Del
Reino de la Necesidad al Reino de la Libertad*
Federico
Engels
LA CONCEPCIÓN MATERIALISTA
de la historia parte de la tesis de que la producción, y tras ella el cambio de
sus productos, es la base de todo orden social; de que en todas las sociedades
que desfilan por la historia, la distribución de los productos, y junto a ella
la división social de los hombres en clases o estamentos, es determinada por lo
que la sociedad produce y cómo lo produce y por el modo de cambiar sus
productos. Según eso, las últimas causas de todos los cambios sociales y de
todas las revoluciones políticas no deben buscarse en las cabezas de los
hombres ni en la idea que ellos se forjen de la verdad eterna ni de la eterna
justicia, sino en las transformaciones operadas en el modo de producción y de
cambio; han de buscarse no en la filosofía, sino en la economía de la época de
que se trata. Cuando nace en los hombres la conciencia de que las instituciones
sociales vigentes son irracionales e injustas, de que la razón se ha tornado en
sinrazón y la bendición en plaga1, esto no es más que un indicio de
que en los métodos de producción y en las formas de cambio se han producido
calladamente transformaciones con las que ya no concuerda el orden social,
cortado por el patrón de condiciones económicas anteriores. Con ello queda que
en las nuevas relaciones de producción han de contenerse ya -más o menos
desarrollados- los medios necesarios para poner término a los males
descubiertos. Y esos medios no han de sacarse de la cabeza de
nadie, sino que es la cabeza la que tiene que descubrirlos en
los hechos materiales de la producción, tal y como los ofrece la realidad.
¿Cuál
es, en este aspecto, la posición del socialismo moderno?
El
orden social vigente -verdad reconocida hoy por casi todo el mundo- es obra de
la clase dominante de los tiempos modernos de la burguesía. El modo de producción
propio de la burguesía, al que desde Marx se da el nombre de modo capitalista
de producción, era incompatible con los privilegios locales y de los
estamentos, como lo era con los vínculos interpersonales del orden feudal. La
burguesía echó por tierra el orden feudal y levantó sobre sus ruinas el régimen
de la sociedad burguesa, el imperio de la libre concurrencia, de la libertad de
domicilio, de la igualdad de derechos de los poseedores de las mercancías y
tantas otras maravillas burguesas más. Ahora ya podía desarrollarse libremente
el modo capitalista de producción. Y al venir el vapor y la nueva producción
maquinizada y transformar la antigua manufactura en gran industria, las fuerzas
productivas creadas y puestas en movimiento bajo el mando de la burguesía se
desarrollaron con una velocidad inaudita y en proporciones desconocidas hasta
entonces. Pero, del mismo modo que en su tiempo la manufactura y la artesanía,
que seguía desarrollándose bajo su influencia, chocaron con las trabas feudales
de los gremios, hoy la gran industria, al llegar a un nivel de desarrollo más
alto, no cabe ya dentro del estrecho marco en que la tiene cohibida el modo
capitalista de producción. Las nuevas fuerzas productivas desbordan ya la forma
burguesa en que son explotadas, y este conflicto entre las fuerzas productivas
y el modo de producción no es precisamente un conflicto planteado en las
cabezas de los hombres, algo así como el conflicto entre el pecado original del
hombre y la justicia divina, sino que existe en la realidad, objetivamente,
fuera de nosotros, independientemente de la voluntad o de la actividad de los
mismos hombres que lo han provocado. El socialismo moderno no es más que el
reflejo de este conflicto material en la mente, su proyección ideal en las cabezas,
empezando por las de la clase que sufre directamente sus consecuencias: la
clase obrera.
¿En
qué consiste este conflicto?
Antes
de sobrevenir la producción capitalista, es decir, en la Edad Media, regía con
carácter general la pequeña producción, basada en la propiedad privada del
trabajador sobre sus medios de producción: en el campo, la agricultura corría a
cargo de pequeños labradores, libres o siervos; en las ciudades, la industria
estaba en manos de los artesanos. Los medios de trabajo -la tierra, los aperos
de labranza, el taller, las herramientas- eran medios de trabajo individual,
destinados tan sólo al uso individual y, por tanto, forzosamente, mezquinos,
diminutos, limitados. Pero esto mismo hacía que perteneciesen, por lo general,
al propio productor. El papel histórico del modo capitalista de producción y de
su portadora, la burguesía, consistió precisamente en concentrar y desarrollar
estos dispersos y mezquinos medios de producción, transformándolos en las
potentes palancas de la producción de los tiempos actuales. Este proceso, que
viene desarrollando la burguesía desde el siglo XV y que pasa históricamente
por las tres etapas de la cooperación simple, la manufactura y la gran
industria, aparece minuciosamente expuesto par Marx en la sección cuarta de
"El Capital". Pero la burguesía, como asimismo queda demostrado en
dicha obra, no podía convertir esos primitivos medios de producción en
poderosas fuerzas productivas sin convertirlas de medios individuales de
producción en medios sociales, sólo manejables por una colectividad
de hombres. La rueca, el telar manual, el martillo del herrero fueron
sustituidos por la máquina de hilar, por el telar mecánico, por el martillo
movido a vapor; el taller individual cedió el puesto a la fábrica, que impone
la cooperación de cientos y miles de obreros. Y, con los medios de producción,
se transformó la producción misma, dejando de ser una cadena de actos
individuales para convertirse en una cadena de actos sociales, y los productos
individuales, en productos sociales. El hilo, las telas, los artículos de metal
que ahora salían de la fábrica eran producto del trabajo colectivo de un gran
número de obreros, por cuyas manos tenía que pasar sucesivamente para su
elaboración. Ya nadie podía decir: esto lo he hecho yo, este
producto es mío.
Pero
allí donde la producción tiene por forma cardinal esa división social del
trabajo creada paulatinamente, por impulso elemental, sin sujeción a plan
alguno, la producción imprime a los productos la forma de mercancía,
cuyo intercambio, compra y venta, permite a los distintos productores
individuales satisfacer sus diversas necesidades. Y esto era lo que acontecía
en la Edad Media. El campesino, por ejemplo, vendía al artesano los productos
de la tierra, comprándole a cambio los artículos elaborados en su taller. En
esta sociedad de productores individuales, de productores de mercancías, vino a
introducirse más tarde el nuevo modo de producción. En medio de aquella
división espontánea del trabajo sin plan ni sistema, que imperaba
en el seno de toda la sociedad, el nuevo modo de producción implantó la
división planificada del trabajo dentro de cada fábrica: al
lado de la producción individual, surgió la producción social.
Los productos de ambas se vendían en el mismo mercado, y por lo tanto, a
precios aproximadamente iguales. Pero la organización planificada podía más que
la división espontánea del trabajo; las fábricas en que el trabajo estaba
organizado socialmente elaboraban productos más baratos que los pequeños
productores individuales. La producción individual fue sucumbiendo poco a poco
en todos los campos, y la producción social revolucionó todo el antiguo modo de
producción. Sin embargo, este carácter revolucionario suyo pasaba
desapercibido; tan desapercibido, que, por el contrario, se implantaba con la
única y exclusiva finalidad de aumentar y fomentar la producción de mercancías.
Nació directamente ligada a ciertos resortes de producción e intercambio de
mercancías que ya venían funcionando: el capital comercial, la industria
artesana y el trabajo asalariado. Y ya que surgía como una nueva forma de
producción de mercancías, mantuviéronse en pleno vigor bajo ella las formas de
apropiación de la producción de mercancías.
En
la producción de mercancías, tal como se había desarrollado en la Edad Media,
no podía surgir el problema de a quién debían pertenecer los productos del
trabajo. El productor individual los creaba, por lo común, con materias primas
de su propiedad, producidas no pocas veces por él mismo, con sus propios medios
de trabajo y elaborados con su propio trabajo manual o el de su familia. No
necesitaba, por tanto, apropiárselos, pues ya eran suyos por el mero hecho de
producirlos. La propiedad de los productos basábase, pues, en el trabajo
personal. Y aún en aquellos casos en que se empleaba la ayuda ajena, ésta
era, por lo común, cosa accesoria y recibía frecuentemente, además del salario,
otra compensación: el aprendiz y el oficial de los gremios no trabajaban tanto
por el salario y la comida como para aprender y llegar a ser algún día
maestros. Pero sobreviene la concentración de los medios de producción en
grandes talleres y manufacturas, su transformación en medios de producción
realmente sociales. No obstante, estos medios de producción y sus productos sociales
eran considerados como si siguiesen siendo lo que eran antes: medios de
producción y productos individuales. Y si hasta aquí el propietario de los
medios de trabajo se había apropiado de los productos, porque eran,
generalmente, productos suyos y la ayuda ajena constituía una excepción, ahora
el propietario de los medios de trabajo seguía apropiándose el producto, aunque
éste ya no era un producto suyo, sino fruto exclusivo del trabajo
ajeno. De este modo, los productos, creados ahora socialmente, no pasaban a
ser propiedad de aquellos que habían puesto realmente en marcha los medios de
producción y que eran sus verdaderos creadores, sino del capitalista.
Los medios de producción y la producción se habían convertido esencialmente en
factores sociales. Y, sin embargo, veíanse sometidos a una forma de apropiación
que presupone la producción privada individual, es decir, aquella en que cada
cual es dueño de su propio producto y, como tal, acude con él al mercado. El
modo de producción se ve sujeto a esta forma de apropiación, a pesar de que
destruye el supuesto sobre que descansa.2 En esta contradicción, que
imprime al nuevo modo de producción su carácter capitalista, se
encierra, en germen, todo el conflicto de los tiempos actuales. Y cuanto
más el nuevo modo de producción se impone e impera en todos los campos
fundamentales de la producción y en todos los países económicamente
importantes, desplazando a la producción individual, salvo vestigios
insignificantes, mayor es la evidencia con que se revela la incompatibilidad
entre la producción social y la apropiación capitalista.
Los
primeros capitalistas se encontraron ya, como queda dicho, con la forma del
trabajo asalariado. Pero como excepción, como ocupación secundaria, auxiliar,
como punto de transición. El labrador que salía de vez en cuando a ganar un
jornal, tenía sus dos fanegas de tierra propia, de las que, en caso extremo,
podía vivir. Las ordenanzas gremiales velaban por que los oficiales de hoy se
convirtiesen mañana en maestros. Pero, tan pronto como los medios de producción
adquirieron un carácter social y se concentraron en manos de los capitalistas,
las cosas cambiaron. Los medios de producción y los productos del pequeño
productor individual fueron depreciándose cada vez más, hasta que a este
pequeño productor no le quedó otro recurso que colocarse a ganar un jornal
pagado por el capitalista. El trabajo asalariado, que antes era excepción y
ocupación auxiliar se convirtió en regla y forma fundamental de toda la
producción, y la que antes era ocupación accesoria se convierte ahora en
ocupación exclusiva del obrero. El obrero asalariado temporal se convirtió en
asalariado para toda la vida. Además, la muchedumbre de estos asalariados de
por vida se ve gigantescamente engrosada por el derrumbe simultáneo del orden
feudal, por la disolución de las mesnadas de los señores feudales, la expulsión
de los campesinos de sus fincas, etc. Se ha realizado el completo divorcio
entre los medios de producción concentrados en manos de los capitalistas, de un
lado, y de otro, los productores que no poseían más que su propia fuerza de
trabajo. La contradicción entre la producción social y la apropiación
capitalista se manifiesta como antagonismo entre el proletariado y la burguesía.
Hemos
visto que el modo de producción capitalista vino a introducirse en una sociedad
de productores de mercancías, de productores individuales, cuyo vínculo social
era el cambio de sus productos. Pero toda sociedad basada en la producción de
mercancías presenta la particularidad de que en ella los productores pierden el
mando sobre sus propias relaciones sociales. Cada cual produce por su cuenta,
con los medios de producción de que acierta a disponer, y para las necesidades
de su intercambio privado. Nadie sabe qué cantidad de artículos de la misma
clase que los suyos se lanza al mercado, ni cuántos necesita éste; nadie sabe
si su producto individual responde a una demanda efectiva, ni si podrá cubrir
los gastos, ni siquiera, en general, si podrá venderlo. La anarquía impera en
la producción social. Pero la producción de mercancías tiene, como toda forma
de producción, sus leyes características, específicas e inseparables de la
misma; y estas leyes se abren paso a pesar de la anarquía, en la misma anarquía
y a través de ella. Toman cuerpo en la única forma de ligazón social que
subsiste: en el cambio, y se imponen a los productores individuales bajo la
forma de las leyes imperativas de la competencia. En un principio, por tanto,
estos productores las ignoran, y es necesario que una larga experiencia las
vaya revelando poco a poco. Se imponen, pues, sin los productores y aún en
contra de ellos, como leyes naturales ciegas que presiden esta forma de
producción. El producto impera sobre el productor.
En
la sociedad medieval, y sobre todo en los primeros siglos de ella, la
producción estaba destinada principalmente al consumo propio, a satisfacer sólo
las necesidades del productor y de su familia. Y allí donde, como acontecía en
el campo, subsistían relaciones personales de vasallaje, contribuía también a
satisfacer las necesidades del señor feudal. No se producía, pues, intercambio
alguno, ni los productos revestían, por lo tanto, el carácter de mercancías. La
familia del labrador producía casi todos los objetos que necesitaba: aperos,
ropas y víveres. Sólo empezó a producir mercancías cuando consiguió crear un
remanente de productos, después de cubrir sus necesidades propias y los
tributos en especie que había de pagar al señor feudal; este remanente, lanzado
al intercambio social, al mercado, para su venta, se convirtió en mercancía.
Los artesanos de las ciudades, por cierto, tuvieron que producir para el
mercado ya desde el primer momento. Pero también obtenían ellos mismos la mayor
parte de los productos que necesitaban para su consumo; tenían sus huertos y
sus pequeños campos, apacentaban su ganado en los bosques comunales, que además
les suministraban la madera y la leña; sus mujeres hilaban el lino y la lana,
etc. La producción para el cambio, la producción de mercancías, estaba en sus
comienzos. Por eso el intercambio era limitado, el mercado reducido, el modo de
producción estable. Frente al exterior imperaba el exclusivismo local; en el
interior, la asociación local: la marca3 en
el campo, los gremios en las ciudades.
Pero
al extenderse la producción de mercancías y, sobre todo, al aparecer el modo
capitalista de producción, las leyes de producción de mercancías, que hasta
aquí apenas habían dado señales de vida, entran en funciones de una manera
franca y potente. Las antiguas asociaciones empiezan a perder fuerza, las
antiguas fronteras locales se vienen a tierra, los productores se convierten
más y más en productores de mercancías independientes y aislados. La anarquía
de la producción social sale a la luz y se agudiza cada vez más. Pero el
instrumento principal con el que el modo capitalista de producción fomenta esta
anarquía en la producción social es precisamente lo inverso de la anarquía: la
creciente organización de la producción con carácter social, dentro de cada
establecimiento de producción. Con este resorte, pone fin a la vieja
estabilidad pacífica. Allí donde se implanta en una rama industrial, no tolera
a su lado ninguno de los viejos métodos. Donde se adueña de la industria
artesana, la destruye y aniquila. El terreno del trabajo se convierte en un
campo de batalla. Los grandes descubrimientos geográficos4 y las
empresas de colonización que les siguen, multiplican los mercados y aceleran el
proceso de transformación del taller del artesano en manufactura. Y la lucha no
estalla solamente entre los productores locales aislados; las contiendas
locales van cobrando volumen nacional, y surgen las guerras comerciales de los
siglos XVII y XVIII.5 Hasta que, por fin, la gran industria y la
implantación del mercado mundial dan carácter universal a la lucha, a la par
que le imprimen una inaudita violencia. Lo mismo entre los capitalistas
individuales que entre industrias y países enteros, la posesión de las
condiciones -naturales o artificialmente creadas- de la producción, decide la
lucha por la existencia. El que sucumbe es arrollado sin piedad. Es la lucha
darvinista por la existencia individual, transplantada, con redoblada furia, de
la naturaleza a la sociedad. Las condiciones naturales de vida de la bestia se
convierten en el punto culminante del desarrollo humano. La contradicción entre
la producción social y la apropiación capitalista se manifiesta ahora
como antagonismo entre la organización de la producción dentro de cada
fábrica y la anarquía de la producción en el seno de toda la sociedad.
El
modo capitalista de producción se mueve en estas dos formas de manifestación de
la contradicción inherente a él por sus mismos orígenes, describiendo sin
apelación aquel «círculo vicioso» que ya puso de manifiesto Fourier. Pero lo
que Fourier, en su época, no podía ver todavía era que este círculo va
reduciéndose gradualmente, que el movimiento se desarrolla más bien en espiral
y tiene que llegar necesariamente a su fin, como el movimiento de los planetas,
chocando con el centro. Es la fuerza propulsora de la anarquía social de la
producción la que convierte a la inmensa mayoría de los hombres, cada vez más
marcadamente, en proletarios, y estas masas proletarias serán, a su vez, las
que, por último, pondrán fin a la anarquía de la producción. Es la fuerza
propulsora de la anarquía social de la producción la que convierte la capacidad
infinita de perfeccionamiento de las máquinas de la gran industria en un
precepto imperativo, que obliga a todo capitalista industrial a mejorar
continuamente su maquinaria, so pena de perecer. Pero mejorar la maquinaria
equivale a hacer superflua una masa de trabajo humano. Y así como la
implantación y el aumento cuantitativo de la maquinaria trajeron consigo el
desplazamiento de millones de obreros manuales por un número reducido de
obreros mecánicos, su perfeccionamiento determina la eliminación de un número
cada vez mayor de obreros de las máquinas, y, en última instancia, la creación
de una masa de obreros disponibles que sobrepuja la necesidad media de
ocupación del capital, de un verdadero ejército industrial de reserva, como yo
hube de llamarlo ya en 1845,6 de un ejército de trabajadores
disponibles para los tiempos en que la industria trabaja a todo vapor y que
luego, en las crisis que sobrevienen necesariamente después de esos períodos,
se ve lanzado a la calle, constituyendo en todo momento un grillete atado a los
pies de la clase trabajadora en su lucha por la existencia contra el capital y
un regulador para mantener los salarios en el nivel bajo que corresponde a las
necesidades del capitalismo. Así pues, la maquinaria, para decirlo con Marx, se
ha convertido en el arma más poderosa del capital contra la clase obrera, en un
medio de trabajo que arranca constantemente los medios de vida de manos del
obrero, ocurriendo que el producto mismo del obrero se convierte en el
instrumento de su esclavización.7 De este modo, la economía en los
medios de trabajo lleva consigo, desde el primer momento, el más despiadado
despilfarro de la fuerza de trabajo y un despojo contra las condiciones
normales de la función misma del trabajo.8 Y la maquinaria, el
recurso más poderoso que ha podido crearse para acortar la jornada de trabajo,
se trueca en el recurso más infalible para convertir la vida entera del obrero
y de su familia en una gran jornada de trabajo disponible para la valorización
del capital; así ocurre que el exceso de trabajo de unos es la condición
determinante de la carencia de trabajo de otros, y que la gran industria,
lanzándose por el mundo entero, en carrera desenfrenada, a la conquista de
nuevos consumidores, reduce en su propia casa el consumo de las masas a un
mínimo de hambre y mina con ello su propio mercado interior. «La ley que mantiene constantemente el exceso relativo
de población o ejército industrial de reserva en equilibrio con el volumen y la
energía de la acumulación del capital, ata al obrero al capital con ligaduras
más fuertes que las cuñas con que Hefestos clavó a Prometeo a la roca. Esto
origina que a la acumulación del capital corresponda una acumulación igual de
miseria. La acumulación de la riqueza en uno de los polos determina en el polo
contrario, en el polo de la clase que produce su propio producto como capital,
una acumulación igual de miseria, de tormentos de trabajo, de esclavitud, de ignorancia,
de embrutecimiento y de degradación moral». (Marx, "El Capital", t.
I, cap. XXIII.) Y esperar del modo capitalista de producción
otra distribución de los productos sería como esperar que los dos electrodos de
una batería, mientras estén conectados con ésta, no descompongan el agua ni
liberen oxígeno en el polo positivo e hidrógeno en el negativo.
Hemos
visto que la capacidad de perfeccionamiento de la maquinaria moderna, llevada a
su límite máximo, se convierte, gracias a la anarquía de la producción dentro
de la sociedad, en un precepto imperativo que obliga a los capitalistas
industriales, cada cual de por sí, a mejorar incesantemente su maquinaria, a
hacer siempre más potente su fuerza de producción. No menos imperativo es el
precepto en que se convierte para él la mera posibilidad efectiva de dilatar su
órbita de producción. La enorme fuerza de expansión de la gran industria, a
cuyo lado la de los gases es un juego de chicos, se revela hoy ante nuestros
ojos como una necesidad cualitativa y cuantitativa de
expansión, que se burla de cuantos obstáculos encuentra a su paso. Estos
obstáculos son los que le oponen el consumo, la salida, los mercados de que
necesitan los productos de la gran industria. Pero la capacidad extensiva e
intensiva de expansión de los mercados, obedece, por su parte, a leyes muy
distintas y que actúan de un modo mucho menos enérgico. La expansión de los
mercados no puede desarrollarse al mismo ritmo que la de la producción. La
colisión se hace inevitable, y como no puede dar ninguna solución mientras no
haga saltar el propio modo de producción capitalista, esa colisión se hace
periódica. La producción capitalista engendra un nuevo «círculo vicioso».
En
efecto, desde 1825, año en que estalla la primera crisis general, no pasan diez
años seguidos sin que todo el mundo industrial y comercial, la producción y el
intercambio de todos los pueblos civilizados y de su séquito de países más o
menos bárbaros, se salga de quicio. El comercio se paraliza, los mercados están
sobresaturados de mercancías, los productos se estancan en los almacenes
abarrotados, sin encontrar salida; el dinero contante se hace invisible; el
crédito desaparece; las fábricas paran; las masas obreras carecen de medios de
vida precisamente por haberlos producido en exceso, las bancarrotas y las
liquidaciones se suceden unas a otras. El estancamiento dura años enteros, las
fuerzas productivas y los productos se derrochan y destruyen en masa, hasta
que, por fin, las masas de mercancías acumuladas, más o menos depreciadas,
encuentran salida, y la producción y el cambio van reanimándose poco a poco.
Paulatinamente, la marcha se acelera, el paso de andadura se convierte en
trote, el trote industrial, en galope y, por último, en carrera desenfrenada,
en una carrera de obstáculos de la industria, el comercio, el crédito y la
especulación, para terminar finalmente, después de los saltos más arriesgados,
en la fosa de un crac. Y así, una vez y otra. Cinco veces se ha venido
repitiendo la misma historia desde el año 1825, y en estos momentos (1877)
estamos viviéndola por sexta vez. Y el carácter de estas crisis es tan nítido y
tan acusado, que Fourier las abarcaba todas cuando describía la primera,
diciendo que era una crise pléthorique, una crisis nacida de la
superabundancia.
En las crisis estalla en explosiones violentas la
contradicción entre la producción social y la apropiación capitalista. La
circulación de mercancías queda, por el momento, paralizada. El medio de
circulación, el dinero, se convierte en un obstáculo para la circulación; todas
las leyes de la producción y circulación de mercancías se vuelven del revés. El
conflicto económico alcanza su punto de apogeo: el modo de producción
se rebela contra el modo de cambio.
El
hecho de que la organización social de la producción dentro de las fábricas se
haya desarrollado hasta llegar a un punto en que se ha hecho inconciliable con
la anarquía -coexistente con ella y por encima de ella- de la producción en la
sociedad, es un hecho que se les revela tangiblemente a los propios
capitalistas, por la concentración violenta de los capitales, producida durante
las crisis a costa de la ruina de muchos grandes y, sobre todo, pequeños
capitalistas. Todo el mecanismo del modo capitalista de producción falla,
agobiado por las fuerzas productivas que él mismo ha engendrado. Ya no acierta
a transformar en capital esta masa de medios de producción, que permanecen
inactivos, y por esto precisamente debe permanecer también inactivo el ejército
industrial de reserva. Medios de producción, medios de vida, obreros
disponibles: todos los elementos de la producción y de la riqueza general
existen con exceso. Pero «la superabundancia se convierte en fuente de miseria
y de penuria» (Fourier), ya que es ella, precisamente, la que impide la
transformación de los medios de producción y de vida en capital, pues en la
sociedad capitalista, los medios de producción no pueden ponerse en movimiento
más que convirtiéndose previamente en capital, en medio de explotación de la
fuerza humana de trabajo. Esta imprescindible calidad de capital de los medios
de producción y de vida se alza como un espectro entre ellos y la clase obrera.
Esta calidad es la que impide que se engranen la palanca material y la palanca
personal de la producción; es la que no permite a los medios de producción
funcionar ni a los obreros trabajar y vivir. De una parte, el modo capitalista
de producción revela, pues, su propia incapacidad para seguir rigiendo sus
fuerzas productivas. De otra parte, estas fuerzas productivas acucian con
intensidad cada vez mayor a que se elimine la contradicción, a que se las
redima de su condición de capital, a que se reconozca de hecho su
carácter de fuerzas productivas sociales.
Es
esta rebelión de las fuerzas de producción cada vez más imponentes, contra su
calidad de capital, esta necesidad cada vez más imperiosa de que se reconozca
su carácter social, la que obliga a la propia clase capitalista a tratarlas
cada vez más abiertamente como fuerzas productivas sociales, en el grado en que
ello es posible dentro de las relaciones capitalistas. Lo mismo los períodos de
alta presión industrial, con su desmedida expansión del crédito, que el crac
mismo, con el desmoronamiento de grandes empresas capitalistas, impulsan esa
forma de socialización de grandes masas de medios de producción con que nos
encontramos en las diversas categorías de sociedades anónimas. Algunos de estos
medios de producción y de comunicación son ya de por sí tan gigantescos, que
excluyen, como ocurre con los ferrocarriles, toda otra forma de explotación
capitalista. Al llegar a una determinada fase de desarrollo, ya no basta
tampoco esta forma; los grandes productores nacionales de una rama industrial
se unen para formar un trust, una agrupación encaminada a regular la
producción; determinan la cantidad total que ha de producirse, se la reparten
entre ellos e imponen de este modo un precio de venta fijado de antemano. Pero,
como estos trusts se desmoronan al sobrevenir la primera racha mala en los
negocios, empujan con ello a una socialización todavía más concentrada; toda la
rama industrial se convierte en una sola gran sociedad anónima, y la
competencia interior cede el puesto al monopolio interior de esta única
sociedad; así sucedió ya en 1890 con la producción inglesa de álcalis, que en
la actualidad, después de fusionarse todas las cuarenta y ocho grandes fábricas
del país, es explotada por una sola sociedad con dirección única y un capital
de 120 millones de marcos.
En
los trusts, la libre concurrencia se trueca en monopolio y la producción sin
plan de la sociedad capitalista capitula ante la producción planeada y
organizada de la futura sociedad socialista a punto de sobrevenir. Claro está
que, por el momento, en provecho y beneficio de los capitalistas. Pero aquí la
explotación se hace tan patente, que tiene forzosamente que derrumbarse. Ningún
pueblo toleraría una producción dirigida por los trusts, una explotación tan
descarada de la colectividad por una pequeña cuadrilla de cortadores de cupones.
De
un modo o de otro, con o sin trusts, el representante oficial de la sociedad
capitalista, el Estado, tiene que acabar haciéndose cargo del mando de la
producción.9 La necesidad a que responde esta transformación de
ciertas empresas en propiedad del Estado empieza manifestándose en las grandes
empresas de transportes y comunicaciones, tales como el correo, el telégrafo y
los ferrocarriles.
A la
par que las crisis revelan la incapacidad de la burguesía para seguir rigiendo
las fuerzas productivas modernas, la transformación de las grandes empresas de
producción y transporte en sociedades anónimas, trusts y en propiedad del
Estado demuestra que la burguesía no es ya indispensable para el desempeño de
estas funciones. Hoy, las funciones sociales del capitalista corren todas a
cargo de empleados a sueldo, y toda la actividad social de aquél se reduce a
cobrar sus rentas, cortar sus cupones y jugar en la Bolsa, donde los
capitalistas de toda clase se arrebatan unos a otros sus capitales. Y si antes
el modo capitalista de producción desplazaba a los obreros, ahora desplaza
también a los capitalistas, arrinconándolos, igual que a los obreros, entre la
población sobrante; aunque por ahora todavía no en el ejército industrial de
reserva.
Pero
las fuerzas productivas no pierden su condición de capital al convertirse en
propiedad de las sociedades anónimas y de los trusts o en propiedad del Estado.
Por lo que a las sociedades anónimas y a los trusts se refiere, es
palpablemente claro. Por su parte, el Estado moderno no es tampoco más que una
organización creada por la sociedad burguesa para defender las condiciones
exteriores generales del modo capitalista de producción contra los atentados,
tanto de los obreros como de los capitalistas individuales. El Estado moderno,
cualquiera que sea su forma, es una máquina esencialmente capitalista, es el
Estado de los capitalistas, el capitalista colectivo ideal. Y cuantas más
fuerzas productivas asuma en propiedad, tanto más se convertirá en capitalista
colectivo y tanta mayor cantidad de ciudadanos explotará. Los obreros siguen
siendo obreros asalariados, proletarios. La relación capitalista, lejos de
abolirse con estas medidas, se agudiza, llega al extremo, a la cúspide. Mas, al
llegar a la cúspide, se derrumba. La propiedad del Estado sobre las fuerzas
productivas no es solución del conflicto, pero alberga ya en su seno el medio
formal, el resorte para llegar a la solución.
Esta
solución sólo puede estar en reconocer de un modo efectivo el carácter social
de las fuerzas productivas modernas y por lo tanto en armonizar el modo de
producción, de apropiación y de cambio con el carácter social de los medios de
producción. Para esto, no hay más que un camino: que la sociedad, abiertamente
y sin rodeos, tome posesión de esas fuerzas productivas, que ya no admite otra
dirección que la suya. Haciéndolo así, el carácter social de los medios de
producción y de los productos, que hoy se vuelve contra los mismos productores,
rompiendo periódicamente los cauces del modo de producción y de cambio, y que
sólo puede imponerse con una fuerza y eficacia tan destructoras como el impulso
ciego de las leyes naturales, será puesto en vigor con plena conciencia por los
productores y se convertirá, de causa constante de perturbaciones y de
cataclismos periódicos, en la palanca más poderosa de la producción misma.
Las
fuerzas activas de la sociedad obran, mientras no las conocemos y contamos con
ellas, exactamente lo mismo que las fuerzas de la naturaleza: de un modo ciego,
violento, destructor. Pero, una vez conocidas, tan pronto como se ha sabido
comprender su acción, su tendencia y sus efectos, en nuestras manos está el
supeditarlas cada vez más de lleno a nuestra voluntad y alcanzar por medio de
ellas los fines propuestos. Tal es lo que ocurre, muy señaladamente, con las
gigantescas fuerzas modernas de producción. Mientras nos resistamos
obstinadamente a comprender su naturaleza y su carácter -y a esta comprensión
se oponen el modo capitalista de producción y sus defensores-, estas fuerzas
actuarán a pesar de nosotros, contra nosotros, y nos dominarán, como hemos
puesto bien de relieve. En cambio, tan pronto como penetremos en su naturaleza,
esas fuerzas, puestas en manos de los productores asociados, se convertirán, de
tiranos demoníacos, en sumisas servidoras. Es la misma diferencia que hay entre
el poder destructor de la electricidad en los rayos de la tormenta y la
electricidad sujeta en el telégrafo y en el arco voltaico; la diferencia que
hay entre el incendio y el fuego puesto al servicio del hombre. El día en que
las fuerzas productivas de la sociedad moderna se sometan al régimen congruente
con su naturaleza, por fin conocida, la anarquía social de la producción dejará
el puesto a una reglamentación colectiva y organizada de la producción acorde
con las necesidades de la sociedad y de cada individuo. Y el régimen
capitalista de apropiación, en que el producto esclaviza primero a quien lo
crea y luego a quien se lo apropia, será sustituido por el régimen de
apropiación del producto que el carácter de los modernos medios de producción
está reclamando: de una parte, apropiación directamente social, como medio para
mantener y ampliar la producción; de otra parte, apropiación directamente
individual, como medio de vida y de disfrute.
El
modo capitalista de producción, al convertir más y más en proletarios a la
inmensa mayoría de los individuos de cada país, crea la fuerza que, si no
quiere perecer, está obligada a hacer esa revolución. Y, al forzar cada vez más
la conversión en propiedad del Estado de los grandes medios socializados de
producción, señala ya por sí mismo el camino por el que esa revolución ha de
producirse. El proletariado toma en sus manos el poder del Estado y
comienza por convertir los medios de producción en propiedad del Estado.
Pero con este mismo acto se destruye a sí mismo como proletariado, y destruye
toda diferencia y todo antagonismo de clases, y con ello mismo, el Estado como
tal. La sociedad, que se había movido hasta el presente entre antagonismos de
clase, ha necesitado del Estado, o sea, de una organización de la
correspondiente clase explotadora para mantener las condiciones exteriores de
producción, y, por tanto, particularmente, para mantener por la fuerza a la
clase explotada en las condiciones de opresión (la esclavitud, la servidumbre o
el vasallaje y el trabajo asalariado), determinadas por el modo de producción
existente. El Estado era el representante oficial de toda la sociedad, su
síntesis en un cuerpo social visible; pero lo era sólo como Estado de la clase
que en su época representaba a toda la sociedad: en la antigüedad era el Estado
de los ciudadanos esclavistas; en la Edad Media el de la nobleza feudal; en
nuestros tiempos es el de la burguesía. Cuando el Estado se convierta
finalmente en representante efectivo de toda la sociedad será por sí mismo
superfluo. Cuando ya no exista ninguna clase social a la que haya que mantener
sometida; cuando desaparezcan, junto con la dominación de clase, junto con la
lucha por la existencia individual, engendrada por la actual anarquía de la
producción, los choques y los excesos resultantes de esto, no habrá ya nada que
reprimir ni hará falta, por tanto, esa fuerza especial de represión que es el
Estado. El primer acto en que el Estado se manifiesta efectivamente como
representante de toda la sociedad: la toma de posesión de los medios de
producción en nombre de la sociedad, es a la par su último acto independiente como
Estado. La intervención de la autoridad del Estado en las relaciones sociales
se hará superflua en un campo tras otro de la vida social y cesará por sí
misma. El gobierno sobre las personas es sustituido por la administración de
las cosas y por la dirección de los procesos de producción. El Estado no es
«abolido»; se extingue. Partiendo de esto es como hay que juzgar el
valor de esa frase del «Estado popular libre» en lo que toca a su justificación
provisional como consigna de agitación y en lo que se refiere a su falta de
fundamento científico. Partiendo de esto es también como debe ser considerada
la reivindicación de los llamados anarquistas de que el Estado sea abolido de
la noche a la mañana.
Desde
que ha aparecido en la palestra de la historia el modo de producción
capitalista ha habido individuos y sectas enteras ante quienes se ha proyectado
más o menos vagamente, como ideal futuro, la apropiación de todos los medios de
producción por la sociedad. Mas, para que esto fuese realizable, para que se convirtiese
en una necesidad histórica, era menester que antes se diesen las condiciones
efectivas para su realización. Para que este progreso, como todos los progresos
sociales, sea viable, no basta con que la razón comprenda que la existencia de
las clases es incompatible con los dictados de la justicia, de la igualdad,
etc.; no basta con la mera voluntad de abolir estas clases, sino que son
necesarias determinadas condiciones económicas nuevas. La división de la
sociedad en una clase explotadora y otra explotada, una clase dominante y otra
oprimida, era una consecuencia necesaria del anterior desarrollo incipiente de
la producción. Mientras el trabajo global de la sociedad sólo rinde lo
estrictamente indispensable para cubrir las necesidades más elementales de
todos; mientras, por lo tanto, el trabajo absorbe todo el tiempo o casi todo el
tiempo de la inmensa mayoría de los miembros de la sociedad, ésta se divide,
necesariamente, en clases. Junto a la gran mayoría constreñida a no hacer más
que llevar la carga del trabajo, se forma una clase eximida del trabajo
directamente productivo y a cuyo cargo corren los asuntos generales de la
sociedad: la dirección de los trabajos, los negocios públicos, la justicia, las
ciencias, las artes, etc. Es, pues, la ley de la división del trabajo la que
sirve de base a la división de la sociedad en clases. Lo cual no impide que
esta división de la sociedad en clases se lleve a cabo por la violencia y el
despojo, la astucia y el engaño; ni quiere decir que la clase dominante, una
vez entronizada, se abstenga de consolidar su poderío a costa de la clase
trabajadora, convirtiendo su papel social de dirección en una mayor explotación
de las masas.
Vemos,
pues, que la división de la sociedad en clases tiene su razón histórica de ser,
pero sólo dentro de determinados límites de tiempo bajo determinadas
condiciones sociales. Era condicionada por la insuficiencia de la producción, y
será barrida cuando se desarrollen plenamente las modernas fuerzas productivas.
En efecto, la abolición de las clases sociales presupone un grado histórico de
desarrollo tal, que la existencia, no ya de esta o de aquella clase dominante
concreta, sino de una clase dominante cualquiera que ella sea y, por tanto, de
las mismas diferencias de clase, representa un anacronismo. Presupone, por
consiguiente, un grado culminante en el desarrollo de la producción, en el que
la apropiación de los medios de producción y de los productos y, por tanto, del
poder político, del monopolio de la cultura y de la dirección espiritual por
una determinada clase de la sociedad, no sólo se hayan hecho superfluos, sino
que además constituyan económica, política e intelectualmente una barrera
levantada ante el progreso. Pues bien; a este punto ya se ha llegado. Hoy, la
bancarrota política e intelectual de la burguesía ya apenas es un secreto ni
para ella misma, y su bancarrota económica es un fenómeno que se repite
periódicamente de diez en diez años. En cada una de estas crisis, la sociedad
se asfixia, ahogada por la masa de sus propias fuerzas productivas y de sus
productos, a los que no puede aprovechar, y se enfrenta, impotente, con la
absurda contradicción de que sus productores no tengan qué consumir, por falta
precisamente de consumidores. La fuerza expansiva de los medios de producción
rompe las ligaduras con que los sujeta el modo capitalista de producción. Esta
liberación de los medios de producción es lo único que puede permitir el
desarrollo ininterrumpido y cada vez más rápido de las fuerzas productivas, y
con ello, el crecimiento prácticamente ilimitado de la producción. Mas no es
esto solo. La apropiación social de los medios de producción no sólo arrolla
los obstáculos artificiales que hoy se le oponen a la producción, sino que
acaba también con el derroche y la asolación de fuerzas productivas y de
productos, que es una de las consecuencias inevitables de la producción actual
y que alcanza su punto de apogeo en las crisis. Además, al acabar con el necio
derroche de lujo de las clases dominantes y de sus representantes políticos,
pone en circulación para la colectividad toda una masa de medios de producción
y de productos. Por vez primera, se da ahora, y se da de un modo efectivo, la
posibilidad de asegurar a todos los miembros de la sociedad, por medio de un
sistema de producción social, una existencia que, además de satisfacer
plenamente y cada día con mayor holgura sus necesidades materiales, les
garantiza el libre y completo desarrollo y ejercicio de sus capacidades físicas
y espirituales.10
Al
posesionarse la sociedad de los medios de producción, cesa la producción de
mercancías, y con ella el imperio del producto sobre los productores. La
anarquía reinante en el seno de la producción social deja el puesto a una
organización armónica, proporcional y consciente. Cesa la lucha por la
existencia individual y con ello, en cierto sentido, el hombre sale
definitivamente del reino animal y se sobrepone a las condiciones animales de
existencia, para someterse a condiciones de vida verdaderamente humanas. Las
condiciones de vida que rodean al hombre y que hasta ahora le dominaban, se
colocan, a partir de este instante, bajo su dominio y su control, y el hombre,
al convertirse en dueño y señor de sus propias relaciones sociales, se
convierte por primera vez en señor consciente y efectivo de la naturaleza. Las
leyes de su propia actividad social, que hasta ahora se alzaban frente al
hombre como leyes naturales, como poderes extraños que lo sometían a su
imperio, son aplicadas ahora por él con pleno conocimiento de causa y, por
tanto, sometidas a su poderío. La propia existencia social del hombre, que
hasta aquí se le enfrentaba como algo impuesto por la naturaleza y la historia,
es a partir de ahora obra libre suya. Los poderes objetivos y extraños que
hasta ahora venían imperando en la historia se colocan bajo el control del
hombre mismo. Sólo desde entonces, éste comienza a trazarse su historia con
plena conciencia de lo que hace. Y, sólo desde entonces, las causas sociales
puestas en acción por él, comienzan a producir predominantemente y cada vez en
mayor medida los efectos apetecidos. Es el salto de la humanidad del reino de
la necesidad al reino de la libertad.
___________
(*) Federico Engels, Del
socialismo utópico al socialismo científico, apartado III. El título ha
sido colocado por nosotros, tomándolo del mismo texto.
(1) Goethe, "Fausto", parte I, escena IV
("Despacho de Fausto"). (N. de la Edit.)
(2) No necesitamos explicar que, aun cuando la forma de
apropiación permanezca invariable, el carácter de la
apropiación sufre una revolución por el proceso que describimos, en no menor
grado que la producción misma. La apropiación de un producto propio y la
apropiación de un producto ajeno son, evidentemente, dos formas muy distintas
de apropiación. Y advertimos de pasada, que el trabajo asalariado, que contiene
ya el germen de todo el modo capitalista de producción, es muy antiguo;
coexistió durante siglos enteros, en casos aislados y dispersos, con la
esclavitud. Sin embargo, este germen sólo pudo desarrollarse hasta formar el modo
capitalista de producción cuando se dieron las premisas históricas adecuadas.
(3) Véase el apéndice al final. [Engels se refiere
aquí a su trabajo "La Marca" que no figura en la presente edición.]
(N. de la Edit.)
(4) Se trata de los principales descubrimientos
realizados por mercaderes y navegantes europeos en el periodo comprendido entre
la segunda mitad del siglo XV y la primera del XVII: el descubrimiento de América,
el de la ruta marítima a la India contorneando la costa africana, el de
Australia, etc. Los grandes descubrimientos geográficos contribuyeron a la
destrucción del feudalismo y aceleraron el surgimiento de las relaciones
capitalistas en Europa Occidental.
(5) Las guerras de la segunda mitad del siglo XVII y
principios del XVIII entre la colación de potencias europeas, con Francia al
frente, por una parte, y Holanda, a la que se unió luego Inglaterra, por la
otra. Se debieron al deseo de la burguesía y la aristocracia de estos países,
principalmente de Francia, de hacer conquistas territoriales y de lograr la
hegemonía política y económica en Europa. Las «guerras comerciales», que
terminaron con la derrota de Francia en la lucha por la sucesión al trono de
España (1701-1714), socavaron considerablemente la situación militar y
económica de aquélla y le costaron importantes posesiones coloniales.
(6) "La situación de la clase obrera en
Inglaterra". (N. de la Edit.)
(7) Véase C. Marx, "El Capital", tomo I.
(N. de la Edit.)
(8) Ibidem.
(9) Y digo que tiene que hacerse
cargo, pues, la nacionalización sólo representará un progreso económico, un
paso de avance hacia la conquista por la sociedad de todas las fuerzas
productivas, aunque esta medida sea llevada a cabo por el Estado actual, cuando
los medios de producción o de transporte se desborden ya realmente de
los cauces directivos de una sociedad anónima, cuando, por tanto, la medida de
la nacionalización sea ya económicamente inevitable. Pero
recientemente, desde que Bismarck emprendió el camino de la nacionalización, ha
surgido una especie de falso socialismo, que degenera alguna que otra vez en un
tipo especial de socialismo, sumiso y servil, que en todo acto
de nacionalización, hasta en los dictados por Bismarck, ve una medida
socialista. Si la nacionalización de la industria del tabaco fuese socialismo,
habría que incluir entre los fundadores del socialismo a Napoleón y a
Metternich. Cuando el Estado belga, por razones políticas y financieras
perfectamente vulgares, decidió construir por su cuenta las principales líneas
férreas del país, o cuando Bismarck, sin que ninguna necesidad económica le
impulsase a ello, nacionalizó las líneas más importantes de la red ferroviaria
de Prusia, pura y simplemente para así poder manejarlas y aprovecharlas mejor
en caso de guerra, para convertir al personal de ferrocarriles en ganado
electoral sumiso al gobierno y, sobre todo, para procurarse una nueva fuente de
ingresos sustraída a la fiscalización del Parlamento, todas estas medidas no
tenían, ni directa ni indirectamente, ni consciente ni inconscientemente nada
de socialistas. De otro modo, habría que clasificar también entre las
instituciones socialistas a la Real Compañía de Comercio Marítimo, la Real
Manufactura de Porcelanas, y hasta los sastres de compañía del ejército, sin
olvidar la nacionalización de los prostíbulos propuesta muy en serio, allá por
el año treinta y tantos, bajo Federico Guillermo III, por un hombre muy listo.
(10) Unas cuantas cifras darán al lector una noción
aproximada de la enorme fuerza expansiva que, aun bajo la opresión capitalista,
desarrollan los modernos medios de producción. Según los cálculos de Giffen, la
riqueza global de la Gran Bretaña e Irlanda ascendía, en números redondos, a:
1814..........2.200 millones de libras esterlinas
1865..........6.100 " " " "
1875..........8.500 " " " "
Para dar una idea de lo que representa el despilfarro
de medios de producción y de productos malogrados durante las crisis, diré que
en el segundo Congreso de los industriales alemanes, celebrado en Berlín el 21
de febrero de 1878, se calculó en 455 millones de marcos las pérdidas globales
que supuso el último crac, solamente para la industria siderúrgica
alemana. (Nota de Engels.)
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