miércoles, 1 de abril de 2015

Páginas del Marxismo Latinoamericano

La Herencia Cultural

(Quinta y Última Parte)


Aníbal Ponce


CUANDO EL ESTRENO DE "Ricardo III" se acercaba, todo decía en el ambiente la grave responsabilidad de los direc­tores y la crítica de los actores y los realizadores. Yo había tenido la fortuna de llegar desde Moscú cuatro días antes del estreno, y como andaba de un lado para otro en Leningrado, me era fácil comprobar desde los ambientes más dis­tintos, la viva preocupación por un suceso que la prensa destacaba como a un acontecimiento cultural. Me hablaban de él en los laboratorios de Pavloff, como en las salas de la Bi­blioteca Nacional, y había una igual curiosidad en el restaurant fantástico de la Fábrica N. I. de Cocina que en el "foyer" de la Gran Opera, rumorosa todavía con el ballet que Assafiev ha recogido en "La fuente de Baktchisarai"; y me hablaban con idéntico orgullo los obreros de la fábrica de turbinas en que había pasado la mañana, que los actores del teatro Mijailovski en que había estado por la tarde.

Cuando por fin llegó el estreno, la sala entera desbor­daba. En un silencio impresionante Ricardo III desnudó su alma a través del talento de Monakov que lo encarnaba, y todo el espanto de la tragedia feudal comenzó a vivir delante de nosotros. De la platea a los palcos, de la tertulia a las galerías, nada más que hombres y mujeres que estudian y trabajan. Muy pocos años atrás, la enorme mayoría, la aplastante mayoría, no conocía el nombre de Shakespeare ni de oídas. En muy poco tiempo se ha vuelto para ellos un amigo. "No se imaginaría usted —me decía un compañero en uno de los intervalos— hasta qué punto Shakespeare es conocido en Rusia. No hay teatro de campaña ni teatro de sindicato que no lo haya representado muchas veces. Y es que el espectador soviético no sólo ha aprendido a desentrañar en Shakespeare la profunda lección estética y social que nuestra crítica ha contribuido a elaborar, sino que el tono mayor de las piezas de Shakespeare está al diapasón de la vida soviética". Héroes de Shakespeare y héroes de los planes quinquenales podían, en efecto, a través del abismo de los siglos y de las clases, tratarse de igual a igual por la fuerza de la vida, la exuberancia creadora, el impulso ardoroso que los lanza a la lucha. Pero aquella sala repleta de un público como todavía no conoce igual ningún teatro de la tierra, sabía que los héroes de Shakespeare, inmortales en el arte, no son inmortales en la vida. Y que el enorme trágico, con ser tal vez la más alta cumbre del arte, no fue el historiador del "alma humana" sino de uno de sus tantos aspectos fugitivos, porque esa alma humana va presentando a través de los siglos los reflejos que las clases sociales le imponen, las transformaciones que los modos de producción le van dejando (30). No de otro modo las imágenes dramáticas en que Shakespeare volcó sus criaturas llevan consigo la marca de la clase social en cuyo nombre hablaban, y son como esas clases, transitorias y perecederas. El desdichado "monstruo rojo" que Shakespeare tanto había calumniado en Calibán, ¿no estaba acaso con un alma nueva en aquella inmensa sala en que la hoz y el martillo ocupaban el sitio de la corona y las águilas? Frente al telón rojizo en que tres fechas gloriosas se repiten sin cesar —1871, 1905, 1917— un mundo nuevo que Shakespeare ni siquiera pudo imaginar ¿no estaba allí para de­cirnos cuán poca cosa sabemos todavía del hombre, y cómo ha bastado ponerlo en posesión de sí mismo, rico con toda la técnica, rico con toda la cultura de los siglos, para que haya empezado a realizar lo que no creíamos posible?

En eso pensaba yo, al regresar del teatro, mientras caminaba por las largas avenidas, sobre la nieve quebradiza: feliz dos veces de poder reunir la noche aquella, en un mismo acto de admiración apasionada, la Rusia Nueva que ha dado un sentido a mi madurez y el viejo Shakespeare que pobló de sueños mi adolescencia.

Maravilloso viejo Shakespeare que en una escena de Antonio y Cleopatra nos anticipó, sin sospecharlo, la más fiel imagen de nuestro mundo de hoy. La víspera de la ba­talla que va a decidir la suerte del Imperio y del mundo, dos soldados de Antonio que relevan la guardia escuchan de pronto pasar por los aires algo así como la música de un cortejo que se va. "Es el Dios Hércules —dice uno de ellos—, el dios que amaba a Antonio en otro tiempo y que lo abandona ahora en la derrota" (31). Así también sobre la faz de la tierra tendidas están las líneas para la batalla inmi­nente. De un lado, como en el campamento de Antonio, es tan segura la derrota que pasa por el aire el ruido del cortejo que se va. Del otro lado, es un Hércules joven el que ha emprendido los doce trabajos.



Notas
[30] Proudhon ignora que toda la historia no es sino una transformación continua de a naturaleza humana”: Marx, Miseria de la filosofía, pág.88, traducción ese, edición “Actualidad”, Buenos Aires, sin fecha.
[31] Shakespeare, Atonio y Cleopatra, pág. 180, traducción Astrano Marin, editor Espasa-Calpe, Madrid, 1930.


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