sábado, 2 de enero de 2021

Campesinado y socialismo

 

Indigenismo y Socialismo

Intermezzo Polémico*

José Carlos Mariátegui

NO ME TOCARÍA RESPONDER a la crítica de Luis Alberto Sánchez –quien en el último número de Mundial arremete contra el indigenismo de los costeños– si en uno de sus acápites no me mencionara y –refiriéndose sin duda a lo que he dicho a veces en Mundial– no me atribuyera la diversión teorética de oponer, como gallos o boxeadores, colonialismo e indigenismo. Y si además, no citara la revista de doctrina y polémica que dirijo. Porque, en verdad, no me siento responsable de las contradicciones y ambigüedades que Sánchez denuncia, ni he asumido, en general, la actitud que mi colega condena uniformando inexactamente en ella a todos los escritores costeños, sin excluirse él mismo, acaso porque de otro modo su artículo no habría podido empezar con la palabra nosotros.

        Con la impaciencia y nerviosidad peculiares a “nosotros los costeños”, Sánchez reclama absoluta coherencia y rigurosa unidad –tal vez si hasta unanimidad– en algo que no es todavía un programa sino apenas un debate, en el cual caben voces e ideas diversas, que se reconozcan animadas del mismo espíritu de renovación. La crítica de Sánchez mezcla y confunde todas las expresiones positivas y negativas del movimiento indigenista. Sin distinguir al menos las expresiones teoréticas de las estéticas y de las prácticas, exige una perfecta congruencia entre especulaciones críticas, afirmaciones doctrinales e imágenes poéticas, de todo lo cual hace previamente una ensalada para enfadarse, luego, de encontrar juntas tantas cosas. Mi estimado colega me permitirá que le diga que la confusión está más en el sujeto que en el objeto.

        Los indigenistas o pseudo-indigenistas, a su juicio, adoptan simultáneamente los puntos de vista de Valcárcel y López Albújar. Pero este es un error de su visión. Que se contraste, que se confronte dos puntos de vista, no quiere decir que se les adopte. La crítica, el examen de una idea o un hecho, requieren precisamente esa confrontación, sin la cual ningún seguro criterio puede elaborarse. Las tendencias o los grupos renovadores no tienen todavía un programa cabalmente formulado ni uniformemente aceptado. Como he escrito, polemizando con Falcón, mi esfuerzo no tiende a imponer un criterio, sino contribuir a su formación. Y, a riesgo de resultar demasiado lapalissiano, debo recordar a Sánchez que un programa no es anterior a un debate sino posterior a él.

        El conflicto entre la tesis de Valcárcel y Ló­pez Albújar, por otra parte, no está esclarecido. No es cierto, como Sánchez pretende, que del estudio de López Albújar "surja la necesidad de ir a la raza indígena, pero para exterminar­la". No, querido Sánchez. Seguramente, López Albújar, -cuya aptitud para opinar sobre las consecuencias de su propio estudio es inobjeta­ble-, no piensa de este modo.

        Sánchez llega a una conclusión precipitada, simplista, dogmática, como las que reprocha a los indigenistas de la hora undécima. Si relee "con la calma y la hondura precisas" el estu­dio de López Albújar encontrará que el nove­lista piurano hace preceder sus observaciones sobre la “psicología del indio huanuqueño” por una prudente advertencia. "El indio –escribe- es una esfinge de dos caras: con la una mira al pasado y con la otra al presente, sin cuidar­se del porvenir. La primera le sirve para vivir entre los suyos; la segunda para tratar con los extraños. Ante los primeros se manifiesta co­rno es; ante los segundos, como no querría ser". "Esta dualidad -agrega- es la que norma su vida, la que lo exhibe bajo esta doble personalidad, que unas veces desorienta e indu­ce al error y otras hace renunciar a la observación por creerlo impenetrable. Una cosa es pues el indio en su ayllu, en su comunidad, en su vida íntima y otra en la urbe del misti, en sus relaciones con él, como criado suyo o co­mo hombre libre”. La mayor parte de las observaciones de López Albújar corresponde a la actitud del indio ante el blanco, ante el misti. Retratan la cara que López Albújar, desde su posición, pudo enfocar mejor.

        La llamada hipocresía del indio, según Valcárcel, es una actitud defensiva. Esto, López Albújar no lo ha contradicho en ninguna parte. El autor de Cuentos Andinos se ha limitado a registrar las manifestaciones de esa actitud defensiva. En cambio, su cuento "Ushanan Jam­pi" es una confirmación de la tesis de Valcárcel sobre la nostalgia andina.

        De Otro lado el trabajo de Valcárcel es de índole distinta del trabajo de López Albújar. Valcárcel es lírico, López Albújar, crítico. Hay en Valcárcel el misticismo, el mesianismo de la generación post-bélica, hay en López Albújar el naturalismo, el criticismo, tal vez hasta el escep­ticismo, de la generación anterior. Los planos en que ambos actúan son, en fin, diversos. No trataré, por mi parte, de conciliarlos. Pero nie­go a su diferencia -más que oposición- el al­cance que Sánchez le supone.

        El "indigenismo" de los vanguardistas no le parece sincero a Luis Alberto Sánchez. No tengo por qué convertirme en fiador de la sinceridad de ninguno. Es a Sánchez, además, a quien le toca precisar su acusación, especificando los ca­sos en que se apoya. Lo que afirmo, por mi cuenta, es que de la confluencia o aleación de "indigenismo" y socialismo, nadie que mire al contenido y a la esencia de las cosas puede sor­prenderse. El socialismo ordena y define las rei­vindicaciones de las masas, de la clase trabaja­dora. Y en el Perú las masas -la clase trabaja­dora- son en sus cuatro quintas partes indíge­nas. Nuestro socialismo no sería, pues, peruano, -ni sería siquiera socialismo- si no se solida­rizase, primeramente, con las reivindicaciones indígenas. En esta actitud no se esconde nada de oportunismo. Ni se descubre nada de artifi­cio, si se reflexiona dos minutos en lo que es socialismo. Esta actitud no es postiza, ni fingi­da, ni astuta. No es más que socialista.

        Y en este "indigenismo" vanguardista, que tantas aprensiones le produce a Luis Alberto Sánchez, no existe absolutamente ningún calco de "nacionalismos exóticos"; no existe, en todo caso, sino la creación de un "nacionalismo pe­ruano".

        Pero, para ahorrarse todo equivoco, -que no es lo mismo que equivocación como preten­de alguien-, en lo que me concierne, no me llame Luis Alberto Sánchez "nacionalista", ni "indigenista", ni "pseudo-indigenista", pues pa­ra clasificarme no hacen falta estos términos. Llámeme, simplemente, socialista. Toda la clave de mis actitudes -y, por ende, toda su coheren­cia, esa coherencia que lo preocupa a usted tan­to, querido Alberto Sánchez- está en esta sen­cilla y explícita palabra. Confieso haber llegado a la comprensión, al entendimiento del valor y el sentido de lo indígena, en nuestro tiempo, no por el camino de la erudición libresca, ni de la intuición estética, ni siquiera de la especulación teórica, sino por el camino, -a la vez intelectual, sentimental y práctico- del socialismo.

        "El indigenismo", contra el cual reacciona belicosamente el espíritu de Sánchez, no aparece, exclusiva, ni aun principalmente, como una elaboración de la inteligencia o el sentimiento costeños. Su mensaje viene, sobre todo, de la sierra. No somos "nosotros los costeños" los que agitamos, presentemente, la bandera de las rei­vindicaciones indígenas. Son los serranos; son particularmente, los cuzqueños. Son los serra­nos más auténticos. Y, además, los más insospechables. El "Grupo Resurgimiento" no ha sido inventado en Lima. Ha nacido, espontáneamente, en el Cuzco. Y es él, con su primer manifiesto, el que se ha encargado de responder al señor José Ángel Escalante.

        No hay en mi dogmatismo alguno. Lo que sí hay es convicción, pasión, fervor. Esto creo que el propio Luis Alberto Sánchez lo ha dicho, generosamente, más de una vez. Mi espíritu no es dogmático; pero sí afirmativo. Creo que es­píritus constructivos son los que se apoyan en una afirmación, sin temor exagerado a su res­ponsabilidad y a sus consecuencias. Mi posición ideológica está esclarecida. La que está aún por esclarecer es, en todo caso, la de Luis Alberto. Si nos atenemos a su último artículo, tendremos que considerarlo, en este debate, un "especta­dor". Yo soy un combatiente, un agonista. Seguramente, es, ante todo, por esto, que no coin­cidimos.

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(*) José Carlos Mariátegui. Ideología y política, Indigenismo y socialismo.

 

 

 

Principios de Política Agraria Nacional

José Carlos Mariátegui

COMO UN APÉNDICE O COMPLEMENTO del estudio del problema de la tierra en el Perú, a que puse término en el número anterior de Mundial, estimo oportuno exponer, en un esquema sumario, los lineamientos que, de acuerdo con las proposiciones de mis estudios, podía tener dentro de las condiciones históricas vigentes, una política agraria inspirada en el propósito de solucionar orgánicamente ese problema1. Este esquema se reduce necesariamente a un cuerpo de conclusiones generales, del cual queda excluida la consideración de cualquier aspecto particular o adjetivo de la cuestión, enfocada sólo en sus grandes planos.

1.— El punto de partida, formal y doctrinal, de una política agraria socialista no puede ser otro que una ley de nacionalización de la tierra. Pero, en la práctica, la nacionalización debe adaptarse a las necesidades y condiciones concretas de la economía del país. El principio, en ningún caso, basta por sí sólo. Ya hemos experimentado cómo los principios liberales de la Constitución y del Código Civil no han sido suficientes para instaurar en el Perú una economía liberal, esto es capitalista, y cómo, a despecho de esos principios, subsisten hasta hoy formas e instituciones propias de una economía feudal. Es posible actuar una política de nacionalización, aún sin incorporar en la carta constitucional el principio respectivo en su forma neta, si ese estatuto no es revisado integralmente. El ejemplo de México es, a este respecto, el que con más provecho puede ser consultado. El artículo 27º de la Constitución Mexicana define así la doctrina del Estado en lo tocante a la propiedad de la tierra: "1.— La propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional, corresponde originariamente a la Nación, la cual ha tenido y tiene el derecho de trasmitir el dominio de ellos a los particulares, constituyendo la propiedad privada. 2.— Las expropiaciones sólo podrán hacerse por causa de utilidad pública y mediante indemnización. 3.— La Nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público, así como el de regular el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación, para hacer una distribución equitativa de la riqueza pública y para cuidar de su conservación. Con ese objeto se dictará las medidas necesarias para el fraccionamiento de los latifundios; para el desarrollo de la pequeña propiedad; para la creación de nuevos centros que sean indispensables para el fomento de la agricultura y para evitar la destrucción de los elementos naturales y de los daños que la propiedad pueda sufrir en perjuicio de la sociedad. Los pueblos, rancherías y comunidades que carezcan de tierras y aguas, o no las tengan en cantidades suficientes para las necesidades de su población tendrán derecho a que se les dote de ellas, tomándolas de las propiedades inmediatas, respetando siempre la pequeña propiedad. Por tanto, se confirman las dotaciones de terrenos que se hayan hecho hasta ahora de conformidad con el decreto de 6 de marzo de 1915. La adquisición de las propiedades particulares necesarias para conseguir los objetos antes expresados, se considerará de utilidad pública".

2.— En contraste con la política formalmente liberal y prácticamente gamonalista de nuestra primera centuria, una nueva política agraria tiene que tender, ante todo, al fomento y protección de la "comunidad" indígena. El "ayllu", célula del Estado incaico, sobreviviente hasta ahora, a pesar de los ataques de la feudalidad y del gamonalismo, acusa aún vitalidad bastante para convertirse, gradualmente, en la célula de un Estado socialista moderno. La acción del Estado, como acertadamente lo propone Castro Pozo, debe dirigirse a la transformación de las comunidades agrícolas en cooperativas de producción y de consumo. La atribución de tierras a las comunidades tiene que efectuarse, naturalmente, a expensas de los latifundios, exceptuando de toda expropiación, como en México, a los pequeños y aun a la de medianos propietarios, si existe en su abono el requisito de la "presencia real". La extensión de tierras disponibles permite reservar las necesarias para una dotación progresiva en relación continua con el crecimiento de las comunidades. Esta sola medida aseguraría el crecimiento demográfico del Perú con mayor proporción que cualquiera política "inmigrantista" posible actualmente.

3.—El crédito agrícola, que sólo controlado y dirigido por el Estado puede impulsar la agricultura en el sentido más conveniente a las necesidades de la agricultura nacional, constituiría dentro de esta política agraria el mejor resorte de la producción comunitaria. El Banco Agrícola Nacional acordaría la preferencia a las operaciones de las cooperativas, las cuales, de otro lado, serían ayudadas por los cuerpos técnicos y educativos del Estado para el mejor trabajo de sus tierras y la instrucción industrial de sus miembros.

4.—La explotación capitalista de los fundos en los cuales la agricultura esté industrializada, puede ser mantenida mientras continúe siendo la más eficiente y no pierda su aptitud progresiva; pero, tiene que quedar sujeta al estricto control del Estado en todo lo concerniente a la observación de la legislación del trabajo y la higiene pública, así como a la participación fiscal en las utilidades.

5.—La pequeña propiedad encuentra posibilidades y razones de fomento en los valles de la costa o la montaña, donde existen factores favorables económica y socialmente a su desarrollo. El "yanacón" de la costa, cuando se han abolido en él los hábitos, tradiciones de socialismo del indígena, presenta el tipo en formación o transición del pequeño agricultor. Mientras subsista el problema de la insuficiencia de las aguas de regadío, nada aconseja el fraccionamiento de los fundos de la costa dedicados a cultivos industriales con sujeción a una técnica moderna. Una política de división de los fundos en beneficio de la pequeña propiedad no debe ya, en ningún caso, obedecer a propósitos que no miren a una mejor producción.

6.—La confiscación de las tierras no cultivadas y la irrigación o bonificación de las tierras baldías, pondrían a disposición del Estado extensiones que serían destinadas preferentemente a su colonización por medio de cooperativas técnicamente capacitadas.

7.—Los fundos que no son explotados directamente por sus propietarios, —pertenecientes a grandes rentistas rurales improductivos—, pasarían a manos de sus arrendatarios, dentro de las limitaciones de usufructo y extensión territorial por el Estado, en los casos en que la explotación del suelo se practicase conforme a una técnica industrial moderna, con instalaciones y capitales eficientes.

8.—El Estado organizaría la enseñanza agrícola, y su máxima difusión en la masa rural, por medio de las escuelas rurales primarias y escuelas prácticas de agricultura o granjas escuelas, etc. A la instrucción de los niños del campo se le daría un carácter netamente agrícola.

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No creo necesario fundamentar estas conclusiones que se proponen, únicamente, agrupar en un pequeño esbozo, algunos lineamientos concretos de la política agraria que consienten las presentes condiciones históricas del país, dentro del ritmo actual de la historia en el continente. Quiero que no se diga que de mi examen crítico de la cuestión agraria peruana se desprenden sólo conclusiones negativas o proposiciones de un doctrinarismo intransigente.

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* Publicado en Mundial, Lima, 1º de julio de 1927.

1 Véase "El Problema de la Tierra", 7 Ensayos págs. 50-101, Volumen 2 de la primera serie Popular (N. de los E.).

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