(Decimoquinta Parte)
Julio Carmona
3.2
En La invención novelesca
La historia es lo de menos. La forma es lo que importa, paráfrasis
del libro que aquí analizaremos, que resume la siguiente propuesta de MG:
«desde la primera frase [de la novela Mientras
agonizo, de William Faulkner —dice] me subyugó, no por la historia, que
hasta la mitad de la novela no logré descifrar, sino por su forma de narrar que
yo encontré absolutamente novedosa» (B-2008: 16). Luego, en la p. 125, dice:
«Leyendo a Dumas comprendí que la novela, no importa qué temas aborde, nunca
debe perder su poder encantatorio.» Es, pues, una fórmula que, en términos muy
generales, es aplicable a todas las artes, porque un mismo tema puede ser
tratado por todos los artistas (y aun los que no lo son). De donde se sigue que
la cualidad artística (de la obra) o su diferente calidad estará dada no por la
historia, no por el tema, no por el mensaje o el contenido, no por el qué se
dice, sino por el cómo se dice: por la forma que utiliza quien «inventa»,
«construye» o «produce» la obra.
Pero —y esto no hay que olvidarlo—
aunque el lector entienda o no entienda lo que se dice (que es un aspecto
planteado por MG en la cita de arriba) esto «que se dice» (legible o ilegible)
está unido a «la forma como se dice». Todo escritor (informativo o literario:
en este momento no discutamos la bondad de su producto) procesa en su conciencia
(en su mente, en su manera de ver el mundo) la dimensión del suceso que le
sirvió de tema, y, desde esa perspectiva, carga a su obra, incluyendo todos sus
elementos: de contenido y de forma, con esa su concepción del mundo. O sea que
la planteada por MG es una verdad incuestionable: que al hablar de poesía se
tiene que partir de su perfección formal. Ya sea mayor o menor, pero nunca
nula, pues esto último anula el que se hable de ella.
Sin embargo, esa gradación de bondad de
la forma artística, no obstante, no hay que desligarla de su contenido; porque
—como decía el crítico norteamericano I. A. Richards: «… la estrecha
cooperación de la forma con el significado —modificándolo y siendo modificada
por éste de modo que, aunque sutiles, son por lo común perfectamente
inteligibles— es el principal secreto del estilo poético. Pero en torno a ello
se ha levantado tal misterio y confusión con tanto hablar sobre la identidad de
Forma y Contenido, o sobre la extirpación de la Materia en la Forma, que
corremos el peligro de olvidar cuán natural e inevitable su cooperación debe
ser» (A-1967: 233), o lo que es lo mismo dicho por Bertolt Brecht: «Es que en
realidad no existe diferencia alguna entre forma y contenido, y vale también
aquí lo que Marx dice acerca de la forma: es buena en tanto es la forma de su
contenido» (Brecht, A-1973: 123).
Resumiendo, se puede decir que detenerse
a estudiar los medios técnicos de un poema admitido como bello (y a cuya belleza no agregará nada el que se sepa su trabazón
estructural) puede permitir comprender la importancia de los géneros literarios
y la historia de las formas y artificios poéticos y, en consecuencia, ayudar
relativamente a entender cómo ha sido construido dicho poema; pero no alumbrará
nada respecto a su peculiaridad histórica, a su personalidad y originalidad
ínsita. La técnica no es precisamente lo que diferencia a un poema de otro, ni
siquiera a un poema y un escrito que no merece tal nombre, porque, justamente,
lo único que pueden tener en común es una cierta retórica, un conjunto de
recursos expresivos, algo insuficiente por cierto para individualizarlos.
Pongamos el ejemplo de un mismo tema: el
ataque por parte de las «fuerzas del orden» contra un local en el que
supuestamente están parapetados varios subversivos, y que sea un tema expuesto
por tres narradores diferentes con textos de también diferente calidad: un
narrador espontáneo, un narrador consagrado y un periodista. El primero presenta
un hecho de la revolución sandinista, que protagonizara el jefe guerrillero
Julio Buitrago, ocurrido en 1969, es narrado por Omar Cabezas170, y
es el siguiente:
El
comandante Julio Buitrago muere cuando es descubierto en una casa de seguridad
de Managua. La Guardia Nacional lo detecta y monta alrededor de la casa un
operativo militar sin precedentes en Nicaragua. Rodean la casa, la manzana y el
barrio entero, en un tercer cerco. (…) Julio se “fajó” con la G. N. Muere él
solo, después de horas de resistencia en aquella casa. (…) La G. N. cometió el
error de pasar por televisión el combate. Nosotros vimos sentados frente a la
pantalla de la T. V. del Club Universitario de León, cómo una gran cantidad de
guardias, colocados en grupos y en diferentes sitios, o de dos en dos, o de
tres en tres, de pie, detrás de los árboles o de los vehículos; de rodillas en
tierra detrás de los muros; o desde la posición de tendido, disparaban contra
la casa. El reportaje era sin sonido, y veíamos nosotros con avidez cómo las
armas automáticas expulsaban con una gran velocidad los casquillos.
Agudizábamos la vista y veíamos cómo saltaban pedazos de concreto, cemento,
madera, vidrios, pintura, cuando centenares de miles de impactos de bala
golpeaban contra la casa. Y también veíamos cuando salía el cañón de la
sub-ametralladora de Julio por la ventana del balcón y se veía el humo de las
ráfagas con que él contestaba. Al rato le veíamos aparecer en la ventana de
abajo, del primer piso, o por la otra ventana del primer piso, o por la puerta
del segundo piso, que daba a la calle. De repente veíamos que Julio no
aparecía, y que la G. N. empezaba a avanzar hacia la casa y de repente aparecía
Julio disparando por cualquiera de los puntos que ya dije. Los guardias salían
en carrera para atrás; veíamos que la G. N. le tenía miedo a las balas que
Julio le tiraba. Y así estuvieron Julio y la G. N. Luego llegó una tanqueta y
se vio que los guardias se alegraron. La tanqueta se puso como a quince metros
de la casa. Nadie disparaba. Ni los guardias ni Julio. Recuerdo que era de
tarde y los guardias se secaban el sudor con pañuelos. Hubo un gran silencio…
La tanqueta disparó. Nosotros pelamos el ojo cuando vimos que hizo saltar en
pedazos trozos de pared, y decíamos: Tal vez no le dan, tal vez no le dan…
Después del disparo de la tanqueta se vio que los jefes gritaban a los soldados
para que avanzaran sobre la casa. De la casa no contestó nadie y cuando los
guardias estaban cerca, Julio volvió a disparar desde adentro y los guardias
volvían a correr de nuevo hacia atrás. La tanqueta volvió a disparar y ocurrió
lo mismo. Luego otro silencio como de media hora. Hasta que apareció una
avioneta y entonces empezaron a disparar insistentemente con la tanqueta y el
avión que casi rozaba la casa. Y entonces vimos como en cuestión de segundos la
casa era reducida a escombros. Y no nos explicábamos cómo Julio estaba vivo
porque veíamos a la guardia esconderse de las balas que él disparaba, y aun
veíamos a algunos guardias caer heridos… pero de súbito algo nos conmocionó a
todos: vemos salir violenta y estrepitosamente, por la puerta central de la
casa, a Julio, corriendo y disparando en ráfaga. Y, segundos después, lo vemos
que se empieza a doblar y disparando y doblándose más y disparando y doblándose
más, hasta caer al suelo.
El
precedente es, pues, un texto testimonial (de un, digamos, «narrador
espontáneo»), que narra ese hecho en que un solo hombre mantiene en vilo a todo
un destacamento oficial. Veamos ahora este otro, con el mismo tema, de Gabriel
García Márquez:
… Poco
después terminaron los disparos y empezaron a repicar las campanas. La
resistencia había sido aniquilada en menos de media hora. Ni uno solo de los
hombres de Arcadio sobrevivió al asalto, pero antes de morir se llevaron por
delante a trescientos soldados. El último baluarte fue el cuartel. Antes de ser
atacado, el supuesto coronel Gregorio Stevenson puso en libertad a los presos y
ordenó a sus hombres que salieran a batirse en la calle. La extraordinaria
movilidad y la puntería certera con que disparó sus veinte cartuchos por las
diferentes ventanas, dieron la impresión de que el cuartel estaba bien
resguardado, y los atacantes lo despedazaron a cañonazos. El capitán que
dirigió la operación se asombró de encontrar los escombros desiertos, y un solo
hombre en calzoncillos, muerto, con el fusil sin carga, todavía agarrado por un
brazo que había sido arrancado de cuajo. Tenía una frondosa cabellera de mujer
enrollada en la nuca con una peineta, y en el cuello un escapulario con un
pescadito de oro. Al voltearlo con la puntera de la bota para alumbrarle la
cara, el capitán se quedó perplejo. “Mierda”, exclamó. Otros oficiales se
acercaron. -Miren dónde vino a aparecer este hombre —les dijo el capitán—. Es
Gregorio Stevenson.171
E,
igualmente, se puede hacer el paralelo con otro hecho similar a los anteriores,
pero esta vez narrado por un periodista, ocurrido en la ciudad de Lima el lunes
09 de junio de 1986:
A las
6.50 de la tarde (del día antedicho), cuatro militantes del “Movimiento
Revolucionario Túpac Amaru” ingresan al local del Casino de Policía, ubicado en
la avenida Garcilaso de la Vega, en Lima, y luego de hacer explotar una carga
de dinamita en la puerta del céntrico local intentan incendiarlo rociando las
alfombras con petróleo de uso doméstico. No logran su cometido porque un
oficial se les interpone en el camino, el alférez Juan López, y porque los
guardias que custodian el diario Ojo, ubicado al frente del casino policial,
disparan y cubren la puerta principal. En el casino se encuentran varios
oficiales que pronto se echarán a tierra con el arma en ristre. Quince minutos
más tarde, patrullas de las tres fuerzas policiales se reúnen en la puerta del
local atacado, rodean la manzana, se apertrechan en los techos, desalojan los
locales vecinos, y comienzan a disparar a diestra y siniestra. Del interior del
casino también se dispara. La balacera se prolonga por espacio de dos horas,
hasta que los que disparan del interior del local, y los de afuera, se dan
cuenta que los tupacamaristas han huido por los techos (…) La policía —la de
dentro y la de fuera del local— estuvo disparando, por espacio de dos horas,
contra un enemigo que había huido y se había puesto a buen recaudo.172
De la
confrontación de estos ejemplos se constata que, no obstante ser similar el
tema, los resultados narrativos son diferentes y distinta su calidad literaria,
percibiéndose esa diferencia y variable calidad por la forma cómo son
trabajados, no por el tema en sí; sin embargo, cada uno de ellos ha utilizado
recursos expresivos acordes con su intención, es decir que su «intensidad»
(contenido) se corresponde con su «altura» (forma). De donde resultará
desfasado descalificar al texto del narrador espontáneo, incluso al texto
periodístico porque su nivel artístico está muy por debajo del texto del
narrador consagrado. Lo que se debe hacer es ubicarlos en su propio nivel.
Y lo mismo debe hacerse con textos
poéticos, que pueden ser opuestos no por su tema de fondo sino por su forma, y
no es pertinente actuar descalificando y hasta anulando a uno por ser realista
y exaltando al otro —hasta considerarlo único en su género— por ser formalista
(obviamente, la acción contraria también es recusable). Cada cual debe ser
apreciado en su propia dimensión y por sus propios recursos y su propia
voluntad. Pongamos ejemplos:
Arte poética
Por si
acaso,
Por si
necesitáis
Mi
filiación
Para
que las teorías y la metafísica
No sean
requisitorias
Contra
mi muerte,
Voy a
decir
Cómo se
escribe un verso.
Nacer a
la vida
Y ser
apaleado.
Cruzar
con urgencia la niñez
Y ser
apaleado.
Creer
en la felicidad
Y ser
apaleado.
Estar
en la verdad
Y ser
apaleado.
Una
pausa
Porque
el lomo del hombre
No es
tan fuerte. 173
La poesía
Tú que
llenas el cielo de la memoria y los sueños
Más
allá del pensar y el sentir
Que
sonreías sin responder
Porque
tú eras la respuesta
Doy
testimonio de lo que fuiste en tu hora
Propicia
cuando animabas un cuerpo
Y tu
huella sangraba en castos sentidos
Creciendo
como dorada herida en la tarde
Dime
¿fue menos una palabra
Que volvió
sombra junto a tu imagen
Menos
que el aire irreparable
Lo que
deshizo el tiempo en un grito?174
De esta
confrontación surge otra verdad (parcializada, es cierto, propia del realismo
clasista): Que las diferencias poéticas no las establece la forma poética sino
los puntos de vista desde los que se refleja la realidad (o el tema tratado).
Que pueden ser: a) un acercamiento a la realidad, y b) un alejamiento de ella.
Realismo y formalismo son las denominaciones que mejor calzan para cada una,
respectivamente. Pero recalcamos: en ambos casos, habrá una mayor o menor
perfección estética. Y no son términos que se descalifiquen mutuamente, de
manera genérica, y, menos, maniquea. Cada uno de ellos tiene sus respectivos
grupos receptivos. Y es en esa disyuntiva que tiene que ubicarse el
historiador, el crítico, el investigador, el teórico de la literatura.
Destacando su configuración artística (es verdad), es decir, verificando su
mayor o menor esfuerzo por alcanzar la perfección estética, lo cual es algo
común a ambas líneas. No es, pues, que el formalismo siempre logre la
perfección estética ni que el realismo siempre tenga deficiencia en ello.175
Lo decisivo en este deslinde es
reconocer que tanto la historia como la forma (el tema como la técnica) se
consustancian, se imbrican y auto apoyan; en principio, porque —al menos en
literatura— la forma no puede erigirse en el vacío, ya que las palabras de
todas maneras tienen su propio contenido, significan algo; entonces, ambos
niveles (el qué y el cómo) nacen juntos, como el metal de la moneda y la imagen
que lleva grabada, ambos hacen una unidad indivisible. La obra no es ya solo
forma, tiene —además de su significado denotativo: su historia, su tema— la
carga emotiva o ideológica de su productor —que es su significado connotativo.
Por eso cuando alguien dice «yo solo quiero escribir una buena novela evitando
incluso la contingencia política y negándome a dar respuestas respecto de la
condición humana»176, deberá desilusionarse él mismo porque, aunque
no lo quiera, la ‘contingencia humana’ va a denunciar su presencia, y porque
—como lo reconocía el primer MG: «… un poeta realmente grande no desprecia ‘las
trivialidades y los inútiles devaneos de la superficie’ (Eielson), porque sabe
que la ‘superficie’ es también parte de lo real y que su exploración, lúcida y
apasionada, intuitiva y racional, fenoménica y onírica, lo ha de llevar a
descubrir las raíces del dolor humano, que trasciende al individuo, pues su
naturaleza es social» (Ibíd.)
Y esa incoherencia la reconoce el propio
MG en sí mismo, cuando se auto interroga177 de la siguiente manera:
«Dime, ¿la fuerza de los acontecimientos no afectó los aspectos artísticos de
las obras que escribiste en este periodo?», (pregunta con la que —dígase de
paso— se plantea la disyuntiva orteguiana de si lo humano no es incompatible
con lo artístico), y la respuesta de MG no se hace esperar: «Es probable que
algunas páginas lleven la marca excesivamente visible de sucesos que me
alcanzaron demasiado cerca. No pude evitar, y tampoco me arrepiento, que alguna
vez el imperativo artístico haya sucumbido ante el factor humano» [¿«las
trivialidades y los inútiles devaneos de la superficie»?, ¿lo humano
incompatible con lo artístico?] Y esta respuesta desconcierta, por decir lo menos,
porque hay una mezcla contradictoria de prescripciones. La expresión «es
probable» indica que se está admitiendo la tesis de que el escritor no es
consciente de incluir en su escritura las pulsiones ideológicas, y eso ratifica
lo dicho por nosotros aquí: que la forma está marcada por el fondo y viceversa.
Y el «no me arrepiento» de ello, es el trasfondo socialista que se niega a
abandonar la conciencia de MG, en lucha con su nueva comprensión individualista del arte que «ve sucumbir el
imperativo artístico ante el factor humano», contradiciendo —de paso— el
apotegma inicial de que el tema es indiferente a la forma, pues de esto debe
seguirse que el «tema humano» también tendrá el valor artístico de la forma que
lo trate: alto o bajo.
En esa disyuntiva, un escritor que dice
lo siguiente: «Tengo convicciones muy arraigadas. Desde niño supe para siempre
de qué lado estaba mi corazón. Sigo creyendo que las rebeliones del individuo y
las colectividades, no importa cuál sea
el sistema social vigente, siempre se justificarán» (LIN: 131). Es verdad,
ese escritor tiene todo el derecho y aun la obligación de construir su trabajo
literario con el más alto nivel de que sea capaz, pero no puede, no debe,
desligarlo del lado que «desde niño» descubrió dónde estaba su corazón: la
rebelión contra la injusticia, «no importa cuál sea el sistema social vigente».
Obviamente, esta última expresión justifica la crítica que MG hace a Sendero
Luminoso y al PCCH en el libro tratado. Porque —al parecer— busca tomar
distancia en tanto siempre se ha filtrado la sugerencia de su relación con ese
grupo político.178 Empero, esa pretensión de alejamiento no se
condice con la fórmula de asumir la rebelión contra la injusticia de manera
indiscriminada: sin que importe «cuál sea el sistema social vigente»; esa
ideologización no se puede generalizar a toda sociedad revolucionaria, sin
riesgo de estar acercándose a lo planteado por Mario Vargas Llosa en su trabajo
sobre «Camus y la moral de los límites». Y no se puede adoptar la utópica actitud
del «francotirador sin bandera» que está decidido a rebelarse incluso contra
una revolución socialista o marxista, pues es esta una actitud desfasada porque
—como precisaba Maurice MerlauPonty: «La crítica y la acción marxistas
constituyen un solo movimiento en la historia. No queremos decir que la crítica
del presente derive a título de corolario de las perspectivas del porvenir; el
marxismo no es una utopía, pero no lo es porque la acción comunista es, en
principio, una crítica continua que se prosigue hasta sus últimas consecuencias
y porque la revolución, en definitiva, es la crítica en el poder. Si
comprobamos que no cumple las promesas de la crítica no podemos por ello
concluir diciendo: guardemos la crítica y dejemos la acción. En la crítica
misma debe haber algo que prepare los defectos de la acción. Ese fenómeno lo
encontramos en la idea marxista de una crítica encarnada históricamente, de una
clase que es supresión de sí179
, de lo cual resulta la convicción, en sus representantes, de ser lo universal
en acto, el derecho de afirmarse sin restricción, la violencia que no puede
verificarse» (A-1957: 257. Cursiva del autor). Y esto no lo desconoce el MG
marxista, al menos «el primer MG», quien creía que el proletariado era la clase
«cuya meta es la transformación revolucionaria de la sociedad en una acción que
a través de derrotas y victorias, de avances y retrocesos, apunta al futuro y
construye el porvenir» (La generación…,
p. 137).
Acabamos de decir que un escritor que
declara estar ligado a la lucha de su pueblo, no puede, graciosamente, decir
que en su obra evita que aparezcan las urgencias de esa lucha; rectifico el
aserto: sí puede hacerlo, pero siempre que reconozca que lo hace desde una
perspectiva «genéricamente humanista», y dejando bien establecido que su
humanismo no será ya un humanismo proletario, sino un humanismo burgués (Cf.
PONCE, A-1975). Porque la lucha de clases obliga a adoptar una de esas dos
opciones (no hay terceras vías). Y en esto no caben los blindajes como aquello
de desautorizar a los críticos que, desde el marxismo, le reconvienen el estar
abandonando posiciones ineludibles de clase, y —lo que es peor— haciéndolo en
nombre de una «poética de la novela», preexistente, común a todos los
escritores, indiferente al problema fundamental del marxismo «que es la lucha
de clases», e inclusive refiriéndose a anécdotas de una ironía que obliga a
creerlas ficticias. Desde el marxismo no se puede reflexionar sobre el arte
como si fuera una dimensión independiente de la lucha de clases. Marx
recomendaba —hablando de la libertad, que es un tema más crucial que el del
arte: «No os dejéis imponer por la palabra abstracta libertad. Siempre hay que
preguntar: ¿Libertad de quién?» y, en nuestro caso: ¿Arte de quién?
Todos estos son temas tratados por MG en
su libro de ensayos ya señalado, La
invención novelesca, los mismos que tratamos aquí no para llevarlo «al
banquillo de los acusados», sino para aclarar aspectos decisivos o
fundamentales relacionados con la posición del escritor marxista. Es obvio que
MG tiene todo el derecho de seguir llamándose «escritor marxista», pero es
también derecho de los otros escritores marxistas el hacer los deslindes del
caso. Y, en todo caso, podemos decir de MG, como él dice de Lukács, que es «el
gran crítico [escritor] marxista de gustos conservadores» (IN: 23), o, como
decía Mao de los trotskistas, «proletarios en política y burgueses en arte». De
otra forma no se explica que sus dos últimos libros de ensayo, La invención novelesca (2008), ya
citada, y El pacto con el diablo
(2007), tengan como motivo gráfico en sus carátulas, un óleo abstracto de
Fernando de Szyslo y una acuarela también formalista de Paul Klee,
respectivamente. Y, antes de decidir esto —cabe preguntarse—, ¿MG cuestionó el
carácter de clase de esos trabajos atractivamente decorativos? Al parecer, no;
los asumió con un criterio cosmopolita y «de validez humana universal»; pero
—al decir de Brecht: «Todo lo que se diga sobre cultura desde un punto de vista
más distante, más genérico, sin tener en cuenta la práctica, no es más que una
idea también y tiene, por tanto, que ser comprobada primero en la práctica»
(Op. cit., p. 95).
Por eso, cuando en otro momento MG dice:
«tengo dos o tres amigos, hombres cultos y refinados que sin ser escritores son
felices lectores de novelas de toda la vida» (LIN: 17), recordamos esta reflexión de Christopher Caudwell, el
escritor inglés marxista, internacionalista, muerto en la guerra civil
española: refiriéndose a los intelectuales de Oxford que medían la libertad con
los parámetros de su propia realidad, decía: «Este concepto de libertad es
superficial, ya que no todos sus compatriotas disfrutan de la misma situación»
(Caudwell, A-1970: 124). Y el hecho de que MG destaque esa posición de sus ‘dos
o tres amigos cultos y refinados’ no tiene por qué ser motivo de una censura
genérica, porque está bien que los lectores disfruten con la lectura literaria.
Ellos son los dichosos lectores puros; pero debe precisarse que esa es una
aspiración que no tiene porqué reservarse para los «hombres cultos y
refinados», sino para todos los lectores, porque el disfrute de la belleza es
(o debe ser) patrimonio del ser humano, sin discriminación de cultura o de
privilegios sociales; claro que es difícil hablar de refinamientos en las
clases obrera y campesina, estos son más detectables en la burguesía o en la
pequeña burguesía, pero en todos los casos la felicidad de leer una novela les
debe ser propia. El reducir «lo culto y refinado» y el derecho al disfrute a
grupos privilegiados es propio de la mentalidad aristocrática. «El reducido
público que escucha a un músico refinado subraya con la presencia de su escasez
la ausencia multitudinaria», esta es una expresión atribuida al poeta elitista
Stephan Mallarmé por José Ortega y Gasset (A-1975: 50), y refleja el estado
ideal del aristócrata, si vemos que es aseverado por uno de sus representantes
más connotados, José Ortega, quien dice de sí mismo que sustenta «una
interpretación de la historia radicalmente aristocrática» (op. cit. p. 56).
De nadie se espera que lo fundamental de
leer una novela sea quedar preparado para hacer la revolución, pero si esta
posibilidad de hacer la revolución está planteada en la novela (con todo
derecho como cualquier tema) debe ser un ingrediente más de ese disfrute. Por
eso, cuando MG busca desvincular al arte de los conflictos sociales, y nos dice
que «una de las cosas más terribles de la novela de Liftell (Las benévolas) es que muestra que los
que llevaron adelante la guerra y el exterminio de judíos no eran seres
anormales ni locos, ni sádicos por naturaleza sino individuos (como lo es el
propio narrador de la historia) que amaban la música de Bach o de Beethoven y
que se formaron leyendo a Goethe, Kant o Heidegger» (IN: 21), esta incisión en
el problema no muestra otra cosa que los objetos artísticos (como todo producto
humano o social, incluidas las técnicas artísticas) adquieren una carga
ideológica (adquieren una marcada concepción del mundo) al momento de su uso
(el valor de uso de que hablaba Marx en economía) y no independientemente de
él.
El
himno a la alegría (con letra de Schiller y música de Beethoven) puede ser
disfrutado tanto por un burgués como por un proletario, disfrutes que pueden
ser distintos de los experimentados por sus propios autores, pero todos al
momento de su disfrute no dejan de cargar a esa obra —a su lectura de esa obra—
con sus intereses de clase. Un proletario puede sentir el impulso para creer en
un mundo nuevo; un burgués, para solazarse en su propio mundo, y el mismo autor
en aspirar a la solidaridad humana. Y todas esas opciones son válidas para cada
uno, y hasta en algún aspecto pueden tener coincidencias, pero cada quien no
podrá ni querrá validar su opción como si fuera idéntica a la del otro, salvo
que hagan coincidir sus concepciones del mundo, llegando al convencimiento de
que los intereses sociales y políticos del burgués coinciden con los del
proletario, como —por hacer una comparación— hubiera ocurrido en el caso de
Marx, intelectual proletario de extracción pequeñoburguesa, y Joseph Dietzgen,
intelectual proletario de extracción obrera.180 Pero que Marx y
Dietzgen hubieran coincidido con un impromptus hedonista burgués, censurando
una obra «porque el imperativo artístico haya sucumbido ante el factor humano»
(IN: 158), bien se podría decir de Marx y Dietzgen que habrían sucumbido ante
la concepción burguesa en arte. Se puede concluir esta observación señalando
que si bien la belleza y el arte pertenecen al ser humano, porque, de acuerdo a
la libertad de este, en teoría el acceso a aquellos no le es negado; pero, en
tiempos de guerra (¿cuándo no los ha habido?) esa visión ecuménica restringe
sus alcances, de acuerdo con los intereses de las partes en contienda, y, en
esas condiciones, si se insiste en ‘una visión del ser humano unificado por el
arte y la belleza’, esta se convierte en delatora de traición, a su «par» en la
contienda, por parte de quien la dice.
¿Para qué sirve una novela? —pregunta
MG— y responde: «Yo conozco tres posibles respuestas: una optimista, otra
pesimista y una tercera que llamaré pragmática.» Y, seguidamente las describe así: «Según la
primera, si bien una novela no puede cambiar el mundo, puede sí cambiar la
mente y la conciencia de los lectores —que son siempre minorías o grandes
minorías—, y éstos a su vez, imbuidos por un humanismo radical, pueden influir
en pequeñas escalas al mejoramiento de los individuos y las sociedades. ¿Es
esto posible? Sí, si los lectores son gentes como Mariátegui u hombres o
mujeres de buena voluntad, lúcidos y equilibrados o seres atormentados, pero
moralmente honestos.» La respuesta pesimista también —según MG— está en
relación con los lectores pero de signo opuesto y pone como ejemplo a los
asesinos nazis Goebels o Himmler que podrían sentirse motivados por novelas
como Los hermanos Karamazov de
Dostoievski o En la colonia penal de
Kafka, para «una incitación al parricidio» o «para idear o imaginar más
perfectas máquinas de tortura», respectivamente. Y la tercera respuesta —la
pragmática, dice MG— «corresponde al leninismo, de acuerdo a la cual una obra
literaria puede cambiar el mundo si la literatura es tuerca y tornillo del
engranaje partidario para hacer la revolución. Los escritores que opten por
este camino en un acto de libertad deberán escribir obras muy ligadas a las
coyunturas históricas y a los vaivenes ideológico-políticos de la organización
partidaria. El resultado serán relatos épicos (algunos de gran intensidad) o
crónicas noveladas como Campos roturados,
de Shólojov, o La Joven Guardia de
Fadeyev, donde el triunfo final de los valores socialistas está asegurado».
Y, en realidad, esta taxonomía de MG
resulta ser muy elástica, porque ha podido unir la primera con la tercera clase,
máxime si en la primera ubica a Mariátegui y en la última a Lenin, permutando
al primero su calidad de líder político por la del hedonista estético, y
haciendo lo contrario con el segundo: reduciendo su criterio estético y
relevando su «pragmatismo político», y deslizando, subliminalmente, una
oposición de principios entre ambos conductores de la revolución mundial.181
Pero obsérvese también que en la última opción (la «leninista»), que se podría
suponer hubiera servido para que el primer MG (aquel teórico marxista de la
revista, fundacional clasista, Narración)
aportase con incisivas y sugestivas propuestas para una comprensión cabal de lo
que debe entenderse por la construcción de una literatura que apoye a la causa
de la liberación del hombre (respondiendo al lado que desde niño supo donde
estaba su corazón182), esta última opción le sirve al último MG para
empezar su propio deslinde con la novela del realismo proletario y adherir a la
concepción de la novela del formalismo burgués. Y establece la siguiente y
maniquea disyuntiva: el escribir novelas desde convicciones ideológicas férreas
tiene asegurado de antemano el fracaso, porque ese tipo de concepción novelesca
es comparada por MG con la fe católica y, amparado en Sartre, dice que «si toda
invención novelesca implica una visión problemática del hombre sin salvación
posible en una realidad trascendente, no se pueden escribir novelas desde el
amparo de una fe», incluso dice que en el caso de un escritor que partiendo de
una fe (y pone el ejemplo de Graham Green) ‘descubra que no hay salida ni con
la fuerza de esa fe (lo cual sería una herejía o traición a la fe) lo único que
se demostraría es que la novela es una lucha entre la ortodoxia y la
heterodoxia, es decir, un callejón sin salida’. Y de esa manera MG deja
plasmada la concepción de la novela que va a manejar en todo su ensayo, que se
resume en la concepción de Sartre: «una visión problemática del hombre sin
salvación posible en una realidad trascendente». Pero cabe preguntarse, esta
concepción existencialista (no marxista) de Sartre ¿se convierte en la única
concepción del arte? ¿Por qué no pensar —con absoluto derecho— que hay dos
maneras de concebir la novela (o la literatura o el arte, en general) y que se
puede ver como Demóstenes veía el discurso oratorio, según Plutarco, quien hace
que Demóstenes le diga a Esquines: “Al oír tu discurso han dicho: ¡qué bien
habla! Al oír el mío han corrido a empuñar las armas”?
Desde el marxismo, pues, es decir, desde
la teoría de la lucha de clases (aplicable también a los estudios del arte y la
literatura) no existe una sola concepción
del arte, de la literatura, de la novela. Y no existe, como no existe la
versión de «la novela pragmática» descrita por MG, y que se estaría presentando
como lo opuesto a la novela burguesa, es decir: una maniquea novela proletaria,
de visión estrecha. Y no es así. Esa descripción de la novela realista
proletaria o clasista (llamada por MG, pragmática) no necesariamente responde a
los intereses del partido, es en todo caso una novela de tendencia, y la
tendencia es el realismo proletario, que no se reduce a la visión descrita por
MG:
la
literatura es tuerca y tornillo del engranaje partidario para hacer la
revolución. Los escritores que opten por este camino en un acto de libertad
deberán escribir obras muy ligadas a las coyunturas históricas y a los vaivenes
ideológico-políticos de la organización partidaria.
Esta
es, en realidad, una tergiversación del planteamiento leninista, que al hablar
de «literatura de partido» no se refería de manera exclusiva a la literatura
artística, sino a toda la producción escrita del partido; porque en el mismo
texto del que MG toma su versión de lo dicho por Lenin, este dice:
Sin
duda, la labor literaria es la que menos se presta a la igualación mecánica, a
la nivelación, al dominio de la mayoría sobre la minoría. Sin duda, en esta
labor es absolutamente necesario asegurar mayor campo a la iniciativa personal,
a las inclinaciones individuales, al pensamiento y a la imaginación, a la forma
y al contenido. Todo esto es indudable, pero solo demuestra que la función literaria del Partido del
proletariado no puede ser identificada mecánicamente con sus demás funciones
(Lenin, A-1968: 20).
En el
prólogo a su otro libro de ensayos, El
pacto con el diablo, MG dice de José Carlos Mariátegui: «siempre he
admirado su escritura dialéctica — ágil y elegante en su expresión— y la
perspectiva de clase que utilizaba al analizar una obra» (EPD: 14). Y obsérvese que —con justicia— MG destaca la forma de la
escritura de JCM, calificándola de ágil y elegante, pero no deja de precisar su
fondo ligado a la perspectiva de clase. Es más, MG precisa que ese tipo de
escritura es calificable de dialéctica, es decir, una escritura que entiende el
cuadro en su conjunto y también ve sus partes. Y en el cuadro social no se debe
ver las partes, aisladas, sin entender el cuadro en su conjunto. Desde esa
perspectiva, la literatura artística proletaria (o de un nuevo realismo
clasista) no siempre ha de devenir «relato épico» o «crónica novelada», como
sentencia MG; reducir a esas variantes de lo épico a la concepción literaria
clasista es buscar su devaluación. Y entonces resulta sintomático que a partir
de esta prescripción, sostenida en las primeras páginas de su ensayo (LIN: 22), MG la vaya enunciando
cíclicamente en lo sucesivo. Y este no es un recurso novedoso, lo hemos visto
manejado por Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, al comparar las obras de la
«novela moderna» (burguesa) con las que ellos devalúan incluyéndolas en lo que
denominan «novela indigenista» o naturalista.183 Es verdad que el
término «épico» ha sido usado por Mariátegui y hasta por Brecht, pero en ambos
casos no se busca la devaluación del término sino su enriquecimiento o
fructuoso aprovechamiento. Mariátegui dice:
Rechazo
la idea del arte puro, que se nutre de sí mismo, que conoce únicamente su
realidad, que tiene su propio y original destino. Este es un mito de las épocas
clásicas o de remansamiento; no de las épocas románticas o de revolución. Por
esto, entre un ensayo vacilante —pero de buena procedencia— de épica revolucionaria, y un mediocre
producto de lírica de exorbitante subjetivismo, preferiré siempre al primero
(A-1984: 275).
Y en el
caso de Brecht ya sabemos que calificó de épico a su teatro, en oposición al
aristotélico de Stanislavski.184 Fue Paul Valery quien elaboró aquel
famoso aforismo que dice: «El primer verso es un regalo de los dioses», el
mismo que —aunque pueda ser corroborado por la práctica verídica de muchos
poetas— no deja de ser una explicación heredera del irracionalismo propio del
pensamiento burgués. Por eso cuando MG se refiere a la «preciosa partícula» o
«el luminoso embrión que lleva dentro de sí todas las potencialidades de la
novela todavía no escrita», no podemos menos que relacionar ambos preceptos.185
Y lo más interesante es que lo hace aludiendo a una comprobación de diferentes
autores. «Muchos otros novelistas —dice—, de distinta jerarquía estética pero también
admirables, han dejado testimonio de este primer momento de la invención
novelesca.» Pero, detengámonos un momento en esta expresión: «distinta
jerarquía estética», para observar que, no existiendo una sola estética, debe
aclararse en cuál de esas estéticas se da tal jerarquía, ¿se puede hablar de
jerarquía en la estética burguesa? El mismo MG lo reconoce diciendo que «Frente
a libros como Ulises y el
desconcertante y hermético Finnegans Wake,
las novelas de Mann, con toda su grandeza parecían realizaciones tardías de la
novela decimonónica» (23). Pero esa jerarquía no es lícito hacerla entre
autores de tendencias estéticas diferentes (la burguesa y la clasista), porque
simplemente son distintas y no comparables. Pero, en realidad, MG no se cura de
hacer esa desfasada comparación, pues siempre —aunque a veces con insultante
benevolencia, como ya hemos adelantado en el párrafo precedente— reduce las
realizaciones novelescas clasistas a las «realizaciones tardías de la épica»,
dejando de ser propiamente novelas. No olvidemos que la épica, como género, ha
perdido vigencia porque las condiciones sociales y las características que la
generaron han periclitado. Marx decía —refiriéndose al arte griego— «El encanto
que encontramos (en él) no está en contradicción con el carácter primitivo de
la sociedad en que se ha desarrollado este arte. Es más bien su producto; mejor
podría decirse que se halla enlazado indisolublemente al hecho de que las
condiciones sociales imperfectas en que ha nacido y en las que forzosamente
tenía que nacer, no podrán volver nunca más» (Marx, A-1961: 241).
Dicen que en estos temas del intelecto o
de la reflexión literaria o estética los extremos suelen juntarse: llega un
momento, en este terreno, que las líneas paralelas se cruzan; de ser así
entonces no nos vemos movidos por la sorpresa cuando descubrimos que algunos
conceptos elaborados por Mario Vargas Llosa son manejados de manera
desaprensiva por MG. Pruebas al canto. Dice MG: «Lo inesperado y maravilloso de
la invención onettiana es que a medida que avanza la novela, la realidad imaginada suplanta a la realidad empírica», propuesta
ideológica muy cercana a la teorización de Mario Vargas sobre «la realidad ficticia y la realidad real»,
y que este autor —en gran similitud con MG— asume así: «Ambos mundos concilian
en una síntesis perfecta e imposible, la realidad más estricta y la irrealidad
más desbocada (es decir, son una realidad donde lo real objetivo y lo real
imaginario se confunden en una sustancia irreductible): lo histórico y lo
fabuloso, lo cotidiano y lo quimérico, lo vivido y lo inventado» (A-1971: 171). Otro concepto vargasllosiano es asumido
por MG, cuando dice de Kafka que «como cualquier autor que se respete lo
invaden los demonios de la duda sobre
la solidez de la construcción» (IN: 53). ¿Y quién no recuerda la tesis demonológica de MV? Entonces, el título El pacto con el diablo, del ensayo de
MG, ya citado, ¿no tiene reminiscencias vargasllosianas? En otro momento del libro
aquí comentado MG dice: «Ninguno de los sucesos de mi vida hubieran adquirido
significado de no haber descubierto la literatura» (IN: 65), lo cual aunque sea
expresión de un sentimiento sincero no pierde el parentesco vargasllosiano, y
lo que es peor con un tinte bastante alejado de la dialéctica y por ende
aproximado a la metafísica, porque no se puede hablar de sucesos no ocurridos
que habrían perdido sentido, es algo de lo que no se puede hablar porque lo
cierto es que «descubrió la literatura», y no puede hablar de lo que hubiera
ocurrido si no la descubría, porque como cualquier ser humano se hubiera
integrado a su realidad, la misma que, mal que bien, habría adquirido un
sentido o significado, diferente seguro al comprobado, pero no se puede decir
que los sucesos ocurridos sin ese «descubrimiento» habrían perdido significado.
Es lo que se llama una ucronía que está tan alejada del marxismo; no en vano
Marx decía que «no es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino,
por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia».186
Y el vínculo con la metafísica se revela a pie juntillas cuando dice que ese
descubrimiento de la literatura se dio cuando estaba «imbuido todavía de
espíritu religioso», pues, «tuvo el carácter de una revelación o de un
anunciamiento» (IN: 65). ¿En algún momento MG dejó de estar imbuido de ese
espíritu religioso? Parece que, aunque después dice haberse impregnado de
ateísmo, ese primigenio espíritu religioso nunca ha dejado de acompañarlo.
En varios momentos de su ensayo, MG
desarrolla la idea del «espíritu de la novela», y da por supuesta la existencia
y preexistencia de esa entelequia (no renovable o superable) que él llama y
reitera «invención novelesca». Demás está decirlo que, manejar un argumento de
esa naturaleza tiene poco que ver con la dialéctica materialista, porque se
aproxima más a la metafísica idealista. Pero analicemos este argumento de MG:
«Si el narrador acepta que por principio una novela es una invención, no un
reflejo, sino una metáfora o una clave simbólica del mundo, es
perfectamente posible que incursione con decoro artístico en realidades
sociales que les (sic) son desconocidas de manera directa» (LIN: 288, cursiva-negrita mía). Oponer
‘la invención, la metáfora y el símbolo’ (que son los pilares de la estética
idealista) al reflejo —que lo es de la estética materialista— demuestra, en el
mejor de los casos, o un desconocimiento de lo que es la teoría del reflejo,
como base teórica de la estética marxista, o, en el peor de los casos, que se
está renegando de ella.
Pero hay más, porque —de paso— se está
diciendo que el reflejo es incompatible con el decoro artístico, porque este es
patrimonio de ‘la invención, la metáfora y el símbolo’, como si estos medios
técnicos — repetimos— fueran categorías exclusivas de la estética idealista, y
que, por serlo, dejan de ser reflejos de la realidad. Y, por último, se sugiere
que el escritor, sin el reflejo y solo con ‘la invención, la metáfora y el
símbolo’ puede tratar de ‘realidades sociales que le son desconocidas de manera
directa’; es decir que, para esa concepción del reflejo, este solo funciona
frente a ‘realidades sociales conocidas de manera directa’, y que, por este
hecho, está lastrado de deficiencia artística. Insistimos, si MG dijera esto
admitiendo que ya no se considera marxista, de manera abierta y honesta, no
tendríamos por qué estar haciendo estas aclaraciones. Lo preocupante es que lo
dice insistiendo en que sigue siendo marxista. Pero de un marxista que piensa
así, debemos preguntarnos —como Galvano Della Volpe— de la manera siguiente:
«¿Qué pensaríamos de un químico que, en lugar de estudiar las leyes reales del intercambio orgánico, y de
resolver determinados problemas sobre
la base de ellas, quisiera remodelar el intercambio a través de las ideas
eternas y genéricas de la naturalidad y de la afinidad?» Y el mismo Della Volpe
responde: «Esa clave es el análisis materialista-histórico
de la estructura ‘mixtificada’,
viciada, de la dialéctica apriorística
o especulativa y sus consecuencias extremas, las tautologías o peticiones de principio, no meramente verbales…» (A-1972: 143).
Estas inquisiciones no agotan —ni con
mucho— las múltiples ideas opinables, revisables, cuestionables que MG
desarrolla en el texto aquí comentado. Pero de continuar su revisión nos
veríamos obligados a dar un giro distinto a este apartado, pensando mejor en un
libro aparte, que deslinde lo planteado por MG ahora, confutándolo extensamente
con lo que dijo en las décadas del 60 y el 80 del siglo pasado, que son —a no
dudarlo— opiniones divergentes.
___________
(170)
Omar Cabezas, Julio Buitrago Urroz, datos
biográficos, Colección Juan de Dios Muñoz, Serie Biografías Populares,
Managua, 1980, pp. 19-21.
(171) Cien años de soledad, Madrid, Ediciones
Cátedra, 2000, p. 217.
(172)
QUEHACER N° 41, Lima, junio-julio de 1986, p. 99.
(173)
Luis Yáñez, en: Alfonso Molina (Antólogo) Poesía
revolucionaria del Perú, Lima, s/e, 1965. p. 123.
(174)
Leopoldo Chariarse, en: Mirko Lauer y Abelardo Oquendo, Vuelta a la otra margen, Lima, Casa de la Cultura, 1970, p. 191.
(175)
El mismo MG dice haber detectado «un verso áspero, disonante, ripioso, mal
rimado» en Travesía de extramares de
Martín Adán, «(¡él, ‘il miglior fabro’!)», acota MG (La generación del 50, B-1988: 82-83). Aunque en descargo de Martín
Adán digamos que MG no precisa cuáles son esas «deficiencias», y, es más, eso
de verso «mal rimado» es poco menos que una exageración, pues la rima de Travesía de extramares es perfecta; por
eso, es indispensable precisar las deficiencias criticadas; si no, se tiene que
aplicar la atingencia planteada a la crítica por el mismo MG, y que hemos
puesto como epígrafe de este trabajo: «No tengo nada contra los críticos,
cumplen un rol muy importante, pero creo que de vez en cuando no hay que
tomarlos muy en serio» (C-SILES, 1992: 110). Y, hay que decirlo, la cita
encierra un aforismo contradictorio, pues siempre habrá una vez para no tomar
en cuenta a los críticos, y nunca habrá oportunidad para que cumplan su rol
importante, o, en todo caso, ¿quién decide cuándo se los deja cumplir su rol, y
cuándo no hay que tomarlos en serio?
(176)
Es esta otra paráfrasis de esa idea planteada por MG en varios pasajes de LIN, de los que hacemos un muestreo: «En
adelante, mi único partido sería la novela, pasase lo que pasase en mi país, en
mi familia, en mi vida.» (206). Y también dice que en China «viví en carne
propia la gran contradicción entre mi vocación de novelista y los
requerimientos de un accionar de acuerdo a las ideas asumidas» (273). (177) MG
ha tenido ocasión de aclarar que la entrevista incluida en el libro aquí
tratado es apócrifa; dice: «Una cierta insatisfacción general que siento con
las entrevistas que he concedido hasta el momento y mi viejo hábito de dialogar
conmigo mismo, me llevaron a concebir esta suerte de auto reportaje, que puede
ser leído también como una ficción» (p. 87). Es, pues, el mismo MG quien se
auto interroga, por lo que tanto el «entrevistado» como el «entrevistador»
resultan ser las dos caras de una misma moneda, manifiestan ideas de un mismo
corpus ideológico; no se oponen, se complementan.
(178)
David Sobrevilla, por ejemplo, desliza esa sugerencia: «¿De qué índole era el
marxismo de Vallejo? — pregunta y responde—: Los hay quienes sostienen (como
Luis Hernán Ramírez) que el poeta fue un marxista leninista ortodoxo. Abimael
Guzmán lo reivindica como “nuestro” (en El
Diario, Lima 24 de julio de 1988, p. 47), posición en la que coincide con
el novelista Miguel Gutiérrez (“Cresta Roja” de El Diario, Lima, N° 50, abril de 1988, pp. 4-6)». (A-1994: 13).
(179)
Veamos cómo ratifica Marx este aserto: «Por lo que a mí se refiere, no me cabe
el mérito de haber descubierto la existencia de las clases en la sociedad
moderna ni la lucha entre ellas. Mucho antes que yo, algunos historiadores
burgueses habían expuesto ya el desarrollo histórico de esta lucha de clases y
algunos economistas burgueses la anatomía económica de éstas. Lo que yo he
aportado de nuevo ha sido demostrar: 1) que la existencia de las clases va unida a determinadas fases históricas de
desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases conduce,
necesariamente, a la dictadura del
proletariado; 3) que esta misma dictadura no es de por sí más que el
tránsito hacia la abolición de todas las
clases y hacia una sociedad sin
clases…» (Carlos Marx, «Carta a Joseph Weydemeyer», en: A-1973: 542).
(180)
De Dietzgen dice Louis Althusser: «… ese proletario alemán de quien Marx y
Engels han dicho que había descubierto por su lado, ‘completamente solo’, como
autodidacta, y porque era proletario militante, el materialismo dialéctico»
(A-1972: 16).
(181)
«Muchos que asignan de por sí un lugar al arte, han abusado incluso de las
palabras de Lenin sobre la licitud (y la utilidad) de los sueños. Él habla de
política y seguro que no quiere decir que el político deba (y pueda) tener algo
que ver con lo que de ordinario es cosa del artista. Lo considera humano. Y
sería mejor interpretar su consejo a los artistas en el sentido de que también
ellos pueden (y deben) soñar» (Brecht, A-1973: 186).
(182)
Propuestas que sí hacía el primer MG: ‘desarrollar el tema del héroe
revolucionario’ (…) «aunque su acción esté sembrada de derrotas, de momentos
trágicos, pero que siempre significarían, por doloroso que fuera, un movimiento
hacia el porvenir.» (B-1988: 137).
(183)
CARMONA, Julio (2007). El mentiroso y el escribidor. Teoría y práctica literarias
de Mario Vargas llosa. Lima: Fondo Editorial del Pedagógico San Marcos.
(184)
Cf. John Willet, El teatro de Bertolt
Brecht. Asimismo, sobre lo épico es recomendable revisar a Julia Kristeva, Semiótica 1, pp. 207-208.
(185) Y
en este deslinde Julio Ramón Ribeyro nos hace ver que no hay esa única forma de
gestación novelesca, dice: «Una novela no es como una flor que crece sino como
un ciprés que se talla. Ella no debe adquirir su forma a partir de un núcleo,
de una semilla, por adición o floración, sino a partir de un volumen arbóreo,
por corte y sustracción», La tentación
del fracaso, Lima, Jaime Campodónico Editor, 1993, t. II, p. 89. O sea que
no hay una sola concepción de la novela o del arte.
(186)
Lo útópico y lo ucrónico son irreales —dice José Ferrater Mora— a diferencia de
las perspectivas [del «perspectivismo»: corriente filosófica que analiza] y
dice de estas [de las perspectivas] que «son lo único “real” que hay»
(FERRATER, A-1970: 32).
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