«No hay tradición ni poesía que sean
una sola y única»
(Segunda parte)
Julio Carmona
EN LA PRIMERA PARTE planteamos la necesidad de no encerrarnos en esquemas
que pretenden erigirse como representantes exclusivos de los valores culturales
de la humanidad. Y aunque en cada nación, siguiendo esa propuesta, también hay
quienes se erigen en ser los únicos herederos de aquel esquema, y hablan de una
sola nación, de una sola tradición y de una sola poesía, nosotros creemos (y no
somos los únicos) que, como decimos en el título, se debe replantear ese
postulado de verlas encerradas en «una sola y única» opción. El riesgo de ese
solipsismo lleva a discriminar a las otras opciones. Y, siempre decimos —recordando
a Engels— que «negar en dialéctica no quiere decir no», y es, en ese sentido,
que no negamos la existencia de esa «visión unipolar» (tan propia de los
imperialismos estériles, que decía Pedro Henríquez Ureña); admitimos no solo su
existencia sino, además, su derecho a ser lo que se creen ser; pero sí exigimos
el mismo derecho a —y nos esforzamos por— ser un conglomerado que aspira a
permanecer, descartando cualquier barato egoísmo, sino como parte y, como tal, defensores
de los ninguneados, de los invisibilizados, de los nadies.
Y para que no se nos acuse de estar haciendo una
abstracción de esa tradición cuyo origen se remonta a la época precolombina,
pondremos dos ejemplos de su lírica (que, entonces, no le era ajena):
Padre Viracocha
creador, causa del mundo,
el que crea,
el que gobierna y provee,
tú aquí me pusiste
y me criaste diciendo:
«No le faltará comida
ni bebida»
y dijiste: «Su comida
se multiplique;
su maíz, su papa,
todo su sustento».
Obviando el trasfondo
religioso (propio, por lo demás de todas las culturas antiguas) este poema
proclama el solaz de lo alcanzado por parte del yo poético; hay la expresión
íntima de quien lo tiene todo e implícitamente pregona su identificación con la
clase social dominante; pero tiene también una actitud realista: no se evade de
la realidad: «aquí me pusiste / y me criaste». Veamos el siguiente canto:
Padre Cóndor
llévame.
Hermano milano,
guíame.
A mi madre, a solas,
cuéntale
que hace cinco días
no he probado alimento,
ni he bebido.
Padre mensajero,
conductor de nuevas,
haz que lleguen a mi padre
y a mi madre
la tristeza errante
de mi acento
y la angustia de mi corazón.
En este texto también es obvio que hay un tono de denuncia contra un poder opresor; en él destaca un mensaje de protesta contra la injusticia. Y ese es un elemento que no queremos eludir, aunque sea estigmatizado como panfletario; porque hoy —como antes— hay una hegemonía imperial que debe ser combatida, denunciada y nunca ignorada sin riesgo de sentirse cómplice por esa omisión. Es una presencia imperialista que (tanto antaño como hogaño) no puede ni debe tratarse con la condescendencia con que lo hace —por poner un ejemplo— Guillermo de Torre. Veamos cómo lo dice:
… algunos
recelos deberá vencer todavía Norteamérica antes de que su participación en el
coloquio de las literaturas sea visto por todos sin prejuicios ni turbiedades.
De estos “todos” excluimos, por supuesto, a los irreductibles, a aquellos que
truenan contra el “imperialismo yanqui” pero con el designio secreto (es decir,
no: muy transparente) de uncir a sus países a otro “imperialismo” nada problemático
como aquel y muy cierto…
La confusión conceptual de
don Guillermo salta a la vista, ya que Norteamérica no está constituida solo
por USA (aunque este se haya apropiado de todo el nombre de América), también
está México y este no tiene recelos que vencer para participar con su literatura
(que la tiene por derecho propio) en el dialogo de las literaturas de los demás
países de Nuestra América (para usar la expresión martiana). Es más, la
literatura de USA tampoco está excluida, porque también ella participa de lo
que estamos llamando la discriminación que ejerce la literatura oficial u
oficiosa contra las que no son contaminadas por ella. Allí hay poetas valiosos
que también luchan contra el imperialismo que asimismo oprime a su pueblo. Y es
así que don Guillermo también incurre en la discriminación denunciada (o
ratifica lo expuesto sobre ella antes), pues dice ‘excluir a los que de manera
irreductible truenan contra el imperialismo yanqui’, y el hecho se agrava
porque asume como propio el embuste inventando por el imperio de que la Unión
Soviética constituía “otro imperialismo”, y que esos otros, por él excluidos,
sabiendo eso, pretenden uncir a sus
países a ese otro imperialismo. La historia ya se ha encargado de poner las
cosas en su sitio. Veamos una síntesis de los hechos escamoteados por el citado
autor:
«La caída del Muro de
Berlín, en noviembre de 1989, y la desintegración de la Unión Soviética, en
diciembre de 1991, fueron acontecimientos que exhibieron de una manera sencilla
el derrumbe de un proyecto histórico que se extendió por casi setenta y cinco
años. Sin embargo, la historicidad de estos hechos es más compleja porque un
modelo de sociedad que se prolongó durante gran parte del siglo XX corto,
parafraseando a Eric Hobsbawm, no pudo tumbarse solo picando un muro o firmando
una declaración entre exjerarcas del viejo orden, que reemplazaba a la URRS por
la Federación de Rusia. La actual globalización nos ha permitido hacer una
relectura de los procesos históricos de América Latina y el Caribe,
amplificando repertorios, objetos de estudio e interpretaciones. Hay más
interés por las circulaciones, intercambios, contactos, resignificados y la
singularidad de nuestras experiencias continentales. En el nuevo milenio la
densidad de la historia política latinoamericana, con arraigo en lo social,
pudo vertebrar las historias del comunismo en una mirada comparativa global,
donde las militancias, los partidismos, la sovietización, el camino propio, la
interpretación local ante los alzamientos de la Europa pro-soviética, el
protagonismo de mujeres, la contribución de los jóvenes, las relaciones
estratégicas entre las diversas maneras de practicar el socialismo real, el
arraigo en sectores populares, la asimilación en las clases medias y la
difusión de líneas programáticas a través de líderes de la cultura elitista o
de masas, han sido parte de explicaciones más robustas y menos lineales.» (Esta
es una cita con trabajos de varios autores, en un texto publicado en 2023, bajo
el título de Los Comunismos en América
Latina. Recepciones y militancias (1948-1991). Vol. III. Santiago de Chile:
Editorial Historia Chilena).
Hecha
la aclaración necesaria, podemos retornar a la lectura de los textos previos
convocados aquí pertenecientes a la época previa a la invasión hispánica. De
ellos se saca en claro que la sociedad peruana antigua estaba dividida en
clases opuestas (aunque minimizadas sus contradicciones por una organización
social más o menos equitativa) y los textos citados muestran que su literatura
también respondía a esa misma bipolaridad, que se corresponde con lo que ocurre
en nuestra época. Y para mayor prueba podemos remitirnos al Ollantay, el
drama quechua que refleja las diferencias sociales entre la nobleza inca y la
de sus servidores más cercanos, el general Ollantay, de extracción plebeya.
Entonces ha de inferirse que la situación no sería menos tajante en relación
con el pueblo, como lo es ahora. Esta realidad trata de eludirse en la
literatura nacional oficial actual. Y nosotros creemos que eso es castrar un
elemento que no puede ni debe ser eludido. Esa
es la verdadera raíz de nuestra cultura. La cultura occidental es la postiza. Nos
la impusieron. Y no la desterramos. Negar no quiere decir no, repito. Estamos
tratando de retomar la cultura de los orígenes. Y limpiarnos la costra inservible
de la otra.
Pero
hay más. Otro texto de esa tradición originaria, tiene además la sugerencia de
una vocación realista, que es otro de los elementos que dan sustento
principista a nuestra tradición literaria nacional, popular y clasista.
Palomita blanca
de la cordillera,
préstame tu pluma
para mi recuerdo.
La hierba que agarro
la saco de sus raíces,
el agua que tomo
la saco del estanque.
Es claro el adiós del amante que va a ausentarse de la amada y le pide, aunque sea unas hebras de su cabello o el chullo que cubre a este («préstame tu pluma»), para de esa manera tener algo concreto con qué recordarla; no quiere llevar a la amada solo como idea, sino tener de ella algo real que la represente. Y, para mayor sustento de su requerimiento realista, le pone el ejemplo de sus acciones cotidianas, vinculadas a la naturaleza, y dice que de la tierra toma la hierba; no, del recuerdo. Igual, el agua que bebe la saca de su fuente. Ese reclamo de no evadirse de la realidad es lo que también da sustento a una literatura que, de esa manera, se diferencia del formalismo propio de la literatura occidental de las últimas décadas, cuyo origen está en el barroco del siglo XVII, el romanticismo del siglo XIX y el vanguardismo del siglo XX. Pero, igual, hemos dicho, que nuestro realismo viene no solo de esa tradición prehispánica, sino desde mucho antes de que existiera la civilización occidental: con los primeros humanos de la prehistoria no solo europea, sino también de toda nuestra América y de los pueblos, también ninguneados, de Asia y de África.
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