domingo, 3 de diciembre de 2023

Literatura

Ortodoxia y Heterodoxia en José Carlos Mariátegui

Julio Carmona

QUINTA (y última) PARTE

LA OBRA FORMALISTA sigue siendo una refiguración del referente, que ha sido tomado de la realidad, puesto que ese referente, esa imagen mental (reflejo) es su figuración. Lo figurativo no es, pues, el parecido, la repetición o la copia fotográfica de un modelo previo, verificable. Es la imagen (coherente o incoherente) de la realidad. La coherencia implica captación dialéctica de la apariencia y de la esencia. Por eso hay que insistir en que la sola descripción de los detalles, por exhaustiva, profusa y hasta incisiva que sea, no basta para el logro de una configuración o una refiguración realista.

Así como Lenin —oponiéndose a todo aristocratismo— apuntaba que la filosofía marxista no menosprecia, sino que tiene en gran estima el «filosofar ingenuo», nosotros podemos decir que la estética realista y, más específicamente, la poética clasista, parte de una «refiguración ingenua».  Es decir, que es indispensable reconocer una «figura» de la realidad; porque, de otra forma, no pensamos cómo sin ella se pueda admitir una representación de la realidad. Tal vez sea la más elemental, pero también es la primera distinción entre realismo y formalismo. Aunque ello no supone la exigencia de su verosimilitud, su confrontación comprobada o referencia verificada, que no exigiría mayores pruebas para su credibilidad, para confirmar su apariencia de ser veraz. Como dice Ariel Bignami: «La verdad artística se alcanza no mostrando cómo son las cosas verdaderas, sino mostrando a las cosas como verdaderamente son». (1973: 17).

Tenemos el caso —comentado por Roberto Paoli— de César Vallejo que «estaba contra toda vanguardia» «que “deshumanizara” el arte, quería un arte nuevo cuyo interés principal fuera el hombre y no la forma». Sin embargo, agrega Paoli: «En ciertas esculturas cubistas le deslumbraba la manera inédita de presentar cabezas humanas, por ejemplo, que no dejaban de ser imágenes reconocibles. Lo mismo le pasó con el expresionismo, que tiene una actitud humanista que le atrajo e interesó mucho. No olvidemos que Vallejo es el poeta del amor por el hombre». (Entrevista en el diario El Observador).

De tal suerte, pues, que esa visión amplia de realismo no se sectoriza admitiendo solo dentro de sus fueros obras de «figuración fiel», sino de objetivación verdadera. El realismo, al decir de Mariátegui, «no se preocupa tanto de la verosimilitud como de la certidumbre de los hombres de mañana» (1970-3: 26). De ahí que la crítica realista, al constatar la realidad en la obra, no exige del creador una sumisión, un servilismo por el cual deberá conformarse con una labor de inventario, de fichaje o repetición de lo real. El creador realista no ha de ser un copista servil, un hacinador de datos, fechas, poros o arrugas. Se quiere sí «sobre una base de realidad, de minuciosa observación… un impulso lírico, una libertad intelectual, una independencia estética, una rebeldía a toda regla a todo canon». Hemos citado, una vez más, a Azorín. Y se aducirá incongruencia con nuestro planteamiento sustancial, básico de la poética clasista que obedece a una estética o que, en todo caso, la presupone. Pero no hay tal. Una independencia estética no necesariamente implica prescindencia teórica que, por lo demás, toda práctica conlleva. Pero la asume con libertad porque la pretende amplia, abierta y no cerril o austera. Solo entendemos que no es una libertad anárquica. Pues ha de observarse que se empieza con un límite, una condición previa: una base de realidad. Un realismo que, al decir de J.M. Valverde, se basa en «el convencimiento de que el único camino y ámbito de posesión de la realidad es la palabra, con sus garantías, pero con sus limitaciones, sobre todo, las temporales, que no son barreras impuestas al espíritu desde fuera, sino la patentización de los límites constitutivos de la contextura del mismo espíritu» (1952: 115).

Libertad y límites que permitan la captación coherente de la realidad, no su confusión. Valga como un ejemplo de esta confusión una constatación hecha por Apollinaire; dice: «Cuando el hombre quiso imitar la marcha creó la rueda, que no se parece a una pierna» (Citado por: Garaudy, 1964: 39). Pero con tal argumento se pretende recusar no solo la dependencia de «lo creado» en relación con un referente reconocible, sino además avalar la tendencia formalista de que «lo creado» no tiene por qué parecerse a la realidad. Pero resulta un tanto antojadizo ver el origen de la rueda donde lo ve Apollinaire: en la marcha. Es más coherente hallar tal origen en los troncos sobre los que «rodaban» las barcas pescadoras o las grandes piedras para las construcciones primitivas. Y sin tener el parecido fiel, «fotográfico», en una relación de modelo y copia, no dejan de tener una relación coherente. Nosotros creemos que la marcha, más bien, «creó» la figura ecuestre, de caballo y jinete, que, en el nivel del arte dio paso al centauro. Y «sí se parecen», sin ser mera imitación uno de otro. Y de seguir la génesis creadora que parte de la realidad podríamos pensar en el vuelo de las aves que no son lo mismo que el avión, pero que son su antecedente figurativo.

La ley máxima del «arte moderno»: la prescindencia del mundo exterior, es avalada por Roger Garaudy quien además pretende adosársela al realismo. Y lo más preocupante de esta «ley» es que tiene como corolario el que todo aquello que no la obedece no es moderno. «El cuadro —dice, por ejemplo— no es más la copia de un objeto o de una escena exterior. La tarea que el pintor se asigna a partir del cubismo no es más la de reproducir el mundo existente, el mundo de la naturaleza, sino crear un mundo nuevo, un universo propiamente humano». Pero esto está dicho como si lo humano no fuera también el mundo existente, como si no dependiera de la naturaleza, y, más aún, como si todo el realismo anterior al cubismo hubiera sido solo una «reproducción del mundo existente» (que en la intención de Garaudy significa calco y copia) y no hubiera constituido una visión nueva, en su momento.

Una muestra asombrosa de realismo —dice Sidney Finkelstein— es el bisonte de la cueva de Altamira (España). Lo más sorprendente en tales obras de arte es el realismo que las informa; la fidelidad con que el artista interpreta al animal real (…) No nos hallamos aquí en presencia de una mera reproducción «fotográfica» de un bisonte, puesto que este aparece «estilizado» por medio de una silueta lineal, cosa que no existe en el animal real y verdadero. La ejecución de tal diseño supone una técnica artística altamente evolucionada. (…) El enorme salto de las facultades artísticas, salto representado en la aptitud para el dibujo, que ahora ha convertido un cuerpo redondeado en una línea, dando así forma objetiva a lo que la vista había previamente aprehendido (1969: 20-21).

Joan Fuster, en su importante estudio, titulado El descrédito de la realidad, analiza —precisamente— el movimiento histórico en el cual la realidad se va devaluando en la estimativa de ciertos artistas que, sin embargo, estatuían tan particular aversión a todo el arte. Pero Joan Fuster no se queda en la constatación de tal descrédito. También enuncia la existencia de artistas en quienes «descubrimos el reencuentro de la realidad más allá del descrédito, impregnada de muerte y de acíbar, de miseria y de locura» (Fuster, 1975: 105). Garaudy, como tantos otros mitologizadores del absoluto, no hace sino devaluar la creación realista con vías a revalorar una concepción metafísica, en el sentido de «elucubración ebria» (Lenin).

Lo nuevo (dice) —tímidamente con los fauves, atrevida y deliberadamente con Picasso y los cubistas— es que no se busca ya ocultar la oposición entre los términos (naturaleza-arte) y se reivindica el primado de la creación sobre la imitación, se proclama la voluntad de hacerse una pintura que no sea más que pintura. El cuadro tiene una vida propia que no roba a la de su modelo (op. cit.: 30).

Pero «lo nuevo» y «lo moderno» y «el arte del siglo veinte» no están constituidos por esa sola visión. Para reivindicar el primado de la creación sobre la imitación no es necesario enfrentar como opuestos arte y naturaleza. El arte para lograr su cometido creador no tiene por qué enemistarse con la naturaleza. Ello sería admitir que el artista puede prescindir de ella. «La vida es el infierno de los necios», decía Lucrecio. Y el artista no lo es. Y esa concepción que, por cierto, no es puramente estética, que responde a una idea del arte muy cara a la burguesía, se la quiere hacer pasar como una concepción marxista. No es marxismo explicar o definir el arte como «un mundo nuevo», como «una nueva realidad» o como que tenga «vida propia». ¡Eso es heterodoxia, eso es revisionismo! Esa es, en todo caso, una explicación ontológica no privativa del arte. No hay nada que existiendo en la realidad deje de tener «vida propia» o «autonomía». «Todo goza —al decir de Vallejo— de la inmanente dignidad de la existencia» (1973: 51). No es, pues que se niegue aquella «vida autónoma de las obras de arte» que, con la mejor de las intenciones, se reclama; por ejemplo, un autor argentino escribe: «… una gran obra literaria, un verdadero libro, cuando se logra es un ser soberano y autónomo de lenguaje vivo, orgánico, con su estructura, aliento, respiración, densidad, tono, timbre, ritmo. Y, por lo tanto, intocable, inalterable. Sagrado. Como toda vida.»   Todo lo puesto en cursiva —por nuestra parte— no dudamos en aceptarlo como válido; pero —hay que reiterarlo— solo en la medida en que es aplicable a todo lo que existe, con lo cual no hace sino ratificar que no procede de la nada, y que, así, no podrá sustentar —en caso de pretender hacerlo— su oposición, su independencia de la realidad. Si el hombre que es el creador del poema no puede desligarse de la realidad, menos ha de poder hacerlo el poema que es un «artificio», un producto de su creatividad.

La obra de Picasso es nueva no porque sea «solo pintura» y por lo cual tenga vida propia y no dependa de la realidad. Su dependencia de la realidad, su «vida propia» y su especificidad pictórica son condiciones que, en realidad, es ocioso subrayar. Y más si se pretende con ello explicar su esencia estética. Tampoco la poesía de Baudelaire es nueva porque, como señalaba Víctor Hugo, estuviera creando «un escalofrío nuevo» [«un frisson nouveau»] (Cohen, 1963: 11), es nueva porque refleja una nueva visión, que es la visión burguesa o pequeñoburguesa con su incurable pretensión de ser la depositaria de la verdad absoluta, conforme la define JCM, refiriéndose a la revolución mexicana: «Me ha parecido siempre —dice— que a la revolución mexicana le ha faltado conciencia de acontecimiento continental, lo que delataría precisamente su incurable fondo pequeño-burgués» (1984-II: 601). Y esa misma reacción se da en el llamado «poeta moderno». El ya aludido J. M. Cohen dice: «El poeta moderno vendrá a ser no una víctima extática sino un intérprete perplejo de sus raros momentos de clarividencia» (op. cit.: 14).  La poesía de Baudelaire, la pintura de Picasso, son nuevas por la visión nueva de la realidad que aportan. Y el mismo Garaudy cita a un amigo de Picasso, Juan Gris, quien dice: «La calidad de un pintor depende de la cantidad de pasado que lleva consigo» (p. 20). Es decir, depende de cuánta realidad lleva acumulada, reflejada en la conciencia. Y la forma cómo la trabaje y nos la haga llegar evidenciará su novedad o aniquilamiento. Las formas del arte y las de la realidad no operan en contradicción irreconciliable.

Y no es el caso —señala JCM— hablar de modernismo. El modernismo no es solo una cuestión de forma, sino, sobre todo, de esencia. No es modernista el que se contenta de una audacia o una arbitrariedad externa de sintaxis o de metro. Bajo el traje huachafemente nuevo, se siente intacta la vieja sustancia. ¿Para qué transgredir la gramática si los ingredientes espirituales de la poesía son los mismos de hace veinte o cincuenta años? (1972-11: 18-19).

Por eso, aunque Garaudy se apoye en Baudelaire para confirmar su «descrédito de la realidad», cuando dice que: «La primera tarea de un artista consiste en substituir a la naturaleza y protestar contra ella» (op. cit.: 31). Tal substitución no es sino transformación, y tal protesta no tiene por qué ser «eliminación» de la realidad, de la naturaleza, del hombre y del mismo arte, en resultado final. Ya en anterior oportunidad hemos dicho que algunos autores partiendo de premisas verdaderas llegan a conclusiones equivocadas o, para decirlo en palabras de JCM: «Su cuadro sintomatológico, en general, es justo; pero su diagnóstico es incompleto y equivocado» (1959-6: 21). Con esta frase, JCM concluye un análisis que ha hecho del libro de Ortega y Gasset, La deshumanización del arte (que viene a ser la teorización paradigmática del formalismo). Y expresión similar se encuentra en otro texto de JCM. Dice: «… los revolucionarios no tienen dificultad para declararse de acuerdo con los tradicionalistas. El acuerdo se acaba violentamente cuando del diagnóstico se pasa al tratamiento» (1959-7: 31). Y un caso similar de obnubilación pequeñoburguesa se puede verificar en el pensamiento de Octavio Paz. Y vamos a constatarlo en la cita siguiente:

Lo distintivo de la ciudad moderna, desde el punto de vista de la situación social del poeta, es su posición marginal. La poesía es un alimento que la burguesía —como clase— ha sido incapaz de digerir. De ahí que una y otra vez haya intentado domesticarla. Pero apenas un poeta o un movimiento poético cede y acepta regresar al orden social, surge una nueva creación que constituye, a veces sin proponérselo, una crítica y un escándalo. La poesía moderna se ha convertido en el alimento de los disidentes y desterrados del mundo burgués. A una sociedad escindida corresponde una poesía en rebelión (PAZ, 1956: 40).

El primer equívoco de la cita está referido a esa consideración de que el poeta tenga una posición marginal, por su situación social. Eso puede que sea aplicable a los poetas formalistas que, por lo común, son la mayoría y tienen una posición social y una ideología pequeñoburguesa, y que, también, por lo común, no poseen los medios para publicar y difundir su poesía, y, por lo tanto, como dice JCM:

Entre los descontentos del orden capitalista, el pintor, el escultor, el literato, no son los más activos y ostensibles; pero sí, íntimamente, los más acérrimos y enconados. El obrero siente explotado su trabajo. El artista siente oprimido su genio, coactada su creación, sofocado su derecho a la gloria y a la felicidad. La injusticia que sufre le parece triple, cuádruple, múltiple. Su protesta es proporcionada a su vanidad generalmente desmesurada, a su orgullo casi siempre exorbitante (1959-6: 14).

Entonces, sí, en este tipo de poetas se produce una sensación de marginalidad. Pero eso no ocurre con los poetas (aunque pocos) de posición social y de ideología burguesa que tienen muchos medios para la edición y difusión de su poesía. Obviamente, estos poetas no se sienten marginados, porque no solo ven sus libros exhibidos en todas las librerías, sino que son comentados por los críticos oficiales, además de verse incluidos en el parnaso del orden establecido. Pero, paradójicamente, esa sensación de no marginalidad tampoco se da entre los poetas realistas y/o clasistas que saben cómo llegar a su público: el pueblo trabajador, porque se saben incluidos en ese ámbito social.

El segundo equívoco —en íntima relación con el precedente— es el que se refiere a la última parte de la cita, que dice: «A una sociedad escindida corresponde una poesía rebelde», pues lo coherente es pasar de esa sociedad escindida a la correspondencia de una poesía también escindida. Porque la rebeldía también tiene un carácter de clase. Y la rebeldía del poeta burgués o pequeñoburgués no necesariamente es igual a la del poeta campesino o del poeta proletario. La rebeldía del poeta proletario no debe darse —como lo insinúa Paz— porque la sociedad lo margina, sino porque él se identifica con su pueblo (al que se siente pertenecer) y con las clases que lo conforman y están constituidas por los obreros, los campesinos y los pequeñoburgueses clasistas, y asume como propias su realidad, sus luchas, sus intereses, sus esperanzas y sus utopías. Es cierto: la realidad está escindida, pero dentro de cada ámbito de esa escisión no hay marginalidad. Los poetas clasistas no se piensan marginados del ámbito de la poesía burguesa, así como los poetas de esta, tampoco se sentirán marginados de la poesía clasista. Ni tampoco sentirán —como lo hace algún sedicente «poeta obrero»— que están cantando «en corral ajeno y con rebuzno propio». Cuando el poeta (que asume ese «título» de manera genérica) se rebela contra el sistema socio-político por una contingencia individual (como es la de sentirse marginado), resulta que —como agrega J.C. Mariátegui, en el último texto citado:

en muchos casos, esta protesta es, en sus conclusiones, o en sus consecuencias, una protesta reaccionaria. Disgustado del orden burgués, el artista se declara, en tales casos, escéptico o desconfiado respecto al esfuerzo proletario por crear un orden nuevo. Prefiere adoptar la opinión romántica de los que repudian el presente en el nombre de su nostalgia del pasado (Ibíd.)

Y, finalmente, debemos dejar establecido que el poeta clasista, siempre ha de ser un poeta realista. Aunque no todo poeta realista, necesariamente, ha de ser clasista. Porque puede darse el caso de poetas realistas de la burguesía —que de hecho los hay—, incluso del campesinado (y hasta —¿por qué no?— de la clase obrera) que haciendo poesía realista esta refleje un carácter de clase burgués o pequeñoburgués. La tendencia realista, estéticamente hablando, es susceptible de ser irrigada por concepciones del mundo, ideologías, creencias políticas distintas, unidas por el común denominador del realismo. El ideal de un mundo nuevo que el arte realista debe reflejar (la transformación de la realidad, por supuesto, prefigura una nueva realidad) es patrimonio de toda la humanidad realista, es decir de una humanidad dueña del futuro, una humanidad joven, una humanidad nueva.

 

Referencias bibliográficas

Bignami, Ariel (1973). Arte, Ideología y sociedad. Buenos Aires: Ediciones Sílaba.

Cohen, J. M. (1963). Poesía de nuestro tiempo. México: Fondo de cultura económica.

Finkelstein, Sidney (1969). El realismo en el arte. México: Ed. Grijalbo.

Fuster, Joan (1975). El descredito de la realidad. Barcelona: Ed. Ariel.

Garaudy, Roger (1964). Hacia un realismo sin fronteras. Buenos. Aires: Edit. Lautaro.

Mariátegui, José Carlos (1959-6). El artista y la época. Lima: Amauta.

        “       (1959-7). Signos y obras. Lima: Amauta.

        “       (1970-3). El alma matinal. Lima: Amauta.

        “       (1970-11). Peruanicemos al Perú. Lima: Amauta.

        “       (1984-II). Correspondencia. Lima: Amauta. (2 tomos).

Paz, Octavio (1956). El arco y la lira. México: Fondo de cultura económica.

Vallejo, César (1973). Contra el secreto profesional. Lima: Mosca Azul Editores.

Valverde, José María (1952). Estudios sobre la Palabra. Madrid: Ediciones Días P.

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