Un Poema de Julio Carmona
Alturas
Tú estás hecho Perú de patria y
pueblo.
Alberto Hidalgo
Patria,
carta de entrañas amorosas,
he
subido a las alturas erizadas de tu nombre,
he
llegado a duras penas a sus agudas notas,
allí
donde se hace grito congelado
como
el dolor en los labios de un hombre herido.
Llegué,
vi y dejé
intactos
tus cerros,
no
quité nada a tu cielo. Solo grabé mi nombre
en
su corteza de aire. Llegué para clavarme
en
las espinas de tu altura, buscándote
el
secreto, la flor, la maravilla.
Subí
a tu cielo azul como a un campanario
y
no encontré lo dulce que de ti buscaba.
Anduve
por tus calles blancas,
comprobé
sus techos rojos, mordí la pureza
de
tus árboles. Y tus piedras, como todas
las
alas, fieles a su trabajo,
me
golpearon,
y
no encontré, no vi, no hallé
la
chispa de mi búsqueda.
Pero,
de pronto —ciego,
ciego
de mí—, me cosquilleó una mano,
suave
como un suspiro,
tenue
mano de nube derretida: era el hombre,
era
el hombre que venía convertido en amigos,
con
pellejos de llamas para la noche dura,
con
ponchos y frazadas para un mejor mañana
(que
no es lo mismo que decir buenas noches).
Y
fue el mote del día siguiente,
y
el queso nieve abierta en pecho tierno,
y
el disculpen hermanos la pobreza,
fue
lo que me condujo al borde mismo del sollozo.
Y
quise no seguir buscando más.
Me
parecía todo revelado.
Pero
surgió la clara
dulzura
de Graciela Eucalipto
ordeñando
las ubres de La Noche
para
la sed infinita de mi amor desierto,
ordenando
a mis ojos la admiración y el éxtasis
para
su doble calma de manantial sin ruido.
Todo
sonaba a gusto de cereza:
el
agua, el cardo, la totora, el cerro.
Y
nuevamente y otra vez seguí buscando
otras
dulces bellezas, más altas hermosuras:
y
así aprendí a empinarme a tus alturas
para
coger la mano del tiempo detenida
en
cada flor o piedra o lluvia sin reposo.
En
tus alturas, Patria, tramonté
el
recuerdo de mi obrero:
por
ese sufrimiento de las manos mordidas,
del
dolor y la angustia
del
caer desde siglos de sudores sin premio.
Y
en tu espacio me vi pequeño, ínfimo.
Esas
alturas no eran
para
mi escuela ausente de epidermis oscura,
de
pulmones ajados
por
la cruda fiereza del humoso cemento.
Pero
subir a tu nombre, Patria, es beber el cielo.
Y fui a enmendar
mi adusta permanencia en la sombra.
En
tus alturas todo era claro.
Pero
también todo era helado.
Desde
tu piel de piedra, pasando
por
el mote pelado hasta el ardiente
cañazo
(y del aguijón
del
agua ni se diga) todo era frío.
Todo
era frío menos los ojos vistos o vividos
en
fogones tiernísimos alimentando el trago
calientito,
en la fría madrugada
del
toro-velay «que morirá mañana».
Todo
era frío menos el llanto
del
arpa, del wakrapuko
y
el violín que volaba sus cuerdas
en
medio de la noche,
aleteando
un poncho de calores
para
el baile redondo
de
corazones hambrientos (tal en el día
vi
avegar al cernícalo
en
la penumbra del totoral
hurgando
alas menudas).
Perú,
carta escondida,
recién
allí en la historia
de
mi amor ardió tu nombre,
como
un llanto de fuego llegó a enriquecerme:
Yo
no tengo palabras sino mundos
metidos
del dolor al dolor:
porque
no todo es risa
en
ti, Perú, si hasta tu nombre
tiene
más cicatrices que la vida; y sabes,
Perú,
que
no todo sufrimiento es pena dolorida,
pero
sabes también por tus heridas
que
si el dolor es pena pero pena vivida
es
un anuncio opaco,
pero
anuncio al fin y al cabo
de nuevos, bellos, buenos o mejores días.
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