Las Bases de los Juicios Morales
(Cuarta Parte)
Howard Selsam
EN ESTE ÚLTIMO TERRENO es donde
tenemos más que hacer actualmente, porque, en el aspecto práctico, es aquí
donde se produce el choque principal. Parece que este aspecto del idealismo o
espiritualismo hizo que a Marx lo consideraran como el enemigo más grande del
humanismo (“La Sagrada Familia”). El argumento de que la religión y la
filosofía idealista pueden haber ayudado en cierto momento a plantear ante el
hombre ciertos ideales útiles para la vida social, carece de validez, porque no
tiene en cuenta el hecho de que el espiritualismo es, en sí mismo, una creación
humana y que sus ideales fueron, de esta manera, en primer lugar, expresiones
de necesidades y aspiraciones humanas. El espiritualismo planteó por una vez la
siguiente cuestión: ¿El fin justifica los medios? Esta pregunta solo puede
surgir en el caso de que los objetivos perseguidos pueden juzgarse desde
diferentes puntos de vista. Como lo explicaremos en el último capítulo, este
dualismo trae consigo solamente la creación de absolutos morales tan supremos
que ningún fin social práctico puede igualarlos.
“El
sagrado carácter de la personalidad”, “las aspiraciones más altas de la vida”,
“la inviolabilidad de los contratos”, “la disciplina y la fortaleza del
carácter”, “la santidad del hombre”, vienen a ser algunas de las antiguas
consignas idealistas que se invocan cada vez que se hace necesario proteger
ciertos intereses establecidos y amenazados de un cambio radical. Cada una de
estas frases expresa algo que es, o que ha sido, un bien positivo bajo
condiciones definidas; por eso, cada una de ellas toca su cuerda
correspondiente en nuestro corazón. Su fuerza y su debilidad consisten en lo
siguiente: pueden servir como base de progreso en cierto momento y, en otro,
como objetivo reaccionario –pero no dan, en virtud de su naturaleza idealista,
ningún criterio concreto para que pueda ser valorizado su servicio a los
hombres en determinadas circunstancias.– ¿Ha resuelto la Unión Soviética los
problemas de la desocupación forzosa, de la “pobreza en medio de la abundancia”
y ha proporcionado bienes materiales y culturales a las décadas de millones de
sus obreros y campesinos? El espiritualista puede contestar en este caso: Pero,
¿para qué le sirve al hombre el ganar un mundo entero si ello implica la
pérdida de su espíritu? También podrá decir: Pero, allá, el individuo no es
libre –como si la libertad fuera algo vacuo y no un juego de circunstancias en
las cuales los hombres tratan de resolver sus problemas económicos y sociales.
Un
caso interesante para este estudio nos lo da un editorial filosófico del “New
York Times” (25 de agosto de 1940). Hay un párrafo que merece especialmente ser
transcripto:
“La
libertad significa diferencias de opinión; significa experimento político:
significa cambio. Nosotros diferenciamos el experimento y el cambio, dentro de
una Constitución rígida, solo en el aspecto de sus bases de protección. Pero
nunca habrá unanimidad de criterio en la nación entera. Ni nunca podremos
alcanzar una perfecta y definitiva forma de sociedad. Nosotros ni siquiera lo
deseamos, porque ello sería llegar a la estagnación y a la muerte en vida.
Tratamos solamente de buscar la máxima justicia. Y hacía ella avanzamos, sin
alcanzarla jamás. Siempre se plantean nuevas cuestiones, siempre surge la duda.
Solo la libertad, en sí misma, y solo el sistema democrático no ofrecen duda
ninguna para nosotros”.
Suena
tan bien, tan amablemente este párrafo, especialmente su sentencia final, que
un marxista se pone a dudar gravemente de todo esto que acaba de leer. Si
exceptuamos las sentencias lacónicas, este párrafo podría ser muy bien una cita
de John Dewey, pues en él se encuentra su idealismo atemperado con la idea de
la experimentación. Deseamos una sociedad perfecta; pero, claro está que no
podemos alcanzarla. Deseamos la justicia; solo que no podemos conseguirla
jamás. ¿Por qué razón? Porque –como el “Times” dice, e efecto– para alcanzarlas
tendríamos que limitar la libertad de unos cuantos a fin de evitar el abuso del
poder del rico; porque, en tal caso, podríamos llegar a la anulación de los
artículos quinto y décimo cuarto, es decir, a la confiscación de la propiedad,
lo cual resulta siendo para el “Times” un atentado contra la libertad. En una
palabra el “Times” dice realmente, nosotros somos partidarios del sistema
capitalista y queremos conservarlo sin tener para nada en cuenta su fracaso al
tratarse de la eliminación de la pobreza, de las guerras imperialistas y de
opresión.
Oponiéndonos
a los bienes materiales que el hombre necesita para vivir convenientemente,
circunstancia que para la ética marxista es de fundamental importancia, el
idealismo, como ya lo hemos visto, trata de dar mayor importancia a ideas tales
como “la disciplina y fortaleza del carácter”, “el sacrificio”, “la
abnegación”, como si esto constituyera el bien efectivo o la virtud de un
pueblo. Mussolini y Hitler han sabido perfectamente la manera de emplear estas
frases con el objeto de que sus pueblos olvidaran sus reclamaciones de
mejoramiento de vida. Durante estos últimos años hemos visto que nuestros
literatos, políticos, filósofos y muchos sacerdotes se lanzaban a predicar, en
un tono parecido, teniendo mucho cuidado de no hacer la diferenciación entre
estas cualidades y los fines en virtud de los cuales se justifican. Una ligera
revisión de los sermones dominicales de una gran ciudad –reproducida en los
diarios del lunes– hará que nos encontremos con cosas muy interesantes.
Nosotros hemos leído, por ejemplo, un sermón totalmente fascista que se predicó
en la iglesia de la Unión Metodista de Nueva York, el 26 de agosto de 1940. El
reverendo C. Everest Wagner dice allí que el pueblo americano se ablanda,
cuando lo que le hace falta es ser duro; que ha levantado un mundo “con el
objeto de hacer su vida confortable y segura”, cuando lo que necesita es
disciplina y recibir buenos golpes. Y el reverendo Wagner continúa: “Todos los
norteamericanos tenemos que fortalecernos para enfrentarnos con desagradables
realidades de nuestra vida moderna a fin de llevar a cabo un nuevo plan de vida
totalitaria”. El capitalismo, el fascismo, la guerra, la desocupación, los
linchamientos, no vienen a ser de esta manera, realidades de nuestra vida
moderna. La finalidad del pueblo americano no debe consistir en la defensa de
nuestra democracia para vivir convenientemente, para producir mejor, para
trabajar menos horas, para eliminar el odio de razas y la desigualdad y para
hacer que su maquinaria económica funcione en forma eficiente; la finalidad del
pueblo americano tiene que ser, pues, conseguir dureza (¿crueldad?) y
disciplina (¿régimen del látigo?). Este punto de vista no es un caso
accidental, sino el resultado lógico de la acción de los elementos básicos de
la teoría idealista. Solo el materialismo puede proveer una ética que esté de
acuerdo, tanto con las necesidades concretas del hombre, como con las más altas
formas de la conducta humana bien cultivada.
En
oposición visible al idealismo, en el terreno de la ética, ha existido, desde
los tiempos primitivos de la historia, otra escuela que, dando la espalda a las
hipótesis ultraterrenas, ha tratado de determinar lo que, en realidad, tiene
más valor para el hombre. Partiendo de esta base, muchos teóricos han teorizado
con el objeto de lograr que el Estado y la sociedad se organizaran en tal forma
que la acción individual produjera la mayor armonía colectiva posible. A esta
escuela podemos llamarla “hedonismo” o ética del interés personal, porque ella
afirma que el placer, la felicidad o el interés personal constituyen el resorte
de toda conducta humana. Basándose en la afirmación de que el hombre desea en
realidad el bien, los hedonistas transformaron una teoría psicológica en un
sistema ético. En líneas generales, esto se encontraba íntimamente vinculado
con la filosofía materialista y se lo consideraba como la única ética
materialista posible.
Se
cree que el fundador de esta forma de pensamiento fue Aristipo (siglo v a. de
C.). Este filósofo creía que todo hombre busca el placer y solo el placer, en
cualquier parte; de tal modo que el placer viene a ser así el único bien. Casi
inmediatamente el ser humano comprobó que hay ciertas dificultades en esta teoría.
Los placeres son generalmente de corta duración y, a veces, van seguidos de
penas. Por otra parte, algunos placeres, especialmente los que produce la
satisfacción de bajos apetitos, resultan proporcionados al precedente deseo
penoso. ¿Cómo pueden ser igualados estos placeres y sufrimientos? ¿Es mejor experimentar
un intenso placer de corta duración o uno mediano que dure mayor tiempo? ¿Es
mejor tener más placer a costa de posteriores sufrimientos, o menos placer y
menos sufrimientos? ¿Más placer en una corta existencia o menos placer en una
larga? Ahora bien, la verdadera naturaleza de esta cuestión y las controversias
al respecto revelan algo de lo oscuro y abstracto del hedonismo. Estas no son
las cuestiones que interesen a las grandes masas humanas; por su verdadera
naturaleza se ven limitadas a ser tema de una clase ociosa que, por el hecho de
no tener nada que hacer, no se preocupa sino de buscar cualquier forma de
diversión. Además, como muchas personas lo han observado, el buscador
consciente de placer sabe, por lo general, la manera de alcanzarlo. Por otra
parte, como cualquiera puede verlo, el buscador de placeres no existe en el
vacío y, tarde o temprano, a no ser que se trate de un déspota oriental o de un
archimillonario, tiene que darse cuenta del efecto que sus actos producen sobre
el placer de sus semejantes y de las reacciones de éstos sobre él. En otras
palabras, tiene que introducirse un principio social en interés de la misma
teoría del placer, justamente como Aristipo reconocía que un máximo de placer
requiere razón y dominio de sí mismo.
Epicuro,
a quien se vincula erróneamente con la teoría del placer puro, trató de
resolver muchos de estos problemas. El creía que, no tanto el placer, sino la
liberación del sufrimiento es el más grande bien que los hombres desean y lo
que constituye el principio gobernante de su conducta. Este filósofo pensaba
que vivir en paz consigo mismo era preferible a vivir en un torbellino de
placeres. Y siguiendo este principio, Epicuro vivió una existencia
relativamente tranquila, modesta y frugal, “cultivando su propio jardín”.
Esta
teoría, que ya es un progreso con respecto a la de Aristipo, tiene dos defectos
visibles: su atomismo social y su quietismo. Para ser una teoría ética genuina
es necesario que pueda ser aplicada a todo hombre y por cualquier hombre
indistintamente. ¿Es un ideal para todos los hombres tomados individualmente, o
está limitado a algunos a expensas de la mayoría? ¿Mi felicidad puede ser
compatible, por ejemplo, con la desgracia que provoque, en un caso dado, en
otras personas para llevarse a cabo? O, en caso de que éste sea el ideal de
todos los hombres, ¿qué principio puede servir como base para reclamar
sacrificios destinados a promover una tranquilidad general? Y si se requieren
estos sacrificios, ya sea que el individuo acepte su tranquilidad convencional
–yendo así en contra de la motivación sobre la que se asienta la teoría de
Epicuro– o ya sea que no la acepte, se hace necesario en ambos casos un nuevo
principio moral para justificar el ejercicio y la aceptación de la coerción
social. En una palabra, la teoría se asienta sobre una concepción que toma a la
sociedad simplemente como un conglomerado de unidades separadas y totalmente
independientes, imposibilitando la solución de los problemas que crean los
hechos y las necesidades de la vida social.
El quietismo resulta visible a través de
toda la vida y el pensamiento de Epicuro, y es inseparable de todo el conjunto
de su teoría. Al no tener en cuenta la afición del hombre a la excitación y a
la aventura, al placer intenso, aunque sea a costa del sufrimiento, al
sacrificio heroico por un fin social, Epicuro no puede darse cuenta perfecta de
los complejos motivos de la acción humana, y de allí que no nos señale los
múltiples objetivos que el hombre persigue en este mundo. Y hay, en esta
teoría, una base muy exigua para poder establecer en ella lo que el hombre debe desear. Además, ella viene a ser la
expresión de un quietismo social, corriente entre muchos pensadores de los tiempos
de Epicuro –el crepúsculo de la Edad de Oro de Grecia.– Así, esta teoría, en su
mejor aspecto, es una tentativa noble, aunque un poco vaga, para imponer una
vida racional en medio de un mundo confuso; en su aspecto negativo, es una
evasión, posible solo para unas cuantas personas a quienes les interesa muy
poco la suerte del mundo, con tal que se las deje vivir en paz y ecuanimidad. Tal
teoría no puede ofrecer nada a las muchedumbres del mundo greco-romano que, a
causa ello, tuvieron que buscar su salvación en las misteriosas religiones
griegas y finalmente en el cristianismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.