domingo, 2 de diciembre de 2018

Psicología

El Neologismo y el Lenguaje*

Aníbal Ponce

EL USO DE LA MANO como instrumento de análisis en la conquista progresiva de la realidad exterior, se acompaña al mismo tiempo en el niño con la adquisición de otra herramienta no menos prodigiosa que va a asegurarla a su vez el dominio progresivo de su realidad interior. La mano y el lenguaje forman en verdad las “técnicas” características del hombre, y su aparición en el desenvolvimiento infantil constituye un acontecimiento de una importancia tal que bien merecen designar las dos un momento preciso de la vida del niño: la etapa de la técnica. Algo vimos en la clase anterior de lo que la mano era capaz de realizar en beneficio exclusivo de la percepción; vamos a ver ahora lo que el lenguaje introduce en la mentalidad infantil y la manera como ésta lo acepta y lo recrea.

        Desde el punto de vista de la Psicología comparada, el lenguaje ha empezado siendo –como decía Wundt– un simple “gesto vocal” (lautgebärden). En el hombre primitivo, lo mismo que en el animal, cualquier estado de excitación moral encontraba su expresión bien visible no sólo en el juego de la fisonomía, como en nosotros, sino en verdaderas agitaciones totales de su cuerpo. En esas condiciones, el estertor de sus dolores o los gritos de su cólera eran, como el aullido del perro herido, uno de los tantos elementos de la emoción. Incorporados a su trama, con la emoción nacían y con ella también dejaban de existir. Pero no obstante llevar en sí la posibilidad de un desarrollo ulterior, esos “gestos vocales” del homínido remoto en nada diferían de los otros “gestos” animales. Aunque ya existía el grito, el lenguaje aún no había aparecido.

        Pero cuando la adherencia entre el grito y la emoción se rompió; cuando el hombre comprendió que imitando ese grito podía conseguirlos mismos efectos que logró en otra oportunidad cuando gritó sin pensarlo; cuando la emoción que creó el sonido fué reemplazada por la voluntad que lo adoptó, la rica materia sonora prelingüística alcanzó el momento meridiano de su historia: el nacimiento del signo. Lo que hasta entonces había sido interjección comenzaba ahora a ser nombre.

        Claro es que la invención del signo pudo realizarse sino en una etapa avanzada de la inteligencia y en un cierto grado de organización social. Es menester, sin duda, una mentalidad ya desarrollada, para separar el sonido, de la emoción que lo envuelve y para manejar a ese sonido, no por lo que es, sino por lo que representa. Y es menester también el contacto de otros seres, con organización y necesidades parecidas a las nuestras, para garantizar la relación del signo y lo significado.

        Esa relación ha sido, y es siempre, arbitraria. Lo único que da valor al signo es la convención. Gracias a ella, “una experiencia presente sugiere la idea de otra experiencia posible”, y el lazo entre una y otra es tan preciso que en millones de casos y para millones de hombres, el primer término arrastra fatalmente su segundo: hace su oficio, es su substituto. Y esa substitución a causa, de manera palpable, una de las condiciones fundamentales del lenguaje: la posibilidad de expresar sin que el poder de expresión esté ligado a la naturaleza del signo. Según lo que se haya convenido previamente, una palabra, una sortija, una hoguera, podrán significar lo mismo.

        Pero si el signo es, por definición, la posibilidad de pensar una cosa como equivalente a un grupo de cosas, el lenguaje que es sistema de signo será siempre con respecto al pensamiento la expresión incompleta e inexacta. Incompleta, porque no se ha agotado todo lo que puede decirse de la rosa cuando se ha dicho que es rosa; inexacta, porque no es correcto seguir llamándola rosa cuando es blanca o amarilla. No obstante esa desproporción entre los signos y las cosas a significar, el lenguaje ha cumplido su finalidad cuantas veces despierta en el sujeto la significación que se ha convenido en atribuir al signo. Imperfecto y relativo, el lenguaje satisface las necesidades prácticas que le dieron origen a condición de imponerse a cada uno como un acuerdo de lo que es accesible a los demás.

        Bajo la influencia tiránica de Durkheim se ha querido ver por eso en el lenguaje, los dos caracteres esenciales del hecho social: la coerción y la exterioridad al individuo. En toda sociedad hay siempre autoridad, presión, obligaciones; contrainte, como decía Durkheim. Que esa coerción venga de los jefes, de las leyes, de la opinión, lo mismo da: el hecho social implica siempre una coacción. Pero significa además otra cosa: la impersonalidad de lo que es público. Hay vida social, en efecto, en la medida que el individuo renuncia a una parte de sí mismo.

        Esta manera de interpretar el lenguaje como un hecho social, como una institución, es exacta pero unilateral. El lenguaje, tal como existe en el espíritu de los individuos que lo hablan, es un sistema de equilibrio entre la fuerza de la tradición y la espontaneidad del individuo. Por eso un lingüista tan agudo como Saussure no podía menos que distinguir en el lenguaje, la lengua y la palabra. Porque si la primera es un hecho colectivo, la palabra es un hecho individual. Cierto es que, en rigor, todas las palabras no han sido dadas por la lengua, pero cierto es también que conservamos respecto de las mismas la elección personal, según las circunstancias.

        Esa libertad frente a la lengua, que en nosotros está limitada únicamente a la elección de las palabras, tenía al parecer en otras épocas, un carácter casi ilimitado. Avanzando con paso cauto en el terreno poco firme de la prehistoria, Jespersen ha observado que la evolución del lenguaje muestra una tendencia progresiva a pesar de “conglomerados” irregulares, ricos en toda especie de sonidos difíciles, a elementos cortos, móviles y regularmente combinables.

        Mucho tiempo antes, Renán había señalado la indeterminación y la libertad sin contralor como rasgos probables de las primeras lenguas. “En el estado de la libertad primitiva, cada uno hablaba a su manera, imitando a los otros sin renunciar a su derecho de iniciativa y sin pensar en cumplir un conjunto de leyes establecidas”. Por menor esfuerzo o por deseos de claridad, el pueblo fue simplificando la lengua que hablaba, sin preocuparse de la corrección y la elegancia. Por otra parte, una aristocracia lingüística, los literatos, lejos de acrecentar la riqueza del idioma, lo empobrecieron al regularizarlo. Los idiomas antiguos se permiten, por ejemplo, una multitud de construcciones, en apariencia poco lógica: frases inconclusas, suspendidas, sin continuación. El papel de los gramáticos de redujo a seleccionar dentro de la riqueza excesiva de las lenguas populares y a eliminar todo aquello que aparecía repetido.

        Lo que en las últimas etapas del lenguaje se nos presenta separado y distinto, estaba fundido, en sus comienzos, en una unidad indisoluble y esa unidad indisoluble, con no tener la estructura de la frase, tenía, sin embargo, su intención. La frase es anterior a la palabra; la palabra es anterior a la sílaba.

        Cuesta imaginar ese curioso protoplasma del lenguaje, a partir de nuestro complicado lenguaje intelectual. Pero bástenos pensar, por ejemplo, que cuando decimos: “¡aquí!” o “¡no!”, cada una de esas palabras gramaticales es, en realidad, una verdadera frase, con un sentido completo, y que aun en idiomas como el latín, una sola palabra reunía, a veces, bajo la unidad del vocablo, el sentido, el número, la persona, el tiempo, el modo y la voz.

        Hemos hecho este largo recorrido porque el lenguaje infantil, en sus comienzos, procede también por grandes síntesis indiferenciadas e imprecisas. Sus signos no se refieren a un objeto o a una cosa, sino a todo lo que el niño sabe, desea o quiere de esa cosa. Así, a los trece meses, el niño tan bien estudiado por Pavlovitth, decía robe para significar paseo, capa, sombrero, coche; en una palabra, todo lo que directa o indirectamente se relacionaba a su paseo. En igual sentido el niño de Bühler llamaba tue (por “stue”: silla), no sólo para señalarla, sino para pedir que lo sentaran o acercaran.

        Sería, pues, absurdo clasificar a palabras de ese tipo entre los sustantivos o entre los verbos y reconocer, de acuerdo con su aparición, los tres famosos estados sucesivos de Stern. En realidad, tienen un valor indefinido y elástico, verdaderas palabras-frases, con las cuales el niño comienza a expresar necesidades y llegará más tarde a expresar relaciones. Es el periodo individualista del lenguaje, fuertemente marcado por un predominio de la afectividad.

        Las pocas “palabras-frases” de los comienzos van a aumentar rápidamente: diez alrededor de un año, cincuenta a los dieciocho meses, quinientas a los dos años. Pero el número no tiene más que una importancia relativa. Lo que caracteriza ese momento, lo que le da fisonomía, es el hecho de que frente a una situación el niño responde siempre por una sola palabra, enunciación verbal de una experiencia sincrética. Si fuera posible clasificar esos conglomerados o esas “frases de una sola palabra” (einwort tasz) dentro de algunos de los cuadros que usamos los adultos, diríamos sin mucha impropiedad que las primeras palabras del niño tienen el carácter de una orden. El lenguaje, en efecto, es ante todo un fenómeno de interpsicología, y lejos de aparecer como un simple reflejo de la vida individual –tal cual lo querían las viejas definiciones– es por el contrario uno de los factores esenciales de la vida en común. Detrás de todas las palabras infantiles hay actos que se ordenan o que se reclaman, y por eso Pierre Janet ha podido decir, dando a su expresión cierto sabor de paradoja que, “comprender es en cierto sentido, obedecer”.

        Alrededor de los dos años la primitiva palabra-frase se diferencia, se desagrega, se desarticula; dicho de otro modo, la frase comienza a organizarse. La sintaxis por cierto no puede ser más rudimentaria: deriva, en realidad, de la simple acción de contacto entre las palabras sin que haya relaciones expresas. La frase no pasa de ser sino una combinación de palabras significativas o sematemas, sin que intervengan para nada las proposiciones, los pronombres, las conjunciones, los adverbios, es decir, los morfemas. Cuando el niño dice “sombrero papá”, no ha marcado con ninguna palabra la relación que está difusa en la frase. Para darle unidad e intención, le basta a menudo con el tono y con el ritmo; el tono interrogativo, por ejemplo, aparece tan temprano que hace pensar a veces si no será una manifestación refleja de la duda o la inquietud. Las formas gramaticales –los morfemas– están por lo tanto ausentes del lenguaje infantil, y cuando aparezcan no serán en un principio más que un lujo cuando no un estorbo.

        Las solicitaciones del ambiente familiar son las que van a ayudar al niño en la adquisición de los morfemas y en su uso cada vez más exacto. Una serie de preguntas más o menos hábilmente dirigidas le va a ir haciendo precisar los vínculos y las relaciones a las cuales en un principio no atendía. Un ejemplo entre miles. María le da al niño un juguete y le pregunta sucesivamente: ¿Qué le ha dado María? ¿Quién le ha dado el juguete? ¿Para quién es el juguete? Es evidente que las diversas preguntas realizan prácticamente el análisis completo de esta frase: “María ha dado un juguete al nene”. A cada pregunta el niño agrega una información nueva, y al cabo de todas ha recorrido la frase desmenuzándola en sus relaciones. Los simples sematemas ya no le bastan: “María juguete nene”, dice mucho menos, aunque lo esencial sea lo mismo. Y a fuerza de ir desmenuzando frases del nuevo tipo –“María le ha dado un juguete al nene”– se va a ir encontrando con una serie de morfemas que le han venido a quedar como residuos.

        La última adquisición –y siempre por el mismo camino– van a constituirla las flexiones conjugación, comparación, declinación. Sin saber explicar de qué manera, el niño va a encontrar al fin los principios en virtud de los cuales se conjuga, y va a ponerse a construir formas por su cuenta sobre la base estrecha de las formas adquiridas y sobre la imitación continuada del adulto. Es precisamente al declinar y conjugar como va a sentir el niño que hay otra realidad no menos ruda que la física. Leyes casi tan inflexibles como la de la caída de los cuerpos le van a imponer ciertos modos de hablar y nada más que esos modos. Las menores infracciones van a traer sobre él un anatema. Hay, en efecto, una interdicción social que prohíbe decir rompido y haiga mucho más terrible que la que prohíbe treparse a los jardines en las plazas. Esa fuerza social que nadie sabría explicarle donde está, el niño va a sentirla viviendo en torno suyo, pero es sobre todo en el lenguaje donde va a sufrir en especial su tiranía y su fuerza.

        La sociedad no tolera el capricho en el lenguaje como no lo tolera en las costumbres, y si el lenguaje es ante todo un medio de asociar esfuerzos y acumular resultados, la influencia individual no podrá modificarlo sino a condición de ser aceptada por la comunidad e incorporada a la tradición.

        Inventar nuevas palabras es, sin embargo, necesario, pero aun asimismo la invención en lingüística está sometida a reglas tan fijas y tan estrictas que cualquier palabra en disidencia podrá difícilmente prosperar. Los lingüistas han reducido a pocos tipos los procedimientos en virtud de los cuales nuevas palabras se incorporan al idioma. Por lo pronto, se acostumbra a distinguir dentro del neologismo, el neologismo de significación y el neologismo propiamente dicho. En el primer caso, la palabra no varía, se le da tan sólo otro destino; en el segundo, hay formación real de otra palabra. De origen sabio o de origen popular, el neologismo se crea por composición o por derivación. En la palabra compuesta, los elementos se han unido de tal modo que no despiertan sino una sola representación (cortaplumas). En la palabra derivada –con sufijos o sin ellos–, ha bastado una simple modificación para hacerla sonar como un vocablo nuevo (perchero).

        Si agregamos a esto la adopción de palabras pertenecientes a otros idiomas, dialectos o germanías, y el procedimiento, hoy tan en boga, de dar a un nuevo objeto o a un nuevo matiz de sentimiento, el nombre de quien lo inventó, popularizó o encarnó en modo arquetípico, habremos agotado los sistemas que aseguran la renovación incesante del vocabulario.

        Toda creación se realiza así, de acuerdo a modelos tradicionales. Hay patrones que permiten crear nuevas palabras, como hay otros que permiten agruparlas. Sin un sistema de derivación, la lengua sería un amontonamiento de palabras. Con ese sistema, cada palabra es, siempre, la posibilidad de muchas otras. Antes de aparecer la forma nueva tiene una existencia virtual en el idioma: el neologismo nace con el contexto que lo explica.

        Cuando Villemain, en el célebre prefacio al Diccionario de la Academia, se atrevió a emplear la palabra deconstruir, que no estaba en ese mismo diccionario, su neologismo no fue un enigma para nadie. Cuando Jules de Gautier echó a rodar por el mundo la palabra bovarismo, todo hombre culto vió, por debajo de la misma, la inquietud insatisfecha de la burguesía ahogada por el medio. Pero cuando el extravagante señor Mercier1 quiso llamar alumelle a la hoja de un cuchillo, su palabra, lejos de tradición y del pensamiento de los otros hombres, no consiguió despertar en nadie el saber potencial que la convierte en signo.

***

En los primeros años de la vida, los niños forman con profusión palabras de ese género, y en ciertos casos hasta un lenguaje sólo por ellos comprendido. No hay que confundir los neologismos infantiles con muchas palabras de apariencia original y que resultan ser, tan pronto se las examina atentamente, una deformación más o menos reconocible de palabras oídas al adulto. Noemí, de tres años, llama gominos a los ómnibus, pero es evidente que “gomino” no es neologismo, sino la pronunciación imperfecta de una palabra difícil.

        Sin olvidar esta fuente posible de errores, no es menos cierto que el niño llega a crear a veces hasta un pequeño lenguaje. Barth cuenta que su hermano, siendo muy pequeño, había inventado un lenguaje personal, y que la abuela sabía recitar en su ancianidad una jerga de una decena de líneas que había compuesto en la niñez. Esa actividad infantil no tiene, sin embargo, repercusión sobre el idioma porque no está sancionada de antemano por un sentimiento colectivo. Marcela, de dos años, ha resuelto llamarse “Tarunda”. Como sus familiares la corrigen, no tiene inconvenientes en volver a nombrarse Marcela, pero tan pronto se enoja por cualquier motivo, vuelve a llamarse Tarunda. Es evidente que Tarunda le parece un nombre que le es mucho más privativo que Marcela, pero en esa lucha contra su medio está condenada a fracasar. Sus neologismos no se imponen porque no son necesarios. “Si el hombre perdiera la lengua –ha escrito Renán– la inventara de nuevo. Pero la encuentra hecha; su potencia creadora, desprovista de objeto, se atrofia por falta de ejercicio. El niño goza, en alto grado, de esa facultad expresiva, pero la pierde tan pronto como la educación del ambiente viene a hacer inútil la fuerza que lleva en su interior.”

        La formación de todo neologismo será siempre ad referendum. El triunfo es independiente de su valor intrínseco. En la charla de todos los días nacen algunos muy felices, pero las circunstancia que les dan luz, desparecen a poco de vivir. Dentro de las reglas o fuera de ellas, los neologismos infantiles no son, en realidad, sino alardes de independencia en un organismo aun no del todo socializado; pero en la misma resistencia que va a encontrar para imponerlos va a ir comprendiendo poco a poco que lo único que confiere a nuestra iniciativa fuerza perdurable, es la necesidad de todos imponiéndose a la voluntad de cada uno.

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(*) Aníbal Ponce. Problemas de psicología infantil. IV. El neologismo y el lenguaje. Ediciones el Nuevo Mundo, 1970. Argentina.
(1) Autor de una Néologie, publicada en 1801.

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