La
Herencia Cultural
(Quinta
y Última Parte)
Aníbal
Ponce
CUANDO EL ESTRENO
DE "Ricardo III" se acercaba, todo decía en el ambiente la grave
responsabilidad de los directores y la crítica de los actores y los realizadores.
Yo había tenido la fortuna de llegar desde Moscú cuatro días antes del estreno,
y como andaba de un lado para otro en Leningrado, me era fácil comprobar desde
los ambientes más distintos, la viva preocupación por un suceso que la prensa
destacaba como a un acontecimiento cultural. Me hablaban de él en los
laboratorios de Pavloff, como en las salas de la Biblioteca Nacional, y había
una igual curiosidad en el restaurant fantástico de la Fábrica N. I. de Cocina
que en el "foyer" de la Gran Opera, rumorosa todavía con el ballet
que Assafiev ha recogido en "La fuente de Baktchisarai"; y me
hablaban con idéntico orgullo los obreros de la fábrica de turbinas en que
había pasado la mañana, que los actores del teatro Mijailovski en que había
estado por la tarde.
Cuando
por fin llegó el estreno, la sala entera desbordaba. En un silencio
impresionante Ricardo III desnudó su alma a través del talento de Monakov que
lo encarnaba, y todo el espanto de la tragedia feudal comenzó a vivir delante
de nosotros. De la platea a los palcos, de la tertulia a las galerías, nada más
que hombres y mujeres que estudian y trabajan. Muy pocos años atrás, la enorme
mayoría, la aplastante mayoría, no conocía el nombre de Shakespeare ni de oídas.
En muy poco tiempo se ha vuelto para ellos un amigo. "No se imaginaría
usted —me decía un compañero en uno de los intervalos— hasta qué punto
Shakespeare es conocido en Rusia. No hay teatro de campaña ni teatro de
sindicato que no lo haya representado muchas veces. Y es que el espectador
soviético no sólo ha aprendido a desentrañar en Shakespeare la profunda lección
estética y social que nuestra crítica ha contribuido a elaborar, sino que
el tono mayor de las piezas de Shakespeare está al diapasón de la vida soviética".
Héroes de Shakespeare y héroes de los planes quinquenales podían, en efecto, a
través del abismo de los siglos y de las clases, tratarse de igual a igual por
la fuerza de la vida, la exuberancia creadora, el impulso ardoroso que los
lanza a la lucha. Pero aquella sala repleta de un público como todavía no
conoce igual ningún teatro de la tierra, sabía que los héroes de Shakespeare,
inmortales en el arte, no son inmortales en la vida. Y que el enorme trágico,
con ser tal vez la más alta cumbre del arte, no fue el historiador del
"alma humana" sino de uno de sus tantos aspectos fugitivos, porque
esa alma humana va presentando a través de los siglos los reflejos que las
clases sociales le imponen, las transformaciones que los modos de producción le
van dejando (30). No de otro modo las imágenes dramáticas en que Shakespeare
volcó sus criaturas llevan consigo la marca de la clase social en cuyo nombre
hablaban, y son como esas clases, transitorias y perecederas. El desdichado
"monstruo rojo" que Shakespeare tanto había calumniado en Calibán,
¿no estaba acaso con un alma nueva en aquella inmensa sala en que la hoz y el
martillo ocupaban el sitio de la corona y las águilas? Frente al telón rojizo
en que tres fechas gloriosas se repiten sin cesar —1871, 1905, 1917— un mundo
nuevo que Shakespeare ni siquiera pudo imaginar ¿no estaba allí para decirnos
cuán poca cosa sabemos todavía del hombre, y cómo ha bastado ponerlo en
posesión de sí mismo, rico con toda la técnica, rico con toda la cultura de los
siglos, para que haya empezado a realizar lo que no creíamos posible?
En
eso pensaba yo, al regresar del teatro, mientras caminaba por las largas
avenidas, sobre la nieve quebradiza: feliz dos veces de poder reunir la noche
aquella, en un mismo acto de admiración apasionada, la Rusia Nueva que ha dado
un sentido a mi madurez y el viejo Shakespeare que pobló de sueños mi
adolescencia.
Maravilloso
viejo Shakespeare que en una escena de Antonio y
Cleopatra nos anticipó, sin sospecharlo, la más fiel imagen de
nuestro mundo de hoy. La víspera de la batalla que va a decidir la suerte del
Imperio y del mundo, dos soldados de Antonio que relevan la guardia escuchan de
pronto pasar por los aires algo así como la música de un cortejo que se va.
"Es el Dios Hércules —dice uno de ellos—, el dios que amaba a Antonio en
otro tiempo y que lo abandona ahora en la derrota" (31). Así también sobre
la faz de la tierra tendidas están las líneas para la batalla inminente. De un
lado, como en el campamento de Antonio, es tan segura la derrota que pasa por
el aire el ruido del cortejo que se va. Del otro lado, es un Hércules joven el
que ha emprendido los doce trabajos.
Notas
[30]
Proudhon ignora que toda la historia no es sino una transformación continua de
a naturaleza humana”: Marx, Miseria de la filosofía, pág.88, traducción ese,
edición “Actualidad”, Buenos Aires, sin fecha.
[31]
Shakespeare, Atonio y Cleopatra, pág. 180, traducción Astrano Marin, editor
Espasa-Calpe, Madrid, 1930.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.