El Giro
Radical en la Historia de la Imagen de Stalin
Domenico
Losurdo
De
la Guerra Fría al Informe Kruschov
Tras la desaparición de
Stalin se sucedieron imponentes manifestaciones de duelo: en el transcurso de
su agonía «millones de personas se agolparon en el centro de Moscú para rendir
el último homenaje» al líder que estaba muriendo; el 5 de marzo de 1953,
«millones de ciudadanos llorar la pérdida como si se tratase de un luto
personal»1. La misma reacción se produjo en los rincones más recónditos
de todo el país, por ejemplo en un «pequeño pueblo» en el que, apenas se supo
de lo ocurrido, se cayó en un luto espontáneo y coral2. La
«consternación general» se difundió más allá de las fronteras de la URSS: «Por
las calles de Budapest y de Praga muchos lloraban»3. A miles de
kilómetros del campo socialista, también en Israel la reacción fue de luto:
«Todos los miembros del MAPAM, sin excepción, lloraron»; se trataba del partido
al que pertenecían «todos los líderes veteranos» y «casi todos los excombatientes».
Al dolor siguió la zozobra: «El sol se ha puesto» titulaba el periódico del
movimiento de los kibbutz, "Al-Hamishmar". Tales sentimientos fueron
durante cierto tiempo compartidos por personajes de primera línea del aparato
estatal y militar: «Noventa oficiales que habían participado en la guerra del
48, la gran Guerra de independencia de los judíos, se unieron en una
organización clandestina armada filo-soviética [aparte de filo-estalinista] y
revolucionaria. De estos, once ascendieron a generales y uno a ministro, y
todavía hoy son honrados como padres de la patria de Israel»4.
En
Occidente, entre los que homenajearon al líder desaparecido no se encontraban
solamente los dirigentes y militantes de los partidos comunistas ligados a la
Unión Soviética. Un historiador, Isaac Deutscher, que por lo demás era un
ferviente admirador de Trotsky, escribió una necrológica llena de
reconocimientos:
Tras
tres decenios, el rostro de la Unión Soviética se ha transformado
completamente. Lo esencial de la acción histórica del estalinismo es esto: se
ha encontrado con una Rusia que trabajaba la tierra con arados de madera, y la
deja siendo dueña de la pila atómica. Ha alzado a Rusia hasta el grado de
segunda potencia industrial del mundo, y no se trata sola mente de una cuestión
de mero progreso material y de organización. No se habría podido obtener un
resultado similar sin una gran revolución cultural en la que se ha enviado al
colegio a un país entero para impartirle una amplia enseñanza.
En definitiva, aunque
condicionado y en parte desfigurado por la herencia asiática y despótica de la
Rusia zarista, en la URSS de Stalin «el ideal socialista tenía una innata,
compacta integridad».
En
este balance histórico no había ya sitio para las feroces acusaciones dirigidas
en su momento por Trotsky al líder desaparecido. ¿Qué sentido tenía condenar a
Stalin como traidor al ideal de la revolución mundial y preconizador del
socialismo en un sólo país, en un momento en el que el nuevo orden social se
expandía por Europa y Asia y la revolución rompía su «cascarón nacional»?5
Ridiculiza do por Trotsky como un «pequeño provinciano transportado, como si de
un chiste de la historia se tratase, al plano de los grandes acontecimientos
mundiales»6, en 1950 Stalin había surgido, en opinión de un ilustre
filósofo Alexandre Kojéve, como encarnación del hegeliano espíritu del mundo y
había sido por tanto llamado a unificar y a dirigir la humanidad, recurriendo a
métodos enérgicos y combinando en su práctica sabiduría y tiranía7.
Al margen
de los ambientes comunistas, es decir de la izquierda filo-comunista, y pese al
recrudecimiento de la Guerra Fría y la persistencia de la guerra caliente en
Corea, en Occidente la muerte de Stalin dio pie a necrológicas por lo general
«respetuosas» o «equilibradas»: en aquél momento «él era todavía considerado un
dictador relativamente benigno e incluso un estadista, y en la conciencia
popular persistía el recuerdo afectuoso del "tío Joe", el gran líder
de la guerra que había guiado a su pueblo a la victoria sobre Hitler y había
ayudado a salvar a Europa de la barbarie nazi»8. No habían menguado
aún las ideas, impresiones y emociones de los años de la Gran Alianza contra el
Tercer Reich y sus aliados, en la medida en que — recordaba Deutscher en 1948— «estadistas
y generales extranjeros fueron conquistados por el excepcional dominio con el
que Stalin se ocupaba de todos los detalles técnicos de su maquinaria de
guerra»9.
Entre
las personalidades "conquistadas" se encontraba también aquél que en
su momento había defendido una intervención militar contra el país de la
Revolución de Octubre, esto es, Winston Churchill, que a propósito de Stalin se
había expresado reiteradas veces en estos términos: «Este hombre me gusta»10.
En ocasión de la Conferencia de Teherán, en noviembre de 1943, el estadista
inglés había saludado al homólogo soviético como «Stalin el Grande»: era digno
heredero de Pedro el Grande; había salvado a su país, preparándolo para
derrotar a los invasores.11 Ciertos aspectos habían fascinado
también a Averell Harriman, embajador estadounidense en Moscú entre 1943 y
1946, que siempre había retratado al líder soviético de manera
bastante positiva en el plano militar: «Me parecía mejor informado que
Roosevelt y más realista que Churchill, en cierto modo el más eficiente de los
líderes de la contienda».12 En términos incluso enfáticos se había
expresado en 1944 Alcide De Gasperi, que había celebrado «el mérito inmenso,
histórico, secular, de los ejércitos organizados por el genio de José Stalin».
Tampoco
los reconocimientos del eminente político italiano se limitaban al plano
meramente militar:
Cuando
veo que Hitler y Mussolini perseguían a los hombres por su raza, e inventaban
aquella terrible legislación antijudía que conocemos, y contemplo cómo los
rusos, compuestos por 160 razas diferentes, buscan la fusión de éstas,
superando las diferencias existentes entre Asia y Europa, es te intento, este
esfuerzo hacia la unificación de la sociedad humana, dejadme decir: esto es
cristiano, esto es eminente mente universalista en el sentido del catolicismo13.
El prestigio del que Stalin
había gozado y continuaba gozando entre los grandes intelectuales no era ni
menos intenso ni menos generalizado. Harold J. Laski, prestigioso exponente del
partido laborista inglés, conversando en otoño de 1945 con Norberto Bobbio, se
había declarado «admirador de la Unión Soviética» y de su líder, describiéndolo
como alguien «muy sabio» (tres sage)14 En aquél mismo año Hannah
Arendt había dejado escrito que el país dirigido por Stalin se había
distinguido por el «modo, completamente nuevo y exitoso, de afrontar y
armonizar los conflictos entre nacionalidades, de organizar poblaciones
diferentes sobre la base de la igualdad nacional»; se trataba de una suerte de modelo,
era algo «al que todo movimiento político y nacional debería prestar atención»15.
A su
vez, escribiendo poco antes y poco después del final de la segunda guerra
mundial, Benedetto Croce había reconocido a Stalin el mérito de haber promovido
la libertad no sólo a nivel internacional, al haber contribuido a la lucha
contra el nazifascismo, sino también en su propio país. Sí, dirigiendo la URSS
se encontraba «un hombre dotado de genio político», que desarrollaba una
función histórica en conjunto positiva: respecto a la Rusia prerrevolucionaria
«el sovietismo ha sido un progreso de libertad», así como «en relación con el
régimen feudal» también la monarquía absoluta fue «un progreso de la libertad
que generó ulteriores y mayores progresos de ésta». Las dudas del filósofo
liberal se concentraban sobre el futuro de la Unión Soviética, sin embargo
estas mismas, por contraste, resaltaban aún más la grandeza de Stalin: había
ocupado el lugar de Lenin, de modo que a un genio le había seguido otro, ¿pero
qué sucesores depararía a la URSS «la Providencia»?16
Aquellos
que, con el comienzo de la crisis de la Gran Alianza, comenzaban a aproximar la
Unión Soviética de Stalin y la Alemania de Hitler, habían sido duramente
reprobados por Thomas Mann. Lo que caracterizaba al Tercer Reich era la
«megalomanía racial» de la sedicente «raza de Señores», que había puesto en
marcha una «diabólica política de despoblación», y antes, de extirpación de la
cultura en los territorios conquistados. Hitler se había limitado así a la
máxima de Nietzsche: «Si se desean esclavos es estúpido educarlos como amos».
La orientación del «socialismo ruso» era directamente la contraria; difundiendo
masivamente instrucción y cultura, había demostrado no querer «esclavos», sino
más bien «hombres pensantes», y por tanto, pese a todo, había estado dirigida
«hacia la libertad». Resultaba por consiguiente inaceptable la aproximación
entre los dos regímenes. Es más, aquellos que argumentaban así podían ser
sospechosos de complicidad con el fascismo que pretendían condenar:
Colocar
en el mismo plano moral el comunismo ruso y el nazifascismo, en la medida en
que ambos serían totalitarios, en el mejor de los casos es una superficialidad;
en el peor es fascismo. Quien insiste en esta equiparación puede considerarse
un demócrata, pero en verdad y en el fondo de su corazón es en realidad ya un
fascista, y desde luego sólo combatirá el fascismo de manera aparente e
hipócrita, mientras deja todo su odio para el comunismo17.
Después estalló la guerra
fría y, al publicar su libro sobre el totalitarismo, Arendt llevaría a cabo en
1951 precisamente aquello que Mann denunciaba. Y sin embargo, casi
simultáneamente, Kojéve señalaba a Stalin como el protagonista de un giro
histórico decididamente progresivo y de dimensiones planetarias. En el mismo
Occidente la nueva verdad —el nuevo motivo ideológico de la lucha ecuánime
contra las diferentes manifestaciones del totalitarismo—, tenía aún
dificultades en afianzarse.
En
1948 Laski había reafianzado en cierto modo el punto de vista expresado tres
años antes: para definir a la URSS retomaba una categoría utilizada por otra
representante de primer nivel del laborismo inglés, Beatrice Webb, que ya en
1931, aunque también durante la segunda guerra mundial y hasta su muerte, había
hablado del país soviético en términos de «nueva civilización». Sí —confirmaba
Laski—, con el formidable impulso dado a la promoción social de las clases
durante tanto tiempo explotadas y oprimidas, y con la introducción en la
fábrica y en los puestos de trabajo de nuevas relaciones que ya no se apoyaban
en el poder soberano de los propietarios de los medios de producción, el país
guiado por Stalin había despuntado como el «pionero de una nueva civilización».
Desde luego ambos se habían apresurado a precisar que sobre la «nueva
civilización» que estaba surgiendo todavía pesaba el lastre de la «Rusia
bárbara». Esta se expresaba en formas despóticas, pero — subrayaba en especial
Laski— para formular un juicio correcto sobre la Unión Soviética era necesario
no perder de vista un hecho esencial: «Sus líderes llegaron al poder en un país
acostumbrado a una tiranía sangrienta» y estaban obligados a gobernar en una
situación caracterizada por un «estado de sitio» más o menos permanente y por
una «guerra en potencia o en acto». Además, en situaciones de crisis aguda,
también Inglaterra y los Estados Unidos habían limitado de manera más o menos
drástica las libertades tradicionales18.
Al
referirse a la admiración expresada por Laski respecto a Stalin y al país
dirigido por él, Bobbio escribirá mucho más tarde: «Al día siguiente de una
victoria contra Hitler, a la cual los soviéticos habían contribuido de manera
determinante con la batalla de Stalin grado, [tal declaración] no me impresionó
especialmente».
En
realidad, en el intelectual laborista inglés el homenaje rendido a la URSS y a
su líder iban bastante más allá del plano militar. Por otro lado, ¿difería
tanto de la posición del filósofo turinés en aquél momento? En 1954 este último
publicaba un ensayo que señalaba como mérito de la Unión Soviética y de los
Estados socialistas el haber «iniciado una nueva fase de progreso civil en
países política mente atrasados, introduciendo instituciones tradicionalmente
democráticas: de democracia formal, como el sufragio universal y la
elegibilidad de los cargos, y de democracia substancial, como la
colectivización de los instrumentos de producción»; se trataba entonces de
arrojar «una gota de aceite [liberal] en la maquinaria de la revolución ya
realizada»19. Como se puede ver, el juicio expresado sobre el país
todavía de luto por la muerte de Stalin era todo menos negativo.
En
1954 todavía latía en el pensamiento de Bobbio la herencia del socialismo
liberal. Pese a subrayar con fuerza el valor irrenunciable de la libertad y de
la democracia, en los años de la guerra de España Cario Rosselli había
contrapuesto negativamente los países liberales «La Inglaterra oficial está con
Franco, mata de hambre Bilbao» a una Unión Soviética empeñada en ayudar a la
República española agredida por el nazifascismo.20 Tampoco se
trataba solamente de la política internacional. Frente a un mundo caracterizado
por la «fase del fascismo, de las guerras imperialistas y de la decadencia
capitalista», Cario Rosselli había puesto el ejemplo de un país que, pese a
estar todavía bien lejos de un socialismo democrático maduro, en todo caso
había dejado atrás el capitalismo y representaba «un capi tal de valiosas
experiencias» para cualquiera comprometido con la construcción de una sociedad
mejor: «Hoy, con la gigantesca experiencia rusa [...] disponemos de un material
positivo inmenso. Todos sabemos qué significa revolución socialista,
organización socialista de la producción»21.
En
conclusión, durante todo un período histórico, en círculos que iban bastante
más allá del movimiento comunista, el país guiado por Stalin, así como el mismo
Stalin, gozaron de interés y simpatía, de estima y quizás incluso de
admiración. Desde luego, hay que contar con la grave desilusión provocada por
el pacto con la Alemania nazi, pero Stalingrado ya se había ocupado de
borrarla. Es por esto por lo que en 1953, y en los años siguientes, el homenaje
al líder desaparecido unió al campo socialista, pareció por momentos fortalecer
al movimiento comunista pese a las anteriores pérdidas, y acabó en cierto modo
teniendo eco en el mismo Occidente liberal, que se había volcado ya en una
Guerra fría dirigida por ambas partes, sin concesiones. No es casual que, en el
discurso de Fulton en el que había dado comienzo oficialmente a la Guerra fría,
Churchill se ex presara de este modo:
«Siento
gran admiración y respeto por el valiente pueblo ruso y por mi compañero en
tiempos de guerra, el mariscal Stalin»22.
No hay duda; según aumentaba
en intensidad la guerra fría, los tonos se iban haciendo más ásperos. Y sin
embargo, todavía en 1952, un gran historiador inglés que había trabajado al
servicio del Foreign Office, Arnold Toynbee, había podido permitirse comparar
al líder soviético con «un hombre de genio: Pedro el Grande»; sí, «la prueba
del campo de batalla ha acabado justificando el tiránico impulso de
occidentalización tecnológica llevado a cabo por Stalin, tal y como ocurrió
antes con Pedro el Grande». Es más, continuaba estando justificado incluso más
allá de la derrota infligida al Tercer Reich: después de Hiroshima y Nagasaki,
Rusia se encontraba de nuevo ante «la necesidad de acelerar la marcha para
alcanzar a la tecnología occidental» que de nuevo la había «adelantado
fulminantemente»23.
___________
Notas:
(1) Medvedev
1977), p. 705; Zubkova 2003), comentarios a pie de foto 19-20.
(2) Thurston
1996), pp. XIII-XIV.
(3) Fejtó
1971), p. 31.
(4) Nirenstein
1997).
(5) Deutscher
1972a), pp. 167-9.
(6) Trotsky
1962), p. 447.
(7) Kojéve
1954).
(8) Roberts
2006), p. 3.
(9) Deutscher
1969), p. 522
(10)
Roberts 2006), p. 273.
(11)
En Fontaine 2005), p. 66; remite a un libro de Averell Harriman y Elie Abel.
(12)
En Thomas 1988), p. 78.
(13)
De Gasperi 1956), pp. 15-6.
(14)
Bobbio 1997), p. 89
(15)
Arendt 1986b), p. 99.
(16)
Croce 1993), vol. 2, pp. 33-4 y 178.
(17)
Mann 1986a), pp. 271 y 278-9; Mann 1986b), pp. 311-2
(18)
Webb 1982-85), vol. 4, pp. 242 y 490 entradas del diario del 15 de marzo de
1931 y del 6 de diciembre 1942); Laski 1948), pp. 39-42 y passim.
(19)
Bobbio 1997), p. 89; Bobbio 1977), pp. 164 y 280.
(20)
Rosselli 1988), pp. 358, 362 y 367. Vid. Yuri Ribalkin, Stalin y España ed.
Marcial Pons 2007), Ángel Viñas, La soledad de la República: El abandono de las
democracias y el viraje hacia la Unión Soviética ed. Crítica 2006), El escudo
de la República: el oro de España, la apuesta soviética y los hechos de mayo de
1937 ed. Crítica 2007), El honor de la República: entre el acoso fas cista, la
hostilidad británica y la política de Stalin ed. Crítica 2008), Javier Iglesias
Peláez, Stalin en España. La gran excusa ed. Raíces, 2008). [N. del T.]
(21)
Ibid.pp. 301, 304-6 y 381.
(22)
Churchill 1974), p. 7290.
(23)
Toynbee 1992), pp. 18-20.
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