sábado, 28 de enero de 2012

Páginas del marxismo latinoamericano


Filiación del Bolchevique. Marx y Lenin. Mítica y Dogmática Revolucionaria*

César Vallejo



El fervor del bolchevique por la nueva vida contrapesa la prevención o incomprensión del ruso reaccionario, aniquilándolas o al menos neutralizándolas. Al subjetivismo contemplativo y baldado del reaccionario, opone el bolchevique un objetivismo pragmático, constructivo. Al espiritualismo estático, un materialismo dialéctico. Al absorbente individualismo, un colectivismo racional. Ala abstención amarga, una saludable ofensiva creatriz. Su praxis desborda en excesos patéticos. Ignora la media tinta. No es un sage, sino un desmesurado. Hiperbólico, sin aparato ni fanfarronería, es pintoresco y dramático, apasionado e implacable. Combativo y heroico, su ejecutoria revolucionaria de antes y después de 1917 ha fraguado en él hábitos permanentes de sacrificio y un instinto cotidiano y permanente de grandes acciones. Al bolchevique se le ha comparado como tipo representativo de una secta social, con el fascista y sus derivados cosmopolitas: “camisas negras”, “cascos de acero”, ku-klux-klans, reimwerhrens, kuomingtans, etcétera. ¿En qué son comparables? ¿En la estrategia? ¿En la táctica? ¿En el jacobinismo? ¿En la moral de los medios? ¿En la grandeza doctrinal Fácil es, a los ojos del hombre libre, descubrir la diferencia histórica y esencial del bolchevique con todos los bandoleros del fascismo cosmopolita. Mas no es fácil descubrirla a los ojos del transeúnte más o menos imbuído de una tabla de valores contrarios a la vida comunista.

        En general, toda la psiquis, toda la conducta bolchevique son nuevas y diversas de la norma de todos los demás tipos humanos de dentro y fuera de Rusia: ante la política, la economía, el trabajo, el amor, la religión, etc. No sólo me refiero al rol del bolchevique como unidad militante de la III Internacional. No sólo me refiero al ejercicio de su estatuto comunista, a sus funciones políticas dentro del partido. Me refiero también a su simple y diaria conducta de hombre y de particular. Dentro de la concepción soviética del hombre revolucionario o simplemente político, todo es una misma cosa: la vida privada y la vida pública. Pero esto no quiere decir que el bolchevique invada la esfera del hombre particular hasta degenerar en un simple misionero de Lenin y de Marx, obsesionado y absorbido totalmente por la fórmula revolucionaria. Ni aun dentro del partido, la conducta del bolchevique participa de la de miembro de una secta religiosa, fanática y estereotipada, como afirma Luc Durtain. Aquello de los votos comunistas de obediencia y pobreza no pasa de una miopía del observador. Es pobre hasta que las condiciones económicas soviéticas mejoren y le permitan vivir mejor y holgadamente. Obedece, no por ciega esclavitud, a un dogma más o menos deportivo y místico, sino porque comprende que, en régimen proletario, la mejor manera de ser libre es obedeciendo. Precisamente esta ausencia de carácter monástico y sectario en su rol social constituye una de las cualidades profundamente humanas del bolchevique. Ella quita a su condición particular todo asomo evangelista o taumaturgo, a la clásica manera religiosa, por mucho que sus menores actos sean de inspiración esencialmente apostólica y de propaganda revolucionaria. El bolchevique sabe que para ser revolucionario hay que ser primeramente hombre, en el sentido integral de la palabra.

El bolchevique se distingue de los demás sectores rusos, ante todo y sobre todo, por su ejemplaridad revolucionaria. El bolchevique es el padre de la vida soviética. Es el abanderado de la causa proletaria. Es el pionnier del socialismo. Como tal, su conducta participa del heroísmo sacerdotal y artístico. La abnegación y el sacrificio, la audacia y el tesón están a la base de su técnica vital. En el trabajo cotidiano de la fábrica, en su acción militante, en las circunstancias banales de su vida personal, el bolchevique no piensa ni practica nada sino al servicio de la usa revolucionaria. En el taller, es él un obrero que trabaja más que el obrero no bolchevique; que busca y desempeña los más peligrosos oficios y consignas; que no reclama ni se queja nunca; que ayuda a sus compañeros, suple las faltas ajenas, gana menos, cuida de la fábrica como de cosa propia, disfruta de menos derechos y, no obstante, está siempre contento y entusiasta. Si se trata de cuotas o erogaciones, el bolchevique es quien aporta más y el primero. Si hay que doblar o triplicar la jornada, él da el ejemplo. Si se proyecta una avanzada para adoctrinar para adoctrinar y convertir otros núcleos de trabajadores, indiferentes o contrarios en política, el obrero bolchevique formará igualmente el primero. En la emulación socialista es él quien da la muestra y el estímulo. ¿Y en los comités y asambleas de fábrica? Las más complicadas funciones, las más recargadas labores, él mismo las reclama espontáneamente para sí y las desempeña con grandes sacrificios de sí mismo y de los suyos. El bolchevique hace de esta manera figura de martirio. Los mismos compañeros de trabajo –los otros, los obreros simplemente soviéticos– le tienen lástima. Su actividad dolorosa, espontánea y apasionada, desconcierta e impone un respeto casi religioso.

        Sus obligaciones dentro del partido se sujetan a disciplinas y rigores mucho más fuertes y severos. El bolchevique es un soldado. El partido es un cuartel. Pero se trata aquí de un soldado que obedece a deberes e imperativos. Salidos de su propio temperamento social, y de un cuartel cuyas normas no son más que una proyección al exterior de la íntima contextura moral del mindividuo.

        Circunstancialmente, cuando veo en Rusia a un hombre realizar un acto heroico o asumir una actitud ancha y noble ante menudos obstáculos o mínimos tropezones de la vida, me digo: ése es, de seguro, un bolchevique.

        Lenin vive en el alma del bolchevique como el prototipo acabado de lo que debe ser el revolucionario puro. La vida de Lenin encarna, a los ojos del bolchevique ruso, todas las virtudes del hombre entregado por entero al bien de la humanidad. Para encontrarle en este terreno pareja en la Historia, el bolchevique tiene que saltar muchos siglos atrás, hasta Jesucristo o Buda. Más acá sólo Marx se le parece. ¿Quién escribirá algún día el paralelo de estos dos grandes hombres?

         Estos dos creadores de la nueva humanidad ocupan en el corazón del proletario ruso el lugar que ocuparían dos dioses, de tener el socialismo carácter religioso. Una aureola sobrehumana rodea sus figuras, y no digo divina, porque la revolución de la que ambos son los forjadores, tampoco es un movimiento celestial ni mítico, sino de riguroso materialismo histórico. Cuidémonos de no mixtificar el sentido de los hechos ni los vocablos que los contienen. La revolución socialista y sus creadores no han pretendido ni pretenden traer al mundo una nueva versión teológica de la vida, sino simplemente una explicación y una fórmula nuevas de justicia social. Marx y Lenin han podido exclamar con mucha exactitud: “Mi reino es de este mundo”. Las palabras “divino”, “dios”, “religioso”, “santo” carecen de sentido y de carta de naturaleza en el léxicoi marxista-leninista. No andan, pues, cuerdos los buenazos escritores burgueses que, en este terreno, nos hablan del apocalipsis de San Lenin, de la nueva iglesia marxista, del evangelio proletario según San Stalin o según San Trotsky, y otras necedades. Muchos de los propios panegiristas extranjeros del Soviet nos han llegado a hablar hasta de una iconografía de la Pasión y Muerte de Lenin, refiriéndose a las estampas, medallas y escarapelas en que figura la fotografía del gran jefe, y que circulan profusamente en Rusia. Esta es la mejor manera de tergiversar por su base la dirección histórica de la revolución y de traicionar a sus creadores.

Sin embargo, tampoco hay que desconocer la existencia en la revolución socialista de una nueva mítica y de una nueva dogmática. Pero esta mítica y esta dogmática son igualmente de esencia y estructura materialistas; es decir, económicas. No hay que confundirlas con la mítica y la dogmática metafísicas de las religiones. Los mitos “revolución”, “proletariado”, “Internacional”, “capital”, “masa”, “justicia social”, etc., son creaciones directas del sentimiento o instinto económico del hombre, a diferencia de los mitos “dios”, “justicia divina”, “alma”, “bien”, “mal”, “eternidad”, etc., que son creaciones del sentimiento religioso. Los dogmas, en la doctrina socialista, proceden asimismo de una necesidad o conjunto de necesidades históricas de la producción, o lo que es igual, de la dialéctica determinista de la técnica del trabajo. Ejemplo: el dogma de las contradicciones crecientes del capitalismo. Los dogmas, en religión, proceden de una necesidad o conjunto de necesidades subjetivas de maravilloso (1). Ejemplo: el dogma de la divinidad de Jesús. De aquí que mientras la mítica y la dogmática socialistas se apoyan en verdades de rigurosa experiencia histórica, es decir, en verdades científicas y controlables prácticamente por la realidad cotidiana, la mítica y la dogmática religiosas se apoyan en simples verdades de fe, reveladas e incontrolables por la experiencia diaria. 

        Conviene, pues, zanjar de una vez para todas las fronteras históricas y sociales entre la revolución proletaria y el proceso religioso de nuestra época. La primera no es un nuevo evangelio de fe, destinado a sustituir a las actuales creencias religiosas. Si la revolución socialista, al realizarse, debe rozar y luchar contra tales o cuales obstáculos sociales, derivados del sentimiento o interés religioso imperante en determinada colectividad, lo hará y lo hace solamente desde un plano político y económico. La revolución no toma ningún partido ni finca ninguna perspectiva sistemática y militante en contra ni en favor del sentimiento religioso, ni por su subsistencia ni por su fin. La palabra de orden “La religión es un opio para el pueblo” no tiene sino un alcance táctico de ofensiva contra uno de los más sólidos medios auxiliares de la explotación del trabajador, cual es el culto religioso. A la revolución proletaria no le concierne saber la suerte que tendrán las creencias religiosas en el porvenir. Esto sale de su esencia laica y de su praxis social de base. La resonancia y consecuencias religiosas de la revolución proletaria han de producirse por la dialéctica posterior y futura de las nuevas relaciones de la producción.     

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[1] Así aparece en la edición española.

*Este texto es el capítulo XI del libro Rusia en 1931. Reflexiones al pie del Kremlin, publicado originalmente en Madrid en 1931, por Ediciones Ulisis y republicado sólo veintiocho años después por la Editora Perú Nuevo. En este libro César Vallejo estudia diversos temas como la urbe socialista y la ciudad del porvenir, el trabajo soviético, la industria del Estado, la racionalización socialista y la capitalista, el régimen de salarios, la jerarquía económica, la literatura, el amor, la familia soviética y el fin de la familia burguesa, el deporte, el teatro, la democracia, el cinema, la educación, la dictadura del proletariado y la burocracia, etcétera. Más allá de las naturales diferencias de lenguaje, el texto aquí publicado demuestra una notable coincidencia de César Vallejo con las observaciones de Mariátegui acerca de la mística de los revolucionarios, no obstante la impresión que puedan causar algunas afirmaciones del primero, como por ejemplo aquella según la cual la revolución no es “un movimiento celestial ni mítico, sino de riguroso materialismo histórico”. (Nota de la Redacción).



         

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