De Mercaderes de Ilusiones a Manipuladores de la Mente*
Efraín Ruiz Caro
LA PROPAGANDA EN POLÍTICA es tan antigua como la política misma. Tal vez los más activos y efectivos propagandistas de la historia fueron los apóstoles del cristianismo, llevando el mensaje del Salvador de casa en casa, persona por persona. Igual que las demás religiones. No habría budismo ni mahometismo sin predicadores-propagandistas. Desconocer la validez de la propaganda equivaldría a poner en duda el poder de convencimiento de la inteligencia a través de la palabra.
En
la primera mitad del siglo XX fue Goebbels el más sobresaliente de todos.
Debido a su gran oratoria y a su absoluta carencia de escrúpulos para faltar
deliberadamente a la verdad –“miente, miente, que algo queda” – contribuyó a la
fanatización de uno de los pueblos más civilizados y cultos del mundo, que
protagonizaron y permitieron la barbarie del nazismo.
Los
métodos propagandísticos de Goebbels fueron recogidos, en cuanto se refieren a
la mentira deliberada, por los políticos del imperialismo, principalmente
durante la guerra fría, para justificar las acciones punitivas de sus ejércitos
más allá de sus fronteras o para sus planes de desestabilización y subversión
en otros países. Las acciones psicológicas que precedieron a sus marines en las
intervenciones a República Dominicana, Guatemala, Cuba, Granada, Nicaragua,
Sudeste Asiático y otros lugares alejados de sus fronteras, están plagadas de
falsedades, con la ventaja sobre el nazismo, de contar con el más grande y
poderoso sistema de comunicaciones de todos los tiempos.
Después
de la Segunda Guerra Mundial, los métodos de Goebbels, exceptuando la mentira,
fueron superados abismalmente con los aportes de la publicidad comercial y la
aplicación de técnicas utilizadas por las ciencias sociales, especialmente las
encuestas, los sondeos de opinión y los controles de mercadotecnia. Los
políticos abandonaron sus tradicionales estilos propagandísticos y los partidos
sustituyeron sus oficinas de prensa y propaganda por agencias de publicidad
comercial. El Partido Republicano, en 1952, fue el primero que ofertó a sus
candidatos, comenzando por el presidencial, como si se tratara de mercaderías.
Los mismos procedimientos que los publicistas utilizan para vender detergentes,
lápices labiales, refrigeradoras o automóviles, se emplearon para ganar votos.
La política se puso en manos de los mercaderes de ilusiones. Fue el apogeo de
los sondeos de opinión para determinar los temas que la mayoría quisiera
escuchar de sus candidatos. El triunfo electoral de los republicanos en 1952
fue determinante para consagrar la aplicación de las técnicas de mercado a la
política. Tuvieron éxito quienes la aplicaron al comprobar que “el ciudadano
que entra a la cámara secreta y duda entre dos listas de candidatos está en la
misma situación que el que debe decidir entre dos dentífricos rivales en la
farmacia. La marca que ha penetrado más profundamente en su cerebro será la
elegida”1.
Los
procedimientos se han perfeccionado al punto que los publicistas no averiguan
ya los gustos de los consumidores para la producción industrial que promueven. Ahora
simplemente los imponen como “una transfusión de preferencias”, con lo cual el
domesticado ciudadano norteamericano compra cosas que no necesita, porque no le
ofrecen un jabón para la higiene, sino para lograr belleza. “No le entregan una
mercadería sino una ilusión. Los productos no se venden apelando a sus
características, sino apelando a la conciencia de los consumidores”. Los
industriales también han comprendido que en la actualidad “no venden productos,
sino que compran clientes”.
En
los años 50, cuando se hablaba de la propaganda subliminal, el estudioso
norteamericano Dan Lacy, advirtió el peligro que amenazaba al pueblo de Estados
Unidos: “abrigamos el temor que se escondan intenciones malignas en el centro
de la trama de las comunicaciones, ‘persuasores ocultos’ que tratan de
transformarnos subrepticiamente, propagandistas políticos –Goebbels más sutiles–
que pervertirán insidiosamente nuestra independencia. El vasto mecanismo de la
comunicación que de tal manera nos rodea y llena nuestras horas y crea en
nosotros el sentido del mundo más allá de nuestro círculo diario se halla más
bien concienzudamente dedicado a través de encuestas, tests, a indagar cómo
somos actualmente, qué es lo que nos interesa, cuáles son nuestros gustos,
cuáles nuestros prejuicios, y luego sostener ante nuestros ojos un gran espejo
de color rosado. No es el Hermano Mayor el que habla desde la pantalla: es la
imagen homogeneizada de nosotros mismos, la misma imagen que encuentra su
reflejo en la prensa diaria y en las páginas de las revistas informativas”. Dan
Lacy, lanzó esta advertencia en 1959, en una conferencia ante directores de
bibliotecas de Washington. Lacy fue director de informaciones internacionales
del Departamento de Estado de Estados Unidos en la época de las investigaciones
de McCarthy y resistió públicamente el oscurantismo de esos años.
En
1956 el Partido Demócrata, para competir en igualdad de condiciones con los
republicanos, confiaron también su propaganda a una agencia de publicidad que,
a la postre, resultó más efectiva. Los investigadores de mercado no sólo se
concretaban a buscar los temas y hasta las palabras favoritas de los
entrevistados, sino que modificaron la apariencia física de los candidatos con
artes de sastrería y peluquería. Ningún detalle fue descuidado, ni el
maquillaje ni el color de fondo de los escenarios -azul telegénico– para sus
presentaciones televisadas. Estas técnicas llegaron a la América Latina con
algún retraso y con el aporte de expertos norteamericanos en publicidad. Ellos,
por ejemplo, establecieron que la mayoría de los electores eran jóvenes y
querían ser gobernados por jóvenes. El candidato presidencial de un país
sudamericano fue sometido a una transformación para darle apariencia juvenil. Patillas
al estilo de Elvis Presley, a pesar de la avanzada calvicie, ropa igualmente
juvenil y, sobre todo, caminar muy rápido, casi corriendo, para mostrar además
de juventud, energía y vitalidad. Esto, según los expertos, es más importante
que hablar de problemas económicos, sociales o energéticos.
Las
ciencias sociales fueron expropiadas por la publicidad comercial. Esta a su vez
por la política. Adlai Stevenson, candidato derrotado a la presidencia de los
Estados Unidos declaró consternado: “la idea de que se pueden vender candidatos
para las altas investiduras como si fueran cereales para el desayuno, es la última
indignidad del proceso democrático”2.
Lo
que era válido para la política interna de los Estados Unidos, no podía ser
desperdiciado para su política exterior ni menos para su estrategia militar.
Sus servicios de inteligencia tradicionales habían fallado en Cuba. La
revolución triunfante de 1959 se enrumbaba en 1960 a la construcción del
socialismo a menos de 90 millas de sus fronteras territoriales, despertando,
además, contagioso entusiasmo en América Latina y el Tercer Mundo. La acción
del gobierno norteamericano no podía concretarse únicamente a una campaña
increíblemente calumniosa contra esa revolución para evitar su peligroso
ejemplo en el resto del continente. Sus servicios de inteligencia,
especialmente la cía y sus Mensajeros de la Paz eran insuficientes para recoger
el pensamiento de los latinoamericanos y establecer medidas preventivas o, en
caso necesario, punitivas. Por eso, el Pentágono y el Departamento de Estado
acudieron al auxilio de la mercadotecnia implementada por las ciencias sociales
y organizaron proyectos de espionaje masivo, bajo la forma de encuesta, en
varios países de América Latina, que harían luego extensivas a 40 países del
Tercer Mundo.
Pero
mientras los políticos se sentían felices con sus métodos publicitarios, sus
creadores empezaron a sentir que el piso se les movía. Los métodos de los
publicistas, que parecían infalibles, empezaron a fallar. Algunas grandes
inversiones, en este campo, no eran correspondidas con las ventas. Con
frecuencia se incurría en disfunción. Es decir, la publicidad con frecuencia
causaba el efecto contrario al deseado. Surgieron varios problemas tan serios
que pusieron a más de una poderosa empresa al borde de la quiebra. En el mundo
de la publicidad se vivía una angustia silenciada hacia el exterior. Las
preocupaciones de los mercaderes de ilusiones no llegaban todavía a los oídos
de los políticos. Estos seguían creyendo haber descubierto la piedra filosofal
de la dominación de sus electores con los procedimientos sociológicos aplicados
al comercio.
Sin
embargo, los sondeos o encuestas sobre los que se sustentaba la publicidad
comercial en los Estados Unidos hasta mediados de la década del 50, demostraron
su peligrosa inexactitud. El fracaso de estos surveys pusieron al borde del
colapso a la poderosa fabricante de automóviles Chrysler. Se comprobó, todavía
entonces, que los muestreos de opinión pública eran anticientíficos. Hasta esos
años, los servicios secretos norteamericanos utilizaban también las encuestas
para establecer el pensamiento de los militares latinoamericanos.
Las
encuestas fueron la novedad de los años cincuenta para establecer los gustos y
preferencias de los consumidores y en función de ellos orientar la publicidad
de una industria floreciente pero siempre temerosa de sucumbir en crisis por
sobreproducción. El estudio de mercado llegó a considerarse pretenciosamente
como una ciencia. Los políticos, por eso, adoptaron iguales procedimientos. El
norteamericano George Gallup, se hizo multimillonario con sus famosas consultas
a la opinión pública para establecer los resultados electorales antes de que se
realicen las elecciones. Gallup se convirtió en un moderno y científico
Nostradamus. De sus máquinas calculadoras salían los triunfadores de las
elecciones antes que de las ánforas, a pesar de que la primera vez, en 1938,
fallaron sus pronósticos, que fueron explicados con mucha lógica: “consecuencia
de un acontecimiento que cambió súbitamente, durante las 24 últimas horas, las
decisiones ciudadanas”. Pero, diez años después, en las elecciones de 1948,
volvieron a equivocarse estrepitosamente. El infalible Gallup dio por ganador
de las elecciones de noviembre al candidato Dewey con más del 50% de votos
sobre Truman que no llegaba ni al 45. Dos días después Truman fue el vencedor
con más del 54%.
A
pesar de su descrédito, los sondeos elementales de opinión se siguen utilizando
en los procesos electorales en América Latina, pero no por su certidumbre, sino
como instrumentos de propaganda, confiando en que los indecisos siempre
terminan apoyando a los que consideran ganadores, fenómeno conocido por los
sociólogos como Teorema de Thomas. La encuesta ha devenido así en simple medio
de publicidad política, efectiva en cuanto el propio Gallup reconoció que la
impresión de totalidad actúa normalmente en beneficio del favorecido en las
consultas. Actualmente los sondeos Gallup basan sus pronósticos más que en las
respuestas corrientes de sus entrevistados en las nuevas técnicas de
investigaciones motivacionales a cargo primordialmente de psicólogos.
Los
industriales y las agencias de publicidad no podían confiar sólo en los sondeos
de opinión. ¿Qué es lo que fallaba? Se destinaron, como de costumbre, millones
de dólares para averiguarlo. Investigando las razones del comportamiento de las
personas frente a los encuestadores, llamaron en auxilio de los publicistas a
los psicólogos, sociólogos, antropólogos y a psiquiatras sociales. Las
conclusiones fueron fabulosas para publicistas e industriales, pero
terroríficas para los demás seres humanos. A partir de ese momento se
estableció que los publicistas no deberían depender más de las aficiones,
gustos y necesidades de los compradores. Por el contrario, había que imponer a
los compradores el gusto y las aficiones de los vendedores, mediante una
“transfusión de convicciones” utilizando los procedimientos ensayados a nivel
zoológico por Pavlov. Se había descubierto que los humanos poseemos un nivel
ubicado como el inconsciente, sobre el cual se puede actuar, para fijar
mensajes por medio de símbolos, colores y frases y obtener a través de
estímulos externos, idénticas respuestas y reacciones a las sugeridas. Igual
que los perros de Pavlov, dispuestos a reaccionar por reflejos condicionados.
Los políticos, que aprovechando los
procedimientos de investigación de mercado habían superado la propaganda del
nazi Goebbels, pronto descubrirían las últimas novedades de la publicidad
comercial, dedicada en esos momentos al estudio de nuestros procesos mentales
para poder manejarlos a su antojo con la ayuda de símbolos y la participación
de sociólogos y psicólogos conductistas.
Desde
finales de la década de los cincuenta nos estudian en profundidad. Los que
examinan y se zambullen en la conciencia de los hombres, los que taladran
nuestro cerebro, los profesionales en trabajar sobre nuestro inconsciente, los
que han perfeccionado y convertido en ciencia lo que Vance Packard llama “las
formas ocultas de la propaganda” en busca de cohesionar a la opinión pública,
de convertirnos en seres hechos a la medida y elaborados en serie, se
autodenominan pomposamente “investigadores motivacionales”. Precisamente el
sociólogo norteamericano Packard, ha resumido los estudios realizados sobre la
imprecisión y falibilidad de las encuestas de opinión pública –objetadas con
anterioridad por publicistas europeos, debido a la insignificante y anticientífica
proporción de las muestras– en su libro Las
formas ocultas de la propaganda.
Ya
en 1950, el francés Jean Marie Domenach, en su estudio sobre a propaganda
política, sostenía que “el sondeo de opinión obtiene la media de lo que es ya
una media. De allí sus limitaciones y sus posibilidades de error. La opinión
neta se obtiene al nivel del grupo al que pertenece el sujeto, pero como esos
grupos son por lo general múltiples –familia, sindicato, partido, salón– el
individuo puede emitir opiniones diferentes en cada uno de esos diversos
niveles, a veces, contradictorios. Por eso, esta media no se alcanza y la
opinión individual oscila entre las diversas actitudes que se le sugieren”3.
Para
que los sondeos tuvieran validez, tendría que buscarse la opinión de individuos
que son prototipos de su sector social, desechando a los atípicos. Pero, como
Domenach hacía notar, existen individuos típicos en un medio que al mismo
tiempo son atípicos en otro. Ponía como ejemplo, el caso de un joven burgués
convertido. En el partido, como estudiante, era típico, pero atípico en el seno
familiar. O el de un chauvinista, típico entre los veteranos de la guerra, pero
atípico en la fábrica donde trabajaba o en su sindicato. Si en el primer caso,
el encuestador lo interrogara en su domicilio, cometería un grave error al
proyectar esa opinión como la representativa de su barrio. En el segundo caso
podría generalizar al sindicato como chauvinista. Los encargados de las
entrevistas, sobre todo en las encuestas electorales, no tienen tiempo sino
para tocar el timbre de una casa y preguntar al primero que sale a abrirle la
puerta.
Los
publicistas descartaron por eso la validez de los sondeos de opinión pública.
Si sus resultados son discutibles en un pequeño grupo que se toma de muestra,
mucho más irreal es que se los interpole como expresión de toda una ciudad y
peor de toda una nación.
Pero
fueron los psicólogos y los psiquiatras los que al comprobar la ineficacia de
las encuestas descubrieron la posibilidad de moldear el comportamiento de los
individuos y de las sociedades. Desde entonces, antes de lanzar una campaña de
publicidad para vender determinado producto ya no había que preguntarle a la
gente qué es lo que quería o qué es lo que le gustaba. Ahora había que
psicoanalizarla, estudiarla en profundidad, averiguar sus complejos, analizar
sus frustraciones, en suma, lanzar sondas a su alma a fin de conocer su
profundidad, para establecer los motivos que lo inducen a la elección y actuar
en consecuencia.
Según
describe Vence Packard, los expertos en ciencias médicas y sociales, que por
encargo de las agencias de publicidad estudiaron las razones por las cuales
fallan las investigaciones de mercado mediante los sondeos de opinión,
encuestas o surveys llegaron a las siguientes conclusiones:
“En
primer lugar no ha de suponerse que la gente sabe lo que quiere”. Como ejemplo
para esta afirmación cita el caso de una industria de salsa de tomate que se
puso al borde de la quiebra por aplicar al pie de la letra los resultados de
una encuesta realizada entre compradoras de ese producto. La mayoría de
entrevistadas había sugerido un nuevo tipo de envase y aprobado el propuesto.
Cuando el producto llegó a los mostradores en la novedosa botella, bajaron las
ventas. Nuevamente entrevistadas, por mayoría abrumadora, rechazaron el envase
y manifestaron su preferencia por el anterior.
Otro
ejemplo confirmatorio de esta conclusión fue el resultado –ampliamente a favor–
de una cerveza seca inexistente, con el agravante que la consulta fue hecha
entre bebedores de cerveza.
Una
periodista peruana, para un programa de televisión, realizó una encuesta para
que las personas interrogadas, incluyendo intelectuales, dieran su opinión
sobre el último best-seller: una novela titulada La quinta espada. Casi todos declararon haberla leído. Unos la
encontraron apasionante y no escatimaron elogios a la obra y a su autor. Sin
embargo la novela no se había escrito nunca y el título era producto de la
imaginación de la periodista.
Este
último caso coincide plenamente con la segunda conclusión resumida por Packard:
“No cabe suponer que la gente diga la verdad sobre sus preferencias y
aversiones aun en el caso de conocerlas. En cambio es probable que se obtengan
respuestas que protejan a los informantes en su resuelto empeño por aparecer
ante el mundo como seres verdaderamente sensatos, inteligentes y racionales”.
Este caso es frecuente en declaraciones al público o a periodistas. Por ejemplo,
las candidatas a los reinados de belleza, indefectiblemente manifiestan sus
preferencias por la música y la literatura clásicas, aunque sus verdaderas
aficiones no pasen de los ritmos bailables de moda y su lectura apenas alcance
a los folletines de Corín Tellado.
Otro
ejemplo, comprobado por los investigadores para esta conclusión es que la gente
“admite leer sólo revistas que gozan de gran prestigio”. Si se tomaran en serio
estos resultados, se llegaría a la conclusión que los periódicos sensacionalistas
y de escándalo se leen apenas, mientras las publicaciones culturales deberían
alcanzar altísimos tirajes.
Packard
refiere un experimento realizado en los Estados Unidos por el Instituto de
Investigación del Color para poner en duda la sinceridad con la que la gente
responde. Describe que, antes de una conferencia prepararon dos salas de
espera: una con modernos, mullidos y confortables muebles suecos y, la otra,
con sillones de estilo, incómodos pero tradicionales. Los primeros asistentes
ocuparon de inmediato la primera sala y únicamente cuando ya no había sitio, se
sentaron en los antiguos, incómodos y recargados asientos. Interrogados después
de la conferencia sobre cuál de las salas les había parecido mejor, el 84%
respondió que la clásica.
Otro
experimento preparado por el mismo instituto fue realmente humorístico: se
interrogó a seiscientas personas sobre si acudirían a una casa de empeño en
busca de un préstamo en dinero, dejando un objeto en garantía. Todos los
informantes respondieron negativa y airadamente. Pero el instituto había
preparado la encuesta estrictamente entre clientes de casas de préstamo.
Otra
conclusión demostrativa de la limitada eficacia de las encuestas se basa en que
“es peligroso suponer que la gente se comporta de manera racional”. Uno de los
casos estudiados por el referido instituto y recogidos por Packard, para
sostener esta tesis, fue la consulta hecha entre amas de casa sobre las
bondades de tres marcas de detergente. La mayoría de las mujeres consultadas
rechazaron el detergente de envase amarillo porque, si bien sacaba en forma
excelente la suciedad, en cambio quemaba las manos. Para ellas, el envase azul
no afectaba la piel pero no lavaba bien. Fue casi unánime el fallo al mejor
detergente: era el de la caja bicolor –amarillo y azul– porque no afectaba las
manos y limpiaba con perfección. Lo que no sabían las participantes de la
prueba es que se trataba de un mismo producto envasado en tres cajas
diferentes.
El
mismo Packard, refiere otra encuesta cuyas conclusiones hicieron perder
millones de dólares a la Chrysler Corporation. Lo más significativo de esa
consulta fue su duración y lo detallado, lo exhaustivo y, para su tiempo, lo
científico del cuestionario. La Chrysler quería saber, desde luego para
aumentar sus ventas, qué características debería tener el al resultado fue
considerado, por mucho tiempo, como el “error más caro de la historia de los
negocios de Estados Unidos”. De acuerdo con ese estudio de mercado, los
norteamericanos estaban cansados de los automóviles grandes y anchos, adornados
con exceso de cromos, difíciles de estacionar en calles cada vez más
congestionadas, y una serie de argumentos más. Para satisfacer ese deseo
mayoritario, la Chrysler diseñó un automóvil mediano y sencillo con la seguridad
de revolucionar el mercado. Hay que imaginarse la inversión y el tiempo que
requirió para cambiar sus instalaciones y adaptarlas al nuevo modelo. Los
resultados fueron catastróficos. Nunca la gigantesca empresa vendió tan pocos
automóviles como en 1953, año en el que se aplicó la muestra. Para evitar la
quiebra tuvo que volver a las características de largo y ancho de sus antiguos
diseños.
Treinta
años después, los sondeos siguen desorientando a quienes encargan estos
estudios más que si confiaran únicamente en su intuición. En 1980 el Newsprint
Information Comittee –una suerte de club de editores– quiso dar respuesta a un
interrogante: si más gente leía periódicos o veía televisión. Para estar
seguros encomendaron la investigación a tres acreditadas empresas de marketing:
Roper, Ben Bagdikian y Robinson. Los estudios de Roper resultaron diferentes y
opuestos a los realizados por Ben Bagdikian. Los obtenidos por la firma
Robinson, no se parecían a ninguno de los otros dos.
No
es posible sacar conclusiones definitivas de las encuestas sobre las
preferencias de los consumidores. Con mayor razón si se trata de averiguar
convicciones políticas, ideológicas o favoritismo sobre candidaturas a cargos
electivos. En algunos países del Tercer Mundo la sinceridad frente a un
formulario de preguntas políticas puede ser un riesgo peligroso. Por ejemplo,
en Chile gobernado por el general Pinochet es improbable que un marxista
confiese sus convicciones ante un desconocido, porque siempre tendrá la duda de
si realmente se trata de un pesquisidor de encuestas o de un miembro de
seguridad del Estado. La demostración se dio precisamente en Chile en el
referéndum convocado en 1988. Todas las encuestas, sin excepción y hasta la
víspera de la consulta, daban por ganador al “SI” que permitiría la permanencia
de Pinochet en el gobierno. Pero el “NO” se impuso en proporción contundente.
Después se supo que la confianza y el optimismo de Pinochet no se sustentaban
únicamente en los sondeos de las agencias privadas, sino en la de sus propios
servicios de inteligencia.
Igual
sucede con los ratings que miden la sintonía de los programas de radio y
televisión y los tirajes de revistas y periódicos. Una investigación del
congreso norteamericano sobre los ratings sorprendió más que por la falta de
idoneidad y honestidad en los procedimientos, por el reducidísimo ámbito en que
se realizaban las consultas. Las empresas dedicadas a estos estudios llegan a
tener poder excesivo sobre los medios de comunicación, puesto que sus
conclusiones estadísticas sirven de pauta para la distribución de propaganda de
las agencias de publicidad. En América Latina se han producido verdaderos
escándalos por la manipulación de cifras para beneficiar a determinados medios
de comunicación. En realidad, casi en ningún país están reguladas por ley estas
empresas ni las universidades preparan a sus expertos. Nacen espontáneamente
como los huevos neutros. Sin embargo, sus ejecutivos se promueven como
infalibles y para certificar que sus métodos son científicos, muestran como
testimonio técnico a las computadoras “que nunca se equivocan”. Y realmente
–salvo que tengan virus– no se equivocan. Además de certeras, las computadoras
son veloces y honestas. No se puede afirmar en cambio que sean certeros,
infalibles y honestos los seres humanos que las programan y que cargan los
datos. En el Perú existe una empresa de encuestas denominada Peruana de Opinión
Pública, cuyas siglas son POP. En los medios periodísticos se bromea, y hasta
se ha publicado con esa intención, que la sigla POP se interpreta como “Pagas O
Pierdes”.
Hay
numerosas experiencias al respecto. El director de un periódico de reciente
fundación, recibió la visita del representante de una empresa de ratings
ofertando la venta de sus servicios. Convencido que la propaganda comercial no
se daría a ese medio por su línea popular por muy significativo que fuera su
tiraje, no aceptó la proposición. Les preguntó en cambio, cuáles eran los
métodos para establecer el número de ejemplares de cada publicación.
Respondieron que sus expertos consultaban con vendedores y compradores. El
director les aconsejó un sistema más seguro: que consultaran con los
distribuidores zonales. Ellos entregaban las publicaciones en su sector y, al
día siguiente, recibían las devoluciones de los ejemplares no vendidos. Y otra
sugerente invitación: que lo visitaran a la hora que se iniciaba la impresión y
se quedaran hasta el final, contemplando el contómetro de la rotativa.
Los
expertos no aceptaron ninguna de las propuestas, convencidos de sus métodos de
muestreo. Como consecuencia de esta negativa, los resultados del rating
correspondiente al mes siguiente hubieran sido catastróficos para el periódico
de haber vivido de la publicidad comercial y no de los comunicados de las
organizaciones gremiales y sindicales, y del tiraje: no sólo lo bajaron del
lugar en que lo habían ubicado antes de la visita, sino que lo hicieron
desaparecer. Prácticamente para la empresa encuestadora el periódico no
existía.
En
la mayor parte de los países del Tercer Mundo funcionan empresas
transnacionales dedicadas al estudio de sintonía y circulación, como un
complemento a las de publicidad. Entre ambas forman los brazos de una tenaza
que aprisiona a los medios locales de comunicación. Si algún diario o estación
de radio o televisión, adopta una política informativa realmente amplia,
pluralista y que de algún modo objetara la economía de mercado, la empresa de
rating será la encargada de establecer que ese medio no tiene aceptación en el
público. Al no figurar en los lugares aceptables para la publicidad, ésta le
será negada sobre bases reales y objetivas. Esa es la razón por la cual no
puede sobrevivir la prensa alternativa y con mayor razón la radio o la
televisión alternativa. Por eso, los movimientos progresistas están marginados
de la libertad de prensa.
Las
encuestas políticas llegaron con mucha tardanza a América Latina. En el Perú,
por ejemplo, iniciaron sus actividades recién en 1980. En realidad, la mayoría
de las empresas encuestadoras existían desde tiempo atrás con fines
estrictamente comerciales. En las elecciones de ese año decidieron incursionar
en las arenas movedizas de la política, porque se les habría una nueva fuente
de ingresos. Como la norteamericana Gallup, el debut fue catastrófico: no
acertaron una. De acuerdo con sus pronósticos, en 1980 el presidente peruano
debió ser el aprista Armando Villanueva con amplísima ventaja sobre Fernando
Belaúnde. Pero los resultados fueron exactamente a la inversa. Los márgenes de
error superaron el 15 y 20%. La historia fue a contrapelo de las encuestas.
Con
esos resultados debieron volver –silenciosos y avergonzados– a sus indagaciones
de consumo, lectoría y sintonía. Pero la acogida que tuvieron durante la
campaña electoral en las empresas de radio, televisión y en los periódicos les
reportó nada despreciables ganancias. Sus pronósticos no fueron infalibles,
pero sus utilidades sí. De manera que para las elecciones municipales de a983,
regresaron al negocio como si nada hubiera sucedido.
Descubrieron,
además, que difundiendo sus cifras en los medios, adquirían un poder de
manipulación extraordinario que les permitía subordinar a políticos y partidos
con la posibilidad de endosarles el “voto perdido” y, por añadidura, hacer
méritos con los grandes anunciadores. Esta última afirmación es demostrable
–con los estudios realizados por el politólogo peruano Fernando Tuesta4–
al comprobar que, sin excepción, las empresas encuestadoras disminuyen las
posibilidades de los sectores populares y de la izquierda, al subrepresentar a
los sectores de extrema pobreza. Tuesta demuestra que en todas las encuestas,
la candidatura de la derecha “está sobrerrepresentada”, mientras que la
candidatura de Izquierda Unida recibe exactamente el trato contrario: en todos
los casos los porcentajes que se le otorgan son siempre menores a los
resultados finales.
Las
empresas latinoamericanas de marketing político, añaden a la serie de razones
por la cuales fallan las encuestas, una de importancia decisiva. Sus métodos y
cuestionarios están traducidos literalmente de las encuestadoras de Estados
Unidos, primera potencia económica del mundo, donde los estratos sociales están
diferenciados y no tienen la heterogeneidad de los países subdesarrollados. En
cualquier ciudad de Estados Unidos se puede ubicar y diferenciar con facilidad
a los distintos sectores por sus ingresos económicos. En Lima, donde la
población ha aumentado 5 veces en 30 años, con una marginalidad no mensurada y
creciente, aplicar mecánicamente los procedimientos norteamericanos carece de
seriedad y raya en el absurdo.
La
segunda experiencia de las encuestas políticas de 1983 en Lima, fue peor que la
anterior. Un mes antes de las elecciones, cada una de las empresas
encuestadoras dio resultados diferentes y todas fallaron. A cuarenta días de
las elecciones, el candidato favorito a la alcaldía de Lima era Alfredo
Barnechea del Partido Aprista, con el 26 y 30% de la votación, según las
empresas Peruana de Opinión Pública (POP) y Datum, respectivamente. De acuerdo
a POP, el segundo lugar correspondía a Ricardo Amiel del Partido Popular
Cristiano y el tercero, al candidato de Izquierda Unida, Alfonso Barrantes.
Para Datum, el segundo lugar era para el representante de la izquierda; para
Inter-Gallup el triunfador debía ser el popularcristiano Amiel con el 26%,
seguido del entonces izquierdista Barrantes y, en el tercer puesto quedaría
Barnechea del APRA.
No
se requería de sondeos de opinión, para intuir que el vencedor real sería el
candidato de Izquierda Unida. Pero las agencias POP, Datum y la Compañía
Peruana de Investigación de Mercados (CPI) recién dieron a esa candidatura el
primer lugar, faltando dos días para la realización de los comicios. Fracasaron
lamentablemente en los porcentajes estimados. Después de reiterar que sus sondeos
tenían como máximo el 5% de error, Datum falló en 13.51 y CPI en 14 puntos
porcentuales. Igualmente fueron notables los yerros en los puestos siguientes.
En el proceso electoral de 1983 se puso en evidencia la carencia ética de
Inter-Gallup, contratada con exclusividad por el diario El Comercio. Esa empresa dio como favorito en las encuestas hasta
el último día, al popularcristiano Ricardo Amiel –candidato auspiciado por ese
diario–, que resultó tercero. Con respecto al primero se alejó de la realidad
en más del 12%.
Tal
vez confiando como Martín Fierro, en que “saber olvidar lo malo también es
tener memoria”, las empresas manipuladora-encuestadoras reaparecieron en los
procesos electorales de 1895, de 1986 y de 1989. En las del año 85 la campaña
espectacular del aprista Alan García no dejaba dudas sobre su triunfo. La
discusión generalizada consistía en saber si ganaría en la primera vuelta o
requeriría de una segunda elección. Las agencias encuestadoras fallaron
notablemente en los porcentajes alcanzados. La mayoría de ellas se quedaron
cortas en las intenciones del voto, con el evidente propósito de mejorar al
candidato apoyado por los grandes anunciadores. Los errores de todas las
agencias en los siguientes puestos y los porcentajes atribuidos, fueron realmente
decepcionantes.
Esta
tendencia de favorecer las candidaturas apoyadas por los empresarios, se hizo
evidente en las elecciones municipales de noviembre de 1989. Desde el mes de
agosto era notoria la popularidad abrumadora del candidato del Movimiento
Obras, Ricardo Belmont, propietario de dos radioemisoras y de un canal de
televisión, además de ser un animador muy querido en sus maratónicas
presentaciones anuales en la televisión en un programa destinado a recaudar
fondos en beneficio de la clínica San Juan de Dios para niños inválidos de
sectores populares. Ya el 20 de agosto –casi tres meses antes de las elecciones–,
una encuesta “flash” de la empresa Mercadeo y Opinión S.A. publicada en el
diario La República, lo consideraba
en el primer lugar. Sin embargo, las demás encuestadoras mostraban la
preferencia por el candidato de la derecha unificada tras las siglas del Frente
Democrático (FREDEMO) y representado por Juan Incháustegui.
En
el transcurso de la campaña, se mostró siempre al candidato Incháustegui, si no
por delante, siguiendo muy de cerca a Ricardo Belmont, dando la impresión de
que los resultados electorales serían muy parejos, por lo menos entre dos
candidatos. Tres semanas antes de la elección, el diario El Comercio publicaba los resultados de las consultas favorables a
su candidato, Juan Incháustegui, y parecía que repetiría la manipulación de
1983. Por fin, cuando no se podía remar más contra la corriente, el sábado 28
de octubre –las elecciones se realizarían 14 días después– El Comercio publicó los sondeos de Datum colocando en primer lugar
a Belmont con 36%, seguido por el candidato derechista con 31%, pero con una
nota de redacción de antología. Debajo del cuadro de los resultados de la
encuesta, El Comercio colocó la
siguiente explicación: Aunque el candidato de Obras, Ricardo Belmont, cuenta
con 5.5 puntos más que el candidato del FREDEMO, Juan Incháustegui, que lo
sigue en las preferencias, Datum anota que de acuerdo al margen de error no hay
certeza de un ganador definido. Debido al tamaño de la muestra existe un empate
estadístico entre Obras y FREDEMO”. El famoso “empate estadístico” fue roto por
la realidad con más del 45% de la votación a favor del candidato de Obras.
A
pesar de todos estos fracasos rotundos, los medios de comunicación insisten en
utilizar las encuestas y presentarlas como oráculos cibernéticos infalibles con
la finalidad de convertirlas en confiables para los electores. Las encuestas se
han convertido en armas fundamentales para la manipulación de los ciudadanos.
Son evidentes los efectos disuasivos en la conducta del elector. Por eso, a
despecho de las objeciones planteadas por estudiosos, ningún medio de
comunicación se ha atrevido a promover un debate sobre el tema. Sería
suficiente comparar los resultados simultáneos que con pedantería exhiben los
dirigentes de empresas de sondeos de opinión, para demostrarles que sus procedimientos
son un embuste.
Veamos
una muestra más. El Comercio del
martes 27 de junio de 1989, publicó el resultado de las consultas hechas por
Apoyo S.A. A la pregunta: “¿Por quién votaría si mañana fuesen las elecciones
presidenciales?”, el 44% respondió que lo haría por Vargas Llosa –candidato del
FREDEMO– y el 19% por Barrantes Lingán –en ese momento probable candidato de IU–.
Pero, dos días antes, el domingo 25 de junio de 1989, el diario La República, basado en la “encuesta
flash” de Mercadeo y Opinión, tituló la información con grandes caracteres: “Se
viene el Barrantazo” y atribuyó al candidato Barrantes, no el 19%, sino el 38%.
Es
un misterio conocer el grado de credibilidad que los empresarios anunciadores
le otorgan a sus informes de marketing; no se sabe si las diferencias de los
sondeos comerciales son tan abismales como de las encuestas políticas. Tal vez
para los comerciantes e industriales no sea grave un margen de error del 5%.
Pero para la política sí. Fernando Tuesta lo explica con el siguiente ejemplo:
“en una encuesta con un margen de error de 5%, no es posible sostener que A
obtiene el 30% de los votos, seguido por B que tiene 25% y, en tercer lugar, se
encuentra C con un 22%. Debido al margen de error del 5% para arriba y para
abajo, la realidad puede ser completamente diferente e incluso contraria: puede
dar como resultado que C obtenga 27%, B quede segundo con 26%, y el supuesto
puntero A se quede al final con 25%. Es decir no es posible inferir
enfáticamente, con una muestra determinada, un resultado puntual”. Una
experiencia al respecto es el “empate estadístico” del diario El Comercio.
Como
cinco meses después de las elecciones municipales de 1989 se realizan las
generales, las agencias de marketing no esperaron el tiempo prudente para el
olvido de sus fiascos. Tres semanas después del famoso “empate estadístico”,
con gran desprecio por la inteligencia de sus lectores, el diario El Comercio, con la misma agencia Datum
volvieron a la carga de la manipulación estadística. Nuevamente, a la pregunta
sobre “si las elecciones fueran mañana, por cuál partido votaría Ud.” le
atribuyeron el 51.8% de las preferencias al frente derechista que acaba de
perder el principal municipio del país, donde se concentra la mitad del
electorado. En cambio, a Izquierda Unida le atribuyeron el 11.4%, rebajándole
12 puntos porcentuales –más del doble– del porcentaje alcanzado exactamente 18 días
antes.
Al
igual que Gallup que inauguró el sistema con un fiasco, pero encontró la
disculpa correspondiente, las empresas de marketing político hacen proezas de
imaginación para explicar a sus clientes comerciales sobre sus fracasos
políticos. Veamos una muestra: la Compañía Peruana de Investigación de Mercados
S.A. (CPI) al día siguiente de las elecciones de 1986, dirigió una carta
circular firmada por su director-gerente, Manuel Saavedra, con el título
“Elecciones municipales de 1986 (Lima). Un caso especial de marketing
político”. Recordemos que CPI en la encuesta realizada 6 días antes de las
elecciones, dio como ganador a Luis Bedoya del Partido Popular Cristiano, con
31.5% -que llegó tercero–; como segundo a Jorge del Castillo, del Partido
Aprista, con 28.8% -que fue el ganador– y a Alfonso Barrantes –en ese momento
candidato de Izquierda Unida– como tercero con 25.2%, pero que llegó segundo.
En
la comunicación circular CPI sostuvo que los aciertos y los errores que
distorsionaron las muestras se desencadenaron en forma sucesiva y concluyente
en las últimas 48 horas. Como aciertos, explicó el “balconazo” del presidente
Alan García a favor de Del Castillo y como error, la “respuesta fuera de tono
al mensaje presidencial por parte del Dr. Luis Bedoya”. En cuanto a Barrantes,
“pensamos que en cierta medida, aunque no en forma significativa, se reflejó el
‘voto escondido’ en los votantes indecisos”.
En
las conclusiones del informe de CPI a sus “clientes y amigos” se revela algo
que desconocen los sufridos creyentes de las encuestas. Transcribimos
textualmente la conclusión B: “En ningún momento los resultados de las
diferentes encuestas han constituido un pronóstico de los posibles resultados
del día Domingo; sólo han reflejado las preferencias de los votantes en el
momento de la encuesta”.
______________
(*) Ruiz Caro, Efraín, La tercera
colonización, capítulo VI, Traficando en la inconsciencia. Ediciones La Voz,
Lima 1990.
(1) Packard, Vance, Las formas ocultas de la propaganda.
(2) Ibid.
(3) Domenach, Jean Marie, La propagande politique.
(4) Tuesta, Fernando, “La trampa de
las encuestas”, en El Nacional, 8 de
octubre de 1989; “Las encuestas volverán a equivocarse”, en Sí, 30 de octubre de 1989.
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