Fatalismo, Teleología y Causalidad*
I. V. Kuznietsov
TODOS LOS ESLABONES de la cadena de causación están unidos por una vinculación necesaria. Esta particularidad de la causalidad puede ser aprovechada para acercarla al fatalismo. Se encuentran con mucha frecuencia en la literatura extranjera conceptos en el sentido de que la causalidad es “fatal” y, por lo demás, incluso hoy día se identifica la causalidad y en general el determinismo con el fatalismo. La aproximación de la causalidad al fatalismo y su identificación contribuyen al logro de dos objetivos que se excluyen mutuamente: ora es la justificación del fatalismo haciendo hincapié en la reconocida autoridad de la doctrina de la causalidad, o ya sea para criticar la causalidad dizque como algo que conlleva a la teleología o algo parecido. Una y otra cosa son, por supuesto erróneas. En esencia la causalidad (y en general el determinismo, tal como se entiende en la filosofía científica) es incompatible con el fatalismo, es completamente opuesta a él.1
El quid
del fatalismo es el reconocimiento de azar (o de la suerte) como algo
sobrenatural, no material, trascendental, absolutamente incognoscible: que
realiza sus designios en forma por entero independiente del flujo real de los
fenómenos. En este orden de ideas, si en la doctrina de la causalidad los
fenómenos están necesariamente vinculados entre sí y ese nexo está en su base
misma, para el fatalismo los fenómenos, de por sí, por su naturaleza
intrínseca, no están en modo alguno ligados, la necesidad está más allá de sus
límites y actúa al margen de ellos. Cómo existen las cosas, cómo cambian, en
qué dirección marchan los acontecimientos, son cuestiones que se dejan al
arbitrio del destino, de las casualidades absolutas, de una necesidad predeterminada
de una vez y para siempre, situada en el más allá. Esos procesos señalados no
son sino la envoltura exterior no sustancial, indiferente a la
predeterminación. Al paso que para la causalidad son el nervio mismo, su vida,
su existencia.
El
fatalismo se basa en que las disposiciones del destino, efectuadas a lo largo
de un período alguna vez preestablecido, no emergen de los procesos reales de
desarrollo de los acontecimientos y por esa razón no están sujetos a leyes ni
se hallan condicionados por nada. Como no dependen de sucesos reales, tienen un
carácter irreversible. La causalidad, por el contrario, es la expresión, la
encarnación de las leyes y de la condicionalidad por factores materiales de
este mundo.
Esta
condicionalidad, que repercute en la dependencia de la acción de las causas con
respecto a las condiciones, conduce a que el resultado de una misma acción
causal pueda ser diferente en consonancia con las diferentes circunstancias que
objetivamente se han configurado. La causalidad no afirma que una cosa
engendrada por la causa, ocurra bajo cualquier condición, con irreversibilidad
absoluta. Por el contrario, uno de los principios de la teoría científica de la
causalidad es el postulado de que una cosa o suceso ocurre solamente cuando
existen las debidas condiciones. Al cambiar las condiciones bajo las cuales
surgen las tendencias causales opuestas, puede incluso interrumpirse el curso
ya configurado de acontecimientos, detenerse la acción de la causa anterior y
crearse nuevas posibilidades. En tal sentido las tendencias causales
opuestas, así como las posibilidades, pueden configurarse también sin nuestra
voluntad y sin el objeto asimilado. De ese modo la causalidad no conlleva nunca
ni en ningún sitio una necesidad irreversible.
Siendo una encarnación de la necesidad, la causalidad es de suyo una base para el surgimiento de la causalidad, es un sostén real de la libertad humana al indicar unas y otras posibilidades, por cuanto la doctrina de la causalidad evidencia, según la feliz expresión de M. Bunge, que no toda causa está obligada a “tener éxito” en la producción del efecto esperado. Bunge expresó del modo siguiente este hecho fundamental, relativo a la creación de las posibilidades:
“A tiempo que el fatalismo expulsa la
posibilidad del mundo para vincularla a la esfera de la epistemología la
causalidad, entendido correctamente, es uno de los más importantes fundamentos
de la posibilidad, la causalidad hace posible la posibilidad”2.
Precisamente la causalidad es la que nos permite no
solo pensar en nuestro futuro, sino también construirlo en la realidad.
Un
adversario irreconciliable de la causalidad ha sido siempre la teleología, o
sea la doctrina mística de los “objetivos”, que dizque se presentan ante todo
ser existente por una supuesta “razón suprema” sobrenatural, en la aproximación
a la cual dizque consiste precisamente la auténtica esencia de todos los
procesos. Aquello que orienta los procesos hacia tales objetivos es para la teleología
la “causa finalista”, que tiene una naturaleza no material y que, en
contraposición a las causas normales, no reside en las cosas mismas.
La
teleología es una forma de expresarse la concepción religiosa del mundo. El
hecho de acudir a las “causas finalistas” no materiales en los intentos de dar
una explicación de los fenómenos de la naturaleza ha implicado siempre el
rechazo de las posiciones materialistas. En su tiempo la raíz gnoseológica de
la teleología estribaba en la imposibilidad de explicar las situaciones que en
gran volumen se advertían en el mundo circundante y que desde el ángulo de la
causalidad podrían caracterizarse así, en forma muy general: sobre el sistema
actúan distintas causas y éste “superándolas”, “a pesar de ellas”, aspira en
cualquier caso a pasar de un estado a otro, independientemente de las causas
que existan. Se conforma así un cuadro del movimiento del sistema hacia algo no
determinado por ninguna causa material que actúe sobre el sistema, ni sobre su
organización material. Este “algo” es el objetivo o finalidad a donde aspira el
sistema.
La
necesidad mecánica unilineal que imperó en su época y que se expresaba en [el]
llamado “determinismo de Laplace” no estaba en condiciones de dar ninguna
explicación convincente de tales situaciones. Como quiera que la causalidad fue
conocida durante largo tiempo únicamente en esa forma, la existencia de
semejantes situaciones se interpretaba como demostración de endeblez de la
causalidad en general, o más exactamente hablando, de inconsistencia de la
causalidad referente a las causas materiales reales y del triunfo de las ideas
sobre las “causas finalistas” no materiales que, desde luego, no podían
catalogarse como verdaderas causas. Se presentó así el dilema: o la causalidad
o la teleología, alternativa que condujo a la existencia de dos campos
ideológicos irreconciliables.
La
aplastante mayoría de los naturalistas y filósofos materialistas han defendido
como siempre la causalidad y han abrigado la esperanza en que dicho problema lo
resolverán las ciencias naturales. Y, en efecto, esa solución se logró al fin y
al cabo. Pero se consiguió solo cuando la teoría de la causalidad se elevó a
una nueva fase y después de destruir los estrechos marcos del “determinismo de
Laplace”. Punto de partida y base de ese ascenso fue la idea de la índole
dialéctica de la causalidad, de la existencia del nexo inverso utilizado por
Marx y Engels en la explicación de los complicados procesos de la vida social.
Esta idea ha tenido una ulterior elaboración concreta y multilateral en la
cibernética, cosa que ha permitido no solo comprender teóricamente la acción de
los sistemas autoorganizados y autoconstruidos, sino también alcanzar grandes
éxitos en su realización práctica y en la aplicación técnica.
La
existencia de la conexión inversa capacita al sistema para influir en la causa
exterior de tal modo que mantenga su estabilidad restableciendo así, con las
desviaciones surgidas, un mismo y determinado estado, sobre el cual ese sistema
sea “construido” por el tipo mismo de su organización. Esto explica
precisamente cierta dependencia que hay entre el sistema material estable de
conexión inversa y las influencias externas. Lo que impulsa el sistema hacia un
determina estado no es ninguna ficticia “causa finalista”, sino el influjo de
factores completamente reales, concretos y materiales, cuya intensidad está
dada por la diferencia entre su importancia en el influjo externo y su
significación bajo un estado estable del sistema. Los sistemas materiales
estables de conexión inversa, existentes tanto en la naturaleza inorgánica como
en la orgánica y en la sociedad, de hecho funcionan de acuerdo con un mismo
principio. Y este principio excluye toda “causa finalista”, lo mismo que los
objetivos que están fuera de ella, así como “la razón suprema” que dizque se
plantea esos objetivos y orienta la acción de las “causas finalistas”.
De esa
suerte, la doctrina materialista dialécticamente desarrollada de la causalidad
hizo trizas la mística teleológica. Esa doctrina presentó bajo una nueva luz el
problema de la “finalidad”, de la adecuación en la naturaleza. Todo sistema
estable y autorregulado, incluyendo el que carece de todo elemento consciente,
en cierto sentido pueden considerarse como “sistemas orientados de modo
conveniente”, como sistemas que se enfilan “hacia una finalidad”, esto es, de
tal modo que los procesos que ocurren en el sistema, cualquiera que sean
(naturalmente, en determinados lindes) las influencias externas conducen al
sistema a su estado actual inherente, a la “finalidad”.
En
relación con lo dicho algunos autores plantean el problema de una nueva comprensión
de la teleología, liberada de todo misticismo, religión e idealismo. Suponen
que puede hablarse de la transición hacia una “teleología” materialista3.
Pero el asunto, desde luego, no estriba en la terminología, sino en que surgen
importantes problemas filosóficos que exigen una elaboración profunda. Por
supuesto, la existencia de una voluntad y de una conciencia que de antemano
elaboran el plan y la estrategia para alcanzar el objeto, torna la aspiración adecuadamente
orientada del hombre en algo cualitativamente distinto a la “aspiración” de los
sistemas naturales, así como de las magníficas “máquinas cibernéticas” creadas
por el hombre. Y esa diferencia específica cualitativa es precisamente algo que
no se puede pasar por alto en ningún momento. Pero en toda forma de aspiración
convenientemente orientada hay algunos importantes rasgos comunes, así como
principios comunes de realización.
____________
(*) Kuznietsov y otros. La teoría del conocimiento y la ciencia actual. Capítulo 1, La categoría de causalidad y su importancia cognoscitiva. Ediciones Suramérica Ltda, s/f.
(1) En el libro de Mario Bunge “La causalidad. Lugar del principio de causalidad en la ciencia actual”. Ediciones de literatura extranjera, 1962, se encuentra un análisis bastante minucioso y claro de este problema. Empero la falla principal de este libro, que en general es muy denso e interesante, reside en una interpretación demasiado estrecha de la causalidad que deja mu[cho] de lo que, por ejemplo, ha dado la cibernética, fuera del contenido de la categoría de causalidad.
(2) M. Bunge: La causalidad, p. 125 (subrayado mío. I.
K.) edición rusa.
(3) Véase George Klaus: Cibernética y filosofía.
Editorial de literatura extranjera, 1963, pgs. 327-328. Edición rusa.
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