miércoles, 2 de julio de 2025

Filosofía

La Teoría del Error*

Jaime Labastida

El hombre, señalamos en la Introducción, no solo es producto de sus circunstancias sino activo transformador de las mismas. Descartes, por tanto, no es el reflejo mecánico del período manufacturero sino que, teniendo a la vista, como no podía menos de tener, el conjunto de las relaciones sociales y la naturaleza que esas relaciones le ofrecían de un modo peculiar, se eleva sobre ellas y, en determinado sentido, las niega o pretende negarlas. El postulado de la res cogitans** es, a nuestro modo de entender, a más de un prejuicio heredado de la tradición, formulación que compartimos con el doctor Villoro,1 un intento de escapar a las rígidas determinaciones de la mecánica. Pero el intento original queda limitado por el establecimiento de una contradicción de la que Descartes no es consciente: la contradicción entre cogito y res. El principio activo del cogito, que hubiera podido desarrollarse de inmediato, sufre una cosificación que frena su actividad (su espontaneidad) para destacar su permanencia y estatismo. La lucha por abandonar esta limitación será emprendida un tanto confusamente por Leibniz, pero después con mucho rigor por Kant, como más adelante veremos.

En la quinta parte del Discurso, Descartes formula un planteamiento que nos resulta muy interesante: el de la diferencia que existe entre el hombre, entendido ahora no solo como sustancia extensa sino también pensante, y los animales o cualquier otro tipo de “máquinas”: esta diferencia tiene por base la idea de que el error es algo específicamente humano.

En efecto, Descartes habla en el pasaje de referencia de sus Tratados (de la luz y del hombre); repite, por supuesto, la idea cardinal de los mismos: que “las reglas de la mecánica” son “las mismas de la naturaleza”,2 y que el cuerpo humano “es una máquina” que, por “estar hecha por la mano de Dios, está incomparablemente mejor ordenada y posee movimientos más admirables que ninguna de las que puedan inventar los hombres”.3 Pero, dice, al llegar a este punto, “me detuve muy especialmente para mostrar que si hubiera máquinas que tuviesen los órganos y la figura exterior de un mono, o de cualquier otro animal irracional, no tendríamos ningún medio de reconocer que no eran en todo de igual naturaleza que estos animales; al paso que si hubiera otros semejantes a nuestros cuerpos y que imitasen nuestras acciones cuanto fuere moralmente posible, siempre tendríamos dos medios seguros de reconocer que no por eso eran hombres verdaderos”. El primero de estos medios sería que jamás podrían usar del lenguaje articulado, “como hacemos nosotros para declarar a los demás nuestros pensamientos”; pues, añade, “se puede concebir que una máquina esté hecha de tal manera que profiera palabras…, pero no que arregle las palabras de diversos modos para responder según el sentido de cuanto en su presencia se diga como pueden hacer aun los más estúpidos de los hombres”. El segundo consistiría en que, por más bien que hicieran muchas cosas esas máquinas, e incluso mejor que nosotros, se equivocarían en otras sin tener posibilidad de, dijéramos, enmendar el error, pues lo repetirían siempre; “y así se descubriría que no obraban por conocimiento, sino tan solo por la disposición de sus órganos; pues mientras la razón es un instrumento universal que puede servir en todas ocasiones, estos órganos necesitan de alguna disposición especial para cada acción particular”;4 el mismo argumento endereza contra las bestias al probar que, aun cuando mejor que nosotros algunas cosas, ello no significan que tengan razón, sino, por el contrario, que no tienen ninguna, pues “es la naturaleza la que en ellas obra, por la disposición de sus órganos, como vemos que un reloj, compuesto solo de ruedas y resortes, puede contar las horas y medir el tiempo con mayor exactitud que nosotros con toda nuestra prudencia”.5

El hombre es el único animal que se equivoca y tiene la posibilidad de enmendar el error. Ello brota de la libertad que construye. El resto de los animales no hace sino repetir mecánicamente la función para la que, diría Descartes, están hechos y que depende de la sola disposición de sus órganos. En este sentido, ni el animal ni la máquina se equivocan, hablando rectamente. No es ni “por equivocación” ni “por error” que un río cambia el curso de su corriente; tampoco es “por ciencia” que una abeja se acerca siempre a libar azúcar de las flores: esto es un reflejo condicionado, diríamos nosotros, que se ha vuelto incondicionado ya para la especie; o, diría Descartes, tal es la función a que la obliga “la sola disposición de sus órganos”: un movimiento “mecánico”. Nosotros sabemos, desde luego, que no puede reducirse la biología a la mecánica; pero descartes intentaba precisamente eso. Sexualmente, un animal no tiene la “posibilidad de elección” ni se fija en la “belleza” o la “gracia” de su compañera o compañero; el hombre, en cambio, aunque también en él la pasión sexual sea una necesidad, define y concreta esa pasión en un objeto amoroso preciso, único e insustituible: “Desde que yo te amo, a nadie te pareces” escribe Neruda y con razón.

Entonces, y en primer término, es la inaplazable urgencia filosófica de explicar lo que es diferente en el hombre con relación a los animales y el resto de la sustancia extensa lo que conduce a Descartes a plantearse la formulación del cogito. El pensamiento, la razón, en tanto “instrumento universal”, escapa a la determinación mecánica; no es el “órgano particular” que repite siempre la función para la cual fue hecho, sino el instrumento universal que renueva las respuestas a los estímulos externos. Cronológicamente, pues, a nuestro juicio, la formulación del cogito tiene su punto de partida aquí: en la necesidad de escapar a las determinaciones de la mecánica.

___________

(*) Jaime Labastida, a] La teoría del error, en Producción, ciencia y sociedad, capítulo quinto: La res cogitans y el error como fenómeno específicamente humano. Decimotercera edición, 1990. Siglo XXI editores.

(**) Sustancia pensante.

(1) Hay en Descartes un concepto novedoso de sustancia como la “existencia efectiva del atributo”, aunque él “no se percata claramente de ello” (La idea y el ente…, p. 105). Añade Villoro: “Preso del significado heredado de las palabras, Descartes no puede concebir la existencia de cualquier propiedad más que en términos de su ser en… Porque al pensar en una propiedad prima ya en algo que debe ser en otro, al juzgar un atributo efectivamente existente comprende esa existencia como existencia en… Por ello no encuentra mejor término para expresar el ser ente de la propiedad que el tradicional ‘sustancia’. Heidegger dice que Descartes, al dejar “indeterminada en este comienzo ‘radical’ la forma de ser de la res cogitans o, más exactamente, el sentido del ser del ‘sum’”, trasplanta al comienzo “aparentemente nuevo del filosofar” un “prejuicio fatal” heredado de la antología (sustancialista) tradicional (El ser y el tiempo, trad. de José Gaos, FCE, México, 1962, pp. 34-35). A nuestro juicio, Heidegger se limita a mostrar el aspecto viejo y gastado de la concepción cartesiana del cogito, pero oculta lo que hay de novedoso en esta misma concepción; reduce injustamente a Descartes a la categoría de un “escolástico”.

(2) Disc., AT, VI, 54; RO, 54.

(3) Ibid., 56.

(4) Ibid., 56-57. Descartes es, para Marcial Guéroult, “uno de los precursores más lejanos de la cibernética” (El concepto de información en la ciencia contemporánea – Coloquios de Royaumont, varios autores, traducción de Florentino M. Torner, Siglo XXI Editores, México, 1966, p. 3). Creemos, sin embargo, que la idea cartesiana de la razón es, precisamente, el intento de escapar a las leyes generales de la mecánica, de suerte que, para el Cartesio, no habría comparación posible entre la razón y la máquina. Bien entendido, las proposiciones que de Descartes acabamos de señalar implican una crítica a las actuales ideas cibernéticas: no se puede reducir la razón a un “mecanismo”.

(5) Ibid., 59.


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