martes, 2 de junio de 2015

Creación

Un Poema de Julio Carmona


Pequeña Carta al  Canto  Ausente*

“yo creo que algún día
la espina se hará rosa”.
Manuel Acosta Ojeda

(del vals “Canción de fe”)


Tu estatura roqueña
llenando otros espacios
estará; otras maderas
tu peso han de beber
y otros abrazos y vasos
su trigo te darán...

Acá, hermano, has dejado
un silencio sediento.
Y están tristes los dedos
que repiten tu amor,
tu presencia sin fin.
Y acá has dejado, hermano,
a aquel pensar en ti
más arrugado,
más arrugado...

Todo esto te lo digo
muy triste; pero espero
terminar esta carta
alegremente (a veces
se llora de alegría) ;
porque sigo creyendo
en tus manos de arcilla;
porque estallo de risa
cuando pienso en tus horas
bromeadoras de niño;
porque no te has marchado;
porque sigo creyendo
que algún día la espina
cumplirá tu creencia;
porque aún queda un camino
que el tiempo no detiene;
porque a pesar del dolo,
del duelo y del delito
el hombre se construye
su ser definitivo;
porque a pesar de todas
las muertes y las suertes
sólo la lucha diaria
de los pobres del mundo
invicta se mantiene;
porque, además, hermano,
aunque el cáncer, la lepra
y la noche lo nieguen,
la mañana está cerca.
        

*Con la publicación de este poema rendimos homenaje al gran compositor Manuel Acosta Ojeda, recientemente fallecido. (Nota del Comité de Redacción)


Un Poema de Juan Cristóbal*

Cuestión de Fe

Vivo en un país
Donde la vida se parece a la casa de los pobres
Y la felicidad a los ojos de los muertos

Donde las golondrinas desaparecen
En los alcantarillados de la noche
Mientras los hongos y las dudas del invierno
Agonizan en las historias piadosas del silencio

Algún día / sin embargo – pienso
Viviré en un país
Donde las monedas silenciosas de los niños
Se parecerán a los árboles nacidos tras la lluvia del otoño
Para no lanzar mensaje a la tierra
Ni botellas de salvación a los mendigos en el tiempo



*Del libro El llanto / El fuego

La Masacre*

(Fragmento de la novela “Redoble por Rancas” de Manuel Scorza)



- ¿A qué se debe la visita, mi alférez?
- Hay orden de desalojo. Ustedes han invadido propiedad ajena. Tenemos orden de desalojarlos. ¡Se van! ¡Ahora mismo se van!
- Nosotros no podemos desalojar esta tierra, mi alférez. Nosotros somos de aquí. Nosotros no hemos invadido nada. Otros nos invaden...
        - Tienen diez minutos para desalojar.
        El uniforme se volvió hacia la fila grisácea.
- Es la “Cerro de Pasco” quien invade, mi alférez. Los gringos nos cercan y nos persiguen como ratas. La tierra no es de ellos. La tierra es de Dios. Yo sé bien la historia de “La Cerro”. ¿O acaso trajeron la tierra al hombro?
- Faltan nueve minutos.
        El escuadrón de republicanos convergía a la Puerta de San Andrés.
- En estos lugares nunca se conocieron cercos, mi alférez. Nosotros nunca supimos lo que era un muro. Desde nuestros abuelos, y aun antes, las tierras eran de todos. Ni alambrados, ni cercos, ni candados conocimos hasta que llegaron los gringos. Ellos introdujeron los candados. No sólo los candados. Ellos...
- Faltan cinco minutos –murmuró el galón. El viejo miró las llamaradas. Los escuadrones comenzaban a incendiar las chozas.
- ¿Por qué incendian? ¿Por qué atacan? ¡Ustedes no respetan ni padre ni madre! –rezongó-. Ustedes no saben lo que es ganarse la vida. Ustedes nunca han agarrado una lampa, nunca han abierto un surco...
- Faltan cuatro minutos.
- No para abusar. Para protegernos el Gobierno les paga, señores. Nosotros no faltamos a nadie. Ni siquiera faltamos al uniforme. –Señaló el color caqui: “Ése no es el uniforme de la patria”. Se agarró la chaqueta: “¡Estas hilachas son el verdadero uniforme, estos trapos...”
- Faltan dos minutos.
La gente fugaba sucia de alaridos. El incendio crecía. Una lágrima surcó el pómulo de cobre.
- Nos consideran bestias. Ni nos hablan. Si nos quejamos, no nos ven; si protestamos... Yo me quejé al Prefecto. Yo llevé los carneros, mi alférez. ¿Qué dijo?
        El alférez sacó lentamente su revólver.
- Ya no falta nada –dijo y disparó.
Una universal debilidad destituyó a la rabia. Fortunato sintió que el cielo se desfondaba. Para defenderse de las nubes alzó los brazos. Se abrió la tierra. Intentó agarrarse de las hierbas, de la orilla de la vertiginosa oscuridad, pero sus dedos no obedecieron y rodó, rebotando, hasta el fondo de la tierra.
Semanas después, en sus tumbas, sosegados los sollozos, acostumbrados a la húmeda oscuridad, don Alfonso Rivera le contó el resto: Porque los enterraron tan cerca que Fortunato escuchó los suspiros de don Alfonso y consiguió abrir un agujero en el barro con una ramita. ¡Don Alfonso, don Alfonso!, llamó. El Personero que se creía condenado para siempre a la oscuridad, sollozó. Lloró una semana, luego se calmó y, más tranquilo, le informó que él, Fortunato, se escurrió al primer balazo, de bruces, sobre su sangre.
- ¿Y qué pasó luego?
- “Ya saben que esto va en serio”, gritó el alférez. La gente se dispersó como plumas de gallina. Ya no pude pararlos. “Tienen otros cinco minutos”, advirtió.
- ¿Y qué pasó? –preguntó Fortunato ampliando, pacientemente, el orificio.
- Se me ocurrió traer la bandera. Al Pabellón Nacional lo respetan todos. Eso pensé.
- ¡Era una magnífica imaginación, don Alfonso!
- Ordené traer la bandera de la escuela. Don Mateo Gallo se acomidió a traerla.
- ¡Muy bien hecho! Usted no podía abandonar su puesto.
- Volvieron con la bandera. Los guardias rodeaban Rancas. Una cintura de capitanes venía por tres lados. Por el lado de Paria vino el doctor Iscariote Carranza con trescientos cabalgados.
- ¡Cojones!
- Egoavil traía doscientos montados de Pocayán y por la carretera, el propio Comandante Bodenaco.
- ¿Y?
- “Cantemos el himno”. No me salía la voz, don Fortunato. Finalmente comenzamos: “Somos libres, seámoslo siempre”. Yo pensaba “van a cuadrarse y saludar”. Pero el alférez se calentó. “¿Por qué cantan el himno, imbéciles?” “¡Suelta eso!”, me ordenó. Pero no solté la bandera. La bandera no se suelta.
- Esa bandera tiene un escudo bordado que si no recuerdo mal costó seiscientos soles.
- Eso pensé, don Fortunato, pero los guardias me soltaron una docena de culatazos; yo caí, pero seguía cantando “...y antes niegue sus luces el sol que faltemos al voto solemne...” Se enfurecieron y me molieron a culatazos. Me rajaron la boca. “Suéltala”. “No la suelto”. Me zamparon un bayonetazo y me cortaron la mano. “Suéltala”. Otro sablazo me descolgó la muñeca.
- ¿Y los demás?
- Habían corrido. Me quedé solo.
- ¿Y luego?
- Yo vi la grasa de mi mano y pensé: ya me fregaron. Ahora ¿con qué voy a trabajar? Y no me acuerdo más: ahí mismo oí la ráfaga.
- ¿Y luego?
- Ya no sé más. Me desperté aquí, consolado por tu voz, Fortunato.
- Yo sí sé lo que pasó luego –dijo una voz violeta.
- ¿Quién es? ¿Quién habla?
- Soy yo, Tufina.
- Se le oye mal, doña Tufina –Dijo Fortunato- . ¿No puede abrir un huequito?
- No puedo, tengo los dedos rotos. Me los machacaron.
- ¡Malditos!
- Cuenta no más, mamacita –dijo Rivera-. ¿Qué pasó? ¿Qué sucedió con mis hijos?
- A tus hijos los vi vivos, llorando sobre tu cuerpo. Tu mujer gritaba: “¡Bandera es mentira, himno es mentira!”
- ¿Seguro que los viste?
Ensangrentados, pero vivos, don Alfonso.
- Cuenta lo que sucedió luego, doña Tufina –dijo Fortunato tratando de no maltratar más al Personero.
- Usted cayó, don Alfonso. Los guardias avanzaron regando muerte. Las balas suenan como maíz tostándose. Así suenan. Avanzaban; de rato en rato, se detenían y mojaban los techos con gasolina. Las casas ardían. Vi caer a Vicentina Suárez. La gente se enfureció. Respondió con piedras. Cayó don Mateo Gallo.
- ¿Era la única resistencia?
- No, no era la única. Los muchachitos de la escuela subieron a la loma y trataron de empujar una galga.
- Pero ¡si el terreno no tiene subida!
- Así es, fracasaron: las piedras no rodaban. Los guardias los corrieron a balazos. Allí cayó el muchachito Maximino.
- ¿El que construyó el espantapájaros?
- Así es, señor Personero. Vi caer al muchachito y sentí una quemazón en la sangre, saqué mi honda y le solté una pedrada en la cara a uno de los guardias. Me disparó su metralleta. Caí de espaldas con la barriga abierta.
- ¿Moriste allí mismo?
- No, estuve muriendo hasta la tarde.
- ¿Y nadie te ayudó?
- ¿Quién me iba a ayudar? Rancas era un ascua. Incendio, gritos y balas, humo y llantos, eso era.
- ¡Pobre doña Tufinita!
- Vomité mi vida a las cinco. Lo último que vi fue el humo de las bombas lloradoras.
- Shssst –susurró Rivera-, shsst. ¿No oyen? Están bajando otros muertos.
- ¿Quiénes serán? –dijo Tufina.
- Si son ranqueños, algo conocerán –dijo Rivera.
- ¿Quién es usted? –preguntó Fortunato.
El zumbido de los padrenuestros arreció.
- ¡Perdóname, Jesucristo que no me arrodille! ¡Discúlpame que no te bese tu mano! –suplicó el recién llegado.
- ¡Soy Fortunato, don Teodoro!
- ¡He pecado! ¡Por mi culpa y por mi grandísima culpa fuiste condenado y crucificado!
- Cálmese, don Teodoro. Ya pasó lo peor.
- ¿Quién eres?
- Soy Fortunato.
- No me asustes, Sapito.
- ¿Qué le ha pasado, don Teodoro?
- ¡He estado mal, don Alfonso! El día de la masacre los guardias me culatearon en el costado. Escupí sangre. No me cuidé. Ése fue mi error: cogí un viento. Padecí dos semanas. Sólo ayer descansé.
¿Qué novedades hay arriba? –preguntó con sencillez, Rivera.
- ¡Todo anda boca abajo, Personero! La policía persigue a todos los habladores. Se han llevado a muchísimos presos. El mismo Alcalde de Cerro está encarcelado en Huánuco. Tú tenías razón, Sapito. No es Jesucristo quien nos castiga, son los americanos.

*La coyuntura actual de represión del gobierno para apoyar la penetración imperialista en nuestro país, tiene expresión en la obra literaria de Manuel Scorza. A través del recurso a la fantasía Manuel Scorza nos presenta un aspecto de las tantas luchas de nuestro pueblo contra el imperialismo y sus esbirros, que muy bien puede servir de ejemplo de lo que son capaces los representantes del imperialismo. 

El Comité de Redacción

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