martes, 1 de agosto de 2017

Literatura

La Autonomía: Tesis Recurrente y Fluyente en MV


Julio Carmona

LOS PROPUGNADORES DE LA «autonomía literaria», de la literatura con «vida propia»—tipo MV— se empeñan en oponerse a la realidad. Lo decisivo es eso: que siempre se encontrará el mismo esquema, la oposición «literatura vs. Realidad», esta signada negativamente y aquella propuesta como un sustituto de signo positivo. De esa oposición se deduce el corolario de que la copia es mejor que el modelo; que lo secundario (el pensamiento) supera a lo primario (el mundo real.) Si el idealismo en filosofía había perdido la batalla en este terreno, no pudiendo demostrar lo contrario: que la idea sea anterior a la materia, MV en el dominio de la teoría literaria libra otra escaramuza idealista: ‘si la ficción no es lo primero —dirá él: pues, fatalmente, depende de la realidad1—, con todo, la supera negándola, instaurándose como una realidad más perenne y esencial’. La intención del escritor —dice MV— debe ser la

De esquivar lo que tiene la realidad de decorativo y de actualidad pasajera para instalar la obra artística en una zona más perenne y esencial a la que el creador puede acceder sólo volviendo los ojos hacia dentro de sí mismo.2

Y la recomendación fuera pertinente si no existiera el peligro —viniendo de quien viene— de que “lo decorativo” y “la actualidad pasajera” puedan ser identificados con lo que es vital al escritor mismo: su ser político, social y humano, y que sería suplantado por una «zona más perenne y esencial» que no es definida y que, así, no garantiza su fidelidad a lo real, en tanto ese volver los ojos «hacia dentro de sí mismo» es algo inherente a cualquier acto de producción artística y que, muchas veces, es confundido con «zona de evasión». Y que si se confronta con la imagen que MV tiene de la literatura en Historia de un deicidio, no se extrañará la afinidad. El novelista, dice MV:

es un disidente, crea vida ilusoria, crea mundos verbales, porque no acepta la vida y el mundo tal como son (o como cree que son). La raíz de su vocación es un sentimiento de insatisfacción contra la vida; cada novela es un deicidio secreto, un asesinato simbólico de la realidad. (B-1971: 85.)

Y a pesar de que esa «rebelión» contra la realidad se presenta como una oposición a Dios, contra la creación de Dios, es, sin embargo, la confirmación de una religiosidad, de una autoadoración:

La ruptura con la realidad es una situación que se renueva y confirma, a través de experiencias sucesivas, semejantes o distintas de la inicial, y la praxis de la vocación sólo alivia esa insatisfacción profunda de la realidad mientras el deicida la asume, pero luego retorna, más imperiosa que antes, como la necesidad de alcohol para el borracho o la droga para el adicto. Por eso resulta más lógico hablar del vicio que de la profesión de la literatura: escribir es para el deicida, como beber para el alcohólico o inyectarse para el narcómano, su manera de vivir. (Op. cit.: 139.)

Pero, en realidad, esa generalización es —por decir lo menos— arbitraria. Tal explicación negativa del trabajo narrativo puede ser válida para el caso de algunos novelistas que, como MV, son sinceros en manifestar la animadversión, un tanto psicoanalítica, que sienten por la realidad. Pero no es —no puede ser— aplicable a todos los novelistas por el solo (y de ningún modo universal) argumento de la experiencia personal. El juicio de MV se resuelve siempre en ese tipo de egotismo absoluto. Y fue criticado —sin negar su validez personal— al poco tiempo de aparecer el libro citado, por Alberto Valencia. Éste decía: «Puede ser que el conflicto con la realidad sea generador de algunas manifestaciones artísticas pero no se puede negar que más de un escritor puede haber devenido en tal, justamente al reconciliarse con su realidad.» Por su parte Jorge Basadre sostiene que «grandes creaciones en el arte y la vida pueden realizarse (...) mediante el resentimiento» (op. cit.: 160); pero obsérvese que no dice: ‘todas las creaciones en el arte’.

No se niega, pues, la premisa de MV. Solo se reclama reconocer la existencia de resentimientos y resentimientos. Hay pesimismos y pesimismos. Un pesimismo y un resentimiento absolutos son necesariamente productos de un punto de vista unilateral, respondiendo a una visión fatalista del mundo. Un pesimismo de la realidad por un optimismo del ideal —como era aceptado por José Carlos Mariátegui— revela, cuando menos, una actitud realista que es la actitud de quien sabe enfrentarse no con fantasmas o «demonios», sino con realidades. Y, por lo tanto, no ha menester matar o suplantar a Dios. Simplemente, con el orgullo del que descubre una realidad riquísima como una cantera de metal precioso, y se aboca a la tarea de darle forma para que, siendo siempre metal, su transformación lo haga ser distinto de otro, como el dije de oro al salir de manos del artífice.3

Como decía Brecht: «Plantear la cuestión de la diferencia entre literatura y vida real (...) es una de las contradicciones más necias que se pueden hacer.» (E-1979: 43.) Y esa es la tendencia del escritor reaccionario para quien «el único motivo de hacer un cambio es cambiar algo peor por algo mejor» (Ibíd.), aunque tal trueque no sea sino algo nominal o ilusorio, cambiar la «realidad real por la realidad ficticia». Y MV, cuya iconoclastia al parecer es ilimitada, no se reconcilia con ninguna “provincia” de la realidad. Toda la realidad es motivo de su furia.

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(1) Es idea de MV que el acto de escribir «sólo puede tener un punto de partida en la realidad y está fatalmente condenado a incorporarse a la misma realidad».
(2) Ver definición del “decadente” de Berth: “el hombre aislándose en el juicio”. La cita corresponde al trabajo sobre Sebastián Salazar Bondy, p. 44.
(3) «Es con los espíritus pesimistas y negativos de esta estirpe» [de la estirpe de MV podría adecuarse la cita] «con los que nuestro optimismo del ideal no nos consiente tolerar que se nos confunda. Las actitudes absolutamente negativas son estériles. La acción está hecha de negaciones y de afirmaciones». Y la reacción —agregamos nosotros— está hecha solo de negaciones: aferrarse a lo existente que se halla en estado de putrefacción es la adoración de un cadáver, es la negación de la vida.



Confesiones de Tamara Fiol ¿un novelón indigesto?
(Décima Parte)

Julio Carmona

        II. El tema político

        En la p. 260, aparece una interesante metáfora de la política, lamentablemente atribuida al personaje negativo (Arancibia): «¿Cuándo había empezado su interés por la política? ¡Desde siempre!, había respondido él. O con más exactitud desde que en el curso de Historia Sagrada leyó historias como las de Caín y Abel, las de Jehová, Dios omnipotente, arbitrario y sin piedad humana, la historia premaoísta de David y Goliat, pues enseña cómo los débiles pueden derrotar a los fuertes que detentan el poder, la serie de historias del Antiguo Testamento que narran la rebelión y la resistencia popular y la volubilidad del mismo pueblo cuando son dirigidos por falsos profetas o simplemente demagogos, y el poder eterno del becerro de oro. En cuanto a Cristo, precursor de Gandhi, admiraba su capacidad para unir al populacho contra el imperialismo romano curando heridas, resucitando muertos y multiplicando panes y peces y, sobre todo, usando sus poderes para que el vino discurriera generosamente, y todo esto dentro de una estrategia de no resistencia al enemigo y de poner la otra mejilla, puesto que el reino no era de este mundo sino del otro, doctrina nefasta, Bracamonte, capitulacionista, prerrevisionista y decididamente aprista, que favoreció a Caifás y su gente, los colaboracionistas de siempre (digamos los Petains, los Francisco García Calderón, mi propio padre), a quienes, por supuesto, despreciaba Pilatos, antecesor de Maquiavelo.»

        Pero lo anterior, solo como metáfora, resulta ser lo más rescatable y serio en el trato de este tema. Hay, por el contrario, un trato irrespetuoso hacia lo más sano de la política nacional: la figura del Amauta José Carlos Mariátegui, a quien se maltrata de la, por decir lo menos, manera más descomedida. Veamos algunos casos: en la p. 105, TF cuenta que Queca Luzuriaga «Se había resistido a tener amantes fijos, pero había hecho el amor con numerosos poetas, intelectuales y artistas del final del régimen de Leguía y de los años treinta (solo Mariátegui, me dijo, se le había escapado porque la esposa italiana le marcaba los pasos103». Y esta, realmente, es una infamia — comparable a las que usa Mario Vargas en La fiesta del chivo o en El pez en el agua—, de ella se deduce que de haber estado casado Mariátegui con una peruana él sí habría accedido a los asedios eróticos de la tal Queca. Y, por supuesto, se está denigrando de paso la imagen de la abnegada compañera del Amauta (Anita Chiappe).

        Y lo más incomprensible es que cuando se trata de personajes cuya trayectoria vital ha sobresalido en las páginas oscuras del periodismo, como es el caso del asesino Segisfredo Luza Bouroncle104 (o en las «rojas» con dos representantes del trotskismo como Ricardo Napurí o Ismael Frías) les cambia el nombre. Pero no lo hace en el caso de Mariátegui. Y es una ofensa que se hace extensiva, y de manera más truculenta, a José Sabogal, padre del indigenismo en la pintura (por quien, dígase de paso, Mariátegui, sentía un aprecio especial). Dice la tal Queca: «Yo le propuse que me pintara desnuda. Hubiera sido la maja limeña. Porque entonces tenía mis curvas. Pero el maricón tuvo miedo de verme calata. Pobre huevón si creía que con eso no me lo tiraría» (p. 108). También está el caso de dos mujeres Nadeira Varaona y Lea Barba (que son mencionadas en el ensayo La generación del 50), y en la novela aparecen sus nombres con ciertas modificaciones: Varahona y Sergina Barba. Lea Barba es conocida en la vida real como amiga de Mario Vargas Llosa: «Desde los primeros días, Mario trabó amistad con Lea Barba, una de las pocas muchachas de la época que no habían sido educadas para casarse y terminar siendo ama de casa. Todo lo contrario. Lea era una chica muy inteligente decidida a valerse por sí misma una vez que culminara su carrera.» (Pamela CUETO, A-2011: 35-36).

        En la p. 370, hay otra ofensa a Mariátegui, TF le increpa a Arancibia: «En privado no respetabas nada ni a nadie. Te burlabas de Mariátegui. Con el pene erecto, gritabas: ‘¡Soy el hombre matinal!’.» (sic) Estas apreciaciones deberían ser irrepetibles —incluso en el supuesto, negado, de que fueran ciertas— y son condenables si —como pretende la concepción de la novela de MG y de MV— son invención o mentira. Pero lo más increíble es que no se hace lo mismo con personajes como Haya de la Torre, a quien se lo ve actuar como adoctrinador de juventudes, y solo se critica su voz chillona105. Y en la p. 127 dice Pablo Fiol: «Víctor Raúl, era un conversador apasionante, erudito en muchos temas, pero sobre todo se dirigía a uno por uno de los asistentes como un padre o un tío»106; pero, por lo demás, no se lo involucra en situaciones adversas como las aquí comentadas.

        TF es —qué duda cabe— gran admiradora de su abuelo, Ramiro Fiol; muchísimo más incluso que de su padre, Pablo Fiol; a pesar de que ambos son —como ella misma lo reconoce— mentores de su formación política: «Desde mi abuelo, que fue un anarcosindicalista irreductible, la política ocupó el lugar central en nuestra familia» (p. 79). Pero el abuelo —aunque salvado por los imponderables de época— tenía el lastre ideológico del anarquismo, corriente política del siglo XIX, signada por el individualismo o espontaneísmo burgués o pequeñoburgués. Y por eso, no obstante haber sido admitido para que asista a las reuniones en casa de J. C. Mariátegui, finalmente, resultará ser su ofensor. En una de esas reuniones y en medio de una exaltación anárquica y luego de reclamar la monserga de «la propaganda por los hechos» (que hace recordar al lema odriísta de «hechos y no palabras»), dijo que «Todos deberían llevar una pistola en el cinturón y una bomba bajo el brazo. Y, en seguida, le dijo a Mariátegui mirando la silla de ruedas donde estaba sentado, “Pero tú, José Carlos, no tienes nada que temer. Por razones obvias te eximiremos de esta tarea”.» (p. 72). Y nadie, entre los contertulios, llama al orden al energúmeno. Pero hay una justicia poética que se encarga de establecer la sanción. Estos hechos resultan ser desfasados, porque en páginas previas dice que la mujer de Ramiro Fiol ha muerto en el año de 1933 (p. 69), sin embargo, al final del capítulo que es cuando se da la escena ofensiva antes referida, el personaje se dirige a su casa… «Pero esta vez no le contó a Belén Goyeneche [la esposa] sobre lo que había ocurrido, pues quizá entonces tomó conciencia que ella estaba definitivamente muerta y que era un extranjero en el mundo» (p. 73). Es decir, según esta reflexión, los hechos han ocurrido después de muerta la mujer, o sea en el año de 1933, si no después. Y Mariátegui muere en 1930. Si el exabrupto frente a Mariátegui ha ocurrido en 1930 —o antes— ¿cómo es que «tomó conciencia de que ella [su mujer] estaba definitivamente muerta» si su muerte ocurrirá mucho después y no se ha dicho que su agonía durara tanto como para tomar su expresión en sentido figurado?

        Si nos atenemos a los postulados de la novela esgrimidos en este texto, de que ella es «mentira, exageración, transformación, invención»107, es obvio que esa escena es ficticia, y por lo tanto esa falta de respeto a Mariátegui (sin que él mismo responda —como ya lo ha hecho en otro momento de la novela aclarando temas doctrinarios— y sin que exista ningún otro de los concurrentes que lo hiciera) es un elemento reprochable al autor. Es probable que lo verosímil (aquello que no es verdad pero da la sensación de que lo fuera) sea lo esencial de la narrativa, pudiendo resumirse esa propuesta en la siguiente prescripción: «Si no es cierto, está bien contado», como si se acotara: «parece verdad» (o el tristemente famoso «roba pero hace obra»); pero si adelantas que vas a tratar de algo conocido y lo sacas de contexto, entonces lo no cierto se convierte en mal contado, como si se pretendiera hacer una estrella de lodo.

        Pero veamos esa única vez en que Mariátegui le retruca sus ideas a Ramiro Fiol: Se dice que este «… manifestó que, (sic)108 para cualquier libertario de corazón y mente la tesis de la ‘dictadura del proletariado’ resultaba aberrante a la naturaleza humana porque toda dictadura en sí misma era nociva y maligna; aparte —agregó— que la llamada ‘dictadura del proletariado’ era, en realidad, la dictadura de un partido, el cual estaba conformado por individuos que una vez en el poder se comportarían como todos los dictadores y tiranuelos que habían existido en la historia» (pp. 7172). Y ahí surge la aclaración atribuida a José Carlos Mariátegui: «José Carlos empezó afirmando que la implantación de la dictadura del proletariado —tesis leninista planteada por primera vez por Marx en los días que siguieron a la derrota de la Comuna de París— después del triunfo de la revolución, medida extrema pero de carácter temporal, era necesaria para que la idea anarquista de la destrucción del Estado dejara de ser una utopía y se conviertiera (sic) en práctica concreta, en historia real, en el reino de la libertad». Y es esto lo que —reclamamos— ha debido ocurrir con otras expresiones lesivas a la cabal comprensión del marxismo, que no tienen contrapartida. Incluso esa situación nos ha llevado a cuestionar en esta novela la ausencia de un personaje contradictor que hubiera actuado como eje de equilibrio. Incluso en el capítulo anterior destacamos a uno que pudo cumplir ese papel: Pepe Corso. Pero, como dijimos ahí, se prefirió usarlo solo de comodín para situaciones poco trascendentes.

        Obviamente, frente a estas situaciones es el autor quien tiene la potestad de decisión. Y en esa prerrogativa puede reposar su tino o su pifia, que pueden, o no, ser advertidos por el lector, pero que —eso sí— no pueden devenir argucias para la impunidad. Esa responsabilidad se le puede atribuir incluso respecto de la inclusión de Vallejo como elemento de utilería, para destacar la imagen del padre de Arancibia, como hemos visto que se ha hecho lo mismo con Mariátegui, para resaltar la imagen del anarquista abuelo de TF, aunque seguimos pensando que esto lo hace para sugerir un paralelo con la imagen de los senderistas. Veamos lo de Vallejo: «Cómo se jamoneaba papá Adrián hablando del Cholo Vallejo, de Korriskoso como lo llamaban dentro del Grupo.109 Afirmaba que el cholo tenía una piel cetrina, oscura y su rostro de piedra parecía haber sido esculpido a punto de martillazos.» [Aclaremos: la expresión es «a punta de martillazos», y, por lo demás, ninguna escultura se trabaja así, pues en los casos más extremos se usa un cincel. A martillazos se rompe una escultura]. Seguimos con la cita: «Usaba una impresionante melena intensamente oscura y de hebras firmes. Instigados por los poetas consagrados de la generación anterior, que lo detestaban, ciertos petimetres de la aristocracia trujillana pretendieron cortarle la melena y raparlo una noche cuando el Cholo regresaba a su cuartucho del hotel del Arco. En las semanas siguientes, cada vez que trasnochaban bebiendo cerveza en el bar América del jirón Independencia, los del grupo, armados de manoplas, se turnaban para acompañar al Cholo de regreso a su cuarto» (p. 164). Es más, la siguiente cita no deja de ser cizañante con Vallejo, dice: «Y lo mejor de esta aventura, Bracamonte, es que después de haber escuchado a César (y no obstante que entre los poemas que este recitó hubo dos francamente atroces) el viejo comprendió que nada tenía que ver con las musas» (p. 165). Eso de que Vallejo escribió «poemas atroces» (sin especificar cuáles serían) es una especulación irrelevante y además vejatoria. Se puede decir que con esta semblanza, MG ha pagado tributo a la tendencia anecdotaria de Vallejo que se solaza en destacar los rasgos bohemios de su época trujillana. Como dice Winston Orrillo: «Hay toda una cohorte de neoapocalípticos que quieren ganar a río revuelto, y que se refocilan exhumando los “errores políticos” de Vallejo, o poniendo en close up sus críticas al “socialismo real”, su seudo “trotskismo” o, en fin, su condición “apristona” (y rememoran, para ello, las amistades trujillanas del bardo, su integración en la bohemia de la capital del Departamento de la Libertad)» (Orrillo, A-2006).

        En la p. 261 hay otra mención circunstancial de Mariátegui (y, por parte de un aprista, que busca ironizar con él): «Perfectamente —lo había interrumpido Bracamonte—. Digamos que es la prehistoria o, como diría tu admirado Mariátegui, tu edad de piedra en la formación de tu conciencia política. Me gustaría que avanzáramos un poco más en el tiempo. En realidad, quisiera que contaras cómo fue tu encuentro con el APRA. Porque, discúlpame, todo lo que me has dicho es hojarasca, retórica barata, compañero. O, para imitar tu propia retórica, solo me has hablado del sustrato pantanoso que todos los peruanos llevamos dentro.» Esta última expresión (generalizadora de lo negativo: ‘todos los peruanos llevan dentro un sustrato pantanoso’) no solo constituye parte de la conciencia de un aprista —lo cual la relativizaría— sino que es reiterada en otras ocasiones de la novela, atribuida incluso al hombre en general, lo cual no solo compromete al narrador sino también al autor.110 Apreciación apocalíptica que sazona incluso la visión teórica que de la literatura peruana tiene MG, como veremos en el tercer capítulo.

        En la p. 117 se habla ‘del terrible libelo de Alberto Hidalgo contra Haya’, pero se atenúa la responsabilidad de este. Veamos: «Aunque en los crímenes que Hidalgo le achacaba al APRA (algunos habrían sido ordenados directamente por Haya), carecían (sic) de pruebas y se limitaba a propalar rumores, lo cierto es que existía una leyenda negra sobre Haya y su partido que se remontaba a los años de su fundación…» Y aunque igual ocurre con los crímenes que se le atribuyen a Stalin o al mismo SL, no se hace esa salvedad que sí se da con Haya. Esto tal vez para cumplir con su aprehensión de no incurrir ni en la apología ni en el panfleto (entrevista de La República), ¿pero sí en la infamia? El símbolo «sic» hace ver que quien «carecía» de pruebas era Hidalgo (y no los crímenes) por eso el verbo ha debido ir en singular, y para que concuerde con el verbo siguiente: «se limitaba» (Hidalgo). Similar error hay en la p. 118: «… habían calado los sentimientos anticomunistas que se propiciaba (sic: propiciaban) dentro del aprismo», mejor debió quedar «el sentimiento anticomunista», y en ese caso sí debió ir en singular.


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Notas
(103) Nótese que se ha abierto el paréntesis y, a pesar de que se ha de cerrar líneas más adelante, nosotros pensamos que ha debido ser aquí el cierre.
(104) Para refrescar la memoria sobre este personaje se puede ver el siguiente enlace de Ghiovanni Hinojosa: https://procrastinadorsite.wordpress.com/2016/02/09/doctor-sombra/
(105) Haya «En conjunto tenía el aspecto de los señorones como los que había visto en el Club Nacional, al comienzo le desagradó su voz estridente, un poco chillona, pero de la cual se fue olvidando a medida que Víctor Raúl iba avanzando en su discurso, convincente, irrebatible e irresistible» (p. 126). Y, más adelante se dirá que «Cautivaba escucharlo hablar de temas que con los años harían legendarias sus tertulias (…) Conocía y amaba a Shakespeare, tanto al autor de El mercader de Venecia como al otro Shakespeare, el íntimo y secreto de los Sonetos» (p. 169).
(106) Aun cuando la frase siguiente sea una alusión irónica y subliminal a la supuesta pederastia de Haya: «les alborotaba el cabello (a los jóvenes militantes) casi con ternura preguntándoles por sus familiares y secretos sueños.»
(107) TF dice: «Pero dejé de interesarme en si lo que contaba era verdad, mentira o invención. Porque sean lo que fueran, Morgan, las historias me resultaban fabulosas» (p. 104).
(108) Coma ociosa. En todo caso, debió ir otra coma —que justifique a la anterior— después de la palabra ‘mente’.
(109) Eduardo González Viaña confirma este apodo de Vallejo, en la p. 226 de su libro Vallejo en los infiernos (2009), con la diferencia de que ahí la última sílaba está escrita con doble “s”, aunque en la p. 453 la escribe con una sola. Por su parte, Ricardo González Vigil dice que ese apelativo (escrito con doble “s”) lo tomaron sus amigos «del protagonista del cuento “Un poeta lírico” de Eça de Queiroz. Aludía así a varios rasgos de César: aspecto físico, magra situación económica y tendencia a enamorarse de mujeres que no le prestaban atención por razones sociales y raciales (recordemos el claro componente andino del rostro del “cholo” Vallejo, nada del gusto de la prejuiciosa “señorial” ciudad de Trujillo)» («Trayectoria de Vallejo», en: César Vallejo, 2013, Poesía completa, Lima: Copé, p. 13). Es dato que también consigna Stephen M. Hart, 2013, César Vallejo, una biografía literaria. Lima, Edit. Cátedra Vallejo, pp. 34-35.
(110) «… hasta en las acciones que la Historia reputa como más nobles, justas o humanas, jugaron su papel motivaciones no necesariamente probas o incorruptas» (p. 25). «… existen causas y guerras justas; por desgracia, una vez que se desencadena la guerra, todas las fuerzas beligerantes, incluso a las que las asiste la justicia de su causa, liberan las fuerzas irracionales de la naturaleza humana…» (p. 246). Son, realmente, generalizaciones poco dialécticas, hechas tal vez con el afán de minimizar las atrocidades ocurridas en la época en que se ambienta la novela. Ese mecanismo subliminal se aprecia incluso al tratar de SL de manera indirecta aludiendo a los actos terroristas del anarquismo o el caudillismo de Haya (en paralelo a Guzmán) e, igualmente, cuando habla de las actitudes de líder impositivo de Raúl Arancibia; por ejemplo, en la p. 232, dice: «… como había escuchado al viejo Arancibia en sus tertulias, todos los hombres albergaban dentro de sí a una bestia, la bestia humana que se solaza con el sufrimiento, la sangre, el exterminio, lo cual —peroraba— terminará por conducir a la destrucción de la civilización humana. Y en esto, le dijo a Tamara, basé mi pedagogía; estimular los bajos instintos, como los impulsos de la agresión y dominio, que tantos goces deparan.» Y agrega: «Empezó por establecer un régimen de premios y castigos en los juegos; se castigaba a los remolones, a los débiles, a los desobedientes y traidores; a estos últimos se les castigaba con la expulsión, previo cargamontón y feroz apanado.»

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