Del Buen Salvaje al Subdesarrollado*
Ariel Drofman
Armand Mattelart
“Donald (hablando
con el médico brujo en África): Veo que son una nación moderna. ¿Tienen
teléfonos?
Médico-brujo: ¿Si
tenemos teléfonos?... De todos los colores y formas… El único problema es que
uno solo está conectado: en línea directa con el banco de crédito mundial”.
(Tío Rico, N° 106).
¿DÓNDE ESTÁ AZTECLAND? ¿Dónde está
Inca-Blinca? ¿Dónde está Inestablestán?
Es
indudable que Aztecland es Méjico: todos los prototipos del “ser” mejicano de
tarjeta postal se guarecen aquí. Burros, siestas, volcanes, cactus, sombreros
enormes, ponchos, serenatas, machismo, indios de viejas civilizaciones. No
importa que el nombre sea otro, porque reconocemos y fijamos al país de acuerdo
con esta tipicidad grotesca. El cambio de nombre, petrificando el embrión
arquetípico, aprovechando todos los prejuicios superficiales y estereotipos
acerca del país, permite Disneylandizarlo
sin trabas. Es Méjico para todos los efectos de reconocimiento y lejanía
marginal; no es Méjico para todas las contradicciones reales y conflictos
verdaderos de ese país americano.
Walt
tomó tierras vírgenes en EE.UU. y construyó sus palacios de Disneylandia, el
reino embrujado. Cuando mira el resto del Globo, trata de encuadrarlo en la
misma perspectiva, como si fuera una tierra previamente colonizada, cuyos
habitantes fantasmales deben conformarse a las nociones de Disney acerca de su
ser. Utiliza cada país del mundo para que cumpla una función modelo dentro de
este proceso de invasión por la naturaleza-disney. Incluso si algún país
extranjero se atreve a esbozar un conflicto con EE.UU., como el de Vietnam o
del Caribe, de inmediato estas naciones quedan registradas como propiedad de
estas historietas y sus luchas revolucionarias terminan por ser banalizadas.
Mientras los marines pasan a los revolucionarios por las armas, Disney los pasa
por sus revistas. Son dos formas del asesinato: por la sangre y por la
inocencia.
Disney
tampoco inventó a los habitantes de estas tierras, solo les impuso un molde
propio de lo que debían ser, actores de su hit-parade,
calcomanías y títeres en sus palacios de fantasía, buenos e inofensivos
salvajes hasta la eternidad.
Para
Disney, entonces, los pueblos subdesarrollados son como niños, deben ser
tratados como tales, y si no aceptan esta definición de su ser, hay que
bajarles los pantalones y darles una buen zurra. ¡Para que aprendan! Cuando se dice algo acerca del niño-buen-salvaje
en estas revistas, el objeto que en realidad se está pensando es el pueblo marginal. La relación de hegemonía que hemos
establecido entre los niños-adultos que vienen con su civilización y sus
técnicas, y los niños-buenos-salvajes que aceptan esta autoridad extranjera y
entregan sus riquezas, queda revelada como la réplica matemática de la relación
entre la metrópoli y el satélite, entre el imperio y su colonia, entre los
dueños y sus esclavos. Tal es así que los metropolitanos no solo buscan
tesoros, sino que venden a los nativos revistas
(como éstas de Disneylandia) para que aprendan el rol que la prensa urbana
dominante desea que ellos cumplan. Bajo el sugerente título “Más vale maña que
fuerza”, Donald parte a un atolón del Pacífico para tratar de sobrevivir un
mes, y vuelve cargado de dólares, convertido en héroe comercial moderno. El
empresario puede más que el misionero o el ejército. El mundo de la revista
Disneylandia se autopublicita, haciendo que se compre y se venda
entusiastamente dentro de sus mismas páginas.
Basta
de discurrir. Ejemplos y pruebas.
Entre
todos los niños-buenos-salvajes, ninguno llega más lejos en su exageración de
los rasgos infantiles que Gu, el abominable hombre de las nieves (TR. N° 113): descerebrado,
oligofrénico, de tipo mongólico (y vive en Tibet, miren que casualidad, entre
seres de raza amarilla), se lo trata como a un niño. Es un “abominable dueño de
casa” (tiene la cueva desordenada), desparrama los utensilios baratos y
desperdicios. “¡Que mal gusto!” “sombreros que él no puede usar”, y habla
balbucientemente con desarticulados sonidos de guagua: “Gu”. Sin embargo, lo
que lo distingue como descriteriado es el hecho de que ha robado la corona de
oro y piedras preciosas de Genghis Khan (que pertenece a Tío Rico mediante
operaciones ocultas de sus agentes) y no conoce su valía. La corona está en un
rincón como un balde, y Gu prefiere el reloj de Tío Rico que vale un dólar (“el
reloj es su juguete favorito”). Pero
no importa: “su estupidez nos ayudará a huir”. En efecto, Tío Rico cambia
mágicamente el artefacto barato de la civilización que hace tictac por la
corona. Hay obstáculos hasta que el niño
(inocente-animal-monstruo-subdesarrollado) entiende que solo se quieren llevar
algo que a él para nada le sirve y que en cambio se le entregará un pedazo
fantástico de progreso inexplicable (un reloj) que sí le sirve para jugar. Lo
que se extrae es un tesoro, oro, materia prima. El que lo entrega es
significativamente un subdesarrollado mental y superdesarrollado físico. El
gigantismo material de Gu, y de todos los demás salvajes marginales, es el
síntoma de su fuerza corporal solo apta para trabajar físicamente en la
naturaleza pura.1
Esto
traduce las relaciones de trueque que los primeros conquistadores y
colonizadores (en África, Asia, América y Oceanía) tuvieron con los indígenas:
se intercambia una baratija producto de la superioridad técnica (europea o
norteamericana) y se lleva el oro (las especies, el marfil, el té, etc.). Se le
quita algo en que ni se había fijado como elemento de uso o de intercambio.
Este es un caso extremo y casi anecdótico. Los casos más corrientes en otra
literatura infantil, pan de cada día, dejan al abominable en su condición de
animal y por lo tanto incapaz de entrar en una economía de ninguna clase
(Tintin en el Tibet).
Sin
embargo esta víctima de la regresión infantil señala el límite de un clisé del
buen salvaje. Más allá de él está el feto-salvaje, que por razones de recato
sexual Disney no mostrará.
Pero
si el lector pensara que estamos hilando muy fino al establecer un paralelo entre
un hombre que se lleva el oro y otro que lo regala por una baratija mecánica,
entre el imperialismo extractor y el país monoproductor de materias primas,
entre dominados y dominantes representativos, colocamos ahora un ejemplo más
explícito de la estrategia de Disney con respecto a los países que él
caricaturiza como atrasados, pero sin revelar la causa de su atraso.
Algunos
diálogos extraídos de la misma historieta que nos sirvió de encabezamiento a
este capítulo. Donald ha caído en un país de la selva africana. Ahí un médico
brujo (con anteojos encima de su gigantesca máscara primitiva) lo cura. La
versión que se entrega de la independización de los africanos es vergonzante.
“Es la nueva nación de Cuco Roco, aviador. Esta es nuestra capital”. Se ven tres
rucas de paja y un conjunto ambulante de parvas de heno. Cuando Donald pregunta
por este extraño fenómeno, el brujo le explica: ”¡Son pelucas!” “Es la novedad
que trajo nuestro embajador de las Naciones Unidas”. Cuando el chancho que
persigue a Donald aterriza y necesita que saquen las pelucas para ver dónde
está su pato-adversario, el siguiente diálogo:
“Chancho: Escuchen. ¡Les pagaré un buen
precio por sus pelucas! ¡Véndanme todas las que tengan!
“Un nativo: ¡Yippi! Un comerciante rico
nos compra las pelucas.
“Otro nativo: Me pagó seis estampillas
por la mía.
“Aún otro (alborozado): A mí me pasó dos
fichas para el subterráneo de Chicago”.
Cuando el chancho escapa: “Arrojaré unas
cuantas monedas para que los nativos no se acerquen al remolino”. Y se agachan
felices e invertebrados a recoger el dinero. Tal es así que cuando los “chicos
malos” se maquillan de nativos polinésicos, para engañar a Donald, no tienen
otro modelo de conducta: “Tú salvar nuestras vidas”. “Seremos tus servidores
para siempre”. Y mientras se postran, Donald comenta: “Son nativos también.
Pero un poco más civilizados”.
Otro
ejemplo (número especial D. 423). Donald parte a la “Lejana Congolia” porque
allá el negocio de Tío Rico no ha vendido nada. La razón: “El rey ordenó a sus
súbditos no hacer regalos de navidad este año. Desea que todo el pueblo le
entregue a él su dinero”. Comentario de Donald: “¡Egoísta!”. Y manos a la
acción. Donald es convertido en rey, al ser tomado como un gran mago que vuela
por los aires. Es destronado el antiguo (“No es hombre sabio como tú. No nos
permite comprar regalos”). Donald acepta (con la intención de partir apenas la
tienda quede vacía): “Mi primera orden como rey es… ¡compren regalos para sus
familias y no entreguen un centavo a su rey!”. Pero, al terminar las ventas,
Donald devuelve la corona al rey. Este deseaba el dinero para irse del país y
comer lo que se le antojara, en vista de que los congolianos exigen que su rey
solo coma cabezas de pescado. El rey: “Si tuviera otra oportunidad, gobernaría
bien. Y de algún modo me las arreglaría para no comer ese quiso espantoso”.
Donald
(al pueblo): “Y les aseguro que dejo el trono en buenas manos. Su antiguo rey
es un buen rey… y más sabio que antes”. (El pueblo: “¡Hurra! ¡Viva!”).
El
rey aprende que debe aliarse con los extranjeros si quiere conservar su poder,
que él ni siquiera puede demandar impuestos a su pueblo, porque éstos deben ser
entregados íntegros al exterior a través del Agente de Mc Pato. El dinero
vuelve a Patolandia. Además los afuerinos solucionan el problema del
aburrimiento del rey en sus tierras, de su sentimiento de marginación y deseo
de viajar hacia la metrópoli, mediante la importación masiva de lo suntuario:
“Y no te aflijas por esa comida”, dice Donald. “Yo te mandaré unas salsas que
cambian de gusto aún a las cabezas de pescado”. El rey zapatea de felicidad.
El
mismo esquema se repite hasta la saciedad. Mc Pato cambia puertas de acero
inoxidable por puertas de oro puro a los indios de Canadá (TR. 117). Boty y Donald
atrapados por los aridianos (árabes) (D. 453), empiezan a soplar y a producir
pompas de jabón, que los nativos desean más que cualquier otra cosa. “Ja, ja.
Se deshacen cuando uno las atrapa. Ji, ji”. Y dice Alí-Ben-Golí, el jefe: “Es
verdadera magia. Mi gente ríe como niños”. Ellos no entienden cómo se hace. “Es
solo un secreto transmitido de generación en generación”, dice Boty: “Te lo
revelaré si nos das la libertad”. (La civilización se presenta como algo
incomprensible que debe ser administrado por los hombres extranjeros). El jefe
(con extrañeza): “¿La libertad? Eso no es todo lo que os daré. Oro. Joyas. Mi
tesoro es de ustedes, si me revelan el secreto”. Los árabes consienten en su
propia enajenación. “Joyas tenemos, pero de nada sirven. No hacen reír como las
pompas mágicas”. Mientras Donald se ríe de él, con una mueca, “pobre ingenuo”,
Boty entrega el jabón Flop-flop: “Tienes razón amigo. Cuando desees un poco de
alegría, echa un poco de polvos mágicos y recita las palabras mágicas”. La
historieta termina con la conclusión de que no es necesario excavar las pirámides (o la tierra)
personalmente: “Para qué necesitamos una pirámide, teniendo a Alí-Ben-Golí”.
Esta
situación tiene a los nativos cada vez más eufóricos. Cada objeto de que se
libran les aumenta la felicidad y cada artefacto que reciben como magia
desprovista de origen maquinario los llena de regocijo.
Ninguno de nuestros más enconados
adversarios puede justificar este trato desequilibrado; ¿o acaso alguien piensa
que un puñado de joyas es igual a una cajita de jabón o una corona de oro igual
que un reloj? Seguramente se objetará que estos trueques obedecen a la
fantasía, pero es desafortunado que estas leyes de la imaginación favorezcan
unilateralmente a los personajes que vienen de afuera y a los que escriben y
editan estas revistas.
Pero
por qué nunca llama la atención este flagrante despojo, o en otros términos,
¿cómo es posible que esta desigualdad aparezca como una igualdad? Es decir,
¿por qué el saqueo imperialista, para llamarlo por su nombre, y por qué la
sumisión colonial, no aparecen en su carácter de tales?
“Joyas
tenemos, pero de nada sirven”.
Ahí
están en sus tiendas de desierto, en sus cavernas, en sus ciudades otrora
florecientes, en sus islas aisladas, en sus fortalezas prohibidas, y nunca podrán salir de ahí. Cuajados en
su tiempo histórico pretérito, definidas sus necesidades en función de este
pasado, estos subdesarrollados no tienen derecho a construir un futuro. Sus
coronas, sus materias primas, su petróleo, su energía, sus elefantes de jade,
su fruta, pero especialmente su oro, jamás podrán ser utilizados. Por lo tanto,
el progreso, que viene desde afuera con sus múltiples objetos, es un juguete.
Nunca perforará la defensa cristalizada del buen-salvaje, al cual se le prohíbe
civilizarse. Nunca podrá entrar en el club de los actores de la producción,
porque ni siquiera entiende que esos objetos han sido producidos. Los ve como
elementos mágicos, surgidos desde los cerebros de los extranjeros, de su verbo,
de sus palabras mágicas.
No
habiendo otorgado a los buenos salvajes el privilegio del futuro y del
crecimiento, todo saqueo no aparece como tal, ya que extirpa lo que es
superfluo, lo prescindible, una monada. El despojo capitalista irrefrenable se
escenifica con sonrisas y coquetería. Pobres nativos. Qué ingenuos son. Pero si
ellos no usan su oro, es mejor llevárselo. En otra parte servirá de algo.
Mc
Pato (TR. 48) toma posesión de la luna de veinticuatro quilates donde “el oro
es tan puro que se puede moldear como si fuera mantequilla”. Pero aparece el
dueño legítimo, Mukale, un venusiano que posee el título de la propiedad, y que
está dispuesto a vendérselo a Tío Rico por un puñado de tierra. “Oh, ¡es la
mayor ganga que he oído en mi vida!”, exclama el avaro, y se lo da. Pero Mukale
es un “buen natural” y con un “convertidor mágico” transforma la tierra en un
planeta, con continentes, océanos, árboles, un universo natural: “He vivido
demasiado pobremente aquí rodeado solo de átomos de oro”. Exiliado de su naturaleza
inocente, deseando un poco de lluvia y volcanes, Mukale reniega del oro con tal
de poder volver a la tierra originaria y conformarse con los medios de
subsistencia mínimos: (“¡Alfalfa! Me siento renacer”). “Ahora tengo un mundo
propio, con alimentos y bebidas”. No solo que Tío Rico no le roba el oro, sino
que, por el contrario, le hace el favor de extraerle todo ese metal corrompido
y facilitar el retorno a la inocencia primitiva. “Él consiguió lo que él quería
y yo esta fabulosa luna. Ochocientos kilómetros de espesor de puro oro. Pero a
pesar de eso, creo que él sacó la mejor parte”. Al pobre se le deja entregado a
la celebración feliz de la vida simple. Es el viejo aforismo: los pobres no
tienen preocupaciones, la riqueza trae problemas. Hay que saquear a los pobres,
a los subdesarrollados, sin sentimiento de culpa.
La
conquista ha sido purgada. Es inofensiva la presencia de los forasteros: ellos
construyen el futuro en base de una sociedad que jamás podrá o querrá salir del
pasado.
Pero
hay una segunda manera de infantilizar y exonerar su actitud ladrona. El
imperialismo se permite presentarse a sí mismo como vestal de la liberación de
los pueblos oprimidos y el juez imparcial de sus intereses.
Lo
único que no se le puede quitar al buen-salvaje es su subsistencia, y esto,
porque destruiría su economía natural, forzándolo a perder el paraíso y crear
una economía de producción.
Donald
(F. 165) viaja al “Altiplano del Abandono” para buscar un chivo de plata. Pero
este animal metálico sirve para salvar a un pueblo primitivo de la muerte por
hambre (palabra prohibida). Dice el jefe: “El único para llegar a la llanura
exterior es este estrecho sendero. Solo ustedes y las ovejas tienen el coraje
de atravesarlo. Nuestro pueblo ha sufrido siempre de vértigos. Jamás uno de
nosotros tendrá el valor de aventurarse a salir con el rebaño. Nos habríamos
muerto de inanición en nuestro pañuelo de tierra si un bondadoso hombre blanco
no hubiera llegado a nosotros en ese misterioso pájaro (Nota: es un avión) que ustedes ven allá… Construyó un chivo blanco
con metal de nuestra mina”. Donald y sus sobrinos de inmediato devuelven el
chivo a los introvertidos.
Pero
entran en escena personajes que todavía no habíamos encontrado: los villanos.
Es un hombre rico y su hijo que desean el chivo, aunque ese pueblo se muera de
hambre, olvidando, incluso la caridad como actitud obligada. “Firmó un contrato
y tiene que entregarme la mercadería”. Este malo es vencido y los patos se
muestran desinteresados y amigos de los nativos. Se concluye: Lo que ellos se
lleven, por definición, no es indispensable para el ciclo vital de los
buenos-salvajes. Ellos sabrán –hay que tener confianza en estos hombres tal
como en el otro que vino antes– distinguir lo esencial de lo superfluo. La oposición
buenos-malos crea la alianza de los nativos y extranjeros buenos contra los
extranjeros malos. El maniqueísmo moral sirve para repartir la soberanía
foránea en su lado autoritarista y paternalista. Garrote y Caritas. Los
extranjeros buenos, al cobijarse bajo el manto ético, se ganan el derecho a
decidir, y a ser creídos, acerca de la distribución de la riqueza de ese país.
Los villanos, burdos, groseros, repulsivos, directamente ladrones, están ahí
con el exclusivo propósito de transformar a los patos en defensores de la
justicia, de la ley, del alimento para los pobres y, por lo tanto, de limpiar
cualquier otra acción futura. Defendiendo lo único que sí les puede servir a
los buenos salvajes (su alimentación), y que provocaría su muerte o rebelión, destruyendo
de esta manera la imagen infantil con la violencia, los metropolitanos logran
convertirse en los portavoces de estos pueblos sumergidos y sin habla.
Esta
división ética de los dominadores, los explícitos y los solapados, se repite
incesantemente. Mickey y su compañía (TB. 62) buscan una mina de plata y
desenmascaran a dos estafadores que aterrorizaban a los indios. Esta
característica habitual de los nativos –pánico pavoroso e irracional frente a
cualquier hecho que desconcierta su ciclo natural– enfatiza su cobardía (tal
vez como los niños temen la oscuridad) y la necesidad de algún ser superior que
venga a rescatarlos y a restaurar el sol. Los dos malvados vendían los
“adornos” (de los indios) a los turistas haciendo grandes ganancias,
“disfrazados de conquistadores españoles”, que ya había robado el mineral
indígena. “Lo siento, Minnie”, dice Mickey “pero los indios habían descubierto
la mina antes”. Ella se alegra de todas maneras: “Ahora estarán libres de salir
del barranco y vender sus propias joyas”. Como recompensa, se los entroniza
dentro de la tribu: Minnie, princesa; Mickey y Tribilín, guerreros; Pluto, una
pluma. Así, la libertad de los indios es para poder colocar sus productos en el
mercado extranjero. Lo que se condena es el robo directo, abierto, sin una
mínima participación en las utilidades. La expoliación imperialista de Mickey
aparece como contrapuesta a la de los españoles y a la de quienes desearon en
el pasado –quién podría negarlo– esclavizar al indígena. Ahora las cosas han
cambiado. Robar sin pagar es robar sin disfraz. Robar pagando no puede
considerarse robar, sino favorecer. De ahí que las condiciones de la venta del
adorno y la importación desde Patolandia nunca estén cuestionadas, relaciones
que reconocen de antemano la igualdad de trato para los dos socios de la
negociación.
Algo
similar ocurre con los indios de Villadorado (D. 430) que desconfían de los
patos, en base a una experiencia histórica anterior. Cato Pato, 50 años antes,
y nada ha cambiado desde entonces, los engañó doblemente (al robarles las
tierras y vendérselas de vuelta, inútiles). Es importante convencerlos de que
no todos los patos (blancos) son malos, que los engaños del pasado pueden ser
reparados. Cualquier libro de historia –hasta Holywood, y la televisión–
admiten que los nativos fueron violados. Porque el pasado de fraude y
explotación ha sido superado. Una situación histórica es pública y ya no puede
enterrarse, aparece extinguida hacia el pasado. El presente es otra cosa. Pero
para asegurar el poder de redención del imperialismo, llega un par de
estafadores y los patos los desenmascaran: “¡Eso es una estafa! Ellos saben lo
valioso que es el gas natural que se está filtrando en la mina”. Resultado:
“los indios han declarado la paz a los patos”. “Hay que olvidar viejas
diferencias, hay que colaborar, las razas pueden entenderse”. ¡Qué mensaje
bello! Como dice un espectáculo, patrocinado por el Bank of America, la miniciudad de Disneylandia en California, es un
mundo de paz, en que todos los pueblos pueden entenderse.
Pero,
¿qué pasa con las tierras?
“Una
gran compañía de gas se hará cargo de todos los trabajos y pagará bien a la
tribu”. Es la política imperialista más descarada. Frente a estafadores
pretéritos y presentes, que se quedaron para colmo en la etapa artesanal, está
el gran Tío Compañía, que con justicia resolverá los problemas. No es malo el
que viene de afuera, solo el que no paga “justicieramente” es perverso. Por
oposición, la compañía es maravillosa.
Pero
hay más. Se abre un hotel y comienzan las excursiones. Los indios permanecen en
su fondo natural con tal de ser consumidos turísticamente. La condición de su
“riqueza” es que no se muevan.
Estos
dos últimos ejemplos insinúan ciertas diferencias con la política clásica de un
colonialismo burdo. Es posible advertir en esta colaboración benévola un
neocolonialismo que, rechazando el saqueo desnudo del pasado, permite al nativo
una mínima participación en su propia explotación.
Tal
vez, donde más claro se observe este fenómeno, sea en D. 432 (escrito en 1962,
en pleno auge de la Alianza para el
Progreso), donde los indios de Aztecland son convencidos por Donald de que
los conquistadores son cosas del pasado, venciendo simultáneamente a los chicos
malos, conquistadores contemporáneos. “¡Esto es absurdo! ¡Los conquistadores ya
no existen!”. El botín del pasado es un delito. Se criminaliza el pasado,
purificando el presente, borrando su prontuario. No hay para qué seguir
ocultando los tesoros: los patolandeses, que además han demostrado su bondad cuidando
caritativamente a una ovejita perdida, sabrán defender a los mejicanos. “Visite
Aztecland. Entrada: un dólar”. La geografía se hace tarjeta postal y se vende.
El anteayer no puede avanzar ni cambiar, porque eso destruiría la afluencia
turística. Las vacaciones de los metropolitanos se transforman en el vehículo
de la supremacía moderna, y además volvemos a ver cómo se guarda incólume la
virtud natural y física del buen-salvaje. El reposo en esos lugares ya es un
adelanto, un cheque en blanco, sobre la regeneración purificadora por medio de
la comunión con la naturaleza.
Todos
estos ejemplos tienen en común nutrirse de estereotipos internacionales. Quién
podría negar que el peruano (en Inca-Blinca, TB. 104) es somnoliento, vende
greda, está acuclillado, come ají caliente, tiene una cultura milenaria, según
los prejuicios dislocados que se proclaman en los mismos afiches publicitarios.
Disney no descubre esta criatura, pero la explota hasta su máxima eficacia
encerrando todos esos lugares comunes sociales, enraizados en las visiones del
mundo de las clases dominantes nacionales e internacionales, dentro de un
sistema que afianza su coherencia. Estos clisés diluyen la cotidianidad de
estos pueblos a través de la cultura masiva. La única manera de que un mejicano
conozca Perú es a través del prejuicio, que implica al mismo tiempo que Perú no
puede ser otra cosa, que no puede dejar esta situación prototípica, el aprisionamiento
en su propio exotismo. Pero de esta manera el mejicano se está autoconociendo,
se ríe de sí mismo. Al seleccionar los rasgos más epidérmicos y singulares de
cada pueblo, provocando nuevas sensaciones para incentivar la venta,
diferenciando a través de su folklore a naciones que ocupan una misma posición
dependiente y separándolas por sus diferencias superficiales, la historieta,
como todos los medios de comunicación de masas, juega con el principio de sensacionalismo, es decir, de ocultación
por lo “nuevo”. Nuestros países se transforman en tarros de basura que se
remozan eternamente al deleite impotente y orgiástico de los países del centro.
En televisión, radio, revistas, periódicos, chistes, noticias, reverberando en
conversaciones, películas, sofisticándose en los textos de historia, dibujos,
vestuario, discos, todos los días, en este mismo momento, se lleva a cabo la
disolución de la solidaridad internacional de los oprimidos. Estamos separados
por la representación que nos hacemos de los demás y que es nuestra propia
imagen enana en el espejo.
Este
gran pozo tácito del cual siempre se pueden extraer riquezas estereotipadas, se
basa en las representaciones cotidianas y no necesita buscar en la realidad
directa sus fuentes de información alimenticia. Cada uno tiene adentro un
manual de cortapalos atestado de encrucijadas comunes que le vienen a todo.
Sin
embargo, y por suerte, las contradicciones afloran y cuando éstas son tan
poderosas que se constituyen a pesar de la prensa metropolitana en noticia, es imposible reiterar el mismo
apacible fondo argumental. La realidad conflictiva no puede ser tapada por los
mismos esquemas que una realidad que, siendo conflictiva, aún no ha estallado
lo suficiente como para llamar la atención informativa.
Así,
hay una multitud de hechos cotidianos que revelan el malestar de un sistema. El
artista, que destruye la percepción habitual y masificada para agredir al
espectador y provocar su inestabilidad, no es más que un estrafalario, que por
casualidad logró sembrar colores en el viento. Se aísla al genio de la vida, y
toda su tentativa de reconciliar la realidad con su representación estética
queda anulada. Tribilín gana el primer premio en el concurso “pop”, al resbalar
locamente por un estacionamiento volcando tarros de pintura y creando el caos.
En medio de la basura intelectual que ha escupido, Tribilín protesta: “¿Yo
ganador? ¡Recontra! Ni siquiera lo intenté”. Y el arte pierde su ofensiva:
“Este trabajo sí que es bueno. Por fin puedo ganar dinero divirtiéndome y así
nadie se enfada conmigo”. (TB. 99). No debe desconcertase el público por esas
“obras maestras”: no tienen nada que ver con sus existencias, solo los flojos y
los estúpidos se dedican a este tipo de deporte. Lo mismo ocurre con los
“hippies” y las manifestaciones de paz y amor. Un tropel (notemos cómo los
aglutinan) de iracundos desfila fanáticamente y Donald (TR. 40) los invita a
desviar su trayectoria pata tomar limonada en el boliche de sus sobrinos (Tío
Rico quiere comprobar su honradez): “Ahí va un grupo sediento… Eh, gente. Tiren
sus estandartes y tomen limonada gratis”. Como una manada de búfalos le
arrebatan el dinero a Donald, olvidan la paz y sorben ruidosamente. Para que
vean que son unos alborotados hipócritas, venden sus ideales por un vaso de
limonada.
Contrastando
con ellos toman limonada ordenadamente los retoños militares, pequeños cadetes,
ordenados, obedientes, limpios, buenitos, verdaderamente pacíficos, y no sucios
y anárquicos “rebeldes”.
Esta
estrategia de convertir el signo de la protesta en impostura, se llama dilución: hacer que un fenómeno anormal
al cuerpo de la sociedad, síntoma de un cáncer, pueda ser rechazado
automáticamente por la “opinión pública” como una cosquilla pasajera. Rásquese
y terminaremos con ellos. A Disney no se le iluminó esta ampolleta solito; es
parte de un metabolismo del sistema, que reacciona frente a hechos reales y los
envuelve, parte de una estrategia, consciente o inconscientemente orquestada.
Por ejemplo, al convertir la primitiva dinamita del hippie en gran industria
textil, en moda, se le trata de privar de su denuncia de los males del sistema.
Es similar lo que sucede con la licuefacción de los movimientos para la
liberación de la mujer en EE.UU. La publicidad se atreve a sugerir que las damas
deben comprar licuadoras (¡sic!) para hacer sus tareas domésticas velozmente y
poder concurrir así a la próxima manifestación callejera en pro de la
emancipación.
Por
último, la piratería aérea (TR. 113) solo es cosa de bandidos locos: “Estamos
secuestrando su avión”. Comenta Pascual: “Según he visto en los diarios, el
secuestro de aviones se ha hecho muy popular”. La interpretación pública no
solo desinfla la noticia, sino que reasegura a sí misma que no pasa nada.
Pero
todos estos fenómenos son solo potencialmente subversivos, son meros índices.
Cuando hay un lugar en el mundo donde se infringe el código de la creación
disneylandesca, que estatuye el comportamiento ejemplar y sumiso del buen
salvaje, la historia no puede callar el hecho. Debe hacerle arreglos florales,
reinterpretarlo para su lector, incluso si éste es un niño. Esta segunda
estrategia se llama recuperación: un
fenómeno que niega abierta y dinámicamente el sistema, una conflagración
política explícita, sirve para nutrir la represión agresiva y sus
justificaciones.
Es
el caso de la guerra del Vietnam.
El
reino de Disney no es el de la fantasía, porque reacciona ante los
acontecimientos mundiales. Su visión del Tibet no es idéntica a la península de
Indochina. Hace 15 años el Caribe era el mar de los piratas. Ahora han tenido
que ajustarse al hecho de Cuba y la invasión de la República Dominicana. El
bucanero grita ahora vivas a la revolución y es sometido. Ya le tocará el turno
a Chile.
En
busca de un elefante de Jade (TR. 99), Mc Pato y su familia llegan a
Inestablestán, donde “siempre hay alguien disparándole a alguien”. De
inmediato, la situación de guerra civil se transforma en un incomprensible
juego entre alguien con alguien, es decir, fratricidio estúpido y sin dirección
ética o razón socioeconómica. La guerra de Vietnam resulta un mero intercambio
de balas desenchufadas e insensatas, y la tregua en una siesta. “¡Rha Thon sí,
Patolandia no!”, grita un guerrillero apoyando al ambicioso dictador
(comunista) y dinamitando la embajada de Patolandia. Al advertir que anda mal
su reloj, el vietcon dice: “Queda demostrado que no se puede confiar en los
relojes del ‘paraíso de los trabajadores’”. La lucha por el poder es meramente
personal y excéntrica: “Todos quieren ser gobernantes”. “¡Viva Rha Thon!
Dictador del pueblo feliz”, es el grito, y se agrega en un susurro, o
“infeliz”. El tirano defiende su parcela: “Mátenlo. No dejen que estropee mi revolución”. El salvador en esta
situación caótica es el príncipe Encanh Thador o Yho Soy, formas del
egocentrismo mágico. El viene a reunificar el país y a “pacificar” al pueblo.
Finalmente debe triunfar, porque los soldados rehúsan las órdenes de un jefe
que ha perdido su carisma, que no es “encantador”.
Soldado 1: “¿Para que sigan estas tontas
revoluciones?”.
Soldado 2: “No. Creemos que es mucho
mejor que haya un rey en Inestablestán, como en los buenos tiempos”.
Y
para cerrar el circuito y la alianza, Tío Rico regala “estas riquezas y el elefante
a Inestablestán”, tesoros que le pertenecían antes a ese pueblo. Uno de los
sobrinitos comenta: “La gente pobre puede hacer uso de ellas”. Y por último,
tantas ganas tiene Tío Rico de volver de este remedo de Vietnam, que promete:
“Cuando vuelva a Patolandia, haré incluso algo más. Devolveré la cola de un
millón de dólares del elefante de jade”.
Apostamos,
sin embargo, que Mc Pato se olvidó de sus promesas apenas llegó. Así, el
siguiente diálogo (en Patolandia) en otra revista (D. 445):
Sobrinito: “También les dio la gripe
asiática”.
Donald: “Siempre he dicho que nada bueno
nos puede venir del Asia”.
Una
similar reducción es la que ocurre respecto del Caribe: Cuba, Centroamérica: La
república (?) se San Bananador (D. 364). Donald se burla de los niños que
juegan al secuestro: son cosas que ya no suceden: “En los barcos no se
secuestra a nadie y los marineros no padecen escorbuto en este tiempo…” El
suplicio del tablón está también estrictamente prohibido. Estamos frente a un
mar inofensivo. Pero aún existen lugares donde sobreviven estas reminiscencias
y hábitos salvajes. Un hombre trata de escapar de un barco que él califica de
terrorífico. “Lleva una carga peligrosa y su capitán es una amenaza viva.
¡Socorro!”. Cuando lo llevan a la fuerza devuelta a la nave, invoca la libertad
(“¡soy un hombre libre! ¡Suéltenme!”), mientras que los secuestradores lo
tratan de esclavo. Aunque Donald,
típicamente, interpreta el incidente como de “salarios” o de “actores rodando
una película”, él y sus sobrinos también son raptados. En el barco se vive una
pesadilla, hay racionamiento de comida, se impide hasta a las ratas abandonar
el buque, solo impera la ley injusta, arbitraria y enloquecida del “Capitán
Tormenta” y sus barbudos secuaces, hay trabajos forzados, esclavos, esclavos,
esclavos.
Pero,
¿no se tratará de unos piratas antiguos? En absoluto. Son revolucionarios en
lucha contra la ley y el orden, perseguidos por la armada de su país porque
intentan llevar un cargamento de armas a los rebeldes de la República de San
Bananador. “¡Tratarán de ubicarnos con aviones. Apaguen las luces. Nos
escabulliremos en la oscuridad!”. Y con el puño en alto grita el radioperador:
“¡Viva la revolución!” La única esperanza, según Donald, es “la buena y vieja
armada, símbolo de la ley y el orden”. Obligatoriamente el polo rebelde actúa
en nombre de la tiranía, la dictadura, el totalitarismo. La sociedad esclavista
que impera a bordo del barco es la réplica de la sociedad que ellos proponen
instalar en ves del régimen legítimamente establecido. En los tiempos modernos,
el único vehículo para que vuelva la esclavitud del hombre es por medio de las
sociedades que propugnan los movimientos insurreccionales.
Ya
no puede escapar a nadie los propósitos políticos de Disney, tanto en estas
pocas historietas donde tiene que mostrar abiertamente sus intenciones, como en
aquellas mayoritarias en que está encubriendo de animalidad, infantilismo,
buensalvajismo, una trama de intereses de un sistema social históricamente
determinado y concretamente situado: el imperialismo norteamericano.
No
solo lo que se dice del niño se piensa del nue-salvaje, y lo que se piensa del
buen salvaje se piensa del subdesarrollado, sino –y ésta es la nuez definitiva–
lo que se piensa, dice, muestra y disfraza de todos ellos, tiene en realidad un
solo protagonista verdadero: el proletariado.
Lo imaginario infantil es la utopía política
de una clase. En las historietas de Disney, jamás se podrá encontrar un
trabajador o un proletario, jamás nadie produce
industrialmente nada. Pero esto no significa que esté ausente la clase
proletaria. Al contrario: está presente bajo dos máscaras, como buen-salvaje y
como criminal-lumpen. Ambos criminales destruyen al proletariado como clase,
pero rescatan de esta clase ciertos mitos que la burguesía ha construido desde
el principio de su aparición y hasta su acceso al poder para ocultar y
domesticar a su enemigo, para evitar su solidaridad y hacerlo funcionar
fluidamente dentro del sistema, participando en su propia esclavización
ideológica.
Para
racionalizar su preponderancia y justificar su situación de privilegio, la
burguesía dividió el mundo de los dominados en dos sectores: uno, el
campesinado, no peligroso, natural, verdadero, ingenuo, espontáneo, infantil,
estático; el otro, urbano, amenazante, hacinado, insalubre, desconfiado,
calculador, amargado, vicioso, esencialmente móvil. El campesino adquirió en
este proceso mitificador la exclusividad de lo popular y se lo erigió en
guardián folklórico de lo que se produce o conserva en el pueblo, lejos de la
influencia de los centros humeantes urbanos, purificándose por un retorno
cíclico a las virtudes primitivas de la tierra. El mito del pueblo como
buen-salvaje no hacía sino servir una vez más a una clase para su dominación y
para representarse al pueblo como un niño que debía ser protegido para su
propio bien. Eran los únicos capaces de recibir, sin contradecir, los valores
de la burguesía como eternamente válidos. La literatura infantil se nutrió de
estos mitos “populares” y sirvió de constante recuerdo alegórico acerca de lo
que se deseaba que fuera el pueblo.
En
toda civilización urbana grande (Alejandría con Teócrito, Roma con Virgilio, la
época moderna con Sannazaro, Montemayor, Shakespeare, Cervantes, D’Urfé) se ha
creado el mito pastoril: un espacio edénico, extrasocial, casto y puro, donde
el único problema era el amor (problema biológico). Junto a este bucolismo
evangélico, emana una literatura picaresca (rufianes, vagos, jugadores,
glotones), que muestra una realidad del hombre móvil degenerado e irredimible.
El mundo se divide en el cielo laico de los pastores y el infierno terrestre de
los desocupados. Al mismo tiempo, brotan las utopías (Moro, Campanella,
Victoria) que proyectan hacia el futuro humano (y en base al optimismo que
trajo la técnica y el pesimismo del quiebre de la unidad medieval) el reino
estático de la perfección social. Solo la burguesía en formación fue capaz de
impulsar los viajes de descubrimiento, donde de pronto florecieron innumerables
pueblos que obedecían teóricamente a los esquemas pastoriles y utópicos, que
participaban de la razón cristiana universal que el humanismo erasmista había
proclamado. Así, la división entre los positivo-popular-campesino y lo
negativo-popular-proletario recibió toda una afluencia desbordante. Los nuevos
continentes fueron colonizados en nombre de esta repartición, para probar que
en ellos, alejados del pecado original y del pecado del mercantilismo, se podía
llevar a cabo la historia ideal que la burguesía se había trazado y que los
holgazanes, inmundos, proliferantes, promiscuos exigentes proletarios no
admitían con su constante oposición obstinada. A pesar del fracaso de América
Latina, a pesar del fracaso en África, en Oceanía y en Asia, el mito nunca
perdió vigor, y por el contrario, sirvió de constante acicate al único país que
logró su desarrollo, abrió la frontera una y otra vez, y que finalmente iba a
dar nacimiento al infernal Disney, que quiso abrir y cerrar la frontera de la
imaginación infantil, basado justamente en los mitos que dieron origen a su
propio país.
La
nostalgia histórica de la burguesía, producto tanto de las contradicciones
objetivas dentro de su clase, de sus conflictos con el proletariado, de su mito
siempre desmentido y siempre renovable, de las dificultades que goteaban desde
la industrialización, se disfrazó de nostalgia de la geografía del paraíso
perdido que ella no pudo aprovechar, y de nostalgia biológica del niño que ella
necesitaba para legitimar su proyecto de emancipación y de liberación del
hombre. No había ningún otro lugar a dónde ir, si no era hacia esa otra
naturaleza, la tecnología.
Y
el anhelo de McLuhan (calcada sobre el “primitivismo tribal comunista” del
mundo subdesarrollado) a través de los medios masivos de comunicación, no es
sino una utopía del futuro que vuelve a un ansia del pasado. Aunque la
burguesía no pudo llevar a cabo durante sus siglos de existencia, su proyecto
histórico imaginario, lo mantuvo junto a sí calentito en cada una de sus
expediciones y justificaciones. Disney siempre tuvo miedo a la técnica, y no la
asumió; prefería el pasado. McLuhan es más inteligente: entiende que concebir
la técnica como la vuelta a los valores del pasado es la solución que debe
propiciar el imperialismo en su próxima etapa estratégica.
Y
ya que hablamos de política, de imperialismo, burguesía y proletariado, de
clases sociales, para los que no hubiesen aprendido las instrucciones para
expulsar a alguien del club disneylandia, autorizamos la reproducción masiva
del siguiente editorial de El Mercurio
(13 de agosto, 1971) titulada Voz de
Alerta a los Padres:
“Entre
los objetivos que persigue el Gobierno de la Unidad Popular figura la creación
de una nueva mentalidad de las generaciones juveniles.
“Para
cumplir este propósito, propio de todas las sociedades marxistas, las
autoridades que intervienen en la educación y la publicidad están echando mano
a distintos recursos.
“Opiniones
responsables del Gobierno sostienen que la educación será uno de los medios
calificados para lograr aquél propósito; de ahí que a estas alturas estén
severamente cuestionados los métodos de enseñanza, los textos que utilizan los
alumnos y la mentalidad de grandes sectores del magisterio nacional que rechaza
ser instrumento de concientización ideológica.
“No
puede sorprender que se ponga énfasis en cambiar la mentalidad de la juventud
escolar que por su escasa formación no puede descubrir el sutil contrabando
ideológico que se le suministra.
“Sin
embargo, también se intentan otras vías a nivel infantil, cuya expresión más
clara son las revistas y publicaciones que ha comenzado a lanzar la Editorial
del Estado, bajo mentores literarios chilenos y extranjeros, pero en todo caso
de probada militancia marxista.
“Conviene
subrayar que ni siquiera se descartan los medios de esparcimiento y
entretención infantiles para impopularizar personajes ya consagrados en la
literatura mundial, y al mismo tiempo reemplazarlos por otros modelos
discurridos por los expertos en propaganda de la Unidad Popular.
“Hace
ya algún tiempo que seudos sociólogos han venido clamando, en su enrevesado
lenguaje, contra ciertas historietas cómicas de circulación internacional,
juzgadas funestas por cuanto serían vehículos de colonización intelectual para
quienes se impusieran de su contenido. Es natural que tales argumentos hayan
sido considerados irrisorios en diversos círculos, que ahora se ven acudir a un
expediente análogo con el objeto de difundir consignas en forma hábilmente
disfrazada.
“Es
indudable que una concientización realizada en forma burda no tendría acogida,
en este rubro, entre padres y apoderados. Se ha debido, pues, destilar
cuidadosamente un material que lleva incluidas algunas ideas propicias para
alcanzar las metas que persiguen.
“En
esta forma los niños reciben desde temprana edad una dosis de propaganda
sistemática para desviarlos en otras etapas de su formación hacia los
derroteros del marxismo.
“También
se ha querido aprovechar las revistas infantiles para que los padres reciban un
adoctrinamiento ideológico, para lo cual se incluyen en ellas suplementos
especiales para los adultos.
“Ilustra
acerca de los procedimientos marxistas el que una empresa del Estado auspicie
iniciativas de esta especie, con la colaboración de personal extranjero.
“El
programa de la Unidad Popular prescribe que los medios de comunicación deberían
tener una orientación educativa. Ahora empezamos a saber que tal orientación se
convierte en instrumento para el proselitismo doctrinario impuesto de la
primera infancia en forma tan insidiosa y disimulada, que a menudo muchos no
vislumbran los reales propósitos que las publicaciones persiguen”
Y
en este momento perseguimos la siguiente respuesta: si el proletariado está
eliminado, ¿quién produce todo ese oro, todas esas riquezas?
_____________
(*) Ariel Dorfman y Armand Mattelart,
Para leer al Pato Donald, comunicación de masa y colonialismo. Capítulo III.
Siglo XXI editores, vigesimoctava edición, 1987.
(1)
Para el tema del gigantismo del cuerpo con amenaza sexual, véase de Eldridge
Cleaver, Soul on Ice, 1968.
La vida es un misterio con muchas preguntas que necesitan respuesta, ¿qué problemas estás enfrentando en la tierra?
ResponderEliminar¿Su esposo o esposa dejó su vida sin una buena explicación que lo confunda y los quiera de regreso en su vida? El Dr. Ajayi es el hombre adecuado para el trabajo, es un poderoso lanzador de hechizos bendecido por sus antepasados y aceptado por los dioses como su portavoz en la tierra, el Dr. Ajayi me ayuda a salvar mi hogar roto trayendo de vuelta a mi esposo con su poderoso hechizo . Mi esposo y yo estuvimos separados 9 meses sin comunicarnos, pero con el hechizo del Dr. Ajayi él está de regreso y somos una familia feliz nuevamente. Comuníquese con el Dr. Ajayi, el lanzador de hechizos, si enfrenta algún tipo de problema en la vida y necesita una solución rápida. Viber o Whatsapp: +2347084887094 o correo electrónico: drajayi1990@gmail.com