La Recreación de la Realidad:
«Los Siete Ensayos»
(Segunda Parte)
Jorge Oschiro
El proceso religioso
EN EL PRÓLOGO
AL LIBRO DE LUIS E, VALCÁRCEL, «Tempestad en los Andes», escribía Mariátegui:
"No es la civilización, no es el alfabeto del
blanco, lo que levanta el alma del indio. Es el mito, es la idea de la
revolución socialista".[1]
Los
acontecimientos que movieron, transformaron, revolucionaron la historia, como
la Fundación de los Estados Unidos por los pioneros, la Unidad Española por
Isabel, las Conquistas de México y el Perú por Cortés y Pizarro, la Revolución
Rusa de los bolcheviques, la Guerra de la Independencia Sudamericana de Bolivar
y muchos otros; todos estos acontecimientos requirieron de una gran presencia
de heroísmo.
Los momentos históricos donde los acontecimientos
exigieron un despliegue excepcional de los esfuerzos humanos, sacrificio,
perseverancia, enorme desarrollo de fe y esperanza, sentimiento del riesgo y la
aventura, en todos estos momentos aparecieron siempre el fenómeno religioso,
brotaron el misticismo de los hombres. Estas son, según Mariátegui, las épocas
románticas.
Pero hay también las otras épocas, las llamadas
'normales', 'burocráticas', las épocas de molicie y ocio sensual, donde también
hay, naturalmente despliegue de vida religiosa, como también hay una política.
La vida religiosa se institucionaliza, se hace
jerarquía, se hace eclesiástica, aparecen los doctores de teología como también
los leguleyos de la política. La vida pierde en intensidad, los cuerpos
descansan, la tensión de la ex-istencia se relaja, se cosifica, pues la
intensidad de la in-sistencia (perseverancia) decrece. La vida se hace normal.
Esa era la vida de Europa pre-bélica,[2]
esa fue la vida de la colonia que, aparte de un corto período de heroísmo en la
Guerra de Independencia, se prolongó en todo el período de la República, a
pesar de las frecuentes guerras civiles y de los golpes militares.
¿Cómo se explica el hecho de que en la América sajona
el fuego encendido por los pioneros se haya mantenido hasta el presente[3]
mientras que en la América española el misticismo haya terminado con el último
conquistador, Gonzalo Pizarro, y haya reaparecido posteriormente muy
esporádicamente pero sin dar impulsos decisivos al desarrollo posterior de la
historia?. La respuesta a esta pregunta va a ser decisiva para comprender el
sentido de "realidad peruana" en el pensamiento de Mariátegui.
Como ya se ha podido apreciar, el fenómeno religioso
nunca se presenta aisladamente.[4]
El es un elemento importante, pero dentro de una totalidad que lo envuelve y lo
explica. Al mismo tiempo es también un indicador, una expresión de esa
totalidad: en el sentimiento religioso podemos apreciar el grado de tensión de
una época histórica.
Ya se ha afirmado, siguiendo a Waldo Frank, que el
descubrimiento y la colonización del Nuevo Mundo fue una prolongación, una
proyección de un proceso de desintegración cultural de Europa occidental.
La Europa medieval, en toda su totalidad cultural,
comenzaba a decaer y en su seno aparecían nuevas fuerzas que desde dentro
causaban este proceso de derrumbamiento. Movimientos escisionistas abandonaban
una parte del viejo continente, donde la fuerza disociadora del capitalismo
naciente, empezaba a manifestarse con fuerza.
Estos llegaron al norte del continente americano.
Mucho antes que éstos ya habían partido para el Nuevo Mundo fuerzas enviadas
por la corona española. Estas fuerzas no eran separatistas, ellos querían
prolongar, extender la unidad cultural ya existente en Europa y que aún se
mantenía íntegra en la España de Isabel la Católica.
Los separatistas, es decir los puritanos, quisieron
crear un nuevo mundo cultural, pero fracasaron porque los elementos culturales
que ellos tenían a disposición eran fragmentos del viejo mundo, del mundo
medieval, que ellos deseaban aplicar con nuevos bríos en un nuevo continente.
Pero si bien fracasaron en construir integralmente el
'gran Mito' norteamericano, lograron en cambio una radical trasformación del
mundo material. El capitalismo naciente en Europa, principalmente en
Inglaterra, iría a desarrollarse, al correr del tiempo, aún con más potencia,
en el territorio norteamericano. Estos separatistas puritanos habían emigrado
para transformar un mundo a través de lo mejor que ellos tenían: la
inquebrantable voluntad del trabajo. Además, afirma Mariátegui:
"El colonizador sajón no encontró en el
territorio norteamericano ni una cultura avanzada ni una población potente. El
cristianismo y su disciplina no tuvieron, por ende, en Norteamérica una misión
evangelizadora".
El puritano
sentía y comprendía su religiosidad en una dimensión completamente diferente a
la del español. El evangelio que ellos traían no era en primera línea el de
comunicarlo a los otros -por la violencia o la persuasión.
Su evangelio quería verlo más bien en la
transformación material de la realidad circundante. Pero este deseo de
transformar la realidad, como ya se ha dicho, era expresión de un deseo o
voluntad de poder en tres dimensiones íntimamente solidarias: un poder sobre
sí, sobre los otros y sobre el mundo tangible.
Y todo el espíritu religioso, interiormente vivido en
Europa, comenzó a proyectarse en una religiosidad de la praxis de
transformación del mundo. Y su mejor símbolo de religiosidad exterior era el
dinero y su poder. Waldo Frank afirma con acierto al respecto:
"El dinero es el símbolo del poder proyectado dentro del mundo
exterior. El dinero asumió la santidad en América más allá del sueño de
Europa".
Distinto fue
el origen y distinto también el destino del colonizador español. Escribe
Mariátegui:
"El misionero
debía catequizar en México, el Perú, Colombia, Centroamérica, a una numerosa
población, con instituciones y prácticas religiosas arraigadas y propias".
El puritano
vivía en la soledad y en directo contacto con una naturaleza frecuentemente
hostil. Y si tenía contacto humano era con otros colonos. El español actuaba
dentro de una cultura ya establecida que frecuentemente lo abarcaba y hasta lo
sumergía.
El puritano había abandonado el viejo mundo con los
gérmenes de una nueva visión del mundo, (la triada del logos-mercado-escritura)
donde la naturaleza era reducida cada vez más a ser un simple objeto, donde la
ciencia y la técnica comenzaban a dominarla en dimensiones industriales, donde
el mercado crecía en progresión geométrica y la máquina y la industria
adquirían cada vez más el carácter de segunda naturaleza, con ambiciones de
sustituir a la naturaleza misma.
España y los españoles se mantenían todavía ajenos a
todo este creciente proceso de transformación. Por esta razón llevaron, y
llevaban aún en la larga época colonial, una visión del mundo feudal
precapitalista que no lesionaba mortalmente el mundo mitológico de los indios.
En todas las extremas diferencias entre ambas
religiones en territorio peruano había algunos puntos comunes que posibilitaron
el acercamiento -límitado y relativo- de ambas culturas.
Naturalmente el misionero español no tenía la
conciencia de un antropólogo o etnólogo moderno, ni respetaba ni tomaba en
serio las creencias de los aborígenes, las cuales eran para él simplemente
idolatrías. Pero a pesar de todo había más cercanía entre la mitología indígena
y la religión católica que entre la mitología de los indios norteamericanos y
la voluntad de poder (dinero) de los puritanos. Por otro lado el carácter de la
religión de los indios no constituía un desafío abierto al desarrollo y
fortaleza del catolicismo, lo cual fue un factor negativo para éste, como se
verá a continuación.
La religión inkaica carecía de poder espiritual para
resistir al Evangelio, afirma Mariátegui. Según el autor peruano los rasgos
fundamentales de la religión inkaica
"son su colectivismo teocrático y su materialismo".
La religión
del indio peruano
"era un código moral antes que una concepción
metafísica".
El Estado y
la Iglesia de los quechuas se identificaron ampliamente; por lo tanto la
religión y la política se solidarizaron y reconocieron con los mismos
principios y la misma autoridad. Mariátegui acentúa que "lo religioso se
resolvía en lo social". Por lo tanto la destrucción del Estado trajo
consigo la disolución de la Iglesia. Dice nuestro autor:
"la religión inkaica no pudo sobrevivir al Estado
inkaico. Tenía fines temporales más que fines espirituales. Se preocupaba del
reino de la tierra que del cielo. Constituía una disciplina social más que un disciplina
individual".
Mariátegui,
naturalmente, no quiere decir que se esfumó el sentimiento religioso de los
indios. Lo que desapareció es su organización social, por lo tanto
"Lo que tenía que subsistir de esta religión, en
el alma indígena, había de ser, no una concepción metafísica, sino los ritos
agrarios, las prácticas mágicas y el sentimiento panteísta".
Mariátegui
hace constar en una nota a pie de página (1928:131) que él no afirma que los
indios tuvieran una filosofía panteísta, él se refiere al sentimiento
panteísta. Ahora bien, esta religión basada en el sentimiento panteísta era
aún anterior al sistema social inkaico. El imperio inkaico, que fue una
aparición histórica relativamente reciente, si se aprecia la historia
precolombina en su totalidad, llegó a dominar un amplio territorio en el cual
ya existía diversas culturas con sus diversos ritos y creencias religiosas.
Mariátegui afirma al respecto:
"La iglesia inkaica se preocupaba de avasallar a
los dioses de éstos, más que de perseguirlos y condenarlos".
Así apareció
en el Cuzco, capital del imperio, un Templo del Sol que era una especie de
federación de mitologías de las diversas regiones del imperio. La religión del
Tawantinsuyo, por otro lado, no violentó ninguno de los sentimientos ni de los
hábitos de los indios. Como no había metafísica alguna tampoco había la
intención de catequizar a los otros en la religión verdadera.[5]
Los aspectos de la religión de los antiguos peruanos
que más interesan a Mariátegui son sus elementos naturales: el animismo, la magia y el
totem y tabú. Estos tres elementos de la religión quechua han
sobrevivido la destrucción y la dominación extranjera.
El animismo se ha mantenido intacta a pesar de todo el
peso de la represión religiosa y de su catequización. El indio adaptó la
religión católica sobre la base del animismo. El totem es la expresión
religiosa de la célula fundamental sobre la cual se organizó el Perú antiguo
incluyendo el imperio inkaico. La magía como expresión de arte y técnica
primitiva (sobre todo medicinal) no perdió nunca su efectividad cultural aún
dentro de la dominación más rigurosa de la religión católica. Mariátegui escribe
al respecto:
"Lo cierto es que en la América aborigen, el
hechicero y el curandero, nimbado de una aureola de misterio, de respecto y de
temor, era un personaje considerable y que pudo muy bien convertirse en jefe o
rey en muchas tribus".
La conquista
destruyó el aparato estatal, la estructura social pero no la religiosidad del
indio. Ya se dijo que la conquista había sido la última cruzada
militar-religiosa.
"El triunvirato de la conquista del Perú habría
estado incompleto sin Hernando de Luque" afirma Mariátegui.
Luego:
"Tocaba a un clérico el papel de letrado y mentor
de la compañía"
Unas líneas
después:
"El poder espiritual inspiraba al poder
temporal".
La relación
entre el intelectual y el político, entre el teórico y el práctico fue
importante. Señaló la unidad entre la religión y la política, pero fue una
unidad entre dos personas diferentes, es decir, entre dos instituciones.
En la colonización norteamericana, en cambio se
identificaban estas dos personas en una sola. El puritano fue un conquistador
que trajo consigo mismo al misionero. Pero esa misión no fue entendida como
conversión de los otros hombres sino como la transformación material de la
naturaleza por el trabajo. La raíz de este proceso fue el individualismo
puritano:
"La colonización anglosajona no necesitaba una
organización eclesiástica. El individualismo puritano, hacía de cada pioneer un
pastor: un pastor de sí mismo. Al pioneer
de Nueva Inglaterra le bastaba su Biblia".
Se puede
apreciar con este texto que Mariátegui nos dice que a la América del norte
llegaron individuos, con sus propias ambiciones, con sus deseos de trabajo. A
la América hispánica llegaron representantes de instituciones, de allí que
afirme el crítico peruano:
"La evangelización de la América española no
puede será enjuiciada como una empresa religiosa sino como una empresa eclesiástica".
Pero esto no
es solamente característica de la conquista y colonización de la América
española, pues, según el autor peruano
"después de los primeros siglos del cristianismo,
la evangelización tuvo
siempre este carácter".
Esto
obedecía a la lógica consecuencia de sus intenciones:
"Sólo una poderosa organización eclesiástica,
apta para movilizar aguerridas milicias de catequistas y sacerdotes, era capaz
de colonizar para la fe cristiana pueblos lejanos y diversos".
Independiente
de la institución y abandonado a sí mismo el colonizador norteamericano
"le tocó colonizar una tierra casi virgen, en
áspero combate con una naturaleza cuya posesión y conquista exigían
íntegramente su energía".
Como ya se
ha dicho, es éste la situación que hace al hombre un héroe, un místico, un
apasionado, un agonista, pues era una lucha constante con la muerte. Sigamos a
Mariátegui en su reflexión:
"Aquí se descubre la íntima diferencia entre las
dos conquistas, la anglosajona y la española: la primera se presenta en su origen y en su proceso, como una aventura
absolutamente individualista, que obligó a los hombres que la realizaron a una
vida de alta tensión".
El sino del
español fue diferente, mucho más amplio, mucho más difícil. Dice Mariátegui:
"Los conquistadores encontraron en estas tierras,
pueblos, ciudades, culturas: el suelo estaba cruzado de caminos y de huellas
que sus pasos no podían borrar".
Y en esta empresa
fue necesaria su etapa heroica.
"Pero... la esclavitud y la explotación del indio
y del negro, la abundancia y la riqueza relajaron al colonizador".
Aquí las dos
fórmulas características en el pensar filosófico de Mariátegui sobre la vida:
·
Por un lado, la
vida como tensión y el heroísmo, que produce la verdadera religiosidad.
·
Y por otro lado, la
vida en la distensión que produce la normalidad, la falta de fantasía, el
conservadurismo, la mediocridad. Y así entre los colonos españoles:
"El elemento religioso quedó absorbido y dominado
por el elemento eclesiástico. El clero no era una milicia heroica y ardiente,
sino una burocracia regalona, bien pagada y bien vista".
El vivir
dulcemente se estableció entre el sacerdocio colonial:
"la edad de la vida plácida y tranquila en los
magníficos conventos, la edad de la prebenda, de los fructuosos curatos, de la
influencia social, del predominio político, de las lujosas fiestas que tuvieron
como consecuencias inevitables el abuso y la relajación de costumbres"
(Subr. JO).[6]
Con
Mariátegui concuerda otro crítico peruano, el autor del «Pérou Contemporaine»,
Francisco García Calderón, a quien nuestro autor cita:
"Si la conquista fue el reino de esfuerzo, la
época colonial es un largo período de extenuación moral".
Esta
relajación o extenuación moral, como dice diplomáticamente García Calderón,
además de las claras causas materiales ya citadas tiene además otra causa
importante:
·
Por un lado los
indios no presentaron ninguna resistencia importante en defensa de su propia
creencia, y esto se debía no tanto a su letargia, sino al carácter mismo de su
religiosidad y de su estructuración social. La religión indígena no contenía
ninguna metafísica a defender ni mucho menos poseía un credo militante a
imponer. Todo esto era extraño a su naturaleza y a su modo de ser. Los indios
se sometieron pacíficamente a la religión de los conquistadores, pero la
transformaron desde dentro. La táctica era una especie de guerra pasiva. Se
volvieron católicos sin dejar de creer en sus antiguas creencias.
·
Por otro lado la
táctica católica de sus actividades misioneras fue siempre el mimetismo como
dice Mariátegui:
"La catolicidad se caracteriza, históricamente,
por el mimetismo con que,
en lo formal, se ha amoldado siempre al medio" (Subr. JO).
La Iglesia
católica para conquistar a los paganos siempre se adaptó a las formas de
liturgias de estos últimos. El crítico peruano se basa en Frazer que afirma:
"Consideradas en su conjunto, las coincidencias
de las fiestas cristianas con las fiestas paganas son demasiado precisas y
demasiado numerosas para ser accidente".
Esto era una
fuerza notable de la política de absorción del catolicismo. Pero al mismo
tiempo era su extrema debilidad. Pues:
"El espíritu religioso, no se tiempla sino en el
combate, en la agonía".
Mariátegui
retoma esta reflexión filosófica de Unamuno a quien cita:
"El cristianismo, la cristiandad desde que nació
en San Pablo no fue una doctrina, aunque se expresara dialécticamente: fue
vida, lucha, agonía".
Esta idea la
retomaremos en nuestro próximo capítulo cuando nos refiramos al marxismo de
Mariátegui. Ahora sigamos:
"La pasividad con que los indios se dejaron
catequizar, sin comprender el catecismo, enflaqueció espiritualmente al
catolicismo en el Perú. El misionero no tuvo que velar por la pureza del dogma;
su misión se redujo a servir de guía moral, de pastor eclesiástico a una grey
rústica y sencilla, sin inquietud espiritual alguna".
Y la
decadencia, es decir la muerte lenta, lo corroía sin que él se diera cuenta.
A comienzos del siglo XIX se encendió la revolución de
la Independencia en todo el continente sudamericano. En 1824 culminó esta
guerra de liberación en la batalla de Ayacucho, en el Perú. ¿Qué innovaciones
decisivas encontramos en la realidad peruana después de esta guerra? ¿Cómo se
refleja en el sentimiento religioso de los peruanos después de la victoria
sobre los españoles?
"La Revolución de la Independencia, del mismo
modo que no tocó los privilegios feudales, tampoco tocó los privilegios
eclesiásticos".
La alta
burocracia clerical peruana, similarmente a la de los otros países del
continente, había sido fiel a la corona española. De la misma manera que la
aristocracia terrateniente, ella no tuvo dificultad en reconocer a las nuevas
autoridades de las nuevas repúblicas cuando constataron -y muy rápidamente- que
la nueva situación era en el fondo un continuismo con otro rostro.
En realidad la revolución de la independencia la
habían llevado a cabo extranjeros e impuestos en este país por ellos. La
burguesía criolla no había tenido un interés serio de cambiar sustancialmente
las relaciones existentes hasta antes del proceso de independencia. En este
sentido escribe Mariátegui:
"Se formó en el Perú una burguesía, confundida y
enlazada en su origen y su estructura con la aristocracia, formada
principalmente por los sucesores de los encomenderos y terratenientes de la
colonia".
Mariátegui
no se va a cansar de repetir la tesis de la ausencia de una burguesía vigorosa.[7] Y, si el Perú, después de su independencia
política en 1821, fue el campo de lucha constante entre militares ambiciosos,
fue precisamente por ese vacío de mando y de dirección. En este sentido escribe
nuestro autor:
"El liberalismo peruano, débil y formal en el
plano económico y político, no podía dejar de serlo en el plano religioso".
Sólo a fines
del siglo XIX, a causa la derrota en la guerra del Pacífico, apareció un
movimiento radical
"que constituyó en verdad la primera efectiva
agitación anticlerical".
Pero esta
agitación se circunscribía a círculos literarios e intelectuales y
"no amenazó en lo más mínimo la estructura
económica-social en la cual todo el orden que anatemizaba se encontraba
hondamente enraizada".
Su figura
principal fue el poeta González Prada, pero
"La protesta radical o gonzalo-pradista careció
de eficacia por no haber aportado un programa económico social".
Después de
constatar la ausencia de la figura del pionero-puritano en la época colonial,
constata Mariátegui una segunda, prácticamente consecuencia de la primera:
la ausencia desde el comienzo de la independencia de
una vigorosa burguesía que condujera
al país con sus propios intereses hacia una realidad dinámica y autónoma.
La historia
del Perú, después de la conquista, no ha tenido momentos de intensidad
religiosa importante. Aún "una gran santa" -observa García Calderón-
"como Rosa de Lima, está bien lejos de tener la fuerte personalidad
y la energía creadora de Santa Teresa, la gran española".
Así como al colono español le faltó misticismo así
nació la burguesía sin religiosidad, es decir sin pasión ni fuego idealista. El
colono español heredó al burgués su molicie y su ocio sensual y fue éste
incapaz de crear una realidad viviente y rica, y así hundió al país en un mar profundo
de la mediocridad.
La burguesía no pudo ser, como tampoco antes el
colono, la levadura espiritual de una nueva realidad. Y ésta quedó en una masa
informe, sin definición:
"En el Perú lo único que se halla bien definido
es la naturaleza".
exclama
Mariátegui con indignación, cuando reflexiona sobre el problema del
regionalismo. Con el fuego que conocíamos a Manuel Gónzales-Prada arremete
Mariátegui contra esta mediocridad. Así en un artículo de noviembre de 1924 con
el título de «Pasadismo y futurismo» comienza escribiendo:
"Luis Alberto Sánchez y yo hemos constatado
recientemente que uno de los ingredientes, tanto espirituales como formales, de
nuestra literatura y nuestra vida es la melancolía".
Luis Alberto
Sánchez, al revisar alguna producción de los jóvenes poetas, negaba que la
tristeza sea el elemento esencial de la poesía peruana.
"Esta poesía, dice Sánchez, no es triste, sino
melancólica... "Triste es Vallejo", continúa Sánchez, "pero no
Ureta".
Mariátegui
retoma la tesis de Sánchez y va más lejos:
"Yo agrego que, más que melancólico, el tono de
nuestra poesía es hipocondriaco".
Pero este
carácter de las poesías criticadas refleja muy bien el medio ambiente cultural
y social en donde ellas han nacido:
"Pero no acepto la tesis de que estos versos sean
extraños al ambiente. No es cierto que nuestra gente sea alegre. Aquí no hay ni
ha habido alegría. Nuestra gente tiene casi siempre un humor aburrido, asténico
y gris".
Continúa
diciendo que al peruano le falta la euforia, le falta la juventud de los
occidentales.
"¡Qué vieja, qué cansada, parece esta joven
tierra sudamericana al lado de la anciana Europa!.[8]
El europeo,
continúa, tiene una espontánea aptitud orgánica para creer que la vida es
bella; nosotros para suponerla triste, aburrida, pesada. Una página después
sigue escribiendo como liberándose de un peso que le oprime el pecho:
"Hasta la voluptuosidad, hasta el placer son aquí
un poco malhumorados y descontentos. Eros es regañón y agridulce".
Nuestra
gente, sigue criticando Mariátegui,
"parece, casi siempre fastidiada, desalentada,
nostálgica".
Retoma,
después el tema inicial, insistiendo que como todas las cosas también la
tristeza tiene sus cualidades y jerarquías, pero la tristeza del peruano es
"superficial e insípida".
Las raíces de la melancolía peruana, y sobre todo la
melancolía limeña, no son muy profundas ni muy excelsas:
"Sus gérmenes son la pobreza, la anemia, la
limitación, el provincialismo del ambiente. La gente tiene aquí muy modestos
horizontes espirituales y materiales".
Por esto es
que se aburre. Es cierto que el mundo moderno es un poco neurasténico,
reflexiona el crítico peruano, pero "la neurastenia de nuestra gente es
artificial y monótona",
"su cansancio es el cansancio de los que no han
hecho nada".
Aquí se
respira, continúa nuestro autor, generalmente, en los dominios del arte y la
inteligencia, un pasadismo incurable y enfermizo:
"Nuestros poetas se refugian, voluptuosamente, en
la evocación y en la nostalgia más pueriles, como si su contorno actual
carecierse de emoción y de interés".
Y contra
aquellos que dicen que la poesía peruana está en decadencia responde
nuestro autor con toda energía:
"No es tampoco el caso de hablar de decadencia de
la poesía peruana. No decae sino lo que alguna vez ha sido grande. Y una rápida
investigación nos persuadirá de que la poesía de ayer no era mejor que la
poesía de hoy".
Pero dentro
del contexto de una crítica feroz, poco frecuente en su obra, abre una
esperanza al final del artículo. Oponiendo a los poetas tradicionales dice que
los artistas de la nueva generación comienzan a abandonar la torre de marfil
porque ella era "la triste celda de un alma exagüe y anémica"(...):
"Abandonan el ritornello gris de la melancolía,
y se aproximan al dolor social que les descubrirá un mundo menos
finito" (Subr. JO).[9]
A fines de
noviembre nuestro autor retoma el problema tratado en el artículo anterior. El
tema no había sido agotado. Además de la melancolía otro rasgo importante
caracteriza a la literatura peruana y había caracterizado en parte su propia
vida: el pasadismo.
Melancolía y pasadismo son dos fenómenos solidarios,
consustanciales, son dos expresiones de un mismo estado de ánimo dice
Mariátegui:
"Un hombre aburrido, hipocondriaco, gris, tiende
no solo a renegar el presente y a desesperar del porvenir sino también a volverse
hacia el pasado".
Ninguna
persona, ni siquiera el más nihilista, según Mariátegui, puede vivir de puras
negaciones y rechazos. Necesita de alguna afirmación: la nostalgia del pasado
es el reverso de la medalla de su negación del presente. Y en este sentido
"Ser restrospectivo es una de las consecuencias
de ser negativo".
Estos dos
elementos se condicionan mutuamente: se vuelve al pasado porque se niega el
presente; pero se niega el presente porque se vuelve al pasado. A esta
reciprocidad de la negación y el pasadismo se agrega otra relación:
"Podría decirse, pues, que la gente peruana es
melancólica porque es pasadista y es pasadista porque es melancólica".
La realidad
peruana tratada hasta aquí es realidad de los blancos y mestizos, es más bien
la realidad de la costa y en especial limeña, que hasta en esta época de
Mariátegui formaba prácticamente un país dentro de un país.
Era una realidad que se había apropiado de la identidad
nacional, considerándola como su propia y única identidad de lo peruano.
Abraham Valdelomar el enfant terrible
en los inicios del desarrollo intelectual y político de Mariátegui, decía
irónicamente, que "El Perú es Lima y Lima es el jirón de la Unión".
Había otra realidad que se desconocía, que se ignoraba
empecinadamente. El mecanismo de coacción intelectual había funcionado
imperturbablemente durante más de tres siglos. Lo peruano era la costa, Lima;
el resto era ...Naturaleza.
Pero esa realidad coactada por un eficiente super-ego
colonialista pujaba por mostrarse, por hacerse presente en la conciencia de
todos. La "subconciencia peruana" habitaba a lo largo y a lo ancho de
los majestuosos Andes peruanos y muchos los confundían con sus cerros, sus
montañas, sus piedras, sus animales y plantas.
A fines del siglo XIX ya se volvía imposible seguir
ignorando esta realidad escondida. Las conciencias más lúcidas y críticas como
la de González Prada criticaban el monopolio habitual de la peruanidad de por
parte de los criollos:
"no forman el Perú", decía él, "las
agrupaciones de criollos y extranjeros que habitan la faja de tierra situada
entre el Pacífico y los Andes", sino que "la nación est formada
por las muchedumbres de indios diseminados en la banda oriental de la
cordillera".[10]
A estas
conciencias agudas pertenece el humanismo de Clorinda Matto de Turner que en su
novela «Aves sin nido» tomó posición por los reprimidos, de la misma manera que
Pedro S. Zulen y Dora Mayer de Zulen,
pareja que llevaron en sus hombros los trabajos de Asociación pro-Indígena.
Estos precursores de esta nueva conciencia tuvieron gran eco en la nueva
generación a la que pertenece Mariategui.
El Indio peruano se vuelve el tema central de la
discusión dentro de este nuevo grupo de intelectuales en el Perú, Luis.
E.Valcárcel, Jorge Basadre, Julio C. Tello, etc, muchos de los cuales van a
colaborar poco después en «Amauta». En febrero de 1925 aparece en «Mundial» un
artículo de Mariátegui que parece ser el punto de partida de su reflexión sobre
este problema tan candente en su momento. El título del artículo: El problema
primario del Perú.
Prólogo a la Cuarta Edición de “Perú: Mito y Realidad”
(Cuarta Parte)
Julio Roldán
EL
CRÍTICO LITERARIO VÍCTOR VICH (1970-), siguiendo a S. Zizek y Z. Bauman,
explica cómo se entrelaza la funcionalidad de la globalización capitalista con
formas culturales pre-capitalistas. Leamos lo que escribió hace algunos años
atrás: “Si en América Latina el concepto de identidad se arraigó históricamente
en la nación, y tuvo como soporte constitutivo el discurso letrado, lo que
ahora observamos es la invención formativa de una imagen que se delinea por las
necesidades del mercado, las redes mediáticas, y que en algún sentido reinterpreta
su sustancia -si alguna vez la tuvo- desde otros paradigmas y necesidades. Es
cierto que la actual globalización promueve los contactos interculturales, pero
hoy tal proyecto parece realizarse sólo al interior de un nuevo tipo de
relación colonial: aquella del mercado que asigna nuevos roles para satisfacer
únicamente necesidades hegemónicas.” (Vich, 2007: 166)
Luego Vich concluye: “El resultado,
entonces, desemboca en el hecho de que como aparato cultural, la nación se va
subalternizando de acuerdo a ciertos requerimientos impuestos y, sobre todo, a
una lógica que administra la diferencia como simple recurso mercantil. La idea
es vender el pasado, folclorizarnos más de lo que estamos y convertir todo
aquello en una verdadera industria cultural. Si por estas tierras el
capitalismo llegó en forma de colonialismo, hoy buena parte de la globalización
neoliberal llega de manera similar y se destina, como es lógico suponer, a
satisfacer mucho más los sueños de los turistas que de los vagabundos.” (Vich, 2007:
166)
Por su parte, el historiador Pablo
Macera, en una entrevista concedida al periodista Raúl Vargas (1938-) en el
programa Peruanos en su salsa,
escuetamente, en torno a los peruanos, afirmó: “... todavía no existimos los
peruanos. Los peruanos existiremos tal vez en 50 ó 100 años.” (RPP,
05-08-2010).
Lo primero que habría que definir
es: ¿Qué es el Perú? Luego: ¿Qué es lo peruano? Y finalmente: ¿Qué son los
peruanos? ¿Qué nudos los une y qué tramas comparten? Hasta aquí el Perú no pasa
de ser una construcción ideológica. Comenzando por el nombre, como hemos
demostrado en otra parte de este prólogo, esa construcción se ha repetido en
todos los planos (familia, grupo, escuela, sociedad, etc.) hasta devenir un
sentimiento por el cual muchos matan y muchos mueren. En este nivel, en una
palabra, Perú es un mito. Por lo tanto la peruanidad sería un fetiche sin
sustento de ninguna naturaleza. Lo peruano sería, en el mejor de los casos, un
sentimiento. Sentimiento, lícito por demás, que se sustenta en la falsa idea de
que el Perú, la peruanidad, existen en las tinieblas más allá de la mera
subjetividad. Y toda subjetividad, no sólo es discutible, sino que es también
cambiante, deleznable y desechable.
Que los peruanos van a existir tal
vez en 50 ó 100, Macera no da ninguna argumentación para que esa posibilidad se
pueda realizar. Nosotros preguntaríamos: ¿En mérito a qué tendrían que existir
los peruanos en 50 ó 100 años? ¿Cuáles son los principios que orientarían esta
futura existencia de los peruanos? ¿Con las leyes de la globalizacion
capitalista? ¿Con el triunfo de una revolución? ¿Con un nuevo sistema
histórico-social?
Finalmente Mario Vargas Llosa no
cree en ninguna identidad colectiva. Él solo cree en la identidad individual.
(Ver el Prólogo a la cuarta edición del libro Vargas Llosa entre el mito y la realidad.) Directamente sobre el
tópico que aquí nos ocupa, el novelista escribió: “... Francisco Pizarro, un
personaje que, les guste o no les guste a los señores Castañeda Lossio y Agurto
Calvo, es quien sentó las bases de lo que es el Perú y fundó no sólo Lima, sino
lo que ahora llamamos peruanidad.” (Vargas Llosa, 2009: 226)
Tres años después se extiende algo
más sobre el tema cuando afirma: “Salvo en un sentido administrativo y
simbólico -es decir, el más precario que cabe-, ‘lo peruano’ no existe. Sólo
existen los peruanos, abanico de razas, culturas, lenguas, niveles de vida,
usos y costumbres, más distintas que parecidas entre sí, cuyo denominador común
se reduce, en la mayoría de los casos, a vivir en un mismo territorio y
sometidos a una misma autoridad.” (Vargas Llosa, 2006: 210)
El escritor, como siempre
contradictorio, por lo tanto inconsecuente, afirma en la primera cita (2003),
que la “peruanidad” existe. Mientras que en la segunda cita (2006), que lo
“peruano” no existe. En principio, si la “peruanidad” existe, tendría que
existir también “lo peruano”. Estas dos abstracciones están ínterrelacionadas.
Más aún, “lo peruano” daría contenido a la “peruanidad”.
En segundo lugar, el mismo
territorio y la misma autoridad que vincularía a los peruanos es puesta en
cuestión por él. Creemos que en este punto Vargas Llosa tiene razón. A
continuación su argumentación: “Pero tampoco este último es del todo cierto,
pues ni siquiera las leyes a que en teoría la sociedad entera está sujeta rigen
para todos los ciudadanos de la misma manera ni los problemas se comparten de
modo que podría considerarse semejante, equitativo o aun aproximado. Hay
peruanos que no han salido de la Edad de Piedra y otros que están ya en el
Siglo XXI.” (Vargas Llosa, 1996: 210)
Para terminar describe, a nuestro
entender, otra verdad: “Grandes sectores de la sociedad no pueden comunicarse
entre sí, no sólo por razones lingüísticas -aunque también por éstas-, sino
porque unos viven aún inmersos en una cultura mágico-religiosa y otros en la
revolución informática. Para millones de indios de los Andes y varios miles de
la Amazonía, la autoridad asentada en Lima es simbólica, no real, pues viven
confinados en un mundo tradicional, al que las instituciones políticas,
judiciales y económicas del país moderno casi no llegan, o, peor aún, llegan
deformadas, sólo para perjudicarlos.” (Vargas Llosa, 2006: 210)
Si la realidad es como la describe
el novelista, creemos que así es, las preguntas que caben son: ¿Cuáles son las
bases de la peruanidad? ¿Cuáles son los lazos irrompibles que unirían a los
peruanos? Un supuesto territorio común mal delimitado es muy precario. Leyes
deformadas, que no se cumplen, es lirismo. Por lo tanto, todo se reduce a la costumbre
de llamarse peruano. Sólo al sentimiento de sentirse peruano. En esta
dirección, para un sector de la población, particularmente costeña, citadina,
mestiza y pequeñoburguesa, la primera estrofa del valse Mi Perú, de Manuel Raygada (1904-1971), que dice: “Tengo el orgullo
de ser peruano y soy feliz...”, parece ser suficiente. Con ello domesticarían
sus demonios espirituales. Con ello alivian los tormentas que zarandean sus
almas.
Desde los primeros años del Siglo
XXI, el interés por la identidad, sea peruana o Andina-amazónica, vive su mejor
momento. Algunos científicos sociales y humanistas son los que encarnan esta
preocupación en el país. Una expresión de ello es la revaloración y
popularización alcanzada por un más supuesto que real representante de la
“identidad andina”, por extensión, de la “identidad peruana”. Nos referimos al
novelista José María Arguedas (1911-1969).
Él, como todo creador, como todo
fabulador, tiene el derecho de escribir lo que mejor le parezca. Que su
producción literaria nos guste o no, es tema que escapa a este prólogo. Muy
diferente es la labor de un científico social. La tarea de un ideólogo.
Arguedas nunca pretendió ser tal. La tarea de catapultarlo hasta ese nivel es
acción de sus actuales émulos. Que el novelista haya sido una persona con ideas
de izquierda, además, que haya tenido una declarada identificación con los
campesinos-indígenas, no es razón suficiente para ser elevado a tan alto
sitial.
Intentemos una explicación a tal
giro. Ésta tiene que ver con lo que muchos ex izquierdistas, preocupados por
vivir en un país que no conocen, en una sociedad cruzada por grandes
contradicciones, donde la imposición de las leyes del capitalismo comienzan a
sentirse con mayor fuerza, vuelven la mirada hacia el pasado. A buscar las
raíces. A ello abona la “crisis de las ideas marxistas”, concretizadas en la
caída del Muro de Berlín, en lo externo, y la derrota político-militar del PCP,
en lo interno; ello ha generado una desconfianza hacia el futuro. Por reacción,
como es comprensible, buscan reencontrarse con la madre tierra. Vuelven su
mirada hacia el pasado cultural. Por ese camino han terminado confraternizando
con los indianistas de ayer, de hoy y de siempre.
La mayoría de sus argumentos no son
nuevos. Tampoco son exclusivos de dicho país. En general son los mismos que
levantaron los seguidores del Movimiento
romántico de principios del siglo XIX en Europa. Particularmente en
Alemania. Éstos, ante el avance del sistema capitalista, ante la propagación de
las ideas de la ilustración y de la acción político-militar de Napoleón en todo
Europa, buscaron refugio en el pasado. El regreso a la tierra, a las raíces, a
las semillas, a la sangre, a la familia, a la patria, a lo nativo, a la
tradición. Naturalmente aquí estaban las bases de la identidad local, regional,
nacional con la cual supuestamente todo ser humano nació, fue un común
denominador de los aludidos.
La patria y la tradición, elementos
básicos del Movimiento romántico, es
desarrollado y catapultado a razón ontológica del ser humano. Esta fue la tarea
de una de las corrientes del existencialismo que habla a través de la lengua de
Martin Heidegger (1889-1976). Dicha argumentación filosófica fue, es, la base
política-ideológica de los movimientos fascistas de todo pelambre. Leamos lo
que el filosofo declaro, no en 1933, en 1966: “Si no estoy mal orientado, sé,
por la experiencia e historia humanas, que todo lo esencial y grande sólo ha
podido surgir cuando el hombre tenía una patria y estaba arraigado en una
tradición.” (Heidegger1976, 193)
El ya mencionado Sebreli resume, en
buena medida, los principales planteamientos de los susodichos románticos
padres de fascistas y abuelos espirituales de nuestros actuales ex
izquierdistas pro-indianistas. Sus palabras: “Los románticos anti-iluministas
oponían al universalismo las particularidades nacionales, étnicas y culturales;
a la razón abstracta, la emoción; al progreso, la tradición; al contrato
social, la familia; a la sociedad, la comunidad. El iluminismo buscaba todo lo
que los hombres tienen en común, en tanto que el romanticismo anti-iluminista
enfatizaba todo lo que tienen de diferente: la nacionalidad, la raza, la
religión. Contra lo racional, aquello en que todos los hombres pueden ponerse
de acuerdo, los románticos anti-iluministas priorizaban lo irracional, la parte
singular e incomunicable de todo hombre.” (Sebreli, 2002: 30)
Finalmente añade: “La ciencia y la
filosofía eran lenguajes universales; el romanticismo anti-iluminista prefería
las religiones, las artes, las costumbres, aquello que diferencia a un pueblo
de otro. El iluminismo estaba encerrado en una minoría ilustrada, los sabios,
los filósofos; el anti-iluminismo romántico pretendía ser el portavoz de las
masas ingenuas y espontáneas, de los pueblos primitivos, de los campesinos
analfabetos.” (Sebreli, 2002: 30)
Es pertinente hacer una aclaración
más. Tanto los ex izquierdistas devenidos filo-indianistas en el Perú, así como
los románticos alemanes, fueron en su gran mayoría intelectuales, académicos,
artistas de extracción pequeñoburguesa o, en su defecto, hijos de
terratenientes venidos a menos, habitantes de las grandes ciudades. Ellos
hablaban, hablan, en nombre de las mayorías postergadas, de la defensa de la
identidad andina, de la grandeza de la cultura autóctona. Más aún, se arrogan
el derecho de hablar en nombre de los otros. En ser la voz de los sin voz. La
verdad es que los supuestos representados, normalmente, siguen vías, no sólo
diferentes, sino hasta antagónicos a sus celosos defensores.
Los más virulentos “depositarios” de
la “identidad” andina, de la cultura andina, los hemos encontrado, no en las
comunidades o villorios de los Andes. Ellos ni siquiera saben que el término
existe. Su preocupación mayor es cómo sobrevivir diariamente. Por el contrario,
los hemos encontrado en centros culturales y en aulas universitarias en París,
Berlín o Estocolmo. Esta posición extrema, en la mayoría de los casos, no pasa
de ser una pose. Es como una fiebre, de fin de semana, que contagia a los
pequeñoburgueses de esta parte del mundo. La mayoría de ellos han tenido que ir
a Europa a descubrir la identidad o la cultura andina allí.
La preocupación por la identidad
personal o colectiva, en cualquiera de los niveles, es patrimonio, casi
exclusivo, de los sectores de clase media intelectualizada. De pequeñoburgueses
ilustrados. Estos sectores, al sentir la presión, hasta el desprecio, de las
clases dominantes y más la desconfianza de las clases subalternas, buscan un
piso firme donde hay uno movedizo. Buscan riqueza espiritual donde hay miseria
humana. Buscan felicidad individual donde hay desgracia social.
Como hoy es historia conocida, la
pequeña burguesía es un sector de centro y de alma atormentada. Una capa social
intermedia y de espíritu desgarrado. Es el segmento social contradictorio por
antonomasia. Esta clase fue calificada, por un pequeñoburgués contumaz de: “...
pequeñoburgueses imbéciles, mediocridad de la existencia...” (Flaubert, 1995:
59)
Los pequeñoburgueses amantes de la
identidad, buscadores de la identidad, han sido reflejados en unos versos
escritos por un pequeñoburgués, de nombre Alberto Cortez (1940-). Él ironiza al
sector social del cual proviene en estos términos: “Para ser un pequeñoburgués,
ciertamente hay que estar preparado. Aprender un poquito de inglés y modales de
superdotado. Por aquello de ser o no ser, es preciso tender muchas redes,
habitar un coqueto chalé y soñar con tener un Mercedes....”. Mal que nos pese,
los amantes de la identidad, los buscadores de la identidad, provenientes
mayormente de este sector social, son los que han inventado la identidad. Ellos
son los primeros en defender, obstinadamente, su propio invento.
Hay algo más en el plano personal.
Ellos no se contentan con ser tal como son. Se afanan en buscar su identidad.
En tener identidad. En esta actitud se observa cómo la ideología que propugna
el tener por sobre el ser ha penetrado hasta el subconsciente de estos sectores
sociales. El tener es uno de los grandes triunfos de la etapa de la propiedad
privada. Es el sentido de la posesión. Es el derecho a la propiedad. Esta
diferencia entre ser-tener es un punto capital para comprender esta
problemática personal. El filósofo Erich Fromm (1900-1980) escuetamente
diferenciaba el Ser del Tener y sus consecuencias en estos
términos: “Si yo soy lo que tengo, y si lo que tengo se pierde, entonces,
¿quién soy? Nadie, sino un testimonio frustrado, contradictorio, patético, de
una falsa manera de vivir.” (Fromm, 2002: 110)
Para seguir con la lógica de la
mayoría de este sector social que habla de identidad, que busca identidad, es
pertinente preguntar: ¿Será el arribismo, el disfracismo, el oportunismo, la
identidad del pequeñoburgués? No. Definitivamente, no. El arribismo, el
disfracismo, el oportunismo y los demás ismos, es donde mejor se manifiesta la
mentalidad de muchos, especialmente, del pequeñoburgués.
Retomando el tema central de esta
parte del Cuarto prólogo, en el plano
propiamente teórico, es pertinente decir que a finales de la década del 80 del
siglo pasado, teniendo como telón de fondo la guerra interna que enfrentó al
PCP-MRTA por un lado y al Estado peruano por otro, aparecen, casi
simultáneamente, dos trabajos sobre la identidad andina y la identidad peruana.
El libro del historiador Alberto Flores Galindo titulado Buscando un inca es subtitulado: Identidad y utopía en los Andes. La investigación fue publicada en
1987. Un año después se conoce el trabajo de la politóloga Beatriz Cáceres
(1952-) titulado ¿Tiene el Perú una
identidad nacional? Tomamos estas dos investigaciones, de las muchas que
han aparecido en esta etapa, para ilustrar el tema que en esta parte nos ocupa.
El historiador, relacionando memoria
e identidad, en referencia a los indígenas andinos, sostiene: “Sujetos a la
dominación, entre los andinos, la memoria fue un mecanismo para conservar (o
edificar) una identidad. Tuvieron que ser algo más que campesinos: también
indios, poseedores de ritos y costumbres propios.” (Flores, 1988: 19)
Algunas páginas después, subrayando
la importancia de la memoria, afirma: “En el Perú existen varias memorias
históricas. Existe la historia que escriben los profesionales, egresados de
universidades y preocupados por la investigación erudita. Existe también una
suerte de práctica histórica informal, ejecutada por autodidactas de provincias
que han sentido la obligación de componer una monografía sobre su pueblo o su
localidad. Existe, por último, la memoria oral donde el recuerdo adquiere las
dimensiones del mito.” (Flores, 1988: 21)
Flores Galindo cree que los ritos y
las costumbres son la expresión de la memoria en el mundo andino. Que “la
memoria histórica” es la base de la identidad. En otros momentos menciona
también “la memoria colectiva” como base de la identidad colectiva. Mientras
que páginas después mantiene esta relación, pero invirtiendo los términos: “...
la comunidad definió una identidad y construyó una memoria histórica.” (Flores,
1987: 90)
Estos ritos y costumbres se
concretizarían en el recuerdo del Taqui Onkoy, en el recuerdo y la
representación de la captura del Inca Atahualpa, asociado luego al mito del
Inkarri. A esto se agrega la esperanza del regreso al Imperio del
Tahuantinsuyo. El regreso del Inca. El regreso del Pachacuti, como las
expresiones vivas de esa identidad en los Andes. A la vez, la identidad andina
sería uno de los motores fundamentales de la utopía andina.
Es evidente la sobrevaloración que
asigna el historiador a la memoria, a la memoria histórica, a la memoria
colectiva. Sobre la memoria, los psicólogos y los psiquiatras conocen
perfectamente que en ella no podemos depositar toda la confianza. Simplemente
se recuerda lo que se quiere recordar. La memoria es muchas veces tramposa.
Recuerda inventos y embustes. En otros casos se recuerda sólo parcialmente. Se
recuerda confusamente. Se recuerdan mitos y fetiches.
En resumidas cuentas, la memoria,
más aún la colectiva, no es garantía de
nada. El mejor ejemplo es que el pueblo alemán no vio, no escuchó, no supo nada
respecto a los hechos de la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué fue de la memoria
colectiva? ¿Qué rol ha jugado aquí la memoria colectiva? ¿Dónde está la memoria
colectiva? La verdad es que no hay ninguna memoria colectiva. ¿No será que la
sobre-preocupación por la memoria colectiva es una manera de escamotear el
futuro refugiándose en el pasado?
El historiador Peter Burke (1937-),
especialista en el tema de la memoria, afirma: “La visión tradicional entre
memoria e historia escrita, en la que la memoria refleja lo que ocurrió
realmente y la historia refleja la memoria, actualmente resulta demasiado
simple. Tanto la historia como la memoria parecen cada vez más problemáticas.
Recordar el pasado y escribir sobre él ya no se consideran actividades
inocentes. Ni los recuerdos ni las historias parecen ya objetivos. En ambos
casos los historiadores están aprendiendo a tener en cuenta la selección
consciente o inconsciente, la interpretación y la deformación. En ambos casos
están empezando a ver la selección, la interpretación y la deformación como un
proceso condicionado por los grupos sociales o, al menos, influido por ellos.
No es obra de individuos únicamente.” (Burke, 2011: 66)
Páginas después, agrega: “Dado que
la memoria colectiva, como la individual, es selectiva, es necesario
identificar los principios de selección y observar cómo varían en cada sitio o
en cada grupo, y cómo cambian en el tiempo. La memoria es maleable y debemos
entender cómo se moldea y por quién, así como los límites de su maleabilidad.”
(Burke, 2011: 69)
Otro especialista sobre el tema de
la memoria, el sociólogo Zygmunt Bauman (1925-), sobre el mismo tópico,
sostiene: “Hoy es corriente afirmar que los grupos que pierden su memoria
pierden también su identidad: que la pérdida del pasado conlleva
inextricablemente la pérdida del presente y del futuro. Puede que esto sea
cierto, pero lo que es seguro es que no supone toda la verdad, pues la memoria
es un arma de doble filo. Para ser
más precisos, es, al mismo tiempo, una bendición y una maldición. Puede
‘mantener vivas’ muchas cosas de valor marcadamente desiguales para el grupo y sus
vecinos. El pasado es un saco de acontecimientos y la memoria nunca retiene
todos, como tampoco reproduce jamás en su forma ‘original’ e ‘impecable’
aquello que retiene o recupera del olvido.”
Finalmente el sociólogo Bauman se
reafirma diciendo: “El ‘pasado en su totalidad’, el pasado wie es ist eigentlich gewesen, como realmente ocurrió jamás vuelve
a ser recuperado por la memoria (y si lo fuera, ésta sería una carga -antes que
una bendición- para los vivos). La memoria selecciona e interpreta,
y el qué se selecciona y el cómo se interpreta son discutibles y son
objeto de disputa continua. (…) Recordar es interpretar el pasado (…) El
estatus de ese ‘relato del pasado’ es ambiguo y está abocado a mantenerse así.”
(Bauman, 2010: 132 y 133)
Para terminar con la memoria en este
nivel, digamos que la memoria colectiva es la base de la identidad colectiva,
que es cercana a una ley, para muchos científicos sociales como hemos venido
observando, es tremendismo. Esta afirmación no tiene nada de verdad para el escritor
Roberto Bolaño (1953-2003). Él, a nuestro entender exagerando un poco, afirma:
“La memoria colectiva es tal vez una de las más débiles, de las más flacas
memorias que puedan existir. Nunca se debe confiar en la memoria colectiva.”
(Gras, 2000: 59)
Con lo dicho no se trata de desechar
del todo el recuerdo y la memoria individual o colectiva. Hay muchas memorias.
Algunas sirven para perpetuar el dominio sobre los pueblos. Otras pueden servir
para la liberación de los mismos. Pero en general se debe tener presente
quiénes escriben esa memoria. Quiénes instrumentalizan esa memoria. La verdad
es que, salvo excepciones, la memoria, como base de la historia, ha sido
escrita por los representantes de las clases o sectores dominantes. Por esa
vía, la memoria-historia ha sido un instrumento al servicio de la ideología
oficial. en función del discurso hegemónico en todas las sociedades de clases.
Para Beatriz Cáceres,
metodológicamente, serían cuatro conceptos los que se deberían tomar en cuenta
para poder comprender no sólo la identidad en general sino la identidad
nacional en particular. A saber: Interioridad,
Dimensión, Relación y Vinculación.
En base a ellos intenta dar respuesta a la hipótesis-pregunta general por ella
planteada: “¿Tiene el Perú una identidad nacional?”
Después de hacer un recorrido
histórico, geográfico, político y cultural, sostiene que la Interioridad en la población peruana
“están dadas mayoritariamente por el entorno local”. En contraposición, no
existe “... una visión aglutinante de una territorialidad propia” como país.
Sobre la Dimensión, dice “Persisten,
no obstante, el regionalismo y el centralismo como problemas para una
aproximación total y unificadora del país.” Con respecto a la Relación, sostiene que ésta “es
selectiva y excluyente”. Por último, en torno a la Vinculación, afirma: “La tarea es difícil puesto que implica
organizar la diversidad, lo cual de por sí es una estrategia delicada que
involucra la supervivencia de las culturas locales y, por otro, significa la
defensa de la unidad nacional.” (Cáceres, 1988: 78 y 79)
La conclusión general a la cual
arriba es la siguiente: “La identidad nacional del Perú está en proceso de
articulación de sus propias y genuinas actitudes y vivenciales que emanan desde
su interior. Es un proceso que será lento, difícil, sometido a presiones
distorsionadoras e interesadas, pero que en último término se impondrá con
fuerza propia. Tiene los elementos para ello.” (Cáceres, 1988: 79)
La politóloga citada, en alguna
forma, coincide con el historiador Macera en cuanto a la esperanza en el
futuro. Él afirma que en el futuro, posiblemente, van a existir los peruanos.
Ella dice por su parte que “la identidad
nacional del Perú” se impondrá. La verdad es que las dos afirmaciones no pasan
de buenos deseos, en la medida que ellos se quedan en esas afirmaciones.
Aparte de su buena voluntad
expresada en su optimismo de que en el futuro “... la identidad nacional
peruana se impondrá”, ella no da ningún argumento convincente de carácter
histórico, económico, político o social para que su deseo se convierta en
realidad. Es menester recordar, una vez más, que en el mundo no existe ningún
pueblo, sociedad, país, como se llame, que haya logrado la denominada
“identidad nacional”. Eso fue un deseo, en un determinado momento, de la
burguesía ascendente en Europa. Éste sigue siendo una ilusión en la mente de
los nacionalistas, de los racistas y de los fundamentalistas de todo color en
la actualidad.
El ya citado especialista en Estudios culturales Hall, en directa
alusión al tema, afirmó lo siguiente: “Una manera de unificarlas ha sido
representarlas como la expresión de la cultura subyacente de ‘un pueblo’.
Etnicidad es el término que damos a los rasgos culturales -lenguaje, religión,
costumbre, tradición, sentimiento ‘de lugar’- que son compartidos por un
pueblo. Es tentador, por lo tanto, tratar de usar la etnicidad de esa manera
‘fundacional’.” (Hall, 2010: 385)
Hasta aquí, todo bien, en teoría.
¿Qué pasa en la práctica histórico-social? A renglón seguido, el autor antes
citado nos da la respuesta: “Pero esta creencia resulta ser un mito en el mundo
moderno. Europa Occidental no tiene ninguna nación que esté compuesta solamente
de un pueblo, una cultura o una etnicidad. Las naciones modernas son todas
híbridos culturales.” (Hall, 2010: 385)
Hecha esta aclaración en torno a la
identidad nacional, continuemos. A partir de la segunda década del Siglo XXI,
los enfrentamientos entre algunos pobladores de la región de la Sierra y de la
Amazonía contra el Estado peruano, más la reacción de un sector de la
población, trae nuevamente el tema de la identidad nacional peruana sobre la
mesa de discusión. En estos enfrentamientos (hubo decenas de muertos), en esta
lucha por la defensa de la tierra, el agua, los bosques y el medio ambiente, se
hicieron conocidos dos dirigentes campesinos-indígenas: Alberto Pizango
(1969-), que se reclama ser de la etnia Shawi, ubicada en el departamento de
Loreto, antes que peruano; y Walter Anduviri (1966-), que se reclama ser de la
nación Aymara, ubicada en el departamento de Puno, antes que peruano.
En medio de estos acontecimientos,
en el párrafo anterior mencionado, en 2009, un estudioso extranjero llamado
Thomas Ward (1948-) publicó un libro que lleva por título Buscando la nación peruana. En la producción teórico-literaria de
Ricardo Palma (1833-1919), Manuel Gonzales Prada (1844-1918), Mercedes Cabello
(1845-1909), Clorinda Matto (1854-1909),
José de la Riva Agüero (1885-1944), José Carlos Mariátegui y José María
Arguedas estaría, según el autor, plasmada la buscada, pero no encontrada,
nación peruana.
El mencionado estudioso ha tomado
tres literatos y cuatro ensayistas para dar contenido a su análisis. Además,
con la excepción de Arguedas, todos los analizados nacieron en el Siglo XIX.
¿Es que en el Siglo XX no hubo mayor preocupación por este tema al interior de
la intelectualidad peruana? Ward llega a la conclusión de que en este país no
hay una sola nación, más por el contrario: “Existen muchas naciones peruanas.
Se puede hablar también de diferentes etnias, hay varias etnias y también hay
diferentes formas de pensar el Perú. Concretamente, existe como Nación-Estado y
a la vez es una nación pluricultural.” (La primera, 03-10-2009)
Como se puede leer en el resumen,
para él hay muchas naciones peruanas, por
un lado. Por otro, existe en el Perú una Nación-Estado.
Nosotros discrepamos con las dos afirmaciones. Primero hay que repetir que no
hay ningún país en el mundo que haya llegado a ser nación. Ésta fue, sigue
siendo, en el mejor de los casos, un deseo, una ambición política de la
burguesía en ascenso que nunca se llegó a concretizar en parte alguna. Stuard
Hall ya lo demostró párrafos antes, utilizar el concepto de nación con las
características conocidas no pasa de ser un tremendismo del idioma.
Respecto a la otra afirmación, de
que el Perú es una Nación-Estado, cedamos la palabra al sociólogo Sinesio López
(1942-). A comienzos de 2012, evidenciando los grandes desencuentros históricos
que cruzan esta sociedad, escribió: “Éste es un viejo drama que viene desde el
nacimiento mismo de la república. El Perú nació a la vida independiente con
tres brechas, dos de las cuales hasta ahora no puede superar: la brecha étnica
y racial, la sociopolítica y la territorial. Nacimos como un Estado de criollos
divorciado de la población andina, como una república en una sociedad de
esclavos y de siervos campesinos y sin un cuerpo estatal que ocupe a todo el
territorio geográficamente difícil y socialmente fragmentado. Hay muchos
procesos económicos y sociopolíticos en la base, pero si hubiera que
personificar la conquista política de acabar con la esclavitud y la
servidumbre, no hay que olvidar dos nombres: Castilla y Velasco. Sí, el mismo
que odia tanto la derecha. Las otras brechas (la étnico-racial y la territorial)
se mantienen en pie, pero es posible superarlas.” (López, 22-04-2012)
Algunos días después, coincidiendo
con lo escrito por Vargas Llosa en 1996, vuelve a evidenciar la ausencia del
Estado y del Gobierno en una buena parte de la geografía de este país. Leamos:
“En los países andinos, a diferencia de los países homogéneos (Uruguay, Chile y
Costa Rica), el Estado no llega a todo el territorio ni a toda la población, ni
como estructura ni como gestor de políticas públicas. Ni lo que es ni lo que
hace el Estado cubre a todos los ciudadanos. En un tercio del territorio
peruano hay una especie de vacío estatal, lo que abre la posibilidad de
emergencia de otras formas de dominación (patriarcal, patrimonial, de bandas
armadas, de grupos subversivos, etc.) ajenas a la dominación moderna, racional,
legal y burocrática.” (López, 29-04-2012)
Finalmente el sociólogo remarca: “La
ausencia del Estado se siente en una gran parte del territorio de la Sierra y
de la Selva. En varias centenas de distritos no hay comisarías, las escuelas
son unidocentes, no existe personal médico ni centros de salud, no tienen agua
potable ni desagüe, no hay luz eléctrica, no existen caminos rurales, la ley y
la justicia no llega a todos por igual. La ausencia del Estado arrastra otras
ausencias: no hay mercado ni desarrollo. Existe una relación directa entre
ausencia de Estado y falta de desarrollo. A más ausencia del Estado, menos
desarrollo y a menos ausencia estatal, más desarrollo. Los pobres demandan la
presencia del Estado como una forma de inclusión.” (López, 29-04-2012)
Para terminar, volviendo sobre el
tópico de la identidad, el sociólogo Javier Garvich (1965-) nos da algunas
ideas al respecto. Él, a mediados de 2012, va mucho más allá en el
cuestionamiento de la supuesta “peruanidad compartida”. Nosotros la entendemos
como sinónimo de la “identidad peruana”. Garvich, a través de algunas preguntas
de carácter geográfico, económico, político y cultural, pone en tela de juicio
la tal “peruanidad.” Leamos lo que escribió: “Para ser claros, ¿hay algo en
común entre el empresario de Gamarra y los pobladores de las alturas de
Apurímac, entre los agricultores del Mantaro y las comunidades amazónicas que
protestaron en Bagua, entre los trabajadores de la uva en Ica y los
comerciantes de Juliaca, entre los creativos de una empresa de publicidad en la
Lima miraflorina y los ronderos cajamarquinos? Posiblemente tengan algo más en
común, pero no sé si lo suficiente como para hablar de una peruanidad
compartida.” (Garvich, 29-06-12)
Después de todo, apegarse a la
semilla-raíz, a la tierra-sangre, a la nación-identidad, a la cultura-religión,
no sólo ha sido un alivio para el mayor derramamiento de sangre en lo que va de
la historia humana, sino que ha servido para demostrar cuán brutal puede ser el
ser humano que aún no ha logrado la edad de la razón. Es muy peligroso seguir
orientándose sólo por la magia de la naturaleza. Sólo por el olor y sabor de la
tierra.
La verdad es que, en el fondo de los
fondos, todos somos y no somos al mismo tiempo. Todos somos pasajeros en estas
tierras. Todos somos visitantes en esta comarca. Todos somos apátridas por
antonomasia. Todos somos resultado del cruce de caminos por los senderos de la
vida. Consecuentemente no hay razón para defender rótulos. Para identificarse con
etiquetas. Seguir haciéndolo demostraría que la humanidad todavía no ha pasado
de la edad de la emoción a la edad de la razón. Significa asimismo que la
necesidad sigue subyugando a la libertad. Que mitos y fetiches, antiguos o
modernos, son los referentes más importantes en la vida humana.
Esta tendencia de volver al pasado,
de remover la tierra para encontrar la raíz, de agujerear el suelo para
encontrar la semilla, no es patrimonio de los que vuelven a la Cordillera de
los Andes o a los bosques amazónicos para encontrar los origines, la identidad
o mismidad. Es una vieja historia conocida en otras latitudes. Karl Marx
criticaba a los ya mencionados románticos alemanes por su culto a la tierra,
por su adoración al bosque, en estos términos: “En cambio, una serie de
benditos y exaltados, teutómanos de sangre y liberales de frase, buscan la
historia de nuestra libertad más allá de nuestra historia en los primitivos
bosques teutónicos. ¿En qué se diferencia entonces la historia de nuestra
libertad de la historia de la libertad del jabalí, si hay que ir a buscarla a
la selva teutónica? Y luego, ya lo dice el refrán: el bosque devuelve lo que se
le grita. O sea que ¡paz a las selvas teutónicas!” (Marx, 2010: 67)
Por el contrario, nuestra obligación
mayor es trabajar, conscientemente, en contra de las fronteras, de los clichés
de las naciones, de las etiquetas de los países, de los estereotipos
culturales, expresiones modernas de los mitos y fetiches, en función de lo que
más nos une y en contra de lo que más nos separa. Demasiados problemas tenemos
con el nacionalismo, con el racismo, con el patriarcalismo, con el
culturalismo, con el clasicismo como para cargar más fantasmas sobre los
hombros. Es suficiente que, en este nivel, nos consideremos simple y llanamente
seres humanos. Que, como tales, luchemos por una futura Ciudadanía mundial. Naturalmente que este ideal tendrá que pasar
por la prueba de fuego de la evolución, de la transformación, de la revolución
histórico-social, como es obvio.
Es verdad que trabajar por la Ciudadanía mundial puede ser un
encomiable deseo para unos. Puede ser una simple palpitación para otros. Puede
ser un hermoso sueño para unos terceros. Puede ser una ingenuidad para unos
cuartos. Pero, sin olvidar el terreno donde se pisa, hay que dar la razón al
novelista James Joyce (1882-1941) cuando afirmaba: “Los movimientos que
preparan revoluciones en el mundo nacen de los sueños y las visiones del
corazón…” (Joyce, 1996: 186)
Ese tipo de sueños que nacen de la
realidad, de la necesidad, del deseo de un mundo mejor, al pasar el tiempo, se
materializan, se vuelven realidades. Otro artista, Friedrich Schiller
(1759-1805), comprendió, adelantándose a muchos de su especie, que todas las
formaciones económico-sociales son de carácter histórico. Precisamente por
ello, no pueden ser eternas. Ésta es la razón del por qué escribió: “De esta
cabeza, sobre la cual estaba colocada una manzana, florecerá para ustedes una
nueva y mejor libertad; lo viejo cae, los tiempos cambian, y una nueva vida
surgirá de las ruinas del pasado.” (Schiller, 1973: 86)
De las opiniones vertidas en los
párrafos anteriores sobre el tema de la “identidad peruana”, “identidad
nacional peruana”, “identidad andina-amazónica”, “Nación-Estado”, nos
permitimos concluir que ellas no pasan de ser buenas intenciones. Sentimientos
trabajados, en unos casos. Construcciones ideológicas o mitos, en otros. En
resumidas cuentas, en ninguno de los niveles estudiados, la traída y llevada
“identidad” da señales de existencia. Salvo en el sentimiento transmitido. En
la costumbre de repetirse. Tal como ocurre con todas las religiones y las
creencias. De lo que sí se podría hablar, con cierta propiedad, es de
mentalidad. Éste es otro tema que trasciende los límites de este prólogo.
A pesar de los deslindes de unos, de
las conjuras de otros, la verdad es que en todo defensor de la identidad, si
aún no es consciente, palpita en él el racismo, incuba en él el culturalismo,
fermenta en él el nacionalismo. Echadas estas semillas, bajo determinadas
circunstancias, el fascismo, en cualquiera de sus versiones, crece
espontáneamente como flor en invernadero. Para prueba, recordemos los motivos o
pretextos que dieron motivo a la mayoría de las guerras en el último siglo.
[1] («Tempestad en los
Andes».Lima.1972: Prl.). Como ya se ha considerado repetidamente, en este
sentido había escrito en «El hombre y el mito»: "La fuerza de los
revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión,
en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual" . Y en la
misma línea y con el mismo espíritu subraya en el 7mo. Ensayo, hablando de
González Prada: "González Prada se engañaba, por ejemplo, cuando nos
predicaba antirreligiosidad. Hoy sabemos mucho más que en su tiempo sobre la
religión como sobre otras cosas. Sabemos que una revolución es siempre
religiosa...Poco importa que los soviets escriban en sus affiches de propaganda
que la religión es el 'opio de los pueblos'. El comunismo es esencialmente
religioso".
[3] Mariátegui afirma que el mismo misticismo de la
acción (de los puritanos y judíos)...se reconoce en los grandes capitanes de la
industria norteamericana.
[5] El desarrollo
histórico del imperio incaico tiene un sentido muy diferente al europeo. La
triada europea del Logos-Mercado-Escritura está ausente completamente. El
pensamiento incaico es fundamentalmente mitológico, la economía es de
subsistencia y no de apropiación, como es la economía del mercado, y la cultura
incaica no conocía la escritura
[6] La crítica
mariateguiana tiene aquí la misma tonalidad y sentido que al que hace a la
Europa prebélica. Ver: «Dos concepciones de vida»: "Generación toda
nervios y cerebro gastado y cansados por las grandes fatigas de sus genitores:
no soportaba los esfuerzos tenaces y las tensiones prolongadas...amaba la
penumbra y los crepúsculos, las luces dulces y discretas...El ideal de esta generación
era vivir dulcemente".
[7] Un ejemplo entre
muchos: "El Perú no tenía una clase burguesa que lo aplicase (el ideario
liberal, JO) en armonía con sus intereses económicos y su doctrina política y
jurídica".
[8] Naturalmente que
Mariátegui no se refiere a cierto tipo de literatura decadente pre-bélica, sino
expresamente a la nueva generación post-bélica europea.
[9] Es interesante señalar aquí dos referencias
biográficas del autor antes de continuar con la crítica mariateguiana: El
comentado artículo fue escrito a fines de octubre de 1924. Es decir en una
época que Mariátegui se restablecía lentamente de la grave enfermedad que lo
había llevado al borde de la muerte y que había perdido en ella una pierna y
que desde allí estuvo condenado a la silla de rueda. Es decir, la experiencia
de la muerte, de la enfermedad y del dolor estaba aún muy fresca. Su afirmación
de la vida, su agonía se muestra muy claramente en la severidad de la crítica a
la gente peruana. Por otro lado, el segundo rasgo biográfico. Entre la gente
peruana criticada se encuentra él mismo, su propia historia como Juan
Croniqueur. Como se recordará también él escribía estos tipos de versos,
hundidos en el aburrimiento, en la melancolía y en la tristeza. Tal vez sea
éste el resorte íntimo de la ferocidad de su crítica. Aquí se muestra muy
claramente como están compenetrados e indisolublemente ligados la vida de los
peruanos, es decir la realidad peruana con la vida del propio Mariátegui. La
biografía personal forma parte de esa totalidad que él analiza. Retengamos
también este pasaje altamente autobiográfico en el que se refiere al momento
del cambio, de la ruptura de la melancolía gris hacia el dolor social.
Es este sentimiento de comunidad social a través del dolor que posibilitó al
mismo Mariátegui de superar su época de Juan Croniqueur.
[10] M.Gonzáles Prada:
«Nuestros Indios», citado por Mariátegui. (1928:201). Ver también al respecto,
Jorge Basadre «La multitud, la ciudad y el campo en la historia del Perú»,
especialmente el colofón sobre el país profundo, donde el autor habla sobre la
patria invisible, sobre el país legal y el país profundo.
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