Jorge Beinstein
Capítulo 9
Economía de penuria y revuelta
popular
Este
texto fue publicado originalmente en Agosto de 2001 en el suplemento de la
Asociación de Madres de Plaza de Mayo de “Pagina 12” bajo el título de “La
revolución ausente”. Vivíamos los meses previos al derrumbe de Diciembre de ese
año. Se presentaban en el horizonte varios escenarios posibles, entre ellos el
de la degradación prolongada de la sociedad argentina que bauticé “economía de
penuria” fundada en un sistema productivo reproduciéndose a baja intensidad,
con millones de desocupados e indigentes, pero también el escenario de la
revuelta popular producto de la creatividad, de la potenciación de las reservas
culturales del pueblo. Felizmente fue esta última alternativa la que se
concretó en las jornadas del 19 y 20 de Diciembre y en las movilizaciones de
los meses posteriores, la bestia fue sacada del centro de la escena, pero pudo
sobrevivir, preservar sus intereses acumulando fuerzas para futuras fechorías.
Para la presente edición solo he suprimido un largo párrafo referido a la
coyuntura económica internacional de ese momento que no creo pueda interesar al
lector de 2017, también corregí algunos errores de edición.
SUMERGIDA
EN UNA CIÉNAGA que la va tragando, la sociedad argentina experimenta un salto
cualitativo siniestro, luego de tres años de recesión y en virtual cesación de
pagos externos ha comenzado a transitar una depresión alentada por su propio
gobierno que radicaliza la estrategia neoliberal.
El proceso de decadencia está ingresando en una nueva
etapa, la de la instalación de un “sistema de penuria” cuyas componentes
decisivas serían la baja intensidad de las actividades económicas y la
presencia abrumadora de masas marginales e indigentes.
El ajuste actual con el argumento de buscar el “déficit
fiscal cero” está logrando una descomunal contracción del consumo vía
reducciones de salarios públicos y jubilaciones induciendo así a caídas
importantes de los salarios privados. Si continua este proceso podrían llegar a
producirse dos hechos decisivos en la reproducción del sistema: en primer lugar
el achicamiento de manera durable de las importaciones obteniéndose un
superávit del comercio exterior y en consecuencia excedentes de divisas que
“ayudarían” al Estado a seguir pagando los intereses de la deuda(37) asegurando
al mismo tiempo las remesas de beneficios empresarios al exterior; y segundo,
una baja significativa de los salarios aumentando las tasas de beneficios de
los grandes grupos económicos compensando así la contracción del mercado
interno.
En síntesis, nos encontramos ante un gran saqueo de los
ingresos y patrimonios de la mayoría de la población en beneficio de las mafias
financieras locales-transnacionales. Ese fenómeno aparece como el resultado
(forma parte de) la crisis del capitalismo argentino que a su vez converge con
la desaceleración de la economía mundial impulsada por los países centrales.
Saqueo y recesión
Nuestro
país expresa de manera exacerbada (periférica) la declinación global. Su
situación actual aparece como la culminación de la era neoliberal iniciada por
el gobierno de Menem(38) y profundizada por De La Rua en la cual funcionó un
mecanismo de pillaje liderado por grupos financieros transnacionales (de los
que forma parte la lumpenburguesía local) y un reducido núcleo de empresas
extranjeras (servicios privatizados, petróleo, etc.) operando con altísimas
tasas de ganancias. Fueron saqueados patrimonios e ingresos públicos, recursos
naturales, estructuras productivas e ingresos privados. El remate a bajo precio
de empresas estatales de servicios fue sucedido por el cobro de tarifas
elevadas que absorbieron ingresos del conjunto de la economía, la transferencia
de aportes provisionales a los fondos privados de jubilaciones (las “AFJP”)
generó un enorme déficit fiscal factor decisivo del endeudamiento externo, la
apertura importadora reforzada por la sobrevaluación de la moneda local
causaron la desaparición de áreas importantes de la industria y el incremento
de la desocupación lo que a su vez facilitó la precarización laboral y el
deterioro de los salarios.
En un primer periodo (1991-1994) el saqueo fue
compensado con fondos provenientes de las privatizaciones, ingresos de
capitales especulativos y narcodólares, de ese modo el Producto Bruto Interno
creció aunque ampliando los desequilibrios, pero desde mediados de los años 90
(cuando las desnacionalizaciones habían concluido) la reproducción del proceso
depredador pudo ser prolongada gracias al crecimiento de la deuda externa que
cubría el déficit fiscal y el desarrollo de una amplia gama de negocios
parasitarios. Hacia 1998 el ritmo de expansión de la deuda empezaba a ser al
mismo tiempo “insuficiente” (desde el punto de vista de las necesidades del
sistema) y “demasiado grande” (comparado con la capacidad de pago del país),
Argentina se endeudaba para poder pagar a los acreedores externos, el circulo
vicioso del endeudamiento infinito desató la conocida loca carrera hacia la
cesación de pagos.
Ello se combinó con las turbulencias financieras
globales iniciadas en Asia del este (1997) y Rusia (1998) que marcaron el fin
del derrame de fondos especulativos (legales e ilegales) hacia la periferia.
Empezó la recesión argentina porque el saqueo de riquezas no encontraba
contrapesos financieros suficientes. El modelo neoliberal ingresaba así en una
depresión estructural acumulativa.
Desde una visión de largo plazo, abarcando el último
cuarto de siglo podríamos señalar tres grandes saltos cualitativos del
capitalismo argentino, el primero entre 1975 y 1976 (descomposición del
gobierno de Isabel, implantación de la dictadura) fue el inicio de una
transformación durable marcada por la hegemonía de grupos parasitarios,
integrados a las redes financieras y mafiosas internacionales que fue devorando
el tejido productivo; el segundo entre 1989 y 1991 golpeó a una sociedad mucho
más deteriorada y consolidó el dominio total de dichos grupos, el tercer salto
se está realizando ahora y consiste en la tentativa de instalación de una
“economía de penuria”.
Lo que se produjo en ese largo período no fue una
reconversión productiva al estilo de la emergencia del sistema agroexportador
de fines del siglo XIX y de la industrialización de los años 30 y 40 sino una
degeneración parasitaria cuya trayectoria estuvo cubierta por numerosas
turbulencias y manotazos financieros, mezclados con efímeros periodos
relativamente calmos durante los cuales se acumulaban desequilibrios que
desataban nuevos desordenes. La euforia menemista, entre 1991 y fines de 1994
fue el caldo de cultivo de la recesión de 1995 (acentuada por la crisis
mexicana), la seudoreactivación iniciada en 1996 aceleró el endeudamiento
externo y el saqueo interno y preparó la recesión inaugurada en 1998 que a su
vez derivó en el desastre actual. El momento presente aparece a la vez como el
inicio de una posible nueva etapa de la decadencia, el hundimiento en una forma
de barbarie radicalmente diferenciada de todo lo anterior, trágicamente
novedosa.
La economía de penuria
Diversos
rasgos definen ese futuro negro. En el plano económico la eternización del
ajuste significará colocar al Estado al servicio exclusivo del pago de los
intereses de la deuda cuyo peso abrumador impondrá una presión fiscal muy alta
y un bajo nivel de los otros gastos públicos como salarios y jubilaciones que
ahogarán todo renacimiento significativo del consumo ampliando la desocupación
y la precarización laboral. Por otra parte el mantenimiento de los
superbeneficios del sector financiero y las empresas privatizadas acorralará a
las empresas nacionales sobrevivientes (especialmente a las pymes) y colocará
una segunda lápida sobre la demanda de las clases medias y bajas.
Por supuesto el crédito internacional no podrá ser
recompuesto de manera significativa durante mucho tiempo, la insolvencia o
débil capacidad de pago argentina durará mientras exista la superdeuda y el
sometimiento al pago irrestricto de sus intereses.
Seremos una economía funcionando a baja intensidad de
tipo colonial gobernada por los usureros y otros grupos parasitarios. Esto
producirá un efecto devastador en el plano social, la desocupación y la
subocupación crecerán en progresión geométrica lo que arrastrará (ya lo está
haciendo) a un amplio abanico de actividades informales cuyos nuevos
desocupados no figuran en las estadísticas oficiales, la extensión y
agravamiento de la pobreza y la marginalidad significará por ejemplo la
hipertrofia de la indigencia urbana, la desaparición en esos sectores de
servicios (salud, educación y otros) considerados hasta ahora conquistas
básicas de la civilización. Resulta difícil imaginar esa nueva Argentina
miserable que tendrá muy poco que ver con las descripciones conocidas de las
sociedades periféricas pobres del pasado consideradas “atrasadas”, por el
contrario nos encontramos ante un posible fenómeno de post-modernización
decadente.
Estado, política y miseria
Debemos
precisar un poco el tipo de mutación que está sufriendo el estado señalando que
la dinámica “ajuste-crisis-ajuste” va eliminando las estructuras y funciones
tradicionales heredadas de más de un siglo de desarrollo capitalista, que
cubrían aspectos tales como la educación y la salud públicas, las grandes obras
de infraestructura, la seguridad social, el empleo público provincial, etc.,
altamente deterioradas durante los años 90 pero todavía sobreviviendo (de
manera agonizante). A la economía de penuria le correspondería un estado
pequeño estructurado en torno de tres orientaciones básicas: primero, la
recaudación de impuestos y la recuperación de divisas destinados sostener los
pagos de la deuda externa y el envío al exterior de beneficios de los grupos
económicos dominantes. Segundo, la represión de las protestas populares
(articulando estructuras estatales y privadas, formales e informales) y
tercero, la organización de sistemas de contención social, de control de los
pobres, de sus expresiones hostiles al sistema. Represión y contención son las
dos caras de una misma moneda. La miseria extrema de grandes sectores sociales
es una componente fundamental del sistema, para que este persista en el tiempo
deberá protegerse de sus víctimas, los millones de argentinos sumergidos, que
tendrán que pelear contra sus verdugos para sobrevivir. Domesticar, contener,
controlar a los miserables, a los marginados y sobreexplotados es hoy para el
capitalismo argentino la prioridad estratégica número uno. Desde mediados de
los años 90 en el Banco Mundial, en el Departamento de Estado de los Estados
Unidos y otras estructuras imperiales se vienen promoviendo proyectos de
contención social en la periferia, especialmente en América Latina sobre la
base de que las transformaciones neoliberales de la economía hunden en la
pobreza a enormes masas sociales urbanas y rurales, y que debe ser frenado su
descontento. El armado de “redes de contención social” a través de subsidios a
los indigentes es un objetivo clave del sistema regional de dominación
complementario de diversos instrumentos represivos (“Plan Colombia”,
reconversión y creación de fuerzas represivas nacionales y regionales
especiales, etc.). El gobierno norteamericano, sus socios de la OTAN, la
Iglesia, etc., acompañados lógicamente por la alta burguesía local promueven en
nuestro país esos operativos de institucionalización de la miseria. Reprimir a
los díscolos y al mismo tiempo integrar en la degradación a quienes,
conformándose con su situación, acepten la caridad de los ricos. La ministra de
trabajo, Patricia Bullrich, viene proponiendo la transformación de las
protestas piqueteras en “organizaciones solidarias” legales encargadas de
gestionar “planes trabajar” y distribuciones de bolsas de alimentos. Sueña con
la constitución por esa vía de una suerte de burocracia de la marginalidad,
obviamente corrupta, instrumento dócil de los políticos del régimen y los
organismos de seguridad. En el mismo sentido apuntan proyectos de aparente
“inspiración cristiana” de subsidios a los desocupados que buscan desviar las
luchas encauzándolas hacia ese objetivo; obviando, dejando de lado “por el momento”
las exigencias de cambios profundos en la estructura económica y social, es
decir temas tales como la suspensión del pago de la deuda externa, la
renacionalización de las empresas privatizadas y de la seguridad social, etc.
Oponer reclamos esenciales de supervivencia inmediata a programas más amplios
de cambio constituye un viejo truco conservador, una bien conocida trampa
destinada a bloquear, desviar y dividir a los de abajo.
Obviamente este andamiaje de contención-represión es
antagónico con la vigencia amplia de las libertades democráticas, su
complemento político no puede ser otro que alguna forma de poder dictatorial,
autoritario, más allá de los maquillajes circunstanciales (probablemente
“civiles”) que deba adoptar.
La prédica actual acerca del “costo de la política”
impulsada por los medios de comunicación locales, el Banco Mundial más el
propio gobierno y los partidos políticos del régimen utilizando como
justificación su propia corrupción, apunta en realidad a reducir o eliminar
espacios de representación democrática (nacionales, provinciales, municipales).
El futuro de la involución
Pero
nada asegura la permanencia de este régimen. Un primer obstáculo será el
descontento popular que viene erosionando la legitimidad de las vallas de
contención sindicales y políticas tradicionales desarrollando luchas desde
abajo, no institucionales, por ejemplo los cortes de rutas en crecimiento
exponencial. Un segundo obstáculo está constituido por el contexto
internacional signado por la crisis con centro en los Estados Unidos y Japón
pero incluyendo también a la Unión Europea y afectando al conjunto de la
periferia, todo ello comprime el comercio internacional castigando
especialmente a los precios de los productos vendidos por los países
subdesarrollados, caotiza los flujos financieros, encarece los préstamos
demandados por las regiones pobres, hace subir las sobretasas usurarias (el
“riesgo país”) a que se ven sometidas. En América Latina esto se expresa a
través de la desestabilización de los regímenes neoliberales.
Un tercer factor a considerar es el carácter inestable
del capitalismo argentino dominado por una lógica de depredación insaciable,
donde el achicamiento de la economía nacional debería incentivar la voracidad
relativa de la mafia financiera, las contradicciones de intereses en su
interior, la descomposición de sus élites políticas, el desmantelamiento de los
estados provinciales y del aparato estatal nacional. Cada una de esas
dificultades para la consolidación del sistema encontrarán formas, tentativas
más o menos eficaces de corrección. Es previsible la reproducción de ensayos de
contención popular a través del asistencialismo, de demagogias políticas
centristas, semi progresistas, populistas conservadoras u otras, combinadas con
represiones selectivas. Los Estados Unidos intentan compensar el descontrol en
la región con nuevos esquemas de dominación, combinando ofensivas económicas
(como el ALCA o las dolarizaciones) y militares (el Plan Colombia) con
estrategias de reconversión de estructuras represivas locales. En fin, el
desorden del régimen argentino, de su sistema de poder siempre puede generar
convocatorias al cese o reducción de las rencillas internas, a la “unidad
nacional” ante eventuales peligros de desborde de las masas sumergidas.
No es seguro el derrumbe del sistema, tampoco lo es su
permanencia a mediano o largo plazo, nos encontramos ante un final no definido
de antemano donde la lucha de clases, la confrontación entre los de arriba y
los de abajo, entre la reproducción ampliada de la decadencia y la rebelión de
las víctimas tendrá la última palabra.
Contrarrevoluciones
Todo
lo expuesto sugiere una visión del pasado más extendida cubriendo unas cinco
décadas de la historia argentina, desde mediados de los años cincuenta. Durante
ese largo periodo se produjeron dos contrarrevoluciones (la primera en 1955 y
la segunda en 1976) que consolidaron y aseguraron el proceso de declinación de
nuestro capitalismo subdesarrollado, cuya última prosperidad, industrial (años
40 y 50) había encontrado serios límites locales e internacionales que agotaron
su empuje inicial.
El golpe militar de 1955 expresó un cambio decisivo en
las relaciones de poder favorable a los Estados Unidos y a una conjunción de
fuerzas burguesas internas y externas que a partir de ese momento desarrollaron
un prolongado esfuerzo de control (financiero, industrial, etc.) y de
desarticulación de estructuras económicas proteccionistas, de distribución de
ingresos hacia las clases bajas, educativas, sanitarias, etc., que fue
degradando el mercado interno, el tejido industrial, el sistema de transportes,
las empresas públicas de servicios. Esa dictadura militar inició un complejo
camino de dominación, zigzagueante, con marchas y contramarchas, empates
provisorios, con golpes de estado y gobiernos civiles nacidos de la
proscripción electoral del peronismo modernizaciones culturales (impactando a
un amplio abanico de sectores sociales, principalmente a las capas medias)
paralelas a la acentuación del subdesarrollo económico y la polarización
social.
Pero ese país entre estancado y declinante engendró
fuerzas de resistencia y ruptura, tentativas de superación del sistema cuya
expresión más alta fue la insurgencia revolucionaria de los años 60 y 70 con
centro en un sujeto histórico inesperado, la juventud radicalizada de las capas
medias encabezando en la culminación de su lucha a grandes sectores populares.
Sin embargo esa embestida fue insuficiente tanto desde el punto de vista de su
capacidad de convocatoria, como de su estructuración ideológica y organizativa.
Un capitalismo sin destino positivo pudo bloquear y luego arrasar a esa
rebelión, las Fuerzas Armadas fueron el ejecutor sanguinario de la
contrarrevolución que desde 1976 acompañó al genocidio con cambios económicos y
sociales que forjaron e instalaron un nuevo sistema de dominación de tipo
parasitario.
1955 y 1976 marcaron dos momentos decisivos de nuestra
historia, dos enviones hacia abajo, hacia el desastre de una sociedad
periférica cuyas posibilidades de renovación capitalista eran muy débiles, casi
inexistentes, pero que sin embargo no pudo generar cambios (sujetos)
revolucionarios que saltaran por encima de sus bloqueos burgueses.
En el año 2001 nos encontramos en los inicios de una
tercera contrarrevolución, la más profunda y retrógrada de todas. La trampa
conservadora está nuevamente montada, aunque nunca como ahora el grado de
integración (económica, política, ideológica e institucional) de la mayoría de
la población al sistema ha sido tan floja, tan carente de ilusiones. Ello
reduce la capacidad operativa de la derecha, plantea la posibilidad concreta de
la emergencia de una insurgencia popular nueva, heredera de las anteriores pero
cargada de una enorme densidad social, de un potencial de ruptura jamás antes
visto en Argentina.
Reproducción conservadora, ruptura,
crisis
La
persistencia del país burgués (incluidas sus contrarrevoluciones, reformas
fracasadas y estafas electorales) ha requerido la presencia dominante de
mecanismos ideológicos e institucionales destinados a evitar, controlar y
eventualmente aislar desbordes y radicalizaciones que podrían poner en peligro
su existencia.
La sociedad argentina de hoy aparece polarizada entre
una abrumadora mayoría de pobres, marginales e indigentes, de trabajadores, profesionales
y pequeños empresarios precarios a la que se opone una mafia depredadora
rodeada por un pequeño porcentaje privilegiado de la población. Sin embargo
este corte visible y la inestable serie de eslabones sociales intermedios se
encuentran atravesados por una trama cultural conservadora, red de seguridad
esencial del sistema, envoltorio difícil de quebrar que bloquea las salidas,
alimentando al (y nutriéndose del) proceso de decadencia, atrapando a una
amplia variedad de dirigentes y estructuras políticas, sindicales y sociales
cuyo rasgo común es la no-transgresión de los límites del sistema, el
convencimiento irracional de que el Poder es inexpugnable, todopoderoso. Al
interior de ese clima ideológico degradado, la revolución (concreta, practicable)
aparece como una idea descabellada precisamente en el momento histórico en que
la vía revolucionaria, de ruptura radical contra el régimen declinante es el
único camino realista posible de superación positiva y durable de la crisis.
Dentro de ese pantano tienen un lugar destacado el
centro-izquierda político en su eterna búsqueda de un capitalismo con rostro
humano (recordemos al casi olvidado alfonsinismo-progre de los 80 o al Frepaso
de los 90) y el oportunismo sindical, pero también debemos incluir a las
izquierdas enanas, sin estrategias de poder, vegetando embrolladas en sus
galimatías sectarios. Todo ello forma parte de un mundo en decadencia, que
refuerza, remacha con su miseria moral la miseria material de los sumergidos
sociales.
Temeroso de la rebeldía de los oprimidos, el sistema en
crisis extrema sus dispositivos de control y bloqueo, anula o minimiza de
manera virtual, comunicacional la protesta que emerge desde el subsuelo pero al
hacerlo degrada, desprestigia a sus intermediarios, tapona las vías de escape,
contribuye sin quererlo a la sobreacumulación de presión contestataria, de
bronca popular. En realidad hace lo único que puede, la lógica de la crisis
sobredetermina su comportamiento. Esa dinámica perversa se apoya en la ausencia
de la revolución como proyecto y como bandera de lucha, antagónica a la
degradación general, que solo puede estructurarse, extenderse y consolidarse
desde abajo si su enemigo retrocede, se desordena, se desestructura. El
oprimido empieza a existir como ser humano, a conquistar su dignidad solo
cuando el opresor comienza a morir.
Notas:
(37) Obviamente esta “ayuda” puede resultar insuficiente dado el elevado grado de
endeudamiento público de Argentina.
(38) Precedido por los avances reaccionarios de la dictadura militar (Martinez de
Hoz & Co).
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