martes, 1 de octubre de 2024

Filosofía

Nota

Publicamos a continuación un trabajo de Joseph Dietzgen, considerando que, en su condición de obrero y discípulo de Marx y Engels, asumió el materialismo dialéctico y lo aplicó vivamente en diversos aspectos de la lucha de clases. Sin embargo, como señalaron Marx y Lenin, cometió algunos errores, más de expresión que de contenido, por lo cual agregamos de la obra de Lenin, Materialismo y empiriocriticismo, algunas partes y fragmentos, que reconocen el valor de la obra de Joseph Dietzgen, pero que a la vez presentan algunas observaciones críticas a su obra.

 

 

Carta de Joseph Dietzgen a Carlos Marx

(Fragmento)

Dispense usted, admirado señor, que me haya tomado la libertad de disponer así de su tiempo y su atención. He creído que podría proporcionarle placer con la prueba de que la filosofía de un obrero como yo es más clara que el promedio de la filosofía de nuestros profesores actuales. Su aprobación la apreciaría en mayor grado que si alguna academia quisiera nombrarme miembro suyo.

Termino dándole la seguridad, una vez más, de que simpatizo de la manera más sincera con sus esfuerzos que trascienden más allá de nuestro tiempo. El desarrollo social y la lucha por el dominio de la clase trabajadora me interesan más vivamente que mis asuntos privados. Lo único que siento es no poder colaborar en esto más activamente.

Allons enfants pour ka patrie!

Joseph Dietzgen,

Maestro de la Curtiduría de Wladimir.

24 de octubre [7 de noviembre de 1867]

 

La Razón Pura o la Facultad de Pensar en General*

Joseph Dietzgen

AL IGUAL QUE cuando se habla de alimentos en general y que en la continuidad del discurso se puede utilizar el término de fruto, grano, trigo, carne, pan, etc., como constituyentes de expresiones que, no obstante su diferencia, se suman todos sin embargo, bajo el concepto de alimentos teniendo el mismo sentido, así aquí hablamos de razón, de conciencia, de entendimiento, de facultad de imaginar, de concebir, de distinguir, de pensar o de conocer como otras tantas cosas sinónimas. Y es que no nos ocupamos de las diferentes clases, sino de la naturaleza general del proceso del pensamiento.

“A ningún hombre sensato se le ocurriría -declara un fisiólogo moderno-, a semejanza de los griegos, buscar el asiento de las fuerzas espirituales en la sangre, o bien, como en la Edad Media, en la glándula pineal; todos están convencidos de que en los centros del sistema nervioso es donde se debe buscar el centro orgánico de la función espiritual del organismo animal.” ¡Perfectamente! Pensar es una función como escribir es una función de la mano. Pero así como la investigación anatómica de la mano no es capaz de resolver el problema de qué es escribir, la investigación fisiológica del cerebro no constituye una aproximación a la pregunta: ¿qué quiere decir pensar? Con el escalpelo de la anatomía podemos desollar el espíritu, pero no descubrirlo. El descubrimiento de que pensar es un producto del cerebro nos aproxima a nuestro objeto, en la medida en que lo saca del terreno de la imaginación frecuentado por los fantasmas para llevarlo a la clara luz del día. De esencia inmaterial e inasequible que era, en adelante el espíritu se vuelve una actividad corporal.

Pensar es una actividad del cerebro así como caminar es una actividad de las piernas. Percibimos el pensamiento, el espíritu, de una manera igualmente sensible que como percibimos el caminar, nuestros dolores, nuestros sentimientos. Experimentamos el pensamiento en tanto que acontecimiento subjetivo, en tanto que proceso interior.

Según su contenido, ese proceso es distinto en cada instante y en cada personalidad, pero según su forma, permanece en todas partes idéntico. En otras palabras: tanto a propósito del proceso de pensamiento como a propósito de todo proceso, hacemos una distinción entre lo particular, o lo concreto, y lo general, o lo abstracto. Su fin general es el conocimiento. Ulteriormente veremos cómo la representación más simple, cómo todo concepto por una parte, y el conocimiento más profundo por otra, no son en cuanto a su esencia sino una sola y misma cosa.

No existe pensamiento, conocimiento sin contenido, como no existe pensamiento sin objeto, sin otra cosa que sea pensada o conocida. Pensar es un trabajo y como cualquier otro trabajo necesita un objeto en el cual se exteriorice. Después de la proposición: hago, trabajo, pienso, viene la pregunta del contenido y del objeto: ¿qué haces, trabajas, piensas?

Toda representación determinada, todo pensamiento real es idéntico a su contenido, pero no a su objeto. Mi escritorio, en tanto que contenido de mi pensamiento es idéntico a ese pensamiento y no se distingue de él. Sin embargo, el escritorio exterior a mi cabeza es su objeto, totalmente distinto de ella. Solo se puede distinguir el contenido del pensamiento, como acto del pensamiento en general, a título de parte de éste, mientras que el objeto es categórica o esencialmente distinto.

Hacemos una distinción entre el pensamiento y el ser. Distinguimos el objeto sensible de su concepto espiritual. Sin embargo, esto no impide que incluso la representación no sensible sea sensible, material, es decir, real. Percibo mi pensamiento del escritorio tan materialmente como el escritorio mismo. Por supuesto, si se le llama material únicamente a lo que se puede asir, entonces el pensamiento es inmaterial. De hecho, el olor de la rosa y el calor de la estufa son igualmente inmateriales. Llamamos sensible, quizá con mayor fortuna, al pensamiento. O incluso, si se nos objeto que allí se trata de un empleo abusivo de la palabra, pues la lengua distingue estrictamente las cosas sensibles y las cosas espirituales, entonces renunciemos también a esa palabra y llamemos real al pensamiento. El espíritu es real, tan real como la mesa que se toca, la luz que se ve, el sonido que se escucha. Aunque el pensamiento se distingue evidentemente de esas cosas, sin embargo tiene en común con ellas el hecho de que es real como las demás cosas. El espíritu no es más diferente de la mesa o de la luz o de lo que esas cosas lo son entre sí. No negamos la diferencia, solo afirmamos la naturaleza común de esas cosas diferentes. Al menos en adelante el lector no me malinterpretará cuando llame a la facultad de pensar una facultad material, un fenómeno sensible. Todo fenómeno sensible tiene la necesidad de un objeto en el cual se exteriorice. Para que el calor sea, para que sea real, debe existir necesariamente un objeto, otro que se deje calentar. Lo activo no puede existir sin lo pasivo. Lo visible no puede ser visible sin la vista, y a su vez la vista no puede ser la vista sin lo visible. De igual manera, como todas las cosas, la facultad de pensar nunca aparece en y por sí, sino siempre en conexión con otros fenómenos sensibles. Como todo fenómeno real, el pensamiento aparece a través de un objeto al que acompaña. La función cerebral no es ni más ni menos actividad pura que la función del ojo, el perfume de mis flores, el calor de la estufa o el fenómeno mesa. El hecho de que se pueda ver, escuchar y tocar la mesa, el hecho de que ésta sea efectivamente real o que produzca un efecto tiene su fundamento igualmente en la actividad que le es propia como en la actividad de otra cosa, en relación con la cual produce un efecto.

Sin embargo, cada una de las actividades se limita a una categoría particular de objetos. Lo visible solo sirve a la función del ojo, como lo prensible a la de la mano; el caminar encuentra su objeto en el espacio que atraviesa. Pero para el pensamiento todas las cosas son objeto. Todo es cognoscible. El pensamiento no está limitado a una especie particular de objetos. Todo fenómeno puede ser objeto y por consiguiente contenido del pensamiento. Sí, todo lo que percibimos, solo lo percibimos porque se vuelve material de nuestra actividad cerebral. Toda cosa es objeto y contenido del pensamiento. La facultad de pensar se extiende universalmente a todos los objetos.

Anteriormente dijimos que toda cosa es cognoscible y, sin embargo, ahora decimos que solo lo cognoscible puede ser conocido, solo lo que puede ser sabido puede ser objeto de la ciencia, solo lo pensable puede ser objeto de la facultad de pensar. La facultad de pensar está pues limitada también en la medida que no puede sustituir los actos de leer, de escuchar, de tocar y a otras innumerables actividades. Conocemos bien todos los objetos, pero ningún objeto se deja conocer, saber o concebir en totalidad. Es decir: el conocimiento no agota el objeto. Para que haya acto de ver, es necesario que exista algo que es visto, pero también algo que es más que lo que vemos; para el acto de escuchar es necesario algo que es escuchado, para el acto de pensar algo que es pensado; por lo tanto, cada vez algo que es también a su vez algo fuera de nuestro pensamiento, fuera de nuestra conciencia. Ulteriormente se descubrirá cómo accedemos a la ciencia por el hecho de que vemos, escuchamos, tocamos, pensamos objetos y no algo subjetivo.

Por el pensamiento, poseemos un poder redoblado en relación al mundo entero: en el exterior en la realidad, en el interior en los pensamientos, la representación. Con ello se puede ver fácilmente que las cosas en el mundo tienen cualidades diferentes de las cosas en nuestra cabeza. Bajo su óptima forma, bajo su extensión natural, les es imposible penetrar en la cabeza. Esta no recibe las cosas mismas, sino su concepto, su representación, su forma general. El árbol representado, pensado, solo es siempre un árbol general. El árbol real es un árbol como no hay otro. E incluso si me meto en la cabeza ese árbol particular, el árbol pensado difiere siempre del árbol sensible, de la misma manera que lo general difiere de lo particular. La multiplicidad infinita de las cosas, la riqueza innumerable de sus propiedades no tiene lugar en mi cabeza.

Percibimos el mundo exterior, los fenómenos de la naturaleza y de la vida bajo una doble forma: bajo una forma concreta, sensible, múltiple, y bajo una forma abstracta, espiritual, única. Para nuestros sentidos el mundo es lo múltiple. El cerebro lo agrupa como unidad. Y lo que vale para el mundo, vale para cada una de sus partes en particular. Una unidad sensible es una quimera. En la medida en que son reales, el átomo de una gota de agua o el átomo de un elemento químico son divisibles, desiguales en sus partes, múltiples. A no es B. Pero el concepto, la facultad de pensar extrae de cada parte sensible un todo abstracto, y comprende toda totalidad o quántum sensible como constituyendo una parte de la unidad abstracta del mundo. Para reunir las cosas en su totalidad, debemos aprehenderlas práctica y teóricamente con nuestros sentidos y nuestro cerebro, con nuestro cuerpo y nuestro espíritu. Con el cuerpo solo podemos aprehender lo corporal, con el espíritu solo lo espiritual. Por lo tanto las cosas también poseen espíritu. El espíritu es cosa y las cosas son espirituales. El espíritu y las cosas solo existen efectivamente en sus relaciones.

¿Podemos ver las cosas? No, solo vemos el efecto de las cosas en nuestros ojos. No gustamos el vinagre, sino la relación del vinagre con nuestra lengua. El producto de ello es la sensación de lo ácido. El vinagre no tiene un efecto ácido sino en relación a la lengua; en relación al hierro, actúa como un disolvente, con el frío se condensa, con el calor se licúa. Y sus efectos tienen tanta variedad como los objetos con los cuales mantiene relaciones espacio-temporales. El vinagre se manifiesta fenoménicamente, como en todas las cosas sin excepción; sin embargo nunca como vinagre en y por sí, sino siempre únicamente en relación, en contacto, en conexión con otros fenómenos. Todo fenómeno es producto del sujeto y del objeto.

Solos, el cerebro o la facultad de pensar son insuficientes para hacer aparecer un pensamiento, pues éste requiere además un objeto que sea pensado. Por eso en razón de esa naturaleza relativa de nuestro tema no podremos, al tratarlo, mantener frente a él una actitud pura. Dado que precisamente la razón o la facultad de pensar nunca aparecen por sí, sino siempre en relación con otra cosa, estamos obligados a pasar continuamente de la facultad de pensar a sus objetos, y a tratar ambos en conexión.

Así la vista no ve el árbol sino lo que es visible del árbol, así la facultad de pensar no puede recibir el objeto mismo sino únicamente su aspecto espiritual cognoscible. El producto, el pensamiento, es un niño que es engendrado por la función cerebral en comunidad con un cierto objeto. En el pensamiento aparecen tanto por un lado el poder subjetivo de pensar, como por el otro la naturaleza espiritual del objeto. Toda función del espíritu presupone un objeto por el cual es producida, y que proporciona el contenido espiritual. Y por otra parte, ese contenido proviene de un objeto que, además, percibido sensiblemente de una cierta manera, es visto, o escuchado, o sentido, o gustado, en pocas palabras, experimentado.

Cuando anteriormente dijimos que el acto de ver se limita a lo visible en tanto que objeto, el acto de oír a lo audible, etc., y que por el contrario toda cosa es objeto de la facultad de pensar o de conocer, eso significa ahora -y nada más- que además de sus propiedades innumerables, pero particulares y sensibles, los objetos tienen la propiedad espiritual general de dejarse pensar, concebir o conocer, de ser objeto de nuestra facultad de pensar.

Esta determinación metafísica de todos los objetos vale de igual manera para la facultad de pensar misma, para el espíritu. El espíritu es una actividad sensible material, que parece múltiple. Es el pensamiento producido de manera sensible con objetos diferentes, en tiempos diferentes, en cerebros diferentes. Al igual que de cualquier otro objeto, podemos hacer de ese espíritu el objeto de un acto particular del pensamiento. En tanto que objeto, el espíritu es un hecho múltiple, empírico, que puesto en contacto con una función especial del cerebro, produce el concepto general del espíritu, en tanto que contenido de ese acto particular del pensamiento. El objeto del pensamiento se distingue de su contenido de la misma manera que la cosa se distingue de su concepto. El caminar en toda su diversidad experimentado de manera sensible sirve al pensamiento a título de objeto, gracias al cual este último posee el concepto de caminar en tanto que contenido. El hecho de que el concepto de un objeto sensible cualquiera posea padre y madre, el hecho de que sea producido por nuestro pensamiento gracias al objeto experimentado, se comprende más fácilmente y es más patente que la trinidad, que existe efectivamente cuando nuestro pensamiento presente engendra, a partir de la experiencia que ella tiene de sí misma, su propio concepto como producto. Aquí parece que damos la vuelta en redondo. Objeto contenido y actividad coinciden en apariencia. Sin embargo, la razón se mantiene cerca de sí misma mientras conserva su ser dado de manera sensible. Es decir: se sirve de sí misma como objeto y de allí saca su contenido. No por ser menos manifiesta la distinción entre cosa y concepto deja de ser tan verídica como en otras partes. Lo que nos oculta la verdad es la costumbre que tenemos de considerar a lo sensible y a lo espiritual como constituyentes de cosas heterogéneas, absolutamente distintas. La necesidad de la distinción nos obliga a hacerla en todas partes entre los objetos sensibles y sus conceptos espirituales. Nos obliga a realizar la misma operación en lo que concierne al poder de los conceptos, y así nos encontramos en la necesidad de llamar sensible a un objeto que lleva el nombre de “espíritu”. Ciertamente en ninguna ciencia se puede evitar de manera completa tal ambigüedad de la terminología. El lector que no se enreda con las palabras, sino que busca su sentido, concebirá que la distinción entre el ser y el pensamiento conserva su valor también en el caso de la facultad de conocer, y que el hecho del acto de conocer, de concebir, de pensar, etc., es distinto de la comprensión de ese hecho. Y dado que incluso esta última, la comprensión, constituye a su vez un hecho, está permitido dar a toda cosa espiritual la denominación de hecho o de “sensible”.

En consecuencia, la razón o la facultad de pensar no son un ser místico que creara los pensamientos particulares. A la inversa, el hecho de los pensamientos particulares, experimentados, constituye el objeto que al contacto de un acto cerebral engendra el concepto de razón. Como todas las cosas que tenemos que conocer, la razón posee una doble existencia: la primera en el fenómeno o la experiencia, la segunda en la esencia o el concepto. El concepto de un objeto cualquiera presupone la experiencia de ese objeto, y esto es igualmente verdadero del concepto de la facultad de pensar. Dado que el hombre piensa per se, cada uno hace igualmente, per se, la experiencia en cuestión.

Ahora estamos en presencia de un objeto en el cual el método especulativo, que quiere producir sus conocimientos a partir de las profundidades del espíritu prescindiendo de la experiencia, secretamente se vuelve, en razón de la naturaleza sensible del objeto, método inductivo, mientras que a la inversa la inducción, que pretende producir razonamientos, conocimientos, conceptos, por la sola experiencia, en razón de la naturaleza espiritual de su objeto se vuelve especulación. Aquí vale la pena analizar con el pensamiento los conceptos de facultad de pensar o de conocer, de razón, de saber o de ciencia.

Producir con conceptos o analizar a éstos equivales a lo mismo en la medida en que estas dos operaciones constituyen una función cerebral, una actividad del entendimiento. Ambos tienen a una naturaleza común. Sin embargo, una se distingue de la otra como se distinguen instinto y conciencia. El hombre piensa en primer lugar no porque quiera, sino porque no puede dejar de hacerlo. Los conceptos se producen instintiva, involuntariamente. Para adquirir clara conciencia de ellos, para someterlos al saber y a la voluntad, tenemos necesidad de analizarlos. Por ejemplo, a partir de la experiencia del acto de caminar producimos el concepto de caminar. Analizarlo es resolver la cuestión: ¿qué es caminar en general, qué es lo general en el caminar? Quizá nuestra respuesta será: el caminar es un movimiento cadencioso de un lugar a otro, elevando con ello el concepto instintivo a concepto consciente, analizado. Solo por medio del análisis la cosa es concebida conceptual, formal o teóricamente. Quisiéramos saber de qué elementos está formado el concepto de caminar y encontramos que el movimiento cadencioso constituye el carácter general de esas experiencias que todos llamamos con el nombre común de “caminar”. En la experiencia, el caminar es tanto a grandes pasos como a pasitos, tanto a dos pies como a más pies, tanto concierne a los relojes como a las máquinas; en pocas palabras, es múltiple. En el concepto, es solo un movimiento cadencioso, y es necesario el análisis del concepto para que tengamos la conciencia de ese hecho. El concepto de luz existía mucho tiempo antes de que la ciencia analizara la luz, antes de que supiera que los movimientos vibratorios del éter constituyen los elementos que forman el concepto luz. Los conceptos instintivos y los conceptos analizados se distinguen de la misma manera como se distinguen los pensamientos ordinarios de los pensamientos de la ciencia.

El análisis de un concepto cualquiera y el análisis teórico del objeto o de la cosa de la cual es tomado el concepto constituyen una sola y misma cosa. A todo concepto corresponde un objeto. Ludwig Feuerbach demostró que incluso los conceptos de Dios y de inmortalidad son conceptos de objetos sensibles reales. Para analizar los conceptos de animal, de luz, de amistad, de hombre, etc., se analiza los objetos: animales, amistades, hombres, fenómenos luminosos. El objeto por analizar del concepto de animal no es un animal particular, como el objeto del concepto de luz no es un fenómeno luminoso particular cualquiera. El concepto engloba el género, la cosa en general, y así, en presencia de la pregunta: ¿qué es el animal, la luz, la amistad?, el análisis no tiene el derecho de emplearse para analizar un objeto particular cualquiera, sino que tiene que descomponer lo general, el género, en sus elementos.

Si el análisis de un concepto y el de su objeto nos parecen diferentes uno de otro, eso se debe a la capacidad que tenemos de separar los objetos de dos maneras: prácticamente, de manera sensible, manual, en particular, luego también teóricamente, de manera espiritual, por el cerebro, en general. El análisis práctico es la presuposición del análisis teórico. Para analizar el concepto de animal, tenemos a nuestro servicio los animales separados de manera sensible; para analizar la amistad, las amistades separadas de las que tenemos experiencia sirven de material o de presuposición.

A todo concepto corresponde un objeto que se puede descomponer prácticamente en sus múltiples partes separadas. Analizar el concepto es analizar teóricamente su objeto ya analizado prácticamente. El análisis de un concepto consiste en el conocimiento de lo que hay de común o de general en las partes particulares de su objeto. Lo que hay de común en los diferentes caminares, el movimiento cadencioso, constituye el concepto de caminar, lo que hay de común en los diferentes fenómenos luminosos constituye el concepto de luz. La industria química analiza los objetos con el fin de obtener productos químicos; la ciencia con el fin de analizar sus conceptos.

Incluso nuestro objeto especial, la facultad de pensar, se distingue también de su concepto. Pero, para analizar el concepto, es preciso analizar el objeto. No se puede analizarlo químicamente -no todo corresponde a la química- sino solo teórica y científicamente. Como hemos dicho, todos los objetos incumben a la ciencia o a la razón. Pero todos los objetos que la ciencia quiere analizar conceptualmente deben en primer lugar ser practicados analíticamente, es decir, según su especie, ser o bien manipulados diversamente o bien vistos con prudencia o bien auscultados atentamente; en pocas palabras, deben ser objeto de una experiencia profunda.

La facultad de pensar, el hecho de que el hombre piense, es un hecho sensible. Los hechos nos presentan la ocasión o el objeto, a partir de lo cual formamos instintivamente el concepto. Al analizar el concepto de facultad de pensar es en lo sucesivo buscar lo que hay de común o de general en los actos distintos, personales, temporales, del pensamiento real. Para llevar a cabo tal investigación según un método científico, no necesitamos aquí instrumentos físicos ni reactivos químicos. La observación sensible, indispensable para toda ciencia, para todo conocimiento, en el caso presente nos es dada, por así decirlo, a priori. Dentro de sí mismo, cada uno posee el objeto de nuestra investigación, el hecho de la facultad de pensar y la experiencia de ésta.

Anteriormente reconocimos que el concepto instintivo, como su análisis científico, constituye en todas partes el desarrollo de los abstracto o de lo general a partir de lo sensible, de lo particular, de lo concreto. Lo cual, en otras palabras, quiere decir: se descubre lo que hay de común en todos los actos separados del pensamiento, en el hecho de que éstos están en búsqueda de la unidad general en sus objetos, los cuales aparecen de diversas maneras en la corporeidad sensible. El término general donde se hacen iguales los animales distintos, los fenómenos luminosos distintos, constituye el elemento que permite la composición del concepto general de animal y de luz. Lo general es el contenido de todos los conceptos, de todo conocimiento, de toda ciencia, de todo acto del pensamiento. En consecuencia, el análisis de la facultad de pensar muestra a esta última como la capacidad de extraer lo general de lo particular. El ojo examina lo visible, el oído percibe lo audible, y nuestro cerebro percibe lo general, es decir, lo que puede ser sabido o conocido.

Ya hemos visto que el pensamiento, como toda actividad, tiene necesidad de un objeto; además, no tiene límites en la elección de sus objetos; sin limitación, toda cosa puede volverse objeto de la facultad de pensar; por tanto, al aparecer esos objetos de manera diversa en la sensibilidad, el trabajo del pensamiento consiste en transformar esos fenómenos en conceptos simples, mediante la extracción de su parecido, de su identidad o de su generalidad. Si ahora aplicamos a nuestra tarea esa experiencia reconocida o ese conocimiento experimentado del método general de la facultad de pensar, es claro que con ello nos es dada la solución, pues se buscaba solamente el método general de la facultad de pensar.

Si el desarrollo de lo general a partir de lo particular constituye el método general, la modalidad general por la cual la razón promueve conocimientos, con ello habremos perfectamente establecido que la razón es la capacidad de extraer lo general de lo particular.

Pensar es un trabajo corporal que, como cualquier otro trabajo, no puede existir ni producir efecto si carece de material. Para pensar, tengo necesidad de una materia que se pueda pensar. Esta materia es dada en los fenómenos de la naturaleza y de la vida. A ellos llamamos lo particular. Si antes se le llamaba objeto del pensamiento al Todo o a toda cosa, en lo sucesivo habrá que decir: la materia de trabajo del pensamiento, el objeto de la razón es infinito, infinito cuantitativamente e ilimitado cualitativamente. La materia que sirve de material para nuestra facultad de pensar está tan desprovista de fin como el espacio, es tan eterna como el tiempo, y es tan diversa como el contenido de esas dos formas. La facultad de pensar es una facultad universal en la medida en que establece conexiones (es decir, produce pensamientos) con todo, con todas las materias, todas las cosas, todos los fenómenos. Pero de ninguna manera es lo Absoluto, pues su existencia, su ejercicio presuponen el mundo de los fenómenos, la materia. La materia es el límite del espíritu, éste no puede transgredirlo. Ella le da el segundo plano necesario para su iluminación, sin caer bajo este último. El espíritu es un producto de la materia, pero la materia es más que un producto del espíritu; aun llegándonos a través de nuestros cinco sentidos, al mismo tiempo es producto de la actividad de nuestros sentidos. Únicamente a tales productos, que nos son revelados simultáneamente por el espíritu y los sentidos, damos el nombre de productos reales, objetivos, de cosas “en sí”.

La razón solo es una cosa verdadera y real en la medida en que es sensible. El efecto sensible de la razón se manifiesta tanto en el cerebro del hombre como objetivamente en el mundo exterior. ¿No se ven claramente efectos por los cuales la razón transforma la naturaleza y la vida? Con nuestros ojos vemos, con nuestras manos tocamos los éxitos de la ciencia. Es verdad que el sabor, o la razón, no pueden producir esos efectos materiales sacándolos solo de sí mismos. Para eso, el mundo de la realidad sensible, los objetos, necesariamente deben estar dados. ¿Pero también una cosa produce entonces efectos “en y por sí”? Para que la luz ilumine, para que el sol caliente y cumpla su curso, es preciso que el espacio y otras cosas sean dados, los que permiten iluminar, calentar y realizar una revolución. Antes de que mi mesa tenga colores, es necesario que sean dados la luz y el ojo, y todo lo que ella es además, solo lo es en contacto con otra cosa: su ser es tan diverso como lo son esos contactos, esas relaciones. Es decir que el mundo solo tiene existencia en la conexión. Arrancada a la conexión, una cosa deja de existir. La cosa solo existe por sí con la única condición de existir para otra cosa, de producir un efecto, o de aparecer.

Si tomamos el mundo como siendo “la cosa en sí”, fácilmente se comprenderá que el mundo “en sí”, y el mundo tal como se nos aparece, el mundo de los fenómenos, no difieren más que el Todo y sus partes. El mundo en sí no es otra cosa que la suma de sus apariciones fenoménicas. Lo mismo sucede con esa parte fenoménica del mundo que llamamos razón, espíritu, facultad de pensar. Aunque distingamos la facultad de pensar de sus manifestaciones fenoménicas o de sus efectos, la facultad de pensar “en sí”, la razón “pura” solo está efectivamente presente en la suma de sus apariciones fenoménicas. El acto de ver es la existencia corpórea de la vista. Entramos en posesión del todo solo por intermedio de sus partes; así sucede con nuestra razón como con cualquier otra cosa: solo la poseemos por intermedio de sus efectos, los pensamientos particulares. Como se ha dicho, la facultad de pensar no es temporalmente el primer término, no precede al pensamiento. A la inversa: los pensamientos producidos a propósito de objetos sensibles sirven de material para construir el concepto de facultad de pensar. De igual manera que la comprensión del movimiento del mundo nos ha enseñado que no es el Sol el que gira alrededor de la Tierra, así la comprensión del proceso de pensamiento nos enseña que no es la facultad de pensar la que forma los pensamientos, sino que, a la inversa, el concepto de facultad de pensar está formado a partir de los pensamientos particulares; de igual manera que la facultad de ver existe por la suma de nuestras visiones, así la facultad de pensar solo existe prácticamente a título de suma total de nuestros pensamientos.

Esos pensamientos, la razón práctica, sirven de material a partir del cual nuestro cerebro produce la razón pura en tanto que concepto. En la práctica, la razón es necesariamente impura, es decir, se ocupa de un objeto particular cualquiera. La razón pura, la razón sin contenido particular no puede ser nada más que lo que hay de general en los actos particulares de la razón. Eso general, lo poseemos bajo un doble aspecto: impuro, práctico o concreto, como suma de los fenómenos reales, y puro, teórico o abstracto, en el concepto. El fenómeno de la razón se distingue de la razón en sí de la misma manera que los animales de la naturaleza viva, de la realidad sensible, se distinguen del concepto de animal en general.

Todo acto real de la razón o del conocimiento utiliza otro fenómeno real como objeto que, conforme a la naturaleza de toda realidad, es múltiple. De ese objeto múltiple de la naturaleza extrae la facultad de pensar lo idéntico o lo general. El ratón y el elefante pierden su distinción en el concepto general e idéntico de animal. El concepto reúne lo múltiple y lo eleva a la unidad, desarrollando lo general a partir de lo particular. Así, pues, dado que lo que constituye el acto de concebir es lo que hay de común o de general en todos los actos de la razón, allí se encuentra la confirmación de que la razón en general o la esencia general de la facultad de pensar y de conocer consiste en la abstracción de la esencia, de lo general o de la común, de lo espiritual o de lo general, a partir de un fenómeno sensible, real y dado.

Dado que la razón no puede existir realmente, ni producir efectos prescindiendo del objeto, cae por su peso que no podemos conocer la razón “pura”, la razón “en sí”, más que a partir de su práctica. No podemos descubrir el ojo sin la luz como tampoco la razón sin los objetos, al contacto de los cuales se ha producido ella misma. Las manifestaciones fenoménicas de la razón son tan múltiples como esos objetos. Insistamos: no es la esencia de la razón la que aparece. A la inversa, a partir de los fenómenos formamos el concepto de la esencia, de la razón en sí o de la razón pura.

Solo por el contacto con otros fenómenos sensibles se manifiestan fenoménicamente los actos espirituales del pensamiento. Con ello éstos se han convertido en fenómenos sensibles que, al contacto de una función cerebral, producen el concepto de “facultad de pensar en sí”. Una vez analizado este concepto, encontramos que la razón consiste “puramente” en la actividad que produce conceptos generales a partir de un material dado, al cual pertenecen los procesos inmateriales del pensamiento. En otras palabras, la razón se caracteriza como la actividad que produce a partir de toda multiplicidad la unidad, así como a partir de toda diferencia la identidad, siempre compensando todas las oposiciones. Todo esto no es sino palabras diferentes para una misma cosa: se dan aquí con el fin de no dar al lector la palabra vacía, sino el concepto vivo, el objeto múltiple según su esencia general.

La razón, afirmamos, consiste puramente en el desarrollo de lo general a partir de lo particular, en la mediación de lo general o de lo abstracto a partir de lo dado concreto o sensible. Tal es “pura” y “totalmente” el contenido de la razón, del conocimiento, del saber, de la conciencia. Este “pura” y “totalmente” significa simplemente que con ello son dados el contenido común de los actos de pensar distintos, la forma general de la razón. Además de esta forma abstracta general, la razón posee, como cualquier otra cosa, su forma sensible concreta particular, que percibimos inmediatamente por la experiencia. Por lo tanto, la confirmación completa de la conciencia consiste en su experiencia sensible, es decir, en su perceptibilidad corporal y en su conocimiento. El conocimiento es la forma general de una cosa.

En el sentido literal, la conciencia es un saber del ser, por lo tanto, una forma, una propiedad que se distingue de las demás propiedades del ser por el hecho de que es consciente. La cualidad no se deja explicar, sino experimentar. Por experiencia sabemos que con la conciencia, con el saber del ser, es dada la división en sujeto y objeto, la distinción entre ser y pensar, forma y contenido, fenómeno y esencia, accidente y sustancia, particular y general. Por esta contradicción inmanente de la conciencia se explica también la denominación contradictoria en virtud de la cual ella recibe, por un lado, el nombre de órgano de lo universal, de facultad de generalizar o de unificar y, por el otro, con igual razón, el de facultad de distinguir. La conciencia generaliza lo diferente y distingue lo general. La naturaleza de la conciencia es la contradicción, y esta naturaleza es tan contradictoria que es simultáneamente naturaleza de la mediación, de la explicación, de la comprensión. La conciencia generaliza la contradicción. Reconoce que todos los fenómenos naturales, todos los fragmentos sin excepción de la naturaleza, viven en la contradicción, que todo lo que existe, todo lo que es, solo existe por la cooperación de otro, de un opuesto. De igual manera que lo visible no es visible sin la vista y que inversamente la vista no ve sin lo visible, es preciso reconocer en la contradicción algo general que domina el pensamiento y el ser. La ciencia de la facultad de pensar, por la generalización de la contradicción, resuelve todas las contradicciones particulares.

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(*) Dietzgen, Joseph, La esencia del trabajo intelectual y otros escritos. Esencia del trabajo intelectual expuesta por un trabajador manual. Nueva crítica de la razón pura, parte 2. La razón pura, o la facultad de pensar en general. Editorial Grijalbo, colección teoría y praxis. México, 1975.

 

 

Feuerbach y J. Dietzgen sobre la "cosa en sí"*

V. I. Lenin

PARA DEMOSTRAR hasta qué grado son absurdas las afirmaciones de nuestros machistas, según las cuales los materialistas Marx y Engels negaban la existencia de las cosas en sí (o sea de las cosas fuera de nuestras sensaciones, representaciones, etc.) y su cognoscibilidad y admitían una línea de demarcación de principio entre el fenómeno y la cosa en sí, reproduciremos aún algunas citas tomadas de Feuerbach. Todas las desdichas de nuestros machistas proceden de que se han puesto a hablar de materialismo dialéctico dando fe a los profesores reaccionarios, sin saber ni dialéctica ni materialismo.

"El espiritualismo filosófico moderno -- dice L. Feuerbach --, que se llama a sí mismo idealismo, lanza al materialismo el siguiente reproche, demoledor a su parecer: el materialismo es dogmatismo, es decir, parte del mundo sensible (sinnlichen) como de una verdad objetiva indiscutible (ausgemacht) y la considera como un mundo en sí (an sich), esto es, como existente sin nosotros, siendo así que el mundo no es en realidad más que el producto del espíritu" (Sämtliche Werke [Obras Completas ], tomo X, 1866, pág. 185).

¿No está claro? El mundo en sí es un mundo existente sin nosotros. Tal es el materialismo de Feuerbach, como el materialismo del siglo XVII, que combatía el obispo Berkeley y que consistía en el reconocimiento de "los objetos de por sí", existentes fuera de nuestra conciencia. El "An sich" de Feuerbach (de por sí o "en sí") es lo directamente opuesto al "An sich" de Kant: recordad el párrafo de Feuerbach antes citado en donde Kant es acusado de concebir la "cosa en sí" como una "abstracción sin realidad". Para Feuerbach, la "cosa en sí" es la "abstracción con realidad", es decir el mundo existente fuera de nosotros, perfectamente cognoscible, que en nada difiere, en principio, del "fenómeno".

Feuerbach explica, con mucho ingenio y nitidez, cuán absurdo es admitir un "transcensus" del mundo de los fenómenos al mundo en sí, especie de abismo infranqueable creado por los curas y tomado de ellos por los profesores de filosofía. He aquí una de sus explicaciones:

"Ciertamente, las creaciones de la fantasía son también creaciones de la naturaleza, puesto que también la fuerza de la fantasía, a semejanza de las demás fuerzas del hombre, es al fin y al cabo (zuletzt), en su base misma y por su origen, una fuerza de la naturaleza; pero el hombre es, sin embargo, un ser diferente del sol, de la luna y de las estrellas, de las piedras, de los animales y de las plantas; diferente, en una palabra, de todos los seres (Wesen) a los que aplica la denominación general de 'naturaleza'; y, por consiguiente, las representaciones (Bilder) que se forja el hombre del sol, de la luna y las estrellas y de todos los seres restantes de la naturaleza (Naturwessen), también son creaciones de la naturaleza, pero otra clase de creaciones, que difieren de los objetos de la naturaleza que representan" (Werke [Obras ]. tomo VII, Stuttgart, 1903, pág. 516).

Los objetos de nuestras representaciones difieren de nuestras representaciones, la cosa en sí difiere de la cosa para nosotros, ya que ésta sólo es una parte o un aspecto de la primera, así como el hombre mismo no es más que una partícula de la naturaleza reflejada en sus representaciones.

". . . Mi nervio gustativo es una creación de la naturaleza, lo mismo que la sal, pero ello no quiere decir que el gusto, de la sal sea directamente, como tal gusto, una propiedad objetiva de la sal; ni que la sal, tal como es (ist) en su sola calidad de objeto de la sensación, sea también la sal de por sí (an und für sich); ni que la sensación de la sal en la lengua sea una propiedad de la sal tal como la pensamos sin experimentar sensación (des ohne Empfindung gedachten Salzes)" . . . Y algunas páginas antes: "Lo salobre, como sabor, es una expresión subjetiva de la propiedad objetiva de la sal" (514).

La sensación es el resultado de la acción que ejerce sobre nuestros órganos de los sentidos la cosa en sí, existente objetivamente, fuera de nosotros: tal es la teoría de Feuerbach. La sensación es una imagen subjetiva del mundo objetivo, del mundo an und für sich (de por sí).

". . . Asimismo el hombre es un ser de la naturaleza (Naturwessen), como el sol, la estrella, la planta, el animal, la piedra; pero, sin embargo, difiere de la naturaleza y, por consiguiente, la naturaleza en el cerebro y en el corazón del hombre difiere de la naturaleza fuera del cerebro humano y fuera del corazón humano".

". . . El hombre es el único objeto en el que, según reconocen los mismos idealistas, está realizada la 'identidad del sujeto y el objeto', pues el hombre es el objeto cuya igualdad y unidad con mi ser no suscitan duda alguna . . . Pero, ¿acaso un hombre no es para otro, incluso para el más próximo, un objeto de fantasía, un objeto de imaginación? ¿Acaso cada uno no concibe a otro hombre según su sentido propio, a su manera (in und nach seinem Sinne)? . . . Y si incluso entre hombre y hombre, entre pensamiento y pensamiento hay una diferencia tal que no es posible ignorar, ¿cuánto mayor no ha de ser la diferencia entre el ser en sí (Wesen an sich) no pensante, extrahumano, no idéntico a nosotros, y ese mismo ser tal como lo pensamos, nos lo representamos y lo concebimos?" (pág. 518, lugar citado).

Toda diferenciación misteriosa, ingeniosa, sutil, entre el fenómeno y la cosa en sí no es más que una necedad filosófica. De hecho, todo hombre ha observado millones de yeces la transformación sencilla y evidente de la "cosa en sí" en fenómeno, en "cosa para nosotros". Esta transformación es precisamente el conocimiento. La "doctrina" del machismo según la cual puesto que conocemos únicamente nuestras sensaciones, no podemos conocer la existencia de nada más allá de los límites de las sensaciones, es un viejo sofisma de la filosofía idealista y agnóstica, servido con una salsa nueva.

Joseph Dietzgen es un materialista dialéctico. Después demostraremos que tiene una manera de expresarse a menudo inexacta, que frecuentemente cae en la confusión, a la que se han aferrado ciertas personas pobres de espíritu (entre los que está Eugen Dietzgen [Eugen Dietzgen es hijo de Joseph Dietzgen. (N. del T.)]) y, naturalmente, nuestros machistas. Pero no se han tomado la molestia de analizar la línea dominante de su filosofía y de separar en ella claramente el materialismo de los elementos extraños, o no han sabido hacerlo.

"Tomemos el mundo como una 'cosa en sí' -- dice Dietzgen en su obra Esencia del trabajo cerebral del hombre (edición alemana, 1903, página 65) --; se comprende fácilmente que el 'mundo en si' y el mundo tal como se nos aparece, los fenómenos del mundo, no se distinguen más uno de otro que el todo de sus partes". "El fenómeno se diferencia de la cosa que lo produce ni más ni menos que diez millas de camino se diferencian del camino total" (71-72). No hay ni puede haber aquí ninguna diferencia de principio, ningún "transcensus", ninguna "incompatibilidad innata". Pero hay, naturalmente, diferencia, hay tránsito más allá de los límites de las percepciones de los sentidos a la existencia de las cosas fuera de nosotros.

"Nosotros averiguamos [erfahren: experimentamos] -- dice Dietzgen en sus Excursiones de un socialista por el campo de la teoría del conocimiento (ed. alemana de 1903, Kleinerephilosoph. Schriften [Pequeños trabajos filosóficos], pág. 199) -- que toda experiencia es una parte de lo que -- para expresarnos como Kant -- sale más allá de los límites de toda experiencia". "Para el conocimiento que ha adquirido conciencia de su propia naturaleza, cualquier pequeña partícula, sea una partícula de polvo, o de piedra, o de madera, es una cosa que no podemos conocer en su totalidad" (Unauskenntliches), es decir, cada partícula es, para la capacidad humana de conocer, un material inagotable, y consiguientemente, algo que sale más allá de los límites de la experiencia" (199).

Como se ve, expresándose como Kant, es decir, aceptando -- para fines exclusivamente de popularización, de contraste -- la terminología errónea y confusa de Kant, admite Dietzgen la salida "más allá de los límites de la experiencia". Bonito ejemplo de a qué se aferran los machistas en su tránsito del materialismo al agnosticismo: nosotros, dicen, no queremos salir "más allá de los límites de la experiencia", para nosotros "la representación sensible es precisamente la realidad existente fuera de nosotros".

"La mística malsana -- dice Dietzgen, precisamente contra tal filosofía -- divorcia de un modo no científico la verdad absoluta de la verdad relativa. Hace de la cosa que produce el fenómeno y de la "cosa en sí", o sea del fenómeno y de la verdad, dos categorías distintas entre sí toto coelo [completamente distintas, distintas en toda la línea, distintas en principio] y que no son contenidas en ninguna categoría común" (pág. 200).

Juzgad ahora de la buena información y del ingenio del machista ruso Bogdánov, que no quiere reconocerse como tal y pretende pasar por marxista en filosofía.

"El justo medio" -- entre "el panpsiquismo y el panmaterialismo" (Empiriomonismo, libro II, 2a ed., 1907, págs. 40-41) -- "lo ocupan los materialistas de comprensión más crítica, que, al mismo tiempo que se niegan a admitir la incognoscibilidad absoluta de la 'cosa en sí', consideran que ésta difiere en principio [cursiva de Bogdánov] del 'fenómeno' y que, por lo tanto, no puede nunca ser 'conocida más que confusamente' en el fenómeno, que por su esencia misma [es decir, por lo visto, por otros 'elementos' que los de la experiencia] está situada fuera del campo de la experiencia, pero yace dentro de los límites de lo que se llaman formas de la experiencia, a saber: el tiempo, el espacio y la causalidad. Tal es sobre poco más o menos el punto de vista de los materialistas franceses del siglo XVIII y, entre los filósofos más modernos, el de Engels y su adepto ruso Béltov". [Béltov, N., seudónimo de J. V. Plejánov; con este seudónimo publicó en 1895 su libro Contribución al desarrollo de la concepción monista de la historia.]

Esto no es más que un tejido tupido de confusiones 1) Los materialistas del siglo XVII, con los que discute Berkeley, consideran los "objetos tal como son" como absolutamente cognoscibles, pues nuestras representaciones, nuestras ideas no son más que copias o reflejos de estos objetos, existentes "fuera de la mente" (v. Introducción). 2) Contra la diferencia de "principio" entre la cosa en sí y el fenómeno discute resueltamente Feuerbach y tras él J. Dietzgen; y Engels, con el conciso ejemplo de la transformación de las "cosas en sí" en "cosas para nosotros", echa por tierra esta opinión. 3) Por último, es sencillamente absurdo, como ya hemos visto en la refutación del agnóstico hecha por Engels, afirmar que los materialistas consideran las cosas en sí como cosas "que no pueden nunca ser conocidas más que confusamente en el fenómeno"; la causa de la deformación del materialismo por Bogdánov reside en que éste no comprende la relación entre la verdad absoluta y la verdad relativa (de lo que hablaremos luego). En lo que se refiere a la cosa en sí "fuera de la experiencia" y a los "elementos de la experiencia", aquí es donde empieza el confusionismo machista, del que antes hemos hablado suficientemente.

Repetir, siguiendo a los profesores reaccionarios, inverosímiles absurdos acerca de los materialistas; renegar en 1907 de Engels, intentar en 1908 "arreglar" a Engels amoldándole al agnosticismo: ¡tal es la filosofía del "novísimo positivismo" de los machistas rusos!

 

La verdad absoluta y relativa, o acerca del eclecticismo de Engels descubierto por A. Bogdánov

(Fragmento)

Así, pues, el pensamiento humano, por su naturaleza, es capaz de darnos y nos da en efecto la verdad absoluta, que resulta de la suma de verdades relativas. Cada fase del desarrollo de la ciencia añade nuevos granos a esta suma de verdad absoluta; pero los límites de la verdad de cada tesis científica son relativos, tan pronto ampliados como restringidos por el progreso ulterior de los conocimientos. "Podemos -- dice J. Dietzgen en sus Excursiones -- ver, oir, oler, tocar e indudablemente también conocer la verdad absoluta, pero ésta no entra por entero (geht nicht auf) en el conocimiento" (pág. 195). "De suyo se comprende que el cuadro no agota el objeto, y que el pintor queda a la zaga de su modelo . . . ¿Cómo puede 'coincidir' el cuadro con el modelo? Aproximadamente, sí" (197). "Sólo relativamente podemos conocer la naturaleza y sus partes; pues cada parte, aunque es solamente una parte relativa de la naturaleza, tiene, sin embargo, la naturaleza de lo absoluto, el carácter de la totalidad de la naturaleza en sí (des Naturganzen an sich), que el conocimiento no puede agotar . . . ¿Por dónde sabemos, pues, que tras los fenómenos de la naturaleza, tras las verdades relativas, está la naturaleza universal, ilimitada, absoluta, que no se revela completamente al hombre? . . . ¿De dónde nos llega ese conocimiento? Es innato en nosotros. Nos es dado al mismo tiempo que la conciencia" (198). Este último aserto es una de las inexactitudes de Dietzgen que obligaron a Marx a hacer notar en una carta a Kugelmann la confusión de las concepciones de Dietzgen. [Véase la carta de C. Marx a L. Kugelmann del 5 de diciembre de 1868, Cartas Escogidas de Marx y Engels.]Sólo aferrándose a fragmentos erróneos de este género se puede hablar de una filosofía especial de Dietzgen, diferente al materialismo dialéctico Pero el propio Dietzgen se corrige en ese misma página: "Si digo que el conocimiento de la verdad infinita, absoluta, es innato en nosotros, que es el solo y único conocimiento a priori, la experiencia, no obstante, confirma también este conocimiento innato" (198).

De todas estas declaraciones de Engels y de Dietzgen se ve claramente que para el materialismo dialéctico no hay una línea infranqueable de demarcación entre la verdad relativa y la verdad absoluta. Bogdánov no ha comprendido en absoluto esto, puesto que ha podido escribir: "Ella [la concepción del mundo del viejo materialismo] quiere ser el conocimiento incondicionalmente objetivo de la esencia de las cosas [cursiva de Bogdánov] y es incompatible con la condicionalidad histórica de toda ideología" (libro III del Empiriomonismo, pág. IV). Desde el punto de vista del materialismo moderno, es decir, del marxismo, son históricamente condicionales los límites de la aproximación de nuestros conocimientos a la verdad objetiva, absoluta, pero es incondicional la existencia de esta verdad, es una cosa incondicional que nos aproximamos a ella. Son históricamente condicionales los contornos del cuadro, pero es una cosa incondicional que este cuadro representa un modelo objetivamente existente.

 

¿Cómo pudo agradar J. Dietzgen a los filósofos reaccionarios?

El precitado ejemplo de Helfond encierra ya una respuesta a esta pregunta y no nos ocuparemos de los innumerables casos en que nuestros machistas trataron a J. Dietzgen a la manera de Helfond. Será más útil citar algunas consideraciones del propio J. Dietzgen, a fin de demostrar sus puntos flacos.

"El pensamiento es función del cerebro", dice Dietzgen (Das Wesen der menschlichen Kopfarbeit, 1903, pág. 52. Hay traducción rusa: La esencia del trabajo cerebral). "El pensamiento es producto del cerebro". . . "Mi mesa de escribir, como contenido de mi pensamiento, coincide con este pensamiento, no difiere en nada de él. Pero fuera de mi cabeza, dicha mesa escritorio es objeto de mi pensamiento, completamente diferente de éste" (53). Estas proposiciones materialistas, de absoluta claridad, están, no obstante, completadas por Dietzgen con esta otra: "Pero la representación no sensible es también sensible, material, es decir, real. . . El espíritu no se distingue más de la mesa, de la luz, del sonido, que esas cosas se distinguen unas de otras" (54). El error es aquí evidente. Que el pensamiento y la materia son "reales", es decir, que existen, es verdad. Pero calificar el pensamiento de material, es dar un paso en falso hacia la confusión entre el materialismo y el idealismo. En el fondo, más bien se trata de una expresión inexacta de Dietzgen, que en otro lugar se expresa correctamente: "El espíritu y la materia tienen a lo menos esto de común: que existen" (80). "El pensamiento es un trabajo corporal -- dice Dietzgen --. Para pensar, necesito de una materia en la cual pueda pensar. Esta materia nos es dada en los fenómenos de la naturaleza y de la vida. . . La materia es el límite del espíritu, el espíritu no puede salir de los límites de la materia. El espíritu es producto de la materia, pero la materia es más que el producto del espíritu. . . (64). ¡Los machistas se abstienen de analizar semejantes argumentaciones materialistas del materialista J. Dietzgen! Prefieren aferrarse a lo que hay en él de inexacto y de confuso. Dietzgen, por ejemplo, dice que los naturalistas no pueden ser "idealistas más que fuera de su especialidad" (108). Si esto es así y por qué es así, los machistas lo callan. ¡Pero en la página precedente reconoce Dietzgen "el aspecto positivo del idealismo contemporáneo (106) y la "insuficiencia del principio materialista", lo cual debe agradar a los machistas! El pensamiento de Dietzgen mal expresado es que también la diferencia entre la materia y el espíritu es relativa, no excesiva (107). Lo cual es justo, pero de ello se deduce, no la insuficiencia del materialismo, sino la insuficiencia del materialismo metafísico, antidialéctico.

"La verdad profana, científica no se funda en una persona. Sus bases están fuera [es decir, fuera de la persona], en sus propios materiales; es una verdad objetiva. . . Nos llamamos materialistas. . . Los filósofos materialistas se caracterizan por situar en el origen, a la cabeza, el mundo corporal; en cuanto a la idea o al espíritu, la consideran como una consecuencia, mientras que sus adversarios, a ejemplo de la religión, deducen las cosas del verbo. . . deducen el mundo material de la idea" (Kleinere philosophischen Schriften [Pequeños trabajos filosóficos], 1903, págs. 59, 62). Los machistas pasan en silencio este reconocimiento de la verdad objetiva y esta repetición de la definición del materialismo formulada por Engels. Pero he aquí que Dietzgen dice: "Podríamos también con la misma razón llamarnos idealistas, pues nuestro sistema descansa sobre el resultado de conjunto de la filosofía, sobre el análisis científico de la idea, sobre la clara comprensión de la naturaleza del espíritu" (63). Y no es difícil aferrarse a esta frase manifiestamente errónea presentándola como una abjuración del materialismo. En realidad es más errónea en Dietzgen la formulación que la idea fundamental, que se reduce a la indicación de que el antiguo materialismo no sabía analizar la idea científicamente (con ayuda del materialismo histórico).

Citemos el razonamiento de J. Dietzgen sobre el antiguo materialismo: "Lo mismo que nuestra comprensión de la economía política, nuestro materialismo es una conquista científica, histórica. Así como nos diferenciamos categóricamente de los socialistas del pasado, nos distinguimos también de los materialistas de antaño. Sólo tenemos de común con los últimos que reconocemos la materia como la premisa o primera causa de la idea" (140). ¡Ese "sólo" es bien característico! Abarca todos los fundamentos gnoseológicos del materialismo a diferencia del agnosticismo, del machismo, del idealismo. Pero la atención de Dietzgen va dirigida a disociarse del materialismo vulgar.

En cambio, más adelante, encontramos un párrafo completamente erróneo: "El concepto de materia debe ser ampliado. Es preciso referir a él todos los fenómenos de la realidad, y, por consiguiente, nuestra capacidad de conocer, de explicar" (141). Esto es una confusión, capaz únicamente de mezclar el materialismo con el idealismo so pretexto de "ampliar" al primero. Aferrarse a dicha "ampliación" es olvidar la base de la filosofía de Dietzgen, el reconocimiento de la materia como lo primario, como el "límite del espíritu". De hecho, se corrige Dietzgen a sí mismo unas líneas más adelante: "El todo ríge a la parte, la materia al espíritu" (142) . . . "En este sentido podemos considerar el mundo material. . . como la primera causa, como el creador del cielo y de la tierra" (142), Es una confusión pretender que en la noción de la materia hay que incluir también el pensamiento, como lo repite Dietzgen en sus Excursiones (libro citado, pág. 214), puesto que con tal inclusión pierde sentido la antítesis gnoseológica entre la materia y el espíritu, entre el materialismo y el idealismo, antítesis en la que el mismo Dietzgen insiste. Que esta antítesis no debe ser "excesiva", exagerada, metafísica, es cosa que no ofrece duda alguna (y el gran mérito del materialista dialéctico Dietzgen es haberlo subrayado). Los límites de la necesidad absoluta y de la verdad absoluta de esa antítesis relativa son precisamente los límites que determinan la dirección de las investigaciones gnoseológicas. Operar fuera de esos límites con la antítesis entre la materia y el espíritu, entre lo físico y lo psíquico, como con una antítesis absoluta, sería un error inmenso.

A diferencia de Engels, Dietzgen expresa sus ideas de manera vaga, difusa y nebulosa. Pero dejando a un lado los defectos de exposición y los errores de detalle, defiende con eficiencia la "teoría materialista del conocimiento " (pág. 222 y pág. 271), el "materialismo dialéctico " (pág. 224). "La teoría materialista del conocimiento -- dice Dietzgen -- se reduce al reconocimiento del hecho de que el órgano humano del conocimiento no emite ninguna luz metafísica, sino que es un fragmento de la naturaleza, que refleja otros fragmentos de la naturaleza" (222-223). "La capacidad cognoscitiva no es un manantial sobrenatural de la verdad, sino un instrumento semejante a un espejo, que refleja las cosas del mundo o la naturaleza" (243). Nuestros profundos machistas eluden el análisis de cada proposición de la teoría materialista del conocimiento de J. Dietzgen, para aferrarse a sus desviaciones de dicha teoría, a su falta de claridad y a sus confusiones. J. Dietzgen ha podido agradar a los filósofos reaccionarios, porque cae de vez en cuando en la confusión. Donde hay confusión, allí están los machistas: esto es algo que de suyo se comprende.

Marx escribía a Kugelmann, el 5 de diciembre de 1868: "Hace ya tiempo que Dietzgen me ha enviado un fragmento de su manuscrito sobre la Facultad de pensar, que, pese a cierta confusión de conceptos y a repeticiones demasiado frecuentes, encierra gran número de excelentes ideas, tanto más dignas de admiración cuanto que son producto del pensamiento personal de un obrero" (pág. 53 de la trad. rusa) [Véase la carta de C. Marx a L. Kugelmann del 5 de diciembre de 1868, Cartas Escogidas de Marx y Engels.]. El señor Valentínov cita esta opinión sin que se le ocurra siquiera preguntarse cuál es la confusión apercibida por Marx en Dietzgen: ¿Está en lo que acerca a Dietzgen a Mach o en lo que separa a Dietzgen de Mach? El señor Valentínov no se ha hecho esta pregunta, pues ha leído a Dietzgen y las cartas de Marx de la misma manera que el Petrushka de Gógol. No es, sin embargo, difícil encontrar la respuesta. Marx llamó infinitas veces a su concepción del mundo materialismo dialéctico, y el Anti-Dühring de Engels, que Marx leyó en manuscrito de cabo a rabo, expone precisamente esta concepción del mundo. Luego hasta señores como los Valentínov pudieron haber comprendido que la confusión de Dietzgen no podía consistir más que en sus desviaciones de la aplicación consecuente de la dialéctica, del materialismo consecuente, y en particular, del Anti-Dühring.

¿El señor Valentínov y sus cofrades no adivinan ahora que Marx no pudo encontrar confuso en Dietzgen más que lo que acerca a éste a Mach, el cual ha partido de Kant para llegar, no al materialismo, sino a Berkeley y a Hume? ¿O tal vez el materialista Marx calificaba de confusión precisamente la teoría materialista del conocimiento de Dietzgen y aprobaba sus desviaciones del materialismo? ¿Aprobaba lo que está en desacuerdo con el Anti-Dühring, en cuya redacción colaboró?

A quién quieren engañar nuestros machistas, deseosos de que se les considere como marxistas, cuando proclaman a los cuatro vientos que "su " Mach ha aprobado a Dietzgen? ¡No han entendido nuestros héroes que Mach pudo aprobar a Dietzgen sólo por aquello por lo que Marx lo llamó confusionista!

Dietzgen no merece, en conjunto, una censura tan categórica. En sus nueve décimas partes es un materialista, que no aspiró jamás ni a la originalidad ni a una filosofía especial, diferente del materialismo. De Marx, Dietzgen habló a menudo y nunca de otra manera que como del jefe de la tendencia (Kleinere phil. Schr., pág. 4, opinión expuesta en 1873; en la página 95 -- año 1876 -- se subraya que Marx y Engels "poseían la necesaria escuela filosófica", es decir, tenían una buena preparación filosófica; en la página 181 -- año 1886 -- habla de Marx y de Engels como de los "reconocidos fundadores" de la tendencia). Joseph Dietzgen era marxista y le prestan un flaco servicio Eugen Dietzgen y -- ¡ay! -- el camarada P. Dauge al inventar el "monismo naturalista", el "dietzgenismo", etc. El "dietzgenismo", a diferencia del materialismo dialéctico, no es más que una confusión, es un paso hacia la filosofía reaccionaria, ¡es la tentativa de crear una línea no con lo que hay de grande en Joseph Dietzgen (en este obrero filósofo, que descubrió a su manera el materialismo dialéctico, ¡hay mucho de grande!), sino con lo que hay en él de débil!

Me limitaré a demostrar, con ayuda de dos ejemplos, cómo ruedan hacia la filosofía reaccionaria el camarada P. Dauge y Eugen Dietzgen.

P. Dauge escribe en la segunda edición de la obra Akquisit, pág. 273: "Hasta la crítica burguesa señala las afinidades de la filosofía de Dietzgen con el empiriocriticismo y la escuela inmanentista", y más abajo: "particularmente de Leclair" (en la cita de la "crítica burguesa").

Que P. Dauge aprecia y respeta a J. Dietzgen, es indudable. Pero no es menos indudable que deshonra a J. Dietzgen citando sin protesta la apreciación de un plumífero burgués, que aproxima al más resuelto enemigo del fideísmo y de los profesores, "lacayos diplomados" de la burguesía, con Leclair, portador directo del fideísmo y reaccionario de tomo y lomo. Es posible que Dauge haya repetido el juicio ajeno acerca de los inmanentistas y de Leclair sin conocer él mismo los escritos de dichos reaccionarios. Que le sirva entonces esto de advertencia: el camino que va de Marx a las rarezas de Dietzgen, y después a Mach y a los inmanentistas, termina en un lodazal. No sólo la aproximación a Leclair, sino la aproximación a Mach destaca al Dietzgen-confusionista a diferencia del Dietzgen-materialista.

Defenderé a J. Dietzgen en contra de P. Dauge. J. Dietzgen no ha merecido, lo aseguro, la vergüenza de verse declarado afín a Leclair. Puedo referirme a un testigo que goza de la máxima autoridad en esta materia: precisamente a Schubert-Soldern, filósofo fideísta e inmanentista tan reaccionario como Leclair. En 1896 escribía: "Los socialdemócratas proclaman de buena gana su afinidad con Hegel, con títulos más o menos (de ordinario menos) legítimos, pero materializan la filosofía de Hegel: ejemplo, J. Dietzgen. Lo absoluto es para Dietzgen el universo, y este último la cosa en sí, el sujeto absoluto, cuyos fenómenos son sus predicados. Dietzgen, naturalmente, no se apercibe de que hace así de una abstracción pura la base del proceso concreto, como no se apercibió de ello Hegel . . . Hegel, Darwin, Haeckel y el materialismo de las ciencias naturales, se confunden a menudo caóticamente en Dietzgen" (Cuestiones sociales, pág. XXXIII). Schubert-Soldern se orienta mejor entre los matices filosóficos que Mach, que alaba a cualquiera, hasta al kantiano Jerusalem.

Eugen Dietzgen ha tenido la ingenuidad de quejarse al público alemán de que materialistas estrechos "ofendiesen" en Rusia a Joseph Dietzgen, y tradujo al alemán los artículos de Plejánov y de Dauge sobre J. Dietzgen (v. J. Dietzgen: Erkenntnis und Wahrheit [Conocimiento y verdad], Stuttgart, 1908. Apéndice). Las lamentaciones del pobre "monista naturalista" se vuelven contra él: Franz Mehring, que tiene alguna idea de la filosofía y del marxismo, ha escrito con este motivo que, en el fondo, tiene razón Plejánov contra Dauge (Neue Zeit [Tiempo Nuevo], 1908, núm. 38, 19 de junio, folletón, pág. 432). Mehring no duda que J. Dietzgen se mete en un atascadero al desviarse de Marx y Engels (pág. 431). Eugen Dietzgen ha contestado a Mehring con una extensa y lacrimosa nota, en la que llega a decir que J. Dietzgen puede ser útil "para conciliar" a los "enemistados hermanos: a los ortodoxos con los revisionistas" (N. Z., 1908, núm. 44, 31 de julio, pág. 652).

Otra advertencia, camarada Dauge: El camino que va de Marx al "dietzgenismo" y al "machismo", conduce a un lodazal, y no ciertamente para individuos aislados, no para Juan, Isidoro o Pablo, sino para toda la tendencia en cuestión.

No gritéis, señores machistas, que yo apelo a las "autoridades": Vuestros clamores contra las autoridades no hacen más que disimular el hecho de que sustituís las autoridades socialistas (Marx, Engels, Lafargue, Mehring, Kautsky) por las autoridades burguesas (Mach, Petzoldt, Avenarius y los inmanentistas). ¡Sería mejor que no suscitarais la cuestión de las "autoridades" y del "autoritarismo"!

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(*) Lenin, Materialismo y empiriocriticismo. Partes y fragmentos tomados de: https://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/1908/mye/index.htm

 


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