La Máquina de las Ideas*
“Es un empleo en que no hay nada que hacer.
Sólo dar una vuelta por el museo de vez en cuando para comprobar que nada
ocurre”. (Donald en Disneylandia, N° 436).
“Soy rico porque siempre fabrico mis golpes de
suerte”. (Tío Rico en Tío Rico, N° 40).
SIN EMBARGO, nuestro lector puede blandir
triunfalmente al Pato Donald como una evidencia de la falacia de los
argumentos: cualquiera sabe que este sujeto se pasa la vida buscando trabajo y
quejumbrándose amargamente del esfuerzo agobiante que debe realizar.
¿Para qué
busca trabajo Donald? Para obtener plata con el fin de veranear, para pagar la
última cuota de su televisor (parece que la paga miles de veces, porque en cada
nueva aventura tiene que pagarla de nuevo por última vez), para comprar un
regalo (generalmente para Daisy o para Tío Rico). Lo que caracteriza todos
estos deseos es la falta de necesidad que siente Donald: nunca manifiesta
problemas con el arriendo, con la luz, con el alimento, con el vestuario. Por
el contrario, a pesar de que nunca tiene un peso, siempre está comprando. El
mundo de la abundancia mágica ronda a todos estos personajes: los chicos malos
no disponen de un centavo para una taza de café. Y en el próximo cuadro,
zuácate se construyen un cohete de la nada. Gastan mucho más para asaltar a Mc
Pato de lo que pudieran sustraerle.
No hay
desavenencias en los medios de subsistencia: es una sociedad sobre un colchón
que emana bienes. El hambre, como una vieja peste, ha sido superada,
expatriándola hasta los límites de la historia. Cuando los niños le dicen a
Mickey (D. 401) que tienen hambre (“¿No tiene uno derecho a tener hambre?”), el
Ratón contesta: “¡Ustedes no saben, niños, lo que es tener hambre! Siéntense
aquí y se lo diré”. Automáticamente los sobrinos se burlan de él; “hasta cuándo
el cuento del hambre, hasta cuándo tanta majadería, ojalá no sea el mismo
cuento de siempre”. Pero no hay para qué preocuparse, niños. Mickey ni piensa
referirse a la muerte de millones por falta de alimentos, ni tampoco de los
efectos en el desarrollo corporal y mental en los seres humanos. Cuenta una
aventura prehistórica, donde él y Tribilín repiten las típicas tramas de
Disneylandia contemporánea. Es evidente que la época actual no tiene estos
problemas: se vive en una sociedad perfecta, en la post-historia.
En
trabajo, entonces, de hecho no le hace falta a Donald, y la prueba es que el
dinero que consigue (si es que lo consigue) sirve siempre para comprar lo
superfluo. Así, cuando Tío Rico, mintiéndole, promete entregarle su fortuna, lo
primero que hace el pato (TR. 116) es decir: “Por fin podré gastar todo lo que
quiera”. Y pide el último modelo de automóvil, “un crucero con cabina para ocho
personas”, “un televisor en colores con quince canales y a control remoto”. En
otro episodio (D. 423): “Tengo que conseguir un empleo temporal en alguna parte
para ganar lo suficiente para ese regalo”. “¡Cómo me gustaría realizar un
viaje! Pero … ¡ay! … este medio dólar es todo lo que poseo” (F. 177).
La
superfluidad de la necesidad se traslada a la superfluidad del trabajo
conseguido. Ya mencionamos el hecho de que estos trabajos son servicios de
venta o de resguardo o de transporte para los consumidores. (Tal es así que
Rico Mc Pato no tiene obreros. Cuando le traen la lista de sus trabajadores,
son todos “empleados”).
El
oficio, entonces, es como un consumo y nunca una producción. Donald no necesita
laborar, pero siempre está obsesionado con su búsqueda. No es raro, por lo
tanto, que el tipo de trabajo que anhela tenga las siguientes características:
fácil, sien esfuerzo mental o físico, pasatiempos en espera de una fortuna (o
un mapa) que caiga de otra parte. En una palabra, ganarse el salario sin
transpirar. Además, no es un problema para Donal (o cualquier otro) conseguir
el trabajo, porque éstos abundan. “Hum, ¡éste sí que es un trabajo agradable!
‘Se necesita ayudante de pastelería, buen sueldo, pasteles gratis, horario
reducido’. ¡Eso es para mí!” (F. 82). La verdadera acción dramática comienza y
gira cuando, ya instalado en su puesto, Donald teme perderlo. (Lo que
traumatiza, porque ese terror de quedar en la calle es inexplicable, dado que
ese esfuerzo es prescindible).
Como
Donald es por definición torpe y descuidado, se lo despide perpetuamente. “Despedido, Pato. Ya es la tercera vez que te duermes
sobre la “Despedido, Pato. ¡Vete con tu música a otra parte!”. “Despedido, Pato,
¿quién te enseñó a afeitar? ¿Algún jefe de tribu?”. Así, su trabajo se
transforma en la obsesión por conservar el trabajo, por evitar las catástrofes
que lo siguen adonde el vaya. Se convierte en un cesante por ineficiencia, en
un mundo donde abundan los empleos. Conseguir no es problema, porque la oferta
supera de lejos a la demanda, tal como el consumo rebaza la producción. El
hecho de que Donald, así como el Lobo Feroz, los chicos malos e infinidad de
otros, siempre le estén quitando el hombro al bulto, indica que su cesantía es
el producto de su libre voluntad o de su ineficacia. Donald representa para el
lector el cesante, pero esa cesantía, que históricamente es causada por la
crisis estructural del sistema capitalista, no tiene otra causa que la personalidad
del protagonista. El fundamento socio-económico desaparece para dar lugar a la
explicación psicologista: en los rasgos anormales y exóticos de la
actitud individual del ser humano, radican las causas y consecuencias de
cualquier fenómeno social. Al convertir la presión económica en una presión
suntuaria, al proliferar las disponibilidades de ocupación, rige en el mundo de
Donald la verdadera libertad, la libertad de cesantía.
Los
empresarios en el mundo actual publicitan la consigna de la libertad de
trabajo: todo ciudadano el libre para vender su fuerza laboral y para elegir a
quién vendérsela y marcharse si no le gusta. En el mundo de la fantasía, esta
libertad de trabajo deja de ser un mito y se transforma en realidad y toma la
forma de la libertad de cesantía.
Pero a
pesar de las intenciones de Donald, la ocupación se le escapa de las manos.
Apenas cruz el umbral del negocio, cae víctima de la agitación demente y
caótica. Este absurdo activismo, este paroxismo de rueda loca, por lo general
termina en el reposo del héroe y su recompensa. Pero muchas veces, el
protagonista no logra salir de este girar apocalíptico, porque los dioses no
quisieron recompensar sus sufrimientos, que son eternos. Esto significa que el
premio o el castigo no dependen de Donald y el resultado de toda la acción es
imprevisible, aumentando la tensión dramática del lector. La pasividad y
esterilidad del trabajo de Donald, destacan la falta de méritos activos fuera
del dolor que acumula. Todo reposo le es conferido desde afuera y desde arriba,
a pesar de sus esfuerzos por controlar su propio destino. La fatalidad es el
único elemento dinámico que provoca catástrofes o felicidades y Donald su
juguete favorito. Es como un balde sin fondo en que gira el líquido sin cesar.
Donald está encargado de llenarlo. Si alguien benévolamente no coloca un piso
debajo del recipiente, Donald fracasará y quedará condenado a transbordar agua
y agua circularmente.
Este
primer tipo de trabajo, que transcurre en la urbe, no es muy diferente de otra
forma de nervioso padecimiento que se verifica en los viajes al exterior.
Apenas salen de Patolandia sufren una multiplicidad de accidentes: golpes,
obstáculos, naufragios, choques, amenazas. Esta tortura del azar es lo que los
separa del oro que buscan. Se ha negativizado el esfuerzo del trabajo bajo la
forma de la contingencia. La mala fortuna acumula riesgos y dolores en el
camino de los héroes, para que la buena fortuna pueda premiarlos al final con
el oro. No es fácil llegar hasta el oro: hay que sufrir el trabajo
desconcretizado, el trabajo como aventura. Tal es así, que las primeras
novelas españolas de aventuras se llaman “los trabajos”1, como si
entre el protagonista y la riqueza fuera necesario un proceso del
almacenamiento de vicisitudes negativas que simbolizaran el trabajo sin serlo,
que aprovechara del esfuerzo sólo aquella pasividad, el consumo, y no su fuerza
creadora, viril, productiva. Tal como el dinero se abstrae del objeto, así la
aventura es abstracción del sudor. Lo que hace falta para conseguir oro es una
aventura y nunca un proceso productivo. Otro modo más -como si no bastaran los
otros- para desarraigar el origen de la riqueza. Pero el trajín de la aventura
trae consecuencias morales: en vista de que el personaje sólo la padece y nunca
la mueve, se enseña que es imprescindible obedecer los designios del destino,
aceptar las cachetadas de la fortuna, porque así se endeuda la fatalidad con
uno y finalmente le suelta unos pesos. El ritmo endiablado del mundo, su
sadismo amenazador, sus esquinas peligrosas y chifladas, sus enojos y
fracturas, no se niega, porque todo desemboca en la providencialidad.
Es un universo aterrador, siempre a punto de colapso, pero la resignación es la
única filosofía del éxito. El hombre no merece nada, y si algo consigue, es
debido a su humanidad, a su acatamiento de su propia impotencia.
A pesar
de su falsificación, Donald es sentido como el representante auténtico del
trabajador contemporáneo. Pero mientras éste necesita de verdad el salario,
para Donald es prescindible: mientras el trabajador busca desesperado, Donald
encuentra sin problemas; mientras el primero produce y sufre como resultado de la
materia que se le opone y la explotación de que es objeto, Donald padece
ilusoriamente el peso negativo del trabajo como aventura.
Así,
Donald se desenvuelve en un mundo puramente superestructural, pero que
corresponde formalmente, rasgo por rasgo, a la infraestructura y sus etapas. Da
la impresión de moverse en la base concreta de la vida real, y es sólo un
imitador aéreo flotante. La aventura es el trabajo del reino de las arenas
movedizas que se creen nubes y que succionan hacia arriba. Por eso, cuando
llega el momento importante de recibir el salario, ocurre la gran
mistificación. El obrero es burlado y lleva de vuelta a casa sólo una parte de
lo que él realmente ha producido: el patrón le roba el resto. Donald, en
cambio, por ser inútil todo el proceso anterior, reciba lo que reciba es
demasiado. Al no haber aportado riqueza, ni siquiera tiene derecho a recibir
participación. Todo lo que se le entregue a este parásito, es un favor que se
le dispensa desde afuera, y debe de estar agradecido y no pedir más. Sólo la
providencia puede entregarle la gracia de la sobrevivencia al que no la merece.
¿Cómo hacer una huelga?, ¿cómo reivindicar aumentos de salarios, si la norma
que fija este salario no existe? Donald representa bastardamente a todos los
trabajadores que deben imitar su sumisión, porque ellos tampoco habrían
colaborado en la edificación de este mundo material. El pato no es la fantasía,
sino la fantasmagoría de que hablaba Marx: detrás del “trabajo” de
Donald, es imposible que afloren las bases que desdicen la mitología laboral de
los propietarios, es decir, la escisión entre valor de la fuerza de trabajo y
trabajo creador de valores. El trabajo gastado en la producción no existe en
Donald. En su sufrimiento y compensación fantasmagóricos, Donald representa al
dominado (el mistificado) y paradojalmente vive su vida como el dominante (el
mistificador).
Nuevamente
la fantasía le sirve a Disney para transferir todas las dificultades del mundo
contemporáneo bajo la forma de la aventura. Pero al mismo tiempo que muestra
estos padeceres inocentemente, los neutraliza asegurando que todo existe para
el bien, para el premio, para mejorar la condición humana y llegar hasta el
paraíso del ocio y del reposo. Lo imaginario infantil como proyecto de Disney,
permite apropiarse de coordenadas reales y de la angustia del hombre actual,
pero les priva de su denuncia, de las contradicciones efectivas y de las formas
de superarlas. Justamente aquí radica la diferencia entre el absurdo de la
novela contemporánea y en el teatro, donde el hombre-víctima vive la
degradación continua de sus límites y la fluctuación expresiva del lenguaje que
lo comunica, enmascarando solamente las causas al proponer una humanidad
metafísica, y el absurdo de Disney, donde la inocencia encubre la perversidad
indigna del sistema y el premio providencial reasegura a la víctima de que no
debe cuestionar ni corroer los fundamentos de su propia desgracia. La
literatura contemporánea muestra al hombre dignificándose en el conocimiento
abstracto y doloroso de su propia enajenación y la imaginación procede muchas
veces a indagar todo el sufrimiento y la emoción que la sociedad actual quiere
perfumar con publicidad. La popularidad de Donald es justamente una de las
contra-raíces de la elitización antimasiva de la literatura actual, cuyo reino
temático es todo lo que Disney deja afuera y cuya forma es una constante
agresión al lector. La destrucción efectiva del mundo social que posibilita a
Disney, y que lo nutre de sus representaciones, es simultáneamente la
liberación del trabajador de la cultura, que se integraría a los medios masivos
de comunicación en una nueva sociedad.
El
trabajo, disfrazado de inocente sufrimiento en Disneylandia, siempre recibe su
caracterización a raíz de una confrontación con el ocio, el otro polo. Cada
episodio comienza en un momento tranquilo, en que enfatiza el aburrimiento y la
paz en que están inmersos los protagonistas. Los sobrinos (D. 430) bostezan:
“Estamos muertos de aburrimiento con todo… hasta con la televisión”. Y todo lo
demás está inmóvil, “el toro no pelea”, “el caballo no galopa”. Los “patos de
nuestros días” sufrirán lo “insólito”. Se realza la normalidad de la situación
inicial: “¿Es posible que una cosa tan sencilla como es una pelota que rebota
pueda conducir a nuestros amigos al tesoro de Aztecland?” (D. 432). “Hay algo
de reposante en eso de estar tendido sobre el dinero de uno, escuchando el
tranquilo tictac de un reloj. Uno se siente seguro” (TR. 113). “¿Quién podía
imaginar que una invitación a una reunión familiar iba a terminar así?”, se
pregunta Donald (D. 448). En esa aventura “todo comenzó inocentemente una
mañana…”, y (D. 451) “Todo comenzó de la manera más inocente”. “Amanece en
Patolandia, ciudad habitualmente tranquila…” (Otra historieta del 448). Siempre
están descansando, en una cama, en un sillón (D. 431), en una reunión familiar,
en una hamaca (Giro y Tribilín). “Mickey se toma un merecido descanso como
huésped de los siete enanitos, en el bosque encantado (D. 424). Como de
costumbre, es la frase que más se repite. El personaje parte de la
cotidianeidad habitual, de su vida común y corriente, de los atributos del
ocio, y cualquiera de estos objetos o acciones inofensivas pueden conducir a la
aventura, al sufrimiento y al oro. Así el lector se identifica con el personaje
antes de que éste recaiga en la camisa de fuerza de su carrera, y puede,
mediante este anzuelo, acompañarlo en el resto del episodio fantástico.
Asimismo,
la aventura finaliza por lo común en el galardón de las vacaciones, en el
retorno al reposo, que ahora es merecido al haber sufrido el peso del trabajo
desconcretizado (superestructural). Formalmente, puede advertirse, en el dibujo
inicial y el dibujo último la inmovilidad y la simetría equilibrada de fuerzas
que descansa al lector. Se utiliza el clasicismo renacentista pictórico para
aplacar antes y después la aventura. Durante la misma, en cambio, se agita y se
mueve sin cesar, los personajes van preferentemente desde la izquierda del
cuadro hacia la derecha, impulsando al ojo que lee a imitar el movimiento de
las piernas de los protagonistas, que sobrevuelan el suelo. Los dedos indican
en la dirección, hasta que se ha alcanzado la paz y la circunferencia se
cierra.
“¡Je!
Nuestra aventura termina en forma de vacaciones tropicales” (D. 432). Después
de servir al Tío Rico, éste anuncia: “Te premiaré con unas verdaderas
vacaciones en Atlantic City” (F. 109). “¡Je, je! Hacía tanto tiempo que soñaba
con veranear en Acapulco. Gracias al seguro contra accidentes, por fin pude
elegir esta maravillosa localidad”. Justamente en este episodio se verifica
plenamente el suplicio como incitador de la fortuna: “¡Alégrese, alégrese! Me
rompí una pierna” (F. 174). Donald, cuando recibe por un mes, en préstamo, la
fortuna de su tío: “Como primera medida, no trabajaré más. Olvidaré mis
preocupaciones y me dedicaré al ocio” (TR. 53). ¿Y cuáles eran estas preocupaciones?
“No sabes lo difícil que es, con lo cara que está la vida. Llegar a fin de mes
con el sueldo. ¡Es una pesadilla!”. Y como gran problema: “Es difícil dormir
cuando se sabe que al día siguiente vence la cuota del televisor y no se tiene
un centavo”.
Esta
aparente oposición trabajo-ocio, no es sino un subterfugio para favorecer al
segundo de estos términos. El ocio invade todo el mundo del trabajo y le impone
sus leyes. Para el “club de ociosas diligentes” (D. 185, modo de describir la
actividad femenina), el trabajo no hace falta y es así una actividad ociosa,
suntuaria, un mero consumir del tiempo libre.
Tomemos
el ejemplo más extremo: el Lobo Feroz y su eterna cacería de los chanchitos. En
apariencia, se los quiere comer. Pero no es el hambre el motivo real:
necesita más bien ornamentar su vida con un simulacro de actividad. Cazarlos
para que se escapen mediante algún truco, para que él vuelva a … Como la
sociedad de consumo misma: que consuma y suma aventura consumida. Apresar el
objeto para que éste desaparezca, para ser reemplazado de inmediato por el
mismo objeto disfrazándolo de alteridad. En D. 329, se llega al colmo de esta
situación. “Práctico” lo convence de que suelte a los tres chanchitos: “¿En qué
te vas a divertir ahora que nos tienes atrapados?... No tendrás nada que hacer,
fuera de estar sentado, envejeciendo antes de tiempo”. Así, comérselos sería
pasar más allá del umbral de su definición como personaje2, porque
más allá está la nada de lo cotidiano. Ante la posibilidad de que desparezcan
las condiciones repitentes de su ser, el personaje es su propio corrector. No
quiere quedar, ni puede, entregado a la escasez o a la invención de otro objeto
cazable. El se alimenta a sí mismo de su propia entretención como forma de su
trabajo: “Esto me divierte más que nada”. El chancho práctico lo ha convencido
con los métodos persuasivos de la publicidad de la Madison Avenue: “COMPRAR ES
SEGUIR TRABAJANDO; COMPRAR ES TENER ASEGURADO EL PORVENIR; UNA COMPRA HOY ES UN
DESOCUPADO MENOS MAÑANA. TAL VEZ USTED”3. El punto de partida
ficticio es la necesidad, que luego, artificializado, se olvida. Los chanchos
son la moda del lobo. Es la creación del deseo para seguir “produciendo” (lo
superfluo).
Con el
pretexto del trabajo como indispensable, penetra en la historia la anormalidad
reiterada. Al tornarlo en fenómeno insólito, excéntrico, se lo vacía de su
sentido, su significado que es precisamente ser habitual, trivial, normativo,
rutinario. Se selecciona justo aquel momento -y resulta ser el único que se
describe- en que el trabajo suelta sus trabas y se despide de su
carácter coactivo, deja de imponerse como la fatiga cotidiana que separa a cada
ser de la miseria. El trabajo banal y redundante, siempre igual, se convierte
en el espacio donde se desarrolla la fantasía, el accidente, el paroxismo. En
una palabra, el diario-vivir se hace sensacionalista, se contagia con la
“noticia curiosa”. Para Donald, Tribilín, Mickey, las ardillas, lo extraño y
raro es el pan de cada día. Por ejemplo, Donald peluquero (D. 329) se convierte
en un artista o un científico exquisito de ese oficio: “Quince centímetros a la
aponeurosis epicraneana; veinte centímetros al splenius capitis; quince
centímetros a la punta del proboscis”. La rutina se refina hasta la inesperada
variedad: “Mis herramientas especialmente diseñadas”. “Es un genio para cortar
el pelo de los niños”.
Esta concepción
del trabajo es la zancadilla para que el mundo cotidiano y el trabajo urgido
para sobrevivir en él y producirlo quede transmutado en espectáculo permanente
para el lector. Tal como el personaje deja su entorno para adentrarse en el
espacio “fantástico”, para vivir aventuras desligadas del tiempo y el espacio
habituales en la periferia de Patolandia, o soportar extravagancias risibles en
la más inocente de las ocupaciones urbanas, así se pretende que el niño haga
desaparecer su circunstancia concreta para aventurarse él mismo por un mundo “mágico”
con las “aventuras” de la revista misma. La presencia de la historieta misma
empieza a dividir al mundo infantil en lo cotidiano y lo encantador. Es el
primer paso para acostumbrarlo a la división de su mundo, de su trabajo
imaginario infantil, el juego, y acentúa al nivel más joven la diferencia entre
ocio y trabajo. Su mundo habitual es el del trabajo, aparentemente sin
fantasía, y el mundo de la revista es el del ocio, repleto de imaginación. El
niño se escinde de nuevo entre materia y espíritu, expulsando lo imaginario del
mundo real que lo rodea. Cuando se justifica este tipo de revistas con la
“imaginación desbordante” del pequeño, arguyendo que el niño naturalmente
tendería a fugarse de lo inmediato, lo que se hace de verdad es injertarle al
lector infantil la necesidad de escapismo del hombre contemporáneo, que
necesita soñar con mundos extrasociales y deformadamente inocentes a raíz del
agobio de un mundo que él ve como sin salida. A través del sueño de huir de la
vida con el cual se protege a sí mismo el adulto, se impele al niño a escapar
de su vida pueril perfectamente integrada. Y posteriormente, apoyándose en este
rasgo de la “naturaleza” infantil, el adulto endosa su propio alejamiento
cotidiano de su trabajo y sus preocupaciones.
Detrás de
estas proyecciones y subdivisiones, se encuentra la función y el territorio de
la entretención en las sociedades capitalistas. La forma en la que Donald vive
su ocio que se transforma en aventura fantástica multicolor, multimovimiento y
multivisión, es idéntica a la forma en que el consumidor del siglo XX vive su
aburrimiento que es desplazado por el alimento espiritual que es la cultura de
masas. Mickey se entretiene con sus viajes y misterios. El lector se entretiene
con Mickey entreteniéndose.
Finalmente,
podría desaparecer, remozarse, disfrazarse Disneylandia y todo proseguiría
igual. Lo que hay más allá de la historieta infantil es todo el concepto de la
cultura masiva contemporánea. Se piensa que el hombre, sumido en las angustias
y contradicciones sociales, se ha de salvar y alcanzar su liberación como
humanidad en la entretención. Tal como la burguesía concibe los problemas
sociales como residuo marginal de los problemas tecnológicos, así cree que
mediante la industria cultural masiva se puede solucionar el problema de la
alienación del hombre. Esta tecnología cultural va desde la comunicación masiva
y sus productos hasta los mercachifles del turismo organizado.
La
diversión, tal como la entiende la cultura masiva, trata de conciliar el
trabajo con el ocio, la cotidianeidad con lo imaginario, lo social con lo
extrasocial, el cuerpo con el alma, la producción con el consumo, la ciudad con
el campo, olvidando las contradicciones que subsisten dentro de los primeros
términos. Cada uno de estos antagonismos, puntos neurálgicos de la sociedad
burguesa, queda absorbido al mundo de la entretención siempre que pase por la
purificación de la fantasía. Insultar a Disney como mentiroso, como se hace a
menudo en la prensa que favorece los cambios sociales, equivoca el blanco. La
mentira se revela con facilidad. En cambio, el sistema oxigenador de Disney ha
moldeado el mundo de cierta manera bien determinada y funcionante; la fantasía
no da la espalda a este mundo, lo toma y, pintándole de inocencia, lo presenta
a los consumidores, que presienten ahí un paralelo mágico, maravilloso, de su
experiencia cotidiana. El lector consume sus propias contradicciones lavadas,
lo que le permite, ya de vuelta en su mundo habitual, seguir interpretando esos
conflictos desde la limpieza que lo hace sentirse como un niño frente a la
vida. El entra en el futuro sin haber resuelto los problemas de ahora.
Lo que
hecho la burguesía para reunir al hombre dividido consigo mismo, es nutrirlo
del reino de la libertad sin que tenga que pasar por el reino de la
necesidad. Los hombres no participan en este paraíso fantástico a través de
su concreción sino por medio de su abstracción. Por eso es narcótico, hipnosis
y opio. No porque el hombre no deba soñar con el futuro. Por el contrario, la
necesidad real del hombre de acceder a este reino es una de las motivaciones
éticas fundamentales de su lucha por liberarse. Pero Disney se apropia de este
premio y lo puebla de símbolos que no tienen cancha de aterrizaje. Es el mundo
de fantasía de Bilz y Pap: puras burbujas.
Esta
concepción del rescate por la neutralización de uno de los polos antagónicos
por el otro, debe tener un embajador-cumbre dentro de la revista de Disney. Y
es justamente, ¿ya lo adivinaron?, Glad Consuerte. “Cuando decida
encontrar la mejor concha de caracol de esta playa, no tendré que buscarla. Así
es mi suerte” (D. 381). “Camina evitando todos los cepos. La suerte de siempre”
(F. 155).
Glad
consigue todo lo que quiere -siempre que sea material- sin trabajar, sin
sufrir, y por lo tanto sin merecer gratificación. Toda competencia, dinamo de
todo movimiento en Patolandia, está ganada de antemano, y desde el reposo
mágico. Es el único que no trafica por el duro camino de la aventura, y su
padecimiento. “Nada malo puede ocurrirle”. Por oposición, Donald aparece como real,
merecedor, por lo menos disimula trabajar. Glad enfurece los principios de la
moral puritana. El tiempo y el espacio se reconcilian en su suerte que
domestica el azar: es una fuerza natural pura disfrazada de bolsillo. Es el
reino de la libertad sin la mixtificación para ocultar el reino existente de la
necesidad. Es Donald menos el sufrimiento; es el Edén y la Aspiración pero
nunca el camino o el modelo. El rechazo que el lector siente por Glad, y la
simultánea fascinación, sirven para enseñar la necesidad del trabajo para tener
derecho a la entretención y el repudio a los jóvenes (norteamericanos de la
postguerra que han obtenido todo sin esfuerzo y ni siquiera saben agradecer).
Aunque no
está sometido a la fatalidad del Olimpo paternalista y a la intervención
sistemática desfavorable, no escapa a la imprevisibilidad. A veces puede perder
o ser anulado, especialmente cuando Daisy equilibra la balanza.
¿Y qué
pasará cuando se enfrente a ese dios del mundo Disney que es la genialidad de
la idea, encarnación de todos los polos dominantes? “La buena suerte significa
mucho más que un buen cerebro”, afirma Glad (TR. 115), y procede a recoger un
billete que Giro no vio. “Fue una casualidad. Sigo sosteniendo que el cerebro
es más importante que la suerte”. Después de una agotadora jornada de
competición, terminan empatados, aunque con una leve ventaja para la
inteligencia.
Los demás
personajes, al no disponer de la suerte intemporal, chamánica4, deben
valérselas justamente con la paciencia o la inteligencia. Ya vimos a los
pequeños, modelos astutos para el aprendizaje, listos para escalar hacia el
éxito. Es la inteligencia como enciclopedia y como juicio y represión del
desvío rebelde. Es la buena acción del boy-scout, pero que debido a su
posición de subordinación entra al juego del engaño y de la sustitución del
adulto.
Cuando
este cortapalo crezca y ya no tenga sobre él a nadie que lo mande, se
convertirá en el Ratón Mickey, el único ser al margen de la búsqueda del
oro para sí, el único que siempre aparece como ayudante de los
demás en sus dificultades, siempre consigue la recompensa para el otro.
(Naturalmente que de vez en cuando se embolsica algunos dólares; bueno… pero
quién puede culparlo habiendo tantos). Para Mickey, la inteligencia sirve para
develar un misterio, para devolverle su simplicidad a un mundo que hombres
malos han complicado para poder robar a gusto. Si tomamos en cuenta que el niño
también se enfrenta con un universo desconocido, que debe ir explorando con su
mente y su cuerpo, veremos que aquí se establece que el modo de
aproximarse al mundo debe ser detectivesco, es decir, encontrando claves
y armando rompecabezas construidos por otros. Y arribar siempre a la misma
conclusión: el malestar en ese mundo se debe a la existencia de una división
moral. La felicidad (y las vacaciones) pueden reinar, apenas los villanos hayan
sido encarcelados, devueltos al orden. Mickey es un agente pacificador
no-oficial y no recibe otra recompensa que la de su propia virtud. Es la ley,
la justicia, la paz, que se aparta del mundo del egoísmo y la competencia, que
reparte bienes a mano tendida. El altruismo de Mickey sirve para prestigiar lo
que él representa y aislarlo del sistema competitivo, de cuyos beneficios él no
participa: los guardianes del orden, el poder público, los servidores sociales,
no están manchados por los inevitables defectos de un mundo mercantil. Se puede
confiar en Mickey como un juez imparcial, y agente, que está por encima “de los
odios partidarios”.
El poder
superior de Disneylandia es siempre inteligente. Se divide la élite del poder
(para usar el término de Wright Mills) en su casta administradora, servicial,
que queda supuestamente al margen de las ganancias, y su casta económica, que
debe practicar la inteligencia en la carrera por el dinero. Quien tipifica este
fenómeno, y recibe por ende unívocamente los ataques de las fuerzas de cambio
de nuestra sociedad, es Tío Rico. Su carácter explícito es un cebo fácil para
morder, y olvidar todo lo demás que hemos señalado en este estudio. Se prefiere
atacar al símbolo, y se dejan intactos los verdaderos mecanismos de la
dominación oculta. Es como matar al portero, signo manifiesto pero secundario,
y suponer que así se han esfumado los demás ocupantes dl castillo de
Disneylandia. Hasta podríamos sospechar que tal dramatización bulliciosa del
dios-dólar está ahí justamente para desplazar la atención del lector, que
desconfía de Tío Rico y de nadie más.
Por eso,
no vamos a partir de la avaricia, del baño de oro, del buque dólar y del
salvavidas centavo; ni tampoco empezaremos con su presencia en la fila de los
mendigos, esperando la sopa popular o acechando detrás de su sobrino para poder
hojear el diario.
Porque
ese es el segundo cebo que deslumbra por su ingeniosidad y su carácter cómico.
El rasgo fundamental de Mc Pato es la soledad. Pese a la tiránica
relación con sus sobrinos, Tío Rico no tiene a nadie más. Aun cuando llama a
las fuerzas armadas (F. 173), debe resolver sus problemas personalmente. El
dinero del Tío Rico no le compra el poder. A pesar de su omnipresencia, el oro
no es capaz de hacer o deshacer, de ponerse en acción y de mover gente,
ejércitos o estados. Sólo puede comprar objetos técnicos movibles aislados,
principalmente para salir en enloquecida persecución de más plata. Al perder el
poder de adquisición de fuerzas productivas, es imposible que el dinero se
defienda a sí mismo ni resuelva problema alguno. Por eso Tío Rico es infeliz y
vulnerable. Por eso nadie quiere ser como él (en varios episodios, Donald huye
como de la peste de esta responsabilidad impotente (TR. 53 y F. 74)). Padece la
monomanía de perder el dinero, sin la responsabilidad de usarlo para
defenderse. Debe manejar cada operación personalmente. Sufre la soledad de los
jefes sin la compensación de la jefatura. Pero incluso cultiva esta imagen de
debilidad para chantajear a sus sobrinos cuando ya se han cansado de su
dictadura (“Maldición -dice Donal-. No podemos permitir que un pato viejo y
débil como Tío Rico se interne solo en esas espantosas montañas”, TR.113). Su
vulnerabilidad irradia simpatía. Está a la defensiva, parapetado detrás de las
fortificaciones artesanales (vieja escopeta); no descansa en su riqueza, la
sigue sufriendo (y mereciendo por lo tanto). Porque su padecimiento obsesivo es
lo único que le asegura la legitimidad moral de su dinero; él paga su oro con
preocupaciones y condenándose a la esterilidad inversionista. Además, robar a
Mc Pato no es acto de ladrón: es un asesinato. El oro forma parte sustancial de
su ciclo vital, como los medios de subsistencia de los buenos salvajes. Al
nunca consumir, Mc Pato vive del oro como del aire. Es el único ser apasionado
de este mundo, porque está defendiendo su vida. El lector está con él. Los
demás quieren el dinero para gastarlo, para propósitos bastardos. Al amar el
dinero, se sentimentaliza el proceso. Los ladrones quieren triturar la familia
patética de Tío Rico: quieren separarlo de lo único que le queda en su soledad
y vejez. Es un ser desvalido, que exige la atención caritativa del lector, como
un enfermo o un animalito herido.
Además,
Mc Pato es un pobre. Para todos los efectos reales, no tiene dinero, no
tiene objetos ni medios, no quiere gastar; sólo cuenta con la estructura
familiar para protegerlo y seguir amasando. La fortuna no lo ha cambiado, y en
cada aventura él indica hacia atrás cómo ganó ese dinero en el pasado: tal como
lo está haciendo en el presente. Es un cuento de nunca acabar. La avaricia
sirve para nivelarlo con el resto del mundo. El parte en esa carrera sin la
facultad de usar su riqueza acumulada. No es invencible, pero gana y en el
próximo episodio nada ha cambiado. Debe nuevamente sobrepasarse para conseguir
otra acumulación pasiva o para amparar lo conseguido. Si triunfa es porque es
mejor que los demás una y otra vez. No hay superioridad basada en el dinero,
porque él nunca lo utiliza. El oro, tranquilo, arrinconado, coleccionado, es
inofensivo, no sirve para seguir enriqueciéndose. Es como si no existiera. Gana
su último centavo como si se tratara del primero, y es el primero. Es el
contrario del arribista (Crisanta, en Amenidades del diario vivir, de B.
Vavanagh y V. Green), que desea el dinero para cambiar de status y de
apariencia. Cada aventura de Tío Rico, en cambio, es un resumen de toda su
carrera, es idéntica a su evolución general, de la pobreza a la riqueza, de la
desvalía al oro, de la miseria a la bóveda, pasando por el sufrimiento,
dependiendo sólo de sus propios medios, es decir, de un ser que en la soledad
utiliza astucia, inteligencia, ideas brillantes, y… sus sobrinos.
He aquí
el mito básico de la movilidad social en el sistema capitalista. El self-made-man.
Igualdad de oportunidades, democracia absoluta, cada niño parte de cero y
acumula lo que se merece. Doanl malogra estas escaleras del éxito a cada rato.
Todos nacen con la misma posibilidad de subida vertical, por medio de la
competencia y del trabajo (sufrimiento y aventura y la única parte activa, la
genialidad). Tío Rico no lleva ninguna ventaja al lector respecto del dinero,
porque ese dinero no sirve y es más bien un impedimento, como un hijo ciego o
tullido. Es un incentivo, un fin, una meta; pero nunca, una vez alcanzado,
determina la próxima aventura. Por eso no hay historia en estos cuentos, porque
el oro amnésico del anterior no sirve para el próximo episodio. Si sirviera,
habría un pasado que estaría determinando el presente. El capital y todo el
proceso de la acumulación de plusvalía sucesivas serían la respuesta y la
solución al éxito del Tío Rico, y nunca podría el lector identificarse con él.
Sólo en la primera historieta podría ocurrir esto. Pero todas son la primera y
la última historieta; pueden leerse en cualquier orden (una escrita en 1962
puede publicarse sin molestias en 1971 y una del 68 en 1969).
La
avaricia, entonces, que causa tanta risa, no es sino la pantalla para
empobrecerlo y devolverlo a su puto de origen, para que así pueda probar y
clamar eternamente su valor. Además, esta tacañería es el defecto de una
cualidad: la famosa cualidad del empresario burgués que Weber y von Martin han
estudiado. Signo de su predestinación para el éxito, posibilidad moral para
apropiarse sin gastar, y de la inversión en el comercio y la industria
olvidándose de la propia persona. Para el burgués, esta ascesis era el
signo de su predestinación para el éxito, era la posibilidad moral de adueñarse
del trabajo ajeno sin gastar, sin macularse. Pero el propósito de eso era la re-inversión
en el comercio y la industria. Mc Pato tiene esa moral ascética, sin la
inversión que la sustenta y el poder que la acompaña. Sigue con nuestras
simpatías.
La otra
cualidad que asegura su supremacía, es que siempre lleva la iniciativa. Es una
máquina de ideas y cada una genera riqueza sin mediadores. Es la culminación de
la división entre trabajo intelectual y trabajo manual. Sufre como obrero, y
crea como el capitalista. Pero no gasta el dinero como lo hace el obrero (que
debería ahorrar para poder salir de su condición dominada) y no invierte como
lo hace el capitalista. Trata de conciliar -y no lo consigue- los antagonistas
del sistema.
No sólo
cada burgués se autopublicita como hombre que nace sin raíces y que sube todos
los escalones del éxito social por su propio esfuerzo, sino que la clase
burguesa como tal propala el mito de que el capitalismo como sistema, ha sido
instalado por un puñado de individuos bajo este mismo patrón. A través de la
soledad, patética y sentimental de Mc Pato se acortina la clase a que
evidentemente pertenece. Los millonarios hacen dieta hasta reducirsea una
yuxtaposición de átomos descastados y de islas que no comparten intereses y que
no pueden trabar alianzas, erigiendo como única norma que los rige la ley de la
jungla, siempre que esta garantice la propiedad del otro. La historia de una
personalidad estrafalaria sirve para prestigiar al modo en que una clase entera
se ha apoderado de todos los sectores de la realidad y al mismo tiempo ocultar
el hecho de que se trata justamente de una clase.
El ciclo
individual de Mc Pato reproduce en cada acto de su vida el ciclo histórico de
una clase.
___________
(*) Tomado de Arie Dorfman y Armand Mattelart, Para
leer al Pato Donald, comunicación de masa y colonialismo. Capítulo V, La
máquina de ideas.
(1) Poe ejemplo, “Los Trabajos de Persiles y
Segismunda”, de Cervantes.
(2) Umberto Eco, Apocalípticos e Integrados ante la
Cultura de Masas, Editorial Lumen, Barcelona, 1968.
(3) Según Vance Packard, en la Persuasión
clandestina.
(4) Véase los estudios de Mircea Eliade.
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