domingo, 1 de octubre de 2023

Literatura

Ortodoxia y Heterodoxia en José Carlos Mariátegui

Julio Carmona

TERCERA PARTE

ES OBVIO QUE LA POSICIÓN de JCM se ajustaba a la ortodoxia de la doctrina dialéctica del marxismo. Sin embargo, David Sobrevilla (2012) que, en realidad, está reseñando los textos de otros autores, no deja de emitir su opinión, y, así, más adelante, agrega: «Este es el Mariátegui al que Guibal nos presenta, reconociendo a la vez que es solo uno de los Mariátegui posibles» (p. 205.), de lo cual se deduce que JCM no solo era un heterodoxo respecto del marxismo sino de sí mismo. Y bien sabemos que él siempre recalcó la unidad de su pensamiento. Y eso lo sabía el mismo DS pues, en páginas anteriores a la citada, escribe: «El autor (JCM) defiende un punto de vista de parte, pero no extraestético, escribe: un punto de vista conforme a sus convicciones marxistas —que no son solo políticas, sino además morales y religiosas— para juzgar el desarrollo de la literatura peruana» (p. 183).1 Es decir, DS está reconociendo que todas las aristas del pensamiento del Amauta se unimisman, sin que haya cabida para la heterodoxia. Más bien, de haber sido DS un poco más perspicaz hubiera recordado que, en el mismo ensayo que comenta, JCM dice que no va a emplear el esquema marxista de literatura feudal, burguesa y proletaria, lo cual le hubiera servido a DS para sustentar su tesis de la «heterodoxia mariateguiana», ya que, aparentemente, ‘su punto de vista no sería conforme a sus convicciones marxistas’. Pero igual su apreciación habría sido desenfocada, pues lo que sigue dando unidad a sus convicciones marxistas es la adopción del hecho fundamental del marxismo: la lucha de clases, y la periodización con la que reemplaza al esquema marxista tiene esa relación: el período colonial corresponde a los descendientes de los conquistadores y los encomenderos que son los herederos de la mentalidad feudal; el período cosmopolita, a los autores que recogen el espíritu ecuménico de la burguesía, y el período nacional, a los escritores que tienen afinidad con las clases trabajadoras, si bien no propiamente proletarias. Y, además, JCM hace esta distinción porque, en la época en que escribe su séptimo ensayo, las clases sociales tomadas en cuenta por el marxismo para estudiar la literatura europea, no se condecían con la realidad clasista peruana de entonces.

Hay que resaltar que este tema de la «heterodoxia de Mariátegui» se esgrime cada cierto tiempo cuando, y por quienes, quieren buscar una autoridad que respalde su propia defección, su vergonzante abandono de la ortodoxia. Pero ya es tiempo de decirles que se busquen otros «espaldarazos» o padrinazgos, porque de JCM siempre se verán enrostrados con estas palabras:

Soy revolucionario. Pero creo que entre hombres de pensamiento neto y posición definida es fácil entenderse y apreciarse, aun combatiéndose. Sobre todo, combatiéndose. Con el sector político con el que no me entenderé nunca es el otro, el del reformismo mediocre, el del socialismo domesticado, el de la democracia farisea. Además, si la revolución exige violencia, autoridad, disciplina, estoy por la violencia, por la autoridad, por la disciplina. Las acepto en bloque, con todos sus horrores, sin reservas cobardes (Carta a Samuel Glusberg, contratapa de Signos y Obras, 1959-7).

A veces se espera de los maestros que traten los temas como nosotros creemos que debieron hacerlo, pormenorizando ideas que, para nuestro buen entender, no se presentan explícitas en sus textos. Y eso da pie para las «interpretaciones». Pero lo recomendable en este caso no es suponer que el maestro se alejó de la doctrina (salvo que él lo diga explícitamente). El maestro no puede ser un saltimbanqui doctrinario. De ser así dejaría de ser maestro. A la verdad se llega por la vía de una firmeza teórica, basada en principios apodícticos, los mismos que —para su aplicación práctica o táctica— pueden materializarse a través de tácticas diferentes según las exigencias de la realidad concreta. La revolución rusa [como lo son también, la china o la cubana] será irrepetible, y su propuesta táctica de «realismo socialista» en arte también lo es. Pero el principio de la violencia revolucionaria en política, y el principio de la tendencia realista en arte, no pueden ser festinados desde la perspectiva del marxismo. Por eso, y desde esa posición, refiriéndose a la política, JCM dice: «Si la revolución exige violencia, autoridad, disciplina, estoy por la violencia, por la autoridad, por la disciplina. Las acepto en bloque, con todos sus horrores, sin reservas cobardes.» Y en relación con el arte, dice:

No aparece, en ninguna teoría del novecentismo, beligerante y creativa, la intención de jubilar el término realismo, sino de distinguir su acepción actual de su acepción caduca, mediante un prefijo o un adjetivo. Neorrealismo, infrarrealismo, suprarrealismo, «realismo mágico». La literatura, aun en los temperamentos más enervados por los excitantes de la secesión novecentista, siente que sólo puede moverse en el territorio de la realidad, y que en ningún otro lo espera mayor suma de aventuras y descubrimientos (1959-6, pág. 179).

Es decir, que JCM está tan aferrado a la preeminencia del realismo en su concepción estética, que hasta descarta la posibilidad de que ‘exista la intención de jubilarlo’ ni siquiera por parte de los más ortodoxos vanguardistas. Y él era un profundo conocedor de esa ortodoxia. Y solo tomaba distancia de los que caían en un decadentismo a ultranza, en un individualismo cerril. De ahí que no debe llamar a sorpresa ni llevar a confusión el hecho de que releve los valores de aquellos que él sabe distantes de su concepción marxista, siempre y cuando aporten elementos positivos que enriquezcan al nuevo realismo que él propugna. Y, así, por ejemplo, dice:

Mantenedor ortodoxo de la fórmula heterodoxa de Óscar Wilde, André Gide diría que Kostia Riabtzev no ha existido nunca en la vida, y que sólo ahora, creado ya por la literatura, empezará a ser en la vida, un tipo frecuente y real. El arte suministra sus modelos a la vida. La vida copia, en serie desigual, los personajes que el arte crea obedeciendo a no se sabe qué ignorado designio. Tesis wildeana que Bontempelli ha reelaborado, con menos rigor, para uso del novecentismo italiano y que el suprarrealismo, posterior a Freud y usufructuario de su experiencia, ha superado en la teoría y en la creación. (1959-7, pág. 111).

Se puede ver al comienzo de la cita una propuesta paradójica del tema que estamos tratando (lo ortodoxo y lo heterodoxo). Y es algo similar a lo que ya hemos tenido oportunidad de anotar respecto del dadaísmo. En este caso, se ha de entender que dentro de la ortodoxia formalista: de alejar al arte de la realidad, Wilde resulta ir al extremo de proponer que es el arte el que crea la realidad. Y de esta «fórmula heterodoxa del formalismo» André Gide se ha vuelto un «mantenedor ortodoxo», es decir que Gide, para decirlo con palabras de JCM, ‘ha convertido la herejía en dogma’. Pero, de lo citado no ha de seguirse que JCM esté de acuerdo con lo ahí expuesto. Si el intérprete pretendiera eso, no estaría haciendo otra cosa que hacerlo incurrir en contradicción con algo que ha dicho antes: que «El espíritu marxista exige que la base de toda concepción esté formada por hechos, por cosas» (Ibíd.) Lo que hace JCM es dejar constancia que existe esa visión del arte, que está de moda. Por eso, a renglón seguido, dice: «Volvamos a Kostia Riabtzev, desandando el fácil sendero de esta digresión.» Obviamente es una digresión teórica «fácil» porque se apoya en la pura especulación, en la que el ideólogo tiene toda la libertad idealista para elucubrar las más ambiciosas figuras, teoría que, dialécticamente, debe hacerse confrontándola con la parte contraria. La misma relación entre lo dicho por Wilde y Bontempelli, se encuentra en otro texto de JCM:

Oscar Wilde resulta un maestro de la estética contemporánea. Su actual magisterio no depende de su obra ni de su vida sino de su concepción de las cosas y del arte. Vivimos en una época propicia a sus paradojas. Wilde afirmaba que la bruma de Londres había sido inventada por la pintura. No es cierto, decía, que el arte copia a la Naturaleza. Es la Naturaleza la que copia al arte. Massimo Bontempelli, en nuestros días, extrema esta tesis. Según una bizarra teoría bontempelliana, sacada de una meditación de verano en una aldea de montaña, la tierra en su primera edad era casi exclusivamente mineral. (1959-6, pág. 22).

Insistimos. El hecho de que JCM exponga las ideas de los autores que comenta no quiere decir que las haga suyas. Ya hemos tenido oportunidad de citar una opinión suya relacionada con don Miguel de Unamuno, de quien ha dicho que «… no es ortodoxamente revolucionario, entre otras cosas porque no es ortodoxamente nada» (1959-7, pág. 124). La heterodoxia para JCM debe tener una dimensión equiparable con la ortodoxia de la que disiente o a la que busca desviar. Describiendo a un político inglés de la época, dice: «Lloyd George no es un teórico, un hierofante de ningún dogma económico ni político; es un conciliador casi agnóstico. Carece de puntos de vista rígidos. Sus puntos de vista son provisorios, mutables, precarios y móviles. Lloyd George se nos muestra en constante rectificación, en permanente revisión de sus ideas. Está, pues, inhabilitado para la apostasía. La apostasía supone traslación de una posición extremista a otra posición antagónica, extremista también» (1964-1, pág. 50). Y sobre el mismo personaje agrega: «Lloyd George no tiene aptitudes espirituales para ser un caudillo revolucionario ni un caudillo reaccionario. Le falta fanatismo, le falta dogmatismo, le falta pasión» (1964-1, pág. 54). Y, más adelante, alude a los ortodoxos de la derecha que se ofuscan de las acciones que adoptan los estadistas heterodoxos, como Lloyd George, que siguen el camino de la conciliación, desviándose de la fe en el sacrosanto «absoluto burgués». Y al hacer esta confrontación, JCM hace, asimismo, una descripción del heterodoxo que, obviamente, no es aplicable a él:

Los conservadores puros, los conservadores rígidos, vituperan a estos estadistas eclécticos, permeables y dúctiles. Execran su herética falta de fe en la infalibilidad y la eternidad de la sociedad burguesa. Los declaran inmorales, cínicos, derrotistas, renegados. Pero este último adjetivo, por ejemplo, es clamorosamente injusto. Esta generación de políticos relativistas no ha renegado de nada por la sencilla razón de que nunca ha creído ortodoxamente en nada. Es una generación estructuralmente adogmática y heterodoxa. Vive equidistante de las tradiciones del pasado y de las utopías del futuro. No es futurista ni pasadista, sino presentista, actualista (1964-1, pág. 61)

Es decir que a JCM, sostenedor de esta frase tan suya: de ser un «marxista convicto y confeso», no se le puede achacar que pertenezca a esa generación que nunca ha creído ortodoxamente en nada, a una generación estructuralmente adogmática, que lo contrario de eso es ser ortodoxo-a. Y, volviendo a Unamuno, se debe señalar que no por el hecho de confutar sus ideas, se le ha de considerar enemigo. En el caso de JCM, ese contraste no obsta para que deje de manifestar su admiración por el ilustre rector de la Universidad de Salamanca, y llega a decir lo siguiente de él:

En este libro [La agonía del cristianismo], como en todos los suyos, Unamuno concibe la vida como lucha, como combate, como agonía. Esta concepción de la vida que contiene más espíritu revolucionario que muchas toneladas de literatura socialista nos hará siempre amar al maestro de Salamanca (1959-7, pág. 120).

Pero esa confesa admiración por Unamuno tampoco empece para que haga el deslinde ideológico correspondiente. Y dice de él «que por histórico no entiende lo real sino lo ideal.» [Es decir: en la misma línea de los otros autores antes tratados. Y continúa JCM:] «Explicándonos su pensamiento sobre la historia que, de “otra parte es realidad, tanto o más que la naturaleza”, Unamuno recae en una interpretación equivocada del marxismo». (op. cit., pág. 118). Y lo cita: «Las doctrinas personales de Karl Marx —escribe— el judío saduceo que creía que las cosas hacen a los hombres, han producido cosas. Entre otras la actual Revolución rusa». Y, luego de esta cita, JCM retruca:

Este mismo concepto sobre Marx había aflorado ya en otros escritos del autor de La Agonía del Cristianismo. Pero con menos precisión. En este nuevo libro reaparece en dos pasajes. Por consiguiente, urge contestarlo y rebatirlo. La vehemencia política lleva aquí a Unamuno a una aserción arbitraria y excesiva. No; no es cierto que Karl Marx creyese que las cosas hacen a los hombres.

No se olvide que, líneas arriba, JCM ha dicho que «El espíritu marxista exige que la base de toda concepción esté formada por hechos, por cosas.», que es totalmente distinto a lo dicho por Unamuno. Y es una expresión que está en perfecta concordancia con esta otra de Bertolt Brecht: «Marx no se interesa por las cosas, sino por las relaciones entre los hombres, que se materializan en las cosas» (Brecht, 1977, pág. 287). Por eso JCM continúa su observación a Unamuno, y dice:

Unamuno conoce mal el marxismo. La verdadera imagen de Marx no es la del monótono materialista que nos presentan sus discípulos. A Marx hace falta estudiarlo en Marx mismo. Las exégesis son generalmente falaces. Son exégesis de la letra, no del espíritu.

Es decir que en las letras del autor está su espíritu, al que debe accederse a través de esas letras, pero con una interpretación auténtica.  Luego, JCM vuelve a citar a Unamuno: “Yo siento —escribe Unamuno— a la vez la política elevada a la altura de la religión y a la religión elevada a la altura de la política”.  Y JCM acota, entre paréntesis: «(Así es, sin duda, como hay que definir no sólo al cristianismo sino toda religión, todo evangelio)» (Ibíd.) Y, de esa manera, se ejemplifica una posible alusión que JCM hace a la ortodoxia, la sujeción a una doctrina, y, en su caso: al marxismo, considerando la poca educación de las masas y su arraigado sedimento religioso.  Y esto que debe ser tomado como una táctica se suele confundir con herejía, con heterodoxia. Sin embargo, JCM desmiente esa propuesta y dice: «Con la misma pasión hablan y sienten los marxistas, los revolucionarios. Aquellos en quienes el marxismo es espíritu, es verbo. Aquéllos en quienes el marxismo es lucha, es agonía» (op. cit., pág. 120). A veces el contexto coyuntural obliga a revestir las ideas con un lenguaje no especializado. Veamos la siguiente proposición de JCM en la Universidad Popular, al poco tiempo de su regreso de Europa:

Aquí se conoce un poco la literatura clásica del socialismo y del sindicalismo; no se conoce la nueva literatura revolucionaria. La cultura revolucionaria es aquí una cultura clásica, además de ser, como vosotros, compañeros, lo sabéis muy bien, una cultura muy incipiente, muy inorgánica, muy desordenada, muy incompleta. Ahora bien, toda esa literatura socialista y sindicalista anterior a la guerra, está en revisión. Y esta revisión no es una revisión impuesta por el capricho de los teóricos, sino por la fuerza de los hechos. Esa literatura, por consiguiente, no puede ser usada hoy sin beneficio de inventario. No se trata, naturalmente, de que no siga siendo exacta en sus principios, en sus bases, en todo lo que hay en ella de ideal y de eterno; sino que ha dejado de ser exacta, muchas veces, en sus inspiraciones tácticas, en sus consideraciones históricas, en todo lo que significa acción, procedimiento, medio de lucha. La meta de los trabajadores sigue siendo la misma; lo que ha cambiado, necesariamente, a causa de los últimos acontecimientos históricos, son los caminos elegidos para arribar, o para aproximarse siquiera, a esa meta ideal. De aquí que el estudio de estos acontecimientos históricos, y de su trascendencia, resulte indispensable para los trabajadores militantes en las organizaciones clasistas (1964-8, págs. 18-19).

En esta cita, cuando JCM dice que «La meta de los trabajadores sigue siendo la misma» se está refiriendo a la estrategia que se ha construido en base a los principios de la doctrina; y cuando agrega que «lo que ha cambiado, necesariamente, a causa de los últimos acontecimientos históricos, son los caminos elegidos» se está refiriendo a las tácticas «para arribar, o para aproximarse siquiera, a esa meta ideal», es decir, que JCM, ajustando su magisterio dentro de los lineamientos del marxismo, precisa que el ortodoxo es fiel a los principios, aunque puede —y hasta debe— ser flexible en las tácticas, lo cual no implica que se esté incurriendo en heterodoxia, de ninguna manera.

Sobre el tema de la religión, pues, hay que recordar lo escrito por JCM en páginas previas a aquella en que cita a Unamuno: «El conflicto implacable, el choque eliminatorio entre estos dos órdenes no parece, por lo demás, indispensable a corto plazo. Comunismo y capitalismo pueden coexistir mucho tiempo como han coexistido y coexisten catolicismo y protestantismo. Porque para Luc Durtain la mejor analogía, a este respecto, es siempre la que puede encontrarse en el paralelo de dos religiones» (p. 78). Pero es menester hacer aquí una aclaración: JCM está extrayendo esa «coexistencia en analogía con dos religiones» del pensamiento de Luc Durtain (cuya obra está comentando, y lo aquí transcrito viene después de una cita que ha hecho de dicho autor, siendo, prácticamente, una paráfrasis). Y no es, pues, una idea atribuible al Amauta como perspectiva ideológica de conciliación de clases.

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Notas

(1) Todo dogma es ortodoxo, pero no toda ortodoxia es dogmática (agrego yo; que alguien, por favor, me rectifique si esta frase no me pertenece. Quedaré agradecido).

Referencias bibliográficas

Brecht, Bertolt (1977). El compromiso en literatura. Bercelona: Ediciones Península.

Mariátegui, José Carlos (1959-6). El artista y la época. Lima: Amauta.

                       (1959-7). Signos y obras. Lima: Amauta.

                       (1964-1). La escena contemporánea. Lima: Amauta.

Sobrevilla, David (2012). Escritos mariateguianos. Lima: Universidad Inca Garcilaso de la Vega.

 

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