sábado, 2 de julio de 2022

Internacionales

Nota:

Consideramos que el imperialismo, como lo definió Lenin, es la época de la dominación de los monopolios, y que, en consecuencia, no se le puede confundir con las formas específicas en la que esta dominación se da. De otro lado, en el desarrollo del capitalismo, este ha pasado de la época del capitalismo de libre concurrencia a la del dominio monopolista. Ambas épocas tienen de común el sistema de trabajo asalariado. Por lo tanto, reconocemos la existencia de dos épocas en el desarrollo del capitalismo, así como el contenido esencial del imperialismo.

Puntualizamos estos aspectos fundamentales para evitar confusiones, dado que, el artículo de Claudio Katz, que incluimos en esta edición, difiere de nuestros puntos de vista, pero que sin embargo analiza las formas específicas del desarrollo del imperialismo, que requieren del necesario estudio y evaluación.

 

Comité de redacción.

02.07.2022

 

La Crisis del Sistema Imperial1

Claudio Katz2

LOS DEBATES SOBRE EL IMPERIALISMO reaparecen al cabo de una sinuosa trayectoria. Durante la primera mitad del siglo pasado, ese concepto fue muy utilizado para caracterizar las confrontaciones bélicas entre las grandes potencias. Posteriormente quedó identificado con la explotación de la periferia por las economías centrales, hasta que el auge del neoliberalismo diluyó la gravitación del término.

Al comienzo del nuevo milenio, la atención por el imperialismo pasó a un segundo plano y la propia noción cayó en desuso. Ese desinterés sintonizó con el debilitamiento de las miradas críticas hacia la sociedad contemporánea. Pero la invasión norteamericana a Irak erosionó el conformismo y gatilló el resurgimiento de las discusiones sobre los mecanismos de dominación internacional. La denuncia del imperialismo recobró importancia y se multiplicaron los cuestionamientos a la agresividad militar estadounidense.

Esas objeciones se deslizaron ulteriormente hacia la noción sustitutiva de hegemonía, que ganó primacía en los estudios sobre el declive estadounidense frente al ascenso de China. La hegemonía fue subrayada, para evaluar cómo la disputa entre las dos principales potencias del planeta se desenvuelve en el ámbito geopolítico, ideológico o económico. El rasgo coercitivo que singulariza al imperialismo perdió relevancia en muchas reflexiones sobre la confrontación sino-americana.

Cuando ese reemplazo parecía imponerse -junto a la novedosa centralidad de las nociones de multipolaridad y transición hegemónica- las menciones al imperialismo volvieron a recuperar gravitación por un acontecimiento inesperado. Ese término ha reaparecido con la invasión rusa a Ucrania para resaltar el expansionismo de Moscú.

Singularidades y amoldamientos

El imperialismo es una categoría frecuentemente utilizada por los medios de comunicación de Occidente, para contrastar las políticas tiránicas del Kremlin o Beijing con las conductas respetuosas de Washington o Bruselas. Este sesgado uso del término obstruye cualquier comprensión del problema. La lógica del imperialismo sólo es entendible superando esas burdas miradas e indagando la relación del concepto con su matriz capitalista.

Ese curso analítico ha sido explorado por distintos pensadores marxistas, que estudian la dinámica contemporánea del imperialismo, en función de las mutaciones registradas en el sistema capitalista. En estos enfoques el imperialismo es visto como un dispositivo que concentra los mecanismos internacionales de dominación, utilizados por las minorías enriquecidas para explotar a las mayorías populares.

El imperialismo es el principal instrumento de esa sujeción, pero no opera al interior de cada país, sino en las relaciones interestatales y en la dinámica de la competencia, el uso de la fuerza y las intervenciones bélicas. Es un mecanismo esencial para la continuidad del capitalismo y ha estado presente desde los inicios de ese sistema, mutando en correspondencia con los cambios de ese régimen social. El imperialismo nunca constituyó un estadio o una época específica del capitalismo. Siempre corporizó las formas que adopta la supremacía geopolítico-militar, en cada era del sistema.

Por esa variabilidad histórica, el imperialismo actual difiere de sus antecedentes previos. No sólo es cualitativamente diferente a los imperios precapitalistas (feudales, tributarios o esclavistas), que se asentaban en la expansión territorial o en el control del comercio. Tampoco se asemeja al imperialismo clásico que conceptualizó Lenin, cuando las grandes potencias rivalizaban a través de la guerra por el manejo de los mercados y las colonias.

El imperialismo contemporáneo presenta también diferencias con el modelo que comandó Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX. La primera potencia introdujo novedosos rasgos de coordinación colectiva y sometimiento de los socios, para asegurar la protección de todas las clases dominantes, frente a la insurgencia popular y el peligro del socialismo.

En toda esa variedad de etapas, el imperialismo garantizó el usufructo de los recursos de la periferia por parte de las economías avanzadas. Los dispositivos coercitivos de las grandes potencias aseguraron la captura de las riquezas de los países dependientes por los capitalistas del centro. Por esa vía el imperialismo recicló la continuidad del subdesarrollo en las regiones relegadas del planeta.

Esa perpetuación recreó los mecanismos de transferencia de valor de las economías dominadas hacia sus pares dominantes. La desigualdad entre los dos polos del capitalismo mundial fue reproducida mediante variadas modalidades productivas, comerciales y financieras.

Mutaciones e indefiniciones

El imperialismo del siglo XXI debe ser evaluado en función de los enormes cambios registrados en el capitalismo contemporáneo. Desde hace 40 años rige un nuevo esquema de acumulación de bajo crecimiento en Occidente y significativa expansión de Oriente, enlazado por medio de la globalización productiva. El desdoblamiento internacional del proceso de fabricación, la subcontratación y las cadenas de valor apuntalan ese esquema productivo sostenido en la revolución informática. Ese desenvolvimiento del capitalismo digital contribuyó a masificar el desempleo y a generalizar la precarización, la inseguridad y la flexibilización laboral.

El nuevo modelo opera a través de la financiarización que introdujo la autonomía crediticia de las empresas, la titulación de los bancos y la gestión familiar de las hipotecas y las pensiones. Esa gravitación financiera en el funcionamiento corriente de la economía multiplicó, a su vez, el periódico estallido de impactantes crisis.

Las burbujas especulativas -que corroen al sistema bancario y desembocan en socorros estatales de creciente envergadura- acentúan los desequilibrios del capitalismo actual. Este sistema está muy afectado por las tensiones que suscita la sobreproducción (que potenció la globalización) y la fractura del poder de compra (que acentuó el neoliberalismo).

El esquema actual incuba, además, potenciales catástrofes de mayor alcance por el incontenible deterioro del medio ambiente, que genera la competencia por mayores ganancias. La reciente pandemia constituyó tan sólo una advertencia de la tormentosa escala de esos desequilibrios. El fin de esa infección no ha derivado en el esperado “retorno a la normalidad”, sino en un escenario de guerra, inflación y rupturas de los circuitos del suministro global.

La crisis comienza a pavimentar nuevos contornos y nadie sabe qué rumbo adoptará la política económica del próximo periodo. Al compás de una renovada intervención estatal, permanece irresuelta la disputa entre un giro neokeynesiano y un curso opuesto de relanzamiento neoliberal.

Pero cualquiera de esos rumbos ratificará la preeminencia del nuevo modelo de capitalismo globalizado, digital, precarizador y financiarizado, con su consiguiente escala de inmanejables contradicciones. Este esquema es tan visible, como la dramática magnitud de sus desequilibrios.

La nitidez del capitalismo contemporáneo no se extiende, sin embargo, al plano geopolítico o militar. El imperialismo de siglo XXI está signado por un cúmulo de incertidumbres, indefiniciones y ambivalencias muy superiores a su basamento económico. Las mutaciones radicales que se consumaron en las últimas décadas en este último ámbito, no se proyectan a otras esferas y ese divorcio determina la enorme complejidad del actual entramado imperial.

Erosión del liderazgo imperial

La existencia de un bloque dominante comandado por Estados Unidos es la principal característica del sistema imperial contemporáneo. La primera potencia es la mayor exponente del nuevo modelo y la evidente gestora del aparato de coerción internacional, que asegura la dominación de los acaudalados. El diagnóstico del imperialismo actual transita por una evaluación de Estados Unidos, que concentra todas las tensiones de ese dispositivo.

La contradicción primordial del imperialismo actual radica en la impotencia de su conductor. El coloso del Norte padece un liderazgo erosionado, como consecuencia de la profunda crisis que afecta a su economía. Washington perdió la preponderancia del pasado y su declinante competitividad fabril, no es contrarrestada por su continuado comando financiero o su significativa supremacía tecnológica.

Estados Unidos corroboró sus ventajas frente a otras potencias durante la crisis del 2008. Pero las mayores adversidades de Europa y Japón, no aminoraron el sistemático retroceso de la economía norteamericana, ni atenuaron el sostenido despunte de China. Estados Unidos no ha podido contener la reconfiguración geográfica de la producción mundial hacia el universo asiático.

Esa erosión económica afecta la política exterior norteamericana, que ha perdido su tradicional sustento interno. La vieja de homogeneidad del gigante yanqui ha quedado quebrantada por la dramática grieta política que afronta el país. Estados Unidos está corroído por tensiones raciales y por fracturas político-culturales, que contraponen al americanismo del interior con el globalismo de las costas.

Ese deterioro impacta sobre las operaciones del Pentágono, que ya no cuentan con el aval del pasado. La privatización de la guerra se procesa en un marco de creciente desaprobación interna a las aventuras bélicas foráneas.

La economía estadounidense no afronta un simple retroceso de su continuada supremacía. La gravitación internacional del aparato estatal norteamericano y la primacía de sus finanzas, contrastan con el declive comercial y productivo del país.

Ese desgaste no implica un ocaso inexorable e ininterrumpido. Estados Unidos no logra restaurar su viejo liderazgo, pero continúa ejerciendo un rol dominante y su devenir imperial no se esclarece aplicando los criterios histórico-deterministas, que postula la teoría del auge y decadencia cíclica de los imperios. El retroceso de la economía norteamericana es sinónimo de crisis, pero no de colapso terminal en alguna fecha preestablecida.

En los hechos, el poderío que preserva Estados Unidos se asienta más en el despliegue militar, que en la incidencia de su economía. Por esa razón resulta indispensable analizar a la primera potencia en clave imperial.

El fracaso del belicismo

Desde hace varias décadas Washington intenta recuperar su liderazgo mediante acciones de fuerza. Esas incursiones concentran los principales rasgos del imperialismo actual. El Pentágono gestiona una red de contratistas que se enriquecen con la guerra, reciclando el aparato industrial-militar. Conservan en los períodos de distensión bélica, la misma preeminencia que en las etapas de alta conflictividad.

El modelo económico armamentista norteamericano se recrea mediante elevadas exportaciones, altos costos y permanente exhibición del poder de fuego. Esa visibilidad exige la multiplicación de las guerras híbridas y todo tipo de incursiones de las formaciones paraestatales.

Con esos mortíferos instrumentos Estados Unidos ha generado dantescos escenarios de muertes y refugiados. Recurrió a hipócritas justificaciones de intervención humanitaria y “guerra contra el terrorismo” para perpetrar las atroces invasiones en el “Gran Oriente Medio”.

Esas operaciones incluyeron la gestación de las primeras bandas yihadistas, que posteriormente cobraron vuelo propio con acciones contra el padrino estadounidense. El terrorismo marginal que propiciaron esos grupos, no alcanzó nunca la terrible escala del terrorismo de estado que monitorea el Pentágono. Washington fue muy lejos al consumar la pulverización completa de varios países.

Pero el dato más llamativo de ese destructivo modelo ha sido su estrepitoso fracaso. En los últimos veinte años, el proyecto de recomposición estadounidense mediante acciones bélicas ha fallado una y otra vez. El “siglo americano” que concibieron los pensadores neoconservadores fue una fantasía de corta duración, que el propio establishment de Washington abandonó para retomar el asesoramiento de consejeros más pragmáticos y realistas.

Las ocupaciones del Pentágono no consiguieron los resultados esperados y Estados Unidos se convirtió en una superpotencia que pierde guerras. Fracasaron Bush, Obama, Trump y últimamente Biden, en todos los intentos de utilizar la superioridad militar del país para inducir un relanzamiento de la economía yanqui.

Esa falencia ha sido particularmente visible en Medio Oriente. Washington instrumentó sus agresiones estigmatizando a los pueblos de esa región, con imágenes de masas primitivas, autoritarias y violentas que no logran asimilar las maravillas de la modernidad.

Esas tonterías fueron difundidas por los medios de comunicación, para encubrir el intento de apropiación de las principales reservas petroleras del planeta. Pero al final de una tormentosa cruzada, Estados Unidos fue humillado en Afganistán, se repliega de Irak, no pudo doblegar a Irán, fracasó en la creación de gobiernos títeres en Libia y Siria e incluso debe lidiar con el boomerang de los yihadistas que operan en su contra.

Inflexibilidad de un entramado

Las desventuras que afronta la primera potencia no desembocarán en su abandono del intervencionismo externo, ni en un repliegue a su propio territorio. La clase dominante norteamericana necesita preservar su acción imperial, para sostener la primacía del dólar, el control del petróleo, los negocios del complejo industrial-militar, la estabilidad de Wall Street y las ganancias de las empresas tecnológicas.

Por esa razón, todos los conductores de la Casa Blanca ensayan nuevas variantes de la misma contraofensiva. Ningún mandatario estadounidense puede renunciar al intento de recomponer la primacía del país. Todos retoman ese objetivo, sin llegar nunca a buen puerto. Sufren la misma compulsión a buscar algún camino de recuperación del perdido liderazgo.

Estados Unidos no cuenta con la plasticidad de su antecesor británico, para traspasar el mando global a un nuevo socio. No tiene la capacidad de adecuación al repliegue que demostró su par transatlántico en la centuria pasada. Esa inflexibilidad norteamericana le impide amoldarse al contexto actual y acentúa las dificultades para ejercer la dirección del sistema imperial.

Esa rigidez, en gran medida obedece a los compromisos de una potencia que ya no actúa sola. Washington encabeza el tejido de alianzas internacionales construido a mitad del siglo XX, para lidiar con el denominado campo socialista. Esa articulación se asienta en una estrecha asociación con el alterimperialismo europeo, que desenvuelve sus intervenciones bajo la égida norteamericana.

Los capitalistas del Viejo Continente defienden sus propios negocios con operaciones autónomas en Medio Oriente, África o Europa Oriental, pero actúan en estricta sintonía con el Pentágono y bajo un comando articulado en torno a la OTAN. Los grandes imperios del pasado (Inglaterra, Francia) preservan su influencia en las viejas áreas coloniales, pero condicionan todos sus pasos al veto de Washington.

Esa misma asociación subordinada mantienen los coimperios de Israel, Australia o Canadá. Comparten con su referente la custodia del orden global y desenvuelven acciones amoldadas a las demandas de su tutor. Suelen apuntalar a escala regional, los mismos intereses que Estados Unidos asegura a nivel mundial.

Este sistema global articulado es un rasgo que el imperialismo actual heredó de su precedente de posguerra. Opera en frontal discrepancia con el modelo de potencias diversificadas, que disputaban primacía durante la primera mitad de la centuria pasada. La crisis de la estructura jerarquizada que sucedió a ese esquema es el dato crucial del imperialismo del siglo XXI.

Una contundente expresión de esa inconsistencia fue el carácter meramente pasajero del modelo unipolar, que el proyecto neoconservador imaginaba para un nuevo y prolongado “siglo americano”. En lugar de ese renacimiento emergió un contexto multipolar, que confirma la pérdida de supremacía norteamericana frente a numerosos actores de la geopolítica mundial. El ansiado predominio de Washington ha quedado sustituido por una mayor dispersión del poder, que contrasta con la bipolaridad imperante durante la guerra fría y con el fallido intento unipolar que sucedió a la implosión de la URSS.

El imperialismo actual opera, por lo tanto, en torno a un bloque dominante comandado por Estados Unidos y gestionado por la OTAN, en estrecha asociación con Europa y los socios regionales de Washington. Pero los fracasos del Pentágono para ejercer su autoridad han derivado en la irresuelta crisis actual, que se verifica en el despunte de la multipolaridad.

Un imperio no hegemónico en gestación

¿Cómo se aplica el concepto actualizado de imperialismo a las potencias que no participan del bloque dominante? Este interrogante sobrevuela los enigmas más complejos del siglo XXI. Es evidente que Rusia y China son grandes potencias rivales de la OTAN, ubicadas en una esfera no hegemónica del contexto actual. Con esa diferenciada localización: ¿comparten o no un status imperial?

La clarificación de esa condición se ha tornado particularmente insoslayable para el caso ruso, desde el inicio de la guerra de Ucrania. Para los liberales de Occidente, el imperialismo de Moscú es un dato evidente y enraizado en la historia autoritaria de un país, que eludió las virtudes de la modernidad para optar por el oscuro atraso de Oriente. Con el desgastado libreto de la guerra fría contraponen el totalitarismo ruso, con las maravillas de la democracia norteamericana.

Pero con esos absurdos presupuestos resulta imposible avanzar en alguna clarificación del perfil contemporáneo del gigante euroasiático. La potencial condición imperial de Rusia debe ser evaluada en función del afianzamiento del capitalismo y la transformación de la vieja burocracia en una nueva oligarquía de millonarios.

Es evidente que en Rusia se han consolidado los pilares del capitalismo, con el afianzamiento de la propiedad privada de los medios de producción y los consiguientes patrones de ganancia, competencia y explotación, bajo un modelo político al servicio de la clase dominante. Yelstin forjó una república de oligarcas y Putin sólo contuvo la dinámica depredadora de ese sistema, sin revertir los privilegios de la nueva minoría de enriquecidos.

Ese capitalismo ruso es muy vulnerable por el descontrolado peso que mantienen los distintos tipos de mafias. También los mecanismos informales de apropiación del excedente, reciclan las adversidades económicas del viejo modelo de planificación compulsiva. El esquema predominante de exportación de materias primas afecta además al aparato fabril y recrean una significativa fuga de recursos nacionales hacia el exterior.

En el plano geopolítico Rusia es un blanco predilecto de la OTAN, que ha intentado desintegrar al país mediante un gran despliegue de misiles fronterizos. Pero también Putin afianzó la intervención rusa en el espacio postsoviético y ha desarrollado una acción militar, que desborda la dinámica defensiva y la lógica disuasiva.

En este marco, Rusia no integra el circuito del imperialismo dominante, pero desarrolla políticas de dominación en su entorno, que son propias de un imperio no hegemónico en gestación.

Diferencias con el pasado

Moscú no participa del grupo dominante del capitalismo mundial. Carece de un capital financiero significativo y de un número gravitante de empresas internacionales. Se ha especializado en la exportación de petróleo y gas y afianzó su lugar de economía intermedia con pocas conexiones con la periferia. No obtiene lucros importantes del intercambio desigual.

Pero con esta ubicación económica secundaria, Rusia exhibe un perfil potencialmente imperial asentado en intervenciones foráneas, impactantes acciones geopolíticas y dramáticas tensiones con Estados Unidos.

Ese protagonismo externo no conduce a la reconstitución del viejo imperio zarista. Las distancias con ese pasado son tan monumentales, como las diferencias cualitativas con los regímenes sociales del pasado feudal.

Las asimetrías son igualmente significativas con la URSS. Putin no recompone el denominado “imperialismo soviético”, que es una categoría inconsistente y estructuralmente incompatible con el carácter no capitalista del modelo que precedió a la implosión de 1989. La URSS estaba dirigida por una burocracia gobernante que actuaba en forma opresiva, pero no desenvolvía acciones imperialistas en sus conflictos con Yugoslavia, China o Checoslovaquia.

En la actualidad persiste un gran circuito de colonialismo interno, que perpetúa las desigualdades entre regiones y la primacía de la minoría gran rusa. Pero esa modalidad opresiva no presenta la escala del apartheid de Sudáfrica o Palestina. Además, lo determinante de un status imperial es la expansión externa, que hasta la guerra de Ucrania se perfilaba tan sólo como una tendencia de Moscú.

El proyecto imperialista es efectivamente auspiciado por los sectores derechistas que alimentan el negocio bélico, las aventuras externas, el nacionalismo y las campañas islamófobas. Pero ese rumbo es resistido por la internacionalizada elite liberal y durante mucho tiempo Putin gobernó manteniendo el equilibrio entre ambos grupos.

Conviene no olvidar que Rusia se ubica también en las antípodas de un status dependiente o semicolonial. Es un gran jugador internacional con gran protagonismo exterior, que moderniza su estructura bélica y hace valer su incidencia como segundo exportador de armas del mundo.

En lugar de socorrer a sus vecinos, Moscú refuerza su propio proyecto dominante, cuando por ejemplo envía tropas a Kazajistán, para sostener un gobierno neoliberal que depreda la renta petrolera, reprime huelgas e ilegaliza al Partido Comunista.

El impacto de ucrania

La guerra de Ucrania ha introducido un giro cualitativo en la dinámica rusa y los resultados finales de esa incursión incidirán drásticamente en el status geopolítico del país. Las tendencias imperiales que tan sólo asomaban como posibilidades embrionarias han adoptado otro espesor.

Ciertamente hubo una responsabilidad primordial de Estados Unidos, que intentó sumar a Kiev a la red de misiles de la OTAN contra Moscú y alentó la violencia de las milicias ultraderechistas en el Donbass. Pero Putin consumó una acción militar inadmisible y funcional al imperialismo occidental, que no tiene justificación como acción defensiva. El jefe del Kremlin despreció a los ucranianos, suscitó odio hacia el ocupante e ignoró la generalizada aspiración de soluciones pacíficas. Con su incursión generó un escenario muy negativo para las esperanzas emancipadoras de los pueblos de Europa.

El resultado final de la incursión permanece indefinido y no se sabe si los efectos de las sanciones serán más adversos para Rusia que para Occidente. Pero la tragedia humanitaria de muertos y refugiados ya es mayúscula y convulsiona a toda la región. Estados Unidos apuesta prolongar la guerra, para empujar a Moscú al mismo pantano que afrontó la URSS en Afganistán. Por eso induce [a] Kiev a rechazar las negociaciones que frenarían las hostilidades. Washington pretende someter a Europa a su agenda militarista, a través de un interminable conflicto que asegure el financiamiento de Bruselas a la OTAN. Ya no aspira a incorporar tan sólo a Ucrania a esa alianza militar. Ahora también presiona por el ingreso de Finlandia y Suecia.

En síntesis: Rusia es un país capitalista que no reunía hasta la incursión en Ucrania los rasgos generales de un agresor imperial. Pero el curso geopolítico ofensivo de Putin apuntala ese perfil e induce a transformar el imperio en gestación en un imperio en consolidación. El fracaso de ese operativo podría también derivar en una prematura neutralización del imperio naciente.

El protagonismo de China

China comparte con Rusia una ubicación análoga en el conglomerado no hegemónico y afronta un conflicto semejante con Estados Unidos. Por esa razón su status actual suscita el mismo interrogante: ¿Es una potencia imperialista?

En su caso corresponde registrar el excepcional desarrollo que logró en las últimas décadas, con cimientos socialistas, complementos mercantiles y parámetros capitalistas. Afianzó un modelo conectado con la globalización, pero centrado en la retención local del excedente. Esa combinación permitió una intensa acumulación local enlazada con la mundialización, mediante circuitos de reinversión y gran control del movimiento de capitales. La economía se expandió en forma sostenida, con una significativa ausencia del neoliberalismo y la financiarización que afectaron a sus competidores.

China fue igualmente golpeada por la crisis del 2008, que introdujo un techo infranqueable al modelo precedente de exportaciones financiadas a Estados Unidos. Ese vínculo de “chinamérica” se agotó, transparentando el desbalance generado por un superávit comercial solventado con gigantescas acreencias. Ese desfasaje inauguró la crisis actual.

La conducción china optó inicialmente por un viraje hacia la actividad económica local. Pero ese desacople no generó beneficios equivalentes a los obtenidos en el globalizado esquema precedente. El nuevo curso acentuó la sobreinversión, las burbujas inmobiliarias y un círculo vicioso de sobreahorro y sobreproducción, que obligó a retomar la búsqueda de mercados externos, mediante el ambicioso proyecto de la Ruta de la Seda.

Ese rumbo suscita tensiones con los socios y afronta el gran límite de un eventual estancamiento de la economía mundial. Es muy difícil sostener un gigantesco plan de infraestructuras internacionales en un escenario de bajo crecimiento global.

Durante la pandemia, China volvió a exhibir más eficiencia que Estados Unidos y Europa, con sus expeditivos mecanismos de contención del Covid. Pero la infección irrumpió en su territorio, como consecuencia de los desequilibrios precipitados por la globalización. El hacinamiento urbano y el descontrol de la industrialización de los alimentos ilustraron las dramáticas consecuencias de la penetración del capitalismo.

Actualmente China se encuentra afectada por la guerra que sucedió a la pandemia. Su economía es muy susceptible a la inflación de los alimentos y la energía. Afronta, además, los obstáculos que obstruyen el funcionamiento de las cadenas globales de valor.

Una novedosa ubicación

China no completó su tránsito al capitalismo. Ese régimen está muy presente en el país, pero no domina en toda la economía. Hay una significativa vigencia de la propiedad privada de grandes empresas, que operan con normas de beneficio, competencia y explotación, generando agudos desequilibrios de sobreproducción. Pero a diferencia de lo ocurrido en Europa Oriental y Rusia, la nueva clase burguesa no logró el control del estado y esa carencia impide coronar la preeminencia de las normas capitalistas que imperan en el grueso del planeta.

China se defiende en el terreno geopolítico del acoso norteamericano. Obama inició una secuencia de agresiones, que Trump redobló y Biden refuerza. El Pentágono ha erigido un cerco naval, mientras acelera la gestación de una “OTAN del Pacífico”, junto a Japón, Corea de Sur, Australia, e India. También avanza la remilitarización de Taiwán y el intento de cargar a Europa con todo el costo de la confrontación con Rusia, para concentrar recursos militares en la pulseada con China.

Hasta ahora Beijing no despliega acciones equivalentes a su rival. Afianza su soberanía en un acotado radio de millas, para resistir el intento estadounidense de internacionalizar su espacio costero. Apuntala la pesquería, las reservas submarinas y sobre todo las rutas marítimas que necesita para transportar sus mercancías.

Esa reacción defensiva está muy lejos de la embestida que motoriza Washington en el Océano Pacifico. China no envía acorazados a las costas de Nueva York o California y sus crecientes gastos bélicos todavía mantienen una significativa distancia con el Pentágono. Beijing privilegia el agotamiento económico, mediante una estrategia que aspira a “cansar al enemigo”. Elude, además, cualquier tejido de alianzas bélicas comparable con la OTAN.

China no reúne, por lo tanto, las condiciones básicas de una potencia imperialista. Su política exterior dista de mucho de ese perfil. No despacha tropas al extranjero, mantiene una sola base militar fuera de sus fronteras (en un neurálgico cruce comercial) y no se involucra en los conflictos foráneos.

La nueva potencia evita especialmente el sendero belicista que transitaron Alemania y Japón en el siglo XX, utilizando pautas de prudencia geopolítica inconcebibles en el pasado. Ha lucrado con formas de producción mundializadas que no existían en la centuria anterior.

China ha soslayado también el camino seguido por Rusia y no consumó acciones semejantes a la desplegada por Moscú en Siria o Ucrania. Por esa razón, no esboza el curso imperial que Rusia insinúa con creciente intensidad.

Esa moderación internacional no ubica igualmente a China en el polo opuesto del espectro imperial. La nueva potencia ya se encuentra muy alejada del Sur Global y ha ingresado en el universo de las economías centrales, que acumulan beneficios a costa de la periferia. Dejó atrás el espectro de las naciones dependientes y se ha situado por encima del nuevo grupo de economías emergentes.

Los capitalistas chinos capturan plusvalía (a través de las firmas que localizan en el exterior) y lucran con el abastecimiento de materias primas. El país ya alcanzó un status de economía acreedora, en potencial conflicto con sus deudores del Sur. Obtiene beneficios del intercambio desigual y absorbe excedentes de las economías subdesarrolladas, a partir de una productividad muy superior a la media de sus clientes.

En síntesis: China se ha situado en un bloque no hegemónico lejos de la periferia. Pero no completó el status capitalista y evita desenvolver políticas propias del imperialismo.

Semiperiferias y subimperialismo

Otra novedad del escenario actual es la presencia de importantes jugadores regionales. Exhiben un peso inferior a las principales potencias, pero demuestran una relevancia suficiente para requerir alguna clasificación en el orden imperial. La gravitación de esos actores proviene de la inesperada incidencia de economías intermedias, que han consolidado su perfil con estructuras de emergente industrialización.

Esa irrupción ha tornado más compleja la vieja relación centro-periferia, como consecuencia de un doble proceso de drenaje de valor de las regiones subdesarrolladas y retención del valor de las semiperiferias ascendentes. Varios integrantes del polo asiático, India o Turquía ejemplifican esa nueva condición, en un contexto de creciente bifurcación en el tradicional universo de los países dependientes. Este escenario -más tripolar binario- gana relevancia en la jerarquía internacional contemporánea.

La diferenciación interna en la vieja periferia es muy visible en todos los continentes. La distancia mayúscula que separa a Brasil o México de Haití o El Salvador en América Latina se reproduce en la misma escala al interior de Europa, Asia y África. Esas fracturas tienen significativas consecuencias internas y completan el subyacente proceso de transformación de las viejas burguesías nacionales en nuevas burguesías locales.

En ese espectro de economías semiperiféricas se verifica una compleja variedad de status geopolíticos. En algunos casos se procesa el despunte de un imperio en gestación (Rusia), en otros persiste la tradicional condición dependiente (Argentina) y en ciertos países emergen los rasgos del subimperialismo.

Esta última categoría no identifica a las variantes débiles del dispositivo imperial. Ese lugar menor es ocupado por varios integrantes de la OTAN (como Bélgica o España), que recrean un simple rol subordinado al comando norteamericano. El subimperio tampoco alude a la condición actual de antiguos imperios en declive (como Portugal, Holanda o Austria).

Como acertadamente anticipó Marini, los subimperios contemporáneos actúan como potencias regionales, que mantienen una contradictoria relación de asociación, subordinación o tensión con el gendarme estadounidense. Esa ambigüedad coexiste con fuertes acciones militares en las disputas con sus competidores regionales. Los subimperios operan en una escala muy alejada de la gran geopolítica mundial, pero con arremetidas zonales que rememoran sus antiguas raíces de imperios de larga data.

Turquía es el principal exponente de esa modalidad en Medio Oriente. Despliega un significativo expansionismo, exhibe una gran dualidad frente a Washington, recurre a imprevisibles jugadas, promueve aventuras externas y desenvuelve una intensa batalla competitiva con Irán y Arabia Saudita.

Especificidades del siglo XXI

De todos los elementos expuestos se deducen los rasgos del imperialismo contemporáneo. Ese dispositivo presenta a modalidades singulares, novedosas y divergentes con sus dos precedentes de la centuria pasada.

El imperialismo actual conforma un sistema estructurado en torno al rol dominante ejercido por Estados Unidos, en estrecha conexión con los socios alterimperiales de Europa y los apéndices coimperiales de otros hemisferios.

Esa estructura incluye acciones militares para garantizar la transferencia de valor de la periferia al centro y afronta una crisis estructural, al cabo de sucesivos fracasos del Pentágono, que han desembocado en la actual configuración multipolar.

Fuera de ese radio dominante se ubican dos grandes potencias. Mientras que China expande su economía con cautelosas estrategias externas, Rusia actúa con modalidades embrionarias de un nuevo imperio. Otras formaciones subimperiales de escala muy inferior, disputan preeminencia en los escenarios regionales con acciones autónomas, pero también enlazadas al entramado de la OTAN.

Esta renovada interpretación marxista jerarquiza el concepto de imperialismo, integrando la noción de hegemonía a ese ordenador de la geopolítica contemporánea. Resalta la crisis del comando estadounidense sin postular su inexorable declive, ni la inevitable emergencia de una potencia sustituta (China) o de varios reemplazantes coaligados (BRICS).

La mirada centrada en el concepto de imperialismo, también remarca la continuada gravitación de la coerción militar, recordando que no ha perdido primacía frente a la creciente incidencia de la economía, la diplomacia o la ideología.

Las miradas clásicas

Los debates al interior del conglomerado marxista incluyen polémicas entre el enfoque renovado (que hemos expuesto) y la mirada clásica. Esta última visión propone actualizar la misma caracterización que postuló Lenin a comienzo del siglo XX.

Considera que la validez ese abordaje no se restringe al período en que fue formulado, sino que extiende su vigencia hasta la actualidad. De la misma forma que Marx sentó las bases perdurables para una caracterización del capitalismo, Lenin habría postulado una tesis que desbordó la fecha de su formulación.

Este enfoque objeta la existencia de varios modelos de imperialismo, adaptados a los sucesivos cambios del capitalismo. Entiende que un sólo esquema resulta suficiente para comprender la dinámica de la última centuria.

De esa caracterización deduce una analogía del escenario actual con el imperante durante la Primera Guerra Mundial, estimando que el mismo conflicto interimperial reaparece en la coyuntura en curso. Plantea que Rusia y China compiten con sus pares de Occidente, con políticas semejantes a las desplegadas hace cien años por las potencias desafiantes de las fuerzas dominantes.

Con esa óptica observa los conflictos actuales como una competencia por el botín de la periferia. La guerra de Ucrania es vista como un ejemplo de ese choque y la batalla entre Kiev y Moscú es explicada por el apetito que suscitan los recursos de hierro, gas o trigo en el territorio en disputa. Todos los países involucrados en esa batalla son equiparados y denunciados como bandos de una pugna interimperial.

Pero este razonamiento pierde de vista las grandes diferencias del contexto actual con el pasado. A principios del siglo XX, una pluralidad de potencias chocaba con fuerzas militares comparables para hacer valer su superioridad. No existía la estratificada supremacía que actualmente ejerce Estados Unidos sobre sus socios de la OTAN. Ese predominio confirma que las potencias ya no actúan como guerreros autónomos. Estados Unidos direcciona tanto a Europa como a sus apéndices de otros continentes.

En la actualidad opera, además, un sistema imperial frente a cierta variedad de alianzas no hegemónicas, que sólo incluyen tendencias imperiales en gestación. El núcleo dominante agrede y las formaciones en constitución se defienden. A diferencia del siglo pasado no se libra una batalla entre pares igualmente ofensivos.

Los criterios de Lenin

La tesis clásica define al imperialismo con pautas que subrayan el predominio del capital financiero, los monopolios y la exportación de capital. Con esos parámetros propone respuestas positivas o negativas al status de Rusia y China, según el grado de cumplimiento o distanciamiento de esos requisitos.

En las respuestas afirmativas se coloca a Rusia en el campo imperialista, al evaluar que su economía se ha expandido en forma significativa, con inversiones en el extranjero, corporaciones globales y explotación de la periferia. La misma interpretación para el caso chino resalta que la segunda economía del mundo, ya satisface sobradamente todos los requisitos de una potencia imperial.

En las evaluaciones contrapuestas se destaca que Rusia no ingresó aún al club de los dominadores por carecer del potente capital financiero que exige ese ascenso. Se recuerda, además, que cuenta con pocos monopolios o empresas descollantes en el ranking de las corporaciones internacionales. La misma opinión para el caso de China señala que la poderosa economía asiática no sobresalió aún, en la exportación de capitales o en el predominio de sus finanzas.

Pero estas clasificaciones económicas extraídas de caracterizaciones formuladas en 1916 son inadecuadas para evaluar el imperialismo contemporáneo. Lenin sólo describió los rasgos del capitalismo de su época, sin utilizar esa evaluación para definir un mapa del orden imperial. Estimaba por ejemplo que Rusia integraba el club de los imperios, a pesar de incumplir todas las condiciones económicas exigidas para esa participación. Lo mismo sucedía con Japón, que no era un exportador relevante de capital, ni albergaba formas preeminentes de capital financiero.

La forzada aplicación actual de esos requisitos conduce a incontables confusiones. Hay muchos países con finanzas poderosas, inversiones en el extranjero y grandes monopolios (como Suiza), que no despliegan políticas imperialistas. Por el contrario, la propia economía rusa opera como una mera semiperiferia en el ranking mundial, pero desenvuelve acciones militares propias de un imperio en gestación. A su vez, China reúne todas las condiciones del recetario económico clásico para ser tipificada como un gigante imperial, pero no implementa acciones bélicas acordes a ese status.

El lugar de cada potencia en la economía mundial no esclarece, por lo tanto, su papel como imperio. Ese rol se dilucida evaluando la política exterior, la intervención foránea y las acciones geopolítico-militares en el tablero global. Este abordaje sugerido por el marxismo renovado esclarece más las características del imperialismo actual, que la óptica postulada por los actualizadores de la mirada clásica.

Transnacionalismo e imperio global

Otro planteo marxista alternativo fue propiciado en la década pasada por la tesis del imperio global. Esa visión logró gran predicamento durante el auge de los Foros Sociales Mundiales, postulando la vigencia de una era posimperialista, superadora del capitalismo nacional y la intermediación estatal. Destacó una novedosa contraposición directa entre los dominadores y dominados, resultante de la disolución de los viejos centros, la movilidad irrestricta del capital y la extinción de la relación centro-periferia.

En un marco de gran euforia con el libre-comercio y las desregulaciones bancarias, remarcó también la existencia de una clase dominante amalgamada y entrelazada mediante la transnacionalización de los estados. Observó a Estados Unidos, como la encarnación de un imperio globalizado, que transmite sus estructuras y valores al conjunto del planeta.

Esa mirada ha quedado desmentida por el escenario de intensos conflictos actuales entre las principales potencias. El drástico choque entre Estados Unidos y China resulta inexplicable, con una óptica que postula la disolución de los estados y la consiguiente desaparición de las crisis geopolíticas, entre países diferenciadas por sus basamentos nacionales.

La tesis del imperio global omitió, además, los límites y contradicciones de la globalización, olvidando que el capital no puede emigrar irrestrictamente de un país a otro, ni usufructuar de un libre desplazamiento planetario de la mano de obra. Una continuada secuencia de barreras obstruye la constitución de ese espacio homogéneo a nivel mundial.

Ese enfoque extrapoló eventuales escenarios de larguísimo largo plazo a realidades inmediatas, al imaginar simples y abruptas globalizaciones. Diluyó la economía y la geopolítica en un mismo proceso y desconoció el continuado protagonismo de los estados, al imaginar entrelazamientos transnacionales entre las principales clases dominantes. Olvidó que el funcionamiento del capitalismo se asienta en la estructura legal y coercitiva que proveen los distintos estados.

Más desacertado fue asemejar la estructura piramidal del sistema imperial contemporáneo que dirige Estados Unidos, con un imperio global, horizontal y carente de asociados nacionales. Omitió que la primera potencia opera como protectora del orden global, pero sin disolver su ejército en tropas multinacionales. Por este cúmulo de inconsistencias, la mirada de un imperio global perdió gravitación en los debates actuales.

Conclusión

La teoría marxista renovada ofrece la caracterización más consistente del imperialismo del siglo XXI. Subraya la preminencia de un dispositivo militar coercitivo, encabezado por Estados Unidos y articulado en torno a la OTAN, para asegurar la dominación de la periferia y hostigar a las formaciones no hegemónicas rivales de Rusia y China.

Esas potencias incluyen modalidades imperiales tan sólo embrionarias o acotadas y desenvuelven acciones primordialmente defensivas. La crisis del sistema imperial es el dato central de un período signado por la recurrente incapacidad norteamericana para retomar su alicaída primacía.

29-6-2022

Resumen

El imperialismo custodia la explotación de los trabajadores y el sometimiento de la periferia, con mecanismos adoptados a las transformaciones del capitalismo. Ese amoldamiento no se ha consumado en la actualidad. El liderazgo norteamericano está socavado por el deterioro económico y los fracasos bélicos. Carece además de la plasticidad que tuvo su antecesor británico para traspasar el mando.

Rusia no participa de ese circuito dominante, pero motoriza la gestación de un imperio no hegemónico, muy distinto al zarismo y a la URSS. El protagonismo de China no es sinónimo de expansión imperial. Sus estrategias defensivas coexisten con una restauración capitalista incompleta, que incluye igualmente la acumulación de beneficios a costa de la periferia. Otras disputas por la preeminencia regional actualizan el status del subimperialismo.

La centralidad de la coerción es diluida por las tesis meramente hegemonistas. El sistema imperial actual diverge de las viejas rivalidades entre potencias y no se clarifica con criterios económicos. Las confrontaciones geopolíticas desmienten la tesis de un imperio global sostenido por clases y estados transnacionalizados.

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1Síntesis de la conferencia: “El imperialismo en el nuevo escenario global”, expuesta en el Centro de Investigación y Docencia Económicas, México DF, 6 de junio de 2022.

2 Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz


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