lunes, 1 de enero de 2018

Ideología

Del Buen Salvaje al Subdesarrollado*

Ariel Drofman
Armand Mattelart

        “Donald (hablando con el médico brujo en África): Veo que son una nación moderna. ¿Tienen teléfonos?
        Médico-brujo: ¿Si tenemos teléfonos?... De todos los colores y formas… El único problema es que uno solo está conectado: en línea directa con el banco de crédito mundial”.
(Tío Rico, N° 106).

¿DÓNDE ESTÁ AZTECLAND? ¿Dónde está Inca-Blinca? ¿Dónde está Inestablestán?

        Es indudable que Aztecland es Méjico: todos los prototipos del “ser” mejicano de tarjeta postal se guarecen aquí. Burros, siestas, volcanes, cactus, sombreros enormes, ponchos, serenatas, machismo, indios de viejas civilizaciones. No importa que el nombre sea otro, porque reconocemos y fijamos al país de acuerdo con esta tipicidad grotesca. El cambio de nombre, petrificando el embrión arquetípico, aprovechando todos los prejuicios superficiales y estereotipos acerca del país, permite Disneylandizarlo sin trabas. Es Méjico para todos los efectos de reconocimiento y lejanía marginal; no es Méjico para todas las contradicciones reales y conflictos verdaderos de ese país americano.

        Walt tomó tierras vírgenes en EE.UU. y construyó sus palacios de Disneylandia, el reino embrujado. Cuando mira el resto del Globo, trata de encuadrarlo en la misma perspectiva, como si fuera una tierra previamente colonizada, cuyos habitantes fantasmales deben conformarse a las nociones de Disney acerca de su ser. Utiliza cada país del mundo para que cumpla una función modelo dentro de este proceso de invasión por la naturaleza-disney. Incluso si algún país extranjero se atreve a esbozar un conflicto con EE.UU., como el de Vietnam o del Caribe, de inmediato estas naciones quedan registradas como propiedad de estas historietas y sus luchas revolucionarias terminan por ser banalizadas. Mientras los marines pasan a los revolucionarios por las armas, Disney los pasa por sus revistas. Son dos formas del asesinato: por la sangre y por la inocencia.

        Disney tampoco inventó a los habitantes de estas tierras, solo les impuso un molde propio de lo que debían ser, actores de su hit-parade, calcomanías y títeres en sus palacios de fantasía, buenos e inofensivos salvajes hasta la eternidad.

        Para Disney, entonces, los pueblos subdesarrollados son como niños, deben ser tratados como tales, y si no aceptan esta definición de su ser, hay que bajarles los pantalones y darles una buen zurra. ¡Para que aprendan! Cuando se dice algo acerca del niño-buen-salvaje en estas revistas, el objeto que en realidad se está pensando es el pueblo marginal. La relación de hegemonía que hemos establecido entre los niños-adultos que vienen con su civilización y sus técnicas, y los niños-buenos-salvajes que aceptan esta autoridad extranjera y entregan sus riquezas, queda revelada como la réplica matemática de la relación entre la metrópoli y el satélite, entre el imperio y su colonia, entre los dueños y sus esclavos. Tal es así que los metropolitanos no solo buscan tesoros, sino que venden a los nativos revistas (como éstas de Disneylandia) para que aprendan el rol que la prensa urbana dominante desea que ellos cumplan. Bajo el sugerente título “Más vale maña que fuerza”, Donald parte a un atolón del Pacífico para tratar de sobrevivir un mes, y vuelve cargado de dólares, convertido en héroe comercial moderno. El empresario puede más que el misionero o el ejército. El mundo de la revista Disneylandia se autopublicita, haciendo que se compre y se venda entusiastamente dentro de sus mismas páginas.

            Basta de discurrir. Ejemplos y pruebas.

        Entre todos los niños-buenos-salvajes, ninguno llega más lejos en su exageración de los rasgos infantiles que Gu, el abominable hombre de las nieves (TR. N° 113): descerebrado, oligofrénico, de tipo mongólico (y vive en Tibet, miren que casualidad, entre seres de raza amarilla), se lo trata como a un niño. Es un “abominable dueño de casa” (tiene la cueva desordenada), desparrama los utensilios baratos y desperdicios. “¡Que mal gusto!” “sombreros que él no puede usar”, y habla balbucientemente con desarticulados sonidos de guagua: “Gu”. Sin embargo, lo que lo distingue como descriteriado es el hecho de que ha robado la corona de oro y piedras preciosas de Genghis Khan (que pertenece a Tío Rico mediante operaciones ocultas de sus agentes) y no conoce su valía. La corona está en un rincón como un balde, y Gu prefiere el reloj de Tío Rico que vale un dólar (“el reloj es su juguete favorito”). Pero no importa: “su estupidez nos ayudará a huir”. En efecto, Tío Rico cambia mágicamente el artefacto barato de la civilización que hace tictac por la corona. Hay obstáculos hasta que el niño (inocente-animal-monstruo-subdesarrollado) entiende que solo se quieren llevar algo que a él para nada le sirve y que en cambio se le entregará un pedazo fantástico de progreso inexplicable (un reloj) que sí le sirve para jugar. Lo que se extrae es un tesoro, oro, materia prima. El que lo entrega es significativamente un subdesarrollado mental y superdesarrollado físico. El gigantismo material de Gu, y de todos los demás salvajes marginales, es el síntoma de su fuerza corporal solo apta para trabajar físicamente en la naturaleza pura.1

        Esto traduce las relaciones de trueque que los primeros conquistadores y colonizadores (en África, Asia, América y Oceanía) tuvieron con los indígenas: se intercambia una baratija producto de la superioridad técnica (europea o norteamericana) y se lleva el oro (las especies, el marfil, el té, etc.). Se le quita algo en que ni se había fijado como elemento de uso o de intercambio. Este es un caso extremo y casi anecdótico. Los casos más corrientes en otra literatura infantil, pan de cada día, dejan al abominable en su condición de animal y por lo tanto incapaz de entrar en una economía de ninguna clase (Tintin en el Tibet).

        Sin embargo esta víctima de la regresión infantil señala el límite de un clisé del buen salvaje. Más allá de él está el feto-salvaje, que por razones de recato sexual Disney no mostrará.

        Pero si el lector pensara que estamos hilando muy fino al establecer un paralelo entre un hombre que se lleva el oro y otro que lo regala por una baratija mecánica, entre el imperialismo extractor y el país monoproductor de materias primas, entre dominados y dominantes representativos, colocamos ahora un ejemplo más explícito de la estrategia de Disney con respecto a los países que él caricaturiza como atrasados, pero sin revelar la causa de su atraso.

        Algunos diálogos extraídos de la misma historieta que nos sirvió de encabezamiento a este capítulo. Donald ha caído en un país de la selva africana. Ahí un médico brujo (con anteojos encima de su gigantesca máscara primitiva) lo cura. La versión que se entrega de la independización de los africanos es vergonzante. “Es la nueva nación de Cuco Roco, aviador. Esta es nuestra capital”. Se ven tres rucas de paja y un conjunto ambulante de parvas de heno. Cuando Donald pregunta por este extraño fenómeno, el brujo le explica: ”¡Son pelucas!” “Es la novedad que trajo nuestro embajador de las Naciones Unidas”. Cuando el chancho que persigue a Donald aterriza y necesita que saquen las pelucas para ver dónde está su pato-adversario, el siguiente diálogo:

        “Chancho: Escuchen. ¡Les pagaré un buen precio por sus pelucas! ¡Véndanme todas las que tengan!

        “Un nativo: ¡Yippi! Un comerciante rico nos compra las pelucas.

        “Otro nativo: Me pagó seis estampillas por la mía.

        “Aún otro (alborozado): A mí me pasó dos fichas para el subterráneo de Chicago”.

        Cuando el chancho escapa: “Arrojaré unas cuantas monedas para que los nativos no se acerquen al remolino”. Y se agachan felices e invertebrados a recoger el dinero. Tal es así que cuando los “chicos malos” se maquillan de nativos polinésicos, para engañar a Donald, no tienen otro modelo de conducta: “Tú salvar nuestras vidas”. “Seremos tus servidores para siempre”. Y mientras se postran, Donald comenta: “Son nativos también. Pero un poco más civilizados”.

        Otro ejemplo (número especial D. 423). Donald parte a la “Lejana Congolia” porque allá el negocio de Tío Rico no ha vendido nada. La razón: “El rey ordenó a sus súbditos no hacer regalos de navidad este año. Desea que todo el pueblo le entregue a él su dinero”. Comentario de Donald: “¡Egoísta!”. Y manos a la acción. Donald es convertido en rey, al ser tomado como un gran mago que vuela por los aires. Es destronado el antiguo (“No es hombre sabio como tú. No nos permite comprar regalos”). Donald acepta (con la intención de partir apenas la tienda quede vacía): “Mi primera orden como rey es… ¡compren regalos para sus familias y no entreguen un centavo a su rey!”. Pero, al terminar las ventas, Donald devuelve la corona al rey. Este deseaba el dinero para irse del país y comer lo que se le antojara, en vista de que los congolianos exigen que su rey solo coma cabezas de pescado. El rey: “Si tuviera otra oportunidad, gobernaría bien. Y de algún modo me las arreglaría para no comer ese quiso espantoso”.

        Donald (al pueblo): “Y les aseguro que dejo el trono en buenas manos. Su antiguo rey es un buen rey… y más sabio que antes”. (El pueblo: “¡Hurra! ¡Viva!”).

        El rey aprende que debe aliarse con los extranjeros si quiere conservar su poder, que él ni siquiera puede demandar impuestos a su pueblo, porque éstos deben ser entregados íntegros al exterior a través del Agente de Mc Pato. El dinero vuelve a Patolandia. Además los afuerinos solucionan el problema del aburrimiento del rey en sus tierras, de su sentimiento de marginación y deseo de viajar hacia la metrópoli, mediante la importación masiva de lo suntuario: “Y no te aflijas por esa comida”, dice Donald. “Yo te mandaré unas salsas que cambian de gusto aún a las cabezas de pescado”. El rey zapatea de felicidad.

        El mismo esquema se repite hasta la saciedad. Mc Pato cambia puertas de acero inoxidable por puertas de oro puro a los indios de Canadá (TR. 117). Boty y Donald atrapados por los aridianos (árabes) (D. 453), empiezan a soplar y a producir pompas de jabón, que los nativos desean más que cualquier otra cosa. “Ja, ja. Se deshacen cuando uno las atrapa. Ji, ji”. Y dice Alí-Ben-Golí, el jefe: “Es verdadera magia. Mi gente ríe como niños”. Ellos no entienden cómo se hace. “Es solo un secreto transmitido de generación en generación”, dice Boty: “Te lo revelaré si nos das la libertad”. (La civilización se presenta como algo incomprensible que debe ser administrado por los hombres extranjeros). El jefe (con extrañeza): “¿La libertad? Eso no es todo lo que os daré. Oro. Joyas. Mi tesoro es de ustedes, si me revelan el secreto”. Los árabes consienten en su propia enajenación. “Joyas tenemos, pero de nada sirven. No hacen reír como las pompas mágicas”. Mientras Donald se ríe de él, con una mueca, “pobre ingenuo”, Boty entrega el jabón Flop-flop: “Tienes razón amigo. Cuando desees un poco de alegría, echa un poco de polvos mágicos y recita las palabras mágicas”. La historieta termina con la conclusión de que no es necesario excavar las pirámides (o la tierra) personalmente: “Para qué necesitamos una pirámide, teniendo a Alí-Ben-Golí”.

        Esta situación tiene a los nativos cada vez más eufóricos. Cada objeto de que se libran les aumenta la felicidad y cada artefacto que reciben como magia desprovista de origen maquinario los llena de regocijo.

        Ninguno de nuestros más enconados adversarios puede justificar este trato desequilibrado; ¿o acaso alguien piensa que un puñado de joyas es igual a una cajita de jabón o una corona de oro igual que un reloj? Seguramente se objetará que estos trueques obedecen a la fantasía, pero es desafortunado que estas leyes de la imaginación favorezcan unilateralmente a los personajes que vienen de afuera y a los que escriben y editan estas revistas.

        Pero por qué nunca llama la atención este flagrante despojo, o en otros términos, ¿cómo es posible que esta desigualdad aparezca como una igualdad? Es decir, ¿por qué el saqueo imperialista, para llamarlo por su nombre, y por qué la sumisión colonial, no aparecen en su carácter de tales?

        “Joyas tenemos, pero de nada sirven”.

        Ahí están en sus tiendas de desierto, en sus cavernas, en sus ciudades otrora florecientes, en sus islas aisladas, en sus fortalezas prohibidas, y nunca podrán salir de ahí. Cuajados en su tiempo histórico pretérito, definidas sus necesidades en función de este pasado, estos subdesarrollados no tienen derecho a construir un futuro. Sus coronas, sus materias primas, su petróleo, su energía, sus elefantes de jade, su fruta, pero especialmente su oro, jamás podrán ser utilizados. Por lo tanto, el progreso, que viene desde afuera con sus múltiples objetos, es un juguete. Nunca perforará la defensa cristalizada del buen-salvaje, al cual se le prohíbe civilizarse. Nunca podrá entrar en el club de los actores de la producción, porque ni siquiera entiende que esos objetos han sido producidos. Los ve como elementos mágicos, surgidos desde los cerebros de los extranjeros, de su verbo, de sus palabras mágicas.

        No habiendo otorgado a los buenos salvajes el privilegio del futuro y del crecimiento, todo saqueo no aparece como tal, ya que extirpa lo que es superfluo, lo prescindible, una monada. El despojo capitalista irrefrenable se escenifica con sonrisas y coquetería. Pobres nativos. Qué ingenuos son. Pero si ellos no usan su oro, es mejor llevárselo. En otra parte servirá de algo.

        Mc Pato (TR. 48) toma posesión de la luna de veinticuatro quilates donde “el oro es tan puro que se puede moldear como si fuera mantequilla”. Pero aparece el dueño legítimo, Mukale, un venusiano que posee el título de la propiedad, y que está dispuesto a vendérselo a Tío Rico por un puñado de tierra. “Oh, ¡es la mayor ganga que he oído en mi vida!”, exclama el avaro, y se lo da. Pero Mukale es un “buen natural” y con un “convertidor mágico” transforma la tierra en un planeta, con continentes, océanos, árboles, un universo natural: “He vivido demasiado pobremente aquí rodeado solo de átomos de oro”. Exiliado de su naturaleza inocente, deseando un poco de lluvia y volcanes, Mukale reniega del oro con tal de poder volver a la tierra originaria y conformarse con los medios de subsistencia mínimos: (“¡Alfalfa! Me siento renacer”). “Ahora tengo un mundo propio, con alimentos y bebidas”. No solo que Tío Rico no le roba el oro, sino que, por el contrario, le hace el favor de extraerle todo ese metal corrompido y facilitar el retorno a la inocencia primitiva. “Él consiguió lo que él quería y yo esta fabulosa luna. Ochocientos kilómetros de espesor de puro oro. Pero a pesar de eso, creo que él sacó la mejor parte”. Al pobre se le deja entregado a la celebración feliz de la vida simple. Es el viejo aforismo: los pobres no tienen preocupaciones, la riqueza trae problemas. Hay que saquear a los pobres, a los subdesarrollados, sin sentimiento de culpa.

        La conquista ha sido purgada. Es inofensiva la presencia de los forasteros: ellos construyen el futuro en base de una sociedad que jamás podrá o querrá salir del pasado.

        Pero hay una segunda manera de infantilizar y exonerar su actitud ladrona. El imperialismo se permite presentarse a sí mismo como vestal de la liberación de los pueblos oprimidos y el juez imparcial de sus intereses.

        Lo único que no se le puede quitar al buen-salvaje es su subsistencia, y esto, porque destruiría su economía natural, forzándolo a perder el paraíso y crear una economía de producción.

        Donald (F. 165) viaja al “Altiplano del Abandono” para buscar un chivo de plata. Pero este animal metálico sirve para salvar a un pueblo primitivo de la muerte por hambre (palabra prohibida). Dice el jefe: “El único para llegar a la llanura exterior es este estrecho sendero. Solo ustedes y las ovejas tienen el coraje de atravesarlo. Nuestro pueblo ha sufrido siempre de vértigos. Jamás uno de nosotros tendrá el valor de aventurarse a salir con el rebaño. Nos habríamos muerto de inanición en nuestro pañuelo de tierra si un bondadoso hombre blanco no hubiera llegado a nosotros en ese misterioso pájaro (Nota: es un avión) que ustedes ven allá… Construyó un chivo blanco con metal de nuestra mina”. Donald y sus sobrinos de inmediato devuelven el chivo a los introvertidos.

        Pero entran en escena personajes que todavía no habíamos encontrado: los villanos. Es un hombre rico y su hijo que desean el chivo, aunque ese pueblo se muera de hambre, olvidando, incluso la caridad como actitud obligada. “Firmó un contrato y tiene que entregarme la mercadería”. Este malo es vencido y los patos se muestran desinteresados y amigos de los nativos. Se concluye: Lo que ellos se lleven, por definición, no es indispensable para el ciclo vital de los buenos-salvajes. Ellos sabrán –hay que tener confianza en estos hombres tal como en el otro que vino antes– distinguir lo esencial de lo superfluo. La oposición buenos-malos crea la alianza de los nativos y extranjeros buenos contra los extranjeros malos. El maniqueísmo moral sirve para repartir la soberanía foránea en su lado autoritarista y paternalista. Garrote y Caritas. Los extranjeros buenos, al cobijarse bajo el manto ético, se ganan el derecho a decidir, y a ser creídos, acerca de la distribución de la riqueza de ese país. Los villanos, burdos, groseros, repulsivos, directamente ladrones, están ahí con el exclusivo propósito de transformar a los patos en defensores de la justicia, de la ley, del alimento para los pobres y, por lo tanto, de limpiar cualquier otra acción futura. Defendiendo lo único que sí les puede servir a los buenos salvajes (su alimentación), y que provocaría su muerte o rebelión, destruyendo de esta manera la imagen infantil con la violencia, los metropolitanos logran convertirse en los portavoces de estos pueblos sumergidos y sin habla.

        Esta división ética de los dominadores, los explícitos y los solapados, se repite incesantemente. Mickey y su compañía (TB. 62) buscan una mina de plata y desenmascaran a dos estafadores que aterrorizaban a los indios. Esta característica habitual de los nativos –pánico pavoroso e irracional frente a cualquier hecho que desconcierta su ciclo natural– enfatiza su cobardía (tal vez como los niños temen la oscuridad) y la necesidad de algún ser superior que venga a rescatarlos y a restaurar el sol. Los dos malvados vendían los “adornos” (de los indios) a los turistas haciendo grandes ganancias, “disfrazados de conquistadores españoles”, que ya había robado el mineral indígena. “Lo siento, Minnie”, dice Mickey “pero los indios habían descubierto la mina antes”. Ella se alegra de todas maneras: “Ahora estarán libres de salir del barranco y vender sus propias joyas”. Como recompensa, se los entroniza dentro de la tribu: Minnie, princesa; Mickey y Tribilín, guerreros; Pluto, una pluma. Así, la libertad de los indios es para poder colocar sus productos en el mercado extranjero. Lo que se condena es el robo directo, abierto, sin una mínima participación en las utilidades. La expoliación imperialista de Mickey aparece como contrapuesta a la de los españoles y a la de quienes desearon en el pasado –quién podría negarlo– esclavizar al indígena. Ahora las cosas han cambiado. Robar sin pagar es robar sin disfraz. Robar pagando no puede considerarse robar, sino favorecer. De ahí que las condiciones de la venta del adorno y la importación desde Patolandia nunca estén cuestionadas, relaciones que reconocen de antemano la igualdad de trato para los dos socios de la negociación.

        Algo similar ocurre con los indios de Villadorado (D. 430) que desconfían de los patos, en base a una experiencia histórica anterior. Cato Pato, 50 años antes, y nada ha cambiado desde entonces, los engañó doblemente (al robarles las tierras y vendérselas de vuelta, inútiles). Es importante convencerlos de que no todos los patos (blancos) son malos, que los engaños del pasado pueden ser reparados. Cualquier libro de historia –hasta Holywood, y la televisión– admiten que los nativos fueron violados. Porque el pasado de fraude y explotación ha sido superado. Una situación histórica es pública y ya no puede enterrarse, aparece extinguida hacia el pasado. El presente es otra cosa. Pero para asegurar el poder de redención del imperialismo, llega un par de estafadores y los patos los desenmascaran: “¡Eso es una estafa! Ellos saben lo valioso que es el gas natural que se está filtrando en la mina”. Resultado: “los indios han declarado la paz a los patos”. “Hay que olvidar viejas diferencias, hay que colaborar, las razas pueden entenderse”. ¡Qué mensaje bello! Como dice un espectáculo, patrocinado por el Bank of America, la miniciudad de Disneylandia en California, es un mundo de paz, en que todos los pueblos pueden entenderse.

        Pero, ¿qué pasa con las tierras?

        “Una gran compañía de gas se hará cargo de todos los trabajos y pagará bien a la tribu”. Es la política imperialista más descarada. Frente a estafadores pretéritos y presentes, que se quedaron para colmo en la etapa artesanal, está el gran Tío Compañía, que con justicia resolverá los problemas. No es malo el que viene de afuera, solo el que no paga “justicieramente” es perverso. Por oposición, la compañía es maravillosa.

        Pero hay más. Se abre un hotel y comienzan las excursiones. Los indios permanecen en su fondo natural con tal de ser consumidos turísticamente. La condición de su “riqueza” es que no se muevan.

        Estos dos últimos ejemplos insinúan ciertas diferencias con la política clásica de un colonialismo burdo. Es posible advertir en esta colaboración benévola un neocolonialismo que, rechazando el saqueo desnudo del pasado, permite al nativo una mínima participación en su propia explotación.

        Tal vez, donde más claro se observe este fenómeno, sea en D. 432 (escrito en 1962, en pleno auge de la Alianza para el Progreso), donde los indios de Aztecland son convencidos por Donald de que los conquistadores son cosas del pasado, venciendo simultáneamente a los chicos malos, conquistadores contemporáneos. “¡Esto es absurdo! ¡Los conquistadores ya no existen!”. El botín del pasado es un delito. Se criminaliza el pasado, purificando el presente, borrando su prontuario. No hay para qué seguir ocultando los tesoros: los patolandeses, que además han demostrado su bondad cuidando caritativamente a una ovejita perdida, sabrán defender a los mejicanos. “Visite Aztecland. Entrada: un dólar”. La geografía se hace tarjeta postal y se vende. El anteayer no puede avanzar ni cambiar, porque eso destruiría la afluencia turística. Las vacaciones de los metropolitanos se transforman en el vehículo de la supremacía moderna, y además volvemos a ver cómo se guarda incólume la virtud natural y física del buen-salvaje. El reposo en esos lugares ya es un adelanto, un cheque en blanco, sobre la regeneración purificadora por medio de la comunión con la naturaleza.

        Todos estos ejemplos tienen en común nutrirse de estereotipos internacionales. Quién podría negar que el peruano (en Inca-Blinca, TB. 104) es somnoliento, vende greda, está acuclillado, come ají caliente, tiene una cultura milenaria, según los prejuicios dislocados que se proclaman en los mismos afiches publicitarios. Disney no descubre esta criatura, pero la explota hasta su máxima eficacia encerrando todos esos lugares comunes sociales, enraizados en las visiones del mundo de las clases dominantes nacionales e internacionales, dentro de un sistema que afianza su coherencia. Estos clisés diluyen la cotidianidad de estos pueblos a través de la cultura masiva. La única manera de que un mejicano conozca Perú es a través del prejuicio, que implica al mismo tiempo que Perú no puede ser otra cosa, que no puede dejar esta situación prototípica, el aprisionamiento en su propio exotismo. Pero de esta manera el mejicano se está autoconociendo, se ríe de sí mismo. Al seleccionar los rasgos más epidérmicos y singulares de cada pueblo, provocando nuevas sensaciones para incentivar la venta, diferenciando a través de su folklore a naciones que ocupan una misma posición dependiente y separándolas por sus diferencias superficiales, la historieta, como todos los medios de comunicación de masas, juega con el principio de sensacionalismo, es decir, de ocultación por lo “nuevo”. Nuestros países se transforman en tarros de basura que se remozan eternamente al deleite impotente y orgiástico de los países del centro. En televisión, radio, revistas, periódicos, chistes, noticias, reverberando en conversaciones, películas, sofisticándose en los textos de historia, dibujos, vestuario, discos, todos los días, en este mismo momento, se lleva a cabo la disolución de la solidaridad internacional de los oprimidos. Estamos separados por la representación que nos hacemos de los demás y que es nuestra propia imagen enana en el espejo.

        Este gran pozo tácito del cual siempre se pueden extraer riquezas estereotipadas, se basa en las representaciones cotidianas y no necesita buscar en la realidad directa sus fuentes de información alimenticia. Cada uno tiene adentro un manual de cortapalos atestado de encrucijadas comunes que le vienen a todo.

        Sin embargo, y por suerte, las contradicciones afloran y cuando éstas son tan poderosas que se constituyen a pesar de la prensa metropolitana en noticia, es imposible reiterar el mismo apacible fondo argumental. La realidad conflictiva no puede ser tapada por los mismos esquemas que una realidad que, siendo conflictiva, aún no ha estallado lo suficiente como para llamar la atención informativa.

        Así, hay una multitud de hechos cotidianos que revelan el malestar de un sistema. El artista, que destruye la percepción habitual y masificada para agredir al espectador y provocar su inestabilidad, no es más que un estrafalario, que por casualidad logró sembrar colores en el viento. Se aísla al genio de la vida, y toda su tentativa de reconciliar la realidad con su representación estética queda anulada. Tribilín gana el primer premio en el concurso “pop”, al resbalar locamente por un estacionamiento volcando tarros de pintura y creando el caos. En medio de la basura intelectual que ha escupido, Tribilín protesta: “¿Yo ganador? ¡Recontra! Ni siquiera lo intenté”. Y el arte pierde su ofensiva: “Este trabajo sí que es bueno. Por fin puedo ganar dinero divirtiéndome y así nadie se enfada conmigo”. (TB. 99). No debe desconcertase el público por esas “obras maestras”: no tienen nada que ver con sus existencias, solo los flojos y los estúpidos se dedican a este tipo de deporte. Lo mismo ocurre con los “hippies” y las manifestaciones de paz y amor. Un tropel (notemos cómo los aglutinan) de iracundos desfila fanáticamente y Donald (TR. 40) los invita a desviar su trayectoria pata tomar limonada en el boliche de sus sobrinos (Tío Rico quiere comprobar su honradez): “Ahí va un grupo sediento… Eh, gente. Tiren sus estandartes y tomen limonada gratis”. Como una manada de búfalos le arrebatan el dinero a Donald, olvidan la paz y sorben ruidosamente. Para que vean que son unos alborotados hipócritas, venden sus ideales por un vaso de limonada.

        Contrastando con ellos toman limonada ordenadamente los retoños militares, pequeños cadetes, ordenados, obedientes, limpios, buenitos, verdaderamente pacíficos, y no sucios y anárquicos “rebeldes”.

        Esta estrategia de convertir el signo de la protesta en impostura, se llama dilución: hacer que un fenómeno anormal al cuerpo de la sociedad, síntoma de un cáncer, pueda ser rechazado automáticamente por la “opinión pública” como una cosquilla pasajera. Rásquese y terminaremos con ellos. A Disney no se le iluminó esta ampolleta solito; es parte de un metabolismo del sistema, que reacciona frente a hechos reales y los envuelve, parte de una estrategia, consciente o inconscientemente orquestada. Por ejemplo, al convertir la primitiva dinamita del hippie en gran industria textil, en moda, se le trata de privar de su denuncia de los males del sistema. Es similar lo que sucede con la licuefacción de los movimientos para la liberación de la mujer en EE.UU. La publicidad se atreve a sugerir que las damas deben comprar licuadoras (¡sic!) para hacer sus tareas domésticas velozmente y poder concurrir así a la próxima manifestación callejera en pro de la emancipación.

        Por último, la piratería aérea (TR. 113) solo es cosa de bandidos locos: “Estamos secuestrando su avión”. Comenta Pascual: “Según he visto en los diarios, el secuestro de aviones se ha hecho muy popular”. La interpretación pública no solo desinfla la noticia, sino que reasegura a sí misma que no pasa nada.

        Pero todos estos fenómenos son solo potencialmente subversivos, son meros índices. Cuando hay un lugar en el mundo donde se infringe el código de la creación disneylandesca, que estatuye el comportamiento ejemplar y sumiso del buen salvaje, la historia no puede callar el hecho. Debe hacerle arreglos florales, reinterpretarlo para su lector, incluso si éste es un niño. Esta segunda estrategia se llama recuperación: un fenómeno que niega abierta y dinámicamente el sistema, una conflagración política explícita, sirve para nutrir la represión agresiva y sus justificaciones.

        Es el caso de la guerra del Vietnam.

        El reino de Disney no es el de la fantasía, porque reacciona ante los acontecimientos mundiales. Su visión del Tibet no es idéntica a la península de Indochina. Hace 15 años el Caribe era el mar de los piratas. Ahora han tenido que ajustarse al hecho de Cuba y la invasión de la República Dominicana. El bucanero grita ahora vivas a la revolución y es sometido. Ya le tocará el turno a Chile.

        En busca de un elefante de Jade (TR. 99), Mc Pato y su familia llegan a Inestablestán, donde “siempre hay alguien disparándole a alguien”. De inmediato, la situación de guerra civil se transforma en un incomprensible juego entre alguien con alguien, es decir, fratricidio estúpido y sin dirección ética o razón socioeconómica. La guerra de Vietnam resulta un mero intercambio de balas desenchufadas e insensatas, y la tregua en una siesta. “¡Rha Thon sí, Patolandia no!”, grita un guerrillero apoyando al ambicioso dictador (comunista) y dinamitando la embajada de Patolandia. Al advertir que anda mal su reloj, el vietcon dice: “Queda demostrado que no se puede confiar en los relojes del ‘paraíso de los trabajadores’”. La lucha por el poder es meramente personal y excéntrica: “Todos quieren ser gobernantes”. “¡Viva Rha Thon! Dictador del pueblo feliz”, es el grito, y se agrega en un susurro, o “infeliz”. El tirano defiende su parcela: “Mátenlo. No dejen que estropee mi revolución”. El salvador en esta situación caótica es el príncipe Encanh Thador o Yho Soy, formas del egocentrismo mágico. El viene a reunificar el país y a “pacificar” al pueblo. Finalmente debe triunfar, porque los soldados rehúsan las órdenes de un jefe que ha perdido su carisma, que no es “encantador”.

        Soldado 1: “¿Para que sigan estas tontas revoluciones?”.
       
        Soldado 2: “No. Creemos que es mucho mejor que haya un rey en Inestablestán, como en los buenos tiempos”.

        Y para cerrar el circuito y la alianza, Tío Rico regala “estas riquezas y el elefante a Inestablestán”, tesoros que le pertenecían antes a ese pueblo. Uno de los sobrinitos comenta: “La gente pobre puede hacer uso de ellas”. Y por último, tantas ganas tiene Tío Rico de volver de este remedo de Vietnam, que promete: “Cuando vuelva a Patolandia, haré incluso algo más. Devolveré la cola de un millón de dólares del elefante de jade”.

        Apostamos, sin embargo, que Mc Pato se olvidó de sus promesas apenas llegó. Así, el siguiente diálogo (en Patolandia) en otra revista (D. 445):

        Sobrinito: “También les dio la gripe asiática”.

        Donald: “Siempre he dicho que nada bueno nos puede venir del Asia”.

        Una similar reducción es la que ocurre respecto del Caribe: Cuba, Centroamérica: La república (?) se San Bananador (D. 364). Donald se burla de los niños que juegan al secuestro: son cosas que ya no suceden: “En los barcos no se secuestra a nadie y los marineros no padecen escorbuto en este tiempo…” El suplicio del tablón está también estrictamente prohibido. Estamos frente a un mar inofensivo. Pero aún existen lugares donde sobreviven estas reminiscencias y hábitos salvajes. Un hombre trata de escapar de un barco que él califica de terrorífico. “Lleva una carga peligrosa y su capitán es una amenaza viva. ¡Socorro!”. Cuando lo llevan a la fuerza devuelta a la nave, invoca la libertad (“¡soy un hombre libre! ¡Suéltenme!”), mientras que los secuestradores lo tratan de esclavo. Aunque Donald, típicamente, interpreta el incidente como de “salarios” o de “actores rodando una película”, él y sus sobrinos también son raptados. En el barco se vive una pesadilla, hay racionamiento de comida, se impide hasta a las ratas abandonar el buque, solo impera la ley injusta, arbitraria y enloquecida del “Capitán Tormenta” y sus barbudos secuaces, hay trabajos forzados, esclavos, esclavos, esclavos.

        Pero, ¿no se tratará de unos piratas antiguos? En absoluto. Son revolucionarios en lucha contra la ley y el orden, perseguidos por la armada de su país porque intentan llevar un cargamento de armas a los rebeldes de la República de San Bananador. “¡Tratarán de ubicarnos con aviones. Apaguen las luces. Nos escabulliremos en la oscuridad!”. Y con el puño en alto grita el radioperador: “¡Viva la revolución!” La única esperanza, según Donald, es “la buena y vieja armada, símbolo de la ley y el orden”. Obligatoriamente el polo rebelde actúa en nombre de la tiranía, la dictadura, el totalitarismo. La sociedad esclavista que impera a bordo del barco es la réplica de la sociedad que ellos proponen instalar en ves del régimen legítimamente establecido. En los tiempos modernos, el único vehículo para que vuelva la esclavitud del hombre es por medio de las sociedades que propugnan los movimientos insurreccionales.

        Ya no puede escapar a nadie los propósitos políticos de Disney, tanto en estas pocas historietas donde tiene que mostrar abiertamente sus intenciones, como en aquellas mayoritarias en que está encubriendo de animalidad, infantilismo, buensalvajismo, una trama de intereses de un sistema social históricamente determinado y concretamente situado: el imperialismo norteamericano.

        No solo lo que se dice del niño se piensa del nue-salvaje, y lo que se piensa del buen salvaje se piensa del subdesarrollado, sino –y ésta es la nuez definitiva– lo que se piensa, dice, muestra y disfraza de todos ellos, tiene en realidad un solo protagonista verdadero: el proletariado.

        Lo imaginario infantil es la utopía política de una clase. En las historietas de Disney, jamás se podrá encontrar un trabajador o un proletario, jamás nadie produce industrialmente nada. Pero esto no significa que esté ausente la clase proletaria. Al contrario: está presente bajo dos máscaras, como buen-salvaje y como criminal-lumpen. Ambos criminales destruyen al proletariado como clase, pero rescatan de esta clase ciertos mitos que la burguesía ha construido desde el principio de su aparición y hasta su acceso al poder para ocultar y domesticar a su enemigo, para evitar su solidaridad y hacerlo funcionar fluidamente dentro del sistema, participando en su propia esclavización ideológica.

        Para racionalizar su preponderancia y justificar su situación de privilegio, la burguesía dividió el mundo de los dominados en dos sectores: uno, el campesinado, no peligroso, natural, verdadero, ingenuo, espontáneo, infantil, estático; el otro, urbano, amenazante, hacinado, insalubre, desconfiado, calculador, amargado, vicioso, esencialmente móvil. El campesino adquirió en este proceso mitificador la exclusividad de lo popular y se lo erigió en guardián folklórico de lo que se produce o conserva en el pueblo, lejos de la influencia de los centros humeantes urbanos, purificándose por un retorno cíclico a las virtudes primitivas de la tierra. El mito del pueblo como buen-salvaje no hacía sino servir una vez más a una clase para su dominación y para representarse al pueblo como un niño que debía ser protegido para su propio bien. Eran los únicos capaces de recibir, sin contradecir, los valores de la burguesía como eternamente válidos. La literatura infantil se nutrió de estos mitos “populares” y sirvió de constante recuerdo alegórico acerca de lo que se deseaba que fuera el pueblo.

        En toda civilización urbana grande (Alejandría con Teócrito, Roma con Virgilio, la época moderna con Sannazaro, Montemayor, Shakespeare, Cervantes, D’Urfé) se ha creado el mito pastoril: un espacio edénico, extrasocial, casto y puro, donde el único problema era el amor (problema biológico). Junto a este bucolismo evangélico, emana una literatura picaresca (rufianes, vagos, jugadores, glotones), que muestra una realidad del hombre móvil degenerado e irredimible. El mundo se divide en el cielo laico de los pastores y el infierno terrestre de los desocupados. Al mismo tiempo, brotan las utopías (Moro, Campanella, Victoria) que proyectan hacia el futuro humano (y en base al optimismo que trajo la técnica y el pesimismo del quiebre de la unidad medieval) el reino estático de la perfección social. Solo la burguesía en formación fue capaz de impulsar los viajes de descubrimiento, donde de pronto florecieron innumerables pueblos que obedecían teóricamente a los esquemas pastoriles y utópicos, que participaban de la razón cristiana universal que el humanismo erasmista había proclamado. Así, la división entre los positivo-popular-campesino y lo negativo-popular-proletario recibió toda una afluencia desbordante. Los nuevos continentes fueron colonizados en nombre de esta repartición, para probar que en ellos, alejados del pecado original y del pecado del mercantilismo, se podía llevar a cabo la historia ideal que la burguesía se había trazado y que los holgazanes, inmundos, proliferantes, promiscuos exigentes proletarios no admitían con su constante oposición obstinada. A pesar del fracaso de América Latina, a pesar del fracaso en África, en Oceanía y en Asia, el mito nunca perdió vigor, y por el contrario, sirvió de constante acicate al único país que logró su desarrollo, abrió la frontera una y otra vez, y que finalmente iba a dar nacimiento al infernal Disney, que quiso abrir y cerrar la frontera de la imaginación infantil, basado justamente en los mitos que dieron origen a su propio país.

        La nostalgia histórica de la burguesía, producto tanto de las contradicciones objetivas dentro de su clase, de sus conflictos con el proletariado, de su mito siempre desmentido y siempre renovable, de las dificultades que goteaban desde la industrialización, se disfrazó de nostalgia de la geografía del paraíso perdido que ella no pudo aprovechar, y de nostalgia biológica del niño que ella necesitaba para legitimar su proyecto de emancipación y de liberación del hombre. No había ningún otro lugar a dónde ir, si no era hacia esa otra naturaleza, la tecnología.

        Y el anhelo de McLuhan (calcada sobre el “primitivismo tribal comunista” del mundo subdesarrollado) a través de los medios masivos de comunicación, no es sino una utopía del futuro que vuelve a un ansia del pasado. Aunque la burguesía no pudo llevar a cabo durante sus siglos de existencia, su proyecto histórico imaginario, lo mantuvo junto a sí calentito en cada una de sus expediciones y justificaciones. Disney siempre tuvo miedo a la técnica, y no la asumió; prefería el pasado. McLuhan es más inteligente: entiende que concebir la técnica como la vuelta a los valores del pasado es la solución que debe propiciar el imperialismo en su próxima etapa estratégica.

        Y ya que hablamos de política, de imperialismo, burguesía y proletariado, de clases sociales, para los que no hubiesen aprendido las instrucciones para expulsar a alguien del club disneylandia, autorizamos la reproducción masiva del siguiente editorial de El Mercurio (13 de agosto, 1971) titulada Voz de Alerta a los Padres:

        “Entre los objetivos que persigue el Gobierno de la Unidad Popular figura la creación de una nueva mentalidad de las generaciones juveniles.

        “Para cumplir este propósito, propio de todas las sociedades marxistas, las autoridades que intervienen en la educación y la publicidad están echando mano a distintos recursos.

        “Opiniones responsables del Gobierno sostienen que la educación será uno de los medios calificados para lograr aquél propósito; de ahí que a estas alturas estén severamente cuestionados los métodos de enseñanza, los textos que utilizan los alumnos y la mentalidad de grandes sectores del magisterio nacional que rechaza ser instrumento de concientización ideológica.

        “No puede sorprender que se ponga énfasis en cambiar la mentalidad de la juventud escolar que por su escasa formación no puede descubrir el sutil contrabando ideológico que se le suministra.

        “Sin embargo, también se intentan otras vías a nivel infantil, cuya expresión más clara son las revistas y publicaciones que ha comenzado a lanzar la Editorial del Estado, bajo mentores literarios chilenos y extranjeros, pero en todo caso de probada militancia marxista.

        “Conviene subrayar que ni siquiera se descartan los medios de esparcimiento y entretención infantiles para impopularizar personajes ya consagrados en la literatura mundial, y al mismo tiempo reemplazarlos por otros modelos discurridos por los expertos en propaganda de la Unidad Popular.

        “Hace ya algún tiempo que seudos sociólogos han venido clamando, en su enrevesado lenguaje, contra ciertas historietas cómicas de circulación internacional, juzgadas funestas por cuanto serían vehículos de colonización intelectual para quienes se impusieran de su contenido. Es natural que tales argumentos hayan sido considerados irrisorios en diversos círculos, que ahora se ven acudir a un expediente análogo con el objeto de difundir consignas en forma hábilmente disfrazada.

        “Es indudable que una concientización realizada en forma burda no tendría acogida, en este rubro, entre padres y apoderados. Se ha debido, pues, destilar cuidadosamente un material que lleva incluidas algunas ideas propicias para alcanzar las metas que persiguen.

        “En esta forma los niños reciben desde temprana edad una dosis de propaganda sistemática para desviarlos en otras etapas de su formación hacia los derroteros del marxismo.

        “También se ha querido aprovechar las revistas infantiles para que los padres reciban un adoctrinamiento ideológico, para lo cual se incluyen en ellas suplementos especiales para los adultos.

        “Ilustra acerca de los procedimientos marxistas el que una empresa del Estado auspicie iniciativas de esta especie, con la colaboración de personal extranjero.

        “El programa de la Unidad Popular prescribe que los medios de comunicación deberían tener una orientación educativa. Ahora empezamos a saber que tal orientación se convierte en instrumento para el proselitismo doctrinario impuesto de la primera infancia en forma tan insidiosa y disimulada, que a menudo muchos no vislumbran los reales propósitos que las publicaciones persiguen”

        Y en este momento perseguimos la siguiente respuesta: si el proletariado está eliminado, ¿quién produce todo ese oro, todas esas riquezas?

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(*) Ariel Dorfman y Armand Mattelart, Para leer al Pato Donald, comunicación de masa y colonialismo. Capítulo III. Siglo XXI editores, vigesimoctava edición, 1987.
(1) Para el tema del gigantismo del cuerpo con amenaza sexual, véase de Eldridge Cleaver, Soul on Ice, 1968.

1 comentario:

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