domingo, 1 de mayo de 2022

Ideología

La Máquina de las Ideas*

 

“Es un empleo en que no hay nada que hacer. Sólo dar una vuelta por el museo de vez en cuando para comprobar que nada ocurre”. (Donald en Disneylandia, N° 436).

 

“Soy rico porque siempre fabrico mis golpes de suerte”. (Tío Rico en Tío Rico, N° 40).

 Ariel Dorfman y Armand Mattelart

SIN EMBARGO, nuestro lector puede blandir triunfalmente al Pato Donald como una evidencia de la falacia de los argumentos: cualquiera sabe que este sujeto se pasa la vida buscando trabajo y quejumbrándose amargamente del esfuerzo agobiante que debe realizar.

        ¿Para qué busca trabajo Donald? Para obtener plata con el fin de veranear, para pagar la última cuota de su televisor (parece que la paga miles de veces, porque en cada nueva aventura tiene que pagarla de nuevo por última vez), para comprar un regalo (generalmente para Daisy o para Tío Rico). Lo que caracteriza todos estos deseos es la falta de necesidad que siente Donald: nunca manifiesta problemas con el arriendo, con la luz, con el alimento, con el vestuario. Por el contrario, a pesar de que nunca tiene un peso, siempre está comprando. El mundo de la abundancia mágica ronda a todos estos personajes: los chicos malos no disponen de un centavo para una taza de café. Y en el próximo cuadro, zuácate se construyen un cohete de la nada. Gastan mucho más para asaltar a Mc Pato de lo que pudieran sustraerle.

        No hay desavenencias en los medios de subsistencia: es una sociedad sobre un colchón que emana bienes. El hambre, como una vieja peste, ha sido superada, expatriándola hasta los límites de la historia. Cuando los niños le dicen a Mickey (D. 401) que tienen hambre (“¿No tiene uno derecho a tener hambre?”), el Ratón contesta: “¡Ustedes no saben, niños, lo que es tener hambre! Siéntense aquí y se lo diré”. Automáticamente los sobrinos se burlan de él; “hasta cuándo el cuento del hambre, hasta cuándo tanta majadería, ojalá no sea el mismo cuento de siempre”. Pero no hay para qué preocuparse, niños. Mickey ni piensa referirse a la muerte de millones por falta de alimentos, ni tampoco de los efectos en el desarrollo corporal y mental en los seres humanos. Cuenta una aventura prehistórica, donde él y Tribilín repiten las típicas tramas de Disneylandia contemporánea. Es evidente que la época actual no tiene estos problemas: se vive en una sociedad perfecta, en la post-historia.

        En trabajo, entonces, de hecho no le hace falta a Donald, y la prueba es que el dinero que consigue (si es que lo consigue) sirve siempre para comprar lo superfluo. Así, cuando Tío Rico, mintiéndole, promete entregarle su fortuna, lo primero que hace el pato (TR. 116) es decir: “Por fin podré gastar todo lo que quiera”. Y pide el último modelo de automóvil, “un crucero con cabina para ocho personas”, “un televisor en colores con quince canales y a control remoto”. En otro episodio (D. 423): “Tengo que conseguir un empleo temporal en alguna parte para ganar lo suficiente para ese regalo”. “¡Cómo me gustaría realizar un viaje! Pero … ¡ay! … este medio dólar es todo lo que poseo” (F. 177).

        La superfluidad de la necesidad se traslada a la superfluidad del trabajo conseguido. Ya mencionamos el hecho de que estos trabajos son servicios de venta o de resguardo o de transporte para los consumidores. (Tal es así que Rico Mc Pato no tiene obreros. Cuando le traen la lista de sus trabajadores, son todos “empleados”).

        El oficio, entonces, es como un consumo y nunca una producción. Donald no necesita laborar, pero siempre está obsesionado con su búsqueda. No es raro, por lo tanto, que el tipo de trabajo que anhela tenga las siguientes características: fácil, sien esfuerzo mental o físico, pasatiempos en espera de una fortuna (o un mapa) que caiga de otra parte. En una palabra, ganarse el salario sin transpirar. Además, no es un problema para Donal (o cualquier otro) conseguir el trabajo, porque éstos abundan. “Hum, ¡éste sí que es un trabajo agradable! ‘Se necesita ayudante de pastelería, buen sueldo, pasteles gratis, horario reducido’. ¡Eso es para mí!” (F. 82). La verdadera acción dramática comienza y gira cuando, ya instalado en su puesto, Donald teme perderlo. (Lo que traumatiza, porque ese terror de quedar en la calle es inexplicable, dado que ese esfuerzo es prescindible).

        Como Donald es por definición torpe y descuidado, se lo despide perpetuamente. “Despedido, Pato. Ya es la tercera vez que te duermes sobre la “Despedido, Pato. ¡Vete con tu música a otra parte!”. “Despedido, Pato, ¿quién te enseñó a afeitar? ¿Algún jefe de tribu?”. Así, su trabajo se transforma en la obsesión por conservar el trabajo, por evitar las catástrofes que lo siguen adonde el vaya. Se convierte en un cesante por ineficiencia, en un mundo donde abundan los empleos. Conseguir no es problema, porque la oferta supera de lejos a la demanda, tal como el consumo rebaza la producción. El hecho de que Donald, así como el Lobo Feroz, los chicos malos e infinidad de otros, siempre le estén quitando el hombro al bulto, indica que su cesantía es el producto de su libre voluntad o de su ineficacia. Donald representa para el lector el cesante, pero esa cesantía, que históricamente es causada por la crisis estructural del sistema capitalista, no tiene otra causa que la personalidad del protagonista. El fundamento socio-económico desaparece para dar lugar a la explicación psicologista: en los rasgos anormales y exóticos de la actitud individual del ser humano, radican las causas y consecuencias de cualquier fenómeno social. Al convertir la presión económica en una presión suntuaria, al proliferar las disponibilidades de ocupación, rige en el mundo de Donald la verdadera libertad, la libertad de cesantía.

        Los empresarios en el mundo actual publicitan la consigna de la libertad de trabajo: todo ciudadano el libre para vender su fuerza laboral y para elegir a quién vendérsela y marcharse si no le gusta. En el mundo de la fantasía, esta libertad de trabajo deja de ser un mito y se transforma en realidad y toma la forma de la libertad de cesantía.

        Pero a pesar de las intenciones de Donald, la ocupación se le escapa de las manos. Apenas cruz el umbral del negocio, cae víctima de la agitación demente y caótica. Este absurdo activismo, este paroxismo de rueda loca, por lo general termina en el reposo del héroe y su recompensa. Pero muchas veces, el protagonista no logra salir de este girar apocalíptico, porque los dioses no quisieron recompensar sus sufrimientos, que son eternos. Esto significa que el premio o el castigo no dependen de Donald y el resultado de toda la acción es imprevisible, aumentando la tensión dramática del lector. La pasividad y esterilidad del trabajo de Donald, destacan la falta de méritos activos fuera del dolor que acumula. Todo reposo le es conferido desde afuera y desde arriba, a pesar de sus esfuerzos por controlar su propio destino. La fatalidad es el único elemento dinámico que provoca catástrofes o felicidades y Donald su juguete favorito. Es como un balde sin fondo en que gira el líquido sin cesar. Donald está encargado de llenarlo. Si alguien benévolamente no coloca un piso debajo del recipiente, Donald fracasará y quedará condenado a transbordar agua y agua circularmente.

        Este primer tipo de trabajo, que transcurre en la urbe, no es muy diferente de otra forma de nervioso padecimiento que se verifica en los viajes al exterior. Apenas salen de Patolandia sufren una multiplicidad de accidentes: golpes, obstáculos, naufragios, choques, amenazas. Esta tortura del azar es lo que los separa del oro que buscan. Se ha negativizado el esfuerzo del trabajo bajo la forma de la contingencia. La mala fortuna acumula riesgos y dolores en el camino de los héroes, para que la buena fortuna pueda premiarlos al final con el oro. No es fácil llegar hasta el oro: hay que sufrir el trabajo desconcretizado, el trabajo como aventura. Tal es así, que las primeras novelas españolas de aventuras se llaman “los trabajos”1, como si entre el protagonista y la riqueza fuera necesario un proceso del almacenamiento de vicisitudes negativas que simbolizaran el trabajo sin serlo, que aprovechara del esfuerzo sólo aquella pasividad, el consumo, y no su fuerza creadora, viril, productiva. Tal como el dinero se abstrae del objeto, así la aventura es abstracción del sudor. Lo que hace falta para conseguir oro es una aventura y nunca un proceso productivo. Otro modo más -como si no bastaran los otros- para desarraigar el origen de la riqueza. Pero el trajín de la aventura trae consecuencias morales: en vista de que el personaje sólo la padece y nunca la mueve, se enseña que es imprescindible obedecer los designios del destino, aceptar las cachetadas de la fortuna, porque así se endeuda la fatalidad con uno y finalmente le suelta unos pesos. El ritmo endiablado del mundo, su sadismo amenazador, sus esquinas peligrosas y chifladas, sus enojos y fracturas, no se niega, porque todo desemboca en la providencialidad. Es un universo aterrador, siempre a punto de colapso, pero la resignación es la única filosofía del éxito. El hombre no merece nada, y si algo consigue, es debido a su humanidad, a su acatamiento de su propia impotencia.

        A pesar de su falsificación, Donald es sentido como el representante auténtico del trabajador contemporáneo. Pero mientras éste necesita de verdad el salario, para Donald es prescindible: mientras el trabajador busca desesperado, Donald encuentra sin problemas; mientras el primero produce y sufre como resultado de la materia que se le opone y la explotación de que es objeto, Donald padece ilusoriamente el peso negativo del trabajo como aventura.

        Así, Donald se desenvuelve en un mundo puramente superestructural, pero que corresponde formalmente, rasgo por rasgo, a la infraestructura y sus etapas. Da la impresión de moverse en la base concreta de la vida real, y es sólo un imitador aéreo flotante. La aventura es el trabajo del reino de las arenas movedizas que se creen nubes y que succionan hacia arriba. Por eso, cuando llega el momento importante de recibir el salario, ocurre la gran mistificación. El obrero es burlado y lleva de vuelta a casa sólo una parte de lo que él realmente ha producido: el patrón le roba el resto. Donald, en cambio, por ser inútil todo el proceso anterior, reciba lo que reciba es demasiado. Al no haber aportado riqueza, ni siquiera tiene derecho a recibir participación. Todo lo que se le entregue a este parásito, es un favor que se le dispensa desde afuera, y debe de estar agradecido y no pedir más. Sólo la providencia puede entregarle la gracia de la sobrevivencia al que no la merece. ¿Cómo hacer una huelga?, ¿cómo reivindicar aumentos de salarios, si la norma que fija este salario no existe? Donald representa bastardamente a todos los trabajadores que deben imitar su sumisión, porque ellos tampoco habrían colaborado en la edificación de este mundo material. El pato no es la fantasía, sino la fantasmagoría de que hablaba Marx: detrás del “trabajo” de Donald, es imposible que afloren las bases que desdicen la mitología laboral de los propietarios, es decir, la escisión entre valor de la fuerza de trabajo y trabajo creador de valores. El trabajo gastado en la producción no existe en Donald. En su sufrimiento y compensación fantasmagóricos, Donald representa al dominado (el mistificado) y paradojalmente vive su vida como el dominante (el mistificador).

        Nuevamente la fantasía le sirve a Disney para transferir todas las dificultades del mundo contemporáneo bajo la forma de la aventura. Pero al mismo tiempo que muestra estos padeceres inocentemente, los neutraliza asegurando que todo existe para el bien, para el premio, para mejorar la condición humana y llegar hasta el paraíso del ocio y del reposo. Lo imaginario infantil como proyecto de Disney, permite apropiarse de coordenadas reales y de la angustia del hombre actual, pero les priva de su denuncia, de las contradicciones efectivas y de las formas de superarlas. Justamente aquí radica la diferencia entre el absurdo de la novela contemporánea y en el teatro, donde el hombre-víctima vive la degradación continua de sus límites y la fluctuación expresiva del lenguaje que lo comunica, enmascarando solamente las causas al proponer una humanidad metafísica, y el absurdo de Disney, donde la inocencia encubre la perversidad indigna del sistema y el premio providencial reasegura a la víctima de que no debe cuestionar ni corroer los fundamentos de su propia desgracia. La literatura contemporánea muestra al hombre dignificándose en el conocimiento abstracto y doloroso de su propia enajenación y la imaginación procede muchas veces a indagar todo el sufrimiento y la emoción que la sociedad actual quiere perfumar con publicidad. La popularidad de Donald es justamente una de las contra-raíces de la elitización antimasiva de la literatura actual, cuyo reino temático es todo lo que Disney deja afuera y cuya forma es una constante agresión al lector. La destrucción efectiva del mundo social que posibilita a Disney, y que lo nutre de sus representaciones, es simultáneamente la liberación del trabajador de la cultura, que se integraría a los medios masivos de comunicación en una nueva sociedad.

        El trabajo, disfrazado de inocente sufrimiento en Disneylandia, siempre recibe su caracterización a raíz de una confrontación con el ocio, el otro polo. Cada episodio comienza en un momento tranquilo, en que enfatiza el aburrimiento y la paz en que están inmersos los protagonistas. Los sobrinos (D. 430) bostezan: “Estamos muertos de aburrimiento con todo… hasta con la televisión”. Y todo lo demás está inmóvil, “el toro no pelea”, “el caballo no galopa”. Los “patos de nuestros días” sufrirán lo “insólito”. Se realza la normalidad de la situación inicial: “¿Es posible que una cosa tan sencilla como es una pelota que rebota pueda conducir a nuestros amigos al tesoro de Aztecland?” (D. 432). “Hay algo de reposante en eso de estar tendido sobre el dinero de uno, escuchando el tranquilo tictac de un reloj. Uno se siente seguro” (TR. 113). “¿Quién podía imaginar que una invitación a una reunión familiar iba a terminar así?”, se pregunta Donald (D. 448). En esa aventura “todo comenzó inocentemente una mañana…”, y (D. 451) “Todo comenzó de la manera más inocente”. “Amanece en Patolandia, ciudad habitualmente tranquila…” (Otra historieta del 448). Siempre están descansando, en una cama, en un sillón (D. 431), en una reunión familiar, en una hamaca (Giro y Tribilín). “Mickey se toma un merecido descanso como huésped de los siete enanitos, en el bosque encantado (D. 424). Como de costumbre, es la frase que más se repite. El personaje parte de la cotidianeidad habitual, de su vida común y corriente, de los atributos del ocio, y cualquiera de estos objetos o acciones inofensivas pueden conducir a la aventura, al sufrimiento y al oro. Así el lector se identifica con el personaje antes de que éste recaiga en la camisa de fuerza de su carrera, y puede, mediante este anzuelo, acompañarlo en el resto del episodio fantástico.

        Asimismo, la aventura finaliza por lo común en el galardón de las vacaciones, en el retorno al reposo, que ahora es merecido al haber sufrido el peso del trabajo desconcretizado (superestructural). Formalmente, puede advertirse, en el dibujo inicial y el dibujo último la inmovilidad y la simetría equilibrada de fuerzas que descansa al lector. Se utiliza el clasicismo renacentista pictórico para aplacar antes y después la aventura. Durante la misma, en cambio, se agita y se mueve sin cesar, los personajes van preferentemente desde la izquierda del cuadro hacia la derecha, impulsando al ojo que lee a imitar el movimiento de las piernas de los protagonistas, que sobrevuelan el suelo. Los dedos indican en la dirección, hasta que se ha alcanzado la paz y la circunferencia se cierra.

        “¡Je! Nuestra aventura termina en forma de vacaciones tropicales” (D. 432). Después de servir al Tío Rico, éste anuncia: “Te premiaré con unas verdaderas vacaciones en Atlantic City” (F. 109). “¡Je, je! Hacía tanto tiempo que soñaba con veranear en Acapulco. Gracias al seguro contra accidentes, por fin pude elegir esta maravillosa localidad”. Justamente en este episodio se verifica plenamente el suplicio como incitador de la fortuna: “¡Alégrese, alégrese! Me rompí una pierna” (F. 174). Donald, cuando recibe por un mes, en préstamo, la fortuna de su tío: “Como primera medida, no trabajaré más. Olvidaré mis preocupaciones y me dedicaré al ocio” (TR. 53). ¿Y cuáles eran estas preocupaciones? “No sabes lo difícil que es, con lo cara que está la vida. Llegar a fin de mes con el sueldo. ¡Es una pesadilla!”. Y como gran problema: “Es difícil dormir cuando se sabe que al día siguiente vence la cuota del televisor y no se tiene un centavo”.

        Esta aparente oposición trabajo-ocio, no es sino un subterfugio para favorecer al segundo de estos términos. El ocio invade todo el mundo del trabajo y le impone sus leyes. Para el “club de ociosas diligentes” (D. 185, modo de describir la actividad femenina), el trabajo no hace falta y es así una actividad ociosa, suntuaria, un mero consumir del tiempo libre.

        Tomemos el ejemplo más extremo: el Lobo Feroz y su eterna cacería de los chanchitos. En apariencia, se los quiere comer. Pero no es el hambre el motivo real: necesita más bien ornamentar su vida con un simulacro de actividad. Cazarlos para que se escapen mediante algún truco, para que él vuelva a … Como la sociedad de consumo misma: que consuma y suma aventura consumida. Apresar el objeto para que éste desaparezca, para ser reemplazado de inmediato por el mismo objeto disfrazándolo de alteridad. En D. 329, se llega al colmo de esta situación. “Práctico” lo convence de que suelte a los tres chanchitos: “¿En qué te vas a divertir ahora que nos tienes atrapados?... No tendrás nada que hacer, fuera de estar sentado, envejeciendo antes de tiempo”. Así, comérselos sería pasar más allá del umbral de su definición como personaje2, porque más allá está la nada de lo cotidiano. Ante la posibilidad de que desparezcan las condiciones repitentes de su ser, el personaje es su propio corrector. No quiere quedar, ni puede, entregado a la escasez o a la invención de otro objeto cazable. El se alimenta a sí mismo de su propia entretención como forma de su trabajo: “Esto me divierte más que nada”. El chancho práctico lo ha convencido con los métodos persuasivos de la publicidad de la Madison Avenue: “COMPRAR ES SEGUIR TRABAJANDO; COMPRAR ES TENER ASEGURADO EL PORVENIR; UNA COMPRA HOY ES UN DESOCUPADO MENOS MAÑANA. TAL VEZ USTED”3. El punto de partida ficticio es la necesidad, que luego, artificializado, se olvida. Los chanchos son la moda del lobo. Es la creación del deseo para seguir “produciendo” (lo superfluo).

        Con el pretexto del trabajo como indispensable, penetra en la historia la anormalidad reiterada. Al tornarlo en fenómeno insólito, excéntrico, se lo vacía de su sentido, su significado que es precisamente ser habitual, trivial, normativo, rutinario. Se selecciona justo aquel momento -y resulta ser el único que se describe- en que el trabajo suelta sus trabas y se despide de su carácter coactivo, deja de imponerse como la fatiga cotidiana que separa a cada ser de la miseria. El trabajo banal y redundante, siempre igual, se convierte en el espacio donde se desarrolla la fantasía, el accidente, el paroxismo. En una palabra, el diario-vivir se hace sensacionalista, se contagia con la “noticia curiosa”. Para Donald, Tribilín, Mickey, las ardillas, lo extraño y raro es el pan de cada día. Por ejemplo, Donald peluquero (D. 329) se convierte en un artista o un científico exquisito de ese oficio: “Quince centímetros a la aponeurosis epicraneana; veinte centímetros al splenius capitis; quince centímetros a la punta del proboscis”. La rutina se refina hasta la inesperada variedad: “Mis herramientas especialmente diseñadas”. “Es un genio para cortar el pelo de los niños”.

        Esta concepción del trabajo es la zancadilla para que el mundo cotidiano y el trabajo urgido para sobrevivir en él y producirlo quede transmutado en espectáculo permanente para el lector. Tal como el personaje deja su entorno para adentrarse en el espacio “fantástico”, para vivir aventuras desligadas del tiempo y el espacio habituales en la periferia de Patolandia, o soportar extravagancias risibles en la más inocente de las ocupaciones urbanas, así se pretende que el niño haga desaparecer su circunstancia concreta para aventurarse él mismo por un mundo “mágico” con las “aventuras” de la revista misma. La presencia de la historieta misma empieza a dividir al mundo infantil en lo cotidiano y lo encantador. Es el primer paso para acostumbrarlo a la división de su mundo, de su trabajo imaginario infantil, el juego, y acentúa al nivel más joven la diferencia entre ocio y trabajo. Su mundo habitual es el del trabajo, aparentemente sin fantasía, y el mundo de la revista es el del ocio, repleto de imaginación. El niño se escinde de nuevo entre materia y espíritu, expulsando lo imaginario del mundo real que lo rodea. Cuando se justifica este tipo de revistas con la “imaginación desbordante” del pequeño, arguyendo que el niño naturalmente tendería a fugarse de lo inmediato, lo que se hace de verdad es injertarle al lector infantil la necesidad de escapismo del hombre contemporáneo, que necesita soñar con mundos extrasociales y deformadamente inocentes a raíz del agobio de un mundo que él ve como sin salida. A través del sueño de huir de la vida con el cual se protege a sí mismo el adulto, se impele al niño a escapar de su vida pueril perfectamente integrada. Y posteriormente, apoyándose en este rasgo de la “naturaleza” infantil, el adulto endosa su propio alejamiento cotidiano de su trabajo y sus preocupaciones.

        Detrás de estas proyecciones y subdivisiones, se encuentra la función y el territorio de la entretención en las sociedades capitalistas. La forma en la que Donald vive su ocio que se transforma en aventura fantástica multicolor, multimovimiento y multivisión, es idéntica a la forma en que el consumidor del siglo XX vive su aburrimiento que es desplazado por el alimento espiritual que es la cultura de masas. Mickey se entretiene con sus viajes y misterios. El lector se entretiene con Mickey entreteniéndose.

        Finalmente, podría desaparecer, remozarse, disfrazarse Disneylandia y todo proseguiría igual. Lo que hay más allá de la historieta infantil es todo el concepto de la cultura masiva contemporánea. Se piensa que el hombre, sumido en las angustias y contradicciones sociales, se ha de salvar y alcanzar su liberación como humanidad en la entretención. Tal como la burguesía concibe los problemas sociales como residuo marginal de los problemas tecnológicos, así cree que mediante la industria cultural masiva se puede solucionar el problema de la alienación del hombre. Esta tecnología cultural va desde la comunicación masiva y sus productos hasta los mercachifles del turismo organizado.

        La diversión, tal como la entiende la cultura masiva, trata de conciliar el trabajo con el ocio, la cotidianeidad con lo imaginario, lo social con lo extrasocial, el cuerpo con el alma, la producción con el consumo, la ciudad con el campo, olvidando las contradicciones que subsisten dentro de los primeros términos. Cada uno de estos antagonismos, puntos neurálgicos de la sociedad burguesa, queda absorbido al mundo de la entretención siempre que pase por la purificación de la fantasía. Insultar a Disney como mentiroso, como se hace a menudo en la prensa que favorece los cambios sociales, equivoca el blanco. La mentira se revela con facilidad. En cambio, el sistema oxigenador de Disney ha moldeado el mundo de cierta manera bien determinada y funcionante; la fantasía no da la espalda a este mundo, lo toma y, pintándole de inocencia, lo presenta a los consumidores, que presienten ahí un paralelo mágico, maravilloso, de su experiencia cotidiana. El lector consume sus propias contradicciones lavadas, lo que le permite, ya de vuelta en su mundo habitual, seguir interpretando esos conflictos desde la limpieza que lo hace sentirse como un niño frente a la vida. El entra en el futuro sin haber resuelto los problemas de ahora.

        Lo que hecho la burguesía para reunir al hombre dividido consigo mismo, es nutrirlo del reino de la libertad sin que tenga que pasar por el reino de la necesidad. Los hombres no participan en este paraíso fantástico a través de su concreción sino por medio de su abstracción. Por eso es narcótico, hipnosis y opio. No porque el hombre no deba soñar con el futuro. Por el contrario, la necesidad real del hombre de acceder a este reino es una de las motivaciones éticas fundamentales de su lucha por liberarse. Pero Disney se apropia de este premio y lo puebla de símbolos que no tienen cancha de aterrizaje. Es el mundo de fantasía de Bilz y Pap: puras burbujas.

        Esta concepción del rescate por la neutralización de uno de los polos antagónicos por el otro, debe tener un embajador-cumbre dentro de la revista de Disney. Y es justamente, ¿ya lo adivinaron?, Glad Consuerte. “Cuando decida encontrar la mejor concha de caracol de esta playa, no tendré que buscarla. Así es mi suerte” (D. 381). “Camina evitando todos los cepos. La suerte de siempre” (F. 155).

        Glad consigue todo lo que quiere -siempre que sea material- sin trabajar, sin sufrir, y por lo tanto sin merecer gratificación. Toda competencia, dinamo de todo movimiento en Patolandia, está ganada de antemano, y desde el reposo mágico. Es el único que no trafica por el duro camino de la aventura, y su padecimiento. “Nada malo puede ocurrirle”. Por oposición, Donald aparece como real, merecedor, por lo menos disimula trabajar. Glad enfurece los principios de la moral puritana. El tiempo y el espacio se reconcilian en su suerte que domestica el azar: es una fuerza natural pura disfrazada de bolsillo. Es el reino de la libertad sin la mixtificación para ocultar el reino existente de la necesidad. Es Donald menos el sufrimiento; es el Edén y la Aspiración pero nunca el camino o el modelo. El rechazo que el lector siente por Glad, y la simultánea fascinación, sirven para enseñar la necesidad del trabajo para tener derecho a la entretención y el repudio a los jóvenes (norteamericanos de la postguerra que han obtenido todo sin esfuerzo y ni siquiera saben agradecer).

        Aunque no está sometido a la fatalidad del Olimpo paternalista y a la intervención sistemática desfavorable, no escapa a la imprevisibilidad. A veces puede perder o ser anulado, especialmente cuando Daisy equilibra la balanza.

        ¿Y qué pasará cuando se enfrente a ese dios del mundo Disney que es la genialidad de la idea, encarnación de todos los polos dominantes? “La buena suerte significa mucho más que un buen cerebro”, afirma Glad (TR. 115), y procede a recoger un billete que Giro no vio. “Fue una casualidad. Sigo sosteniendo que el cerebro es más importante que la suerte”. Después de una agotadora jornada de competición, terminan empatados, aunque con una leve ventaja para la inteligencia.

        Los demás personajes, al no disponer de la suerte intemporal, chamánica4, deben valérselas justamente con la paciencia o la inteligencia. Ya vimos a los pequeños, modelos astutos para el aprendizaje, listos para escalar hacia el éxito. Es la inteligencia como enciclopedia y como juicio y represión del desvío rebelde. Es la buena acción del boy-scout, pero que debido a su posición de subordinación entra al juego del engaño y de la sustitución del adulto.

        Cuando este cortapalo crezca y ya no tenga sobre él a nadie que lo mande, se convertirá en el Ratón Mickey, el único ser al margen de la búsqueda del oro para sí, el único que siempre aparece como ayudante de los demás en sus dificultades, siempre consigue la recompensa para el otro. (Naturalmente que de vez en cuando se embolsica algunos dólares; bueno… pero quién puede culparlo habiendo tantos). Para Mickey, la inteligencia sirve para develar un misterio, para devolverle su simplicidad a un mundo que hombres malos han complicado para poder robar a gusto. Si tomamos en cuenta que el niño también se enfrenta con un universo desconocido, que debe ir explorando con su mente y su cuerpo, veremos que aquí se establece que el modo de aproximarse al mundo debe ser detectivesco, es decir, encontrando claves y armando rompecabezas construidos por otros. Y arribar siempre a la misma conclusión: el malestar en ese mundo se debe a la existencia de una división moral. La felicidad (y las vacaciones) pueden reinar, apenas los villanos hayan sido encarcelados, devueltos al orden. Mickey es un agente pacificador no-oficial y no recibe otra recompensa que la de su propia virtud. Es la ley, la justicia, la paz, que se aparta del mundo del egoísmo y la competencia, que reparte bienes a mano tendida. El altruismo de Mickey sirve para prestigiar lo que él representa y aislarlo del sistema competitivo, de cuyos beneficios él no participa: los guardianes del orden, el poder público, los servidores sociales, no están manchados por los inevitables defectos de un mundo mercantil. Se puede confiar en Mickey como un juez imparcial, y agente, que está por encima “de los odios partidarios”.

        El poder superior de Disneylandia es siempre inteligente. Se divide la élite del poder (para usar el término de Wright Mills) en su casta administradora, servicial, que queda supuestamente al margen de las ganancias, y su casta económica, que debe practicar la inteligencia en la carrera por el dinero. Quien tipifica este fenómeno, y recibe por ende unívocamente los ataques de las fuerzas de cambio de nuestra sociedad, es Tío Rico. Su carácter explícito es un cebo fácil para morder, y olvidar todo lo demás que hemos señalado en este estudio. Se prefiere atacar al símbolo, y se dejan intactos los verdaderos mecanismos de la dominación oculta. Es como matar al portero, signo manifiesto pero secundario, y suponer que así se han esfumado los demás ocupantes dl castillo de Disneylandia. Hasta podríamos sospechar que tal dramatización bulliciosa del dios-dólar está ahí justamente para desplazar la atención del lector, que desconfía de Tío Rico y de nadie más.

        Por eso, no vamos a partir de la avaricia, del baño de oro, del buque dólar y del salvavidas centavo; ni tampoco empezaremos con su presencia en la fila de los mendigos, esperando la sopa popular o acechando detrás de su sobrino para poder hojear el diario.

        Porque ese es el segundo cebo que deslumbra por su ingeniosidad y su carácter cómico. El rasgo fundamental de Mc Pato es la soledad. Pese a la tiránica relación con sus sobrinos, Tío Rico no tiene a nadie más. Aun cuando llama a las fuerzas armadas (F. 173), debe resolver sus problemas personalmente. El dinero del Tío Rico no le compra el poder. A pesar de su omnipresencia, el oro no es capaz de hacer o deshacer, de ponerse en acción y de mover gente, ejércitos o estados. Sólo puede comprar objetos técnicos movibles aislados, principalmente para salir en enloquecida persecución de más plata. Al perder el poder de adquisición de fuerzas productivas, es imposible que el dinero se defienda a sí mismo ni resuelva problema alguno. Por eso Tío Rico es infeliz y vulnerable. Por eso nadie quiere ser como él (en varios episodios, Donald huye como de la peste de esta responsabilidad impotente (TR. 53 y F. 74)). Padece la monomanía de perder el dinero, sin la responsabilidad de usarlo para defenderse. Debe manejar cada operación personalmente. Sufre la soledad de los jefes sin la compensación de la jefatura. Pero incluso cultiva esta imagen de debilidad para chantajear a sus sobrinos cuando ya se han cansado de su dictadura (“Maldición -dice Donal-. No podemos permitir que un pato viejo y débil como Tío Rico se interne solo en esas espantosas montañas”, TR.113). Su vulnerabilidad irradia simpatía. Está a la defensiva, parapetado detrás de las fortificaciones artesanales (vieja escopeta); no descansa en su riqueza, la sigue sufriendo (y mereciendo por lo tanto). Porque su padecimiento obsesivo es lo único que le asegura la legitimidad moral de su dinero; él paga su oro con preocupaciones y condenándose a la esterilidad inversionista. Además, robar a Mc Pato no es acto de ladrón: es un asesinato. El oro forma parte sustancial de su ciclo vital, como los medios de subsistencia de los buenos salvajes. Al nunca consumir, Mc Pato vive del oro como del aire. Es el único ser apasionado de este mundo, porque está defendiendo su vida. El lector está con él. Los demás quieren el dinero para gastarlo, para propósitos bastardos. Al amar el dinero, se sentimentaliza el proceso. Los ladrones quieren triturar la familia patética de Tío Rico: quieren separarlo de lo único que le queda en su soledad y vejez. Es un ser desvalido, que exige la atención caritativa del lector, como un enfermo o un animalito herido.

        Además, Mc Pato es un pobre. Para todos los efectos reales, no tiene dinero, no tiene objetos ni medios, no quiere gastar; sólo cuenta con la estructura familiar para protegerlo y seguir amasando. La fortuna no lo ha cambiado, y en cada aventura él indica hacia atrás cómo ganó ese dinero en el pasado: tal como lo está haciendo en el presente. Es un cuento de nunca acabar. La avaricia sirve para nivelarlo con el resto del mundo. El parte en esa carrera sin la facultad de usar su riqueza acumulada. No es invencible, pero gana y en el próximo episodio nada ha cambiado. Debe nuevamente sobrepasarse para conseguir otra acumulación pasiva o para amparar lo conseguido. Si triunfa es porque es mejor que los demás una y otra vez. No hay superioridad basada en el dinero, porque él nunca lo utiliza. El oro, tranquilo, arrinconado, coleccionado, es inofensivo, no sirve para seguir enriqueciéndose. Es como si no existiera. Gana su último centavo como si se tratara del primero, y es el primero. Es el contrario del arribista (Crisanta, en Amenidades del diario vivir, de B. Vavanagh y V. Green), que desea el dinero para cambiar de status y de apariencia. Cada aventura de Tío Rico, en cambio, es un resumen de toda su carrera, es idéntica a su evolución general, de la pobreza a la riqueza, de la desvalía al oro, de la miseria a la bóveda, pasando por el sufrimiento, dependiendo sólo de sus propios medios, es decir, de un ser que en la soledad utiliza astucia, inteligencia, ideas brillantes, y… sus sobrinos.

        He aquí el mito básico de la movilidad social en el sistema capitalista. El self-made-man. Igualdad de oportunidades, democracia absoluta, cada niño parte de cero y acumula lo que se merece. Doanl malogra estas escaleras del éxito a cada rato. Todos nacen con la misma posibilidad de subida vertical, por medio de la competencia y del trabajo (sufrimiento y aventura y la única parte activa, la genialidad). Tío Rico no lleva ninguna ventaja al lector respecto del dinero, porque ese dinero no sirve y es más bien un impedimento, como un hijo ciego o tullido. Es un incentivo, un fin, una meta; pero nunca, una vez alcanzado, determina la próxima aventura. Por eso no hay historia en estos cuentos, porque el oro amnésico del anterior no sirve para el próximo episodio. Si sirviera, habría un pasado que estaría determinando el presente. El capital y todo el proceso de la acumulación de plusvalía sucesivas serían la respuesta y la solución al éxito del Tío Rico, y nunca podría el lector identificarse con él. Sólo en la primera historieta podría ocurrir esto. Pero todas son la primera y la última historieta; pueden leerse en cualquier orden (una escrita en 1962 puede publicarse sin molestias en 1971 y una del 68 en 1969).

        La avaricia, entonces, que causa tanta risa, no es sino la pantalla para empobrecerlo y devolverlo a su puto de origen, para que así pueda probar y clamar eternamente su valor. Además, esta tacañería es el defecto de una cualidad: la famosa cualidad del empresario burgués que Weber y von Martin han estudiado. Signo de su predestinación para el éxito, posibilidad moral para apropiarse sin gastar, y de la inversión en el comercio y la industria olvidándose de la propia persona. Para el burgués, esta ascesis era el signo de su predestinación para el éxito, era la posibilidad moral de adueñarse del trabajo ajeno sin gastar, sin macularse. Pero el propósito de eso era la re-inversión en el comercio y la industria. Mc Pato tiene esa moral ascética, sin la inversión que la sustenta y el poder que la acompaña. Sigue con nuestras simpatías.

        La otra cualidad que asegura su supremacía, es que siempre lleva la iniciativa. Es una máquina de ideas y cada una genera riqueza sin mediadores. Es la culminación de la división entre trabajo intelectual y trabajo manual. Sufre como obrero, y crea como el capitalista. Pero no gasta el dinero como lo hace el obrero (que debería ahorrar para poder salir de su condición dominada) y no invierte como lo hace el capitalista. Trata de conciliar -y no lo consigue- los antagonistas del sistema.

        No sólo cada burgués se autopublicita como hombre que nace sin raíces y que sube todos los escalones del éxito social por su propio esfuerzo, sino que la clase burguesa como tal propala el mito de que el capitalismo como sistema, ha sido instalado por un puñado de individuos bajo este mismo patrón. A través de la soledad, patética y sentimental de Mc Pato se acortina la clase a que evidentemente pertenece. Los millonarios hacen dieta hasta reducirsea una yuxtaposición de átomos descastados y de islas que no comparten intereses y que no pueden trabar alianzas, erigiendo como única norma que los rige la ley de la jungla, siempre que esta garantice la propiedad del otro. La historia de una personalidad estrafalaria sirve para prestigiar al modo en que una clase entera se ha apoderado de todos los sectores de la realidad y al mismo tiempo ocultar el hecho de que se trata justamente de una clase.

        El ciclo individual de Mc Pato reproduce en cada acto de su vida el ciclo histórico de una clase.

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(*) Tomado de Arie Dorfman y Armand Mattelart, Para leer al Pato Donald, comunicación de masa y colonialismo. Capítulo V, La máquina de ideas.

(1) Poe ejemplo, “Los Trabajos de Persiles y Segismunda”, de Cervantes.

(2) Umberto Eco, Apocalípticos e Integrados ante la Cultura de Masas, Editorial Lumen, Barcelona, 1968.

(3) Según Vance Packard, en la Persuasión clandestina.

(4) Véase los estudios de Mircea Eliade.


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