jueves, 1 de junio de 2017

Filosofía

Las Bases de los Juicios Morales

(Cuarta Parte)

Howard Selsam

EN ESTE ÚLTIMO TERRENO es donde tenemos más que hacer actualmente, porque, en el aspecto práctico, es aquí donde se produce el choque principal. Parece que este aspecto del idealismo o espiritualismo hizo que a Marx lo consideraran como el enemigo más grande del humanismo (“La Sagrada Familia”). El argumento de que la religión y la filosofía idealista pueden haber ayudado en cierto momento a plantear ante el hombre ciertos ideales útiles para la vida social, carece de validez, porque no tiene en cuenta el hecho de que el espiritualismo es, en sí mismo, una creación humana y que sus ideales fueron, de esta manera, en primer lugar, expresiones de necesidades y aspiraciones humanas. El espiritualismo planteó por una vez la siguiente cuestión: ¿El fin justifica los medios? Esta pregunta solo puede surgir en el caso de que los objetivos perseguidos pueden juzgarse desde diferentes puntos de vista. Como lo explicaremos en el último capítulo, este dualismo trae consigo solamente la creación de absolutos morales tan supremos que ningún fin social práctico puede igualarlos.

        “El sagrado carácter de la personalidad”, “las aspiraciones más altas de la vida”, “la inviolabilidad de los contratos”, “la disciplina y la fortaleza del carácter”, “la santidad del hombre”, vienen a ser algunas de las antiguas consignas idealistas que se invocan cada vez que se hace necesario proteger ciertos intereses establecidos y amenazados de un cambio radical. Cada una de estas frases expresa algo que es, o que ha sido, un bien positivo bajo condiciones definidas; por eso, cada una de ellas toca su cuerda correspondiente en nuestro corazón. Su fuerza y su debilidad consisten en lo siguiente: pueden servir como base de progreso en cierto momento y, en otro, como objetivo reaccionario –pero no dan, en virtud de su naturaleza idealista, ningún criterio concreto para que pueda ser valorizado su servicio a los hombres en determinadas circunstancias.– ¿Ha resuelto la Unión Soviética los problemas de la desocupación forzosa, de la “pobreza en medio de la abundancia” y ha proporcionado bienes materiales y culturales a las décadas de millones de sus obreros y campesinos? El espiritualista puede contestar en este caso: Pero, ¿para qué le sirve al hombre el ganar un mundo entero si ello implica la pérdida de su espíritu? También podrá decir: Pero, allá, el individuo no es libre –como si la libertad fuera algo vacuo y no un juego de circunstancias en las cuales los hombres tratan de resolver sus problemas económicos y sociales.

        Un caso interesante para este estudio nos lo da un editorial filosófico del “New York Times” (25 de agosto de 1940). Hay un párrafo que merece especialmente ser transcripto:

        “La libertad significa diferencias de opinión; significa experimento político: significa cambio. Nosotros diferenciamos el experimento y el cambio, dentro de una Constitución rígida, solo en el aspecto de sus bases de protección. Pero nunca habrá unanimidad de criterio en la nación entera. Ni nunca podremos alcanzar una perfecta y definitiva forma de sociedad. Nosotros ni siquiera lo deseamos, porque ello sería llegar a la estagnación y a la muerte en vida. Tratamos solamente de buscar la máxima justicia. Y hacía ella avanzamos, sin alcanzarla jamás. Siempre se plantean nuevas cuestiones, siempre surge la duda. Solo la libertad, en sí misma, y solo el sistema democrático no ofrecen duda ninguna para nosotros”.

        Suena tan bien, tan amablemente este párrafo, especialmente su sentencia final, que un marxista se pone a dudar gravemente de todo esto que acaba de leer. Si exceptuamos las sentencias lacónicas, este párrafo podría ser muy bien una cita de John Dewey, pues en él se encuentra su idealismo atemperado con la idea de la experimentación. Deseamos una sociedad perfecta; pero, claro está que no podemos alcanzarla. Deseamos la justicia; solo que no podemos conseguirla jamás. ¿Por qué razón? Porque –como el “Times” dice, e efecto– para alcanzarlas tendríamos que limitar la libertad de unos cuantos a fin de evitar el abuso del poder del rico; porque, en tal caso, podríamos llegar a la anulación de los artículos quinto y décimo cuarto, es decir, a la confiscación de la propiedad, lo cual resulta siendo para el “Times” un atentado contra la libertad. En una palabra el “Times” dice realmente, nosotros somos partidarios del sistema capitalista y queremos conservarlo sin tener para nada en cuenta su fracaso al tratarse de la eliminación de la pobreza, de las guerras imperialistas y de opresión.

        Oponiéndonos a los bienes materiales que el hombre necesita para vivir convenientemente, circunstancia que para la ética marxista es de fundamental importancia, el idealismo, como ya lo hemos visto, trata de dar mayor importancia a ideas tales como “la disciplina y fortaleza del carácter”, “el sacrificio”, “la abnegación”, como si esto constituyera el bien efectivo o la virtud de un pueblo. Mussolini y Hitler han sabido perfectamente la manera de emplear estas frases con el objeto de que sus pueblos olvidaran sus reclamaciones de mejoramiento de vida. Durante estos últimos años hemos visto que nuestros literatos, políticos, filósofos y muchos sacerdotes se lanzaban a predicar, en un tono parecido, teniendo mucho cuidado de no hacer la diferenciación entre estas cualidades y los fines en virtud de los cuales se justifican. Una ligera revisión de los sermones dominicales de una gran ciudad –reproducida en los diarios del lunes– hará que nos encontremos con cosas muy interesantes. Nosotros hemos leído, por ejemplo, un sermón totalmente fascista que se predicó en la iglesia de la Unión Metodista de Nueva York, el 26 de agosto de 1940. El reverendo C. Everest Wagner dice allí que el pueblo americano se ablanda, cuando lo que le hace falta es ser duro; que ha levantado un mundo “con el objeto de hacer su vida confortable y segura”, cuando lo que necesita es disciplina y recibir buenos golpes. Y el reverendo Wagner continúa: “Todos los norteamericanos tenemos que fortalecernos para enfrentarnos con desagradables realidades de nuestra vida moderna a fin de llevar a cabo un nuevo plan de vida totalitaria”. El capitalismo, el fascismo, la guerra, la desocupación, los linchamientos, no vienen a ser de esta manera, realidades de nuestra vida moderna. La finalidad del pueblo americano no debe consistir en la defensa de nuestra democracia para vivir convenientemente, para producir mejor, para trabajar menos horas, para eliminar el odio de razas y la desigualdad y para hacer que su maquinaria económica funcione en forma eficiente; la finalidad del pueblo americano tiene que ser, pues, conseguir dureza (¿crueldad?) y disciplina (¿régimen del látigo?). Este punto de vista no es un caso accidental, sino el resultado lógico de la acción de los elementos básicos de la teoría idealista. Solo el materialismo puede proveer una ética que esté de acuerdo, tanto con las necesidades concretas del hombre, como con las más altas formas de la conducta humana bien cultivada.

        En oposición visible al idealismo, en el terreno de la ética, ha existido, desde los tiempos primitivos de la historia, otra escuela que, dando la espalda a las hipótesis ultraterrenas, ha tratado de determinar lo que, en realidad, tiene más valor para el hombre. Partiendo de esta base, muchos teóricos han teorizado con el objeto de lograr que el Estado y la sociedad se organizaran en tal forma que la acción individual produjera la mayor armonía colectiva posible. A esta escuela podemos llamarla “hedonismo” o ética del interés personal, porque ella afirma que el placer, la felicidad o el interés personal constituyen el resorte de toda conducta humana. Basándose en la afirmación de que el hombre desea en realidad el bien, los hedonistas transformaron una teoría psicológica en un sistema ético. En líneas generales, esto se encontraba íntimamente vinculado con la filosofía materialista y se lo consideraba como la única ética materialista posible.

        Se cree que el fundador de esta forma de pensamiento fue Aristipo (siglo v a. de C.). Este filósofo creía que todo hombre busca el placer y solo el placer, en cualquier parte; de tal modo que el placer viene a ser así el único bien. Casi inmediatamente el ser humano comprobó que hay ciertas dificultades en esta teoría. Los placeres son generalmente de corta duración y, a veces, van seguidos de penas. Por otra parte, algunos placeres, especialmente los que produce la satisfacción de bajos apetitos, resultan proporcionados al precedente deseo penoso. ¿Cómo pueden ser igualados estos placeres y sufrimientos? ¿Es mejor experimentar un intenso placer de corta duración o uno mediano que dure mayor tiempo? ¿Es mejor tener más placer a costa de posteriores sufrimientos, o menos placer y menos sufrimientos? ¿Más placer en una corta existencia o menos placer en una larga? Ahora bien, la verdadera naturaleza de esta cuestión y las controversias al respecto revelan algo de lo oscuro y abstracto del hedonismo. Estas no son las cuestiones que interesen a las grandes masas humanas; por su verdadera naturaleza se ven limitadas a ser tema de una clase ociosa que, por el hecho de no tener nada que hacer, no se preocupa sino de buscar cualquier forma de diversión. Además, como muchas personas lo han observado, el buscador consciente de placer sabe, por lo general, la manera de alcanzarlo. Por otra parte, como cualquiera puede verlo, el buscador de placeres no existe en el vacío y, tarde o temprano, a no ser que se trate de un déspota oriental o de un archimillonario, tiene que darse cuenta del efecto que sus actos producen sobre el placer de sus semejantes y de las reacciones de éstos sobre él. En otras palabras, tiene que introducirse un principio social en interés de la misma teoría del placer, justamente como Aristipo reconocía que un máximo de placer requiere razón y dominio de sí mismo.

        Epicuro, a quien se vincula erróneamente con la teoría del placer puro, trató de resolver muchos de estos problemas. El creía que, no tanto el placer, sino la liberación del sufrimiento es el más grande bien que los hombres desean y lo que constituye el principio gobernante de su conducta. Este filósofo pensaba que vivir en paz consigo mismo era preferible a vivir en un torbellino de placeres. Y siguiendo este principio, Epicuro vivió una existencia relativamente tranquila, modesta y frugal, “cultivando su propio jardín”.

        Esta teoría, que ya es un progreso con respecto a la de Aristipo, tiene dos defectos visibles: su atomismo social y su quietismo. Para ser una teoría ética genuina es necesario que pueda ser aplicada a todo hombre y por cualquier hombre indistintamente. ¿Es un ideal para todos los hombres tomados individualmente, o está limitado a algunos a expensas de la mayoría? ¿Mi felicidad puede ser compatible, por ejemplo, con la desgracia que provoque, en un caso dado, en otras personas para llevarse a cabo? O, en caso de que éste sea el ideal de todos los hombres, ¿qué principio puede servir como base para reclamar sacrificios destinados a promover una tranquilidad general? Y si se requieren estos sacrificios, ya sea que el individuo acepte su tranquilidad convencional –yendo así en contra de la motivación sobre la que se asienta la teoría de Epicuro– o ya sea que no la acepte, se hace necesario en ambos casos un nuevo principio moral para justificar el ejercicio y la aceptación de la coerción social. En una palabra, la teoría se asienta sobre una concepción que toma a la sociedad simplemente como un conglomerado de unidades separadas y totalmente independientes, imposibilitando la solución de los problemas que crean los hechos y las necesidades de la vida social.

        El quietismo resulta visible a través de toda la vida y el pensamiento de Epicuro, y es inseparable de todo el conjunto de su teoría. Al no tener en cuenta la afición del hombre a la excitación y a la aventura, al placer intenso, aunque sea a costa del sufrimiento, al sacrificio heroico por un fin social, Epicuro no puede darse cuenta perfecta de los complejos motivos de la acción humana, y de allí que no nos señale los múltiples objetivos que el hombre persigue en este mundo. Y hay, en esta teoría, una base muy exigua para poder establecer en ella lo que el hombre debe desear. Además, ella viene a ser la expresión de un quietismo social, corriente entre muchos pensadores de los tiempos de Epicuro –el crepúsculo de la Edad de Oro de Grecia.– Así, esta teoría, en su mejor aspecto, es una tentativa noble, aunque un poco vaga, para imponer una vida racional en medio de un mundo confuso; en su aspecto negativo, es una evasión, posible solo para unas cuantas personas a quienes les interesa muy poco la suerte del mundo, con tal que se las deje vivir en paz y ecuanimidad. Tal teoría no puede ofrecer nada a las muchedumbres del mundo greco-romano que, a causa ello, tuvieron que buscar su salvación en las misteriosas religiones griegas y finalmente en el cristianismo.

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