La Teoría del Error*
Jaime
Labastida
El hombre,
señalamos en la Introducción, no solo es producto de sus circunstancias
sino activo transformador de las mismas. Descartes, por tanto, no es el
reflejo mecánico del período manufacturero sino que, teniendo a la vista, como
no podía menos de tener, el conjunto de las relaciones sociales y la naturaleza
que esas relaciones le ofrecían de un modo peculiar, se eleva sobre ellas y, en
determinado sentido, las niega o pretende negarlas. El postulado de la res
cogitans** es, a nuestro modo de entender, a más de un prejuicio heredado
de la tradición, formulación que compartimos con el doctor Villoro,1
un intento de escapar a las rígidas determinaciones de la mecánica. Pero el
intento original queda limitado por el establecimiento de una contradicción de
la que Descartes no es consciente: la contradicción entre cogito y res.
El principio activo del cogito, que hubiera podido desarrollarse de
inmediato, sufre una cosificación que frena su actividad (su espontaneidad)
para destacar su permanencia y estatismo. La lucha por abandonar
esta limitación será emprendida un tanto confusamente por Leibniz, pero después
con mucho rigor por Kant, como más adelante veremos.
En
la quinta parte del Discurso, Descartes formula un planteamiento que nos
resulta muy interesante: el de la diferencia que existe entre el hombre,
entendido ahora no solo como sustancia extensa sino también pensante,
y los animales o cualquier otro tipo de “máquinas”: esta diferencia tiene por
base la idea de que el error es algo específicamente humano.
En
efecto, Descartes habla en el pasaje de referencia de sus Tratados (de
la luz y del hombre); repite, por supuesto, la idea cardinal de los mismos:
que “las reglas de la mecánica” son “las mismas de la naturaleza”,2
y que el cuerpo humano “es una máquina” que, por “estar hecha por la mano de
Dios, está incomparablemente mejor ordenada y posee movimientos más admirables
que ninguna de las que puedan inventar los hombres”.3 Pero, dice, al
llegar a este punto, “me detuve muy especialmente para mostrar que si hubiera
máquinas que tuviesen los órganos y la figura exterior de un mono, o de
cualquier otro animal irracional, no tendríamos ningún medio de reconocer que
no eran en todo de igual naturaleza que estos animales; al paso que si hubiera
otros semejantes a nuestros cuerpos y que imitasen nuestras acciones cuanto
fuere moralmente posible, siempre tendríamos dos medios seguros de reconocer
que no por eso eran hombres verdaderos”. El primero de estos medios sería que
jamás podrían usar del lenguaje articulado, “como hacemos nosotros para
declarar a los demás nuestros pensamientos”; pues, añade, “se puede concebir
que una máquina esté hecha de tal manera que profiera palabras…, pero no que
arregle las palabras de diversos modos para responder según el sentido de
cuanto en su presencia se diga como pueden hacer aun los más estúpidos de los
hombres”. El segundo consistiría en que, por más bien que hicieran muchas cosas
esas máquinas, e incluso mejor que nosotros, se equivocarían en otras sin tener
posibilidad de, dijéramos, enmendar el error, pues lo repetirían siempre; “y
así se descubriría que no obraban por conocimiento, sino tan solo por la
disposición de sus órganos; pues mientras la razón es un instrumento universal
que puede servir en todas ocasiones, estos órganos necesitan de alguna
disposición especial para cada acción particular”;4 el mismo
argumento endereza contra las bestias al probar que, aun cuando mejor que
nosotros algunas cosas, ello no significan que tengan razón, sino, por el
contrario, que no tienen ninguna, pues “es la naturaleza la que en ellas obra,
por la disposición de sus órganos, como vemos que un reloj, compuesto solo de
ruedas y resortes, puede contar las horas y medir el tiempo con mayor exactitud
que nosotros con toda nuestra prudencia”.5
El
hombre es el único animal que se equivoca y tiene la posibilidad de enmendar el
error. Ello brota de la libertad que construye. El resto de los animales no
hace sino repetir mecánicamente la función para la que, diría Descartes, están
hechos y que depende de la sola disposición de sus órganos. En este sentido, ni
el animal ni la máquina se equivocan, hablando rectamente. No es ni “por
equivocación” ni “por error” que un río cambia el curso de su corriente;
tampoco es “por ciencia” que una abeja se acerca siempre a libar azúcar de las
flores: esto es un reflejo condicionado, diríamos nosotros, que se ha vuelto
incondicionado ya para la especie; o, diría Descartes, tal es la función a que
la obliga “la sola disposición de sus órganos”: un movimiento “mecánico”.
Nosotros sabemos, desde luego, que no puede reducirse la biología a la
mecánica; pero descartes intentaba precisamente eso. Sexualmente, un animal no
tiene la “posibilidad de elección” ni se fija en la “belleza” o la “gracia” de
su compañera o compañero; el hombre, en cambio, aunque también en él la pasión
sexual sea una necesidad, define y concreta esa pasión en un objeto amoroso
preciso, único e insustituible: “Desde que yo te amo, a nadie te pareces”
escribe Neruda y con razón.
Entonces,
y en primer término, es la inaplazable urgencia filosófica de explicar lo que
es diferente en el hombre con relación a los animales y el resto de la
sustancia extensa lo que conduce a Descartes a plantearse la formulación
del cogito. El pensamiento, la razón, en tanto “instrumento universal”,
escapa a la determinación mecánica; no es el “órgano particular” que repite
siempre la función para la cual fue hecho, sino el instrumento universal que
renueva las respuestas a los estímulos externos. Cronológicamente, pues, a
nuestro juicio, la formulación del cogito tiene su punto de partida
aquí: en la necesidad de escapar a las determinaciones de la mecánica.
___________
(*) Jaime
Labastida, a] La teoría del error, en Producción, ciencia y sociedad,
capítulo quinto: La res cogitans y el error como fenómeno
específicamente humano. Decimotercera edición, 1990. Siglo XXI editores.
(**) Sustancia
pensante.
(1) Hay en
Descartes un concepto novedoso de sustancia como la “existencia efectiva del
atributo”, aunque él “no se percata claramente de ello” (La idea y el ente…,
p. 105). Añade Villoro: “Preso del significado heredado de las palabras,
Descartes no puede concebir la existencia de cualquier propiedad más que en
términos de su ser en… Porque al pensar en una propiedad prima ya en algo que
debe ser en otro, al juzgar un atributo efectivamente existente comprende esa
existencia como existencia en… Por ello no encuentra mejor término para
expresar el ser ente de la propiedad que el tradicional ‘sustancia’. Heidegger
dice que Descartes, al dejar “indeterminada en este comienzo ‘radical’ la forma
de ser de la res cogitans o, más exactamente, el sentido del ser del
‘sum’”, trasplanta al comienzo “aparentemente nuevo del filosofar” un
“prejuicio fatal” heredado de la antología (sustancialista) tradicional (El
ser y el tiempo, trad. de José Gaos, FCE, México, 1962, pp. 34-35). A
nuestro juicio, Heidegger se limita a mostrar el aspecto viejo y gastado de la
concepción cartesiana del cogito, pero oculta lo que hay de novedoso en esta
misma concepción; reduce injustamente a Descartes a la categoría de un
“escolástico”.
(2) Disc.,
AT, VI, 54; RO, 54.
(3) Ibid.,
56.
(4) Ibid.,
56-57. Descartes es, para Marcial Guéroult, “uno de los precursores más lejanos
de la cibernética” (El concepto de información en la ciencia contemporánea –
Coloquios de Royaumont, varios autores, traducción de Florentino M. Torner,
Siglo XXI Editores, México, 1966, p. 3). Creemos, sin embargo, que la idea
cartesiana de la razón es, precisamente, el intento de escapar a las leyes
generales de la mecánica, de suerte que, para el Cartesio, no habría
comparación posible entre la razón y la máquina. Bien entendido, las
proposiciones que de Descartes acabamos de señalar implican una crítica a las
actuales ideas cibernéticas: no se puede reducir la razón a un “mecanismo”.
(5) Ibid.,
59.
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