La fuga de Miguel
Julio Carmona
En los
últimos días del año 2014, salió a la luz la última novela —publicada— de
Miguel Gutiérrez, con el escueto título de Kymper.
Miguel Gutiérrez es, sin duda alguna, un excelente narrador. A la altura de los
más encumbrados. Y no necesita el espaldarazo de ningún Nobel o de algún novel.
Ese es, pues, un asunto que no está en discusión. Y esto lo digo porque, en un
intercambio de opiniones en una red de comunicación virtual, alguien anunció
que ya estaba leyendo la novela aludida y expresó que estaba «bien escrita»,
expresión que —por decir lo menos— no pasa de ser un pleonasmo, una
redundancia, una tautología. Nadie podrá decir que en alguna de las novelas de
Miguel Gutiérrez se dé lo contrario, es decir, que esté «mal escrita». Por eso
es que mi opinión contradictora fue: Lo que se espera de Miguel Gutiérrez es
que produzca esa «buena novela» que hace mucho tiene proyectado. Y agregué que:
para ser considerada una buena novela
no basta con que esté bien escrita.
Y
en efecto, ese propósito de escribir una «buena novela» Miguel Gutiérrez lo
viene insinuando en varios textos desde el año 1996, tal es el caso de la
siguiente expresión suya: «Antes que las ideas me cautivó mi propia relación
con la novela (…) que me dio una razón para vivir…» (Celebración de la novela, p. X). Posteriormente, en su libro de
ensayos La invención novelesca
(2008), narra que, en un interrogatorio policial, le preguntaron: “¿Cuál es su
mayor aspiración?” Y que él respondió: “Escribir una buena novela”. Y concluye
la anécdota así: «… yo no mentí. Ni fue un subterfugio, ni una verdad a medias.
Hoy, once años después, puedo afirmarlo: fue la verdad más plena. La única que
realmente ha importado en mi vida.» (p. 113). Es más, en el año 2007, escribió
lo siguiente: «… he acentuado cierto espíritu heterodoxo que siempre estuvo en
mí, y he añadido una razonable dosis de escepticismo a todas mis certezas
sociales humanas.» (El pacto con el
diablo, p. 16). Si, por confesión de parte, desde esos lejanos tiempos (que
van de 1996 a 2008) su relación con escribir una buena novela era el norte de
su vida, de ello se deduce que él mismo descartaba la posibilidad de que sus
novelas anteriores a esas fechas, incluida La
violencia del tiempo, pudieran ser
consideradas con la calificación de ser «buenas novelas», insinuación que, no
por provenir del mismo creador, tiene que ser aceptada como definitiva.
Ahora
que he leído la novela, de exiguo título pero de amplio volumen, Kymper, me ratifico en lo dicho, que
coincide con la perogrullesca expresión: «está bien escrita». Pero —siempre hay
un «pero» porque, como decía el viejo filósofo Hegel, «para todo hay
argumento»—: Para mí, no es «la buena novela» que se propone o que promete
escribir Miguel Gutiérrez. No es este el lugar indicado para demostrar la
certeza del aserto. Un trabajo más minucioso y amplio exige esa constancia
(algo similar a lo que hice con su novela anterior Confesiones de Tamara Fiol, y que difundí en revistas
especializadas). Aquí solo me limitaré a dar sustento a la idea sugerida en el
título de este artículo.
Pero
volvamos a la novela última que nos ocupa. Su título corresponde al apellido
del protagonista, «Kymper», quien vive a salto de mata, fugitivo y perseguido
por tres fuerzas tenebrosas que buscan saldar cuentas en relación con hechos de
su pasado, es decir, con su historia personal que, quiérase o no, pertenece a
la historia social. Primero, el comando Rodrigo Franco, del primer gobierno
aprista, lo persigue para vengar la muerte que diera a un dirigente estudiantil
de esa facción política, ocurrida en la década del sesenta del siglo pasado.
Segundo, un grupo de aniquilamiento de Sendero Luminoso, igual lo acusa de
haber proporcionado a las fuerzas armadas del Estado la ubicación y destrucción
en la selva de un campamento de ese grupo sedicioso. Y, tercero, su esposa,
madre de sus dos hijos, igual quiere que pague con su vida por el abandono en
que los dejara.
Contra
todas estas acusaciones, Kymper tiene argumentos de defensa o justificación.
Pero la fuga le permite ir saldando cuentas consigo mismo respecto de sus
propias inculpaciones por haber pretendido
renunciar —él mismo lo piensa— «a todo
activismo político, al colocarme (eso pensé yo) al margen de la Historia.»
(p. 283, cursiva del original). Pensamiento este que coincide con lo expresado
por el autor en el «Reconocimiento» que hace como epílogo del libro, donde
afirma que la novela: «en una de sus dimensiones narra las peripecias de un
individuo que pretende colocarse al margen de la Historia.» (p. 605). Y todas
las justificaciones que esgrime el protagonista —incluido el recuento de sus
relaciones sentimentales, un tanto atosigante, dígase de paso—, dan la
impresión de que no tienen otro objetivo que transferir al personaje los conflictos
ideológicos del autor, quien con el argumento de tomar partido exclusivamente
por la novela y de haberse trazado un solo objetivo (de 1997 para adelante): de
llegar a escribir “una buena novela”, no ha hecho sino capitular de sus
principios primigenios que implicaban la obligación de no desarraigar su
historia personal de la historia social, al momento de desarrollar su trabajo
intelectual o artístico/literario.
Empero,
finalmente, el autor no pudo ver cumplida su pretensión de «colocarse al margen
de la Historia.» Y es esta —reiteramos— una idea de Miguel Gutiérrez que adoptó
la siguiente forma: «En adelante, mi único partido sería la novela, pasase lo
que pasase en mi país, en mi familia, en mi vida” (p. 206), idea que fue
planteada en su ensayo La invención
novelesca: Y también dice: en China «viví en carne propia la gran
contradicción entre mi vocación de novelista y los requerimientos de un
accionar de acuerdo a las ideas asumidas.» (p. 273). Pero, viendo los hechos
objetivamente, Miguel Gutiérrez no ha sido fiel a su propuesta, en primer
término, porque no ha escrito hasta ahora “una buena novela” (con la excepción
de Hombres de caminos y La violencia del tiempo, saludadas como
tales, en su oportunidad, por todos los críticos), y, en segundo lugar, porque
no ha escapado de los avatares ocurridos en su país o en la realidad. Una
evasión así se puede considerar que se dio en las novelas posteriores a La violencia del tiempo (Babel el paraíso, La destrucción del reino, Un
mundo sin Xochitl, Una pasión latina),
que enfocan temas más bien esotéricos o circunscritos a conflictos
existenciales rayanos en el individualismo. Y, si esta contradicción de no
haber escrito una buena novela con Kymper,
se da en el plano del arte, en lo que se refiere a la política (en que tampoco
ha cumplido con su propósito de evadirse de toda relación con lo que pasase «en
mi país, en mi familia, en mi vida») se constata que con esta novela (como
también ocurre con la novela precedente Confesiones
de Tamara Fiol) ese tema de la política se presenta como la pretensión del
autor de saldar cuentas con un pasado incumplido, pues, en ese sentido, cabe
preguntar: ¿por qué ahora hay una descalificación absoluta del partido Sendero
Luminoso, de su dirigente principal y de su ideología que en los años ochenta
(y específicamente en su ensayo sobre la generación del ’50, que él mismo
considera que «suscitó tantas controversias y enojos» —Celebración…, Ibídem) merecían lo opuesto: una reivindicación
rotunda y sorpresiva?
Esta
reseña la hice sin haber leído una entrevista periodística hecha a Miguel
Gutiérrez, conocida por mí con posterioridad, en la que, de soslayo, responde a
la pregunta precedente; ahí dice: «En los primeros años de la lucha armada
impulsada por Sendero, políticos, intelectuales y artistas de izquierda
padecieron horribles crisis de conciencia por no haber tomado las armas como lo
demanda el marxismo revolucionario. Precisamente de este clima de mala
conciencia surgieron, por ejemplo, los senderólogos. En cuanto a mí, exorcicé mis sentimientos de culpa adoptando el partido
de la novela.» Idea esta que confirma el leitmotiv de la reseña. Y me atrevo a adelantar —lo que voy a
profundizar en otro trabajo— que Kymper
no hace sino demostrar que toda evasión de la realidad es ilusoria, porque con
ese plan o afán de fuga por la persecución del pasado, no se consigue sino
volver al mismo punto de partida, al inicio de la huida. Huir de la vida para
no morir es acercarse a la muerte. El apurar las ficciones de un futuro
incierto es convertirse en perseguido de un pasado real, concreto, implacable:
nuestra realización no es resultado de nuestro futuro sino de nuestro presente
que ipso facto es pasado.
Mundo Paralelo e Hibridismo en
Narración de Casimiro Ramírez
Roque Ramírez Cueva
La
oralidad en el Perú todavía anda de
parranda. Es una manera de decir que la narrativa oral y rural andan y se crean
en el sustento de una sólida raigambre
popular que, no obstante cientos de años, sigue vigente y trasegando por los patios,
las calles, por rincones inesperados, no sé si aún en las sobre mesas
hogareñas. En palabras de iniciación escritas para el libro del joven narrador
César Elías (Morropón), digo que dicha vigencia de la ruralia la aseveró Manuel
Scorza en los años setenta –“somos una sociedad pastoril”-, y, en este lustro,
el 2013, el narrador Edgardo Rivera Martínez la confirmó: “en nuestro país lo
andino es la columna vertebral”. (1)
Hablando
de narrativa andina, esta sigue mostrando su rostro como en las ferias
populares de una lar a otro pero en proyección no en tradición. Es decir ya no
es indigenista, salvo que surja un narrador que crea y escriba desde su misma
etnicidad, menos neo indigenista como se pretendió marcarla posteriormente. Hay
una proyección de ella pero sin la peculiaridad de la tradición con que nos la
dimensionaron y legaron Ciro Alegría y José María Arguedas, en particular este
último. Por lo menos en el lenguaje se le construye accesible a todo lector sin
requerimientos de interpretar voces nativas y, en lo más, no se le desvincula
del todo de los espacios urbanos.
En
estas proposiciones hemos dado lectura a la novela breve Juan
osito en el Valle de las Serpientes de Casimiro Ramírez (Edic. Altazor,
2014), de muy cuidada edición. Ha sido escrita sin tramas complicadas, y si
compuesta de micro historias que articulan el perfil del protagonista, un ser
híbrido no andrógino, las mismas que tienen la virtud de envolver al lector,
quien de un solo tirón desandará los ámbitos y mundos secundarios de la novela
que comentamos.
No
olvidemos que esos mundos secundarios o paralelos –en contraste con el mundo
verosímil devenido de la creación como reflejo literario- se diseñan y
construyen en base a normas y lógicas particulares que se proyectan no tanto de
la imaginación abstracta del narrador como si de la mitología campesina andina.
Ya la teoría de la filosofía y antropología nos afirma que los mitos no son
mera ficción fantástica, son concepciones, interpretaciones de sucesos
objetivos o de fenómenos reales que asombran a un pensamiento que está en
transición de ser racional no empírico, por una parte.
Por
otra, ese mundo paralelo de la oralidad no lo es en su totalidad en esta novela
breve, la geografía e historias son compartidas con los ámbitos sociales y con
narraciones del campesinado andino a las que les adicionan cierto matiz histórico.
Casimiro
Ramírez construye dichos mundos paralelos con verosímil diseño, adaptando las
leyendas de representaciones duales que desdoblan los poderes de humanos a
sobrenaturales, para así trascender de uno menor a un relato singular de mayor
ambición. Su narrativa aspira producir una saga, por ahora dada en episodios,
ya nos anuncia a Juan Osito enderezando entuertos por el valle de los runa
mulas.
Así,
el rol de los personajes Kusicha y Juan Osito, en ese orden, no es otro que
develarnos como los campesinos transitan por ámbitos rurales enfrentando
temores culturales y virtudes morales. Su propósito es oponer dicha virtud y
sed justiciera a los poderes fácticos que devienen desde los hondos tiempos
medievales y del, no muy lejano, régimen latifundista ya derrumbado por luchas
campesinas insurreccionales.
La
temática, universal a todo relato rural, es la sempiterna confrontación entre
poderes que se sustentan en la ética y en la anética, en sentido lato.
Obviamente, los personajes que practican una u otra no están exentos de su
condición social, quienes se agrupan con la primera son campesinos; y los que
enarbolan la segunda son los patrones
(sea latifundista, capataz u otro
subalterno que este del lado del patrón). Como tal disputa no es asunto
de poca monta y jamás va a ser permitida su difusión e instrucción por los
patrones, los campesinos la presentan a los suyos por medio de la leyenda o
cualquier relato oral fantástico, los cuales ya dijimos sirven como canales
conductores para mostrar mundos secundarios, ya explicados líneas atrás.
Esta
narración de representaciones simbólicas y universos paralelos permite a los
campesinos sustentar con sagaz ironía ante los suyos que, en el ámbito de sus
complejas relaciones con la patronal, es necesario –más de las veces- romper
las reglas. ¿Cómo? Mediante disputas entre seres prodigiosos, la representación
del ser híbrido. A los latifundistas y su cohorte de poderosos señores se les
sitúa en el lado perverso, maléfico, demoníaco –simbología del mal inculcada,
por paradoja, a los siervos y campesinos en tiempos del oscuro barroquismo
medieval, para tener miedo a los símbolos cristianos-, en la novela tale seres
se presentan en forma, ya se dijo, de pishtacos, shapingos, duendes.
Los
campesinos, en cambio aparecen como tales o a lo mucho en forma de un ser
híbrido caracterizado, entre sus poderes no humanos, de bonhomía y con altas
cualidades. Desde luego que la virtud filial en Juan Osito y en su madre
Kusicha les han sido transferidas como una capacidad de conducirse cabal y
prolijamente ante las adversidades con su ética campesina que se muestra
superior a la catadura moral de lo perverso.
Es
decir, las mencionadas dualidades y poderes se presentan en el relato mediante
la configuración de seres híbridos protagonistas y antagonistas. Tal hibridismo
simboliza además los espacios humanos y no humanos, es decir, la confrontación
de lo social y no social. La misma que deriva del milenario enfrentamiento
–también se advirtió- entre campesinos y señores feudales, aun más atrás entre
siervos y señores feudales.
En
cuanto a lenguaje no hay mucho que agregar además de lo afirmado sobre las
simbologías en la novela. Tal vez, sólo agregar que en toda su composición no
hay una preocupación por reproducir la fonética del idioma nativo que se supone
hablan los lugareños, menos del hablar peculiar de los campesinos. Es un
lenguaje formal que alterna, sin dislocar el acto de la comunicación, con los
necesarios quechuismos incluidos en la narración. Los nombres de Kusicha, de la
mascota, de los seres híbridos, apenas un cerro tienen raíces quechuas.
Por
eso mismo, los ámbitos de Juan osito en
el Valle de las Serpientes no son propiamente andinos. En tiempos remotos
el campesinado tuvo como punto de origen la estructura de las comunidades
campesinas donde predomina lo colectivo más una lengua nativa, quechua, aymara
o qakaru, por tanto los patronímicos tenían dichas raíces lingüísticas. En su novela, Casimiro Ramírez emplea
apelativos, denominaciones, nombres mestizos del español regional, apelando a
hechos antiguos donde los apellidos se conformaron de los oficios u ocupaciones
que realizaba el fundador del clan tal como Juan Herrero, Francisco Pastor,
etc.
El
argumento general refiere de la historia de una joven campesina que es raptada
por un oso con el cual llega a concebir un hijo mitad humano, mitad oso. Juan
Osito se ve obligado por su condición híbrida a alejarse de su entorno y lanzarse a las aventuras de
enderezar entuertos a favor de humanos desguarnecidos o desamparados,
enfrentando a maléficos poderes que amenazan la existencia campesina. En esa
titánica labor es apoyado por dos amigos Juan Chantado, Juan Pelamontes.
Sobre
esta argumentación se llegan a percibir micro argumentos que apuntalan el
mayor. A lo largo de los cuales se desarrolla un dosificado suspenso que se
vuelve a intensificar en las páginas finales, de tal modo que el lector no
llega a conocer si Juan Osito sale bien o mal librado de su última aventura,
con certeza podemos saber por menciones del narrador que sus dos amigos
cabalgan montando briosas bestias que los llevaran al valle donde ellas los
asombrarán en apariencia y condena por dedos..., digo mentes machistas, pero es
otro historia a entender.
La
inferencia de todo lo anterior nos lleva a proponer que, en esta novela de
Casimiro Ramírez, buena parte del mundo cultural colonial subyace en los
contextos de las historias relatadas, no olvidemos que la perduración de
terratenientes vetustos y modernos, más el universo campesino son extensión de
esos tiempos de latifundismo, sostenidos en esas culturas campesina y feudal,
con la atingencia que del lado campesino se propone, se dijo, la necesidad de romper
cierto orden ominoso. Al menos, en la narración los del lado campesino, los
enfrentan y vencen en lo ético.
Notas
[1]
César Elías. Cuando la candela habla (cuentos
y relatos), Piura. Edic.Lengash.2013. Prólogo.
El Mentiroso y el
Escribidor. Teoría y Práctica Literarias de Mario Vargas Llosa
Julio
Carmona
“El capitalismo,
aunque tenga aspectos positivos, hecho el balance será siempre la alternativa
de la injusticia.”
Mario Vargas Llosa.
“Prólogo” a Entre Sartre y Camus. (C-1983: 13).
El objetivo a alcanzar con el
presente trabajo está resumido en el subtítulo del mismo: Teoría y práctica
literarias de Mario Vargas Llosa, y consiste en: 1) analizar los postulados teóricos de Mario Vargas Llosa en torno al arte
literario y 2) establecer la correspondencia
—también analítica— que tienen con su producción artística (ambos análisis están referidos,
especialmente, a la dimensión novelística.)[1] Pero, antes de continuar
aclarando otros tópicos, creo que es imperativo explicar el título del trabajo:
El mentiroso y el escribidor.
En
realidad, son dos términos que forman parte del bagaje lexical del autor
tratado. La primera expresión —el mentiroso— está ligada a una metáfora
de su teorización: la literatura es una mentira[2],
lo que indica que el estudio de la teoría vargasllosiana realizado en
este trabajo está simbolizado por la variante ‘mentiroso’ de ese término
categorial, pero, además, implica el develamiento de las mentiras conceptuales
que creo haber descubierto en ese corpus teórico aludido. La segunda
expresión —el escribidor— tiene que ver con otro concepto puesto en boga
por MV[3]
en el terreno propiamente artístico: recuérdese su novela La tía Julia y el escribidor. En este caso, no se
pierda de vista el sentido peyorativo del vocablo, pues también hace referencia
a un mal escritor: QuandoquebonusdormitatHomerus.[4]Y
es en este sentido que aquí, además, me he propuesto poner en evidencia algunos
yerros de escritura descubiertos en la obra analizada, especialmente la de la
práctica narrativa, puesto que los errores de la parte teórica devienen
mentiras.
Me
refiero a la mentira en el trabajo teórico, en tanto este —más bien— debe estar
signado por la verdad. Y en la medida que en el trabajo artístico (narrativo)
no se puede exigir esa sujeción a la
verdad, el calificativo de ‘mentiroso’ no le cuadra ahí, pues la mentira es propia
del arte: “Al decir: las bellas mentiras del
arte —dice Roque Barcia—, hablamos
de invenciones o imágenes que pueden ser bellas, y siendo
bellas cuadrarán al arte, porque al
arte cuadra todo lo
que es bello.
No siendo aquellas
invenciones o figuras cosas
reales, no serán verdaderas, serán mentirosas; pero como estas
cosas mentirosas tienen figuras bellas, podremos decir que son bellas mentiras.
Y como la belleza es la ley de las creaciones artísticas, podremos decir que
las bellas mentiras de que hablamos son mentiras del arte.”[5]
Desde
luego, que esa premisa —relevada por Barcia— no excluye de la obra de arte una
“verdad especial”, propia de su productor, por los nexos que este no deja de
tener con la verdad objetiva (afirmándola o negándola.) Cuando se niega —como
lo hace MV— que existe esta verdad en la novela (porque esta es definida como
“mentira”) se está ante la reacción de una falsa conciencia. Pero esa ‘falsa
conciencia’ no deberá ser motivo de sorpresa, pues es fácil expresar
“claridades” de labios para fuera, siendo lo difícil ver claro de ojos para
dentro. Lo sorprendente, sí, es la ceguera ajena que se obnubila frente a esa
falsedad externa, que es expresión de una falacia interna, porque —como dice el
proverbio árabe:
“Los ojos no sirven de nada a un
cerebro ciego.”
Por
ser muy prolífica o abundante la producción literaria e intelectual de MV, voy
a centrarme, básicamente, en los dos rubros ya mencionados: la narrativa y el
ensayo teórico-crítico. Dejaré, pues, de lado el teatro, el ensayo político y
los artículos periodísticos (aunque recurriré a estos últimos cuando en ellos
aparezca el tema —o los temas— a tratar.)
Aun
cuando los inicios literarios de MV, vinculados al periodismo y a la actividad
académica como estudiante universitario, dejan ver su incursión en los dominios
de los “estudios literarios”, en particular la crítica literaria,por ser una
labor episódica, coyuntural o no sistemática, aparte de ser poco conocida,
primero deberá alcanzar la nombradía como creador para que después —luego de
consolidada esta actividad con singular contundencia— sea aceptada su incursión
en los predios teórico-críticos, en los que igual se desenvuelve con no menor
solvencia elocutiva.[6]
Múltiples trabajos ensayísticos suyos así lo demuestran. En los años setenta
del siglo pasado se generó una dura polémica en torno a algunas controvertibles
opiniones suyas. Se cuestionaba, por ejemplo, la falta de correspondencia entre
su práctica y su teoría. O, si no, se ponía en tela de juicio algunos de sus
planteamientos -también contradictorios- sobre el origen de la vocación
literaria, tildándolos de irracionalistas y, por lo tanto, de poco científicos,
cualidad esta que en el campo teórico se suele privilegiar de manera puntual.
En lo que respecta a la
teorización propiamente dicha de MV, aparte de tratar sobre
temas generales del
arte literario (narrativo o novelesco) que —obviamente—
tienen vasos comunicantes con otros temas particulares: la obra de autores
específicos —por ejemplo—, conduce además a cotejar cómo es que se corresponde
con su propia práctica literaria. Asimismo, en esta producción artística
(especialmente la novelística) hay también
algunas apostillas o planteamientos conceptuales acerca de la literatura
y el arte en general, que apuntan a redondear su visión teórico-crítica del
arte narrativo. Las dos vertientes (científica y artística) constituyen el
material de estudio para desarrollar el objetivo temático propuesto.
Como
se ve, pues, MV tiene la doble virtud de ser creador y teórico de la
literatura. Son cualidades que no suelen presentarse así, unidas. Menos con la
solvencia elocutiva en ambas que se da en su caso. Pero el hecho de que en
ambas también haya caído en equivocaciones nada edificantes (que no siempre han
sido advertidas por sus hermeneutas, obnubilados muchos por esa ‘solvencia
elocutiva’ ya aludida)[7]hizo
que me planteara realizar el trabajo aquí propuesto. Y lo hice como tarea de
investigación, que es una actividad obligatoria de la docencia universitaria.
Este punto de origen explica el tono académico o didascálico que lo domina. El
mismo que espero no hiera susceptibilidades. En todo caso, precisa la
preferencia electiva de mis lectores. Y explica, asimismo, la opción expositiva
del plural de primera persona en la redacción del trabajo en sí.
Resumiendo, pues, el objeto
de estudio propuesto tiene dos aspectos: el ensayo teórico-crítico y la
creación narrativa de MV. Y los voy a tratar en ese orden, primero el ensayo,
pese a que —como toda reflexión teórica— siempre se da a posteriori de la creación, debido a que de todos modos esa
concepción teórico-literaria (de no haber sido formulada por escrito) de todas
maneras está subyacente en la obra de creación. Y sólo en el caso de
autores que no
han expuesto explícitamente sus
concepciones teóricas (y Mario Vargas Llosa sí lo ha hecho) el orden a
usar puede ser el inverso. Tal es el caso de Cervantes, cuyas propuestas conceptuales
en torno a la literatura están imbricadas en el desarrollo de su obra artística
(bien se sabe que El Quijote es un
arca pletórica de formulaciones teóricas.)
Ese
panorama, el protagonismo desempeñado por MV, y el rol que en la literatura
peruana juega, de manera particular, demuestran la necesidad de realizar un
estudio que se centre en esa doble actividad del autor elegido. Hay que
precisar, por otro lado, que la bibliografía existente sobre la obra de MV es
muy nutrida. Pero he creído percibir que no todos los estudiosos de la misma
han incidido en el tema aquí propuesto: el estudio imbricado de su teoría y su
narrativa (o, si lo han hecho, ha sido parcialmente.)
Pero
hay otros temas colaterales relacionados con los expuestos arriba. Y son los
que tratan sobre la ubicación precisa de la teoría y la práctica de MV en el
contexto de las tendencias literarias dominantes en la segunda mitad del siglo
pasado (época en que, mayormente, ha desarrollado su obra), nos referimos a las
tendencias del realismo, el formalismo, el naturalismo, el populismo, etc. No
sólo los propios postulados teóricos y la práctica artística de MV llegan a
configurar una poética que,
supuestamente, sería afluente de la tendencia realista, sino que algunos
comentaristas de su obra llegan a la misma, apresurada, conclusión. Y,
en ese sentido, es necesario precisar que, en realidad, no sería así, sino que,
en todo caso, se estaría inscribiendo dentro de los parámetros de una poética formalista-naturalista.
Para
terminar, es pertinente advertir que el solo hecho de haber elegido como tema
de investigación el trabajo literario de MV demuestra el interés que despierta
en mí, como así también la importancia que le asigno. Lejos, pues, de mí
cualquier intención subalterna que pudiera atribuírseme (como pretender
minimizar o “destruir” su ganado prestigio, gestión esta, dígase de paso,
imposible de realizar.) Y hago la salvedad, porque esporádicamente surgen los
defensores apriorísticos de MV que pretenden clausurar cualquier crítica “negativa”
futura en su contra. Así, por ejemplo, se da el caso del crítico Roland
Forgues, quien al organizar un encuentro de escritores en torno a la obra de MV
con motivo de otorgársele a este un doctorado Honoris Causa en Francia, dijo:
“Nadie es profeta en su tierra. Y todavía menos en un país como Perú donde la
desigualdad de las oportunidades de acceder a la Educación y la Cultura dista mucho de
corresponder a las capacidades intelectuales de los individuos y acaba
alimentando un sentimiento de profunda frustración en quienes se ven privados
de ello y un fuerte resentimiento ante el éxito social.” (D-2001: 26-27.) Según
esta idea, aquel que critique a MV no será sino un frustrado, un resentido o un
envidioso respecto de sus triunfos y laureles. Pero no es el único que lanza
tal catilinaria. El escritor peruano Maynor Freyre, en el mismo encuentro y
texto citado dice: “... he puesto [en cada una de las razones aducidas para
clasificar la obra de MV] la mayor objetividad posible, aunque en alguna se deje
traslucir mi pasión de lector y algo de esa relación amor/odio que siempre
hemos tenido los peruanos para con nuestro consagrado escritor, a quien
tratamos de emular en secreto pero públicamente negamos y, para mandarnos la
parte y dárnosla de importantes, hasta despotricamos de sus brillantes
escritos. La zorra siempre pretextará que no se come las uvas porque están
verdes.” (Op. cit.: 259.)[8]
En todos
esos casos, considero
que el hacer
generalizaciones de tal
índole, aplicadas a todos
los peruanos, es poco
menos que cargante o fastidioso.
En
realidad, no me “chanto el guante”. Pero es necesario aclarar el asunto
precisando que —por un elemental principio o derecho de opinión— no puedo
abstenerme de decir mi verdad —que, buscando ser justa, no se condice ni con la
adulación ni con la destrucción—, aunque las condenas anticipadas así lo
pretendan o se exacerben. Y estas no demuestran otra cosa que existen varios
tipos de crítica —cada cual con su perfecta razón de ser— y, entre ellas, está
la crítica ayayera que no se contenta con “sobar” al escritor elogiado,
sino que —más papista que el Papa— busca desautorizar a quienes creen que ese tipo de crítica
(perdonavidas, por un lado, y condenatoria,
por otro) puede ser gratificante para sí misma, pero que —por su propia intolerancia—
se vuelve soberbia y quisiera
existir ella sola,
émula —a fin de cuentas— del paradigma que ensalza.
Por último,
no puedo terminar
este exordio sin expresar mi gratitud a Teti, Teresa Yenque Coico, mi esposa,
por su apoyo invalorable, traducido en una camaradería que —de no darse— me
tendría sumido en la más absoluta y, quizás, infecunda desolación. Asimismo,
similar reconocimiento reservo para mis amigos y amigas que —siendo pocos—
hacen legión con su solidaridad y estímulo vivificantes.
Notas
[2] La ficción novelesca —dice Mario Vargas
Llosa— permite al hombre vivir una vida distinta de la suya propia. “Ésa es la
verdad que expresan las mentiras de las ficciones.” (La verdad de las
mentiras, B-2002: 21.) Y en la novela Historia de Mayta dirá: “En
una novela siempre hay más mentiras que verdades, una novela no es nunca una
historia fiel. Esa investigación, esas entrevistas, no eran para contar lo que
pasó realmente en Jauja, sino, más bien, para mentir sabiendo sobre qué
mentía.” (A-1985: 320.)
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