lunes, 3 de julio de 2017

Filosofía

Las Bases de los Juicios Morales

(Quinta Parte)

Howard Selsam

LA FILOSOFÍA DEL PLACER, como se llamaba, se vió puesta al margen durante muchos siglos. Reapareció en el Renacimiento, posteriormente en Inglaterra, en forma apropiadamente moderada, y finalmente alcanzó un nuevo apogeo en la Francia del siglo XVIII. Esta vez se hizo posible para disfrutar de toda clase de placeres; pero los problemas sociales intensos y la resultante exigencia de un cambio radical, provenientes de las clases medias y de los intelectuales, llevó hacia una reconstrucción profunda de todo el sistema hedonista. Helvetius dirigió la empresa, no sin hacer algunos sacrificios personales, pues su libro “Del l’ Espirit” fue quemado públicamente por las autoridades de París, cuando apareció, en 1758, mientras su autor se veía obligado a huir del país. Parece que Helvetius hizo, al tratarse de los seres humanos, lo que Newton había hecho al tratarse de los cuerpos celestes, es decir, descubrir las leyes básicas de todos los actos humanos. Parece también que él llegó a suponer que, en la misma forma que un ordenado sistema surge y marcha obedeciendo a las leyes de la gravitación universal, así también puede surgir y marchar una sociedad armoniosa siguiendo las leyes básicas de la conducta humana. Esta ley consistía en que el hombre actúa siempre, en cualquier circunstancia, en la forma que le parece conveniente a sus intereses –de este modo, el interés personal fue el principio de toda conducta. – Pero (aquí es donde aparece el gran genio de Helvetius), los hombres son un producto de su ambiente; de tal manera que, todo lo que ellos juzgan benéfico para su interés, está determinado por las costumbres, tradición y educación. Hace falta agregar, claro está, la premisa negativa de que el hombre no nace con ideas innatas y que, fundamentalmente, no es un ser desigual en dotes naturales.

        Helvetius pasa por alto lo que el hombre encuentra que es su interés personal –salvo al tratarse de la forma en que sus actos afectan a lo que otros hombres creen que es su interés personal.– Así dice, por ejemplo, en un pasaje impresionante de la obra citada anteriormente, que el hombre virtuosos no es aquel que sacrifica sus placeres y pasiones al interés público, por la sencilla razón de que ello resulta inútil. En cambio, es virtuosos el hombre en quien la pasión más fuerte está armonizada con el interés general en tal forma que él resulta ser virtuosos por necesidad26. Y este representante vigoroso, optimista, de la joven burguesía francesa, voceaba la opinión de que todo dependía, en este caso, de la educación. Los hombres no aprendieron a valorizar correctamente lo que significa su interés, pues, si no hubiera sido así, habría una perfecta armonía social. ¿Esto es ingenuo? No tanto como parece a simple vista. La educación viene a ser, para Helvetius, todo el conjunto de las influencias del ambiente, no solamente lo que se enseña en las escuelas; significa lo que una sociedad hace valer por medio de su organización y funcionamiento; lo que hace que los hombres aprecien, busquen, deseen o rechacen. De esta manera, él puede llegar a la conclusión justa de que las instituciones sociales son las culpables cada vez que los hombres se encuentran ante un conflicto al tratarse del ejercicio de la ley natural del interés personal. Helvetius piensa que precisamente este conflicto es lo que se ha producido casi siempre en el pasado y lo que sigue produciéndose en la actualidad. La sociedad elogia una virtud, pero da en recompensa un vicio. Las instituciones existentes y la enseñanza de las cuestiones morales separan nuestros intereses de los de nuestros semejantes; mientras, por otro lado, nuestro interés personal nos enseña que cada individuo puede vivir dichosamente solo en caso de que marchen bien nuestros intereses personales.

        Karl Marx escribe, refiriéndose a las escuelas éticas materialistas francesas del siglo XVIII, lo siguiente:

        “No hace falta una gran agudeza para ver el vínculo necesario que existe entre el bien original, las virtudes inteligentes del hombre, el poder de la experiencia, costumbres y educación, la influencia de las condiciones exteriores sobre el hombre, la extrema importancia de la industria, la justificación de la dicha, etc., de un lado, y el comunismo y el socialismo, del otro.

        Si el hombre recibe todas sus impresiones y forma todos sus conceptos según el mundo de sus sentidos, deduciendo también sus experiencias según este mismo mundo de sus sentidos, surge naturalmente la deducción de que el mundo empírico debe construirse en tal forma que pueda ofrecer una gran riqueza de verdaderas experiencias humanas.

        Si el interés personal ennoblecido es el principio de toda moralidad, fácil es deducir que los intereses privados de los hombres deben armonizarse con los intereses humanos. Si el hombre no es libre en el sentido materialista, es decir, si es libre, no en razón de su fuerza negativa para evitar esto o aquello, sino en razón de su fuerza positiva para afirmar su verdadera individualidad, en tal caso, el hombre no debe castigar los crímenes de los individuos sino destruir las causas antisociales del crimen y dar a cada persona un campo social suficiente para la expresión de su propia individualidad. Si el hombre está formado por las circunstancias, en tal caso, solo dentro de la sociedad podrá desarrollar su naturaleza. Y la fuerza de su naturaleza debe medirse, no por la fuerza del individuo aislado, sino por la fuerza de la sociedad”27.

        Marx no quiere decir que Helvetius y sus correligionarios fueran socialistas o comunistas, ni que ellos hayan desarrollado una ética para el comunismo. Lo que él trata de hacer ver, más bien, es que la burguesía radical, en su periodo revolucionario, desarrolló una ética que trascendió de sus intereses y necesidades particulares. Marx escribe, en otra parte, que ninguna clase particular puede ejercer el poder sin alegar que lo hace así en nombre de los derechos generales de la sociedad28. Y este sector de la burguesía, al hacer tal alegato, contribuyó sustancialmente a la formación de la teoría moral. Nosotros no tenemos necesidad de examinar mayormente la clase de sociedad que Helvetius y su discípulo Holbach trataban de organizar siguiendo los dictados de su ética; bastará, en este caso, con darnos cuenta de la manera cómo transformaron ellos, el interés personal, en una exigencia para la organización de una sociedad racional. Holbach manifiesta que una sociedad racional es aquella que puede hacer felices a los hombres, y que ello requiere, en primer lugar, que se le satisfagan las necesidades materiales de la vida y, después, que esto se haga en tal forma que no se vea la diferencia entre el interés de cada individuo y el de los demás. Esto excluye en absoluto una sociedad de categorías o un Estado que se sitúe por encima de los individuos: lo único que propugna es la vinculación total de las relaciones individuales que constituye una sociedad.

        La continuación de esta doctrina se llevó a cabo en Inglaterra, en forma de utilitarismo, desarrollado especialmente por Jeremy Bentham y John Stuart Mill. Pero esta “evolución” de Helvetius daba demasiada importancia al aspecto superficial de su doctrina en detrimento de su contenido profundo. Como Belfort Bax, uno de los últimos socialistas ingleses del siglo XIX, lo hizo ver, “el interés personal ennoblecido” se hizo la ética de los bellacos y de los millonarios. Teóricamente, la doctrina comete la falta de identificar la fuerza impulsora de la conducta humana con el objetivo que se busca. Aristóteles hizo ver magistralmente, en la “Etica a Nicómano”, que el hombre encuentra en todos sus actos voluntarios cierta satisfacción, pero que la naturaleza de esta satisfacción es tan amplia y ramificada según sea la naturaleza de cada uno. Hay hombres que solo encuentran satisfacciones del estómago, otros en la sensualidad, mientras que hay otros que las encuentran en el honor, en las obras artísticas, en los descubrimientos científicos y en el sacrificio de sí mismos en bien de los demás –de un grupo, clase o sociedad– con el cual ellos están identificados.

        De esta manera, el interés personal es, en su mejor aspecto, una descripción ambigua de los motivos de la conducta humana, y, en la forma como lo interpretan los teóricos burgueses, resulta totalmente incapaz de explicar los sacrificios, ya sea de los capitalistas o de los trabajadores, en beneficio de su propia clase, su país o el orden social que les es más querido. Solo a causa de una fantástica limitación del término puede afirmarse que el heroico sacrificio de los cristianos primitivos y de otros hombres que murieron defendiendo su causa se debió únicamente al impulso del “interés personal”. En casos como estos, el hombre sacrifica el interés personal y hasta su vida misma en bien de una aspiración que se ha hecho su ideal, el beneficio de su clase, su pueblo o su nación. El bien personal es, pues, una pésima explicación de toda la conducta humana. Además, en las manos de los escritores ingleses, la doctrina presupone la existencia de individuos atómicos, separados de sus múltiples y dinámicas relaciones dentro de la sociedad constituida.

        Históricamente, puede decirse que la ética de Helvetius degeneró, de ser un impulso militante, que tendía a la transformación de las instituciones sociales, a ser ahora una defensa de las instituciones existentes, alegando que ellas están basadas en los intereses del hombre, dentro de los moldes económicos y sociales del sistema capitalista de explotación. La causa de esta degeneración radica en la falsa suposición económica de que las relaciones de producción capitalista operan en interés de todos los hombres y los materialistas predicaron a los capitalistas, por eso, la conveniencia de moderar su pillería en interés de su perpetuidad como clase. Por otra parte, elogiaron ante los trabajadores el maravilloso funcionamiento de la ley natural por medio del sistema capitalista, dentro del cual el bien de cada uno era el bien de todos. En la actualidad esta doctrina está muerta teórica y prácticamente, pues ya no sirve como desafío revolucionario ni como defensa plausible. Los pueblos lucharán hasta lo último por la conservación de las instituciones democráticas, pero no por la defensa del “libre cambio” capitalista. Ciertamente, en su forma fascista, el capitalismo no puede presentarse adecuado al “interés especial” del pueblo.

        Como otras formas de la ética del espiritualismo, con sus preocupaciones por la salvación del alma de cada individuo, así también la ética del “interés personal”, que pretende ser empírica y práctica, resulta disolvente en la misma forma que el primitivo “laissez- faire”, o competencia libre en los negocios, abre el camino al imperialismo político. Parafraseando a Bax, mientras el burgués puede pensar que no hay nada bueno fuera del alma individual y del talonario de cheques, el trabajador encuentra que su individualidad está sumergida en la existencia colectiva de su clase de productores. La verdadera naturaleza de la industria en gran escala, que ha sumido el trabajo del individuo en el del grupo, ha fusionado asimismo los intereses de los trabajadores individuales con los de la clase trabajadora en un todo orgánico. La ética marxista empieza donde la teoría del capitalismo fenece, cuando la práctica del capitalismo la ha encarnado en la abrumadora masa del pueblo.
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(26) Helvetius, ob. Cit. Discurso III. Cap. 16.
(27) Karl Marx. “La Sagrada Familia”.
(28) Marx. “Crítica de la filosofía del derecho de Hegel”.

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