La Autoconciencia Como Forma de Conciencia*
E. V. Shorojova
LA COMPLEJIDAD DEL REFLEJO consciente del mundo
exterior por el hombre consiste, en grado considerable, en la dificultad de
combinar los factores objetivo y subjetivo del conocimiento. En parte, esto se
refleja ya en el idioma. El hecho de la percepción del estímulo exterior puede
expresarse de dos maneras: al ver un árbol, al oír el rumor de un tranvía que
se aproxima, el hombre puede decir: “el árbol verdea y el tranvía está en
marcha”, o bien: “veo un árbol verde y oigo el ruido de un tranvía que pasa”. En
el primer caso se hace constar un hecho objetivo; en el segundo se une al
reconocimiento del objeto que existe y a la característica de sus propiedades,
independientes del sujeto, la noción sobre el sujeto perceptor. De esa noción
depende la subjetividad del fenómeno de la conciencia, el concepto de la
persona que actúa, del observador que, en forma generalizada, se denomina “yo”.
Pese a la
diferencia de opiniones sobre la esencia del “yo”, la mayoría de los psicólogos
y filósofos coinciden en que se trata de una realidad determinada, que es
imposible negar y a la que forzosamente se ha de tener en cuenta. El sujeto,
sus vivencias, estados y actividad son algo efectivamente existentes. Los
idealistas consideran que el sujeto no es más que una formación psíquica, que
representa solo una esencia inmanente e invariable o, dicho de otro modo, el
alma.
No solo
los idealistas señalaban la realidad del “yo”; también los materialistas
hablaban de ella. En una carta dirigida a su hijo, que era fisiólogo, A. I.
Herzen escribía: “El hombre, tan pronto como empieza a juzgar sus actos, es
consciente de que actúa por su propio deseo. De aquí que llegue a la conclusión
de que sus actos son voluntarios, olvidando que la propia conciencia no es más
que el resultado de una larga serie de antecedentes. El hombre anota la
integridad de su organismo, la unidad de todas sus partes y funciones, queda
convencido de la existencia de un centro para su actividad sensual y mental y
concluye, a base de todo esto, que el alma existe objetivamente -al margen de
la materia- y domina el cuerpo.
¿Cabe
deducir de esto que en sentimiento de libertad del individuo es un error y la
conciencia de nuestro yo una alucinación? No lo creo así. Es indispensable
derribar a los falsos dioses, pero eso no es todo: bajo sus máscaras hemos de
buscar la causa de su existencia. Un poeta ha dicho que el prejuicio es casi
siempre la forma infantil de la verdad presentida.”1
El
derrocamiento de los dioses, es decir, de los falsos conceptos de los que habla
A. I. Herzen, es una medida indispensable cuando se hace palmariamente evidente
que esos conceptos son, en efecto, dioses de un valor igual a cero y de un
contenido real insignificante. ¿Es así, en efecto, en concepto de “yo”? Es
evidente que no. Se trata de un ídolo que tiene significado real y el hombre
tropieza con él en su práctica cotidiana, en sus constantes relaciones
recíprocas con el mundo exterior.
¿Cómo es,
entonces, el “yo”? ¿Qué sentido real está implícito en ese concepto?
Algunos
ejemplos nos demostrarán cuán multifacético es ese fenómeno y qué diferentes
son las ideas que se tienen acerca de él. El hombre, por ejemplo, puede decir
“estoy mal vestido”, “me ha mojado la lluvia”; en esos casos se trata,
evidentemente, de la ropa. Otro sentido distinto adquieren las manifestaciones
del hombre cuando dice que está cansado, que se divierte. En el primer caso se
comprueba la existencia de un autoconocimiento objetivo; en el segundo,
juntamente con la comunicación del hecho del cansancio o de la diversión se
informa de la vivencia de esos estados por el sujeto. El conocimiento acerca
del estado del hombre se complementa con la vivencia por él mismo de ese
estado. Existen matices de sentido en la expresión de la vivencia del cansancio
producido por el trabajo físico, como cansancio del cuerpo, del cansancio
espiritual. El cansancio, en el primer sentido de la palabra, diríase que se
encuentra en los músculos, que está localizado sensorialmente en un lugar
determinado. En la vivencia del cansancio se reflejan en el hombre los estados
de los órganos de su cuerpo. El cansancio espiritual no se localiza en ningún
lugar. En este caso, el cansancio no refleja el estado de los diversos órganos
o sistemas del organismo, sino que expresa el estado moral del individuo. El
cansancio, como aburrimiento, como vaciedad espiritual, constituye, claro está,
otra nota en la definición del concepto “yo” que el cansancio corporal. En un
caso se trata de “yo” como determinado cuerpo físico, y en el otro, del contenido
espiritual, del aspecto subjetivo de la vida de un hombre. Cuando un hombre
dice que recuerda bien los números telefónicos o que es listo o tonto, esas
características del “yo” no son el resultado de las sensaciones del estado del
organismo, de una vivencia directa. Son producto de razonamientos.
Un
individuo puede tener muchas facultades, pero no darse cuenta de ellas, no
sentirlas de un modo directo durante un cierto tiempo, por ejemplo, en la edad
infantil. Sin embargo, la propia existencia de esas facultades, como capacidad
para una actividad determinada, constituye una condición imprescindible para
que el hombre tenga conciencia de sí mismo como de un ser dotado de talento.
Por ejemplo, el talento musical existe en el niño antes de que sea consciente
de él. El hombre conoce su capacidad de recordar bien los nombres o los números
del teléfono o su talento solo cuando realiza esas capacidades, cuando pone de
manifiesto su talento. Las reconoce como facultades propias de su personalidad
cuando las exterioriza en determinadas condiciones sociales.
Estos
ejemplos muestran de qué manera tan multiforme y diversa se comprende el “yo”;
qué diversidad de aspectos tiene y de cuántas maneras diferentes puede
abordarse su estudio. Pese a toda la multiformidad de ese fenómeno, es
indispensable diferenciar las peculiaridades físicas y espirituales del
individuo. Claro está que lo físico y lo espiritual están orgánicamente
fundidos en el hombre. Pero, a fin de comprender mejor esos aspectos del
individuo, conviene separarlos. Esta separación está justificada, en cierta
medida, por el hecho de que en el proceso del desarrollo e histórico de la
conciencia se forma primero la idea sobre la fisonomía física del hombre y, a
continuación, se origina la conciencia de sí mismo como de un ser que piensa y
conoce.
Las ideas
acerca de los aspectos físico y espiritual del individuo aparecen debido a la
percepción de objetos y fenómenos reales. Así, las sensaciones obtenidas por el
hombre en el proceso de su desarrollo individual con ayuda de la vista, del
tacto, la percepción de sus propios movimientos, constituyen la base de las
representaciones humanas sobre el cuerpo como de algo distinto del mundo
exterior. Las sensaciones del dolor, calor, frío, hambre, se localizan en el propio
cuerpo, mientras que las impresiones visuales y auditivas, debido a la
estructura especial de esos órganos, reflejan fenómenos que se encuentran fuera
del cuerpo humano. Esta circunstancia condiciona la diferenciación del propio
cuerpo de entre los objetos del mundo exterior y otros cuerpos: el hombre
empieza a tener idea de su aspecto físico.
El
aspecto espiritual de su individualidad empieza a ser conocido por el hombre
cuando toma conciencia de la existencia de imágenes y objetos que han actuado
anteriormente sobre él. Por consiguiente, el reconocimiento de que las
representaciones son imágenes de estímulos exteriores, ausentes en el momento
dado, constituye el primer peldaño en la diferenciación del fenómeno psíquico,
inherente al hombre, del fenómeno material que existe al margen del hombre. La
imagen del árbol es algo distinto del propio árbol. El árbol puede desaparecer,
pero su concepto se conserva durante largo tiempo. El hombre observa, de este
modo, que en él hay algo diferente de los objetos del mundo exterior. El
círculo de fenómenos, que el hombre incluye en su mundo interno, se amplía
sensiblemente cuando empieza a conocer la existencia de los sentimientos de
pena, alegría, energía, cansancio, entusiasmo, etc. El hombre llega a esa
deducción a base de su variada experiencia. Observa, además, que las cosas
cambian bajo el influjo de sus acciones, dirigidas por sus propias necesidades
y deseos. Esas necesidades y deseos difieren, asimismo, de todo aquello que el
hombre conoce en el mundo exterior. Así, pues, el hombre se da cuenta de que
juntamente con los objetos del mundo exterior existen en él sensaciones,
representaciones, sentimientos y procesos volitivos. El conjunto de esos
procesos psíquicos constituye el mundo íntimo del hombre, la faceta espiritual
de su personalidad.
¿De qué
modo se origina la idea de ese conjunto? ¿Cómo es la autoconciencia del hombre?
La autoconciencia es una clase de conciencia. Lo mismo que la conciencia, se
caracteriza por el vínculo orgánico entre la vivencia y el conocimiento, que se
forma y se manifiesta en la actividad concreta del individuo. Al subrayar la
tesis de que la autoconciencia contiene en sí como núcleo fundamental el
conocimiento, la psicología materialista la antepone a la representación
idealista sobre la autoconciencia, como vivencia que parte del sujeto y que va
dirigida hacia él. La característica de la conciencia como reflejo de la
realidad objetiva que existe fuera e independientemente del hombre es opuesta a
la reducción idealista de la conciencia a la autoconciencia. Toda
autoconciencia es conciencia, pero la conciencia no se reduce a autoconciencia.
La conciencia como reflejo racional del mundo en su movimiento y desarrollo
puede realizarse sin que el hombre sea consciente de ese proceso de reflejo. El
individuo puede reflejar de un modo adecuado los fenómenos, conocerlos,
reaccionar correctamente ante ellos, comprender su sentido, es decir, tener
conciencia de esos fenómenos, pero no tener conciencia de sí mismo, como sujeto
cognoscente de su actividad en respuesta a los estímulos, es decir, no
comprenderlos. El hombre puede tener pensamientos, sentimientos e impulsos que
no comprende, aunque provocan su actividad, aunque reacciona a los fenómenos
que se reflejan en esos pensamientos y sentimientos. Todo eso demuestra que la
conciencia y la autoconciencia no son una y la misma cosa. La autoconciencia es
la forma superior de conciencia; para que se origine y se desarrolle se precisa
determinado nivel de conciencia. La identificación de la conciencia y de la
autoconciencia equivale a individualizar y subjetivizar la conciencia en
perjuicio de su contenido objetivo, incluida también su esencia social.
La
peculiaridad distintiva de la autoconciencia consiste solo en que su objeto y
el acto de su conciencia coinciden en cierto grado. Sin embargo, el subrayar
esta peculiaridad no significa que el objeto de la autoconciencia sea algo dado
directamente al sujeto, y que la autoconciencia se reduzca a penetrar, a
comprender ese objeto. El hombre puede tener conciencia de sí mismo, de su
mundo interior, solo cuando tiene conciencia de su actividad y de sus
pensamientos como reflejo del mundo exterior. Antes de que en el hombre pudiera
surgir la conciencia de sus propias sensaciones, percepciones e ideas tenían
que surgir esas mismas sensaciones como reflejo de la realidad objetiva. El
hombre ha podido excluirse de entre los objetos y fenómenos del mundo exterior
porque refleja la realidad objetiva; también la autoconciencia es resultado del
reflejo de la actividad de otros hombres, de la propia actividad práctica y
teórica.
Únicamente
los hombres tienen conciencia de sí mismos. Esta conclusión deriva de la idea
de que la autoconciencia es una forma de conciencia y esta última, desde
nuestro punto de vista, constituye la peculiaridad específica de la actividad
refleja del hombre. Los animales, al no poseer conciencia, carecen, como es
natural, de autoconciencia. Solo en el ser humano se da la conciencia de sí
mismo, la autoconciencia como forma superior de conciencia.
La
autoconciencia se forma en el proceso del desarrollo histórico del hombre. Esta
idea fue subrayada por Lenin cuando decía que el hombre instintivo no se
excluía de la naturaleza, pero sí el consciente.
El
proceso de formación histórica de la autoconciencia puede observarse mediante
el estudio de los productos de la actividad humana, del arte, del lenguaje, en
los que se expresa el nivel de conocimiento por el hombre del mundo exterior y
de su autoconciencia.
La
estructura de la autoconciencia y las leyes de su formación se manifiestan con
la máxima claridad en la edad infantil, que es cuando se origina la conciencia.
El proceso de formación de la autoconciencia en los niños puede ser objeto de
observación y de estudio experimental. El estudio experimental de ese proceso,
llevado a cabo en la psicología soviética, parte de claras tesis materialistas
dialécticas. La principal de ellas consiste en reconocer que la autoconciencia
no es algo innato en el hombre, sino que constituye el producto de su desarrollo
en determinadas condiciones históricas y sociales, que es el resultado de las
efectivas relaciones recíprocas del hombre con otros seres. La autoconciencia
del hombre no se reduce a la vivencia, directamente inherente a él, según
afirman los psicólogos idealistas, sino el resultado del conocimiento de las
verdaderas causas de sus vivencias, del proceso efectivo de su actividad vital.
El
proceso de la autoconciencia, que empieza por una cierta “autosensación”,
originada en el proceso de la vida, se forma del mismo modo que se desarrolla
el conocimiento del mundo exterior. La autoconciencia se desarrolla cuando se
pasa de las sensaciones a las representaciones y de ellas al pensamiento. El
“yo” físico del niño, que algunos autores (W. Stern y otros) consideran
inherente desde el principio al hombre y que constituye, según dicen, la base
para la formación del “yo” espiritual, se adquiere por el hombre en la
experiencia lo mismo que cualquier conocimiento sobre el mundo exterior. El
punto de partida en la formación de las ideas del hombre sobre sí mismo es la
formación de las sensaciones y de sus múltiples conexiones recíprocas. El
hombre, al analizar esas sensaciones y sus vínculos, se encuentra a sí mismo.
Los
fenómenos de la autoconciencia se basan en la misma actividad refleja del
cerebro, con la cual se enfrentan la fisiología y la psicología al estudiar el
conocimiento del mundo exterior por el hombre.
Las obras
de Séchenov contienen valiosas consideraciones sobre el modo como se forma la
autoconciencia entre los niños. Séchenov analiza cómo surgen en el niño las
diferencias objetivas entre las sensaciones visuales, auditivas y táctiles, que
recibe al percibir su propio cuerpo, y las sensaciones visuales, auditivas y
táctiles que recibe al percibir el mundo exterior y otras personas. En el
proceso de obtención de esas sensaciones y de sus diferencias se forma en el
niño la representación de “yo”. He aquí cómo describe Séchenov ese proceso:
“El niño
ve su mano diez veces al día, por ejemplo, y las mismas veces la mano de su
madre.
“Para
poder ver claramente su mano, el niño debe colocarla a una determinada
distancia de los ojos. Esto es lo que hace debido a un reflejo aprendido.
Asocia, de ese modo, la sensación visual de su mano con la sensación de su
movimiento. Para ver la mano de la madre no necesita hacer ese movimiento, sino
otro distinto, por ejemplo, acercarse más a ella. Mientras esas asociaciones,
distintas por su contenido, sean pocas, el niño, naturalmente, no sabe
distinguir su mano de la mano de la madre. Pero a medida que se multipliquen
esas asociaciones en condiciones diversas, irán destacándose cada vez más y más
sus caracteres distintivos y, entonces, en la conciencia del niño se
diferenciarán dos objetos similares. El proceso continúa desarrollándose: el
niño ve con frecuencia un juguete en la mano de su madre y con la misma
frecuencia en la suya propia: la primera sensación sigue siendo simple, pero a
la segunda se une la sensación táctil y muscular. La historia se repite miles y
miles de veces. Ambos actos se separan el uno del otro y en la conciencia
aparece ya la mano propia con una mezcla de autosensación.”2
Las
investigaciones experimentales demuestran que, al principio, el niño trata los
órganos de su cuerpo lo mismo que los objetos del mundo exterior; no solo
mental, sino tampoco físicamente, separa todavía su cuerpo de los diversos
objetos que están en contacto con él.3 Esta exclusión del propio
cuerpo de todo el conjunto de objetos circundantes se verifica mediante la
división de la propia realidad, de la separación, en el conjunto de objetos y
fenómenos, de algunos objetos debido a la actividad del niño con esos objetos y
al cambio de las funciones de los órganos de su cuerpo. Por ejemplo, la
condición esencial para que el niño conozca sus pies como algo que le pertenece
es su transformación de objetos de juego en un medio de actividad con otros
objetos. La vivencia de la propia actividad, que se origina como resultado de
la sensación del propio cuerpo, se va separando paulatinamente del reflejo de
las propiedades exteriores de los objetos que el niño conoce. Esas propiedades
objetivas se convierten de causas de vivencia en objeto de conocimiento. Poco a
poco las propias vivencias se convierten también en objeto del conocimiento.
Las
sensaciones musculares, en las cuales va impresa más que en otras la huella de
la pertenencia a un sujeto determinado, constituyen el fondo sobre el cual se
forman las vivencias del niño, y a base de éstas las nociones sobre los órganos
de su cuerpo. En la formación de la autoconciencia, según Séchenov, tienen
también mucha importancia las sensaciones indefinidas y oscuras que acompañan a
los actos que se realizan en los órganos interiores.
Las
sensaciones acompañan toda actividad humana, cualquier acto de percepción del
mundo exterior. Esas sensaciones, por estar constantemente relacionadas con la
actividad de los sentidos, que perciben los estímulos exteriores, reflejan el
estado del organismo y constituyen las autosensaciones del hombre. Las
investigaciones de la escuela pavloviana, en particular de K. M. Bykov y sus
discípulos, señalan el carácter material de la actividad del organismo en la
que se basa el sentimiento de sí mismo.
En la
formación de ese autosentimiento desempeña un gran papel la actividad de los
analizadores especiales, que ayudan a percibir y analizar el complicado
conjunto de los fenómenos que se verifican en el propio organismo.
Cuando
las relaciones recíprocas con la realidad objetiva son normales y el estado de
los órganos internos es bueno, el hombre no percibe con claridad el fondo
subjetivo de su actividad perceptora. El hombre, habitualmente, no sabe
diferenciar las características de los diversos estados de sus autosensaciones.
Todo el complicado conjunto de fenómenos psíquicos, que constituyen el
sentimiento de sí mismo, recibe, según Séchenov, la denominación genérica de
“yo”.
El hombre
no posee la innata facultad de diferenciar el sentimiento de sí mismo, el matiz
subjetivo de toda actividad del contenido objetivo de la misma; esa facultad es
resultado de la reiterada asociación de diversas combinaciones de lo objetivo y
lo subjetivo en cualquier proceso psíquico. “De la conciencia de sí mismo
del niño -escribía Séchenov- nace en edad adulta la autoconciencia, que
permite al hombre la posibilidad de enfocar críticamente los actos de su propia
conciencia, es decir, separar todo lo de dentro de sí de todo lo de
fuera, analizarlo y compararlo con el exterior, en una palabra, estudiar el
acto de la propia conciencia.”4
La
autoconciencia se forma cuando el hombre se distingue del mundo exterior. Al
principio de esa distinción se forman las ideas del individuo de su “yo”
físico; el hombre delimita el espacio exterior del espacio de su cuerpo, separa
en su autosentimiento la conciencia del “esquema de su cuerpo”. Esta separación
se lleva a cabo en el proceso concreto de la actividad recíproca del niño con
los objetos que se hallan fuera de él. El activo manejo de objetos en diversas
situaciones contribuye a que conozca las propiedades objetivas de esos objetos
que, al parecer, se oponen al hombre (densidad, forma, etc.) y las propiedades
de los órganos de su cuerpo. La capacidad de desplazarse con relación a los
objetos, que aparece en el niño a finales del primer año de su vida, contribuye
a que domine el espacio exterior y que, gracias a ello, separe de ese espacio
su propio cuerpo. Esta facultad se completa con la de desplazar los objetos con
relación a su cuerpo. A medida que el niño se desarrolla, estas capacidades se
van perfeccionando. La capacidad de desplazarse en el espacio aparece cuando
empieza a caminar; la de desplazar los objetos, a medida que se van haciendo
más complejos los movimientos de aprensión de la mano y se coordinan esos
movimientos con las indicaciones de los órganos sensoriales de distancia, ante
todo la vista, luego el oído, etc. Así, pues, el manejo de los objetos tiene
una importancia muy grande en el proceso de separación del propio hombre de la
realidad objetiva exterior. El carácter objetivo de la propia actividad
adquiere un papel determinado en ese proceso. Los hechos demuestran que el niño
refleja primeramente los objetos de su actividad y luego, tan solo, su
actividad con esos objetos.5
La esfera
de la autoconciencia se amplía cuando el niño distingue sus propias acciones de
sí mismo. Al analizar el proceso de formación de las ideas sobre la actividad
propia, Séchenov subraya que se trata de un proceso similar a toda actividad
cognoscitiva del hombre dirigida al mundo exterior. “Cuando a la pregunta «¿qué
hace Pedro?» el niño responde correctamente, es decir, de acuerdo con la
realidad: «Pedro está sentado, juega, corre», vemos que ya sabe distinguir
entre su propia persona y sus acciones. ¿Qué significa esto y cómo ocurre? El
niño recibe múltiples autosensaciones de su cuerpo cuando corre, cuando está
sentado, de pie, etc. En esa suma de sensaciones, al lado de elementos
homogéneos, hay también otros distintos que caracterizan especialmente su cuerpo
durante la marcha, cuando está de pie, etcétera. Como esos estados alternan muy
frecuentemente entre sí, hay multitud de condiciones para compararlas en la
conciencia. El producto de esa comparación se expresa en las ideas: «Pedro está
sentado o pasea.» En este caso, Pedro no significa, claro está, una abstracción
de la suma de autosensaciones proporcionadas por los elementos constantes de
los variables, ya que esa operación resulta difícil incluso para los adultos;
se trata de una idea que expresa la separación del propio cuerpo respecto de
las propias acciones, que el niño ya comprende claramente. A continuación, o
tal vez simultáneamente con ello, el niño empieza a diferenciar en su
conciencia las sensaciones que le invitan a la acción. El niño dice: «Pedro
quiere comer, quiere pasear», etc. En el primer caso, el niño expresa
indiferentemente estado de su cuerpo como una sensación íntegra de sí mismo;
pero en el segundo, ya tiene conciencia de la diversidad de sus dos
autosensaciones… Como esos estados pueden tener lugar cuando el niño está
sentado, cuando camina, etc., ha de producirse su recíproca comparación en la
conciencia. Vemos, pues, que Pedro bien siente deseos de comer, bien de pasear;
bien camina, bien corre; en todos los casos Pedro constituye la fuente
general en cuyo interior nacen las sensaciones y de la cual proceden las
acciones.”6
El saber
diferenciar las acciones propias de uno mismo presupone la separación de los
estados psíquicos de los móviles de esas acciones: los motivos de la conducta.
Estos últimos son los que se revelan, ante todo, en los deseos del niño. El
niño puede formular el objetivo que persigue con su acción, puede conservar ese
objetivo y realizarlo prácticamente porque es consciente de su deseo, sabe
referirlo a sí mismo y comprende qué acción ha de realizar para llevarlo a la
práctica. Ahora bien, el tener conciencia de las acciones propias, de los
objetivos de su actividad y de los móviles de su conducta significa que empieza
a formarse el “yo” espiritual del niño, que se inicia la autoconciencia de su
personalidad. En el niño, la separación de su cuerpo, de entre el conjunto de
los objetos circundantes, culmina con la formación de la autosensación, la
autopercepción y la idea de sí mismo; en el hombre, la autoconciencia de las
propiedades y cualidades psíquicas propias se verifica en el proceso de la
formación del pensamiento, del concepto de su “yo”. El proceso de la
autosensación tiene por base fisiológica la actividad del primer sistema de
signalización; pero la formación de un concepto sobre el mundo interior del
hombre, su “yo” espiritual, está vinculada a la actividad del segundo sistema
de signalización. Este segundo sistema es el medio que permite al hombre
orientarse no solo en el mundo exterior, sino también en sí mismo.
El
reflejo expresado en conceptos, gracias al segundo sistema de signalización,
permite la aparición del pensamiento sobre la conducta propia, sobre la propia
actividad psíquica. Su aparición se debe a la necesidad de regular la conducta
propia en consonancia con los requerimientos del medio ambiente. La
autorregulación, el control de la conducta propia, son funciones de la
autoconciencia, constituyen su sentido vital y la peculiaridad característica
del hombre.
El
mecanismo fisiológico que permite la realización de la autoconciencia y, debido
a ello, la autorregulación y el autocontrol, es la actividad del segundo
sistema de signalización. Este sistema desempeña excepcional importancia en la
formación de la autoconciencia humana. Primero sirve de mecanismo para la
generalización de los datos proporcionados por la sensación de uno mismo. Esta
generalización es imprescindible en el proceso formativo del concepto de “yo”.
Segundo, y esto es lo principal, constituye la base fisiológica de la palabra
humana. A través de la palabra se realiza la comunicación entre el hombre y los
demás seres. La formación de la autoconciencia no puede concebirse al margen de
las conexiones del hombre con el medio y, ante todo, con el medio social y con
otros hombres.
El hombre
adquiere conciencia de sí mismo, separándose del medio, en el proceso de su
actividad social-práctica, a medida que percibe esa actividad y sus resultados.
De este modo, el punto de partida de la autoconciencia no es el reconocimiento
del sujeto de sí mismo y la conciencia de su propio “yo”, como afirmaba Fitche,
ni tampoco el autodesarrollo y la autoculminación de la conciencia en la
autoconciencia, como creía Hegel, sino el conocimiento de la vida real y de la
actividad, de los cambios prácticos que el hombre introduce en el mundo
exterior. No nos referimos, claro está, al reflejo de las acciones sobre el
mundo exterior de una sola persona, sino de la colectividad, de la sociedad, de
la humanidad en su conjunto. Por consiguiente, no se trata tanto de la acción
personal del hombre sobre la naturaleza como de la social. Lo más probable es
que el sujeto se separe, al principio, del medio, estableciendo la diferencia
entre la naturaleza y la sociedad humana y más tarde entre el individuo y el
género humano. En la formación de la autoconciencia tiene gran importancia que
el hombre sea consciente de su propia actividad, pero es más importante todavía
que sea consciente de la actividad de otros hombres, de sus efectivas
relaciones recíprocas con el mundo exterior. Así, pues, la etapa inicial de la
autoconciencia no es la contemplación del mundo interior del hombre y su
comprensión, sino el conocimiento del mundo exterior y de los demás hombres. El
individuo, al ser consciente de la actividad de los hombres que actúan sobre el
mundo exterior y lo modifican, acaba por tener conciencia de sí mismo como
sujeto activo de la relación cognoscitiva y práctica. Por consiguiente, la
formación de la autoconciencia no empieza en el análisis del sujeto y la
aplicación de los datos de ese autoanálisis al conocimiento del mundo exterior
y de los demás hombres, sino por el conocimiento del mundo exterior y de los
demás seres humanos. Esta idea fue brillantemente expuesta por Marx: “El
hombre, en cierto sentido, se parece a una mercancía. Como no nace con un
espejo en las manos ni siendo un filósofo fitcheano: «yo soy yo», empieza por
verse, como en un espejo, en otro hombre. Solo cuando trata al hombre Pablo
como a un ser semejante a sí mismo, el hombre Pedro empieza a tratarse a sí
mismo como a un ser humano.”7
Los demás
seres humanos, con quienes el hombre interactúa constantemente y de diferente
manera, reflejan su “yo”. La conducta de los hombres que le rodean sirve de
referencia para que el hombre se haga una idea de su propio “yo”, de las
propiedades y cualidades objetivas que posee.
El
reflejo de su dependencia del curso objetivo de las cosas y de sus vínculos con
los otros hombres contribuye a que en el individuo se forme una clara idea de
sus derechos, obligaciones y deberes. La vivencia del deber, del honor, de la
conciencia, constituye, a su vez, la base moral del sentimiento de su “yo”. A
la autosensación como vivencia de su estado físico, a la comprensión de su
actividad cognoscitiva se une la idea de sí mismo como un ser prácticamente
activo, dotado de una personalidad moral. El sentimiento de la propia dignidad,
que deriva de la conciencia de uno mismo como personalidad moral, así como la
actitud crítica ante las propias intenciones y acciones, constituyen factores
importantes de la autoconciencia humana.
La tesis
central de la filosofía materialista dialéctica acerca de la esencia social de
la conciencia es igualmente correcta si se aplica a la autoconciencia
individual; se confirma, además, por concretas investigaciones psicológicas
experimentales. Estas investigaciones demuestran que en la formación de todos
los elementos de la autoconciencia individual, además del mundo objetivo,
desempeñan un gran papel también otros hombres, la sociedad en su conjunto.
Estos constituyen la causa principal de la formación de la autoconciencia
individual del hombre. Por ejemplo, ya al organizar los juegos de los niños los
adultos contribuyen a que el niño separe, diferencie, los objetos exteriores de
su propio cuerpo, a que distinga el espacio exterior del “esquema” de su
cuerpo. Al llamar constantemente al niño por su propio nombre en distintas
situaciones, en sus diversas estados físicos y psíquicos, los adultos ayudan a
que el niño se forme una idea consciente de sus acciones a que las distinga de
sí mismo y de los objetos a que van dirigidos; contribuyen, de este modo, a que
se forme el niño el concepto de su propio “yo”, como de un conjunto estable de
acciones, deseos y otras propiedades psíquicas. Lo mismo que en la formación
del concepto de cualquier objeto cuando se le denomina, el nombre propio del
niño va adquiriendo poco a poco la propiedad de designar cierto conjunto
estable de sus cualidades. Deja de designar una propiedad aislada para designar
un concepto.
Son muy
interesantes las investigaciones experimentales destinadas a revelar el papel
que la valoración desempeña en la formación de la autovaloración del individuo,
que constituye uno de los aspectos más importantes de la conciencia de uno
mismo. Los datos proporcionados por esas investigaciones demuestran
palmariamente el papel que desempeñan las condiciones sociales y los hombres
que rodean al niño en la formación de su autoconciencia individual.
La
valoración de la conducta, de los actos del niño, contribuye a orientarle en
sus impulsos, en sus cualidades potenciales que pueden llegar a ser una
realidad en determinadas condiciones. Esa valoración cumple diversas funciones
en el proceso de la educación y el estudio. B. G. Ananiev destaca muy
particularmente la función orientadora y estimulante de la valoración. Su
función orientadora contribuye a que el niño sea consciente de los
conocimientos adquiridos en el proceso del estudio. Su función estimulante
condiciona la formación en el niño de vivencias relacionadas con los resultados
de su actividad, cumpliendo así un papel de incentivo para la consecución de
ciertos resultados de su actividad.8
El
estudio del proceso de formación de la autoconciencia por medio de la
valoración de sí mismo y de lo circundante demuestra que entre los adolescentes
se forman más fácilmente y antes las apreciaciones sobre la conducta y las
cualidades de otros hombres que la valoración de las cualidades propias.9
Además, al valorar a los demás hombres, lo primero que enjuician son las
cualidades relacionadas con determinadas clases de actividad, luego las
cualidades que se refieren a sus relaciones recíprocas con otras personas y,
finalmente, las generales del individuo. El papel que el juicio de otras
personas desempeña en la formación de la autovaloración y la autoconciencia del
adolescente lo demuestran las respuestas características de los sujetos de la
experimentación a las preguntas del experimentador: “Cómo sabes que son así los
rasgos de tu carácter?”, de que da cuenta G. A. Sobieva en el trabajo
anteriormente citado. Los adolescentes responden que conocen sus cualidades por
haber oído hablar de ellas a sus padres, maestros, camaradas, y que ellos, más
tarde, habían empezado a darse cuenta de su existencia.
Esta
capacidad de observar determinadas cualidades en uno mismo, es decir, la
capacidad de autovaloración, se debe a las apreciaciones hechas por los adultos
sobre la conducta del adolescente, al análisis y a las generalizaciones de la
conducta de otras personas, observada por él y en la cual se manifiestan las
susodichas cualidades. “El hombre solo se conoce a través de los otros, solo en
el proceso de comunicación con otras personas y del conocimiento de ellas. El
adolescente puede determinar sus propias cualidades siempre que se compare, se
confronte con otros.”10
Socialmente,
la formación de la autoconciencia no solo está condicionada por la directa
relación recíproca de los hombres, por sus actitudes valorativas, sino también
por las exigencias que la sociedad presenta a cada individuo, es decir, por la
conciencia individual de las reglas que rigen esas relaciones recíprocas. La
exigencia de que esas reglas de conducta se cumplan, el requerimiento al individuo,
adulto o niño, se convierte en la necesaria fuerza incentiva que dirige el
análisis de las propias peculiaridades psíquicas.11
Estas
exigencias de la sociedad con relación al individuo constituyen la fuente que
permite al hombre ser consciente del carácter de su actividad, de sus
resultados y, gracias a ello, de las cualidades individuales que, en cierto
sentido, se manifiestan como causa de un acto determinado, como el móvil de la
actividad correspondiente. El autoanálisis, la clara noción de la propia
conducta, que acompañan a la conciencia de sí mismo, no se deben a la necesidad
íntima del hombre de profundizar en sí mismo, de indagar en su propio “yo”, de
que hablan habitualmente los psicólogos idealistas, sino que es una forma que
emplea el hombre para regular su actividad. El autocontrol, es decir, la
regulación del conocimiento y de las vivencias que se producen durante la
actividad objetiva del hombre, el control de los resultados de esa actividad en
el proceso del desarrollo individual del hombre, se complementan con el
autocontrol de la conducta a base de las normas morales correspondientes.
Juntamente con las propiedades cognoscitivas del individuo se van formando sus
cualidades morales. Si las primeras son el resultado, fundamentalmente, del
reflejo de las calidades exteriores, de las propiedades de las cosas del mundo
objetivo, las segundas, en cambio, se forman y se revelan en las
interrelaciones del hombre con otros seres, durante la actividad vital en una
determinada colectividad.
En el
proceso de comunicación, de la conjunta actividad colectiva, la autoconciencia
se enriquece tanto porque excluye al individuo de la colectividad como por su
conciencia de que no es un individuo tan solo, sino una parte de la
colectividad. El proceso del desarrollo de la autoconciencia, que empieza por
la conciencia de su propio yo físico, que se origina durante las
relaciones recíprocas prácticas del hombre con los objetos de la realidad
objetiva, acaba por la formación en el hombre de la conciencia de ser un sujeto
de la actividad colectiva, una parte determinada de la colectividad productora,
una parte de la sociedad.
Ese
proceso de distinción del individuo respecto de la colectividad y la toma de
conciencia de sí mismo como parte de aquélla va acompañado por la formación y
la ampliación del volumen de sus propios conocimientos acerca de las propias
cualidades morales. Vemos, pues, que la sociedad influye de diversos modos en
la formación de la autoconciencia del individuo. En la edad infantil, el
proceso del influjo social sobre la formación de la autoconciencia se realiza
en el curso de la actividad conjunta de juego y estudio de los niños en las
instituciones preescolares y otros similares. En la escuela, influyen en la
formación de las cualidades morales del niño los propios educadores y,
simultáneamente con ellos, los compañeros de clase, de equipo, etc. La
autoconciencia alcanza su más alto nivel cuando el hombre es consciente de ser
el sujeto de la actividad colectiva. El hombre llega a ese nivel supremo en su
desarrollo cuando es consciente de su papel como sujeto. La autoconciencia se
realiza a través del conocimiento de sí mismo como miembro de una clase social,
de una escuela, de la sociedad.12
A. L.
Shnirman escribe en el artículo citado: “La conciencia de uno mismo, como
sujeto de los diversos tipos de la propia actividad práctica y teórica, va
indisolublemente ligada, en la autoconciencia del hombre, a la conciencia de
sus relaciones con la colectividad en la que se desarrolla esa actividad, a la
conciencia de sus obligaciones, de su deber ante los demás. Debido a ello, en
el desarrollo de la autoconciencia se manifiesta con particular claridad su
aspecto moral. Esta es la razón de que en la estructura psicológica de
la autoconciencia concedamos tanta importancia a las ideas del hombre sobre sus
derechos y obligaciones, al sentimiento del deber y la responsabilidad, del
honor y la conciencia.”13
___________
(*) Shorojova, E. V. El problema de la conciencia.
Cap. IV: La conciencia y la psique humana. 1. La autoconciencia como
forma de conciencia.
(1) A. A. Herzen, Fisiología general del alma, San
Petersburgo, 1890, pág. 2.
(2) I. M. Séchenov, Obras filosóficas y
psicológicas escogidas, págs. 131-132.
(3) B. G. Ananiev, “El problema del desarrollo de la
autoconciencia infantil”, Boletín de la Academia de Ciencias Pedagógicas de
la R.S.F.S.R., fasc. 18, Moscú-Leningrado, 1948.
(4) I. M. Séchenov, Obras filosóficas y
psicológicas escogidas, pág. 504.
(5) B. G. Ananiev, “El problema del desarrollo de la
autoconciencia infantil”, Boletín de la Academia de Ciencias Pedagógicas de
la R.S.F.S.R., fasc. 18, 1948.
(6) I. M. Séchenov, Obras filosóficas y
psicológicas escogidas, págs. 303-304.
(7) C. Marx y F. Engels, Obras completas, 2ª
ed. rusa, t. 23, pág. 62.
(8) B. G. Ananiev, “Psicología de la valoración
pedagógica”, Instituto Nacional V. M. Bejteriov de estudios cerebrales,
t. IV, Leningrado, 1935.
(9) G. A. Sobieva, La formación de la autoconciencia
y la autovaloración entre los escolares soviéticos. Tesis doctoral, Moscú,
1953.
(10) B. G. Ananiev, La educación del carácter en
los escolares, Leningrado, 1941, págs. 65-68.
(11) V. A. Gorbacheva, “El problema de la formación de
las valoraciones y de la autovaloración entre los niños”, Boletín de la
Academia de Ciencias Pedagógicas de la R.S.F.S.R., fasc. 18, 1948; T. V.
Dragunov, Características de algunas peculiaridades psicológicas de los
adolescentes, Tesis doctoral, Moscú, 1951.
(12) A. L. Shnirman, “La formación de la actitud hacia
la colectividad y el desarrollo de la autoconciencia entre los escolares de las
clases superiores”, Boletín de la Academia de Ciencias Pedagógicas de la
U.R.S.S., facs. 18, 1948.
(13) A. L. Shnirman, “La formación de la actitud hacia
la colectividad y el desarrollo de la autoconciencia entre los escolares de las
clases superiores”, Boletín de la Academia de Ciencias Pedagógicas de la
U.R.S.S., facs. 18, 1948, pág. 60.
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