jueves, 1 de abril de 2021

Las Encuestas de Opinión

De Mercaderes de Ilusiones a Manipuladores de la Mente*

Efraín Ruiz Caro

LA PROPAGANDA EN POLÍTICA es tan antigua como la política misma. Tal vez los más activos y efectivos propagandistas de la historia fueron los apóstoles del cristianismo, llevando el mensaje del Salvador de casa en casa, persona por persona. Igual que las demás religiones. No habría budismo ni mahometismo sin predicadores-propagandistas. Desconocer la validez de la propaganda equivaldría a poner en duda el poder de convencimiento de la inteligencia a través de la palabra.

        En la primera mitad del siglo XX fue Goebbels el más sobresaliente de todos. Debido a su gran oratoria y a su absoluta carencia de escrúpulos para faltar deliberadamente a la verdad –“miente, miente, que algo queda” – contribuyó a la fanatización de uno de los pueblos más civilizados y cultos del mundo, que protagonizaron y permitieron la barbarie del nazismo.

        Los métodos propagandísticos de Goebbels fueron recogidos, en cuanto se refieren a la mentira deliberada, por los políticos del imperialismo, principalmente durante la guerra fría, para justificar las acciones punitivas de sus ejércitos más allá de sus fronteras o para sus planes de desestabilización y subversión en otros países. Las acciones psicológicas que precedieron a sus marines en las intervenciones a República Dominicana, Guatemala, Cuba, Granada, Nicaragua, Sudeste Asiático y otros lugares alejados de sus fronteras, están plagadas de falsedades, con la ventaja sobre el nazismo, de contar con el más grande y poderoso sistema de comunicaciones de todos los tiempos.

        Después de la Segunda Guerra Mundial, los métodos de Goebbels, exceptuando la mentira, fueron superados abismalmente con los aportes de la publicidad comercial y la aplicación de técnicas utilizadas por las ciencias sociales, especialmente las encuestas, los sondeos de opinión y los controles de mercadotecnia. Los políticos abandonaron sus tradicionales estilos propagandísticos y los partidos sustituyeron sus oficinas de prensa y propaganda por agencias de publicidad comercial. El Partido Republicano, en 1952, fue el primero que ofertó a sus candidatos, comenzando por el presidencial, como si se tratara de mercaderías. Los mismos procedimientos que los publicistas utilizan para vender detergentes, lápices labiales, refrigeradoras o automóviles, se emplearon para ganar votos. La política se puso en manos de los mercaderes de ilusiones. Fue el apogeo de los sondeos de opinión para determinar los temas que la mayoría quisiera escuchar de sus candidatos. El triunfo electoral de los republicanos en 1952 fue determinante para consagrar la aplicación de las técnicas de mercado a la política. Tuvieron éxito quienes la aplicaron al comprobar que “el ciudadano que entra a la cámara secreta y duda entre dos listas de candidatos está en la misma situación que el que debe decidir entre dos dentífricos rivales en la farmacia. La marca que ha penetrado más profundamente en su cerebro será la elegida”1.

        Los procedimientos se han perfeccionado al punto que los publicistas no averiguan ya los gustos de los consumidores para la producción industrial que promueven. Ahora simplemente los imponen como “una transfusión de preferencias”, con lo cual el domesticado ciudadano norteamericano compra cosas que no necesita, porque no le ofrecen un jabón para la higiene, sino para lograr belleza. “No le entregan una mercadería sino una ilusión. Los productos no se venden apelando a sus características, sino apelando a la conciencia de los consumidores”. Los industriales también han comprendido que en la actualidad “no venden productos, sino que compran clientes”.

        En los años 50, cuando se hablaba de la propaganda subliminal, el estudioso norteamericano Dan Lacy, advirtió el peligro que amenazaba al pueblo de Estados Unidos: “abrigamos el temor que se escondan intenciones malignas en el centro de la trama de las comunicaciones, ‘persuasores ocultos’ que tratan de transformarnos subrepticiamente, propagandistas políticos –Goebbels más sutiles– que pervertirán insidiosamente nuestra independencia. El vasto mecanismo de la comunicación que de tal manera nos rodea y llena nuestras horas y crea en nosotros el sentido del mundo más allá de nuestro círculo diario se halla más bien concienzudamente dedicado a través de encuestas, tests, a indagar cómo somos actualmente, qué es lo que nos interesa, cuáles son nuestros gustos, cuáles nuestros prejuicios, y luego sostener ante nuestros ojos un gran espejo de color rosado. No es el Hermano Mayor el que habla desde la pantalla: es la imagen homogeneizada de nosotros mismos, la misma imagen que encuentra su reflejo en la prensa diaria y en las páginas de las revistas informativas”. Dan Lacy, lanzó esta advertencia en 1959, en una conferencia ante directores de bibliotecas de Washington. Lacy fue director de informaciones internacionales del Departamento de Estado de Estados Unidos en la época de las investigaciones de McCarthy y resistió públicamente el oscurantismo de esos años.

        En 1956 el Partido Demócrata, para competir en igualdad de condiciones con los republicanos, confiaron también su propaganda a una agencia de publicidad que, a la postre, resultó más efectiva. Los investigadores de mercado no sólo se concretaban a buscar los temas y hasta las palabras favoritas de los entrevistados, sino que modificaron la apariencia física de los candidatos con artes de sastrería y peluquería. Ningún detalle fue descuidado, ni el maquillaje ni el color de fondo de los escenarios -azul telegénico– para sus presentaciones televisadas. Estas técnicas llegaron a la América Latina con algún retraso y con el aporte de expertos norteamericanos en publicidad. Ellos, por ejemplo, establecieron que la mayoría de los electores eran jóvenes y querían ser gobernados por jóvenes. El candidato presidencial de un país sudamericano fue sometido a una transformación para darle apariencia juvenil. Patillas al estilo de Elvis Presley, a pesar de la avanzada calvicie, ropa igualmente juvenil y, sobre todo, caminar muy rápido, casi corriendo, para mostrar además de juventud, energía y vitalidad. Esto, según los expertos, es más importante que hablar de problemas económicos, sociales o energéticos.

        Las ciencias sociales fueron expropiadas por la publicidad comercial. Esta a su vez por la política. Adlai Stevenson, candidato derrotado a la presidencia de los Estados Unidos declaró consternado: “la idea de que se pueden vender candidatos para las altas investiduras como si fueran cereales para el desayuno, es la última indignidad del proceso democrático”2.

        Lo que era válido para la política interna de los Estados Unidos, no podía ser desperdiciado para su política exterior ni menos para su estrategia militar. Sus servicios de inteligencia tradicionales habían fallado en Cuba. La revolución triunfante de 1959 se enrumbaba en 1960 a la construcción del socialismo a menos de 90 millas de sus fronteras territoriales, despertando, además, contagioso entusiasmo en América Latina y el Tercer Mundo. La acción del gobierno norteamericano no podía concretarse únicamente a una campaña increíblemente calumniosa contra esa revolución para evitar su peligroso ejemplo en el resto del continente. Sus servicios de inteligencia, especialmente la cía y sus Mensajeros de la Paz eran insuficientes para recoger el pensamiento de los latinoamericanos y establecer medidas preventivas o, en caso necesario, punitivas. Por eso, el Pentágono y el Departamento de Estado acudieron al auxilio de la mercadotecnia implementada por las ciencias sociales y organizaron proyectos de espionaje masivo, bajo la forma de encuesta, en varios países de América Latina, que harían luego extensivas a 40 países del Tercer Mundo.

        Pero mientras los políticos se sentían felices con sus métodos publicitarios, sus creadores empezaron a sentir que el piso se les movía. Los métodos de los publicistas, que parecían infalibles, empezaron a fallar. Algunas grandes inversiones, en este campo, no eran correspondidas con las ventas. Con frecuencia se incurría en disfunción. Es decir, la publicidad con frecuencia causaba el efecto contrario al deseado. Surgieron varios problemas tan serios que pusieron a más de una poderosa empresa al borde de la quiebra. En el mundo de la publicidad se vivía una angustia silenciada hacia el exterior. Las preocupaciones de los mercaderes de ilusiones no llegaban todavía a los oídos de los políticos. Estos seguían creyendo haber descubierto la piedra filosofal de la dominación de sus electores con los procedimientos sociológicos aplicados al comercio.

        Sin embargo, los sondeos o encuestas sobre los que se sustentaba la publicidad comercial en los Estados Unidos hasta mediados de la década del 50, demostraron su peligrosa inexactitud. El fracaso de estos surveys pusieron al borde del colapso a la poderosa fabricante de automóviles Chrysler. Se comprobó, todavía entonces, que los muestreos de opinión pública eran anticientíficos. Hasta esos años, los servicios secretos norteamericanos utilizaban también las encuestas para establecer el pensamiento de los militares latinoamericanos.

        Las encuestas fueron la novedad de los años cincuenta para establecer los gustos y preferencias de los consumidores y en función de ellos orientar la publicidad de una industria floreciente pero siempre temerosa de sucumbir en crisis por sobreproducción. El estudio de mercado llegó a considerarse pretenciosamente como una ciencia. Los políticos, por eso, adoptaron iguales procedimientos. El norteamericano George Gallup, se hizo multimillonario con sus famosas consultas a la opinión pública para establecer los resultados electorales antes de que se realicen las elecciones. Gallup se convirtió en un moderno y científico Nostradamus. De sus máquinas calculadoras salían los triunfadores de las elecciones antes que de las ánforas, a pesar de que la primera vez, en 1938, fallaron sus pronósticos, que fueron explicados con mucha lógica: “consecuencia de un acontecimiento que cambió súbitamente, durante las 24 últimas horas, las decisiones ciudadanas”. Pero, diez años después, en las elecciones de 1948, volvieron a equivocarse estrepitosamente. El infalible Gallup dio por ganador de las elecciones de noviembre al candidato Dewey con más del 50% de votos sobre Truman que no llegaba ni al 45. Dos días después Truman fue el vencedor con más del 54%.

        A pesar de su descrédito, los sondeos elementales de opinión se siguen utilizando en los procesos electorales en América Latina, pero no por su certidumbre, sino como instrumentos de propaganda, confiando en que los indecisos siempre terminan apoyando a los que consideran ganadores, fenómeno conocido por los sociólogos como Teorema de Thomas. La encuesta ha devenido así en simple medio de publicidad política, efectiva en cuanto el propio Gallup reconoció que la impresión de totalidad actúa normalmente en beneficio del favorecido en las consultas. Actualmente los sondeos Gallup basan sus pronósticos más que en las respuestas corrientes de sus entrevistados en las nuevas técnicas de investigaciones motivacionales a cargo primordialmente de psicólogos.

        Los industriales y las agencias de publicidad no podían confiar sólo en los sondeos de opinión. ¿Qué es lo que fallaba? Se destinaron, como de costumbre, millones de dólares para averiguarlo. Investigando las razones del comportamiento de las personas frente a los encuestadores, llamaron en auxilio de los publicistas a los psicólogos, sociólogos, antropólogos y a psiquiatras sociales. Las conclusiones fueron fabulosas para publicistas e industriales, pero terroríficas para los demás seres humanos. A partir de ese momento se estableció que los publicistas no deberían depender más de las aficiones, gustos y necesidades de los compradores. Por el contrario, había que imponer a los compradores el gusto y las aficiones de los vendedores, mediante una “transfusión de convicciones” utilizando los procedimientos ensayados a nivel zoológico por Pavlov. Se había descubierto que los humanos poseemos un nivel ubicado como el inconsciente, sobre el cual se puede actuar, para fijar mensajes por medio de símbolos, colores y frases y obtener a través de estímulos externos, idénticas respuestas y reacciones a las sugeridas. Igual que los perros de Pavlov, dispuestos a reaccionar por reflejos condicionados.

         Los políticos, que aprovechando los procedimientos de investigación de mercado habían superado la propaganda del nazi Goebbels, pronto descubrirían las últimas novedades de la publicidad comercial, dedicada en esos momentos al estudio de nuestros procesos mentales para poder manejarlos a su antojo con la ayuda de símbolos y la participación de sociólogos y psicólogos conductistas.

        Desde finales de la década de los cincuenta nos estudian en profundidad. Los que examinan y se zambullen en la conciencia de los hombres, los que taladran nuestro cerebro, los profesionales en trabajar sobre nuestro inconsciente, los que han perfeccionado y convertido en ciencia lo que Vance Packard llama “las formas ocultas de la propaganda” en busca de cohesionar a la opinión pública, de convertirnos en seres hechos a la medida y elaborados en serie, se autodenominan pomposamente “investigadores motivacionales”. Precisamente el sociólogo norteamericano Packard, ha resumido los estudios realizados sobre la imprecisión y falibilidad de las encuestas de opinión pública –objetadas con anterioridad por publicistas europeos, debido a la insignificante y anticientífica proporción de las muestras– en su libro Las formas ocultas de la propaganda.

        Ya en 1950, el francés Jean Marie Domenach, en su estudio sobre a propaganda política, sostenía que “el sondeo de opinión obtiene la media de lo que es ya una media. De allí sus limitaciones y sus posibilidades de error. La opinión neta se obtiene al nivel del grupo al que pertenece el sujeto, pero como esos grupos son por lo general múltiples –familia, sindicato, partido, salón– el individuo puede emitir opiniones diferentes en cada uno de esos diversos niveles, a veces, contradictorios. Por eso, esta media no se alcanza y la opinión individual oscila entre las diversas actitudes que se le sugieren”3.

        Para que los sondeos tuvieran validez, tendría que buscarse la opinión de individuos que son prototipos de su sector social, desechando a los atípicos. Pero, como Domenach hacía notar, existen individuos típicos en un medio que al mismo tiempo son atípicos en otro. Ponía como ejemplo, el caso de un joven burgués convertido. En el partido, como estudiante, era típico, pero atípico en el seno familiar. O el de un chauvinista, típico entre los veteranos de la guerra, pero atípico en la fábrica donde trabajaba o en su sindicato. Si en el primer caso, el encuestador lo interrogara en su domicilio, cometería un grave error al proyectar esa opinión como la representativa de su barrio. En el segundo caso podría generalizar al sindicato como chauvinista. Los encargados de las entrevistas, sobre todo en las encuestas electorales, no tienen tiempo sino para tocar el timbre de una casa y preguntar al primero que sale a abrirle la puerta.

        Los publicistas descartaron por eso la validez de los sondeos de opinión pública. Si sus resultados son discutibles en un pequeño grupo que se toma de muestra, mucho más irreal es que se los interpole como expresión de toda una ciudad y peor de toda una nación.

        Pero fueron los psicólogos y los psiquiatras los que al comprobar la ineficacia de las encuestas descubrieron la posibilidad de moldear el comportamiento de los individuos y de las sociedades. Desde entonces, antes de lanzar una campaña de publicidad para vender determinado producto ya no había que preguntarle a la gente qué es lo que quería o qué es lo que le gustaba. Ahora había que psicoanalizarla, estudiarla en profundidad, averiguar sus complejos, analizar sus frustraciones, en suma, lanzar sondas a su alma a fin de conocer su profundidad, para establecer los motivos que lo inducen a la elección y actuar en consecuencia.

        Según describe Vence Packard, los expertos en ciencias médicas y sociales, que por encargo de las agencias de publicidad estudiaron las razones por las cuales fallan las investigaciones de mercado mediante los sondeos de opinión, encuestas o surveys llegaron a las siguientes conclusiones:

        “En primer lugar no ha de suponerse que la gente sabe lo que quiere”. Como ejemplo para esta afirmación cita el caso de una industria de salsa de tomate que se puso al borde de la quiebra por aplicar al pie de la letra los resultados de una encuesta realizada entre compradoras de ese producto. La mayoría de entrevistadas había sugerido un nuevo tipo de envase y aprobado el propuesto. Cuando el producto llegó a los mostradores en la novedosa botella, bajaron las ventas. Nuevamente entrevistadas, por mayoría abrumadora, rechazaron el envase y manifestaron su preferencia por el anterior.

        Otro ejemplo confirmatorio de esta conclusión fue el resultado –ampliamente a favor– de una cerveza seca inexistente, con el agravante que la consulta fue hecha entre bebedores de cerveza.

        Una periodista peruana, para un programa de televisión, realizó una encuesta para que las personas interrogadas, incluyendo intelectuales, dieran su opinión sobre el último best-seller: una novela titulada La quinta espada. Casi todos declararon haberla leído. Unos la encontraron apasionante y no escatimaron elogios a la obra y a su autor. Sin embargo la novela no se había escrito nunca y el título era producto de la imaginación de la periodista.

        Este último caso coincide plenamente con la segunda conclusión resumida por Packard: “No cabe suponer que la gente diga la verdad sobre sus preferencias y aversiones aun en el caso de conocerlas. En cambio es probable que se obtengan respuestas que protejan a los informantes en su resuelto empeño por aparecer ante el mundo como seres verdaderamente sensatos, inteligentes y racionales”. Este caso es frecuente en declaraciones al público o a periodistas. Por ejemplo, las candidatas a los reinados de belleza, indefectiblemente manifiestan sus preferencias por la música y la literatura clásicas, aunque sus verdaderas aficiones no pasen de los ritmos bailables de moda y su lectura apenas alcance a los folletines de Corín Tellado.

        Otro ejemplo, comprobado por los investigadores para esta conclusión es que la gente “admite leer sólo revistas que gozan de gran prestigio”. Si se tomaran en serio estos resultados, se llegaría a la conclusión que los periódicos sensacionalistas y de escándalo se leen apenas, mientras las publicaciones culturales deberían alcanzar altísimos tirajes.

        Packard refiere un experimento realizado en los Estados Unidos por el Instituto de Investigación del Color para poner en duda la sinceridad con la que la gente responde. Describe que, antes de una conferencia prepararon dos salas de espera: una con modernos, mullidos y confortables muebles suecos y, la otra, con sillones de estilo, incómodos pero tradicionales. Los primeros asistentes ocuparon de inmediato la primera sala y únicamente cuando ya no había sitio, se sentaron en los antiguos, incómodos y recargados asientos. Interrogados después de la conferencia sobre cuál de las salas les había parecido mejor, el 84% respondió que la clásica.

        Otro experimento preparado por el mismo instituto fue realmente humorístico: se interrogó a seiscientas personas sobre si acudirían a una casa de empeño en busca de un préstamo en dinero, dejando un objeto en garantía. Todos los informantes respondieron negativa y airadamente. Pero el instituto había preparado la encuesta estrictamente entre clientes de casas de préstamo.

        Otra conclusión demostrativa de la limitada eficacia de las encuestas se basa en que “es peligroso suponer que la gente se comporta de manera racional”. Uno de los casos estudiados por el referido instituto y recogidos por Packard, para sostener esta tesis, fue la consulta hecha entre amas de casa sobre las bondades de tres marcas de detergente. La mayoría de las mujeres consultadas rechazaron el detergente de envase amarillo porque, si bien sacaba en forma excelente la suciedad, en cambio quemaba las manos. Para ellas, el envase azul no afectaba la piel pero no lavaba bien. Fue casi unánime el fallo al mejor detergente: era el de la caja bicolor –amarillo y azul– porque no afectaba las manos y limpiaba con perfección. Lo que no sabían las participantes de la prueba es que se trataba de un mismo producto envasado en tres cajas diferentes.

        El mismo Packard, refiere otra encuesta cuyas conclusiones hicieron perder millones de dólares a la Chrysler Corporation. Lo más significativo de esa consulta fue su duración y lo detallado, lo exhaustivo y, para su tiempo, lo científico del cuestionario. La Chrysler quería saber, desde luego para aumentar sus ventas, qué características debería tener el al resultado fue considerado, por mucho tiempo, como el “error más caro de la historia de los negocios de Estados Unidos”. De acuerdo con ese estudio de mercado, los norteamericanos estaban cansados de los automóviles grandes y anchos, adornados con exceso de cromos, difíciles de estacionar en calles cada vez más congestionadas, y una serie de argumentos más. Para satisfacer ese deseo mayoritario, la Chrysler diseñó un automóvil mediano y sencillo con la seguridad de revolucionar el mercado. Hay que imaginarse la inversión y el tiempo que requirió para cambiar sus instalaciones y adaptarlas al nuevo modelo. Los resultados fueron catastróficos. Nunca la gigantesca empresa vendió tan pocos automóviles como en 1953, año en el que se aplicó la muestra. Para evitar la quiebra tuvo que volver a las características de largo y ancho de sus antiguos diseños.

        Treinta años después, los sondeos siguen desorientando a quienes encargan estos estudios más que si confiaran únicamente en su intuición. En 1980 el Newsprint Information Comittee –una suerte de club de editores– quiso dar respuesta a un interrogante: si más gente leía periódicos o veía televisión. Para estar seguros encomendaron la investigación a tres acreditadas empresas de marketing: Roper, Ben Bagdikian y Robinson. Los estudios de Roper resultaron diferentes y opuestos a los realizados por Ben Bagdikian. Los obtenidos por la firma Robinson, no se parecían a ninguno de los otros dos.

        No es posible sacar conclusiones definitivas de las encuestas sobre las preferencias de los consumidores. Con mayor razón si se trata de averiguar convicciones políticas, ideológicas o favoritismo sobre candidaturas a cargos electivos. En algunos países del Tercer Mundo la sinceridad frente a un formulario de preguntas políticas puede ser un riesgo peligroso. Por ejemplo, en Chile gobernado por el general Pinochet es improbable que un marxista confiese sus convicciones ante un desconocido, porque siempre tendrá la duda de si realmente se trata de un pesquisidor de encuestas o de un miembro de seguridad del Estado. La demostración se dio precisamente en Chile en el referéndum convocado en 1988. Todas las encuestas, sin excepción y hasta la víspera de la consulta, daban por ganador al “SI” que permitiría la permanencia de Pinochet en el gobierno. Pero el “NO” se impuso en proporción contundente. Después se supo que la confianza y el optimismo de Pinochet no se sustentaban únicamente en los sondeos de las agencias privadas, sino en la de sus propios servicios de inteligencia.

        Igual sucede con los ratings que miden la sintonía de los programas de radio y televisión y los tirajes de revistas y periódicos. Una investigación del congreso norteamericano sobre los ratings sorprendió más que por la falta de idoneidad y honestidad en los procedimientos, por el reducidísimo ámbito en que se realizaban las consultas. Las empresas dedicadas a estos estudios llegan a tener poder excesivo sobre los medios de comunicación, puesto que sus conclusiones estadísticas sirven de pauta para la distribución de propaganda de las agencias de publicidad. En América Latina se han producido verdaderos escándalos por la manipulación de cifras para beneficiar a determinados medios de comunicación. En realidad, casi en ningún país están reguladas por ley estas empresas ni las universidades preparan a sus expertos. Nacen espontáneamente como los huevos neutros. Sin embargo, sus ejecutivos se promueven como infalibles y para certificar que sus métodos son científicos, muestran como testimonio técnico a las computadoras “que nunca se equivocan”. Y realmente –salvo que tengan virus– no se equivocan. Además de certeras, las computadoras son veloces y honestas. No se puede afirmar en cambio que sean certeros, infalibles y honestos los seres humanos que las programan y que cargan los datos. En el Perú existe una empresa de encuestas denominada Peruana de Opinión Pública, cuyas siglas son POP. En los medios periodísticos se bromea, y hasta se ha publicado con esa intención, que la sigla POP se interpreta como “Pagas O Pierdes”.

        Hay numerosas experiencias al respecto. El director de un periódico de reciente fundación, recibió la visita del representante de una empresa de ratings ofertando la venta de sus servicios. Convencido que la propaganda comercial no se daría a ese medio por su línea popular por muy significativo que fuera su tiraje, no aceptó la proposición. Les preguntó en cambio, cuáles eran los métodos para establecer el número de ejemplares de cada publicación. Respondieron que sus expertos consultaban con vendedores y compradores. El director les aconsejó un sistema más seguro: que consultaran con los distribuidores zonales. Ellos entregaban las publicaciones en su sector y, al día siguiente, recibían las devoluciones de los ejemplares no vendidos. Y otra sugerente invitación: que lo visitaran a la hora que se iniciaba la impresión y se quedaran hasta el final, contemplando el contómetro de la rotativa.

        Los expertos no aceptaron ninguna de las propuestas, convencidos de sus métodos de muestreo. Como consecuencia de esta negativa, los resultados del rating correspondiente al mes siguiente hubieran sido catastróficos para el periódico de haber vivido de la publicidad comercial y no de los comunicados de las organizaciones gremiales y sindicales, y del tiraje: no sólo lo bajaron del lugar en que lo habían ubicado antes de la visita, sino que lo hicieron desaparecer. Prácticamente para la empresa encuestadora el periódico no existía.

        En la mayor parte de los países del Tercer Mundo funcionan empresas transnacionales dedicadas al estudio de sintonía y circulación, como un complemento a las de publicidad. Entre ambas forman los brazos de una tenaza que aprisiona a los medios locales de comunicación. Si algún diario o estación de radio o televisión, adopta una política informativa realmente amplia, pluralista y que de algún modo objetara la economía de mercado, la empresa de rating será la encargada de establecer que ese medio no tiene aceptación en el público. Al no figurar en los lugares aceptables para la publicidad, ésta le será negada sobre bases reales y objetivas. Esa es la razón por la cual no puede sobrevivir la prensa alternativa y con mayor razón la radio o la televisión alternativa. Por eso, los movimientos progresistas están marginados de la libertad de prensa.

        Las encuestas políticas llegaron con mucha tardanza a América Latina. En el Perú, por ejemplo, iniciaron sus actividades recién en 1980. En realidad, la mayoría de las empresas encuestadoras existían desde tiempo atrás con fines estrictamente comerciales. En las elecciones de ese año decidieron incursionar en las arenas movedizas de la política, porque se les habría una nueva fuente de ingresos. Como la norteamericana Gallup, el debut fue catastrófico: no acertaron una. De acuerdo con sus pronósticos, en 1980 el presidente peruano debió ser el aprista Armando Villanueva con amplísima ventaja sobre Fernando Belaúnde. Pero los resultados fueron exactamente a la inversa. Los márgenes de error superaron el 15 y 20%. La historia fue a contrapelo de las encuestas.

        Con esos resultados debieron volver –silenciosos y avergonzados– a sus indagaciones de consumo, lectoría y sintonía. Pero la acogida que tuvieron durante la campaña electoral en las empresas de radio, televisión y en los periódicos les reportó nada despreciables ganancias. Sus pronósticos no fueron infalibles, pero sus utilidades sí. De manera que para las elecciones municipales de a983, regresaron al negocio como si nada hubiera sucedido.

        Descubrieron, además, que difundiendo sus cifras en los medios, adquirían un poder de manipulación extraordinario que les permitía subordinar a políticos y partidos con la posibilidad de endosarles el “voto perdido” y, por añadidura, hacer méritos con los grandes anunciadores. Esta última afirmación es demostrable –con los estudios realizados por el politólogo peruano Fernando Tuesta4– al comprobar que, sin excepción, las empresas encuestadoras disminuyen las posibilidades de los sectores populares y de la izquierda, al subrepresentar a los sectores de extrema pobreza. Tuesta demuestra que en todas las encuestas, la candidatura de la derecha “está sobrerrepresentada”, mientras que la candidatura de Izquierda Unida recibe exactamente el trato contrario: en todos los casos los porcentajes que se le otorgan son siempre menores a los resultados finales.

        Las empresas latinoamericanas de marketing político, añaden a la serie de razones por la cuales fallan las encuestas, una de importancia decisiva. Sus métodos y cuestionarios están traducidos literalmente de las encuestadoras de Estados Unidos, primera potencia económica del mundo, donde los estratos sociales están diferenciados y no tienen la heterogeneidad de los países subdesarrollados. En cualquier ciudad de Estados Unidos se puede ubicar y diferenciar con facilidad a los distintos sectores por sus ingresos económicos. En Lima, donde la población ha aumentado 5 veces en 30 años, con una marginalidad no mensurada y creciente, aplicar mecánicamente los procedimientos norteamericanos carece de seriedad y raya en el absurdo.

        La segunda experiencia de las encuestas políticas de 1983 en Lima, fue peor que la anterior. Un mes antes de las elecciones, cada una de las empresas encuestadoras dio resultados diferentes y todas fallaron. A cuarenta días de las elecciones, el candidato favorito a la alcaldía de Lima era Alfredo Barnechea del Partido Aprista, con el 26 y 30% de la votación, según las empresas Peruana de Opinión Pública (POP) y Datum, respectivamente. De acuerdo a POP, el segundo lugar correspondía a Ricardo Amiel del Partido Popular Cristiano y el tercero, al candidato de Izquierda Unida, Alfonso Barrantes. Para Datum, el segundo lugar era para el representante de la izquierda; para Inter-Gallup el triunfador debía ser el popularcristiano Amiel con el 26%, seguido del entonces izquierdista Barrantes y, en el tercer puesto quedaría Barnechea del APRA.

        No se requería de sondeos de opinión, para intuir que el vencedor real sería el candidato de Izquierda Unida. Pero las agencias POP, Datum y la Compañía Peruana de Investigación de Mercados (CPI) recién dieron a esa candidatura el primer lugar, faltando dos días para la realización de los comicios. Fracasaron lamentablemente en los porcentajes estimados. Después de reiterar que sus sondeos tenían como máximo el 5% de error, Datum falló en 13.51 y CPI en 14 puntos porcentuales. Igualmente fueron notables los yerros en los puestos siguientes. En el proceso electoral de 1983 se puso en evidencia la carencia ética de Inter-Gallup, contratada con exclusividad por el diario El Comercio. Esa empresa dio como favorito en las encuestas hasta el último día, al popularcristiano Ricardo Amiel –candidato auspiciado por ese diario–, que resultó tercero. Con respecto al primero se alejó de la realidad en más del 12%.

        Tal vez confiando como Martín Fierro, en que “saber olvidar lo malo también es tener memoria”, las empresas manipuladora-encuestadoras reaparecieron en los procesos electorales de 1895, de 1986 y de 1989. En las del año 85 la campaña espectacular del aprista Alan García no dejaba dudas sobre su triunfo. La discusión generalizada consistía en saber si ganaría en la primera vuelta o requeriría de una segunda elección. Las agencias encuestadoras fallaron notablemente en los porcentajes alcanzados. La mayoría de ellas se quedaron cortas en las intenciones del voto, con el evidente propósito de mejorar al candidato apoyado por los grandes anunciadores. Los errores de todas las agencias en los siguientes puestos y los porcentajes atribuidos, fueron realmente decepcionantes.

        Esta tendencia de favorecer las candidaturas apoyadas por los empresarios, se hizo evidente en las elecciones municipales de noviembre de 1989. Desde el mes de agosto era notoria la popularidad abrumadora del candidato del Movimiento Obras, Ricardo Belmont, propietario de dos radioemisoras y de un canal de televisión, además de ser un animador muy querido en sus maratónicas presentaciones anuales en la televisión en un programa destinado a recaudar fondos en beneficio de la clínica San Juan de Dios para niños inválidos de sectores populares. Ya el 20 de agosto –casi tres meses antes de las elecciones–, una encuesta “flash” de la empresa Mercadeo y Opinión S.A. publicada en el diario La República, lo consideraba en el primer lugar. Sin embargo, las demás encuestadoras mostraban la preferencia por el candidato de la derecha unificada tras las siglas del Frente Democrático (FREDEMO) y representado por Juan Incháustegui.

        En el transcurso de la campaña, se mostró siempre al candidato Incháustegui, si no por delante, siguiendo muy de cerca a Ricardo Belmont, dando la impresión de que los resultados electorales serían muy parejos, por lo menos entre dos candidatos. Tres semanas antes de la elección, el diario El Comercio publicaba los resultados de las consultas favorables a su candidato, Juan Incháustegui, y parecía que repetiría la manipulación de 1983. Por fin, cuando no se podía remar más contra la corriente, el sábado 28 de octubre –las elecciones se realizarían 14 días después– El Comercio publicó los sondeos de Datum colocando en primer lugar a Belmont con 36%, seguido por el candidato derechista con 31%, pero con una nota de redacción de antología. Debajo del cuadro de los resultados de la encuesta, El Comercio colocó la siguiente explicación: Aunque el candidato de Obras, Ricardo Belmont, cuenta con 5.5 puntos más que el candidato del FREDEMO, Juan Incháustegui, que lo sigue en las preferencias, Datum anota que de acuerdo al margen de error no hay certeza de un ganador definido. Debido al tamaño de la muestra existe un empate estadístico entre Obras y FREDEMO”. El famoso “empate estadístico” fue roto por la realidad con más del 45% de la votación a favor del candidato de Obras.

        A pesar de todos estos fracasos rotundos, los medios de comunicación insisten en utilizar las encuestas y presentarlas como oráculos cibernéticos infalibles con la finalidad de convertirlas en confiables para los electores. Las encuestas se han convertido en armas fundamentales para la manipulación de los ciudadanos. Son evidentes los efectos disuasivos en la conducta del elector. Por eso, a despecho de las objeciones planteadas por estudiosos, ningún medio de comunicación se ha atrevido a promover un debate sobre el tema. Sería suficiente comparar los resultados simultáneos que con pedantería exhiben los dirigentes de empresas de sondeos de opinión, para demostrarles que sus procedimientos son un embuste.

        Veamos una muestra más. El Comercio del martes 27 de junio de 1989, publicó el resultado de las consultas hechas por Apoyo S.A. A la pregunta: “¿Por quién votaría si mañana fuesen las elecciones presidenciales?”, el 44% respondió que lo haría por Vargas Llosa –candidato del FREDEMO– y el 19% por Barrantes Lingán –en ese momento probable candidato de IU–. Pero, dos días antes, el domingo 25 de junio de 1989, el diario La República, basado en la “encuesta flash” de Mercadeo y Opinión, tituló la información con grandes caracteres: “Se viene el Barrantazo” y atribuyó al candidato Barrantes, no el 19%, sino el 38%.

        Es un misterio conocer el grado de credibilidad que los empresarios anunciadores le otorgan a sus informes de marketing; no se sabe si las diferencias de los sondeos comerciales son tan abismales como de las encuestas políticas. Tal vez para los comerciantes e industriales no sea grave un margen de error del 5%. Pero para la política sí. Fernando Tuesta lo explica con el siguiente ejemplo: “en una encuesta con un margen de error de 5%, no es posible sostener que A obtiene el 30% de los votos, seguido por B que tiene 25% y, en tercer lugar, se encuentra C con un 22%. Debido al margen de error del 5% para arriba y para abajo, la realidad puede ser completamente diferente e incluso contraria: puede dar como resultado que C obtenga 27%, B quede segundo con 26%, y el supuesto puntero A se quede al final con 25%. Es decir no es posible inferir enfáticamente, con una muestra determinada, un resultado puntual”. Una experiencia al respecto es el “empate estadístico” del diario El Comercio.

        Como cinco meses después de las elecciones municipales de 1989 se realizan las generales, las agencias de marketing no esperaron el tiempo prudente para el olvido de sus fiascos. Tres semanas después del famoso “empate estadístico”, con gran desprecio por la inteligencia de sus lectores, el diario El Comercio, con la misma agencia Datum volvieron a la carga de la manipulación estadística. Nuevamente, a la pregunta sobre “si las elecciones fueran mañana, por cuál partido votaría Ud.” le atribuyeron el 51.8% de las preferencias al frente derechista que acaba de perder el principal municipio del país, donde se concentra la mitad del electorado. En cambio, a Izquierda Unida le atribuyeron el 11.4%, rebajándole 12 puntos porcentuales –más del doble– del porcentaje alcanzado exactamente 18 días antes.

        Al igual que Gallup que inauguró el sistema con un fiasco, pero encontró la disculpa correspondiente, las empresas de marketing político hacen proezas de imaginación para explicar a sus clientes comerciales sobre sus fracasos políticos. Veamos una muestra: la Compañía Peruana de Investigación de Mercados S.A. (CPI) al día siguiente de las elecciones de 1986, dirigió una carta circular firmada por su director-gerente, Manuel Saavedra, con el título “Elecciones municipales de 1986 (Lima). Un caso especial de marketing político”. Recordemos que CPI en la encuesta realizada 6 días antes de las elecciones, dio como ganador a Luis Bedoya del Partido Popular Cristiano, con 31.5% -que llegó tercero–; como segundo a Jorge del Castillo, del Partido Aprista, con 28.8% -que fue el ganador– y a Alfonso Barrantes –en ese momento candidato de Izquierda Unida– como tercero con 25.2%, pero que llegó segundo.

        En la comunicación circular CPI sostuvo que los aciertos y los errores que distorsionaron las muestras se desencadenaron en forma sucesiva y concluyente en las últimas 48 horas. Como aciertos, explicó el “balconazo” del presidente Alan García a favor de Del Castillo y como error, la “respuesta fuera de tono al mensaje presidencial por parte del Dr. Luis Bedoya”. En cuanto a Barrantes, “pensamos que en cierta medida, aunque no en forma significativa, se reflejó el ‘voto escondido’ en los votantes indecisos”.

        En las conclusiones del informe de CPI a sus “clientes y amigos” se revela algo que desconocen los sufridos creyentes de las encuestas. Transcribimos textualmente la conclusión B: “En ningún momento los resultados de las diferentes encuestas han constituido un pronóstico de los posibles resultados del día Domingo; sólo han reflejado las preferencias de los votantes en el momento de la encuesta”.

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(*) Ruiz Caro, Efraín, La tercera colonización, capítulo VI, Traficando en la inconsciencia. Ediciones La Voz, Lima 1990.

(1) Packard, Vance, Las formas ocultas de la propaganda.

(2) Ibid.

(3) Domenach, Jean Marie, La propagande politique.

(4) Tuesta, Fernando, “La trampa de las encuestas”, en El Nacional, 8 de octubre de 1989; “Las encuestas volverán a equivocarse”, en , 30 de octubre de 1989.

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