Indigenismo y Socialismo
Intermezzo Polémico*
José Carlos Mariátegui
NO ME TOCARÍA RESPONDER a la crítica de Luis Alberto Sánchez –quien en el último número de Mundial arremete contra el indigenismo de los costeños– si en uno de sus acápites no me mencionara y –refiriéndose sin duda a lo que he dicho a veces en Mundial– no me atribuyera la diversión teorética de oponer, como gallos o boxeadores, colonialismo e indigenismo. Y si además, no citara la revista de doctrina y polémica que dirijo. Porque, en verdad, no me siento responsable de las contradicciones y ambigüedades que Sánchez denuncia, ni he asumido, en general, la actitud que mi colega condena uniformando inexactamente en ella a todos los escritores costeños, sin excluirse él mismo, acaso porque de otro modo su artículo no habría podido empezar con la palabra nosotros.
Con la impaciencia y nerviosidad
peculiares a “nosotros los costeños”, Sánchez reclama absoluta coherencia y
rigurosa unidad –tal vez si hasta unanimidad– en algo que no es todavía un
programa sino apenas un debate, en el cual caben voces e ideas diversas, que se
reconozcan animadas del mismo espíritu de renovación. La crítica de Sánchez
mezcla y confunde todas las expresiones positivas y negativas del movimiento
indigenista. Sin distinguir al menos las expresiones teoréticas de las
estéticas y de las prácticas, exige una perfecta congruencia entre
especulaciones críticas, afirmaciones doctrinales e imágenes poéticas, de todo
lo cual hace previamente una ensalada para enfadarse, luego, de encontrar
juntas tantas cosas. Mi estimado colega me permitirá que le diga que la
confusión está más en el sujeto que en el objeto.
Los indigenistas o pseudo-indigenistas,
a su juicio, adoptan simultáneamente los puntos de vista de Valcárcel y López
Albújar. Pero este es un error de su visión. Que se contraste, que se confronte
dos puntos de vista, no quiere decir que se les adopte. La crítica, el examen
de una idea o un hecho, requieren precisamente esa confrontación, sin la cual
ningún seguro criterio puede elaborarse. Las tendencias o los grupos
renovadores no tienen todavía un programa cabalmente formulado ni uniformemente
aceptado. Como he escrito, polemizando con Falcón, mi esfuerzo no tiende a
imponer un criterio, sino contribuir a su formación. Y, a riesgo de resultar
demasiado lapalissiano, debo recordar a Sánchez que un programa no es anterior
a un debate sino posterior a él.
El conflicto entre la tesis de Valcárcel y López
Albújar, por otra parte, no está esclarecido. No es cierto, como Sánchez
pretende, que del estudio de López Albújar "surja la necesidad de ir a la
raza indígena, pero para exterminarla". No, querido Sánchez. Seguramente,
López Albújar, -cuya aptitud para opinar sobre las consecuencias de su propio
estudio es inobjetable-, no piensa de este modo.
Sánchez llega a una conclusión precipitada,
simplista, dogmática, como las que reprocha a los indigenistas de la hora
undécima. Si relee "con la calma y la hondura precisas" el estudio
de López Albújar encontrará que el novelista piurano hace preceder sus
observaciones sobre la “psicología del indio huanuqueño” por una prudente
advertencia. "El indio –escribe- es una esfinge de dos caras: con la una
mira al pasado y con la otra al presente, sin cuidarse del porvenir. La primera le sirve para vivir entre los
suyos; la segunda para tratar con los extraños. Ante los primeros se
manifiesta corno es; ante los segundos, como no querría ser". "Esta
dualidad -agrega- es la que norma su vida, la que lo exhibe bajo esta doble
personalidad, que unas veces desorienta e induce al error y otras hace
renunciar a la observación por creerlo impenetrable. Una cosa es pues el indio
en su ayllu, en su comunidad, en su vida íntima y otra en la urbe del misti, en
sus relaciones con él, como criado suyo o como hombre libre”. La mayor parte
de las observaciones de López Albújar corresponde a la actitud del indio ante
el blanco, ante el misti. Retratan la cara que López Albújar, desde su
posición, pudo enfocar mejor.
La llamada hipocresía del indio, según Valcárcel,
es una actitud defensiva. Esto, López Albújar no lo ha contradicho en ninguna
parte. El autor de Cuentos Andinos se
ha limitado a registrar las manifestaciones de esa actitud defensiva. En
cambio, su cuento "Ushanan Jampi" es una confirmación de la tesis de
Valcárcel sobre la nostalgia andina.
De Otro lado el trabajo de Valcárcel es
de índole distinta del trabajo de López Albújar. Valcárcel es lírico, López
Albújar, crítico. Hay en Valcárcel el misticismo, el mesianismo de la
generación post-bélica, hay en López Albújar el naturalismo, el criticismo, tal
vez hasta el escepticismo, de la generación anterior. Los planos en que
ambos actúan son, en fin, diversos. No trataré, por mi parte, de conciliarlos.
Pero niego a su diferencia -más que oposición- el alcance que Sánchez le
supone.
El "indigenismo" de los
vanguardistas no le parece sincero a Luis Alberto Sánchez. No tengo por qué
convertirme en fiador de la sinceridad de ninguno. Es a Sánchez, además, a
quien le toca precisar su acusación, especificando los casos en que se apoya.
Lo que afirmo, por mi cuenta, es que de la confluencia o aleación de
"indigenismo" y socialismo, nadie que mire al contenido y a la
esencia de las cosas puede sorprenderse. El socialismo ordena y define las reivindicaciones
de las masas, de la clase trabajadora. Y en el Perú las masas -la clase
trabajadora- son en sus cuatro quintas partes indígenas. Nuestro socialismo
no sería, pues, peruano, -ni sería siquiera socialismo- si no se solidarizase,
primeramente, con las reivindicaciones indígenas. En esta actitud no se esconde
nada de oportunismo. Ni se descubre nada de artificio, si se reflexiona dos
minutos en lo que es socialismo. Esta actitud no es postiza, ni fingida, ni
astuta. No es más que socialista.
Y en este "indigenismo"
vanguardista, que tantas aprensiones le produce a Luis Alberto Sánchez, no
existe absolutamente ningún calco de "nacionalismos exóticos"; no
existe, en todo caso, sino la creación de un "nacionalismo peruano".
Pero, para ahorrarse todo equivoco, -que
no es lo mismo que equivocación como pretende alguien-, en lo que me
concierne, no me llame Luis Alberto Sánchez "nacionalista", ni
"indigenista", ni "pseudo-indigenista", pues para
clasificarme no hacen falta estos términos. Llámeme, simplemente, socialista.
Toda la clave de mis actitudes -y, por ende, toda su coherencia, esa
coherencia que lo preocupa a usted tanto, querido Alberto Sánchez- está en
esta sencilla y explícita palabra. Confieso haber llegado a la comprensión, al
entendimiento del valor y el sentido de lo indígena, en nuestro tiempo, no por
el camino de la erudición libresca, ni de la intuición estética, ni siquiera de
la especulación teórica, sino por el camino, -a la vez intelectual, sentimental
y práctico- del socialismo.
"El indigenismo", contra el
cual reacciona belicosamente el espíritu de Sánchez, no aparece, exclusiva, ni
aun principalmente, como una elaboración de la inteligencia o el sentimiento
costeños. Su mensaje viene, sobre todo, de la sierra. No somos "nosotros
los costeños" los que agitamos, presentemente, la bandera de las reivindicaciones
indígenas. Son los serranos; son particularmente, los cuzqueños. Son los serranos
más auténticos. Y, además, los más insospechables. El "Grupo
Resurgimiento" no ha sido inventado en Lima. Ha nacido, espontáneamente,
en el Cuzco. Y es él, con su primer manifiesto, el que se ha encargado de responder
al señor José Ángel Escalante.
No hay en mi dogmatismo alguno. Lo que
sí hay es convicción, pasión, fervor. Esto creo que el propio Luis Alberto
Sánchez lo ha dicho, generosamente, más de una vez. Mi espíritu no es
dogmático; pero sí afirmativo. Creo que espíritus constructivos son los que se
apoyan en una afirmación, sin temor exagerado a su responsabilidad y a sus
consecuencias. Mi posición ideológica está esclarecida. La que está aún por
esclarecer es, en todo caso, la de Luis Alberto. Si nos atenemos a su último
artículo, tendremos que considerarlo, en este debate, un "espectador".
Yo soy un combatiente, un agonista. Seguramente, es, ante todo, por esto, que
no coincidimos.
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José Carlos Mariátegui. Ideología y
política, Indigenismo y socialismo.
Principios de Política Agraria Nacional
José Carlos Mariátegui
COMO UN APÉNDICE O COMPLEMENTO del estudio del problema de la tierra en el Perú, a que puse término en el número anterior de Mundial, estimo oportuno exponer, en un esquema sumario, los lineamientos que, de acuerdo con las proposiciones de mis estudios, podía tener dentro de las condiciones históricas vigentes, una política agraria inspirada en el propósito de solucionar orgánicamente ese problema1. Este esquema se reduce necesariamente a un cuerpo de conclusiones generales, del cual queda excluida la consideración de cualquier aspecto particular o adjetivo de la cuestión, enfocada sólo en sus grandes planos.
1.— El punto de partida, formal y doctrinal, de una política agraria socialista no puede ser otro que una ley de nacionalización de la tierra. Pero, en la práctica, la nacionalización debe adaptarse a las necesidades y condiciones concretas de la economía del país. El principio, en ningún caso, basta por sí sólo. Ya hemos experimentado cómo los principios liberales de la Constitución y del Código Civil no han sido suficientes para instaurar en el Perú una economía liberal, esto es capitalista, y cómo, a despecho de esos principios, subsisten hasta hoy formas e instituciones propias de una economía feudal. Es posible actuar una política de nacionalización, aún sin incorporar en la carta constitucional el principio respectivo en su forma neta, si ese estatuto no es revisado integralmente. El ejemplo de México es, a este respecto, el que con más provecho puede ser consultado. El artículo 27º de la Constitución Mexicana define así la doctrina del Estado en lo tocante a la propiedad de la tierra: "1.— La propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional, corresponde originariamente a la Nación, la cual ha tenido y tiene el derecho de trasmitir el dominio de ellos a los particulares, constituyendo la propiedad privada. 2.— Las expropiaciones sólo podrán hacerse por causa de utilidad pública y mediante indemnización. 3.— La Nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público, así como el de regular el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación, para hacer una distribución equitativa de la riqueza pública y para cuidar de su conservación. Con ese objeto se dictará las medidas necesarias para el fraccionamiento de los latifundios; para el desarrollo de la pequeña propiedad; para la creación de nuevos centros que sean indispensables para el fomento de la agricultura y para evitar la destrucción de los elementos naturales y de los daños que la propiedad pueda sufrir en perjuicio de la sociedad. Los pueblos, rancherías y comunidades que carezcan de tierras y aguas, o no las tengan en cantidades suficientes para las necesidades de su población tendrán derecho a que se les dote de ellas, tomándolas de las propiedades inmediatas, respetando siempre la pequeña propiedad. Por tanto, se confirman las dotaciones de terrenos que se hayan hecho hasta ahora de conformidad con el decreto de 6 de marzo de 1915. La adquisición de las propiedades particulares necesarias para conseguir los objetos antes expresados, se considerará de utilidad pública".
2.— En contraste con la política formalmente liberal y prácticamente gamonalista de nuestra primera centuria, una nueva política agraria tiene que tender, ante todo, al fomento y protección de la "comunidad" indígena. El "ayllu", célula del Estado incaico, sobreviviente hasta ahora, a pesar de los ataques de la feudalidad y del gamonalismo, acusa aún vitalidad bastante para convertirse, gradualmente, en la célula de un Estado socialista moderno. La acción del Estado, como acertadamente lo propone Castro Pozo, debe dirigirse a la transformación de las comunidades agrícolas en cooperativas de producción y de consumo. La atribución de tierras a las comunidades tiene que efectuarse, naturalmente, a expensas de los latifundios, exceptuando de toda expropiación, como en México, a los pequeños y aun a la de medianos propietarios, si existe en su abono el requisito de la "presencia real". La extensión de tierras disponibles permite reservar las necesarias para una dotación progresiva en relación continua con el crecimiento de las comunidades. Esta sola medida aseguraría el crecimiento demográfico del Perú con mayor proporción que cualquiera política "inmigrantista" posible actualmente.
3.—El crédito agrícola, que sólo controlado y dirigido por el Estado puede impulsar la agricultura en el sentido más conveniente a las necesidades de la agricultura nacional, constituiría dentro de esta política agraria el mejor resorte de la producción comunitaria. El Banco Agrícola Nacional acordaría la preferencia a las operaciones de las cooperativas, las cuales, de otro lado, serían ayudadas por los cuerpos técnicos y educativos del Estado para el mejor trabajo de sus tierras y la instrucción industrial de sus miembros.
4.—La explotación capitalista de los fundos en los cuales la agricultura esté industrializada, puede ser mantenida mientras continúe siendo la más eficiente y no pierda su aptitud progresiva; pero, tiene que quedar sujeta al estricto control del Estado en todo lo concerniente a la observación de la legislación del trabajo y la higiene pública, así como a la participación fiscal en las utilidades.
5.—La pequeña propiedad encuentra posibilidades y razones de fomento en los valles de la costa o la montaña, donde existen factores favorables económica y socialmente a su desarrollo. El "yanacón" de la costa, cuando se han abolido en él los hábitos, tradiciones de socialismo del indígena, presenta el tipo en formación o transición del pequeño agricultor. Mientras subsista el problema de la insuficiencia de las aguas de regadío, nada aconseja el fraccionamiento de los fundos de la costa dedicados a cultivos industriales con sujeción a una técnica moderna. Una política de división de los fundos en beneficio de la pequeña propiedad no debe ya, en ningún caso, obedecer a propósitos que no miren a una mejor producción.
6.—La confiscación de las tierras no cultivadas y la irrigación o bonificación de las tierras baldías, pondrían a disposición del Estado extensiones que serían destinadas preferentemente a su colonización por medio de cooperativas técnicamente capacitadas.
7.—Los fundos que no son explotados directamente por sus propietarios, —pertenecientes a grandes rentistas rurales improductivos—, pasarían a manos de sus arrendatarios, dentro de las limitaciones de usufructo y extensión territorial por el Estado, en los casos en que la explotación del suelo se practicase conforme a una técnica industrial moderna, con instalaciones y capitales eficientes.
8.—El Estado organizaría la enseñanza agrícola, y su máxima difusión en la masa rural, por medio de las escuelas rurales primarias y escuelas prácticas de agricultura o granjas escuelas, etc. A la instrucción de los niños del campo se le daría un carácter netamente agrícola.
***
No creo necesario fundamentar estas conclusiones que se proponen, únicamente, agrupar en un pequeño esbozo, algunos lineamientos concretos de la política agraria que consienten las presentes condiciones históricas del país, dentro del ritmo actual de la historia en el continente. Quiero que no se diga que de mi examen crítico de la cuestión agraria peruana se desprenden sólo conclusiones negativas o proposiciones de un doctrinarismo intransigente.
___________
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Publicado en Mundial, Lima, 1º de julio de 1927.
1 Véase "El Problema de la Tierra", 7 Ensayos págs. 50-101, Volumen 2 de la primera serie Popular (N. de los E.).
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