar Kochba. Puede muy bien haber habido un Jesús entre ellos.
Jesús era un nombre muy familiar entre los judíos: Josías, Josué, el
Salvador."4
El segundo pasaje en Josefo nos informa,
a lo más, que entre los agitadores que entonces operaban en la Palestina, como
mesías, como los ungidos del Señor, había uno llamado Jesús. El pasaje no nos
dice nada en lo absoluto concerniente a su vida y a su obra.
La siguiente mención de Jesús, en un
historiador no cristiano, se encuentra en los Anales del historiador romano Tácito, escritos alrededor del año
100 d. C. En el Libro Decimoquinto se describe el incendio de Roma bajo Nerón,
y se lee en el Capítulo XLIV:
"A fin de contrarrestar el rumor
(que señalaba a Nerón como el culpable de esta conflagración) él acusó a
personas llamadas por las gentes cristianos y quienes eran odiados por sus
fechorías, culpándolos y condenándolos a los mayores tormentos. El Cristo, de
quien habían tomado el nombre, había sido ejecutado en el reino de Tiberio por
el procurador Poncio Pilatos; pero aunque esta superstición había sido
abandonada por un momento, surgió de nuevo, no sólo en Judea, el país original
de esta plaga (mali),
sino en la misma Roma, en cuya ciudad cada ultraje y cada vergüenza (atrocia
aut pudenda) encuentra un hogar y una
amplia diseminación. Primero, unos pocos fueron detenidos y confesados, y,
después, basándose en su denuncia, un gran número de otros, quienes no eran
acusados del crimen del incendio, sino del odio a la humanidad. Su ejecución constituyó
una diversión pública; fueron cubiertos con las pieles de fieras y después
devorados por perros, crucificados o llevados a la pira y quemados al venir la
noche, iluminando la ciudad. Para este espectáculo Nerón facilitó sus jardines,
y aun preparó juegos de circo en los cuales él se mezcló con el pueblo en el
traje de carretero, o montando en un carro de carrera. Aunque estos hombres
eran criminales que merecían los más severos castigos, había una pública
simpatía hacia ellos, pues parecía que no eran sacrificados por el bien
general, sino por la crueldad de un solo hombre."
Este
testimonio ciertamente que no es una falsedad inventada por los cristianos en
favor de los cristianos. Por supuesto su veracidad ha sido atacada, pues Dio
Casio no conoce nada de una persecución a los cristianos bajo Nerón. Sin
embargo, Dio Casio vivió un siglo más tarde que Tácito. Suetonio, que escribió
no mucho después que Tácito, informa en su biografía de una persecución de
cristianos, "gente que había abrazado una nueva y perniciosa
superstición". (Capítulo XVI.)
Pero de Jesús, Suetonio no nos dice nada
en lo absoluto, y Tácito ni siquiera nos transmite su nombre. Cristo, la
palabra griega por "el ungido", no es otra cosa que la traducción
griega de la palabra hebrea "mesías". Referente a las actividades de
Cristo y el contenido de sus enseñanzas, Tácito no tiene nada que decir.
Y esto es todo lo que nos dicen de Jesús
las fuentes no cristianas del primer siglo de nuestra era.
II. LAS FUENTES CRISTIANAS
¿Pero
no fluyen las fuentes cristianas más abundantemente? ¿No tenemos en los Evangelios
las más minuciosas narraciones de la enseñanza e influencia de Jesús?
No hay duda de que son minuciosas. Pero
su admisibilidad es un asunto completamente distinto. El ejemplo de la falsedad
en Josefo nos ha dado a conocer un rasgo característico de los primitivos
historiadores cristianos, esto es, su completa indiferencia hacia la verdad.
Estos escritores no se preocupaban de la verdad, sino de hacer ver las cosas
como les interesaba, y no tenían delicadeza en la selección de los medios.
Para ser completamente justos, tenemos
que admitir que a este respecto no eran diferentes a sus tiempos. La literatura
religiosa judaica no era nada mejor, y los movimientos místicos "paganos”,
anteriores y siguientes al inicio de la era cristiana, eran culpables de la
misma ofensa. La credulidad del público, el deseo de crear un efecto, lo mismo
que una falta de confianza en sus propias habilidades, la necesidad de
agarrarse a autoridades sobrehumanas, la falta de un sentido de la realidad,
cualidades cuyas causas examinaremos más tarde, viciaban entonces toda la
literatura, especialmente donde se desviaba de las líneas tradicionales.
Encontraremos muchas pruebas de esto en la literatura cristiana y judaica. Pero
el hecho es que los filósofos místicos se inclinaban también en esta dirección
(por supuesto, se hallaban íntimamente relacionados con el cristianismo), como
lo demuestran, por ejemplo, los neopitagóricos, una secta que surgió en el
siglo anterior al nacimiento de Cristo. Su doctrina, una mezcla de platonismo y
estoicismo, rica en fe revelada, hambrienta de milagros, pretendía ser la
enseñanza del antiguo filósofo Pitágoras, que vivió en el siglo VI a. C. y de
quien se sabe muy poco. Así, era lo más fácil atribuirle a él todas las cosas
que necesitaban la autoridad de algún gran nombre.
"Los
neopitagóricos deseaban ser considerados como verdaderos discípulos del antiguo
filósofo samio; para poder presentar sus enseñanzas como genuinamente
pitagóricas, tomaron esta innumerable y falsa representación literaria, y sin
vacilación atribuían todas las cosas, sin consideración de su novedad o de su
origen platónico o aristotélico, bien conocido, a Arquitas o a Pitágoras."5
Lo
mismo ocurre con la primitiva literatura cristiana, que está en un estado tal
de confusión, que ha requerido el trabajo diligente de algunas de las más
brillantes inteligencias del siglo pasado para su aclaración y ordenamiento,
sin haber obtenido un resultado muy satisfactorio.
Señalaremos en un solo caso cuán grande
es la confusión que resulta de la mezcla de los más variados conceptos del
origen de los primitivos escritos cristianos. El caso que señalamos es la
Revelación de San Juan, una nuez especialmente dura de cascar. Pfleiderer dice
lo siguiente sobre este asunto en su libro El
Cristianismo Primitivo, sus Escritos y sus Enseñanzas:
"El Libro de Daniel era el más
antiguo de estos apocalipsis, y da el modelo para toda la serie. Cuando se
buscó la llave de la interpretación de las visiones de Daniel en los
acontecimientos de la guerra judaica en tiempo de Antioco Epifanes, se presumió
con razón que el Apocalipsis de Juan debía explicarse por las circunstancias de
su época. De conformidad con esto, cuando el misterioso número 666, en el
Capítulo XIII, versículo 18, fue interpretado casi simultáneamente por varios
estudiosos (Benary, Hitzig y Reuss) del valor numérico de las letras hebreas,
como significando el Emperador Nerón, se llegó a la conclusión, por una comparación
de los Capítulos XIII y XVII, que el apocalipsis se originó poco después de la
muerte de Nerón, el año 68. Este criterio prevaleció durante algún tiempo,
especialmente en la temprana escuela Tübingen, la cual, sobre la presuposición,
a la que se sostiene todavía firmemente, de la composición del libro por el
Apóstol Juan, supuso que la llave de todo el libro tenía que encontrarse en el
conflicto de partidos entre judaizantes y partidarios de Pablo, una
interpretación que no pudo llevarse adelante sin gran arbitrariedad
(especialmente sospechosa en Volkmar). Un nuevo impulso hacia una más completa
investigación del problema tuvo lugar en 1882 por un discípulo de Weizsäcker,
Daniel Volter, quien formuló la hipótesis de una repetida revisión y extensión
de un documento fundamental entre 66 y 170 (fijando, más tarde, 140, como el
límite más bajo). El método de la crítica documental, aquí aplicado, sufrió en
los quince años siguientes las más numerosas variaciones. Vidier tomó un
documento judaico como la base, el cual había sido producido por un escritor
cristiano; Sabatier y Schon, por otro lado, tomaron un documento cristiano en
el cual se habían interpolado materiales judaicos; Weiland distinguió dos
fuentes judaicas que databan de los tiempos de Nerón y de Tito, y un editor
cristiano del tiempo de Trajano; Spitta distinguía un documento fundamental
cristiano del año 60 d. C, dos fuentes judaicas del 63 a. C. y del 40 d. C, y
un redactor cristiano del tiempo de Trajano; Schmidt, tres fuentes judaicas y
dos redactores cristianos; Volter (en un segundo trabajo en 1893), un
apocalipsis original del año 62, y cuatro revisiones bajo Tito, Domiciano,
Trajano y Adriano. La consecuencia de todas estas hipótesis, mutuamente
opuestas y más o menos complicadas, fue, finalmente, que el no iniciado
recibiese la impresión de que nada es cierto y nada imposible en el campo de la
crítica del Nuevo Testamento (Jülicher, Introducción,
pág. 287)."6
Pero
Pfleiderer no obstante creía "que las investigaciones diligentes de los
dos últimos siglos" habían producido "un resultado definido";
sin embargo, apenas se atreve a decirlo en muchas palabras, sino que dice
"así me parece a mí". Conclusiones razonables y seguras, en lo que
respecta a la primitiva literatura cristiana, solamente se han formulado, casi
sin excepción, en su aspecto negativo: la certeza de aquello que es
verdaderamente falso.
Es cierto que solamente una pequeña
minoría de primitivas obras cristianas fueron escritas realmente por los
autores a quienes se les atribuye, que en la mayor parte se originaron con
bastante posterioridad a las fechas comúnmente asignadas, y que sus textos
originales han sido en muchos casos terriblemente deformados por posteriores
revisiones y adiciones. Finalmente, es cierto que ninguno de los Evangelios u
otros trabajos primitivos cristianos fueron escritos por un contemporáneo de
Jesús.
El llamado Evangelio de San Marcos se
considera ahora como el más antiguo de los Evangelios; seguramente no fue
escrito antes de la destrucción de Jerusalén, que el autor representa como
profetizada por Jesús y la cual, en otras palabras, tuvo ya que haberse
realizado cuando se escribió el Evangelio. Por consiguiente, fue escrito
probablemente no menos de medio siglo después de la fecha señalada como la de
la muerte de Jesús. Lo que tiene que contar es, por lo tanto, el producto de
una evolución de la leyenda durante medio siglo.
Después del de Marcos viene el de Lucas,
luego el llamado de Mateo y finalmente el de Juan, a mediados del segundo siglo,
y por lo menos un siglo después del nacimiento de Cristo. Mientras más
avanzamos en el tiempo, más milagrosos se hacen estos Evangelios. Por supuesto,
los milagros ocurrían ya en el de San Marcos, pero son bastante inocentes
comparados con los posteriores. Así, en el caso de las resurrecciones, Marcos
presenta a Jesús llamado junto al lecho de la hija de Jairo que está a punto de
morir. Todos creen que está muerta, pero Jesús dice: "La doncella no está
muerta sino dormida", y pone la mano sobre ella, y ella se levanta.
(Marcos, Capítulo V.)
En Lucas tenemos la vuelta a la vida del
joven de Naín. Cuando Jesús lo encontró había transcurrido ya, desde la muerte,
tiempo suficiente para hallarse en camino del cementerio; Jesús lo levantó de
su féretro. (Lucas, Capítulo VII.)
Para San Juan estos hechos no son
suficientemente fuertes. En el Capítulo Onceno reporta la resurrección de
Lázaro, quien "hacía cuatro días que estaba muerto". De esta manera
Juan bate el record.
Pero los evangelistas eran hombres extremadamente
ignorantes y sus ideas concernientes a las materias de las que escribían eran
completamente erróneas. Así, Lucas nos presenta a José viajando con María desde
Nazaret a Belén, en ocasión de un censo imperial romano, con el resultado de
que Jesús naciera en Belén. Pero semejante censo no fue levantado bajo Augusto.
Por consiguiente, Judea no vino a ser provincia romana sino después de la fecha
señalada para el nacimiento de Cristo. En el año 7 d. C. se hizo realmente un
censo, pero los censores fueron a las habitaciones de la población. No fue
necesario ir a Belén.7
Tendremos ocasión de volver a este
punto. Pero agregaremos ahora otros datos. El procedimiento con motivo del
juicio de Jesús ante Poncio Pilatos no está de acuerdo con las leyes judaicas
ni con las romanas. Hasta en los casos donde los evangelistas no están
relatando milagros, con frecuencia presentan situaciones falsas e imposibles.
Y la trama así urdida en un
"Evangelio" sufrió muchos más cambios a manos de posteriores
"editores" y copistas, para la edificación de la fe.
Por ejemplo, los mejores manuscritos de
Marcos terminan con el Capítulo XVI, versículo 8, en el momento en que las
mujeres están mirando a Jesús muerto en la tumba, pero encuentran en su lugar a
un joven con una túnica blanca y larga; por lo que dejaron la tumba y "se
sintieron atemorizadas".
Nuestra versión tradicional no termina
en este punto, pero lo que sigue fue escrito mucho después. Sin embargo,
posiblemente el trabajo no pudo haber terminado en el versículo 8, como se
describe más arriba. Renán ya supuso que lo que seguía había sido agregado en
el interés de la buena causa, porque contenía algún material que podía entrar
en conflicto con una interpretación posterior.
Por otro lado, Pfleiderer y otros,
después de una agotante investigación, llegaron a la conclusión de "que el
Evangelio de Lucas primitivamente no contenía nada del origen sobrenatural de
Jesús, sino que esta historia surgió más tarde y fue interpolada en el texto
adicionando los versículos 34 y ss.8 en el Capítulo I, e
intercalando las palabras "como se suponía" en el III, 23".9
En vista de lo anterior, no es un
milagro que ya en la primera parte del siglo XIX los Evangelios empezaran a ser
considerados, por muchos estudiosos, como completamente carentes de valor como
fuentes para la biografía de Jesús, y Bruno Bauer llegó hasta negar
absolutamente la realidad histórica de Jesús. Es natural que los teólogos
fueran no obstante incapaces de abandonar los Evangelios y de que hasta los más
liberales hicieran todos los esfuerzos, por mantener su autoridad. ¿Qué
quedaría del cristianismo si la personalidad de Cristo tuviese que ser
abandonada? Pero a fin de salvarla se ven obligados a recurrir a las más
ingeniosas deformaciones y combinaciones.
Así, Harnack, en sus conferencias sobre
lo esencial del cristianismo (1900), declaró que David Friedrich Strauss pudo
haber pensado que estaba echando en saco roto el valor histórico de los
Evangelios, pero el trabajo histórico y crítico de dos generaciones ha logrado,
no obstante, levantar esta realidad, otra vez, en una gran medida. Por supuesto
los Evangelios no son trabajos históricos, ni han sido escritos para presentar
hechos según ocurrían, sino que tienen la intención de ser documentos
constructivos. "Sin embargo, no son inútiles como fuentes históricas,
especialmente dado que su propósito no es el que fue impuesto desde fuera, sino
que en muchos aspectos coinciden con las intenciones de Jesús.' (Página 14.)
¿Pero qué podemos saber acerca de las
intenciones de Jesús fuera de lo que nos dicen los Evangelios? Todo el
razonamiento de Harnack en apoyo de la admisibilidad de los Evangelios como
fuentes para la vida de Jesús meramente prueba cuan imposible es presentar una
evidencia segura y decisiva en esta dirección.
Posteriormente, en su tratado, Harnack
mismo se ve forzado a admitir que todo lo reportado por los Evangelios
concerniente a los primeros treinta años de la vida de Jesús no es histórico,
igualmente que todos los incidentes de fechas posteriores pueden probarse el
ser imposibles o el haber sido inventados. Pero le agrada, a pesar de todo,
preservar el resto como hecho histórico. El cree que todavía retenemos "un
cuadro vivo de las enseñanzas de Jesús, del fin de su vida y de la impresión
que hizo en sus discípulos". (Página 20.)
¿Pero cómo sabe Harnack que las prédicas
de Jesús han sido tan fielmente representadas en los Evangelios? Los teólogos
son mucho más escépticos cuando abordan el asunto de la reproducción de otros
sermones de aquellos días. Así, encontramos al colega de Harnack, Pfleiderer,
que nos dice en su libro El Cristianismo
Primitivo:
"Argumentar acerca de la
veracidad de este o de aquel sermón en los Hechos, es realmente absurdo. Basta
sólo pensar en todas las condiciones que serían necesarias para poder
considerar como exacto, o al menos como correcto, en términos generales,
semejantes discursos. Habría sido necesario que hubiesen sido escritos
inmediatamente ipor algunos de los presentes (en verdad, para obtener un
registro exacto, habrían tenido que ser tomados en taquigrafía), y estas notas
de los varios discursos tendrían que haber sido conservadas por más de medio
siglo por los oyentes, quienes en su mayor parte eran judíos o paganos hostiles
o indiferentes a lo que se decía, y finalmente reunidas por el historiador en
las más diversas localidades. Cualquiera que haya pensado alguna vez
diáfanamente en estas imposibilidades comprenderá, de una vez, cómo debe
considerar estos discursos, que, en realidad, en los Hechos como en todos los
historiadores seculares de la Antigüedad, los discursos son composiciones
libres en las que el autor hace hablar a sus héroes como cree que pudieron
haber hablado bajo las circunstancias del momento?”10
¡Exacto!
¿Pero por qué no se aplica también este razonamiento a los sermones de Jesús
que se hallan colocados (en el tiempo), respecto a los autores de los
Evangelios, más allá que los discursos en los Hechos respecto a los Apóstoles?
Porque los sermones de Jesús en los Evangelios no son otra cosa sino discursos
que los autores de estos anales deseaban que Jesús hubiese dictado.
Efectivamente, los discursos, según han sido transmitidos, contienen numerosas
contradicciones; expresiones que son a veces rebeldes, y en otras ocasiones
sumisas, y que pueden explicarse solamente por el hecho de que entre los cristianos
se hallaban presentes varias tendencias, cada una de las cuales adaptaba los
discursos de Cristo, en su tradición, a sus propias necesidades. Daré otro
ejemplo de la manera audaz con que procedían los evangelistas en estos asuntos.
Compárese el Sermón de la Montaña, como lo registra Lucas, con el registrado en
Mateo. En Lucas es todavía una glorificación del pobre, una condenación del
rico. En los días de Mateo a muchos cristianos no les gustaban ya esas cosas, y
el Evangelio de San Mateo, por consiguiente, transforma al pobre que será
bendecido en el pobre de espíritu, mientras que se omite totalmente la
condición de rico. Si ésta era la manera de tratar los sermones que ya han sido
anotados, ¿qué razones tenemos para creer que los discursos que se afirma Jesús
pronunció, medio siglo antes de ser registrados, son fielmente repetidos en los
Evangelios? En primer lugar, es absolutamente imposible, por simple tradición
oral, preservar fielmente, por un periodo de cincuenta años después de
pronunciado, el vocabulario de un discurso que no fue registrado en seguida.
Cualquiera que, a pesar de este hecho claro, reproduzca discursos transmitidos
solamente por la voz que corre, demuestra, por ese solo acto, su prontitud a
escribir cualquier cosa que le plazca, o su extrema credulidad para aceptar,
por el valor que se dice tener, todo lo que se cuente.
Por ejemplo, el Padre Nuestro se
considera como una contribución original de Jesús. Pero Pfleiderer señala que
una oración (CADIX) aramea de mucha antigüedad concluye con estas palabras:
"Magnificado y Santificado sea Su
gran nombre en el mundo que Él ha creado por Su voluntad. Pueda levantar su
Reino durante vuestra vida y durante la vida de toda la casa de Israel".
Es aparente que la primera parte del Padre Nuestro es una imitación.
Pero
si no podemos poner fe en los discursos de Jesús de la temprana historia de su
vida, y seguramente tampoco en sus milagros, ¿qué es lo que queda de los
Evangelios?
De acuerdo con Harnack, aún nos queda la
influencia de Jesús sobre sus discípulos y la historia de su Pasión. Pero los
Evangelios no fueron compuestos por los discípulos de Cristo, no reflejan la
impresión hecha por esta personalidad,
sino más bien la impresión hecha por la narración
de la personalidad de Cristo en los miembros de la secta cristiana. Ni aun la
más poderosa impresión puede probar algo en relación a la corrección histórica
de esta narración. Hasta un cuento relativo a una persona ficticia puede hacer
la más profunda impresión en un sistema social, siempre que las condiciones
históricas sean propicias para que se produzca semejante impresión. (Cuán
grande no fue la impresión hecha por la novela de Goethe Los Sufrimientos de Werther) y sin embargo, aunque todo el mundo
sabía que se trataba solamente de una novela, Werther tuvo muchos discípulos y
sucesores.
Entre los judíos, principalmente en los
siglos inmediatamente anteriores y siguientes a la época de Cristo, personajes
inventados a menudo ejercían una gran influencia, siempre que los hechos y
enseñanzas que se les atribuyesen correspondiesen a las profundas necesidades
del pueblo judío. Esto lo prueba, por
ejemplo, la figura del profeta Daniel, de quien el libro de Daniel informa que
vivió bajo Nabucodonosor, Darío y Ciro, en otras palabras, en el siglo VI a. C;
que realizó los más grandes milagros, y que dictó profecías que luego se
cumplieron de manera asombrosa, siendo la última de ellas que grandes
calamidades sobrevendrían al judaísmo, de las cuales sería redimido o salvado
por un redentor, y después levantado a su anterior prestigio. Este Daniel nunca
existió; el libro que trata de él no fue escrito sino por el año 165, en tiempo
de la insurrección macabea; por consiguiente, no es un milagro que todas las profecías
que se declaran haber sido enunciadas por el profeta sean correctamente
aplicables a todos los hechos anteriores al año 165, lo cual convencía al
piadoso lector de que la profecía final de tan infalible profeta tenía también
que cumplirse sin fallar. Todo el asunto es una audaz invención que no obstante
tuvo el más grande efecto: la creencia en el Mesías, la creencia en un redentor
que vendría, encontró el más grande apoyo en este profeta; vino a ser el modelo
para todas las posteriores profecías acerca del Mesías. Pero el Libro de Daniel
también prueba con cuánta resolución la gente piadosa acudía al embuste en
aquellos días cada vez que aspiraba a producir un gran efecto. El efecto
producido por la figura de Jesús no es, por lo tanto, una prueba de su verdad
histórica.
No nos queda, consiguientemente, nada de
lo que Harnack piensa que ha salvado como el verdadero meollo histórico,
excepto la historia de la Pasión de Cristo. Y todavía esta historia está
también entrelazada con milagros desde el principio hasta el fin, terminando
con la Resurrección y la Ascensión, por lo que es casi imposible descubrir los
núcleos históricos de la vida de Jesús. Tendremos otras ocasiones de
familiarizarnos con la veracidad de la historia de la Pasión.
El resto de la primitiva literatura
cristiana no es mejor. Todo lo aparentemente escrito por los contemporáneos de
Jesús, por ejemplo, por sus discípulos, ha sido reconocido como una falsedad,
al menos en el sentido de haber sido producido en una edad posterior.
Las Epístolas, también, que se atribuyen
a San Pablo, no incluyen una sola cuya autenticidad no haya sido discutida;
varias de ellas han sido generalmente reconocidas por la crítica histórica como
no genuinas. La más descarada de estas falsificaciones es probablemente la de
la Segunda Epístola, dirigida a los tesalonicenses. En esta falsa carta, el
autor, que se esconde bajo el nombre de Pablo, emite la siguiente advertencia:
"Que no os mováis fácilmente de vuestro sentimiento, ni os conturbéis ni
por espíritu, ni por palabra, ni por carta como nuestra..." (n, 2),
(quiere decir una carta apócrifa), y por último el falsario dice: "Salud
de mi mano, Pablo, que es mi signo en toda carta mía: así escribo". Por
supuesto, son precisamente estas palabras las que traicionan la falsedad.
Un número de otras Epístolas de Pablo
quizás constituyen la más antigua producción literaria de la cristiandad, pero
prácticamente no mencionan nada acerca de Jesús, fuera del hecho de que fue
crucificado y luego resucitado de entre los muertos.
¿Qué crédito debemos dar a la
Resurrección? No parece que sea un asunto que necesitemos discutir con nuestros
lectores. Por consiguiente, no hay prácticamente un solo elemento en la
literatura cristiana, concerniente a Jesús, que pueda resistir el examen.
III. LA LUCHA POR LA IMAGEN DE JESÚS
A
lo más, el meollo histórico de los primitivos informes cristianos,
concernientes a Jesús, no parece ser más de lo que Tácito nos dice. Esto es,
que en tiempo de Tiberio, fue ejecutado un profeta, a quien se señala como el
origen de la secta de los cristianos. Lo que este profeta enseñó y cuál fue su
influencia, es una materia sobre la cual no se ha obtenido todavía la más
ligera información positiva. De cualquier modo, es cierto que no atrajo la atención
que se le atribuye en los primitivos registros cristianos, porque, de otro
modo, Josefo seguramente hubiera informado algo acerca de él, ya que cuenta
muchas otras cosas de mucha menos importancia. La agitación y la ejecución de
Jesús, como quiera que sea, no levantaron el más ligero interés de parte de sus
contemporáneos. Pero si realmente Jesús fue un agitador, adorado por una secta
como su campeón y caudillo, seguramente la importancia de su personalidad
tendría que crecer con el desarrollo de esta secta. Así empezó a formarse una
guirnalda de leyendas acerca de este carácter, en la cual los espíritus
piadosos tejían todo lo que deseaban que su modelo hubiese dicho y hecho. Pero
a medida que Jesús vino a ser así, cada vez más, un modelo para toda la secta,
más tratan de atribuir a esta personalidad cada uno de los grupos opuestos de
los que consistía la secta desde el principio, precisamente aquellas ideas a
las cuales el grupo estaba más apegado, a fin de poder invocar esta persona
como una autoridad. De este modo, Jesús, según se dibuja en las leyendas que
fueron primero transmitidas simplemente de boca en boca y posteriormente por
escrito, devino, cada vez más, la imagen de una personalidad sobrehumana, la
encarnación de todos los ideales desarrollados por la nueva secta, pero
también, necesariamente, se fueron llenando de contradicciones, no siendo ya
compatibles unos con otros, los distintos rasgos de la imagen.
Cuando la secta alcanzó una determinada
organización, cuando llegó a abrazar toda una Iglesia, en la que tuvo que
dominar una tendencia específica, uno de sus primeros trabajos fue delinear un
canon fijo, un catálogo de todos aquellos primitivos escritos cristianos que
reconoció como genuinos. Por supuesto únicamente fueron reconocidos aquellos
escritos que hubieron sido escritos desde el punto de vista de esta tendencia
dominante. Todos aquellos Evangelios y otros escritos conteniendo un cuadro de
Jesús que no estuviese de acuerdo con esta tendencia de la Iglesia, fueron
rechazados como "heréticos", como falsos, o, al menos, apócrifos, y,
no siendo por consiguiente dignos de confianza, no fueron diseminados, siendo
eliminados en todo lo posible; los manuscritos fueron destruidos, con el
resultado de que muy pocos quedaron en existencia. Los escritos admitidos al
canon fueron "editados" a fin de introducir la más grande uniformidad
posible, pero afortunadamente la edición fue hecha con tan poca habilidad que
todavía salen a luz, aquí y allí, rastros de anteriores y contradictorias
relaciones que nos permiten suponer el curso de la historia del libro.
Pero la Iglesia no consiguió su
objetivo, que era el de obtener de este modo una uniformidad de opiniones
dentro de ella; esto fue imposible. Las variables condiciones sociales estaban
siempre produciendo nuevas diferenciaciones de opiniones y aspiraciones dentro
de la Iglesia, y gracias a la contradicción que la imagen de Jesús, reconocida
por la Iglesia, preservó, a pesar de todas las ediciones y omisiones que se le
habían hecho, estas varias opiniones siempre consiguieron encontrar en la
imagen puntos que sirviesen a sus propósitos. Por consiguiente, la lucha entre
fuerzas socialmente opuestas dentro de la armazón de la Iglesia Cristiana se
convirtió ostensiblemente en mera lucha por la interpretación de las palabras
de Jesús, y los historiadores superficiales son lo suficientemente ingenuos
para creer que todos los grandes y frecuentes conflictos sangrientos dentro de
la cristiandad, que tuvieron lugar bajo las banderas de la religión, no fueron
más que luchas por simples palabras, y por consiguiente una triste indicación
de la estupidez de la raza humana. Pero dondequiera que un fenómeno de masa
social se atribuye a una mera estupidez de sus participantes, esta mera
estupidez, en realidad, es simplemente la estupidez del observador y crítico,
que evidentemente no ha logrado encontrar su situación entre conceptos y
opiniones que le son extraños, o penetrar en las condiciones y motivos
materiales subyacentes a estos modos del pensamiento. Como regla, la guerra fue
empeñada entre intereses muy realistas; cuando las varias sectas cristianas
disputan sobre una distinta interpretación de las palabras de Cristo, realmente
son esos intereses los que operan.
El surgimiento del modo moderno de
pensar y el desuso del razonamiento eclesiástico, por supuesto que han privado
cada vez más a estos combates sobre la imagen de Jesús de su significado
práctico, reduciendo estos a simples subterfugios de parte de los teólogos,
pagados por el Estado para mantener viva la psicología eclesiástica, y quienes
deben rendir algo por sus salarios.
La moderna crítica de la Biblia,
aplicando los métodos históricos para una investigación de las fuentes de los
libros que la componen, hizo nuevo esfuerzo para crear una semejanza de la
personalidad de Jesús. Esta crítica no minó la certeza de la imagen tradicional
de Jesús, pero, manipulada principalmente por teólogos, muy rara vez avanzó más
allá del concepto primero proclamado por Bruno Bauer, y después por otros,
particularmente A. Kalthoff, de que es imposible, en vista de las presentes
condiciones de las fuentes, establecer en lo absoluto una nueva imagen. La
crítica ha tratado una y otra vez de restaurar esta imagen, con el mismo
resultado obtenido anteriormente por el cristianismo en otros siglos: cada uno
de nuestros amigos teólogos pone sus propias ideas, su propio espíritu, en la
imagen que se forma de Jesús. La descripción de Jesús en el siglo XX se asemeja
a aquellas escritas en el siglo II, en que no se pinta lo que Jesús realmente
enseñó, sino lo que los productores de estas imágenes deseaban que hubiese
enseñado.
Kalthoff nos da una relación clara de
esta transformación de la imagen de Jesús:
"Desde
el punto de vista social-teológico, la imagen de Jesús es, por consiguiente, la
más sublime expresión religiosa de todas las fuerzas operativas sociales y
éticas de la era en cuestión; y la transformación que esta imagen de Jesús ha
sufrido constantemente, sus extensiones y contradicciones, el debilitamiento de
antiguos caracteres y su aparición bajo nuevos colores, nos ofrece el más
delicado instrumento para medir las alteraciones por las cuales la vida
contemporánea está pasando, desde los más altos puntos de sus ideales
espirituales a las mayores profundidades de sus fenómenos materiales. La imagen
de Cristo mostrará, ya los rasgos de un filósofo griego, ya los de los Césares
romanos, ahora los del señor feudal, o los del maestro del gremio, o los del
atormentado campesino vasallo, o bien los del libre burgués, y todos estos
rasgos son genuinos, todos viven hasta que los teólogos facultativos se creen
poseídos de la peculiar noción de proveer los rasgos individuales de su época
particular como los caracteres históricos originales del Cristo de los
Evangelios. Por lo menos estos rasgos se les hacen aparecer históricos por el
hecho de que las más variadas y opuestas fuerzas operaban en los nacientes y
constructivos períodos de la sociedad cristiana, cada una de cuyas fuerzas
tiene una cierta semejanza con las fuerzas que operan hoy en día. Pero la
imagen de Cristo de nuestros días aparece a primera vista completamente llena
de contradicciones. Aun retiene en un cierto grado los rasgos de los antiguos santos,
o los del Señor de los Cielos, pero también los caracteres completamente
modernos del amigo del proletariado, hasta los del líder de los trabajadores.
Pero esta contradicción es un mero reflejo de los más fundamentales contrastes
que animan nuestra vida moderna".
Y
en un pasaje anterior:
"La
mayor parte de los representantes de la llamada Teología Moderna usa las
tijeras cuando extracta de acuerdo con el método crítico preferido por David
Strauss: amputa los elementos míticos de los Evangelios, y declara que los
restantes constituyen el núcleo histórico. Pero aun los teólogos reconocen que
este núcleo se ha hecho demasiado pobre bajo sus manipulaciones... En ausencia
de toda certeza histórica, el nombre de Jesús ha venido a ser un depósito vacío
para la Teología Protestante, en el cual cada teólogo puede volcar su propio
equipo intelectual. Uno de ellos hará de este Jesús un moderno espinosista; el
otro, un socialista; mientras que los teólogos profesionistas oficiales, por
supuesto, verán a Jesús a la luz religiosa del Estado moderno en realidad, en
época reciente lo han representado, cada vez más intrépido, como el abogado
religioso (la Teología Nacional) de todas aquellas aspiraciones que reclaman el
dominio de la más grande Prusia."11
En
vista de este estado de cosas no debe sorprender que los historiadores
temporales no hayan sentido sino una ligera inclinación a investigar las
fuentes del cristianismo, si empiezan con la opinión de que el cristianismo fue
el trabajo de un solo hombre. Si esta opinión fuera correcta, por supuesto que sería
razonable abandonar todos los esfuerzos para determinar el origen del
cristianismo y dejar a nuestros teólogos la no disputada posesión del campo de
la ficción religiosa.
Pero la actitud del historiador se hace
completamente diferente si ve una religión mundial, no como el producto de un
superhombre, sino como un producto social. Las condiciones sociales de la época
en que se originó el cristianismo son bien conocidas. Y el carácter social de
la primitiva cristiandad puede también determinarse con alguna precisión por el
estudio de su literatura.
El valor histórico de los Evangelios y
de los Hechos de los Apóstoles no es más elevado probablemente que el valor de
los poemas homéricos o de los Nibelungos. Estos pueden tratar de personajes
históricos; pero relatan sus actividades con tal licencia poética que es
imposible sacar de sus relaciones ni aun los más ligeros datos para una
descripción histórica de esos personajes, para no mencionar el hecho de que se
hallan tan mezclados con elementos fabulosos que nunca podremos, basándonos
solamente en estos poemas, determinar cuáles de los caracteres son históricos y
cuáles inventados. Si no tuviésemos otra información referente a Atila que la
que se encuentra en los Nibelungos, tendríamos que decir de él, como decimos
ahora de Jesús, que no estamos ciertos ni aun siquiera de que haya existido, y
que puede haber sido un personaje mítico como Sigfrido.
Pero semejantes narraciones poéticas son
de un valor incalculable en el estudio de las condiciones sociales de las que
surgieron, y las cuales reflejan fielmente, a pesar de cuantas libertades
puedan haberse tomado sus autores al tratar de los hechos y de las personas. La
extensión de los hechos históricos sobre la cual se basa la narración de la
Guerra de Troja y de sus héroes se halla envuelta en obscuridad, y quizás
permanezca siempre igual, pero tenemos en La
Iliada y La Odisea dos fuentes
históricas de primera magnitud para el estudio de las condiciones sociales de
la Edad Heroica.
Las obras poéticas son con frecuencia
mucho más importantes para el estudio de sus épocas que las más fieles
narraciones históricas. Porque las últimas nos dan solamente los elementos
personales extraordinarios e impresionantes, que son los menos permanentes en
su efecto histórico; las primeras, por otro lado, nos ofrecen un panorama de la
vida diaria de las masas, que es constante y permanente en sus efectos, con una
duradera influencia sobre la sociedad; el historiador no relata estas cosas,
porque las supone como generalmente conocidas y evidentes. Es por esta razón
que las novelas de Balzac son una de las fuentes más importantes para el
estudio de la vida social de Francia en las primeras décadas del siglo IX.
Así, aunque no hemos aprendido nada
exacto en los Evangelios, los Hechos de los Apóstoles y las Epístolas, acerca
de la vida y doctrina de Cristo, podemos, no obstante, obtener muy importante
información concerniente al carácter social, los ideales y aspiraciones de la
primitiva congregación cristiana. Cuando la crítica bíblica excava los varios
depósitos que se han ido acumulando en estos escritos, en sucesivos estratos,
nos ofrece una oportunidad para investigar el desarrollo de esas
congregaciones, al menos en una cierta medida, mientras las fuentes
"paganas" y judaicas nos capacitan para lanzar una ojeada a las
fuerzas sociales que se hallaban trabajando simultáneamente en la primitiva
cristiandad. Esto nos capacita para reconocer y entender esta última como un
producto de sus tiempos; tal es la base de todo el conocimiento histórico. Los
personajes individuales pueden influir en la sociedad, y la descripción de
prominentes individuos es indispensable para un cuadro completo de sus tiempos.
Pero, cuando se miden por épocas históricas, su influencia es, cuando más,
temporal, y ofrecen únicamente dos adornos superficiales, los cuales, aunque
pueden ser la primera porción de la estructura que impresione a la vista, no
nos revelan nada referente a sus fundamentos. Es esto último lo que determina
el carácter y permanencia de la estructura. Si podemos revelarlos, habremos realizado el más importante trabajo para la
comprensión del edificio.
__________
(*)
Primera parte del libro Cristianismo.
Orígenes y fundamentos de Karl Kautsky.
(1)
Claramente es una referencia a la fundación del reino prusiano en 1701. (Nota
de la traducción inglesa.)
(2)
Compárese, entre otros, Schürer,
Gesehichte des jüdischen Volkes im Zeitalter Jesús Christus, vol. I,
Tercera Edición, 1901, pág. 544 y siguientes.
(3)
Schurer, obra citada, págs. 438, 548, 581.
(4)
Albert Kalthoff, The Rise of Christianity,
traducción de Joseph McCabe, Londres, 1907, págs. 20, 21.
(5)
Zeller, Philosophie der Griechen,
parte III, sea II, Leipzig, 1868, página 96.
(6)
Pfleiderer, Primitive Christianity, Its
Writines and Te achings in their Híst orical Connections, Londres y Nueva
York, 1906-1911, vol. III, páginas 401, 402.
(7)
En relación con esto, véase David Strauss, The
Life of the Christ, Critically Examined, Londres, 1S16. vol. I, págs.
200-208.
(8)
Entonces Maria dijo al Angel: '¿Cómo será esto?, porque no conozco varón'. Y
respondiendo, el Angel le dijo: 'El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud
del Altísimo te hará sombra; por lo cual también lo Santo que nacerá será
llamado Hijo de Dios.”
(9)
“…hijo de José, como se creía". El pasaje de Pfleiderer es tomado de su Primitive Christianity, Londres y Nueva
York, 1906-1911, vol. II, página 103.
(10)
Primitive Christianity, Londres y
Nueva York, 1906-1911, vol. II, páginas 234, 235.
(11) Das Christusproblem. Grundlinien zu einer Sozialtheologie 1902
pág.15-17. 80-81
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