Los Fundamentos Ontológicos del Pensamiento y de la Acción Humanos*
György
Lukács**
I
LA DIFICULTAD PARA ILUMINAR en una conferencia, en cierto modo, al menos los principios más generales de este complejo de cuestiones, es doble. Por un lado, había que abarcar críticamente el estado actual del problema; por otro, había que elucidar la constitución fundamental de una nueva ontología, al menos en su estructura básica. A fin de poder dominar, en alguna medida, cuando menos la segunda cuestión –que es la objetivamente decisiva–, debemos renunciar a una exposición, incluso una muy resumida, de la primera. Todos saben que, en las últimas décadas, profundizando radicalmente viejas tendencias epistemológicas, el neopositivismo –con su básico rechazo de todo planteo ontológico como acientífico– poseyó una hegemonía absoluta. Y, sin duda, no solo en la vida estrictamente filosófica, sino también en el mundo de la praxis. Si se analizarán seriamente los motivos conductores de orden teórico que rigen el actual desarrollo de las esferas política, militar y económica, se vería que dichos motivos –consciente o inconscientemente– se encuentran determinados por métodos de pensamiento neopositivistas. Esto ha garantizado la casi ilimitada omnipotencia de dichos métodos; una vez que la confrontación con la realidad haya conducido a una crisis abierta, esto ocasionará grandes transformaciones, desde el plano de la vida político-económica, hasta la reflexión filosófica en el sentido más amplio de la expresión. Como nos encontramos en el comienzo de este proceso, puede bastar con esta indicación.
Nuestra conferencia no se ocupará, pues,
de las tentativas ontológicas de las últimas décadas. Nos circunscribimos a la
mera explicación de que las consideraciones sumamente problemáticas, y nos
remitimos solo a la evolución última de un tan celebre iniciador de esta
orientación como Sartre, a fin de aludir, cuando menos, a la problemática y a
su orientación.
Esta orientación se muestra en relación
con el marxismo. Sabemos muy bien que este último, en las historias de la
filosofía, rara vez ha sido considerado como una ontología. Esta conferencia se
propone, en cambio, la tarea de señalar lo que fue filosóficamente decisivo en
la actividad de Marx: trazar el esbozo de una ontología materialista histórica,
superando, tanto teórica como prácticamente, el idealismo lógico-ontológico de
Hegel. El papel preparatorio de Hegel consiste en que este concibió, a su
manera, la ontología como una historia que –en oposición con la ontología religiosa–
desarrollaba una historia evolutiva necesaria desde “abajo”, desde lo más
simple, hasta “arriba”, hasta las más complejas objetivaciones de la cultura
humana. Es natural que, en ella, el acento estuviera puesto en el ser social y
sus productos, así como es igualmente característico de Hegel que el hombre
aparezca, en él, como un creador de sí mismo.
La ontología marxiana excluye de la
hegeliana todos los elementos lógico-deductivos y los histórico-evolutivamente
teleológicos. Con esta “puesta sobre los pies” de carácter materialista,
también la síntesis de lo simple debe desaparecer de la serie de factores
motores del proceso. En Marx, el punto de partida no es el átomo, como en los
viejos materialistas, ni el ser abstracto, como en Hegel. Todo lo existente
debe poseer siempre carácter objetivo, debe ser siempre la parte más motora y
móvil de un complejo concreto. Esto tiene dos consecuencias fundamentales.
Primero, el entero ser es un proceso histórico; segundo, las categorías no son
declaraciones sobre algo existente o en devenir, ni principios de formación
(ideales) de la materia, sino formas motoras y móviles de la materia misma:
“formas del ser, determinaciones de la existencia”. En la medida en que la
posición radical de Marx –posición que con igual radicalismo se aparta del
antiguo materialismo– fue interpretada múltiples veces de acuerdo con el viejo
espíritu, surgió la falsa impresión de que Marx subestimaba la importancia de
la conciencia por comparación con el ser material. Más adelante se explicará
concretamente la falsedad de esta concepción. Lo que aquí importa es señalar
que Marx concebía la conciencia como un producto tardío de la evolución
ontológica material. Si esto se interpreta en el sentido del Dios creador de la
religión, o a la manera de un idealismo platónico, puede producirse, sin duda,
una apariencia tal. Para una filosofía evolutiva de orientación materialista,
por el contrario, el producto tardío no tiene que ser nunca un elemento de
escasa importancia ontológica. El hecho de que la conciencia reproduzca la
realidad y, sobre esa base, haga posible la elaboración modificadora de esta,
implica, desde la perspectiva del ser, un poder concreto, y no una debilidad,
como sucedería si se la juzgara a partir de aspectos exageradamente irreales.
II
Aquí sólo podemos ocuparnos de la ontología del ser social. Pero no podemos captar su peculiaridad si no tomamos conocimiento de que un ser social solo puede surgir y seguir desarrollándose sobre la base de un ser orgánico y este último, a su vez, solo a partir del ser inorgánico. La ciencia comienza ya a descubrir las formas preparatorias de transición de un modo del ser a otro. Además, ya han sido expuestas las categorías más importantes, en principio, de las formas del ser más complejas, en contraposición con las más simples: la reproducción de la vida, por oposición a la mera modificación; adaptación activa, orientada a transformar conscientemente el ambiente, por oposición a la adaptación meramente pasiva. También se ha hecho que la forma del ser más simple, aun cuando pueda producir muchas categorías transicionales, se encuentra separada por un salto de la auténtica constitución de la forma del ser más compleja; esta es algo cualitativamente nuevo, cuya génesis no puede ser simplemente “deducida” de la forma más simple.
A un salto semejante sucede la
ampliación de la nueva forma del ser. En la medida en que se constituye allí de
modo continuo algo cualitativamente nuevo, este algo nuevo, en muchos casos, no
parece ser más que una modificación de las maneras de reacción del ser, que
está en proceso de fundamentación en nuevas categorías efectivas, en aquellas
categorías que verdaderamente revelan lo nuevo en el ser nuevamente
constituido. Piénsese en cómo la luz, que actúa sobre las plantas de manera aún
puramente físico-química (por cierto que desencadenando ya aquí, con ello,
efectos vitales específicos), en la vista de los animales más desarrollados
desarrolla formas de reacción frente al ambiente específicamente biológicas.
Así, el proceso de reproducción asume, en la naturaleza orgánica formas cada
vez más adecuadas a su esencia genuina; se convierte de manera cada vez más
decisiva en un ser sui generis, si bien el hecho de basarse en los fundamentos
originarios del ser nunca puede ser superado. Ya que aquí no podemos esbozar
siquiera este complejo de problemas, señalemos que la evolución ascendente del
proceso de reproducción orgánico, el devenir biológico cada vez más puro y
expreso en sentido estricto, también conforma, con ayuda de las percepciones
sensibles, un tipo de conciencia, un importante epifenómeno, como un órgano
superior de su funcionamiento efectivo.
Un nivel determinado de evolución de los
procesos de reproducción orgánicos es imprescindible para que pueda surgir el
trabajo como un fundamento dinámico-constructivo de una nueva clase de ser.
También aquí debemos dejar de lado los innumerables rudimentos de trabajo
existentes –los cuales representan rudimentos–, también aquellos callejones sin
salida en que surgió, no solo una clase de trabajo, sino también su necesaria
consecuencia evolutiva, la división del trabajo (abejas, etc.), porque esta
última, en la medida en que se fija como una diferenciación biológica de los
ejemplares del género, no puede convertirse en un principio de la evolución
ulterior en dirección a un ser de una nueva clase, sino que se atiene a una
estabilidad desprovista de evolución; precisamente, a un callejón sin salida en
la evolución.
La esencia del trabajo consiste,
justamente, en la capacidad de rebasar la fijación del ser viviente en la
relación biológica con su ambiente. El momento esencialmente distintivo no está
dado por la perfección de los productos, sino por el papel de la conciencia,
que precisamente aquí cesa de ser un mero epifenómeno de la reproducción
biológica: el producto es, dice Marx, un resultado que al comienzo del proceso
estaba presente “ya en la mente del obrero”, es decir, de un modo ideal.
Parece, quizás, llamativo que justamente
en la delimitación materialista entre el ser de la naturaleza orgánica y el ser
social, se atribuya a la conciencia un papel tan decisivo. Pero no hay que
olvidar que los complejos de problemas que aquí se presentan (su tipo más
elevado es el de la libertad y necesidad) solo pueden recibir un sentido
auténtico –precisamente, de modo ontológico– gracias a una participación activa
de la conciencia. En tanto la conciencia no llega a constituirse en una fuerza
efectiva del ser, esta oposición no puede presentarse en absoluto. Por el
contrario, siempre que se asigna objetivamente un papel semejante a la
conciencia, se atribuye a esta la resolución de esas oposiciones.
Es posible designar, y con buenas
razones, al hombre que trabaja, al animal que, a través del trabajo, ha llegado
a convertirse en hombre, un ser capaz de dar respuesta. Pues no queda duda de
que cada actividad laboral surge como solución orientada a dar respuesta a
aquella necesidad que la desencadenó. Pero si se quisiera desatender la esencia
de la cuestión, se daría por supuesta, aquí, una relación inmediata. El hombre,
por el contrario, se convierte en un ser capaz de dar respuesta precisamente
porque –paralelamente a la evolución social, de un modo creciente– generaliza
como preguntas sus necesidades, las posibilidades de satisfacer estas; y, en su
respuesta a la necesidad que las ha desencadenado, fundamenta y enriquece su
actividad a través de tales mediaciones, a menudo profusamente ramificadas.
Así, no solo la respuesta, sino también la pregunta son, inmediatamente, un
producto de la conciencia que dirige la actividad. Pero con ello la acción de
responder no deja de ser, desde la perspectiva del ser lo primario en este
movido complejo. La necesidad material, en cuanto motor del proceso de
reproducción individual y social, es la que realmente pone en movimiento el
complejo de trabajo, y todas las mediaciones, de acuerdo con el ser, están
presentes solo para satisfacer dicha necesidad. Ciertamente, con ayuda de
eslabones intermedios, que transforman de modo ininterrumpido tanto la
naturaleza que rodea a la sociedad como a los hombres que actúan en esta, sus
relaciones, etc. Tales eslabones tornan prácticamente activas, en la
naturaleza, fuerzas, relaciones, propiedades, etc., que, de otro modo, no
hubiesen podido desencadenar tales efectos; y el hombre, a través de la
liberación y el dominio de esas propias fuerzas, produce una evolución
ascendente de sus capacidades.
Con el trabajo, está dada, pues,
ontológicamente la posibilidad de la evolución ascendente de esas capacidades,
como también la posibilidad de que el hombre las ejercite; ya por el trabajo,
pero ante todo a causa de la metamorfosis de la adaptación meramente reactiva,
pasiva del proceso de reproducción al ambiente. A través de la modificación
consciente y activa de dicha adaptación, el trabajo se convierte, no solo en un
hecho en el que cobra expresión la nueva peculiaridad del ser social, sino
también –precisamente, de manera ontológica– en modelo de la forma del ser
enteramente nueva.
Cuanto más precisamente contemplamos el
funcionamiento del trabajo, tanto más evidente se torna este carácter. El
trabajo consta de posiciones teleológicas, que ponen en movimiento sus
respectivas series causales. Esta determinación simplemente constatativa
elimina prejuicios ontológicos milenarios. En contraposición con la causalidad,
que representa la ley espontánea en la que reciben su expresión universal todos
los movimientos de formas íntegras del ser, la teleología es una forma de
posición –continuamente llevada a cabo por una conciencia– que, conduciendo los
movimientos en determinadas direcciones, solo puede activar series causales.
Cuando, pues, en sistemas filosóficos anteriores la posición teleológica no era
reconocida como una especificidad del ser social de esta índole, debía idearse,
por un lado, un sujeto trascendente, por otro, una conformación especial de las
estructuras teleológicamente efectivas, a fin de poder atribuir a la naturaleza
y la sociedad tendencias evolutivas de carácter teleológico. La duplicidad de
este estado de cosas (que, por un lado, en una sociedad que se ha vuelto
realmente social, sin duda la mayoría de aquellas actividades cuya totalidad
mueve el todo, es de naturaleza teleológica; pero que, por otro, su existencia
concreta consta de estructuras causales –no importa si permanecen aisladas o se
encuentran reunidas– que nunca pueden encontrarse en una relación de carácter
teleológico) es aquí el punto de vista decisivo.
Toda praxis social, si consideramos el
trabajo como su modelo, reúne dentro de sí esta contradicción. Por un lado, es
una decisión entre alternativas, pues todo hombre, cada vez que hace algo, debe
continuamente decidirse por realizar la acción o por abstenerse de hacerla.
Toda acción social emana, pues, de una decisión entre alternativas sobre
posiciones teleológicas futuras. La necesidad social puede imponerse solo en la
presión –a menudo anónima– para que los individuos realicen su decisión entre
alternativas de acuerdo con una orientación determinada. Marx designa esta
situación adecuadamente, al decir que los hombres se ven impulsados a actuar de
un modo determinado “bajo amenaza de ruina”. Pero los hombres deben realizar
sus acciones, en última instancia, aun cuando a menudo actúan en contra de sus
propias convicciones.
A partir de esta situación ineludible
del hombre que vive en sociedad, pueden deducirse todos los problemas reales
–naturalmente, incluyendo los más complicados en las situaciones más
complicadas– del complejo que solemos designar como tiempo libre. Sin rebasar
el ámbito del trabajo en sentido estricto, podemos remitirnos a las categorías
de valor y deber. La naturaleza no conoce ni la una ni la otra. Las
transformaciones del ser-así [Sosein] en el ser-diferente [Anderssein] dentro
de la naturaleza inorgánica no tienen, obviamente, nada que ver con el valor.
En la naturaleza orgánica, donde el proceso de reproducción, de acuerdo con el
ser, implica una adaptación al ambiente, puede hablarse ya de su éxito o
fracaso, pero esa contraposición no rebasa –justamente, de acuerdo con el ser–
los límites del mero ser-diferente. Algo totalmente distinto ocurre con el
trabajo. El conocimiento diferencia, en general, muy claramente el ser-en-sí
objetivamente existente de los objetos, del meramente pensado ser-para-nosotros
que aquellos alcanzan en el proceso del conocimiento. Ahora bien, en el
trabajo, el ser-para-nosotros del producto del trabajo alcanza su peculiaridad
objetiva realmente existente; precisamente, aquella por la cual el producto,
cuando es postulado y realizado adecuadamente, puede cumplir sus funciones
sociales. De ese modo, se vuelve valioso (en el caso del fracaso: desprovisto
de valor, dotado de un valor escaso). La verdadera objetivación del
ser-para-nosotros es el acto por el cual los valores pueden concretamente constituirse.
El hecho de que dichos valores asuman formas más espirituales en niveles
superiores de socialización, no impugna la significación fundamental de esta
génesis ontológica.
Algo similar ocurre con el deber ser
[Sollen]. Este contiene una forma de comportamiento humana determinada por
posiciones de fin [Zielsetzungen] de orden social (y no solo inclinaciones
meramente naturales o espontáneamente humanas). Ahora bien: corresponde a la
esencia del trabajo que, en él, cada movimiento que ejecutan los seres humanos
deba encontrarse dirigido por fines determinados de antemano. Cada movimiento
se encuentra, pues, subordinado a un deber ser. Tampoco aquí se modifica nada
decisivo, de acuerdo con el ser, cuando esta estructura dinámica es trasladada
a ámbitos de actividad puramente espirituales. Se muestran, por el contrario,
con total claridad los eslabones del ser que conducen de los modos de
comportamiento iniciales a los posteriores, más espirituales, al revés de lo
que ocurre con los métodos epistemológico-lógicos, en que el camino que lleva
de las formas más altas a las iniciales se torna invisible, e incluso estas
aparecen como antítesis desde el punto de vista de aquellas.
Si, desde el sujeto que pone, arrojamos
ahora una mirada sobre el proceso de trabajo global, se ve, de inmediato, que
el sujeto realiza conscientemente la posición teleológica, pero nunca de modo
tal que se encuentre en condiciones de dominar todas las condiciones de su
propia actividad, para no hablar de todas las consecuencias. Obviamente, esto
no impide que los hombres actúen. Pero existen innumerables situaciones en que,
bajo amenaza de ruina, el hombre debe realizar forzosamente la acción, a pesar
que sabe que está en condiciones de dominar tan solo una pequeña parte de las
circunstancias. También en propio trabajo sabe el hombre, a menudo, que solo
puede conquistar un pequeño círculo de sus circunstancias, pero que, sin
embargo, está en condiciones de realizar el trabajo de algún modo –pues la
necesidad apremia y el trabajo también tiene en vista la satisfacción de
aquella–.
Esta situación ineludible tiene dos
importantes consecuencias. Primero, la dialéctica intrínseca del
perfeccionamiento constante del trabajo, en la medida en que, en el curso de su
realización, como consecuencia de la observación de sus resultados, etc., el
ámbito de las determinaciones que se han vuelto reconocibles crece
continuamente y, por ende, el trabajo mismo –abarcando ámbitos cada vez más
variados y amplios–, alcanza niveles cada vez más altos, en lo extensivo y en
lo intensivo. Pero, como este proceso de perfeccionamiento no puede superar el
hecho básico, la incognoscibilidad de circunstancias enteras, este modo de ser
del trabajo despierta también –paralelamente con su crecimiento– la vivencia de
una realidad trascendente, cuyas desconocidas fuerzas el hombre intenta aplicar
en su beneficio. No este el lugar de ocuparse de las diversas formas de la
praxis mágica, de la fe religiosa, etc., que proceden de esta situación. Pero
no es posible dejar de mencionarlas, aun cuando, obviamente, solo constituyen
una fuente de estas formas ideológicas. En especial, porque el trabajo no solo
es el modelo objetivamente ontológico de toda actividad humana, sino que, en
los casos que aquí mencionamos, también es el prototipo directo para la
creación divina de la realidad, para toda configuración producida
teleológicamente por un creador omnisciente.
El trabajo es una posición consciente;
presupone, pues, un saber concreto –aunque no perfectamente concreto– acerca de
determinados fines y medios. En vista de que, tal como se ha mostrado, la
evolución, el perfeccionamiento, cuenta entre sus rasgos ontológicos
esenciales, se constituye en la medida en que llama a la vida configuraciones
sociales de un orden más alto. La más importante de estas diferenciaciones es,
quizás, la creciente autonomización de los trabajos preparatorios; la
separación –siempre relativa– del conocimiento de fin y medio en el propio
trabajo concreto. La matemática, la geometría, la física, la química, etc.,
fueron, originariamente, partes, factores de este proceso preparatorio del
trabajo. Paulatinamente, se desarrollaron hasta convertirse en campos de
conocimiento independientes, sin perder enteramente esa función originaria.
Cuanto más universales y autónomas se volvieron esas ciencias, tanto más
universal y autónomo se tornó también el trabajo; cuanto más se ampliaron,
intensificaron, etc., aquellas, tanto mayor se tornó el influjo de los
conocimientos así surgidos sobre la posición de fines y sobre los medios de
realización del trabajo.
Una diferenciación semejante es ya una
forma relativamente muy desarrollada de la división del trabajo. Esta forma es,
sin embargo, la consecuencia más elemental de la evolución del propio trabajo.
Aun antes de que hubiera alcanzado el pleno desarrollo intensivo –por ejemplo,
en el periodo recolector– aparece ya esta manifestación consecutiva, por
ejemplo, en la caza. Lo que, para nosotros, es digno de mención desde una
perspectiva ontológica, es la emergencia de una nueva forma de posición
teleológica: aquí, no es un fragmento de naturaleza el que ha de ser elaborado
de acuerdo con las posiciones de fin humanas, sino que un hombre (o varios) ha
de disponerse a realizar posiciones teleológicas de un modo predeterminado.
Puesto que un trabajo determinado, por diferenciada que sea la división del
trabajo que lo define, solo puede tener un fin principal unitario, deben
encontrarse los medios para garantizar esa unicidad de la posición de fin en la
preparación y ejecución del trabajo. Por ello, esas nuevas posiciones
teleológicas deben entrar en funciones conjuntamente con la división del
trabajo y persisten también como un medio ineludible en toda tarea que requiera
la división del trabajo. A partir de la más alta diferenciación social, a
partir de la constitución de clases sociales con intereses antagónicos, este
tipo de posiciones teleológicas se convierte en el fundamento
espiritual-estructural de aquello que el marxismo designa como ideología. En
los conflictos que plantean las contradicciones propias de las producciones más
desarrolladas, la ideología genera las formas en que los hombres toman
conciencia de esos conflictos y los resuelven.
Tales conflictos atraviesan de modo cada
vez más la íntegra vida social. Se extienden desde las contraposiciones
privadas en el trabajo individual y en la vida cotidiana –contraposiciones que
se resuelven de un modo inmediatamente privado– hasta aquellos importantes
complejos de problemas que la humanidad, hasta hoy, se ha empeñado en resolver
en sus grandes transformaciones sociales. El tipo estructural más básico
muestra, sin embargo, en todos los casos rasgos esencialmente comunes: así
como, para el trabajo mismo, el saber concreto sobre los procesos naturales en
cuestión era inevitable, a fin de realizar con éxito el intercambio material
entre la sociedad y la naturaleza, así también resulta, aquí, imprescindible un
cierto saber acerca de la constitución de los hombres, de sus relaciones mutuas
personales y sociales, a fin de conducirlos a realizar las posiciones
teleológicas deseadas. Cómo surgieron luego modos de comportamiento
racionalizados, e incluso ciencias, a partir de tales conocimientos basados en
las necesidades vitales, que en un comienzo asumen las formas de costumbre,
tradición, hábito, e incluso de mitos, es algo que constituye, en palabras de
Fontane, un campo vasto. No podría, pues, ser tratado en una conferencia. Solo
podemos referirnos al hecho de que los conocimientos de las posiciones
teleológicas que influyen sobre el metabolismo con la naturaleza, que han
surgido con el fin de fundar tales posiciones, han de ser más fáciles de
sustituir que aquellos que están orientados a influir sobre hombres y grupos
humanos. Aquí es mucho más íntima la relación entre fin y fundamentación
epistemológica. Esta determinación, sin embargo, no debe de ningún modo
conducir a una exageración epistemológica en dirección a la uniformidad o a la
diferencia absoluta. Se encuentran presentes, al mismo tiempo, coincidencias y diferencias
ontológicas que solo pueden encontrar su resolución en una dialéctica
sociohistórica concreta.
Aquí podría aludirse simplemente al
fundamento socioontológico. Todo acontecimiento social procede de posiciones
teleológicas individuales, pero posee un carácter puramente causal. La génesis
teleológica tiene, de acuerdo con su naturaleza, importantes consecuencias para
todos los procesos sociales. Por un lado, pueden producirse objetos, con todas
sus consecuencias, que la naturaleza no podría haber producido por sí misma;
piénsese, por ejemplo, a fin de demostrar también este hecho en un estadio
primitivo, en la rueda. Por otro, toda sociedad se desarrolla de tal modo que
la necesidad deja de actuar de un modo mecánico-espontáneo; se intensifica su modo
de manifestación típico: según el caso, es posible exhortar, apremiar,
constreñir a los hombres para que realicen determinadas decisiones
teleológicas, o disuadirlos de que las realicen.
El proceso total de la sociedad es un
proceso casual que posee sus propias leyes, pero no una orientación objetiva a
fines. Incluso en aquellos casos en que los hombres o los grupos humanos
consiguen realizar sus posiciones finales, los resultados, por lo general,
aportan algo totalmente diferente de lo deseado. (Piénsese en que la evolución
de las fuerzas productivas en la antigüedad destruyó los fundamentos de la
sociedad; que esa misma evolución, en un estadio determinado del capitalismo,
produjo crisis económicas periódicamente recurrentes, etc.) Esta discrepancia interna
entre las posiciones teleológicas y sus consecuencias causales se intensifica
con el crecimiento de las sociedades, con la intensificación de la
participación social y humana en esas sociedades. Naturalmente, también esto
debe ser entendido en su contradictoriedad concreta. Algunos grandes
acontecimientos económicos (piénsese, por ejemplo, en la crisis de 1929) pueden
manifestarse bajo la apariencia de una catástrofe natural inevitable. La
historia muestra, sin embargo, que precisamente en las grandes conmociones
–piénsese en las grandes revoluciones– fue muy significativo el papel de
aquello que Lenin acostumbraba denominar el factor subjetivo. La diversidad de
las posiciones finales y de sus consecuencias se manifiesta, por cierto, como
predominio fáctico de los elementos y tendencias materiales en el proceso de
reproducción de la sociedad. Esto no significa, empero, que ese predominio
puede desarrollarse siempre de modo forzoso, sin tolerar resistencia alguna. El
factor subjetivo, originado en la reacción humana a semejantes tendencias de
movimiento, sigue siendo en múltiples ámbitos, permanentemente, un factor a
veces influyente; a veces, incluso, decisivo.
III
Hemos intentado mostrar cómo, en el ser social, las categorías decisivas y sus contextos están dados ya en el trabajo. El espacio de esta conferencia no permite desarrollar el progresivo ascenso desde el trabajo hasta la totalidad de la sociedad, aunque solo sea a modo de esbozo. (No podemos, p.ej., abordar transiciones tan importantes como la del valor de cambio al valor de uso, y de este al dinero, etc.) Los asistentes deben permitirme, pues –a fin de mostrar al menos a modo de esbozo la importancia de la ontología hasta aquí bosquejada para la sociedad en su conjunto, su evolución, sus perspectivas–, que pase simplemente por alto ámbitos intermedios sumamente importantes en cuanto al contenido, a fin de explicar al menos un poco más claramente la estructura más general de este inicio genético de la sociedad y la historia, con su propia evolución.
Lo que ante todo importa es ver en qué
consiste aquella necesidad económica que los amigos y enemigos de Marx
acostumbrar alabar o despreciar, con tan poca comprensión, en una visión
general de la obra marxiana. Ya de entrada es preciso subrayar el hecho obvio
de que no se trata de un proceso naturalmente necesario, aun cuando el propio
Marx a veces emplea tales expresiones en polémica con el idealismo. Nos hemos referido
explícitamente a la base ontológica fundamental –la causalidad, puesta en
marcha a través de decisiones alternativas de carácter ontológico–. La
consecuencia de esto es que nuestros conocimientos positivos sobre la necesidad
deben tener, esencialmente, un carácter post festum. Se hacen visibles,
naturalmente, tendencias generales; pero estas se desarrollan, en concreto, de
manera tan asimétrica, que, a lo sumo, solo podemos obtener un saber a
posteriori sobre su conformación concreta: solo los modos de realización de las
configuraciones sociales más diferenciadas y complejas muestran, en la mayoría
de los casos, con claridad en qué dirección avanza realmente la dirección
evolutiva de un periodo de transición. Tales tendencias pueden, pues, ser comprendidas
solo a posteriori; del mismo modo, las interpretaciones, esfuerzos,
previsiones, etc., de índole social que, entretanto, se han constituido, y que
no son en absoluto indiferentes de todo para el desarrollo de las tendencias,
reciben solo a posteriori su confirmación o impugnación.
En
la evolución económica precedente podemos percibir tres líneas evolutivas tales
que, por cierto, se han desarrollado, ostensiblemente, de un modo a menudo muy
asimétrico, pero independientemente de la voluntad y el saber subyacentes a las
posiciones teleológicas.
En primer lugar, continuamente tiende a
reducirse el tiempo de trabajo socialmente necesario para la reproducción de
los hombres. Hoy ya nadie objetará este hecho como una tendencia general.
En segundo lugar, este mismo proceso de
reproducción ha ido cobrando un carácter cada vez más intensamente social.
Cuando Marx habla de un creciente “retroceso de los límites naturales”, se
refiere, por un lado, a que la dependencia de la vida humana (y, por ende,
social) de los procesos naturales no puede desaparecer enteramente; por otro, a
que la participación cuantitativa y cualitativa de lo meramente natural, tanto
en la producción como en los productos, se reduce constantemente; a que todos
los momentos decisivos de la reproducción humana –piénsese en factores tan
naturales como la alimentación o la sexualidad– incorporan cada vez más
momentos sociales y son transformados continua y esencialmente por estos.
En tercer lugar, la evolución económica
crea, igualmente, relaciones cuantitativas y cualitativas cada vez más
decisivas entre las sociedades individuales, originariamente muy pequeñas,
independientes, a partir de las cuales el género humano se constituyó
inicialmente de un modo objetivamente concreto. La hegemonía económica del
mercado mundial, que hoy se realiza con intensidad creciente, muestra ya una
humanidad unificada –al menos, en términos económicos generales–. Se realiza
concretamente en un mundo en que dicha integración plantea, para la vida de los
hombres y los pueblos, los conflictos más difíciles y agudizados. (La cuestión
de los negros en los Estados Unidos.)
Se trata, en todos estos casos, de
tendencias decisivamente importantes en la transformación superficial y
profunda del ser social, a través de las cuales este asume su forma auténtica.
De acuerdo con dicha forma, el hombre pasó del ser natural a la personalidad
humana; de un género animal relativamente desarrollado, al género humano, a la
humanidad. Todo esto es producto de series causales que se constituyen en el
complejo de la sociedad. El proceso mismo no tiene fin alguno. Su evolución
ascendente contiene, por ello, la efectivización de contradicciones cada vez
más desarrolladas, cada vez más fundamentales. El progreso es, sin duda, una
síntesis de actividades humanas, pero no su realización plena en el sentido de
alguna clase de teleología: por ello vuelven a ser destruidas por esta
evolución, una y otra vez, realizaciones hermosas, pero económicamente
limitadas; por eso continuamente se manifiesta el progreso económico objetivo
bajo la forma de nuevos conflictos sociales. Así es que surgen, a partir de la
comunidad originaria de los hombres, las antinomias aparentemente insolubles de
las contraposiciones de clase; por ello también las peores formas de la
inhumanidad son producto de un progreso tal. Así es que, en sus comienzos, la
esclavitud representa un progreso frente al canibalismo; así es que, hoy, la
generalización de la alienación de los hombres es un síntoma de que la
evolución económica comienza a revolucionar la relación del hombre con el
trabajo.
La individualidad es ya una categoría
natural del ser, y también lo es el género. Estos dos polos del ser orgánico
solo pueden alcanzar simultáneamente su autoelevación a la personalidad humana
y el género humano en el ser social en el proceso por el cual la sociedad
adquiere un carácter cada vez más social. El materialismo anterior a Marx no
consiguió siquiera plantear la cuestión. Para Feuerbach, según el comentario
crítico de Marx, solo existen, por un lado, el individuo humano aislado y, por
otro, un género mudo, que solo liga de modo natural a los múltiples individuos.
La tarea de una ontología materialista que se ha vuelto histórica es, en
cambio, descubrir la génesis, el crecimiento, las contradicciones dentro de la
evolución unitaria; mostrar que el hombre, como productor y, al mismo tiempo,
como producto de la sociedad, realiza en el ser-hombre algo superior que el
simple hecho de ser un ejemplar meramente aislado de un género abstracto; que
el género, en este nivel del ser, el del ser socialmente desarrollado, ya no es
una mera generalización cuyos exponentes se mantienen subordinados “en forma
muda”. Antes bien, dichos componentes se elevan hasta alcanzar una voz cada vez
más claramente articulada; se elevan al nivel de la síntesis, propia del ser
social, entre los sujetos convertidos en individualidades y el género humano
que, en ellos, se ha vuelto autoconsciente.
IV
En cuanto teórico de este ser y devenir, Marx extrae todas las consecuencias de la evolución histórica. Constata que los hombres se han hecho tales a través del trabajo, pero que la historia precedente es solo una prehistoria de la humanidad. La verdadera historia solo puede comenzar con el comunismo, como el estadio superior del socialismo. El comunismo no es, pues, en Marx una anticipación utópico-intelectual de un estado de plenitud ficticio todavía por alcanzar, sino, por el contrario, el verdadero comienzo del desarrollo de aquellas facultades auténticamente humanas que la evolución precedente ha generado, reproducido, desarrollado contradictoriamente como importantes avances del devenir humano. Todo esto es acción del propio hombre, resultado de su propia actividad.
“Los hombres hacen su propia historia
–dice Marx–, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas
por ellos mismos”. Esto significa lo mismo que formulamos anteriormente: que el
hombre es un ser capaz de dar respuesta. Aquí se formula la unidad esencial al
ser social –indisolublemente contradictoria– de libertad y necesidad, que ya en
el trabajo actuaba como unidad indisolublemente contradictoria de las
decisiones alternativas de orden teleológico y las presuposiciones y
consecuencias de orden ineludiblemente causal-forzoso. Una unidad que continuamente
vuelve a reproducirse en todos los niveles socialmente personales de la
actividad humana, bajo formas siempre nuevas, cada vez más desarrolladas y
mediadas.
Por eso habla Marx, acerca del período
inicial de la auténtica historia humana, como de un “reino de la libertad”,
que, sin embargo, “solo puede florecer tomando como base aquel reino de la
necesidad” (de la reproducción económico-social de la humanidad, de las
tendencias de evolución objetivas a las que hemos aludido anteriormente).
Precisamente esta vinculación del reino
de la libertad con su base social-material, con el reino económico de la
necesidad, muestra la libertad del género humano como producto de su propia
actividad. La libertad, e incluso su necesidad, no son algo dado naturalmente,
ni un regalo concedido desde “lo alto”; tampoco un componente –de origen
misterioso– de la esencia humana. Es el producto de la propia actividad humana,
que, sin duda, siempre arriba concretamente a resultados diversos de los
deseados, pero en sus consecuencias reales amplía –objetivamente– en forma
continua el campo de las posibilidades de la libertad. Y, por cierto,
inmediatamente en el proceso de la evolución económica, en la medida en que,
por un lado, incrementa el número, el alcance, etc., de las decisiones
alternativas humanas; por otro, perfecciona igualmente las capacidades de los
hombres a través de la intensificación de las tareas que les son planteadas a
estos por su propia actividad. Todo esto reside aún, naturalmente, dentro del
“reino de la necesidad”.
La evolución del proceso de trabajo, del
campo de actividad, también posee, sin embargo, otras consecuencias, más
indirectas: ante todo, la constitución y desarrollo de la personalidad humana.
Esta última tiene, como base ineludible, los progresos de las capacidades, pero
no es de modo alguno su continuación simple y unilineal. Incluso, en la
evolución precedente a menudo existe entre ellas una relación predominante de
oposición. Dicha relación es diferente en diversas etapas de la evolución, pero
se intensifica con su punto más alto de desarrollo. Hoy, la evolución cada vez
más intensamente diferenciadora de las capacidades parece actuar verdaderamente
como un obstáculo para el devenir de la personalidad, como un vehículo de la
alienación de la personalidad humana.
Ya en el trabajo más primitivo, la
genericidad del hombre deja de ser muda. Pero alcanza, por de pronto e
inmediatamente, el mero estadio de un ser en sí [Ansichsein]: el de la
conciencia activa sobre el respectivo contexto social, el cual se halla fundado
en lo económico. Por grandes que hayan sido los progresos de la socialización,
por vasta que haya sido la ampliación de su horizonte, la conciencia general
del género humano no ha rebasado aún esa particularidad de la circunstancia dada
en cada caso para el hombre y el género.
Sin embargo, tampoco desapareció jamás
completamente del orden del día de la historia la genericidad más alta. Marx
describe el reino de la libertad como un “despliegue de las fuerza humanas que
se considera como fin en sí”; que, por lo tanto, se encuentra lo bastante
cargada de contenido –tanto en lo que respecta al hombre aislado como a la
sociedad– para valer como fin en sí mismo. Resulta, por de pronto, claro que
una genericidad tal presupone una altura hasta ahora no alcanzada en absoluto
del reino de la necesidad. Solo cuando el trabajo sea dominado realmente de
modo pleno por la humanidad; solo cuando en el trabajo resida ya, pues, la
posibilidad de ser “no solo medio para la vida” sino la “primera necesidad
vital”; solo cuando la humanidad haya superado enteramente el carácter forzoso
de la autorreproducción, se encontrará desbrozado el camino para la actividad
humana como fin en sí mismo.
Desbrozar significa procurar las
condiciones materiales necesarias; significa un campo de posibilidades para la
libre actividad autónoma. Ambas cosas son productos de la actividad humana.
Pero en tanto la primera es producto de una evolución necesaria, la segunda es
resultado del uso adecuado, acorde con la dignidad humana, de lo necesariamente
originado. La propia libertad no puede ser meramente un producto necesario de
una evolución forzosa, incluso si todos los presupuestos de su desarrollo solo
deben a esa evolución las posibilidades de su existencia.
Por ello no se trata aquí de una utopía.
Pues, en primera lugar, enteras posibilidades concretas de su realización han
sido producidas por un proceso necesario. No en vano se colocó un énfasis tan
grande sobre el factor de libertad en las decisiones alternativas ya del trabajo
más primitivo. El hombre debe alcanzar su libertad a través de la propia
acción. Pero solo puede hacerlo porque cada una de sus actividades contiene ya
un factor de libertad como componente necesario.
Se trata, sin embargo, de muchas más
cosas. Si este factor no se presentara ininterrumpidamente en el transcurso de
toda la historia humana, si no se conservara en esta una continuidad incesante,
aquel factor no podría, naturalmente, desempeñar, incluso en un gran cambio, el
papel de factor subjetivo. La contradictoria desigualdad de la evolución misma
ha tenido siempre consecuencias tales. Ya el carácter puramente causal de las
consecuencias de las posiciones teleológicas hace que cada progreso emerja como
unidad en la contradictoriedad de progreso y retroceso. Con las ideologías,
este hecho no solo es elevado a la conciencia (a menudo, a una falsa
conciencia) y se convierte en objeto de lucha, de acuerdo con los
contradictorios intereses sociales respectivos, sino que es relacionado una y
otra vez con las sociedades, como totalidades vivas, y con los hombres, como
personalidades en busca de su camino verdadero. En importantes manifestaciones
aisladas vuelve a cobrar expresión, una y otra vez, la imagen –hasta aquí,
siempre fragmentaria– de un mundo de las actividades humanas que merece existir
como fin en sí mismo. Es, incluso, llamativo que la mayoría de las
transformaciones prácticas que hicieron historia en su momento desaparezcan sin
dejar huellas de la memoria de la humanidad, mientras que estos gérmenes
necesariamente ineficaces desde una perspectiva práctica y condenados, a
menudo, a una trágica ruina, se conservan, con frecuencia, como algo vivo e
inextinguible en el recuerdo de la humanidad.
La conciencia de la mejor parte de la
humanidad, que, en el proceso del auténtico devenir humano, está en condiciones
de avanzar un paso más que la mayoría de sus contemporáneos, concede una
perduración tal a sus manifestaciones, al margen de toda su problematicidad
práctica. Cobra expresión, en esa parte de la humanidad, una unión de
personalidad y sociedad que, precisamente, apunta a esta genericidad plenamente
desarrollada del hombre. A través de la disposición para emprender un avance
interior en las crisis de las posibilidades normalmente alcanzadas del género,
tales hombres ayudan, a partir de la realización material de las posibilidades
de una genericidad para sí, a lograr realmente esta genericidad.
La mayor parte de las ideologías
estuvieron y están al servicio de la preservación y desarrollo de la genericidad
en sí. Por ello se orientan continuamente a lo concreto y actual, se encuentran
provistas de formas deliberadamente diversas de la lucha actual. Solo la gran
filosofía y el gran arte (así como los modos de proceder ejemplares de hombres
que actúan individualmente) actúan en esta dirección; son preservados sin
compulsión en la memoria de la humanidad, se acumulan como condiciones de una
disposición: la de preparar a los hombres internamente para un reino de la
libertad. Se trata aquí, ante todo, de una negación social y humana de aquellas
tendencias que ponen en peligro esta hominización del hombre. El joven Marx,
p.ej., ha reconocido un peligro central semejante en la primacía de la
categoría de “tener”. No es ocioso que la lucha de liberación humana culmine,
en Marx, en la perspectiva según la cual los sentidos humanos han de
convertirse en teóricos. Asimismo, no es, por cierto, ninguna casualidad que,
junto a los grandes filósofos, Shakespeare y los trágicos griegos hayan
desempeñado un papel tan grande en la formación espiritual de Marx y en el modo
en que este ha conducido su vida. (Tampoco la valoración de la “Appassionata”
por parte de Lenin es un episodio ocasional). En ellos se demuestra el hecho de
que los clásicos del marxismo, en oposición a sus epígonos –que se orientaron a
una manipulación cientificista–, nunca perdieron de vista el reino de la
libertad. Por cierto que supieron valorar, con igual claridad, el papel
ineludiblemente fundante del reino de la necesidad.
Hoy, en ocasión de una tentativa de
renovación de la ontología marxiana, es preciso afirmar ambas cosas: la
prioridad de lo material en la esencia, en la constitución del ser social; pero
también, al mismo tiempo, la comprensión de que una concepción materialista de
la realidad no tiene nada en común con la capitulación, usual en estos tiempos,
ante las particularidades objetivas y subjetivas.
______________
(*)
Lukács, György, Ontología del ser
social. El trabajo.
(**)
“Lukács había escrito la conferencia con vistas a presentarla en el XIV
Congreso Internacional de Filosofía que tuvo lugar entre el 2 y el 9/9/1968 en
Viena; pero finalmente no la presentó. Aquí aparecen sintetizadas las ideas
centrales de la Ontología.”
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