Nota:
Consideramos que el
imperialismo, como lo definió Lenin, es la época de la dominación de los
monopolios, y que, en consecuencia, no se le puede confundir con las formas
específicas en la que esta dominación se da. De otro lado, en el desarrollo del
capitalismo, este ha pasado de la época del capitalismo de libre concurrencia a
la del dominio monopolista. Ambas épocas tienen de común el sistema de trabajo
asalariado. Por lo tanto, reconocemos la existencia de dos épocas en el
desarrollo del capitalismo, así como el contenido esencial del imperialismo.
Puntualizamos estos aspectos
fundamentales para evitar confusiones, dado que, el artículo de Claudio Katz,
que incluimos en esta edición, difiere de nuestros puntos de vista, pero que
sin embargo analiza las formas específicas del desarrollo del imperialismo, que
requieren del necesario estudio y evaluación.
Comité de redacción.
02.07.2022
La
Crisis del Sistema Imperial1
Claudio
Katz2
LOS DEBATES SOBRE EL
IMPERIALISMO reaparecen al cabo de una sinuosa trayectoria. Durante la primera
mitad del siglo pasado, ese concepto fue muy utilizado para caracterizar las
confrontaciones bélicas entre las grandes potencias. Posteriormente quedó
identificado con la explotación de la periferia por las economías centrales,
hasta que el auge del neoliberalismo diluyó la gravitación del término.
Al
comienzo del nuevo milenio, la atención por el imperialismo pasó a un segundo
plano y la propia noción cayó en desuso. Ese desinterés sintonizó con el
debilitamiento de las miradas críticas hacia la sociedad contemporánea. Pero la
invasión norteamericana a Irak erosionó el conformismo y gatilló el
resurgimiento de las discusiones sobre los mecanismos de dominación
internacional. La denuncia del imperialismo recobró importancia y se
multiplicaron los cuestionamientos a la agresividad militar estadounidense.
Esas
objeciones se deslizaron ulteriormente hacia la noción sustitutiva de
hegemonía, que ganó primacía en los estudios sobre el declive estadounidense
frente al ascenso de China. La hegemonía fue subrayada, para evaluar cómo la
disputa entre las dos principales potencias del planeta se desenvuelve en el
ámbito geopolítico, ideológico o económico. El rasgo coercitivo que singulariza
al imperialismo perdió relevancia en muchas reflexiones sobre la confrontación
sino-americana.
Cuando
ese reemplazo parecía imponerse -junto a la novedosa centralidad de las
nociones de multipolaridad y transición hegemónica- las menciones al
imperialismo volvieron a recuperar gravitación por un acontecimiento
inesperado. Ese término ha reaparecido con la invasión rusa a Ucrania para
resaltar el expansionismo de Moscú.
Singularidades
y amoldamientos
El imperialismo es una
categoría frecuentemente utilizada por los medios de comunicación de Occidente,
para contrastar las políticas tiránicas del Kremlin o Beijing con las conductas
respetuosas de Washington o Bruselas. Este sesgado uso del término obstruye
cualquier comprensión del problema. La lógica del imperialismo sólo es
entendible superando esas burdas miradas e indagando la relación del concepto
con su matriz capitalista.
Ese
curso analítico ha sido explorado por distintos pensadores marxistas, que
estudian la dinámica contemporánea del imperialismo, en función de las
mutaciones registradas en el sistema capitalista. En estos enfoques el
imperialismo es visto como un dispositivo que concentra los mecanismos
internacionales de dominación, utilizados por las minorías enriquecidas para
explotar a las mayorías populares.
El
imperialismo es el principal instrumento de esa sujeción, pero no opera al
interior de cada país, sino en las relaciones interestatales y en la dinámica
de la competencia, el uso de la fuerza y las intervenciones bélicas. Es un
mecanismo esencial para la continuidad del capitalismo y ha estado presente desde
los inicios de ese sistema, mutando en correspondencia con los cambios de ese
régimen social. El imperialismo nunca constituyó un estadio o una época
específica del capitalismo. Siempre corporizó las formas que adopta la
supremacía geopolítico-militar, en cada era del sistema.
Por
esa variabilidad histórica, el imperialismo actual difiere de sus antecedentes
previos. No sólo es cualitativamente diferente a los imperios precapitalistas
(feudales, tributarios o esclavistas), que se asentaban en la expansión
territorial o en el control del comercio. Tampoco se asemeja al imperialismo
clásico que conceptualizó Lenin, cuando las grandes potencias rivalizaban a
través de la guerra por el manejo de los mercados y las colonias.
El
imperialismo contemporáneo presenta también diferencias con el modelo que
comandó Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX. La primera potencia
introdujo novedosos rasgos de coordinación colectiva y sometimiento de los
socios, para asegurar la protección de todas las clases dominantes, frente a la
insurgencia popular y el peligro del socialismo.
En
toda esa variedad de etapas, el imperialismo garantizó el usufructo de los
recursos de la periferia por parte de las economías avanzadas. Los dispositivos
coercitivos de las grandes potencias aseguraron la captura de las riquezas de
los países dependientes por los capitalistas del centro. Por esa vía el
imperialismo recicló la continuidad del subdesarrollo en las regiones relegadas
del planeta.
Esa
perpetuación recreó los mecanismos de transferencia de valor de las economías
dominadas hacia sus pares dominantes. La desigualdad entre los dos polos del
capitalismo mundial fue reproducida mediante variadas modalidades productivas,
comerciales y financieras.
Mutaciones
e indefiniciones
El imperialismo del siglo
XXI debe ser evaluado en función de los enormes cambios registrados en el
capitalismo contemporáneo. Desde hace 40 años rige un nuevo esquema de
acumulación de bajo crecimiento en Occidente y significativa expansión de
Oriente, enlazado por medio de la globalización productiva. El desdoblamiento
internacional del proceso de fabricación, la subcontratación y las cadenas de
valor apuntalan ese esquema productivo sostenido en la revolución informática.
Ese desenvolvimiento del capitalismo digital contribuyó a masificar el
desempleo y a generalizar la precarización, la inseguridad y la flexibilización
laboral.
El
nuevo modelo opera a través de la financiarización que introdujo la autonomía
crediticia de las empresas, la titulación de los bancos y la gestión familiar
de las hipotecas y las pensiones. Esa gravitación financiera en el
funcionamiento corriente de la economía multiplicó, a su vez, el periódico
estallido de impactantes crisis.
Las
burbujas especulativas -que corroen al sistema bancario y desembocan en
socorros estatales de creciente envergadura- acentúan los desequilibrios del
capitalismo actual. Este sistema está muy afectado por las tensiones que
suscita la sobreproducción (que potenció la globalización) y la fractura del poder
de compra (que acentuó el neoliberalismo).
El
esquema actual incuba, además, potenciales catástrofes de mayor alcance por el
incontenible deterioro del medio ambiente, que genera la competencia por
mayores ganancias. La reciente pandemia constituyó tan sólo una advertencia de
la tormentosa escala de esos desequilibrios. El fin de esa infección no ha
derivado en el esperado “retorno a la normalidad”, sino en un escenario de
guerra, inflación y rupturas de los circuitos del suministro global.
La
crisis comienza a pavimentar nuevos contornos y nadie sabe qué rumbo adoptará
la política económica del próximo periodo. Al compás de una renovada
intervención estatal, permanece irresuelta la disputa entre un giro
neokeynesiano y un curso opuesto de relanzamiento neoliberal.
Pero
cualquiera de esos rumbos ratificará la preeminencia del nuevo modelo de
capitalismo globalizado, digital, precarizador y financiarizado, con su
consiguiente escala de inmanejables contradicciones. Este esquema es tan
visible, como la dramática magnitud de sus desequilibrios.
La
nitidez del capitalismo contemporáneo no se extiende, sin embargo, al plano
geopolítico o militar. El imperialismo de siglo XXI está signado por un cúmulo
de incertidumbres, indefiniciones y ambivalencias muy superiores a su basamento
económico. Las mutaciones radicales que se consumaron en las últimas décadas en
este último ámbito, no se proyectan a otras esferas y ese divorcio determina la
enorme complejidad del actual entramado imperial.
Erosión
del liderazgo imperial
La
existencia de un bloque dominante comandado por Estados Unidos es la principal
característica del sistema imperial contemporáneo. La primera potencia es la
mayor exponente del nuevo modelo y la evidente gestora del aparato de coerción
internacional, que asegura la dominación de los acaudalados. El diagnóstico del
imperialismo actual transita por una evaluación de Estados Unidos, que
concentra todas las tensiones de ese dispositivo.
La
contradicción primordial del imperialismo actual radica en la impotencia de su
conductor. El coloso del Norte padece un liderazgo erosionado, como
consecuencia de la profunda crisis que afecta a su economía. Washington perdió
la preponderancia del pasado y su declinante competitividad fabril, no es
contrarrestada por su continuado comando financiero o su significativa
supremacía tecnológica.
Estados
Unidos corroboró sus ventajas frente a otras potencias durante la crisis del
2008. Pero las mayores adversidades de Europa y Japón, no aminoraron el
sistemático retroceso de la economía norteamericana, ni atenuaron el sostenido
despunte de China. Estados Unidos no ha podido contener la reconfiguración
geográfica de la producción mundial hacia el universo asiático.
Esa
erosión económica afecta la política exterior norteamericana, que ha perdido su
tradicional sustento interno. La vieja de homogeneidad del gigante yanqui ha
quedado quebrantada por la dramática grieta política que afronta el país.
Estados Unidos está corroído por tensiones raciales y por fracturas político-culturales,
que contraponen al americanismo del interior con el globalismo de las costas.
Ese
deterioro impacta sobre las operaciones del Pentágono, que ya no cuentan con el
aval del pasado. La privatización de la guerra se procesa en un marco de
creciente desaprobación interna a las aventuras bélicas foráneas.
La
economía estadounidense no afronta un simple retroceso de su continuada
supremacía. La gravitación internacional del aparato estatal norteamericano y
la primacía de sus finanzas, contrastan con el declive comercial y productivo
del país.
Ese
desgaste no implica un ocaso inexorable e ininterrumpido. Estados Unidos no
logra restaurar su viejo liderazgo, pero continúa ejerciendo un rol dominante y
su devenir imperial no se esclarece aplicando los criterios
histórico-deterministas, que postula la teoría del auge y decadencia cíclica de
los imperios. El retroceso de la economía norteamericana es sinónimo de crisis,
pero no de colapso terminal en alguna fecha preestablecida.
En
los hechos, el poderío que preserva Estados Unidos se asienta más en el
despliegue militar, que en la incidencia de su economía. Por esa razón resulta
indispensable analizar a la primera potencia en clave imperial.
El
fracaso del belicismo
Desde
hace varias décadas Washington intenta recuperar su liderazgo mediante acciones
de fuerza. Esas incursiones concentran los principales rasgos del imperialismo
actual. El Pentágono gestiona una red de contratistas que se enriquecen con la
guerra, reciclando el aparato industrial-militar. Conservan en los períodos de
distensión bélica, la misma preeminencia que en las etapas de alta
conflictividad.
El
modelo económico armamentista norteamericano se recrea mediante elevadas
exportaciones, altos costos y permanente exhibición del poder de fuego. Esa
visibilidad exige la multiplicación de las guerras híbridas y todo tipo de
incursiones de las formaciones paraestatales.
Con
esos mortíferos instrumentos Estados Unidos ha generado dantescos escenarios de
muertes y refugiados. Recurrió a hipócritas justificaciones de intervención
humanitaria y “guerra contra el terrorismo” para perpetrar las atroces
invasiones en el “Gran Oriente Medio”.
Esas
operaciones incluyeron la gestación de las primeras bandas yihadistas, que
posteriormente cobraron vuelo propio con acciones contra el padrino
estadounidense. El terrorismo marginal que propiciaron esos grupos, no alcanzó
nunca la terrible escala del terrorismo de estado que monitorea el Pentágono.
Washington fue muy lejos al consumar la pulverización completa de varios
países.
Pero
el dato más llamativo de ese destructivo modelo ha sido su estrepitoso fracaso.
En los últimos veinte años, el proyecto de recomposición estadounidense
mediante acciones bélicas ha fallado una y otra vez. El “siglo americano” que
concibieron los pensadores neoconservadores fue una fantasía de corta duración,
que el propio establishment de Washington abandonó para retomar el
asesoramiento de consejeros más pragmáticos y realistas.
Las
ocupaciones del Pentágono no consiguieron los resultados esperados y Estados
Unidos se convirtió en una superpotencia que pierde guerras. Fracasaron Bush,
Obama, Trump y últimamente Biden, en todos los intentos de utilizar la
superioridad militar del país para inducir un relanzamiento de la economía
yanqui.
Esa
falencia ha sido particularmente visible en Medio Oriente. Washington
instrumentó sus agresiones estigmatizando a los pueblos de esa región, con
imágenes de masas primitivas, autoritarias y violentas que no logran asimilar
las maravillas de la modernidad.
Esas
tonterías fueron difundidas por los medios de comunicación, para encubrir el
intento de apropiación de las principales reservas petroleras del planeta. Pero
al final de una tormentosa cruzada, Estados Unidos fue humillado en Afganistán,
se repliega de Irak, no pudo doblegar a Irán, fracasó en la creación de
gobiernos títeres en Libia y Siria e incluso debe lidiar con el boomerang de
los yihadistas que operan en su contra.
Inflexibilidad
de un entramado
Las desventuras que afronta
la primera potencia no desembocarán en su abandono del intervencionismo
externo, ni en un repliegue a su propio territorio. La clase dominante
norteamericana necesita preservar su acción imperial, para sostener la primacía
del dólar, el control del petróleo, los negocios del complejo
industrial-militar, la estabilidad de Wall Street y las ganancias de las
empresas tecnológicas.
Por
esa razón, todos los conductores de la Casa Blanca ensayan nuevas variantes de
la misma contraofensiva. Ningún mandatario estadounidense puede renunciar al
intento de recomponer la primacía del país. Todos retoman ese objetivo, sin
llegar nunca a buen puerto. Sufren la misma compulsión a buscar algún camino de
recuperación del perdido liderazgo.
Estados
Unidos no cuenta con la plasticidad de su antecesor británico, para traspasar
el mando global a un nuevo socio. No tiene la capacidad de adecuación al
repliegue que demostró su par transatlántico en la centuria pasada. Esa
inflexibilidad norteamericana le impide amoldarse al contexto actual y acentúa
las dificultades para ejercer la dirección del sistema imperial.
Esa
rigidez, en gran medida obedece a los compromisos de una potencia que ya no
actúa sola. Washington encabeza el tejido de alianzas internacionales
construido a mitad del siglo XX, para lidiar con el denominado campo
socialista. Esa articulación se asienta en una estrecha asociación con el
alterimperialismo europeo, que desenvuelve sus intervenciones bajo la égida
norteamericana.
Los
capitalistas del Viejo Continente defienden sus propios negocios con
operaciones autónomas en Medio Oriente, África o Europa Oriental, pero actúan
en estricta sintonía con el Pentágono y bajo un comando articulado en torno a
la OTAN. Los grandes imperios del pasado (Inglaterra, Francia) preservan su
influencia en las viejas áreas coloniales, pero condicionan todos sus pasos al
veto de Washington.
Esa
misma asociación subordinada mantienen los coimperios de Israel, Australia o
Canadá. Comparten con su referente la custodia del orden global y desenvuelven
acciones amoldadas a las demandas de su tutor. Suelen apuntalar a escala
regional, los mismos intereses que Estados Unidos asegura a nivel mundial.
Este
sistema global articulado es un rasgo que el imperialismo actual heredó de su
precedente de posguerra. Opera en frontal discrepancia con el modelo de
potencias diversificadas, que disputaban primacía durante la primera mitad de
la centuria pasada. La crisis de la estructura jerarquizada que sucedió a ese
esquema es el dato crucial del imperialismo del siglo XXI.
Una
contundente expresión de esa inconsistencia fue el carácter meramente pasajero
del modelo unipolar, que el proyecto neoconservador imaginaba para un nuevo y
prolongado “siglo americano”. En lugar de ese renacimiento emergió un contexto
multipolar, que confirma la pérdida de supremacía norteamericana frente a
numerosos actores de la geopolítica mundial. El ansiado predominio de
Washington ha quedado sustituido por una mayor dispersión del poder, que
contrasta con la bipolaridad imperante durante la guerra fría y con el fallido
intento unipolar que sucedió a la implosión de la URSS.
El
imperialismo actual opera, por lo tanto, en torno a un bloque dominante
comandado por Estados Unidos y gestionado por la OTAN, en estrecha asociación
con Europa y los socios regionales de Washington. Pero los fracasos del
Pentágono para ejercer su autoridad han derivado en la irresuelta crisis
actual, que se verifica en el despunte de la multipolaridad.
Un
imperio no hegemónico en gestación
¿Cómo se aplica el concepto
actualizado de imperialismo a las potencias que no participan del bloque
dominante? Este interrogante sobrevuela los enigmas más complejos del siglo
XXI. Es evidente que Rusia y China son grandes potencias rivales de la OTAN,
ubicadas en una esfera no hegemónica del contexto actual. Con esa diferenciada
localización: ¿comparten o no un status imperial?
La
clarificación de esa condición se ha tornado particularmente insoslayable para
el caso ruso, desde el inicio de la guerra de Ucrania. Para los liberales de
Occidente, el imperialismo de Moscú es un dato evidente y enraizado en la
historia autoritaria de un país, que eludió las virtudes de la modernidad para
optar por el oscuro atraso de Oriente. Con el desgastado libreto de la guerra
fría contraponen el totalitarismo ruso, con las maravillas de la democracia
norteamericana.
Pero
con esos absurdos presupuestos resulta imposible avanzar en alguna
clarificación del perfil contemporáneo del gigante euroasiático. La potencial
condición imperial de Rusia debe ser evaluada en función del afianzamiento del
capitalismo y la transformación de la vieja burocracia en una nueva oligarquía
de millonarios.
Es
evidente que en Rusia se han consolidado los pilares del capitalismo, con el
afianzamiento de la propiedad privada de los medios de producción y los
consiguientes patrones de ganancia, competencia y explotación, bajo un modelo
político al servicio de la clase dominante. Yelstin forjó una república de
oligarcas y Putin sólo contuvo la dinámica depredadora de ese sistema, sin
revertir los privilegios de la nueva minoría de enriquecidos.
Ese
capitalismo ruso es muy vulnerable por el descontrolado peso que mantienen los
distintos tipos de mafias. También los mecanismos informales de apropiación del
excedente, reciclan las adversidades económicas del viejo modelo de
planificación compulsiva. El esquema predominante de exportación de materias
primas afecta además al aparato fabril y recrean una significativa fuga de
recursos nacionales hacia el exterior.
En
el plano geopolítico Rusia es un blanco predilecto de la OTAN, que ha intentado
desintegrar al país mediante un gran despliegue de misiles fronterizos. Pero
también Putin afianzó la intervención rusa en el espacio postsoviético y ha
desarrollado una acción militar, que desborda la dinámica defensiva y la lógica
disuasiva.
En
este marco, Rusia no integra el circuito del imperialismo dominante, pero
desarrolla políticas de dominación en su entorno, que son propias de un imperio
no hegemónico en gestación.
Diferencias
con el pasado
Moscú no participa del grupo
dominante del capitalismo mundial. Carece de un capital financiero
significativo y de un número gravitante de empresas internacionales. Se ha
especializado en la exportación de petróleo y gas y afianzó su lugar de
economía intermedia con pocas conexiones con la periferia. No obtiene lucros importantes
del intercambio desigual.
Pero
con esta ubicación económica secundaria, Rusia exhibe un perfil potencialmente
imperial asentado en intervenciones foráneas, impactantes acciones geopolíticas
y dramáticas tensiones con Estados Unidos.
Ese
protagonismo externo no conduce a la reconstitución del viejo imperio zarista.
Las distancias con ese pasado son tan monumentales, como las diferencias
cualitativas con los regímenes sociales del pasado feudal.
Las
asimetrías son igualmente significativas con la URSS. Putin no recompone el
denominado “imperialismo soviético”, que es una categoría inconsistente y
estructuralmente incompatible con el carácter no capitalista del modelo que
precedió a la implosión de 1989. La URSS estaba dirigida por una burocracia
gobernante que actuaba en forma opresiva, pero no desenvolvía acciones
imperialistas en sus conflictos con Yugoslavia, China o Checoslovaquia.
En
la actualidad persiste un gran circuito de colonialismo interno, que perpetúa
las desigualdades entre regiones y la primacía de la minoría gran rusa. Pero
esa modalidad opresiva no presenta la escala del apartheid de Sudáfrica
o Palestina. Además, lo determinante de un status imperial es la expansión
externa, que hasta la guerra de Ucrania se perfilaba tan sólo como una
tendencia de Moscú.
El
proyecto imperialista es efectivamente auspiciado por los sectores derechistas
que alimentan el negocio bélico, las aventuras externas, el nacionalismo y las
campañas islamófobas. Pero ese rumbo es resistido por la internacionalizada
elite liberal y durante mucho tiempo Putin gobernó manteniendo el equilibrio
entre ambos grupos.
Conviene
no olvidar que Rusia se ubica también en las antípodas de un status dependiente
o semicolonial. Es un gran jugador internacional con gran protagonismo
exterior, que moderniza su estructura bélica y hace valer su incidencia como
segundo exportador de armas del mundo.
En
lugar de socorrer a sus vecinos, Moscú refuerza su propio proyecto dominante,
cuando por ejemplo envía tropas a Kazajistán, para sostener un gobierno
neoliberal que depreda la renta petrolera, reprime huelgas e ilegaliza al
Partido Comunista.
El
impacto de ucrania
La guerra de Ucrania ha
introducido un giro cualitativo en la dinámica rusa y los resultados finales de
esa incursión incidirán drásticamente en el status geopolítico del país. Las
tendencias imperiales que tan sólo asomaban como posibilidades embrionarias han
adoptado otro espesor.
Ciertamente
hubo una responsabilidad primordial de Estados Unidos, que intentó sumar a Kiev
a la red de misiles de la OTAN contra Moscú y alentó la violencia de las
milicias ultraderechistas en el Donbass. Pero Putin consumó una acción militar
inadmisible y funcional al imperialismo occidental, que no tiene justificación
como acción defensiva. El jefe del Kremlin despreció a los ucranianos, suscitó
odio hacia el ocupante e ignoró la generalizada aspiración de soluciones
pacíficas. Con su incursión generó un escenario muy negativo para las
esperanzas emancipadoras de los pueblos de Europa.
El
resultado final de la incursión permanece indefinido y no se sabe si los
efectos de las sanciones serán más adversos para Rusia que para Occidente. Pero
la tragedia humanitaria de muertos y refugiados ya es mayúscula y convulsiona a
toda la región. Estados Unidos apuesta prolongar la guerra, para empujar a
Moscú al mismo pantano que afrontó la URSS en Afganistán. Por eso induce [a] Kiev
a rechazar las negociaciones que frenarían las hostilidades. Washington
pretende someter a Europa a su agenda militarista, a través de un interminable
conflicto que asegure el financiamiento de Bruselas a la OTAN. Ya no aspira a
incorporar tan sólo a Ucrania a esa alianza militar. Ahora también presiona por
el ingreso de Finlandia y Suecia.
En
síntesis: Rusia es un país capitalista que no reunía hasta la incursión en
Ucrania los rasgos generales de un agresor imperial. Pero el curso geopolítico
ofensivo de Putin apuntala ese perfil e induce a transformar el imperio en
gestación en un imperio en consolidación. El fracaso de ese operativo podría
también derivar en una prematura neutralización del imperio naciente.
El
protagonismo de China
China comparte con Rusia una
ubicación análoga en el conglomerado no hegemónico y afronta un conflicto
semejante con Estados Unidos. Por esa razón su status actual suscita el mismo
interrogante: ¿Es una potencia imperialista?
En
su caso corresponde registrar el excepcional desarrollo que logró en las
últimas décadas, con cimientos socialistas, complementos mercantiles y
parámetros capitalistas. Afianzó un modelo conectado con la globalización, pero
centrado en la retención local del excedente. Esa combinación permitió una
intensa acumulación local enlazada con la mundialización, mediante circuitos de
reinversión y gran control del movimiento de capitales. La economía se expandió
en forma sostenida, con una significativa ausencia del neoliberalismo y la
financiarización que afectaron a sus competidores.
China
fue igualmente golpeada por la crisis del 2008, que introdujo un techo
infranqueable al modelo precedente de exportaciones financiadas a Estados
Unidos. Ese vínculo de “chinamérica” se agotó, transparentando el desbalance
generado por un superávit comercial solventado con gigantescas acreencias. Ese
desfasaje inauguró la crisis actual.
La
conducción china optó inicialmente por un viraje hacia la actividad económica
local. Pero ese desacople no generó beneficios equivalentes a los obtenidos en
el globalizado esquema precedente. El nuevo curso acentuó la sobreinversión,
las burbujas inmobiliarias y un círculo vicioso de sobreahorro y
sobreproducción, que obligó a retomar la búsqueda de mercados externos,
mediante el ambicioso proyecto de la Ruta de la Seda.
Ese
rumbo suscita tensiones con los socios y afronta el gran límite de un eventual
estancamiento de la economía mundial. Es muy difícil sostener un gigantesco
plan de infraestructuras internacionales en un escenario de bajo crecimiento
global.
Durante
la pandemia, China volvió a exhibir más eficiencia que Estados Unidos y Europa,
con sus expeditivos mecanismos de contención del Covid. Pero la infección
irrumpió en su territorio, como consecuencia de los desequilibrios precipitados
por la globalización. El hacinamiento urbano y el descontrol de la
industrialización de los alimentos ilustraron las dramáticas consecuencias de
la penetración del capitalismo.
Actualmente
China se encuentra afectada por la guerra que sucedió a la pandemia. Su
economía es muy susceptible a la inflación de los alimentos y la energía.
Afronta, además, los obstáculos que obstruyen el funcionamiento de las cadenas
globales de valor.
Una
novedosa ubicación
China no completó su
tránsito al capitalismo. Ese régimen está muy presente en el país, pero no
domina en toda la economía. Hay una significativa vigencia de la propiedad
privada de grandes empresas, que operan con normas de beneficio, competencia y
explotación, generando agudos desequilibrios de sobreproducción. Pero a
diferencia de lo ocurrido en Europa Oriental y Rusia, la nueva clase burguesa
no logró el control del estado y esa carencia impide coronar la preeminencia de
las normas capitalistas que imperan en el grueso del planeta.
China
se defiende en el terreno geopolítico del acoso norteamericano. Obama inició
una secuencia de agresiones, que Trump redobló y Biden refuerza. El Pentágono
ha erigido un cerco naval, mientras acelera la gestación de una “OTAN del
Pacífico”, junto a Japón, Corea de Sur, Australia, e India. También avanza la
remilitarización de Taiwán y el intento de cargar a Europa con todo el costo de
la confrontación con Rusia, para concentrar recursos militares en la pulseada
con China.
Hasta
ahora Beijing no despliega acciones equivalentes a su rival. Afianza su
soberanía en un acotado radio de millas, para resistir el intento
estadounidense de internacionalizar su espacio costero. Apuntala la pesquería,
las reservas submarinas y sobre todo las rutas marítimas que necesita para
transportar sus mercancías.
Esa
reacción defensiva está muy lejos de la embestida que motoriza Washington en el
Océano Pacifico. China no envía acorazados a las costas de Nueva York o
California y sus crecientes gastos bélicos todavía mantienen una significativa
distancia con el Pentágono. Beijing privilegia el agotamiento económico, mediante
una estrategia que aspira a “cansar al enemigo”. Elude, además, cualquier
tejido de alianzas bélicas comparable con la OTAN.
China
no reúne, por lo tanto, las condiciones básicas de una potencia imperialista.
Su política exterior dista de mucho de ese perfil. No despacha tropas al
extranjero, mantiene una sola base militar fuera de sus fronteras (en un
neurálgico cruce comercial) y no se involucra en los conflictos foráneos.
La
nueva potencia evita especialmente el sendero belicista que transitaron
Alemania y Japón en el siglo XX, utilizando pautas de prudencia geopolítica
inconcebibles en el pasado. Ha lucrado con formas de producción mundializadas
que no existían en la centuria anterior.
China
ha soslayado también el camino seguido por Rusia y no consumó acciones
semejantes a la desplegada por Moscú en Siria o Ucrania. Por esa razón, no
esboza el curso imperial que Rusia insinúa con creciente intensidad.
Esa
moderación internacional no ubica igualmente a China en el polo opuesto del
espectro imperial. La nueva potencia ya se encuentra muy alejada del Sur Global
y ha ingresado en el universo de las economías centrales, que acumulan
beneficios a costa de la periferia. Dejó atrás el espectro de las naciones
dependientes y se ha situado por encima del nuevo grupo de economías
emergentes.
Los
capitalistas chinos capturan plusvalía (a través de las firmas que localizan en
el exterior) y lucran con el abastecimiento de materias primas. El país ya
alcanzó un status de economía acreedora, en potencial conflicto con sus
deudores del Sur. Obtiene beneficios del intercambio desigual y absorbe
excedentes de las economías subdesarrolladas, a partir de una productividad muy
superior a la media de sus clientes.
En
síntesis: China se ha situado en un bloque no hegemónico lejos de la periferia.
Pero no completó el status capitalista y evita desenvolver políticas propias
del imperialismo.
Semiperiferias
y subimperialismo
Otra novedad del escenario
actual es la presencia de importantes jugadores regionales. Exhiben un peso
inferior a las principales potencias, pero demuestran una relevancia suficiente
para requerir alguna clasificación en el orden imperial. La gravitación de esos
actores proviene de la inesperada incidencia de economías intermedias, que han
consolidado su perfil con estructuras de emergente industrialización.
Esa
irrupción ha tornado más compleja la vieja relación centro-periferia, como
consecuencia de un doble proceso de drenaje de valor de las regiones
subdesarrolladas y retención del valor de las semiperiferias ascendentes.
Varios integrantes del polo asiático, India o Turquía ejemplifican esa nueva
condición, en un contexto de creciente bifurcación en el tradicional universo
de los países dependientes. Este escenario -más tripolar binario- gana
relevancia en la jerarquía internacional contemporánea.
La
diferenciación interna en la vieja periferia es muy visible en todos los
continentes. La distancia mayúscula que separa a Brasil o México de Haití o El
Salvador en América Latina se reproduce en la misma escala al interior de
Europa, Asia y África. Esas fracturas tienen significativas consecuencias
internas y completan el subyacente proceso de transformación de las viejas
burguesías nacionales en nuevas burguesías locales.
En
ese espectro de economías semiperiféricas se verifica una compleja variedad de
status geopolíticos. En algunos casos se procesa el despunte de un imperio en
gestación (Rusia), en otros persiste la tradicional condición dependiente
(Argentina) y en ciertos países emergen los rasgos del subimperialismo.
Esta
última categoría no identifica a las variantes débiles del dispositivo
imperial. Ese lugar menor es ocupado por varios integrantes de la OTAN (como
Bélgica o España), que recrean un simple rol subordinado al comando norteamericano.
El subimperio tampoco alude a la condición actual de antiguos imperios en
declive (como Portugal, Holanda o Austria).
Como
acertadamente anticipó Marini, los subimperios contemporáneos actúan como
potencias regionales, que mantienen una contradictoria relación de asociación,
subordinación o tensión con el gendarme estadounidense. Esa ambigüedad coexiste
con fuertes acciones militares en las disputas con sus competidores regionales.
Los subimperios operan en una escala muy alejada de la gran geopolítica
mundial, pero con arremetidas zonales que rememoran sus antiguas raíces de
imperios de larga data.
Turquía
es el principal exponente de esa modalidad en Medio Oriente. Despliega un
significativo expansionismo, exhibe una gran dualidad frente a Washington,
recurre a imprevisibles jugadas, promueve aventuras externas y desenvuelve una
intensa batalla competitiva con Irán y Arabia Saudita.
Especificidades
del siglo XXI
De todos los elementos
expuestos se deducen los rasgos del imperialismo contemporáneo. Ese dispositivo
presenta a modalidades singulares, novedosas y divergentes con sus dos
precedentes de la centuria pasada.
El
imperialismo actual conforma un sistema estructurado en torno al rol dominante
ejercido por Estados Unidos, en estrecha conexión con los socios
alterimperiales de Europa y los apéndices coimperiales de otros hemisferios.
Esa
estructura incluye acciones militares para garantizar la transferencia de valor
de la periferia al centro y afronta una crisis estructural, al cabo de sucesivos
fracasos del Pentágono, que han desembocado en la actual configuración
multipolar.
Fuera
de ese radio dominante se ubican dos grandes potencias. Mientras que China
expande su economía con cautelosas estrategias externas, Rusia actúa con
modalidades embrionarias de un nuevo imperio. Otras formaciones subimperiales
de escala muy inferior, disputan preeminencia en los escenarios regionales con
acciones autónomas, pero también enlazadas al entramado de la OTAN.
Esta
renovada interpretación marxista jerarquiza el concepto de imperialismo,
integrando la noción de hegemonía a ese ordenador de la geopolítica
contemporánea. Resalta la crisis del comando estadounidense sin postular su
inexorable declive, ni la inevitable emergencia de una potencia sustituta
(China) o de varios reemplazantes coaligados (BRICS).
La
mirada centrada en el concepto de imperialismo, también remarca la continuada
gravitación de la coerción militar, recordando que no ha perdido primacía
frente a la creciente incidencia de la economía, la diplomacia o la ideología.
Las
miradas clásicas
Los debates al interior del
conglomerado marxista incluyen polémicas entre el enfoque renovado (que hemos
expuesto) y la mirada clásica. Esta última visión propone actualizar la misma
caracterización que postuló Lenin a comienzo del siglo XX.
Considera
que la validez ese abordaje no se restringe al período en que fue formulado,
sino que extiende su vigencia hasta la actualidad. De la misma forma que Marx
sentó las bases perdurables para una caracterización del capitalismo, Lenin
habría postulado una tesis que desbordó la fecha de su formulación.
Este
enfoque objeta la existencia de varios modelos de imperialismo, adaptados a los
sucesivos cambios del capitalismo. Entiende que un sólo esquema resulta
suficiente para comprender la dinámica de la última centuria.
De
esa caracterización deduce una analogía del escenario actual con el imperante
durante la Primera Guerra Mundial, estimando que el mismo conflicto
interimperial reaparece en la coyuntura en curso. Plantea que Rusia y China
compiten con sus pares de Occidente, con políticas semejantes a las desplegadas
hace cien años por las potencias desafiantes de las fuerzas dominantes.
Con
esa óptica observa los conflictos actuales como una competencia por el botín de
la periferia. La guerra de Ucrania es vista como un ejemplo de ese choque y la
batalla entre Kiev y Moscú es explicada por el apetito que suscitan los
recursos de hierro, gas o trigo en el territorio en disputa. Todos los países
involucrados en esa batalla son equiparados y denunciados como bandos de una
pugna interimperial.
Pero
este razonamiento pierde de vista las grandes diferencias del contexto actual
con el pasado. A principios del siglo XX, una pluralidad de potencias chocaba
con fuerzas militares comparables para hacer valer su superioridad. No existía
la estratificada supremacía que actualmente ejerce Estados Unidos sobre sus
socios de la OTAN. Ese predominio confirma que las potencias ya no actúan como
guerreros autónomos. Estados Unidos direcciona tanto a Europa como a sus
apéndices de otros continentes.
En
la actualidad opera, además, un sistema imperial frente a cierta variedad de
alianzas no hegemónicas, que sólo incluyen tendencias imperiales en gestación.
El núcleo dominante agrede y las formaciones en constitución se defienden. A
diferencia del siglo pasado no se libra una batalla entre pares igualmente
ofensivos.
Los
criterios de Lenin
La tesis clásica define al
imperialismo con pautas que subrayan el predominio del capital financiero, los
monopolios y la exportación de capital. Con esos parámetros propone respuestas positivas
o negativas al status de Rusia y China, según el grado de cumplimiento o
distanciamiento de esos requisitos.
En
las respuestas afirmativas se coloca a Rusia en el campo imperialista, al
evaluar que su economía se ha expandido en forma significativa, con inversiones
en el extranjero, corporaciones globales y explotación de la periferia. La
misma interpretación para el caso chino resalta que la segunda economía del
mundo, ya satisface sobradamente todos los requisitos de una potencia imperial.
En
las evaluaciones contrapuestas se destaca que Rusia no ingresó aún al club de
los dominadores por carecer del potente capital financiero que exige ese
ascenso. Se recuerda, además, que cuenta con pocos monopolios o empresas
descollantes en el ranking de las corporaciones internacionales. La misma
opinión para el caso de China señala que la poderosa economía asiática no
sobresalió aún, en la exportación de capitales o en el predominio de sus
finanzas.
Pero
estas clasificaciones económicas extraídas de caracterizaciones formuladas en
1916 son inadecuadas para evaluar el imperialismo contemporáneo. Lenin sólo
describió los rasgos del capitalismo de su época, sin utilizar esa evaluación
para definir un mapa del orden imperial. Estimaba por ejemplo que Rusia
integraba el club de los imperios, a pesar de incumplir todas las condiciones
económicas exigidas para esa participación. Lo mismo sucedía con Japón, que no
era un exportador relevante de capital, ni albergaba formas preeminentes de
capital financiero.
La
forzada aplicación actual de esos requisitos conduce a incontables confusiones.
Hay muchos países con finanzas poderosas, inversiones en el extranjero y
grandes monopolios (como Suiza), que no despliegan políticas imperialistas. Por
el contrario, la propia economía rusa opera como una mera semiperiferia en el
ranking mundial, pero desenvuelve acciones militares propias de un imperio en
gestación. A su vez, China reúne todas las condiciones del recetario económico
clásico para ser tipificada como un gigante imperial, pero no implementa
acciones bélicas acordes a ese status.
El
lugar de cada potencia en la economía mundial no esclarece, por lo tanto, su
papel como imperio. Ese rol se dilucida evaluando la política exterior, la
intervención foránea y las acciones geopolítico-militares en el tablero global.
Este abordaje sugerido por el marxismo renovado esclarece más las
características del imperialismo actual, que la óptica postulada por los
actualizadores de la mirada clásica.
Transnacionalismo
e imperio global
Otro planteo marxista
alternativo fue propiciado en la década pasada por la tesis del imperio global.
Esa visión logró gran predicamento durante el auge de los Foros Sociales
Mundiales, postulando la vigencia de una era posimperialista, superadora del
capitalismo nacional y la intermediación estatal. Destacó una novedosa
contraposición directa entre los dominadores y dominados, resultante de la
disolución de los viejos centros, la movilidad irrestricta del capital y la
extinción de la relación centro-periferia.
En
un marco de gran euforia con el libre-comercio y las desregulaciones bancarias,
remarcó también la existencia de una clase dominante amalgamada y entrelazada
mediante la transnacionalización de los estados. Observó a Estados Unidos, como
la encarnación de un imperio globalizado, que transmite sus estructuras y
valores al conjunto del planeta.
Esa
mirada ha quedado desmentida por el escenario de intensos conflictos actuales
entre las principales potencias. El drástico choque entre Estados Unidos y
China resulta inexplicable, con una óptica que postula la disolución de los
estados y la consiguiente desaparición de las crisis geopolíticas, entre países
diferenciadas por sus basamentos nacionales.
La
tesis del imperio global omitió, además, los límites y contradicciones de la
globalización, olvidando que el capital no puede emigrar irrestrictamente de un
país a otro, ni usufructuar de un libre desplazamiento planetario de la mano de
obra. Una continuada secuencia de barreras obstruye la constitución de ese
espacio homogéneo a nivel mundial.
Ese
enfoque extrapoló eventuales escenarios de larguísimo largo plazo a realidades
inmediatas, al imaginar simples y abruptas globalizaciones. Diluyó la economía
y la geopolítica en un mismo proceso y desconoció el continuado protagonismo de
los estados, al imaginar entrelazamientos transnacionales entre las principales
clases dominantes. Olvidó que el funcionamiento del capitalismo se asienta en
la estructura legal y coercitiva que proveen los distintos estados.
Más
desacertado fue asemejar la estructura piramidal del sistema imperial
contemporáneo que dirige Estados Unidos, con un imperio global, horizontal y
carente de asociados nacionales. Omitió que la primera potencia opera como
protectora del orden global, pero sin disolver su ejército en tropas
multinacionales. Por este cúmulo de inconsistencias, la mirada de un imperio
global perdió gravitación en los debates actuales.
Conclusión
La teoría marxista renovada
ofrece la caracterización más consistente del imperialismo del siglo XXI.
Subraya la preminencia de un dispositivo militar coercitivo, encabezado por
Estados Unidos y articulado en torno a la OTAN, para asegurar la dominación de
la periferia y hostigar a las formaciones no hegemónicas rivales de Rusia y
China.
Esas
potencias incluyen modalidades imperiales tan sólo embrionarias o acotadas y
desenvuelven acciones primordialmente defensivas. La crisis del sistema
imperial es el dato central de un período signado por la recurrente incapacidad
norteamericana para retomar su alicaída primacía.
29-6-2022
Resumen
El imperialismo custodia la
explotación de los trabajadores y el sometimiento de la periferia, con
mecanismos adoptados a las transformaciones del capitalismo. Ese amoldamiento
no se ha consumado en la actualidad. El liderazgo norteamericano está socavado
por el deterioro económico y los fracasos bélicos. Carece además de la
plasticidad que tuvo su antecesor británico para traspasar el mando.
Rusia
no participa de ese circuito dominante, pero motoriza la gestación de un
imperio no hegemónico, muy distinto al zarismo y a la URSS. El protagonismo de
China no es sinónimo de expansión imperial. Sus estrategias defensivas
coexisten con una restauración capitalista incompleta, que incluye igualmente
la acumulación de beneficios a costa de la periferia. Otras disputas por la
preeminencia regional actualizan el status del subimperialismo.
La centralidad de la coerción es diluida por las tesis meramente hegemonistas. El sistema imperial actual diverge de las viejas rivalidades entre potencias y no se clarifica con criterios económicos. Las confrontaciones geopolíticas desmienten la tesis de un imperio global sostenido por clases y estados transnacionalizados.
__________
1Síntesis de la conferencia: “El imperialismo en el nuevo escenario global”, expuesta en el Centro de Investigación y Docencia Económicas, México DF, 6 de junio de 2022.
2 Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
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