sábado, 5 de abril de 2014

Ciencias Naturales

Nota:

El escrito de Federico Engels, que sigue a continuación, es parte del libro Dialéctica de la Naturaleza, y de hecho constituye la fundación de una antropología física de índole materialista-dialéctica, cuestión en la que no siempre se repara. En este trabajo el cofundador del marxismo explica la primera victoria del hombre en formación sobre la naturaleza (sobre la naturaleza externa a su ser y sobre su propia naturaleza): la posición erecta, y sienta la tesis fundamental de que la transformación del mono en hombre se debió al trabajo.   

(El Comité de Redacción)


El Papel del Trabajo en la Transformación del Mono en Hombre 
Federico Engels

EL TRABAJO ES, DICEN LOS ECONOMISTAS, la fuente de toda riqueza. Y lo es, en efecto, a la par con la naturaleza, que se encarga de suminis­trarle la materia destinada a ser convertida en riqueza por el trabajo. Pero es infinitamente más que eso. El trabajo es la primera condición fundamental de toda la vida humana, hasta tal punto que, en cierto sentido, deberíamos afirmar que el hombre mismo ha sido creado por obra del trabajo.

Hace varios cientos de miles de años, en una fase que aún no puede determinarse con certeza de aquel período de la tierra a que los geólogos dan el nombre de periodo terciario, presumiblemente hacia el final de él, vivió en alguna parte de la zona cálida de nuestro planeta probablemente, en un gran continente, ahora sepultado en el fondo del océano Indico— un género de monos antropoides muy altamente desarrollados. Darwin nos ha trazado una descripción aproximada de estos antepasados nuestros. Eran seres cubiertos de pelambre, con barba y orejas puntia­gudas, que vivían en hordas, trepados a los árboles.

Estos monos, obligados probablemente al principio por su género de vida, que, al trepar, asignaba a las manos distinta función que a los pies, fueron perdiendo, al encontrarse sobre el suelo, la costumbre de servirse de las extremidades superiores para andar y marchando en posi­ción cada vez más erecta. Se había dado, con ello, el paso decisivo para la transformación del mono en hombre.

Todos los monos antropoides que hoy conocemos pueden mantenerse erectos y desplazarse pisando exclusivamente sobre los dos pies. Pero siempre en caso de extrema necesidad y del modo más torpe. Su manera natural de andar es la posición semierecta, utilizando también las manos. La mayoría de ellos apoyan sobre el suelo los nudillos de la mano, haciendo oscilar el cuerpo con las piernas encorvadas entre los largos brazos, como el tullido que camina sobre muletas. En términos gene­rales, todavía hoy podemos observar entre los monos todas las fases de transición que van desde la locomoción a cuatro patas hasta la marcha sobre los dos pies. Pero en ninguno de ellos es esta última manera de andar más que un recurso utilizado en casos de extrema necesidad.

Para que la marcha erecta, en nuestros peludos antepasados, se con­virtiera primeramente en regla y, andando el tiempo, en necesidad, hubieron de asignarse a las manos, entre tanto, funciones cada vez más amplias. También entre los monos se impone ya una cierta división en cuanto al empleo de la mano y el pie. Ya hemos dicho que la primera funciona, al trepar, de distinto modo que el segundo. La mano sirve, preferentemente, para arrancar y agarrar el alimento, función para lo cual ya los mamíferos inferiores se sirven de las patas delanteras. Con ayuda de la mano construyen algunos monos nidos en los árboles e incluso, como el chimpancé, techos entre las ramas para guarecerse de la lluvia. Con ella empuñan el garrote para defenderse contra los enemigos o bombardean a éstos con frutos y piedras. Y de ella se sirven, cuando el hombre los aprisiona, para ejecutar una serie de operaciones simples, aprendidas de él. Pero precisamente al llegar aquí se ve cuan gran­de es la distancia que media entre la mano incipiente del mono más semejante al hombre y la mano humana, altamente desarrollada gra­cias al trabajo ejecutado a lo largo de miles de siglos. El número y la disposición general de los huesos y los músculos son sobre poco más o menos los mismos en una y otra; pero la mano del salvaje más rudi­mentario puede ejecutar cientos de operaciones que a la mano de un mono le está vedado imitar. Ninguna mano de simio ha producido jamás ni la más tosca herramienta.

Por eso tuvieron que ser, por fuerza, muy primitivas las operaciones a que nuestros antepasados fueron adaptando poco a poco su mano, a lo largo de muchos milenios, en el tránsito del mono al hombre. Los salva­jes de nivel más bajo, incluso aquellos de quienes puede suponerse que se hallaban expuestos a recaer en un estado más bien animal, con una simultánea reincidencia en su contextura física, se hallan a pesar de todo muy por encima de aquellos seres de transición. Hasta que la mano del hombre logró tallar en forma de cuchillo el primer guijarro tuvo que pasar una inmensidad de tiempo, junto a la cual resulta insig­nificante el tiempo que históricamente nos es conocido. Pero el paso decisivo se había dado ya: se había liberado la mano, quedando en con­diciones de ir adquiriendo nuevas y nuevas aptitudes, y la mayor flexi­bilidad lograda de este modo fue transmitiéndose y aumentando de generación en generación.

Así, pues, la mano no es solamente el órgano del trabajo, sino que es también el producto de éste. Solamente gracias al trabajo, a la adap­tación a nuevas y nuevas operaciones, a la transmisión por herencia del desarrollo así adquirido por los músculos, los tendones y a la larga también de los huesos y a la aplicación constantemente renovada de este afinamiento hereditariamente adquirido a nuevas operaciones cada vez más complicadas, ha adquirido la mano del hombre ese alto grado de perfeccionamiento capaz de crear portentos como los cuadros de Rafael, las estatuas de Thorwaldsen o la música de Paganini.

Pero la mano no trabajaba sola. Era simplemente el miembro indi­vidual de un gran organismo armónico, sumamente complicado. Y lo que benefició a la mano redundó también en beneficio de todo el cuerpo al servicio del cual laboraba la mano; y redundó en beneficio suyo en dos sentidos.

Primeramente, en virtud de la ley de la correlación del crecimiento, como Darwin la ha llamado. Con arreglo a esta ley, determinadas for­mas de algunas partes de un ser orgánico se hallan siempre vinculadas a ciertas formas de otras partes, que aparentemente no guardan relación alguna con aquéllas. Así, por ejemplo, todos los animales dotados de glóbulos rojos sin núcleo celular y cuyo occipucio se halla unido con la primera vértebra de la columna vertebral por medio de dos articulaciones (cóndilos) poseen también, sin excepción, glándulas lácteas para ama­mantar a las crías. Y así también vemos que, en los mamíferos la pezuña va unida, por lo general, al estómago multilocular para poder seguir rumiando los alimentos. Los cambios operados en cuanto a determinadas formas llevan aparejados cambios de forma de otras partes del cuerpo, sin que podamos explicarnos la conexión entre ellos. Los gatos comple­tamente blancos y de ojos azules son siempre o casi siempre sordos. El gradual afinamiento de la mano del hombre y, en consonancia con él, el desarrollo del pie para la marcha erecta repercutieron también, indu­dablemente, en virtud de la correlación de que hemos hablado, sobre otras partes del organismo. Sin embargo, esta influencia ha sido todavía muy poco estudiada para que aquí podamos hacer otra cosa que ponerla de manifiesto en términos muy generales.

Mucho más importante es la repercusión directa y comprobable que el desarrollo de la mano ha ejercido sobre el resto del organismo. Como ya hemos dicho, nuestros antepasados simios eran seres sociables; sería de todo punto imposible, evidentemente, que el hombre, el más sociable de todos los animales, descendiera de un inmediato antepasado no socia­ble. Con cada nuevo progreso logrado, su dominio sobre la naturaleza, iniciado con el desarrollo de la mano, fue ampliando el horizonte visual del hombre. Este descubrió en los objetos naturales nuevas y nuevas propiedades, que hasta entonces desconocía. Y, de otra parte, el desarro­llo del trabajo contribuyó necesariamente a acercar más entre sí a los miembros de la sociedad, multiplicando los casos de ayuda mutua y de acción en común y esclareciendo ante cada uno la conciencia de la utilidad de esta cooperación. En una palabra, los hombres en proceso de formación acabaron comprendiendo que tenían algo que decirse los unos a los otros. Y la necesidad se creó su órgano correspondiente: la laringe no desarrollada del mono fue transformándose lentamente, pero de un modo seguro, mediante la modulación, hasta adquirir la capacidad as emitir sonidos cada vez más modulados, y los órganos de la boca apren­dieron poco a poco a articular una letra tras otra.

Que esta explicación del nacimiento del lenguaje a base del trabajo y paralelamente con él es la única acertada lo demuestra la comparación con los animales. Lo único que éstos, incluso los más desarropados, tie­nen que comunicarse los unos a los otros se lo pueden comunicar tam­bién sin necesidad de lenguaje articulado. Ningún animal, en estado de naturaleza, siente como un defecto el no poder hablar o entender el lenguaje del hombre. Pero la cosa cambia cuando se trata de anímales domesticados. El perro y el caballo poseen, gracias al trato con el hombre, un oído tan fino para el lenguaje articulado, que fácilmente aprenden a captar lo que se les dice, en la medida en que se lo permite su radio de representaciones. Se asimilan, además, la capacidad de sensaciones tales como el apego al hombre, la gratitud, etc., que antes les eran totalmente ajenas, y quien haya tenido ocasión de vivir mucho tiempo cerca de estos animales difícilmente se sustraerá a la convicción de que, en muchos, en muchísimos casos sienten ahora como un defecto la imposibilidad de hablar, defecto al que, desgraciadamente, no cabe poner remedio por la estructura de sus órganos bucales, demasiado especializados en una deter­minada dirección. Pero, allí donde existe el órgano, desaparece también, dentro de ciertos límites, esta incapacidad. No cabe duda de que los órganos bucales de los pájaros son lo más distintos que imaginarse pue­da de los humanos y, sin embargo, los pájaros son, seguramente, los únicos animales que aprenden a hablar, y el que mejor habla de todos es el papagayo, que se distingue por tener más horrible el timbre de voz. Y no se nos diga que no entiende lo que habla. Es cierto que puede pasarse horas enteras repitiendo parleramente todo su caudal de palabras por puro gusto de charlotear y porque le agrada la compañía del hombre. Pero, hasta donde llega su círculo de representaciones, no cabe duda de que aprende también a saber lo que dice. Tomemos a un papagayo y ense­ñémosle una sarta de insultos, haciendo que pueda llegar a representarse lo que significan (entretenimiento favorito de los marineros que vuelven del trópico); mortifiquémosle, y enseguida veremos que sabe emplear sus dicterios con tanta propiedad como una verdulera de Berlín. Y lo mismo cuando se trata de suplicar para que le den golosinas.

El trabajo, en primer lugar, y después de él y enseguida a la par con él el lenguaje son los dos incentivos más importantes bajo cuya influen­cia se ha transformado paulatinamente el cerebro del mono en el cerebro del hombre, que, aun siendo semejante a él, es mucho mayor y más perfecto. Y, al desarrollarse el cerebro, se desarrollaron también, parale­lamente, sus instrumentos inmediatos, los órganos de los sentidos. A la manera como el lenguaje, en su gradual desarrollo, va necesariamente acompañado por el correspondiente perfeccionamiento del órgano del oído, así también el desarrollo del cerebro en general lleva aparejado el de todos los sentidos. El águila ve mucho más lejos que el hombre, pero el ojo humano descubre mucho más en las cosas que el ojo del águila. El perro tiene un olfato más fino que el hombre, pero no dis­tingue ni la centésima parte de los olores que acusan para éste determi­nadas características de diferentes cosas. Y el sentido del tacto, que en el mono apenas se da en sus inicios más toscos, sólo se desarrolla al desa­rrollarse la misma mano del hombre, por medio del trabajo.

Al repercutir «obre el trabajo y el lenguaje el desarrollo del cerebro y de los sentidos puestos a su servicio, la conciencia más y más escla­recida, la capacidad de abstracción y de deducción, sirven de nuevos y nuevos incentivos para que ambos sigan desarrollándose, en un proceso que no termina, ni mucho menos, en el momento en que el hombre se separa definitivamente del mono, sino que desde entonces difiere en cuanto al grado y a la dirección según los diferentes pueblos y las dife­rentes épocas, que a veces se interrumpe, incluso, con retrocesos locales y temporales, pero que, visto en su conjunto, ha avanzado en formidables proporciones; poderosamente impulsado, de una parte, y de otra en­cauzado en una dirección más definida por obra de un elemento que viene a sumarse a los anteriores, al aparecer el hombre ya acabado: la sociedad.

Cientos de miles de años que en la historia de la tierra no repre­sentan más que un minuto en la vida del hombre*— hubieron de transcurrir, seguramente, antes de que la horda de monos trepadores se convirtiera en una sociedad de hombres. Pero, a la postre, la socie­dad de los hombres surgió. ¿Y con qué volvemos a encontrarnos como la diferencia característica entre la horda de monos y la sociedad humana? Con el trabajo. La horda animal se limitaba a pastar en la zona alimenticia que le había sido asignada por la situación geográfica o por la resistencia de otras hordas colindantes; emprendía expedicio­nes y luchas para extender sus dominios a otras zonas nutricias, pero era incapaz de sacar de su territorio más de lo que la naturaleza le brindaba, fuera del hecho de que, sin saberlo, lo abonaba con sus excre­mentos. Una vez ocupados en su totalidad los posibles territorios, fuente de alimentación, ya no era posible que la población simia aumentara; a lo sumo, el número de animales permanecía estacionario. Pero todos los animales despilfarran extraordinariamente el alimento y, además, matan en germen los nuevos brotes del alimento futuro. El lobo no deja viva, como el cazador, la cierva llamada a suministrarle el cerva­tillo del año venidero; las cabras de Grecia, que roen la male7.a naciente antes de dejarla crecer, han dejado pelados todos los montes del país. Este "desfalco" llevado a cabo por los animales desempeña importante papel, dada la gradual transformación de las especies, al obligarlas a adaptarse a una alimentación que no es la acostumbrada, lo que hace que su sangre cambie de composición química y que toda su consti­tución física varíe poco a poco, extinguiéndose las especies ya plas­madas. No cabe duda de que este régimen de desfalco de los medios alimenticios contribuyó poderosamente a convertir al mono en hombre. En una raza de monos, cuya inteligencia y capacidad de adaptación aventajaba en mucho a todas las demás, no pudo por menos de con­ducir a que fuese extendiéndose cada vez más el número de las plantas alimenticias y a que se utilizaran cada vez más partes comestibles de ellas; en una palabra, a que la alimentación se hiciese más variada, aumentando de ese modo las sustancias asimiladas por el cuerpo y ha­ciendo progresos las condiciones químicas para la transformación del mono en hombre.

Pero, en realidad, todo lo anterior no entra aún en la categoría trabajo. El trabajo comienza con la elaboración de herramientas. ¿Y cuáles son las primeras herramientas que se conocen, juzgando a base de los vestigios del hombre prehistórico que se han encontrado y te­niendo en cuenta tanto el régimen de vida de los pueblos históricos más remotos como el de los salvajes más rezagados de nuestros propios días? Son las herramientas empleadas en la caza y en la pesca, las pri­meras de las cuales representan, además, armas. Pues bien, la caza y la pesca presuponen ya el paso de la alimentación puramente vegetal a un régimen alimenticio en el que entra ya la carne, lo que consti­tuye, a su vez, un paso muy importante hacia la aparición del hombre. Este tipo de alimentación suministraba ya en forma casi completa las materias más esenciales que el organismo necesita para su metabolismo; abreviaba, con la digestión, el lapso de tiempo de los demás procesos vegetativos del cuerpo correspondientes a la vida vegetal, con lo que ganaba tiempo y sustancia y experimentaba mayor goce en las manifestaciones de la vida propiamente animal. A medida que el hombre en formación iba alejándose de la planta se remontaba también más y más sobre el animal. Así como la habituación al alimento vegetal combinado con la carne convierte a los gatos y perros salvajes en servi­dores del hombre, la adaptación al régimen alimenticio a base de carne, combinado con la alimentación vegetal, contribuyó esencialmente a elevar la fuerza física y la independencia del futuro hombre. Pero en lo que más influyó el régimen carnívoro fue en el desarrollo del cerebro, que ahora contaba con las sustancias nutricias necesarias en abundancia, mucho mayor que antes, razón por la cual pudo desarrollarse, a partir de ahora, mucho más rápidamente y de un modo más perfecto, de generación en generación. Dicho sea con perdón de los señores vegetarianos, la aparición del hombre es inseparable de la alimentación carnívora, y el hecho de que en todos los pueblos de que tenemos noticia este régimen de alimentación condujese en ciertas épocas a la antropofagia (todavía en él siglo x, los antepasados da los berlineses, los veletabos y los viltses, se comían a sus progenitores) es cosa que hoy debe tenernos sin cuidado.

El empleo de la carne para la alimentación trajo consigo dos nuevos progresos de una importancia decisiva: la utilización del fuego y la domesticación de los animales. La primera acortó todavía más el proceso de la digestión, al ingerirse los alimentos ya digeridos a me­dias por decirlo así; la segunda hizo más rica la alimentación carnívora, al proporcionar, además de la caza, un y, nueva fuente da suministro más regular, suministrando además, con la leche y los productos deri­vados de ella, un nuevo medio alimenticio de valor igual al de la carne, por lo menos, en cuanto a su combinación de sustancias. Uno y otro paso fueron, por tanto, directamente, nuevos medios de emancipación para el hombre. No podemos entrar a examinar aquí en detalle sus resultados indirectos, pues nos alejaría demasiado de nuestro tema, aunque hay que señalar que también ellos contribuyeron en gran me­dida al desarrollo del hombre y de la sociedad.

El hombre se acostumbró a comer de todo y fue adaptándose, asi­mismo, a todos los climas. Se extendió por toda la tierra habitable, siendo como era, en realidad, el único animal que llevaba en sí mismo la plena capacidad para ello. Los demás animales que se han adaptado a todos los climas, animales domésticos e insectos, no lo han hecho per mismos, sino siguiendo al hombre. Y el paso del uniforme clima cálido de la patria ds origen a las regiones frías, en las que el año se dividía en invierno y verano, creó a su vez nuevas necesidades, como las del abrigo y la vivienda para protegerse del frío y la humedad, abrió nuevos campos de trabajo y trajo con ello nuevas actividades, que hicieron que el hombre fuese alejándose más y más del animal.

Mediante la combinación de la mano, los órganos lingüísticos y el cerebro, y no sólo en el individuo aislado, sino en la sociedad, se halla­ron los hombres capacitados para realizar operaciones cada vez más complicadas, para plantearse y alcanzar metas cada vez más altas. De generación en generación, el trabajo mismo fue cambiando, haciéndose más perfecto y más multiforme. A la caza y la ganadería se unió la agricultura y tras ésta vinieron las artes del hilado y el tejido, la elabo­ración de los metales, la alfarería, la navegación. Junto al comercio y los oficios aparecieron, por último, el arte y la ciencia, y las tribus se convirtieron en naciones y estados. Se desarrollaron el derecho y la política y, con ellos, el reflejo fantástico de las cosas humanas en la ca­beza del hombre: la religión. Ante estas creaciones, que empezaron presentándose como productos de la cabeza y que parecían dominar las sociedades humanas, fueron pasando a segundo plano los productos más modestos de la mano trabajadora, tanto más cuanto que la cabeza encargada de planear el trabajo pudo, ya en una fase muy temprana de desarrollo de la sociedad (por ejemplo, ya en el seno de la simple familia), hacer que el trabajo planeado fuese ejecutado por otras ma­nos que las suyas. Todos los méritos del rápido progreso de la civilización se atribuyeron a la cabeza, al desarrollo y a la actividad del cerebro; los hombres se acostumbraron a explicar sus actos por sus pen­samientos en vez de explicárselos partiendo de sus necesidades (las cuales, ciertamente, se reflejan en la cabeza, se revelan a la conciencia), y así fue como surgió, con el tiempo, aquella concepción idealista del mundo que se ha adueñado de las mentes, sobre todo desde la caída del mundo antiguo. Y hasta tal punto sigue dominándolas todavía, hoy, que incluso los investigadores materialistas de la naturaleza de la escuela de Darwin no aciertan a formarse una idea clara acerca del origen del hombre porque, ofuscados por aquella influencia ideológica, no alcanzan a ver el papel que en su nacimiento desempeñó el trabajo.

Los animales, como ya hemos apuntado, hacen cambiar con su acción la naturaleza exterior, lo mismo que el hombre, aunque no en igual medida que él, y estos cambios del medio así provocados reper­cuten, a su vez, como hemos visto, sobre sus autores. Nada, en la natu­raleza, ocurre de un modo aislado. Cada cosa repercute en la otra, y a la inversa, y lo que muchas veces impide a nuestros naturalistas ver claro en los procesos más simples es precisamente el no tomar en consideración este movimiento y esta interdependencia universales. Ya veíamos cómo las cabras impidieron que el suelo de Grecia volviera a cubrirse de bosques; en Santa Elena, las cabras y los cerdos desem­barcados por los primeros navegantes que arribaron a sus costas, logra­ron acabar casi por completo con la vieja vegetación de la isla, pre­parando con ello el terreno sobre el que más tarde pudieron crecer las plantas llevadas allí por los marinos y ¡os colonos. Pero, aunque los animales ejerzan una influencia duradera sobre el medio, lo hacen sin proponérselo y el resultado conseguido es siempre fortuito, para los propios animales. En cambio, la influencia del hombre sobre la natu­raleza, cuanto más va alejándose del animal, adquiere más y más el carácter de una acción sujeta a un plan y con la que se persiguen determinados fines, conocidos de antemano. El animal destruye la vegetación de una faja de tierra sin saber lo que hace. El hombre deja la tierra pelada para sembrar en ella hortalizas o plantar árboles o viñas, a sabiendas de que le reportarán muchas veces lo que ha sembrado. Desplaza de un país a otro las plantas útiles y los animales domésticos, haciendo cambiar con ello la flora y la fauna de continen­tes enteros. Más aún. Mediante la cría o el cultivo artificiales, plantas y animales cambian de tal modo bajo la mano del hombre que no hay quien los reconozca. Todavía se están buscando sin encontrarlas las plantas silvestres de que proceden nuestras especies cereales. Y sigue discutiéndose de qué animal salvaje descienden nuestros perros, tan diferentes entre sí, o nuestras no menos numerosas razas de caballos.

De suyo se comprende, por lo demás, que no se nos pasa por las mientes negar a los animales la capacidad de actos sujetos a un plan, premeditados. Al contrario. El modo de obrar planificado se da ya en germen dondequiera que el protoplasma, o sea la albúmina viva, existe y reacciona, o, lo que es lo mismo, realiza movimientos por muy simples que ellos sean, como resultado de determinados estímulos del exterior. Esta reacción se produce sin necesidad de que exista célula alguna ni, mucho menos, una célula nerviosa. Asimismo se revela en cierto sentido como sujeta a un plan, aunque carente en absoluto de conciencia, la manera de comportarse las plantas insectívoras al atrapar a sus víctimas. En los animales, la capacidad de realizar actos cons­cientes y sujetos a un plan se desarrolló en proporción al desarrollo del sistema nervioso y alcanza ya un alto nivel entre los mamíferos. En las batidas inglesas para la caza del zorro se puede observar diaria­mente con qué exactitud sabe este animal utilizar su gran conoci­miento topográfico para escapar de sus perseguidores y lo bien que conoce y aprovecha todas las ventajas del terreno para hacer que se borre su rastro. Y en los animales domésticos, altamente desarrollados gracias a su trato con el hombre, podemos observar todos los días rasgos de astucia que en nada se distinguen de las travesuras de nues­tros niños. Pues así como la historia evolutiva del feto humano en el claustro materno no es más que la repetición abreviada de la historia evolutiva del organismo de nuestros antepasados animales a lo largo de millones de años, arrancando desde el gusano, así también la evolución espiritual del niño humano es simplemente una repetición, aunque en miniatura, de la evolución intelectual de aquellos mismos antepasados, por lo menos de los más recientes. Sin embargo, la acción planificada de todos los animales, en su conjunto, no ha logrado estampar sobre la tierra el sello de su voluntad. Para ello, tuvo que venir el hombre.

En una palabra, el animal utiliza la naturaleza exterior e introduce cambios en ella pura y simplemente con su presencia, mientras que el hombre, mediante sus cambios, la hace servir a sus fines, la domina. Es esta la suprema y esencial diferencia entre el hombre y los demás animales; diferencia debida también al trabajo.**

No debemos, sin embargo, lisonjearnos demasiado de nuestras vic­torias humanas sobre la naturaleza. Esta se venga de nosotros por cada una de las derrotas que le inferimos. Es cierto que todas ellas se tra­ducen principalmente en los resultados previstos y calculados, pero acarrean, además, otros imprevistos, con los que no contábamos y que, no pocas veces, contrarrestan los primeros. Quienes desmontaron los bosques de Mesopotamia, Grecia, el Asia Menor y otras regiones para obtener tierras roturables no soñaban, con que, al hacerlo, echaban las bases para el estado de desolación en que actualmente se hallan dichos países, ya que, al talar los bosques, acababan con los centros de condensación y almacenamiento de la humedad. Los italianos de los Alpes que destrozaron en la vertiente meridional los bosques de pinos tan bien cuidados en la vertiente septentrional no sospechaban que, con ello, mataban de raíz la industria lechera en sus valles, y aún menos podían sospechar que, al proceder así, privaban a sus arroyos de montaña de agua durante la mayor parte del año, para que en la época de lluvias se precipitasen sobre la llanura convertidos en turbulentos ríos. Los introductores de la patata en Europa no podían saber que, con el tubérculo farináceo, propagaban también la enfermedad de la escrofulosis. Y, de la misma o parecida manera, todo nos recuerda á cada paso que el hombre no domina, ni mucho menos, la natura­leza a la manera como un conquistador domina un pueblo extranjero, es decir, como alguien que es ajeno a la naturaleza, sino que forma­mos parte de ella con nuestra carne, nuestra sangre y nuestro cerebro, que nos hallamos en medio de ella y que todo nuestro dominio sobre la naturaleza y la ventaja que en esto llevamos a las demás criaturas consiste en la posibilidad de llegar a conocer sus leyes y de saber aplicarlas acertadamente.

No cabe duda de que cada día que pasa conocemos mejor las leyes de la naturaleza y estamos en condiciones de prever las repercu­siones próximas y remotas de nuestras injerencias en su marcha nor­mal. Sobre todo desde los formidables progresos conseguidos por las ciencias naturales durante el siglo actual, vamos aprendiendo a conocer de antemano, en medida cada vez mayor, y por tanto a dominarlas, hasta las lejanas repercusiones naturales, por lo menos, de nuestros actos más habituales de producción. Y cuanto más ocurra esto, más volverán los hombres, no solamente a sentirse, sino a saberse parte integrante de la naturaleza y más imposible se nos revelará esa absurda y antina­tural representación de un antagonismo entre el espíritu y la materia, el hombre y la naturaleza, el alma y el cuerpo, como la que se apode­de Europa a la caída de la antigüedad clásica, llegando a su apogeo bajo el cristianismo.

Ahora bien, si ha hecho falta el trabajo de siglos hasta que hemos aprendido, en cierto modo, a calcular las consecuencias naturales re­motas de nuestros actos encaminados a la producción, la cosa era todavía mucho más difícil en lo que se refiere a las consecuencias sociales de estos mismos actos. Hemos hablado de las patatas y de la propagación de la escrofulosis, como una secuela de ellas. Pero, ¿qué es la escrofulosis, comparada con las consecuencias que ha acarreado para la situación de vida de las masas del pueblo de países enteros la reducción de los obreros a una alimentación a base de ese tubérculo, com­parada con la epidemia de hambre que en 1847 asoló a Irlanda a con­secuencia de la enfermedad de las patatas, sepultando bajo tierra a un millón de irlandeses que apenas comían otra cosa y arrojando a dos millones al otro lado del mar? Cuando los árabes aprendieron a destilar el alcohol no pensaban ni en sueños que habían creado con ello una de las principales armas ton que se aniquilaría a los indígenas de la América entonces aún no descubierta. Y cuando Colón, an­dando el tiempo, descubrió América, no sabía que con ello hacía resu­citar la esclavitud, en Europa superada ya de largo tiempo atrás, y sentaba las bases para la trata de negros. Ni a los hombres que en los siglos xvi y xvii trabajaban por crear la máquina de vapor se les podía pasar por las mientes que estaban preparando el instrumento que más que ningún otro habría de revolucionar el orden social del mundo entero y que en Europa sobre todo, mediante la concentración de la riqueza en manos de la minoría y de la miseria del lado de la inmensa ma­yoría, empezaría entregando a la burguesía el poder social y político y provocaría luego entre la burguesía y el proletariado una lucha de clases que sólo terminará con el derrocamiento de la burguesía y la abolición de los antagonismos de clase. Pero también en este terreno una larga y a veces dura experiencia y el acopio y la investigación de material histórico nos va enseñando, poco a poco, a ver claro acerca de las consecuencias sociales indirectas y lejanas de nuestra actividad productiva, lo que nos permite, al mismo tiempo, dominarlas y regularlas.

Ahora bien, para lograr esta regulación no basta con el mero cono­cimiento. Hace falta, además, transformar totalmente el régimen de producción vigente hasta ahora y, con él, todo nuestro orden social presente.

Todos los sistemas de producción conocidos hasta ahora no tenían otra mira que el sacarle un rendimiento directo e inmediato al trabajo. Se hacía caso omiso de todos los demás efectos, revelados solamente más tarde, mediante la repetición y acumulación graduales de los mismos fenómenos. La propiedad común originaria sobre la tierra respondía, de una parte, a un estado de desarrollo del hombre en el que su horizonte visual se reducía a lo estrictamente necesario para el día y, de otra parte, presuponía un cierto remanente de tierras dispo­nibles, que brindaba algún margen de maniobra frente a las desastrosas consecuencias eventuales de aquella economía primitiva de tipo selvá­tico. Agotado el remanente de tierras, se derrumbó la propiedad en co­mún. Todas las formas superiores de producción se tradujeron en la división de la población en clases y, con ello, en el antagonismo entre clases dominantes y oprimidas; y esto hizo que el interés d? la clase dominante pasara a ser el resorte propulsor de la producción, en la medida en que ésta no se limitaba estrictamente a proporcionar el sus­tento a los oprimidos. Los capitalistas individuales, en cuyas manos se hallan los resortes de mando sobre la producción y el cambio, sólo pue­den preocuparse de una cosa: da la utilidad más directa que sus actos les reporten. Más aún, incluso esta utilidad •—cuando se trata de la que rinde el artículo producido o cambiado— queda completa­mente relegada a segundo plano, pues el único incentivo es la ganancia que de su venta pueda obtenerse.

La ciencia social de la burguesía, la economía política clásica, sólo se ocupaba, preferentemente, de las consecuencias sociales directas per­seguidas por los actos humanos encaminados a la producción y al cambio. Lo cual corresponde por entero al tipo de organización social de que esa ciencia es expresión teórica. Allí donde la producción y el cambio corren a cargo de capitalistas individuales que no persiguen más fin que la ganancia inmediata, es natural que sólo se tomen en conside­ración los resultados inmediatos y directos. El fabricante o el comer­ciante de que se trata se da por satisfecho con vender la mercancía fabricada o comprada con el margen de ganancia usual, sin que le preocupe en lo más mínimo lo que mañana pueda suceder con la mer­cancía o con su comprador. Y lo mismo sucede con las consecuencias naturales de estos actos. A los plantadores españoles de Cuba, que pegaron fuego a los bosques de las laderas de sus comarcas y a quienes las cenizas sirvieron de magnífico abono para una generación de cafetos altamente rentables, les tenía sin cuidado el que, andando el tiempo, los aguaceros tropicales arrastrasen el mantillo de la tierra, ahora falto de toda protección, dejando la roca pelada. Lo mismo frente a la naturaleza que frente a la sociedad, sólo interesa de un modo predominante, en el régimen de producción actual, el efecto inmediato y el más tangible; y, encima, todavía produce extráñela el que las repercusiones más lejanas de los actos dirigidos a conseguir ese efecto inmediato sean muy otras y, en la mayor parte de los casos, comple­tamente opuestas: el que la armonía de la oferta y la demanda se trueque en su reverso, como lo demuestra el curso de todo el ciclo industrial cada diez años, de lo que también Alemania ha tenido una pequeña muestra con el "crac"; (1) el que la propiedad privada basada en el trabajo propio se desarrolle necesariamente hasta convertirse en la carencia de propiedad de los obreros, mientras toda posesión se con­centra más y más en manos de los que no trabajan; el que [...].(2).

________________
* Una autoridad de primer rango en estas cuestiones, Sir W. Thomson, ha calculado que no han podido transcurrir mucho más de cien millones de años desde el tiempo en que la tierra se enfrió lo bastante para que pudieran vivir en ella las plantas y los animales. [Nota de Engels].
** Al margen del manuscrito aparece escrita a lápiz la palabra ennoblecimiento. [Nota de la Editorial Grijalbo].
***Engels se refiere al “crac” o crisis comercial de los años 1873-74 [Nota de la Editorial Grijalbo, de cuya edición del libro Dialéctica de la Naturaleza, México, 1961, hemos tomado el presente artículo de Engels]
****Al llegar aquí se interrumpe el manuscrito. [Nota de la Editorial Grijalbo]

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