"El estudio de los problemas peruanos exige colaboración y exige, por ende, disciplina".
lunes, 7 de octubre de 2019
martes, 1 de octubre de 2019
Política
Crisis Política y Dominio Burgués
César Risso
PREGUNTARSE SI ESTAMOS FRENTE A UNA
CRISIS política puede parecer curioso en las circunstancias actuales.
Es
necesario, para entender el momento político actual, comprender qué es lo que realmente
ha sucedido, qué es lo que está en disputa.
El
enfrentamiento entre el ejecutivo y el legislativo es una disputa por la
representación política de los intereses de la burguesía peruana y los
intereses del imperialismo.
Esto
surge como consecuencia de haberse hecho público los mecanismos que subyacen a
la representación política a todo nivel. La corrupción es en realidad una forma
de la competencia burguesa. Este mecanismo tenía hasta hace unos pocos años un
cauce normal, dándose como un pago “adecuado” a aquellos que se encontraban en
el poder. Vale decir que llegar al gobierno del poder, a nivel nacional o local,
significaba hacerse acreedor además del sueldo correspondiente, a los pagos de
coimas para asignar los negocios a determinadas empresas.
La
competencia económica, que es en realidad la anarquía de la producción, le
exige a cada burgués obtener más negocios rentables, más licitaciones. Las
coimas resultaron así el mecanismo ideal, puesto que al ganar las licitaciones,
solo tenían que considerar las adendas, para recuperar la coima entregada.
La
crisis es pues la crisis de la forma en la que los representantes políticos de
la burguesía han venido ejerciendo el control económico.
Aunque
esta confrontación se presenta como un enfrentamiento entre el ejecutivo y el
legislativo, es en realidad la lucha entre una tendencia política burguesa en
el ejecutivo y otras tendencias políticas burguesas en el legislativo.
Al
ponerse en evidencia toda la red de corrupción de la representación política,
el negocio de la política se ha visto afectado a tal punto que los
representantes han tenido que tratar de resolver dos problemas. El primero, es
cómo lograr evitar ser denunciados y encarcelados; y, el segundo, es cómo poder
seguir con sus turbios negocios.
El
sistema de justicia está adaptado a la corrupción, al dominio burgués, a la
mercantilización de la justicia.
Es
decir, la actual crisis política de la burguesía consiste en que sus intereses
y la forma en que los defienden, se han puesto al descubierto.
De
otro lado, la burguesía como clase necesita que sus negocios se den en un ambiente
de seguridad. Que sus representantes asalariados, los políticos burgueses, trabajen
adecuadamente para su beneficio.
En
su momento, la novedad del fujimorismo significó la implementación de las
mejores condiciones para los negocios burgueses; pero estos políticos, con su
ambición, con su intento de erigirse en un nuevo grupo económico de poder, y
sobre todo con su torpeza, sin proponérselo terminaron levantando el telón que
escondía los intereses de la burguesía. Se presentó entonces desnuda la
burguesía, sin poder esgrimir argumentos verosímiles. Aparecieron así la
llamada lucha contra la corrupción, la lucha contra la inseguridad ciudadana,
la lucha contra la pobreza, contra el analfabetismo, etc., como lo que
realmente eran: de un lado promesas electorales, y, de otro, nuevos negocios.
La
última promesa y argumento para que la burguesía se sostenga en el poder, al
igual que sus representantes, consiste en la incorporación del Perú al grupo de
los países industrializados a través de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos). A esto se
ajusta el Plan Nacional de Competitividad y Productividad, aprobado por el
presente gobierno. Así, bajo este plan, se nos presenta toda una serie de
medidas que favorecen la explotación burguesa. La promesa de pertenecer al “primer
mundo”, y con ello mejorar las condiciones de vida de los explotados, de
superar la pobreza, etc., es el nuevo telón que ha levantado Martín Vizcarra
para ocultar nuevamente los verdaderos intereses y mecanismos que construyó la
burguesía para enfrentarse entre los burgueses particulares, y entre los diversos
sectores de la burguesía. Martín Vizcarra aparece así como el Fujimori del
siglo XXI. Ya no es la liberalización de la economía con el llamado consenso de
Washington; ahora es la incorporación a la OCDE y al “primer mundo” por medio
del Plan Nacional de Competitividad y Productividad.
La
acción política de disolver el Congreso, en el marco de la actual Constitución,
da nuevos bríos a Martín Vizcarra para implementar este plan. El pedido de
varios sectores de la población de que se vayan todos, incluyendo a Martín
Vizcarra, empalma con los planes de la burguesía de tener nuevos representantes
políticos para que implementen en mejores condiciones las medidas que están
esperando les den mayores ganancias.
Los
colectivos y organizaciones sociales han trabajado para el logro de un objetivo
concreto, la lucha por el cierre del Congreso. La segunda propuesta es la nueva
Constitución. En ambos casos las fuerzas políticas de izquierda, de la
izquierda proletaria, no hemos sabido aprovechar la coyuntura para “difundir
ideas clasistas y sembrar gérmenes de renovación.”
El
cierre del Congreso no significa la solución de los problemas que se producen
en el sistema capitalista. Seguirá habiendo explotación asalariada. Una nueva
Constitución, podría, en la letra, modificar las aspiraciones de las clases
trabajadoras. Si se incluyese en esta, por ejemplo, la eliminación de la
propiedad privada de los medios de producción; si se iniciase la eliminación de
la producción de mercancías, que contiene la ganancia de la burguesía, para que
sean solo bienes que se distribuyan entre todos los pobladores; si se eliminase
la anarquía de la producción, para que se planifique lo que realmente se
necesita, eliminando la producción de los bienes superfluos, etc., entonces, la
incorporación de estas propuestas permitiría superar el capitalismo y con él el
dominio burgués, e ir desarrollando la implementación del socialismo.
Sin
embargo, si de lo que se trata es de maquillar la actual Constitución, sin
considerar la esencia de la explotación capitalista, entonces la burguesía como
clase, independientemente de quiénes sean los individuos que detentan el poder
económico, seguirá sometiendo a los trabajadores a la explotación.
Para
que la lucha actual no sea manipulada en beneficio de la burguesía, debe tener
como primer objetivo la unidad, esto es, la unidad en la acción debe traducirse
en la organización del frente unido. Pero esta unidad tiene que expresar los
intereses de las clases trabajadoras, y en concreto la superación de la
sociedad burguesa.
Lineamientos
programáticos
El Método
en la Elaboración del Programa de la Revolución
(Segunda
Parte)
Eduardo
Ibarra
EN EFECTO, en el punto 5 del Programa, puede leerse lo
que sigue:
5º- La
economía pre-capitalista del Perú republicano que, por la ausencia de una clase
burguesa vigorosa y por las condiciones nacionales e internacionales que han
determinado el lento avance del país en la vía capitalista, no puede liberarse
bajo el régimen burgués, enfeudado a los intereses imperialistas, coludido con
la feudalidad gamonalista y clerical, de las taras y rezagos de la feudalidad
colonial.
El destino
colonial del país reanuda su proceso. La emancipación de la economía del país
es posible únicamente por la acción de las masas proletarias, solidarias con la
lucha anti-imperialista mundial. Sólo la acción proletaria puede estimular
primero y realizar después las tareas de la revolución democrático-burguesa, que
el régimen burgués es incompetente para desarrollar y cumplir (ibídem, pp. 160-61).
Como vemos, Mariátegui señaló cuatro cuestiones: 1) la ausencia
en nuestro país de una burguesía vigorosa; 2) el lento desarrollo de nuestro
capitalismo debido a las condiciones nacionales e internacionales; 3) la
economía pre-capitalista no puede liberarse bajo el régimen burgués; 4) este
régimen está enfeudado al imperialismo, por una parte, y, por otra, a la
feudalidad.
Naturalmente, esta realidad expuesta
en el Programa exige algunas puntualizaciones. En Punto de Vista anti-imperialista, Mariátegui se preguntó:
¿Los intereses del capitalismo imperialista coinciden necesaria y
fatalmente en nuestros países con los intereses feudales y semifeudales de la
clase terrateniente? ¿La lucha contra la feudalidad se identifica forzosa y
completamente con la lucha anti-imperialista? (ibídem, p. 92).
Y se contestó:
Ciertamente,
el capitalismo imperialista utiliza el poder de la clase feudal, en tanto que
la considera la clase políticamente dominante. Pero, sus intereses económicos
no son los mismos.
(…) en la medida en que los rezagos de feudalidad entraban el
desenvolvimiento de una economía capitalista, ese movimiento de liquidación de
la feudalidad, coincide con las exigencias del crecimiento capitalista
promovido por las inversiones y los técnicos del imperialismo (ibídem, pp. 92-3).
Entonces, las relaciones entre el capitalismo y la feudalidad
tienen que ser analizadas en los planos económico y político.
En el plano económico, es menester
tener en cuenta que el modo de producción capitalista es históricamente más
avanzado que el modo de producción feudal, y que, en las actuales condiciones
del mundo, las relaciones feudales o semifeudales de producción sobrevivientes
en algunos países atrasados, experimentan una franca declinación.
En el plano político, hay que tener
presente que en el Perú de Mariátegui la clase terrateniente feudal, formalmente
desplazada del poder del Estado a partir del gobierno de Leguía, conservaba,
sin embargo, su poder económico.
Por lo tanto, si, como sostenía
Mariátegui, el capitalismo imperialista utilizaba el poder de la clase feudal
en la medida en que esta clase era políticamente dominante, en cambio el
desarrollo del capitalismo a instancias de la penetración imperialista socavaba
poco a poco la feudalidad sobreviviente.
Pero el desarrollo y la resolución de
esta contradicción depende de la lucha de clases y, particularmente, de la
lucha de clase del proletariado: desde principios del siglo XX la revolución
socialista mundial es un hecho de actualidad, y desde los años veinte el
proletariado peruano interviene en la vida política con su propio partido y su
propio programa.
Estos hechos hacen que la contradicción
capitalismo-feudalidad sea mediada por la contradicción capitalismo-socialismo.
Así, en este cuadro, mientras por un lado el capitalismo evolucionaba las
formas de la feudalidad, por el otro el socialismo luchaba por su liquidación (así
como lucha por la liquidación de la opresión imperialista).
Mariátegui sostuvo:
El
capitalismo se desarrolla en un pueblo semi-feudal como el nuestro… (ibídem, p. 160).
Y subrayó:
El
Virreinato no sobrevive en el “perricholismo” de algunos trovadores y algunos
cronistas. Sobrevive en el feudalismo, en el cual se asienta, sin imponerle
todavía su ley, un capitalismo larvado e incipiente. (7 ensayos, p. 53).
Finalmente constató:
Un formal
capitalismo está ya establecido. Aunque no se ha logrado aún la liquidación de
la feudalidad y nuestra incipiente y mediocre burguesía se muestra incapaz de
realizarla, el Perú está en un período de crecimiento capitalista (ibídem, p. 266).
Es decir, el maestro precisó dos fases en el proceso de
la contradicción capitalismo-feudalidad. A saber: una primera en la que el
capitalismo no le impone todavía su ley a la feudalidad, y una segunda en la
que le impone su ley y, por esto, la feudalidad queda subsumida en la lógica
del capital.
En esta segunda
fase, se hacen patentes dos posibilidades: o bien la revolución liquida la
semifeudalidad, o bien «las exigencias del
crecimiento capitalista» terminan por liquidarla mediante una «revolución
por arriba».
Es un
hecho que, por diversas causas que no es posible exponer aquí, la revolución
peruana no se ha producido hasta hoy.
Pero las
luchas campesinas de la segunda mitad de los cincuenta y la primera mitad de
los sesenta, pusieron en cuestión la explotación feudal, y, como es obvio, esta
realidad era particularmente explosiva y, por tanto, un peligro latente para el
poder político de la burguesía.
Por eso en 1969 el régimen militar
encabezado por Velazco Alvarado dictó el decreto-ley de reforma agraria 17716,
que, por la vía terrateniente, terminó, ya a lo largo de los setenta, por
liquidar la vieja estructura semi-feudal de nuestra economía agraria, pero reemplazándola
por una nueva estructura de formas evolucionadas de relaciones serviles en las
empresas asociativas andinas principalmente.
Ciertamente la liquidación de la vieja
estructura semi-feudal significó una «revolución
por arriba», y, como tal, puramente económica, pues en el terreno político tuvo
un carácter terrateniente, corporativo y preventivo.
Esta «revolución
por arriba» se llevó a cabo, pues, para evitar la temida revolución «por
abajo».
Ahora bien, la liquidación de la
vieja semifeudalidad plantea un problema teórico que aquí no es posible exponer.
Pero al menos preguntémonos: ¿el régimen burgués no es capaz de liquidar la
semifeudalidad impulsando el capitalismo agrario? ¿Las exigencias del crecimiento capitalista no pueden finalmente liquidar
la feudalidad?
Los hechos han demostrado que en las
circunstancias del mundo y específicamente de los países que pugnan por salir
del subdesarrollo (circunstancias dibujadas marcadamente desde los años setenta
y ochenta), el régimen burgués puede liquidar la estructura semifeudal, aunque
al mismo tiempo pueda promover algunas formas evolucionadas de relaciones
serviles.
Esta constatación no pone en tela de
juicio la verdad de que en nuestra época la burguesía imperialista y la gran
burguesía intermediaria del imperialismo tienen un carácter reaccionario:
económicamente, la liquidación de nuestra vieja estructura semi-feudal
significó un progreso histórico, pero, en la medida en que fue actuada «desde
arriba», políticamente fue una medida reaccionaria.
El paso de la vieja estructura
semifeudal, caracterizada políticamente por el terrateniente de horca y
cuchillo, a una nueva estructura semifeudal caracterizada políticamente por el
burócrata de cuello y corbata, significó la clarificación de la contradicción
socialismo-capitalismo, proletariado-burguesía, revolución-contrarrevolución.
Ahora bien, la actitud del
proletariado ante la liquidación de la vieja estructura semifeudal no podía ser
otra que limitarse a constatarla –como se ha visto que hace Mariátegui cuando habla de la contradicción
capitalismo-feudalidad–, y, por tanto, en modo alguno tenía que subirse al
carro de la burguesía apoyando la reforma agraria terrateniente-burocrática del
régimen militar ni tiene ahora, como creen algunos, que autocriticarse por no
haber «percibido» los supuestos «lados
positivos» y la presunta «política
nacionalista y progresista» de dicho régimen.
Que los intereses del capitalismo no
sean los mismos que los de la feudalidad, no significa que el proletariado
consciente hubiera tenido que ponerle el hombro al crecimiento capitalista.
La revolución tiene su propio
camino: por lo apuntado, no tiene ya, estrictamente hablando, la tarea de liquidar
una estructura semi-feudal con un peso específico decisivo, pues en la segunda
mitad de los ochenta, la acción campesina y de la izquierda determinó la
disolución de muchas de las empresas asociativas y la parcelación de la tierra,
lo que significó la liquidación de gran parte de las formas evolucionadas de
las relaciones serviles.
Es decir, la liquidación de la «segunda
semifeudalidad» fue producto del desarrollo de la vía campesina.
Y es este trascendental
acontecimiento, y no la «revolución
por arriba», lo que la izquierda debe celebrar.
Nada de lo expuesto, sin embargo,
significa que el problema de la tierra haya sido resuelto por el desarrollo del
capitalismo agrario a costa de la feudalidad. Por eso, nuestro problema
primario continúa vigente.
De hecho, la revolución tiene
todavía la tarea de liquidar total y completamente las relaciones serviles y,
al mismo tiempo, mantiene su carácter antiimperialista.
Ahora bien, el antiimperialismo que
postula el Programa es el antiimperialismo proletario, acerca del cual
Mariátegui escribió lo que sigue:
La divergencia
fundamental entre los elementos que en el Perú aceptaron en principio el Apra
–como un plan de frente único, nunca como partido y ni siquiera como
organización en marcha efectiva– y los que fuera del Perú la definieron luego
como un Kuo Min Tang latinoamericano, consiste en que los primeros permanecen
fieles a la concepción económico-social revolucionaria del anti-imperialismo,
mientras que los segundos explican así su posición: “Somos de izquierda (o
socialistas) porque somos anti-imperialistas”. El anti-imperialismo resulta así
elevado a la categoría de un programa, de una actitud política, de un
movimiento que se basta a sí mismo y que conduce, espontáneamente, no sabemos
en virtud de qué proceso, al socialismo, a la revolución social. (Ideología y política, pp. 89-90).
Por eso concluyó:
Sin
prescindir del empleo de ningún elemento de agitación anti-imperialista, ni de
ningún medio de movilización de los sectores sociales que eventualmente pueden
concurrir a esta lucha, nuestra misión es explicar y demostrar a las masas que
sólo la revolución socialista opondrá al avance del imperialismo una valla
definitiva y verdadera (ibídem, p. 91).
Por tanto, la siguiente afirmación del Programa
continúa en pie:
Sólo la
acción proletaria puede estimular primero y realizar después las tareas de la
revolución democrático-burguesa, que el régimen burgués es incompetente para
desarrollar y cumplir.
21.05.2019.
Economía
Impacto Económico de la Crisis Política
César Risso
LA ÚLTIMA PROYECCIÓN del BCR sobre el crecimiento
del PBI para el año 2019 es a la baja, siendo esta de 2,7%. La primera
proyección de crecimiento del PBI para el año 2019 fue de 4%. Como se puede
apreciar, el entusiasmo inicial se ha ido desvaneciendo.
Si
esta proyección tiene algo que ver con la crisis política, no se debe al
desenlace de la disolución del Congreso. Se debe a que la confrontación entre
el ejecutivo y el legislativo no tenía visos de solución, amenazando con
alargarse hasta el año 2021. Por el contrario, las garantías que seguramente
Martín Vizcarra otorgue a los gremios empresariales generarán un clima propicio
para las inversiones privadas.
El
Plan Nacional de Competitividad y Productividad es la “obra” cumbre de Vizcarra
para la burguesía. Aunque los empresarios aplauden alternativamente, y
defienden y critican a los dos sectores en pugna, lo hacen porque saben que no
importa cuál de las dos facciones de la burguesía prevalezca, puesto que
cualquiera que sea igual tendrá que legislar y gobernar para beneficio de la
burguesía.
El
aumento del desempleo en los últimos meses, las exoneraciones tributarias a las
empresas mineras, el aval para la libre contaminación, la enfermedad y muerte
de niños por la contaminación ambiental, la pobreza, entre otras son las
consecuencias de políticas implementadas por los diversos gobiernos. Esta
situación no va a cambiar con el cierre del congreso. Lo que va a cambiar son
los rostros de quienes tendrán en sus manos la labor legislativa.
La
estructura económica de nuestro país seguirá igual. Lo que rige nuestra
economía es el interés de los empresarios por aumentar sus ganancias. Estas se
miden por la rentabilidad de la inversión. Si, en el marco de la propuesta
económica de Martín Vizcarra, la rentabilidad de las inversiones aumenta,
entonces los empresarios aplaudirán cualquier medida que este pueda tomar.
Para
que nuestra economía colapse, tiene que mediar la acción o inacción de los
empresarios. Esto se puede dar por la decisión de la burguesía de reducir sus
inversiones, debido a la caída de la rentabilidad de sus inversiones; o por la
decisión política de sabotear al gobierno, caso en el que generalmente se da
por órdenes de la burguesía imperialista.
La
caída de la rentabilidad, o de la cuota media de ganancia, tiene causas “naturales”.
Se debe a la competencia entre capitalistas, que al verse obligados a utilizar
maquinaria y equipo que tiene un mayor rendimiento, desplaza a la fuerza de
trabajo. Y, como la plusvalía se obtiene de la fuerza de trabajo, entonces, al
disminuir esta disminuye la plusvalía. Esto se expresa a través de las crisis
económicas.
Lo
que podría suceder, desde el punto de vista económico, es garantizar el apoyo a
Martín Vizcarra por parte de los empresarios a cambio de una serie de medidas
que los beneficien. Obviamente las medidas que benefician a los empresarios van
en contra de los interese de los trabajadores.
Es
decir, todo indica que quienes se van a ver perjudicados con esta, o cualquier
otra, situación serán las clases trabajadoras. Así son las cosas en el sistema
capitalista. De tal modo que la algarabía inicial por el logro de una medida
que castiga a un sector de políticos, no significa la derrota de la burguesía.
La
lucha en los últimos años se ha desplazado de las reivindicaciones inmediatas,
que ahora son parciales, a la lucha por el cuidado del medio ambiente, que
tiende a ser general. Se trata de unir ambas aspiraciones en una sola lucha
general, orientando esta lucha hacia el socialismo.
“Recomendaciones: ‘Cero exoneraciones
tributarias adicionales. Se vence y se venció y mala suerte. Eso es estabilidad
jurídica, no esas prórrogas infinitas que empresarios reclamaban, y ese dinero servirá
para hacer obra pública’, señala el expresidente del INEI. Por su parte, el economista
de Oxfam, asegura que ‘la crisis política es la cerecita del postre, porque la
crisis de la economía peruana ya tiene su tiempo y los gobernantes no lo han
podido resolver’.”1
La recomendación de reducir a cero las exoneraciones
tributarias simplemente no se va a realizar, puesto que es parte de los
intereses de la burguesía imperialista, a los que está sometida la burguesía
peruana.
Y la
precariedad de la economía peruana, para no llamarla crisis económica, ya que
en este último caso estaríamos en una situación de recesión, no puede ser
detenida, aunque puede ser aplazada con el riesgo de que cuando se desate con
toda su fuerza sea mucho peor.
Sin
embargo, hay que acotar lo siguiente. Se dice crisis económica a la situación
en que la burguesía no puede seguir invirtiendo, y en consecuencia se lleva sus
capitales; pero no se dice crisis económica a la condición en que viven millones
de personas que están en situación de pobreza permanente, ni a los
desempleados, ni a los subempleados. Esto quiere decir, que incluso para
analizar y caracterizar la situación económica del país, se ignora a las
víctimas, evaluando la situación de los empresarios.
_____________
Internacionales
Enajenación Colonial y Liberación
Cuenta una Isla
su historia
envuelta en olas de fuego,
todo el camino que le da su memoria
va cubierto de un velo de miedo.1
envuelta en olas de fuego,
todo el camino que le da su memoria
va cubierto de un velo de miedo.1
LA LITERATURA SOBRE LAS
IZQUIERDAS en América Latina generalmente omite el caso de Puerto Rico. Esta
insolidaria ignorancia excluye de nuestra América a ese pueblo y nación,
cediendo su territorio a una potencia colonial. Sin embargo, la experiencia
puertorriqueña, aparte de ser relevante en sí misma, también lo es para
comprender otros importantes aspectos de la cuestión latinoamericana, como la
dialéctica entre lo nacional y lo clasista, las opciones de la liberación
nacional, así como el papel que la alienación colonial y neocolonial cumple al
conformar actitudes de sometimiento y subordinación en nuestras sociedades.
Ahora
suele mencionarse más a Puerto Rico, tras la catástrofe de los dos grandes
huracanes ‑Irma y María‑ que abatieron ese país en 2017 y, en particular, por
el desgano con que el gobierno de Donald Trump demoró en atender esa tragedia.
No obstante, suele pasarse por alto la larguísima crisis económica
puertorriqueña, y sus consecuencias sociales, demográficas, morales y
políticas, que habían venido acumulándose por más de 12 años ‑desde antes de la
debacle global que Wall Street inició en 2008‑. Fue esa larga crisis lo que
hizo de Puerto Rico un país y una sociedad tan frágiles como estos ciclones lo
revelaron, puesto que a más crisis previa, mayor vulnerabilidad y peores
tragedias ante cualquier tipo de eventualidades.
A semejanza de los demás países
latinoamericanos, en Puerto Rico las izquierdas han evolucionado como un
conjunto de movimientos constituidos por corrientes políticas e ideológicas que
exploran caminos distintos no solo por discrepancia de sus concepciones
estratégicas, sino también por elegir diversos referentes o inspiradores en ultramar,
o diferencias entre sus liderazgos locales. Pero, en este caso nacional, lo que
más largamente distinguió a las izquierdas puertorriqueñas de sus análogas del
Continente han sido sus enfoques sobre el problema colonial. Mientras en la
mayoría de las repúblicas latinoamericanas ello se zanjó ‑de mejor o peor
manera‑ antes de que sus posibles opciones de revolución social entraran a
discutirse. Y donde eso no se resolvió en el siglo XIX, ambas cuestiones se
entrecruzaron en el siglo XX y en lo que sigue por venir.
Disyuntivas de la independencia
Como sabemos, las luchas por
la autodeterminación, independencia y soberanía implican la cuestión de quiénes
serán los actores ‑el sujeto social‑ y los procedimientos necesarios para
conquistarlas. Así como el propósito de impulsar el desarrollo social y
políticamente más avanzado, que igualmente demanda encontrar y/o formar sus
propios sujetos y estrategia, que no necesariamente son los mismos. En Puerto
Rico, nación permanentemente sometida a regímenes coloniales ‑el español y
enseguida el estadunidense‑, las izquierdas evolucionaron bajo la exigencia de
combinar, de uno u otro modo, la lucha por reivindicaciones anticoloniales con
los reclamos para moverse en busca de justicia, equidad y solidaridad sociales
para su pueblo.
Tras
la euforia proestadunidense suscitada en 1898, cuando en la Guerra
Hispanoamericana las tropas norteamericanas expulsaron a las autoridades
españolas, enseguida vino la decepción. Ignorando las aspiraciones del pueblo
puertorriqueño a la independencia, los nuevos mandos extranjeros ‑allí como en
Filipinas y demás territorios conquistados en el Pacífico‑, decidieron quedarse
con el país. Y por añadidura les negaron a los nativos tanto la posibilidad de
adoptar sus propias normas sobre como elegir sus autoridades y darse ciudadanía
propia.
El
gobierno yanqui se centró en implantar sus leyes, su idioma y costumbres, y
particularmente en poner al territorio a disposición del capital norteamericano
interesado en desarrollar a gran escala la industria del azúcar de caña. Al cañaveralizar masivamente casi
toda la superficie agrícola (solo quedaron bosques en un 12 por ciento del
territorio de la Isla2), los estadunidenses pusieron en vilo las
fuentes tradicionales de riqueza de la élite local y la subsistencia
alimentaria del resto de la población, lo que avivó un resentimiento
nacionalista liderado por esa élite.
A
su vez, posesionándose para conservar sus privilegios y, por lo tanto, también
para mantener a raya al independentismo popular, la oligarquía local ‑‑hasta
entonces funcional mentora de los partidos anexionista y autonomista de la
política colonial española‑‑ asumió ante las autoridades norteamericanas un
comportamiento bífido. Combinó algunos reclamos específicos sobre la propiedad
y explotación de la tierra, con las manifestaciones de sumisión que creyó más
oportunas para acreditarse como los más serviciales administradores del nuevo
poder imperial.
La
industrialización azucarera incrementó la masa de peones rurales y trabajadores
de los ingenios. En las condiciones del nuevo género de dominación colonial, la
iniciativa de organizar esa masa laboral se vinculó al sindicalismo norteamericano
y, por esa vía, a la influencia que en ese entonces aún mantenía el Partido
Obrero Socialista de Estados Unidos. En ese marco tomaron forma las
concepciones y el lenguaje clasistas, junto a las reivindicaciones de la
izquierda obrera norteamericana de esa época, asimilando a los trabajadores
boricuas al movimiento obrero y socialista estadunidense, ajeno a los reclamos
nacionales puertorriqueños.3
Al
desnacionalizarse así el movimiento obrero, los ideales de la independencia y
del socialismo tomaron caminos separados. Con esto las reivindicaciones
patrióticas pudieron verse estigmatizadas como señuelos de la oligarquía
puertorriqueña, lo que le sustraía al independentismo su base clasista, y le
restaba al movimiento obrero su naturaleza patriótica. Fractura que
contribuiría a enajenar ambas corrientes, sustrayéndoles la posibilidad de
fusionarse en un movimiento de liberación nacional.
Esos
reclamos borinqueños no eran menores, ni carecían de fuerza y madurez. Hacía
más de un siglo, en noviembre de 1913, la Asamblea extraordinaria del Partido
Unión de Puerto Rico4, generalmente conocido como el Partido
Unionista ‑‑entonces el mayor de la Isla‑‑, repudió la Ley Orgánica o carta
constitucional impuesta por las autoridades norteamericanas y adoptó, como
primer artículo de su programa, la denuncia que dice:
El pueblo de Puerto Rico se encuentra sometido a un
régimen de gobierno decretado por el Congreso de Estados Unidos, a consecuencia
de un tratado internacional y por la fuerza de una ley, donde el pueblo de
Puerto Rico fue injustamente privado de toda intervención, en cuestiones que
atañen a su vida, a su dignidad y a su libertad. Tal régimen, que impone al
pueblo de Puerto Rico legisladores nombrados por el Presidente de los Estados
Unidos, pone en manos de personas extrañas al país todos los departamentos
ejecutivos, que excluye a los insulares del manejo de los fondos públicos y que
atribuye a los dominadores un poder omnímodo en todas las ramas de la
administración y el honor del pueblo puertorriqueño. La Unión de Puerto Rico
consigna su más alta y vigorosa protesta contra el sistema imperante, y
enérgicamente demanda remedio y justicia al pueblo de los Estados Unidos, para
emanciparnos de una oligarquía que en su nombre se ejerce y que su espíritu
rechaza.5
Sin embargo, el segundo y
tercer artículos del mismo programa se debatieron entre el ideal
independentista, tenido por todos los asambleístas como la finalidad de ese
partido, y una fórmula transitoria de autonomía, entendida como self government, que muchos de los
asambleístas hallaban aceptable para luchar por algunos objetivos parciales
hasta tanto las autoridades estadunidenses aceptasen dialogar sobre la
independencia de la Isla6. Pero la sombra de esa disyuntiva se
proyectaría hasta los partidos políticos puertorriqueños de finales del siglo
XX: luego de 30 años de “americanización” del país, los
oportunistas que en 1952 abogaron por el Estado Libre Asociado logaron
convertir aquella opción “transitoria” de 1913 en la nueva forma de trasvestir y mantener el
régimen colonial.
Decantaciones y depuraciones
El dilema que en aquel
entonces extravió al antiguo Partido Socialista anticipó, en nuestras
peculiares circunstancias latinoamericanas, la disyuntiva que años más tarde
Rosa Luxemburgo le plantearía similarmente a la clase obrera polaca, al
llamarla a militar con el movimiento proletario internacional ‑‑el ruso
incluido‑‑, en vez de responder a los reclamos patrióticos de su nación,
sojuzgada por el ejército zarista, reclamos que, desde el punto de vista
europeo Rosa consideró “reaccionarios”. Como, mutatis
mutandis, esa cuestión después tampoco sería ajena al browderismo, como versión extrema del
frenteamplismo de la Tercera Internacional, que en las condiciones de la
Segunda Guerra Mundial llamó a los revolucionarios latinoamericanos a deponer
sus reclamos ante los abusos de las oligarquías locales y el intervencionismo
norteamericano para, en su lugar, apoyar al esfuerzo antifascista global.7
Pero,
como la experiencia no ha dejado de repetirlo, hacer optar entre las
aspiraciones patrióticas y las revolucionarias, en vez de darles un desarrollo
común, a la postre lleva a cederle las reivindicaciones nacionales a la derecha
en beneficio del interés oligárquico y neocolonial, no del interés popular.
Al
cabo, las sociedades nacionales son las estructuras concretas donde la lucha de
clases y la historia se concentran y materializan. En el caso puertorriqueño,
cuando unos años después las grandes centrales obreras norteamericanas
abandonaron su orientación socialista, el sindicalismo boricua quedó uncido a
la burocracia sindical estadunidense, con lo cual perdió esa proyección cuando
ya había extraviado la identificación patriótica con su propio país.
Solo
más tarde surgiría el Partido Nacionalista de Puerto Rico (PNPR) que, a partir
de los años 30, con el vehemente liderazgo de Pedro Albizu Campos, reagrupó a
quienes privilegiaban la cuestión nacional ‑‑la lucha por la independencia, la
autodeterminación y soberanía‑‑ como el campo social donde correspondía
desarrollar las demás reivindicaciones populares. Albizu, patriota católico
expresivo de la clase media, impulsó un abarcador movimiento independentista
con sentido antimperialista ‑aunque no socialista‑, que proponía una república
liberal de propietarios criollos, orientada a la solidaridad patriótica propia
de un desarrollo capitalista equilibrado, guiada por un Estado interventor.
Ese
nacionalismo popular pronto enardeció a la Isla como expresión política
mayoritaria y, asimismo, amplió simpatías entre las capas medias y la
intelectualidad, a la vez que con significativas personalidades políticas del
Caribe hispanohablante y América Latina. Pero su rápida expansión alarmó a las
élites anexionistas y autonomistas, y a las autoridades estadunidenses, que no
demoraron en desencadenar una áspera represión que persiguió y encarceló a la
mayor parte de la dirigencia nacionalista para desarticular su movimiento.
A
su vez, desde los años 30 la izquierda y el progresismo boricuas originaron dos
vertientes políticas. El ala independentista más moderada, encabezada por Luis
Muñoz Marín, formó el Partido Popular Democrático (PPD), orientado a buscar
paso a paso un incremento gradual de la soberanía nacional. Contra el
latifundismo azucarero predicó la reforma agraria y la industrialización, y en
los años de Franklin D. Roosevelt respaldó las políticas norteamericanas del New Deal.8
Y
poco más tarde se fundó un pequeño Partido Comunista (PC) que proponía luchar
por la independencia y la revolución social, entendida según la óptica radical
que en aquel momento sostenía la III Internacional. Visión que, sin embargo,
ante la ofensiva del nazi‑fascismo en Europa, en los años 40 esa Internacional
remplazó por una estrategia frenteamplista de alianzas antifascistas con los
diversos sectores democráticos. Con lo cual en Puerto Rico no pocos cuadros del
PC migraron al PPD, con la esperanza de que un diálogo con Washington
permitiría alcanzar por ese medio un proceso de independencia para la Isla.9
No
obstante, recién pasada la Segunda Guerra Mundial las condiciones y
perspectivas tomaron otro giro. Desaparecidos Roosevelt, el New Deal y su política
regional de Buena Vecindad, con el viraje norteamericano hacia el hegemonismo,
la Guerra Fría y el macartismo, en Puerto Rico los términos de la dominación
colonial estadunidense volvieron a endurecerse. Con el ascenso del belicismo,
el valor estratégico atribuido a la ubicación geográfica de la Isla retomó
características más intolerantes.
Anticipándose
a un previsible endurecimiento represivo del autoritarismo norteamericano, la
cúpula dominante del PPD prefirió abandonar su anterior retórica
independentista y saltar al autonomismo, alegando que este sería más provechoso
para procurarle prosperidad material al país, en remplazo de sus pasados
ideales patrióticos. A su vez, como parte de un nuevo arreglo político, en 1948
el gobierno de Washington aceptaría que el gobernador de Puerto Rico pudiera
ser un nativo electo por votación directa de los ciudadanos residentes en la
Isla, si el candidato provenía de ese partido.
Eso
implicó cerrarle esa opción a cualquier otra fuerza representativa. Mediante la
represiva Ley 600, en julio de 1950 se le eliminó toda posibilidad de
participación política legal al Partido Nacionalista, y en octubre este
protagonizó en varias ciudades puertorriqueñas un heroico intento
insurreccional, que fue brutalmente reprimido. Lo que de inmediato fue pretexto
para que el régimen colonial desplegase una ola represiva que asimismo barrió
de las calles tanto a los dirigentes del Partido Comunista como a la mayor
parte del liderazgo independentista.
En
rechazo al oportunismo neocolonial de Muñoz Marín, el sector del PPD que
permaneció leal a sus propósitos originarios rompió con la estructura muñocista
y constituyó el Partido Independentista Puertorriqueño (PIP). Este asumió un
proyecto de desarrollo protegido de la economía nacional, contrario a someter
al país al interés de las corporaciones estadunidenses. En sus inicios,
abanderó la intención de fundar una república democrática, con una visión más
cercana a la tradición liberal puertorriqueña que a las ideas socialistas,
estigmatizadas y perseguidas por el régimen imperial. Pero desde 1970, con el
liderazgo de Rubén Berríos, se identificó con la socialdemocracia, con los
métodos de lucha de la desobediencia civil y la necesidad de fundir en un mismo
proyecto al nacionalismo y el socialismo.
A la sombra de la Guerra Fría
Tras aquellas recolocaciones
políticas, el progreso material y la independencia nacional pasaron a ser
presentadas por el oficialismo como opciones contrapuestas. El régimen difundió
abrumadoramente el supuesto dilema según la cual toda posible forma de
independencia del país condenaría a los puertorriqueños a relegarse en el
atraso y subdesarrollo.
Antes
de la crisis que Puerto Rico hoy padece desde los años 90, la gestión
colonialista cultivó masivamente el argumento de subvaloración según el cual
“si no fuera por los americanos nos moriríamos de hambre”, y la cantinela
racista de que “si fuéramos independientes estaríamos como en Santo Domingo”,
estribillos hoy silenciados, luego de que hace una década las cifras económicas
y migratorias puertorriqueñas son peores que las dominicanas. Lo que destaca
que el colonialismo no solo genera alienación, sino que necesita impregnarla en
la población para asentarse como colonialismo aceptado,
ya sea por resignación o por seducción. Lo cual exige erosionar la autoestima
del pueblo colonizado, y poner en duda ‑‑y hasta negar‑‑ su capacidad de
autogobernarse de modo honesto y eficiente10. Sobre un
ejemplo concreto volveremos más adelante.
En
las condiciones entronizadas por la Guerra Fría y el paroxismo
contrarrevolucionario desatado, todas las expresiones locales y
latinoamericanas a favor del derecho del pueblo puertorriqueño a su soberanía
pasaron a ser presentadas como producto de las maquinaciones soviéticas contra
Estados Unidos. El anticomunismo se convirtió en instrumento para amedrentar y
desmovilizar no solo a los diferentes sectores cívicos, culturales y políticos
de la Isla, sino también para desacreditar las simpatías que desde tiempos de
Simón Bolívar y José Martí la independencia de Puerto Rico despertaba en
Hispanoamérica.
Aun
así, los ideales antifascistas y democráticos movilizados por la guerra
mundial, en los años 50 y 60 también alentarían al anticolonialismo y otras
importantes causas sociales en la mayor parte del mundo. En la ONU, el auge del
movimiento anticolonial no solo respaldó el proceso descolonizador, sino que
impuso a las potencias coloniales la obligación de informar anualmente sobre su
avance. Para soslayar reconocerse como tal y evadir el deber de informar del
progreso de sus acciones para implementar la independencia de la Isla, en 1952
el gobierno norteamericano apeló al recurso de declarar a Puerto Rico “Estado
Libre Asociado” (ELA), ficción gatopardista a la que sirvió ideológica y políticamente el
entonces recién electo gobernador local, Luis Muñoz Marín.11
La
proclamación del ELA, sin embargo, no cambió el carácter colonial de la
relación de la Isla con la metrópoli, sino la forma de ejercerla. La elección
del gobernador y de un parlamento para atender asuntos de la administración
local no equiparan a Puerto Rico con los estados que sí integran la Unión, ni
hacen de la Isla un estado semiindependiente o en camino de serlo. En su lugar,
el status de Puerto Rico está determinado por la llamada “cláusula territorial”
de la Constitución norteamericana, según la cual la Isla es uno de los 14
“territorios no incorporados” que “pertenecen a” Estados Unidos pero “no
son parte de” de ese país.12
En
esas circunstancias, no extraña que poco después, en los años 60 en Borinquen
surgiese un movimiento independentista animado por una amplia participación
estudiantil, a tono con el espíritu renovador que caracterizó a esa década,
nutrida por los movimientos afroasiáticos de liberación, la Revolución Cubana y
las grandes manifestaciones populares norteamericanas por los derechos civiles
y contra la guerra en Vietnam ‑‑a la cual miles de puertorriqueños eran
enviados por el servicio militar estadunidense‑‑, y tanto en Europa como en
América por las revoluciones del 68. En la Isla, todo ello contribuyó a
vincular de nueva cuenta al independentismo con una renovada visión democrática
del socialismo.
Luego,
en 1971 surgiría el Partido Socialista Puertorriqueño (PSP), liderado por Juan
Mari Bras. Con cuadros provenientes del antiguo Partido Comunista que asumían
un perfil más pluralista, el PSP se diferenció de otros grupos más radicales
invocando el ejemplo de la Unidad Popular chilena y escogiendo la política
democrática como modo de influir en la evolución del país. Mientras el PIP
proponía una alternativa de progreso social compatible con el capitalismo,
identificando como su sujeto político al pueblo en general, el PSP mantuvo una
concepción basada en el protagonismo del proletariado y en la Revolución cubana
como su propósito ideal.
No
obstante, en los siguientes años esas organizaciones no lograron superar los
efectos de la intensa campaña de “americanización” instrumentada por el régimen
colonial. El asistencialismo entronizado por el Estado Libre Asociado y su
modelo “modernizador”, pese a marchar al fracaso en el plano económico, en el
campo de la cultura política consiguió mantener a los sectores populares
alejados del proyecto de liberación nacional, enajenándolos como clientelas
electorales de las opciones propias del sistema colonial: el autonomismo o el anexionismo.
Además
de socavar la confianza del pueblo boricua en sí mismo, y negar su capacidad
intelectual y moral para gestionar una república viable, la crisis del modelo
colonial no movió a la mayoría social hacia los ideales y azares del
independentismo ni la revolución, sino que la redujo al conformismo de
solicitar para la Isla algunas de las ventajas legales y económicas exclusivas ‑‑y
excluyentes‑‑ de los Estados que sí son parte de la Unión Americana. Desvío por
el cual, en su época, un pasado Partido Socialista ya se había extraviado.
Al
efecto, cabe recordar que la existencia misma del grueso de la clase
trabajadora puertorriqueña dependía de la permanencia de las empresas
norteamericanas en el país. La esperanza de disfrutar beneficios de la
ciudadanía estadunidense ‑y de los correspondientes subsidios federales‑,
contrarrestó la posibilidad de traducir la crisis económica y sus efectos
sociales en nuevos desarrollos de la moral y la conciencia patrióticas. A la
propuesta independentista se le achacó implicar una doble amenaza: para la prosperidad económica de la Isla y para la
seguridad del régimen colonial. Con lo cual la paranoia anticomunista de los
funcionarios norteamericanos de la Guerra Fría se complementó con la cultura
reaccionaria de la oligarquía local, para justificar represión sistemática
contra las ideas y las organizaciones independentistas y de izquierda. Lo que
así remató en la disolución del PSP y el arrinconamiento del PIP, que debió
luchar más por conservar a sus electores que por incrementar su votación.
En
las circunstancias de la decadencia del sistema colonial, el PIP permaneció
activo en el campo político‑cultural, sosteniendo el debate sobre la realidad y
las alternativas del país. Su defensa de la ética política y el éxito de sus
luchas por el retiro de las bases militares de la Armada estadunidense
ampliaron su influencia moral y cívica13. Estas
luchas costaron el encarcelamiento de sus dirigentes, pero pudieron despertar
significativas movilizaciones de la sociedad puertorriqueña ‑‑secundadas por
los sindicatos, universidades e iglesias, y por los borinqueños emigrados a
Estados Unidos‑‑, otorgándole al PIP una relevancia nacional bastante mayor que
la de su peso electoral.
De la Promesa a la Junta
Sin embargo, para entender
la tragedia, las decepciones, luchas y alternativas del siglo XXI puertorriqueño,
el tema insoslayable es el de las causas y las consecuencias de la crisis
económica y financiera que ‑‑desde antes del crash global que Wall Street desencadenó en 2008‑‑ azota a
Puerto Rico y volvió a colocar a la Isla en los encabezados de la prensa
internacional. Comprenderlo supone discernir dos fases: la
del remate de la situación acumulada a lo largo de los diez años anteriores a
los grandes huracanes de 2017, y la desatada tras estos meteoros.
La
suma de ambas fases arroja un doble vacío: por una parte, los
mitos coloniales sobre las presumidas bondades del ELA (y la supuesta
disposición estadunidense de auxiliar a los isleños) se derrumbaron. Volver a
lo anterior no es deseable, como tampoco es posible. Y, además, el desastre de
la situación creada y la incertidumbre de que lo podrá sobrevenir arrojan
dificultades adicionales que difieren la oportunidad de debatir nuevas opciones
confiables. El apremio de atender la supervivencia resta ocasión y energías
para ocuparse del porvenir.
Así,
antes del impacto de los ciclones de 2017 ya el régimen colonial se había
anticipado a crear condiciones que obstruyen cualquier proyecto de
reconstrucción del país. En junio de 2016 ‑‑a más de un año de Irma y María‑‑,
bajo el gobierno de Barak Obama la crisis fiscal puertorriqueña llegó al
extremo de promulgar la llamada Ley Promesa14, que
instauró la antidemocrática Junta de Supervisión y Administración Financiera.
Creada en el Congreso de Washington DC, a esta Junta ‑‑la Junta‑‑ se la
facultó para “balancear” ‑‑censurar y enmendar‑‑ al presupuesto de Puerto Rico,
imponiendo medidas de austeridad (reducir servicios sociales, eliminar derechos
laborales, recortar las pensiones de los jubilados, privatizar recursos
energéticos, vender bienes públicos), con el fin de “reordenar” la
administración de la economía y reestructurar la enorme deuda, con el objetivo
de pagarla enseguida, para que la Isla regrese a los mercados de valores y
pueda volver a endeudarse.
El
Congreso estableció que los integrantes de la Junta sean nombrados por la Casa
Blanca entre quienes el mismo Congreso proponga15, con el fin
de asegurar el pago de la deuda a los bonistas de Wall Street, aplicando los
recortes que hagan falta. Al efecto, la Junta tiene el poder de aprobar o
improbar el presupuesto, emitir leyes y disponer inversiones en
infraestructura, desconociendo los órganos y autoridades electos y a la opinión
pública borinqueña. Esto incluye acciones tan específicas como suspender el
pago del bono de navidad a los empleados públicos, y derogar conquistas
sociales como la que ilegalizaba los despidos injustificados.
En
realidad, la Junta encarna la intervención directa de Washington en la decisión
de las actuaciones del gobierno puertorriqueño y suprime su supuesta autonomía16. Con ello,
invalida la estructura gubernamental del Estado Libre Asociado y esfuma la
escasa autonomía política y fiscal presuntamente concedida a la Isla por el
estatuto del ELA en 1952. Esto es, la Junta, instituida antes de los huracanes para asegurar que Puerto Rico pague
la deuda ‑‑no para superar la crisis‑‑, reconfirma su propósito, y su condición
de autoridad superior impuesta a la del gobierno local, que antes bien debía
centrarse en reconstruir al país.
En
consecuencia, rechazar la Junta pasaría a ser la primera prioridad del pueblo
borinqueño, de sus independentistas, de sus demócratas y de todos los
interesados en reconstruir la nación, devastada por los incompetentes y
corruptos operadores del sistema colonial, antes que por los huracanes. Lo que
conlleva arrancar la cáscara de pretextos, simulaciones y retórica que por
tantos años han servido para realimentar la ficción ‑‑esto es, la alienación‑‑
que encubre la realidad colonial.
Por el esplendor de la vitrina
En los 10 años previos a
Irma y María, la expansión de la crisis económica ya había desgastado al Estado
Libre Asociado como modelo político, y desacreditado el bipartidismo propio del
sistema. Aunque ese bipartidismo repetidas veces favoreció al partido
anexionista (PNP) en detrimento del autonomista (PPD), esto a la par fue
haciendo más ostensible el rechazo de Estados Unidos a admitir a Puerto Rico
como posible parte de la Unión americana. Como también evidenció la
depreciación de la Isla, que hace mucho le reporta más costos que beneficios a
la potencia colonial.
Para
el imperio norteamericano, el valor de la Isla y la utilidad de poseerla ha
oscilado por diferentes motivos, ninguno vinculado a la opinión ni al querer de
los borinqueños. Desde el inicio de la Guerra Fría, para Estados Unidos poseer
a Puerto Rico recicló el antiguo valor estratégico de la Isla como “llave” para
controlar la Cuenca del Caribe y el acceso atlántico al Canal de Panamá.
Devastada la superficie agrícola de Borinquen por la cañaveralización,
otro 13 por ciento de su territorio pasó a ser ocupado por bases militares,
mayormente de la Armada. Aparte de que la hegemonía norteamericana implantó un
modelo de economía y de urbanización que arrasó los usos del suelo que antes
sostuvieron al país, la explotación militar de la ubicación geográfica de la
Isla justificó asignarle a eso los recursos que esto le costase al gobierno de
Washington.
Al
propio tiempo, el régimen colonial se afanó en hacer de Puerto Rico una vitrina
dedicada a exhibirle a Latinoamérica ‑‑y en particular a los propios
borinqueños‑‑ las seductoras “ventajas” del nuevo modelo colonial. Con ese
propósito, las inversiones turísticas, junto a las militares, remplazaron a la
economía productiva en el sostenimiento del país.
No
obstante, en el curso de los años 80 el desarrollo de la tecnología militar y
aeroespacial, así como los cambios del balance y despliegue de fuerzas, y de
influencias geopolíticas, en la evolución de la Guerra Fría, provocarían que el
valor militar de la Isla tendiera a decaer, al tiempo que aumentaba el malestar
puertorriqueño por la excesiva incidencia de las bases militares y otras
secuelas del sistema.17
Con
todo, la importancia de invertir en el esplendor de la vitrina como medio de
fascinación ideológica, prosiguió. Dado que la ocupación estadunidense había
vuelto insostenible la economía puertorriqueña, a inicios del siglo XXI el
Tesoro Federal ya erogaba más de US$ 6,000 millones anuales en asistencia a los
pobladores de la Isla en los rubros de nutrición, vivienda, salud y educación.
Según el Departamento de Agricultura de Estados Unidos, en el año 2012 el 37
por ciento de los puertorriqueños residentes en el archipiélago borinqueño
recibió asistencia alimentaria por US$ 2,000 millones. Sin contar con que, a
resultas del status colonial, los boricuas pueden emigrar libremente a la
metrópoli, lo que enmascara y en apariencia mitiga las cifras, tanto de los
subsidios federales como del número de las víctimas de la crisis que venía
afligiendo a la población.
Del fracaso a la insolvencia y la crisis
demográfica
¿Por qué en los últimos
lustros la crisis económica se agravó con esa rapidez? Durante los años 50 del
siglo pasado el régimen colonial había evolucionado del frenesí azucarero al
estilo de urbanización característico de los suburbios estadunidenses, al
reorientar la economía puertorriqueña ‑‑mediante varios años de incentivos
fiscales‑‑ a prestarle acogida privilegiada a las empresas norteamericanas
interesadas en las industrias química y electrónica. Cuando en los años 70 la
crisis petrolera mundial hizo fracasar la refinería recién construida en la
Isla, Washington agregó incentivos para atraer compañías farmacéuticas.
Con
todo, veinte años después Estados Unidos decidió proponer tratados de libre
comercio a otros países de la región, como el Nafta con México y el Cafta-RD
con los países centroamericanos y la República Dominicana que, con esto,
pasaron a ser más atrayentes para invertir en la producción de mercancías
destinadas al mercado norteamericano. A lo cual se añadiría que en 2006
concluyó la vigencia de los incentivos para atraer empresas a Puerto Rico, y
muchas prefirieron ubicarse en las naciones signatarias de esos tratados, en
las cuales rigen legislaciones laborales y políticas más duras para los
trabajadores, y salarios menores que en la Isla, donde rigen las normas
norteamericanas. Con esto en Borinquen la cesantía iba a crecer un 13 por
ciento, más del doble de la que la existe en Estados Unidos.
La
decadencia del “milagro” puertorriqueño se tornó más visible, en tanto que la
Isla perdió interés para la economía norteamericana, y hasta condiciones para
sostener a su población. En cualquier parte del mundo las calamidades
económicas constituyen un poderoso motivo de emigración. Por lo mismo ‑‑bajos
salarios y desempleo, incertidumbre e inseguridad, deterioro y pérdida de
servicios sociales, desamparo y creciente violencia, naufragio de las
expectativas‑‑, cada año centenas de miles de centroamericanos y mexicanos
buscan irse al Norte, mientras Estados Unidos procura impedir su ingreso
mediante los cuerpos policiales de sus propios países de origen y tránsito, y
de la “migra” y las fuerzas armadas norteamericanas, y deporta a gran parte de
quienes logran entrar.
Entre
los puertorriqueños la crisis tiene similares efectos, con la radical
diferencia de que ellos viajan con pasaporte estadunidense y las autoridades
norteamericanas no tienen otro remedio que dejarlos pasar. Se calcula que entre
los años 2006 y 2011 una cuarta parte del PIB puertorriqueño se perdió a
consecuencia del éxodo. Con ello, en los años que precedieron a los grandes
huracanes de 2017, ya se habían de la Isla ido unos 144,000 habitantes, una
caída cercana al 3 por ciento de la población, tras varias décadas de normal
crecimiento demográfico. Esto reflejó el hecho de que en esos años ya más del
40 por ciento de la población boricua había caído por debajo de la línea de la
pobreza. El 42 por ciento de quienes se iban declaraban marcharse en busca de
empleo.
Esta
sangría ‑‑que enseguida de los ciclones Irma y María se disparó abruptamente‑‑
incluye tanto a profesionales y técnicos como a trabajadores manuales, envejece
la edad promedio de los habitantes del país, reduce la población en edad
productiva y agrega otros daños: disminuye la población activa, merma la
demanda, retrae la oferta de empleos y el valor de los salarios y, al cabo,
hace que más gente se vaya. En 2017, antes de ambos meteoros, en Puerto Rico quedaban 3.7
millones de boricuas y en Estados Unidos ya residían 4.7 millones.
Se
calcula que entre 2006 y 2011 una cuarta parte del PIB se perdió por efecto del
éxodo. Una consecuencia de todo esto fue la crisis fiscal y presupuestaria que
ya en ese entonces amenazaba quebrar al gobierno isleño y hasta la
gobernabilidad del país. A la sombra de las facilidades que antaño les daba ser
un territorio estadunidense, los
gobiernos boricuas se endeudaron más de la cuenta. Y, ante la presión de los
acreedores, al no ser un país independiente Puerto Rico carece de los
instrumentos con que una república soberana contaría para enfrentar el
problema. Como, a la vez, al tampoco ser un estado parte de la Unión, no puede
solicitar las ayudas que la legislación estadunidense prevé para las entidades
que sí son parte de la federación.
Según
el Centro para una Nueva Economía (CNE), entidad independiente puertorriqueña,
en 2013 la deuda de la Isla ya alcanzaba los US$ 70,000 millones, unos
US$ 19,000 por habitante. Ella representaba el 102% del PIB, proporción
que no se correspondía con lo que Puerto Rico produce; es decir, la Isla ya se
había vuelto estructuralmente insolvente. Su debacle presupuestaria resultaba
de que por más de 20 años Borinquen nunca generó ingresos suficientes para
pagar sus gastos de operación ‑‑en parte para representar el papel de “vitrina”
del ELA‑‑, por lo cual sus gobernantes siguieron pidiendo préstamos al mercado
estadunidense de bonos, hasta llegar al punto donde el país dejó de tener
crédito.
Si
lo hicieron por irresponsabilidad o corrupción, o presumiendo que al final de
cuentas el gobierno estadunidense no dejaría a la Isla caer en la insolvencia y
el caos, la historia pronto lo dictaminará. Pero la conducta de Washington DC
en ningún caso ha sido la misma ante la debacle de un estado de la Unión que
ante la de un “territorio”; sobre todo si de antemano rechaza cualquier
posibilidad de que este eventualmente pueda convertirse en estado.
Atrapados sin salida
Como amargo fruto de tamaño
endeudamiento, en febrero de 2014 la calificadora Standard and Poor’s degradó
la deuda puertorriqueña hasta la categoría de chatarra o “bonos basura”, decisión que días después fue
seguida por sus homólogas Fitch y Moody’s. En los tres casos, aduciendo las
dificultades del pequeño país para financiar un déficit de US$ 2,200 millones.
Con una insuficiencia fiscal que en tres años crecería otros 200 millones más,
el gobierno boricua ya estaba al filo de la bancarrota, e impedido de recurrir
a nuevos préstamos en términos “normales”, al no tener cómo amortizar a los
bonistas una deuda de US$ 73,000, adquirida mayormente en Wall Street.
Según
el Banco Gubernamental de Fomento (BGF), cuando el gobierno puertorriqueño
intentaba armar su presupuesto del año 2015‑16, había un déficit estructural de
US$ 651 millones. Eso, sin considerar que el déficit general de US$ 2,400
millones no consideraba US$ 400 millones que faltaban en cuentas atrasadas de
ese banco, ni US$ 500 millones que el gobierno les adeudaba a los
contribuyentes por haberles cobrado en exceso.
El
presupuesto de ingresos y gastos del Fondo General del Gobierno ascendía
entonces a US$ 9,565 millones, calculándose que el siguiente año fiscal iba a
estar unos US$ 500 millones por debajo de este monto, lo que obligaría a prever
dolorosos recortes18. Sin
embargo, no lograba concebir una reforma tributaria aceptable y la única
fórmula propuesta era volver a aumentar el Impuesto de Venta y Uso (IVU) a los
servicios y bienes de consumo, elevándolo al 16% y extendiéndolo a servicios
que antes no tributaban, opción electoralmente funesta que enseguida fue
derrotada en el Congreso isleño, donde no obtuvo siquiera el apoyo de todos los
legisladores del partido gobernante.
Todo
eso generó un repertorio de consecuencias socioeconómicas y humanitarias. Por
ejemplo, Borinquen siguió perdiendo seguridad alimentaria y comenzó una crisis
de la atención sanitaria. Luego de que desde los años 50 relegó la agricultura,
pasó a importar cerca del 87% de los alimentos que consume a diario. Como el
periódico El Nuevo Día dijo el 24 septiembre de 2014, el Programa de Ciencias y
Tecnologías de Alimentos de la Universidad de Puerto Rico señaló que la
deficiencia de la seguridad alimentaria se debe a que “no estamos organizados
como país”, y que “si nos cierran los muelles, nos morimos de hambre”.
Esto
es secuela de una decisión que el Congreso de Estados Unidos adoptó en 1920,
sin consultar a los borinqueños, cuando la Ley Jones sometió al territorio de Puerto Rico a
las leyes norteamericanas de cabotaje. Esto obliga a la Isla a usar
exclusivamente la marina mercante estadunidense, la más cara del mundo, para la
cual Borinquen tiene un interés marginal. Además de los perjuicios que eso le
causa a la economía puertorriqueña, en la vida diaria incluso dificulta
consumir alimentos frescos.
Las
consecuencias sanitarias del sometimiento de la Isla a las ocurrencias de las
políticas económicas de Washington DC no son menores. Por ejemplo, desde 2015
(dos años antes de Irma y María) las limitaciones presupuestarias que todo ello
origina implicaron disminuir la cantidad de pacientes que los hospitales
públicos pueden atender, por la reducción del número y calidad de los
proveedores de insumos médicos que pueden pagar. Solo en ese
año, más de 3,000 médicos abandonaron el país. Fue preciso restringir las
cirugías electivas y diversas áreas suspendieron servicios por el despido de
empleados y la sobrecarga de los que quedan para atender a los pacientes.19
En
otras palabras, hacía más de 15 años el gobierno de Puerto Rico estaba atrapado
sin salida, con las manos atadas por el mismo problema que agobia a las demás
instancias vitales de la economía y la sociedad borinqueñas: el dominio colonial que Estados Unidos ejerce sobre
la Isla desde 1898. Aunque en 1952 Washington le concedió cierta autonomía al
Estado Libre Asociado (ELA), que le concedía una limitada administración
interna, ahora el gobierno puertorriqueño no tiene facultades siquiera para
declararse en bancarrota.
El
7 de noviembre de 2013 el Washington Post reconoció que la crisis económica
puertorriqueña estaba fundamentada en la estructura del status político del
territorio. “Los problemas económicos y financieros de Puerto Rico son
estructurales ‑‑trazables, en última instancia, a su confusa situación
política”, la cual no se ha resuelto a pesar “de décadas de tediosas disputas
políticas”, lo que pone a ese territorio en “el problema más mundano de
asegurar la solvencia [económica]”, con prioridad sobre cualquier otro asunto.
El Post descartaba cualquier posibilidad de que el Congreso estadunidense
apruebe darle alguna asistencia económica especial a la Isla, advirtiendo que
eso no va a ocurrir puesto que esa corporación “es hostil a los rescates […] y
no se tiene claro cómo esa solución puede encajar en el marco legal y
constitucional único que vincula a Puerto Rico y Estados Unidos”.
Finalmente,
el periódico observaba que de 2004 al 2013 la economía boricua ya había
decrecido un 16 por ciento, y atribuía la recesión iniciada en la Isla en 2006
(dos años antes de la crisis global que detonó en 2008) a que ese año
finalizaron los privilegios fiscales que hasta entonces se les habían otorgado
a las corporaciones norteamericanas para que se radicasen en la Isla. Con lo
cual el Post concluía que son muchos los villano s culpables de la debacle económica boricua, con la ironía de
que Puerto Rico solo logra llamar la atención de Estados Unidos cuando ya está
en serios problemas.
Un país discapacitado
Tales comentarios, que el
principal diario de Washington DC publicó cuatro años
antes de los ciclones de 2017 reflejaban dos virajes que el
drama boricua había experimentado durante el período precedente. Uno, que el
status colonial de la Isla ya no era solo un problema de los puertorriqueños
sino un dilema estadunidense. Mientras una parte del establishment aún no sabe
cómo resolverlo y prefiere mirar para otro lado, ya hay otra que busca la forma
y la coyuntura política más airosas para solucionar el asunto o, más
concretamente, para deshacerse del mismo.
El
otro, que la cuestión de Puerto Rico ‑la de su condición colonial‑ al fin se ha
desatascado de los dime‑diretes de la Guerra Fría, que por más de medio siglo la
tergiversaron y complicaron. Vale recordar que hasta avanzados los años 40 del
siglo pasado las andanzas nacionalistas de don Pedro Albizu Campos eran
seguidas con simpatía por los pueblos hispanoamericanos, sin que ningún
observador lo calificase de prosoviético. Solo después sería que el tema
borinqueño, atrapado entre el antimperialismo y la histeria macartysta, fue
mixtificado para perseguir a los patriotas, y hasta justificar el perverso
encarcelamiento que sepultó en vida a Don Pedro.
Esto
es, ya hay quienes pueden percibir el problema conforme a su propia naturaleza,
sin esas distorsiones. Y lo primero que salta a la vista es lo más obvio: que los puertorriqueños son un pueblo y una cultura
diferentes, y que en su Isla no hay nada que a Estados Unidos le resulte
indispensable. Que, antes bien, la posesión de la Isla le impone a Washington
subsidiar una situación que cada día cuesta más al Tesoro sin tener sentido
para los contribuyentes.
Y
que por añadidura activa un imparable surtidor de unos inmigrantes latinos que,
para muchos anglosajones, no merecen mejor acogida que los procedentes de más
lejanos orígenes tercermundistas. Pero que, a diferencia de los otros, al poco
de arribar pueden ejercer derechos ciudadanos y expanden un sector social cuyo
peso electoral y político incrementan sin que se los pueda echar como
indocumentados.
Sin
embargo, por el extremo opuesto la alta tasa de emigración puertorriqueña es
uno de los medios que mejor contribuyen a apaciguar los disgustos sociales en
la Isla. Poder irse a Estados Unidos constituye una válvula de desahogo, que
explica por qué más de 10 años de empeoramiento de las condiciones de vida no
han derivado en violencia política. De hecho, antes de los grandes ciclones de
2017 ya más de la mitad de los borinqueños se había ido a Estados Unidos. Pero
cuando el impacto de Irma y María destrozó una infraestructura y una
institucionalidad ya carcomidas, el abrupto incremento de la emigración pasó a
significar un desastre demográfico. De enero a octubre de ese año 193 mil
puertorriqueños abandonaron su patria. Tras ambos huracanes, otros 270 mil. Un
año después de María, en octubre de 2018 la masa emigrante aún duplicaba la del
año anterior: ese mes 85 mil personas dejaron su tierra natal.
Ahora,
luego de María, no solo el Post sino gran parte de la prensa estadunidense y
hasta el Congreso de Washington, aceptan que en Puerto Rico hay una catástrofe
tan grande que es difícil de calificar. Lo admiten luego de la devastación que
María dejó en septiembre de 2017, esto es, más de una década después de que la
tragedia boricua empezó a ser muy visible.
Aun
así, la anterior displicencia de dichos medios y autoridades acerca de una
crisis tan largamente incubada no fue inocente. Al culpar a la inusual
fortaleza de ambos meteoros, unos y otros escabullen responsabilidades,
eludiendo recordar por qué se acumularon tantos años de deterioro de la infraestructura
material y de los servicios de atención a la gente, hasta que la otrora vitrina
del Caribe se volvió tan endeble. Los ciclones son peligrosos pero no
imprevisibles: por allí pasan desde tiempos inmemoriales. Si Irma y María tuvieron esa intensidad ello no
excusa la magnitud del caos, ni la complejidad de sus consecuencias; hace una década, Puerto Rico resistía los grandes
huracanes mejor que las demás naciones caribeñas y se recuperaba con mayor
prontitud. Pero ahora sucedió lo contrario; la Isla se tornó un país
discapacitado.
Obviamente,
el problema no es meteorológico. Esta vez los huracanes cruzaron Borinquen
luego de más de 10 años de crisis económica, peor mantenimiento y evidente
deterioro, de lo cual el pueblo puertorriqueño no es responsable. Al contrario,
es víctima de la incapacidad y desidia del régimen colonial para prever y
atender el problema, y concretar soluciones. La naturaleza da lugar a
fenómenos, a veces violentos, pero la fuerza del huracán no causó esta
catástrofe, sino que reveló sus causas.
En
la misma temporada, tres huracanes mayores golpearon islas y costas del Caribe
y el Golfo de México: Harvey, que afectó a Texas en
agosto; en septiembre Irma, que además de cruzar Puerto Rico atacó Florida, y
María, que tras golpear a Puerto Rico se fue al Atlántico. Texas y Florida
recibieron rápido y abundante auxilio federal aun antes del arribo de esas
tormentas y hasta completar la restauración. Pero en ambos casos Puerto Rico
recibió escasa, tardía y regateada ayuda y, año y medio después, aún padecía
daños que a su vez daban lugar a otros problemas sociales y morales.20
Por
el Caribe los ciclones soplaban siglos antes del arribo de los primeros
humanos; hoy son eventos cuyas trayectorias y magnitudes los
servicios meteorológicos anticipan. Pero en Puerto Rico la imprevisión, la
precaria organización comunitaria, la crisis fiscal y la falta de
mantenimiento, la debilidad moral de las autoridades oficiales, su incapacidad
para decidir e ineficacia para actuar, más la insensibilidad colonial que
agravó la situación, no vienen de una maldad natural sino política. Vienen de
que allí las decisiones más relevantes no se toman en esta nación sino en Washington
DC.
La versión más insólita
Nadie sabe con exactitud
cuántas víctimas mortales la Isla sufrió desde el impacto de María y durante
sus amargas secuelas: falta de agua potable, de
alimentos, de energía eléctrica y combustibles, de vivienda habitable, de
asistencia sanitaria y medicamentos, y de seguridad policial, además de la
destrucción de las comunicaciones terrestres y las telecomunicaciones, el
cierre de negocios y el desempleo masivo, que aterran y victimizan tanto como
los peores eventos naturales.
Al
cesar la tormenta, miles de viviendas y lugares de trabajo habían quedado
inútiles, y 60 mil casas habitadas estaban sin techo, precariamente cubiertas
con lonas. Más del 80 por ciento de los hogares puertorriqueños seguía sin
electricidad en diciembre de 2017, y muchos no pudieron tenerla hasta avanzado
2018 (ejemplo extremo, la isla y municipio de Culebra no fue reconectada al
sistema eléctrico del país sino en marzo de 2018). Y en todo el territorio
persisten los apagones, y abundan los medios de alumbrado público que en 2019
seguían sin reponer.21
Dos
semanas después de María el gobierno de la Isla aún declaraba que el ciclón
había causado la muerte de 64 personas. No obstante, un estudio de la
Universidad George Washington elevó la cifra a 2,975 fallecidos y, poco más
tarde, otro de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Harvard calculó
4,645 víctimas fatales, tras lo cual el gobierno local subió su estimación a
1,427.22
La
investigación de Harvard constituyó de hecho una radiografía del país: en una sociedad tan desigual y disfuncional como la
puertorriqueña, al momento de ocurrir ambos huracanes el 44 por ciento de la
población de la Isla vivía en la pobreza ‑‑en contraste con un promedio
nacional de 12 por ciento en Estados Unidos‑‑ y la mayor proporción de muertes
y damnificados tuvo lugar precisamente en las zonas de mayor pobreza.
Además,
la mayor parte de los fallecimientos ocurrió pasados los meteoros, y por causas
muy precisas: incapacidad del sistema de atención pública,
fragilidad y desabastecimiento de sus clínicas y hospitales, así como complicaciones
médicas derivadas de la falta de electricidad y de los apagones, sobre todo
entre los pacientes necesitados de cirugías o dependientes de equipos de
diálisis y de respiradores artificiales. Aunque en algunos sitios se contaba
con generadores eléctricos, no alcanzaba el combustible.
No
obstante, la versión más insólita fue la sostenida por el presidente Donald
Trump cuando dos semanas después él finalmente visitó la Isla, donde afirmó
que, por su bajo número de víctimas ‑‑según él, entre 6 y 18 fallecidos‑‑,
María no fue “una catástrofe real”, como la que un año antes el ciclón Katrina
había causado en Nueva Orleans.
Dado
que ese mismo día el presidente se marchó sin anunciar algún apoyo a los
damnificados, algunos medios de prensa criticaron su insensibilidad y desgano.
En respuesta, él descargó toda la responsabilidad en los propios
puertorriqueños y sus autoridades electas. Adujo que ya se les había concedido
demasiada ayuda que ellos no habían utilizado debidamente, pretexto en el que
él continuaría insistiendo. Sintomáticamente,
año y medio después, ante los reclamos de que todavía urgen recursos para
reconstruir al país, volvió a culpar a los “incompetentes y corruptos”
políticos de Puerto Rico, acusándolos de que solo saben quejarse y malgastar
los fondos asignados, sin que el gobierno de la Isla haga nada bien, motivo por
lo cual “el lugar es un caos [donde] nada funciona”.23
No
pongo en duda su diagnóstico sobre esos funcionarios coloniales, como después
lo demostraría la defenestración del gobernador por el movimiento ciudadano.
Trump incluso destacó un dato irrefutable, al agregar que en
la Isla “la red eléctrica y toda la infraestructura ya eran un desastre antes
del paso de los huracanes”24. Aunque
esto es así por una causa que él calló: más de 10 años
continuos de crisis económica ‑‑de la cual Washington es asimismo
responsable—previamente suprimieron la atención a esa red e infraestructura,
hasta causarles su presente fragilidad.
El
desdén de Trump no es un error político personal, sino expresión de una actitud
colonial que él, y el establishment político norteamericano, comparten con
millones de estadunidenses. Su cariz despectivo refleja y recicla la negación a
reconocerle a Puerto Rico y a sus habitantes los mismos derechos y
consideraciones ‑y hasta a reconocerle el número de muertos‑ que a los estados
de Florida, Luisiana o Texas. Como a la vez insiste en la prédica ‑‑dirigida
tanto a los norteamericanos como a los propios puertorriqueños‑‑ de una
intrínseca e irremediable ineptitud de los isleños para administrar sus
asuntos.
Por
lo tanto, de la discapacidad de los boricuas para vivir y decidir por sí mismos
‑‑y para subsistir como país‑‑, incapacidad que psicológica y
culturalmente presume un complejo de capitulación que los reduce a rogar y agradecer dádivas
coloniales. Aunque objetivamente las carencias y retrasos de la reconstrucción
han vuelto a demostrar la incapacidad y fracaso del status imperante, la
reiterada y multiforme prédica de esa supuesta ineptitud de los isleños les
supone una fatal condena a resignarse a las iniquidades coloniales, es decir, a
la alienación colonial.
Vernos en el espejo de Puerto Rico
En resumidas cuentas, la dominación material de
Estados Unidos sobre Borinquen data de la ocupación militar, iniciada en 1898
en remplazo del colonialismo español. Dominio consolidado por medio siglo de
represión militar y policial, y derrota física de las protestas y alzamientos
patrióticos borinqueños, como en la Masacre de Ponce, de 1937, y el Grito de
Jujuya, de 1950 No obstante, a la par el colonialismo también arrolló al país con
la promoción sociopolítica y cultural de su hegemonía,
esto es, de la aceptación inducida del régimen colonial, mediante la siembra de
una cultura de subordinación: complejo de
inferioridad moral y técnica, miedo a que el amo te abandone en la orfandad,
así como fascinación ante la “vitrina” del status colonial, que hacen del
Estado Libre Asociado una forma superior de alienación colonial.
Superando
con creces la alta tasa de emigración que más de 10 años de crisis económica
habían mantenido en alza, el desastre material bruscamente precipitado por Irma
y María en 2017 ‑‑seguido de la falta de confianza en el proceso de
reconstrucción‑‑, provocó una hecatombe demográfica de dimensiones genocidas.
Todo eso solo podrá detenerse eliminando la raíz del mal, a través de un
proceso de emancipación nacional.
Puerto
Rico ‑‑país que la ONU reconoce como “nación latinoamericana y caribeña”‑‑ debe
tener el mismo derecho que sus vecinos a ser miembro de la comunidad
internacional, tener sus propias relaciones políticas y económicas con las
demás naciones y ser parte de los organismos internacionales y regionales, con
quienes negociar y decidir sus políticas de intercambio, desarrollo y
colaboración. Es haciendo uso soberano de estos mecanismos como República Dominicana,
Cuba, Jamaica y los países del Caricom ‑incluso las pequeñas naciones del
Caribe Oriental‑ pueden construir confianza en sí mismas y hacerle frente a ese
género de problemas.
¿Tiene
sentido ser una colonia, incluso de la metrópoli más poderosa? La experiencia
puertorriqueña insiste en demostrar lo contrario. En su tragedia, el pueblo
boricua está atrapado entre la falta de atribuciones ‑‑y la incompetencia‑‑ de
los funcionarios locales, la indiferencia de las autoridades estadunidenses, y
la falta de confianza en sí mismo de una parte de su propio pueblo. En
contraste con sus naciones vecinas, Puerto Rico padece más obstáculos,
problemas e incertidumbres para enfrentar cada desafío, una vez que demasiados
factores permanecen fuera de sus manos.
Tal
situación ya no tenía sentido durante la administración Obama y menos en la de
Trump. El primero deportó a tantos inmigrantes como pudo y el segundo endurece
las barreras migratorias; pero mientras centenas de miles
de centroamericanos, mexicanos y otros son deportados, mayor número de
puertorriqueños sigue ingresando. En este último período, en Washington, el
Congreso ‑órgano que constitucionalmente ejerce los poderes norteamericanos
sobre la Isla- rechazó considerar a Puerto Rico como una jurisdicción doméstica; esto es, reconfirmó su exclusión reiterándole su
status de posesión foránea. Y al hacerlo enterró las últimas fantasías
coloniales de los apátridas que aún anhelan hacer de su país otro estado de la
Unión, a contrapelo del querer de la mayoría de los políticos estadunidenses.
Las
secuelas de Irma y María impiden eludir una realidad de a puño: el actual status político de la Isla ‑‑la supuesta
autonomía del Estado Libre Asociado‑‑ no solo es ineficaz sino insostenible; solo acarrea mayor endeudamiento, deterioro social y
vulnerabilidades. Como, a su vez, la opción de integrarse a Estados Unidos,
además de abjurar de la cultura propia, es inaceptable para la mayoría de los
norteamericanos. Las realidades cambiaron; ningún anterior
espejismo es ya sostenible, ni siquiera como ficción. Solo como república
independiente Puerto Rico podrá superar su agonía. Y solo eso puede darle
viabilidad y desarrollo integral a su pueblo.
Como
solo la independencia boricua puede ofrecerle a Estados Unidos una forma honrosa
de deshacerse de un problema que cada día es más enfadoso. Para ello,
Washington tendrá que compartir los costos de una transición cuyos términos y
plazos deberá negociar con el independentismo puertorriqueño. Nada inaudito: eso es tan factible en Puerto Rico como lo fue en
Panamá, donde la espinosa cuestión del Canal interoceánico así se resolvió.
Para esto, el primer paso es hacer conocer el caso como un problema general
cuya trascendencia reclama solución, como Omar Torrijos lo hizo. Eso requiere
que todos los independentistas y soberanistas, tanto en su Isla como en la vida
política estadunidense, movilicen a las comunidades de origen boricua,
esclarezcan a la opinión pública norteamericana y presionen al Congreso para
dimensionar ese tema en su agenda.
Como
asimismo toca que los latinoamericanos y caribeños hagamos lo que nos
corresponde, porque ese también es nuestro problema. Puerto Rico es una muestra
–territorialmente chica pero muy concentrada‑‑ de muchos problemas de matriz
colonial o neocolonial que también actúan, de unas u otras maneras, entre los
pliegues de la identidad, la cultura política y la capacidad de
autodeterminación que los latinoamericanos compartimos. Para todos nosotros, es
un reto acerca de nuestra propia condición neocolonial. Y en este sentido,
espejo de nuestras propias flaquezas.
Incluso en EEUU puede esclarecer
Hasta mediados de 2019 este
modo de ver pudo tacharse de iluso, dando por sentada la tradicional obtusidad
del establishment estadunidense. No obstante, la publicación de otro enfoque
del tema por Foreign Affairs, la influyente revista del
Consejo de Relaciones Exteriores ha hecho ver, desde Washington DC, qué tanto
pueden evolucionar las preocupaciones (y propuestas) sobre la crisis colonial
puertorriqueña y sus consecuencias, desde el punto de vista de los intereses
norteamericanos.
Los
redactores de ese estudio, titulado “America’s Forgotten Colony: Puerto Rico’s
Crisis”, son Antonio Weiss y Brad Setzer, investigadores de Harvard y del
propio Consejo de Relaciones Exteriores, a quienes puede considerarse
intelectuales orgánicos del “gobierno permanente” de Estados Unidos25. La
formulación de su texto apunta a destrabar y promover el debate sobre el status
de Puerto Rico para legitimar y abrirle campo a la alternativa de la
descolonización.
Los
autores empiezan por recordar que Puerto Rico no es parte de Estados Unidos
sino un territorio “no‑incorporado”, pues desde que la Isla fue tomada a España
su soberanía se transfirió al Congreso. Es este, bajo el Artículo 4 de la
Constitución norteamericana, quien tiene poder plenario sobre todos los
“territorios u otras propiedades pertenecientes a los Estados Unidos”. Aunque
en 1917 una ley del Congreso otorgó la ciudadanía estadunidense a los
puertorriqueños, en 1947 el mismo Congreso emitió una ley que les permitió
elegir a su propio gobernador, y en 1952 le aprobó una Constitución local que
oficialmente designó a Puerto Rico como un Commonwelth en inglés (o Estado
Libre Asociado ‑‑ELA‑‑ en español), la mencionada “cláusula de territorialidad”
sigue definiendo el status del país. Uno que, al decir de Weiss y Setzer,
establece la relación colonial que Estados Unidos tiene con esa posesión y “el
dañino purgatorio que representa el actual status de la Isla”.
Reconocen,
además, que la cuestión del status asimismo define la propia política
puertorriqueña, y que los dos principales partidos de la Isla se definen por
apoyar la continuidad del ELA o preferir la estadidad26. En el país
se han celebrado cinco referendos no vinculantes sobre el su status político: los dos primeros (en
1967 y 1993) indicaron una preferencia por el régimen del ELA, pero en 1998, en
el tercero, más de la mitad de los votantes marcó una preferencia por la opción
“ninguno de los anteriores”. Unos años después ‑observan los autores‑, la
tendencia parecía favorecer a la estadidad, pero en 2017 un gobierno estadista
convocó a un referendo que ganaría ampliamente, pero que fue boicoteado tanto
por los independentistas como por los partidarios del ELA, con lo cual
concurrió apenas un 23 por ciento de los electores (con el agravante de que dos
años después ese gobierno estadista fue defenestrado por multitudinarias
manifestaciones ciudadanas bajo acusaciones de corrupción).27
Luego
de realizar un meticuloso examen histórico del caso puertorriqueño, el ensayo
de Weiss y Setzer analiza las limitaciones estructurales, económicas, jurídicas
y políticas del colonialismo estadunidense en Puerto Rico, estudiándolos como
factores causales tanto de la persistencia del subdesarrollo como de la
bancarrota del país. Y al examinar las alternativas usualmente planteadas,
descarta o admite las respectivas opciones según su capacidad para satisfacer
los necesarios objetivos. Si bien hace años algunos intelectuales y dirigentes
puertorriqueños habían expuesto tesis similares, en este caso lo notable es que
el análisis y las propuestas vienen del interior del establishment
washingtoniano.
Los
autores empiezan por examinar la expectativa que generalmente se consideraba
preferida por los votantes, la de mejorar el Estado Libre Asociado (ELA) y su
aprovechamiento, liberándolo de las restricciones derivadas de la cláusula
territorial. Pero al repasar la cadena de requerimientos demandados por la
enmienda constitucional que eso exigiría, que requiere contar con el respaldo
de dos tercios del Congreso y de tres cuartos de las legislaturas de todos los
estados de la Unión, ambos autores concluyen que ello sería un empeño
imposible.
Enseguida,
ellos auscultan la opción de la estadidad. Aparte de valorar los enormes
obstáculos políticos y socioculturales que sería indispensable superar dentro
de Estados Unidos, agregan que, incluso consiguiéndolo, acto seguido el efecto
empobrecedor de los impuestos federales sería insoportable. Lo que también
obliga a descartar esa alternativa.
Finalmente,
al examinar la opción de la independencia, reconocen que ella actualmente es la
que cuenta con menor apoyo plebiscitario, pero asimismo sostienen que es la que
puede dotar a Puerto Rico de los instrumentos necesarios para poder darse un
futuro económico sustentable. Lo que, sin embargo, agregan, requiere negociar
una transición económica, así como un conjunto de previsiones sobre la
ciudadanía y otros asuntos.
Esto
es, que mientras un ELA no territorial o la estadidad representan ficciones
políticas irrealizables ‑por mucho que obtengan mayores apoyos plebiscitarios‑,
ya que en la práctica solo la independencia haría posible dotar a Puerto Rico
de los instrumentos indispensables para desarrollar un camino económico viable.
Al fin y al cabo, como plantea el estudio, “el status es una cuestión de
ideología e identidad” y, como observa Fernando Martín, la formación de
mayorías y minorías es asunto de tiempos y circunstancias, y de las opciones
que pueden percibirse como factibles en las condiciones disponibles.28
Y
nada como las circunstancias de la presente bancarrota económica, del
descrédito del sistema político existente y de la indignación sociocultural
ante las miserias morales, políticas y materiales de la reconstrucción del
país, como sobrados motivos para rediscutir las ya dudosas preferencias
ciudadanas legadas por el ELA.
Y ahora ¿qué?
Menos de dos meses después
de publicarse “America’s Forgotten Colony: Puerto Rico’s Crisis”, en la Isla
empezó la crisis iniciada por el destape de la cloaca de chats que el gobernador Roselló intercambiaba con sus
principales colaboradores. Doce días de bravas y masivas movilizaciones
ciudadanas forzaron la renuncia del mandatario, maliciosamente maquinada, sin
embargo, para manipular la sucesión y retener el gobierno en manos del mismo
grupo político, una fracción del anexionista Partido Nuevo Progresista, sombra
del Partido Republicano estadunidense.
Eso
fue un suceso inaudito en un país donde, desde la instauración del ELA, las
protestas públicas eran escasas en número y afluencia. Como lo reseñó el New
York Times, a simple vista los manifestantes protestaban ante los arrogantes y
groseros chats del gobernador
y sus colaboradores íntimos, y el arresto por el FBI de varios políticos de
alto nivel, acusados de corrupción. “Pero las demostraciones […] eran más bien
un rechazo a décadas de escándalos y malos manejos que involucran a líderes
adinerados y desconectados que una y otra vez se han beneficiado a costa del
sufrimiento de los puertorriqueños”.29
Tanto
más luego de la multidimensional e inacabada tragedia que siguió al huracán
María, más la reveladora insensibilidad de Washington y la incapacidad del
gobierno de San Juan para atender sus consecuencias. Cuestionado, el presidente
Trump, sin pensarlo dos veces desvió toda crítica hacia los líderes de la Isla,
a quienes culpó de incompetentes y corruptos, negándoles así cualquier amparo
político a los más obsecuentes aliados del Partido Republicano.
Enseguida
de María, nadie salió a protestar; todos estaban
demasiado atareados en sobrevivir: el pueblo en su
desamparo y los políticos en sus cargos. Pero, como el mismo reportaje del
Times añadió, tras la detención de varios funcionarios corruptos y el escándalo
del chat de la cúpula gobernante, toda esa acumulación de agravios detonó una
explosión de inconformidades: “este ha sido un
proceso traumático”, dijo una profesora entrevistada; tras “muchos años
de soportar y aguantar”, al fin “todo ese trauma ha salido, todo ese dolor”.
Ese
escándalo expansivo acopló súbita e inesperadamente a diversos sectores de la
sociedad puertorriqueña, para expresar “una honda insatisfacción con el modo en
que la Isla es gobernada”.
La
cadena de manifestaciones, autoconvocadas a través de las redes digitales y
abanderadas por varios artistas muy populares, pronto fue fortalecida por la
insólita participación de una multitud de puertorriqueños de las barriadas y
caseríos pobres. Marginales y anónimos en la contabilidad de los partidos
políticos y de la clase media educada, y carentes de sus propios medios de
expresión cívica, en esta coyuntura encontraron amplia oportunidad de
participación.
No
obstante, ese alud ciudadano carecía de un proyecto y un liderazgo que les
diera un propósito de mayor alcance ‑sin limitarse a echar del gobierno al
cabecilla de esa camada de retoños del sistema, engreídos desconocedores del
país real‑ y movilizarse por objetivos soberanos más sustantivos y, por lo
tanto, más democráticos y duraderos.
Sin
duda, se obtuvo un triunfo de gran valor simbólico y, por el momento,
demostrativo del poder de la movilización ciudadana. Sin embargo, esta al cabo
de poco tiempo se dispersó, sin haber cumplido mayores posibilidades. La falta
de esa propuesta inmediata de mayores trasformaciones viables, a su vez, le dio
tiempo y oportunidad a la vieja casta política para apelar a sus añejos ardides
mediáticos y legales para controlar la sucesión, al menos al corto y mediano
plazos. Las reglas del poder quedaron en las manos de siempre.
Para
explicarlo es preciso comprender que, en las calles, junto a la gran masa de
puertorriqueños indignados que anhelaban una reforma moral y cívica, también
desempeñó su rol la cultura colonial. Nutrido del complejo de inferioridad y su
consiguiente cortedad de horizontes, el “sentido común” que esa cultura cultiva
y recicla, aún siguió resignando a gran parte de los ciudadanos a creer que,
tras el acierto de expulsar a un gobernador incompetente, lo más oportuno y
“realista” es remplazarlo por otro mejor aceptado en Washington y tanto más
idóneo para limosnear en Estados Unidos otras “ayudas” para la Isla.
En
pocas palabras, hace falta que las movilizaciones sociales alcancen a generar
estructuras incluyentes y duraderas, que aseguren la continuidad de sus luchas ‑‑culturales,
ideológicas y políticas‑‑. Y, con esto, a proponer y conquistar cambios
estructurales en el tejido y en las instituciones sociales, para que el
entusiasmo y energía de los grandes acontecimientos no se diluya, ni le permita
a la élite local y al régimen colonial reiterar su viejo juego de recuperación
de la “normalidad” colonial, en este caso nombrando nuevo gobernador a una
persona o electa.
La
crítica a las incompetencias y corrupciones, si bien cumple la necesaria
función de revelar las realidades que hay tras los mitos y el conformismo, no
basta. Mientras no se construyan organizaciones y acontecimientos que
cuestionen esa “normalidad” y produzcan nuevos avances del proceso, la sola
denuncia incluso puede servirle al sistema imperante. Porque la incompetencia y
la inmoralidad del sistema también da pretextos al régimen para justifica
nuevas intervenciones, alegando que acude a remediar incompetencias y
corruptelas de los funcionarios locales.
Es
el caso de la llamada Junta de Supervisión y Administración Financiera ‑la Junta‑,
maquillada como un mal menor y transitorio mientras realiza su brutal
intervención expoliadora, con el pretexto de venir a reparar daños causados por
la ineptitud de los líderes y funcionarios nativos.30
Tras
la experiencia de gran movilización social de julio de 2019, tras una
confluencia de voluntades sin precedente en la historia del país, y frente a la
demanda de darle continuidad, el Partido Independentista Puertorriqueño (PIP)
propuso una doble iniciativa. En conferencia de prensa, Rubén Berríos, su
líder, y María de Lourdes Santiago, ex senadora y vicepresidenta del PIP,
llamaron a convocar un amplio frente para, por un lado, demandar unas enmiendas
de urgencia a la Constitución puertorriqueña, para que estén vigentes antes de
las próximas elecciones. Y, por el otro, plantear una nueva relación con
Estados Unidos, a discutirse en una “Asamblea para un Nuevo Puerto Rico”,
electa por votación popular, “que garantice la participación de los más amplios
sectores de la sociedad”.
Esas
enmiendas constitucionales prevén: autorizar la
celebración de un referendo revocatorio para que el pueblo pueda destituir a un
mal gobernador; elegir por votación al nuevo gobernador si el cargo
queda vacante; y disponer realizar una segunda vuelta electoral
entre los dos candidatos más votados si ninguno obtiene la mayoría absoluta.
Y
sobre la nueva relación con Estados Unidos, la propuesta señala que la Asamblea
a elegirse tendrá dos encomiendas: la primera,
redactar una nueva Constitución para Puerto Rico, que emane del poder soberano
de su propio pueblo31. La
segunda, elaborar alternativas no coloniales y no territoriales para la nueva
relación con Estados Unidos, para ser presentadas y negociadas en el Congreso
antes de someterlas a votación popular.
Ambas
propuestas deben votarse a más tardar a inicios de 2020, para corregir algunas
importantes deficiencias constitucionales que la crisis política de 2019 puso
en evidencia, antes de celebrarse las próximas elecciones locales. Como,
asimismo, corregir las demás deficiencias de la Constitución actual, y
enfrentar democráticamente el problema de la relación colonial con Estados
Unidos.
Esta
propuesta se caracteriza por su amplio realismo político: no demanda de la masa ciudadana más de aquello por lo
cual su mayoría se manifestó en julio de ese año; a la vez, plantea
unos términos que no contradicen los del discurso de los líderes “soberanistas”
del Partido Popular Democrático (PPD). A la vez, es una propuesta abierta a
modificarse al tenor de su debate con los demás sectores congregados ‑ojalá con
una práctica y un lenguaje que igualmente atraiga a los sectores barriales que
también se sumaron a aquellas manifestaciones‑.
La necesaria transición
El Estado Libre Asociado
hace mucho dejó de encajar entre los inventos que hoy el derecho internacional
considera justificables. Hace décadas el Comité de Descolonización de la ONU
anualmente pone a Washington en el banquillo de las potencias coloniales, y le
da tribuna a una creciente lista de portavoces latinoamericanos que allí
examinan el status de Borinquen. Cada año esa instancia global reconoce a
Puerto Rico como “Nación Latinoamericana y Caribeña, y su derecho inalienable a
la libre determinación e independencia, su soberanía, y a la integridad de su
territorio nacional”, Y además ratifica que el pueblo puertorriqueño tiene el
inalienable derecho a su autodeterminación, como lo acreditan ya más de 34
Resoluciones, reiterando que el status de la Isla debe discutirse en la
Asamblea General, donde Estados Unidos difícilmente podrá encontrar voces que
lo secunden, ninguna gratuitamente.
Desde
el punto de vista norteamericano ¿a quién le sirve prolongar esos
inconvenientes? Solo los clichés de una vieja inercia, y un desfasado orgullo
imperial, pueden ocasionarlo. Al cabo, terminada la Guerra Fría, tras la
experiencia de Vieques la Armada estadunidense abandonó todos sus demás
baluartes y operaciones en la Isla, la que así perdió lo que devengaba como
plaza militar. Como también sigue perdiéndolo como plaza de interés económico,
desde que Washington prefirió explotar acuerdos de libre comercio con otros
países del área, que hoy aprovechan las ventajas de acceso al mercado
estadunidense que antes el ELA retenía.32
En
los años 30 a 50 del siglo pasado ‑en tiempos de Albizu Campos‑, la cuestión de
la independencia de Puerto Rico gozaba de amplias simpatías en la opinión
pública hispanoamericana. Pero después el tema fue arrollado por el frenesí de
la Guerra Fría, y el patriotismo borinqueño se vio estigmatizado como un
instrumento de las agencias soviéticas. No obstante, ahora la raíz del asunto
ha vuelto a su dimensión real, aunque algunas de sus consecuencias subjetivas
aún demoren en sanarse.
De
hecho, Washington hace mucho ha venido agotando los motivos para retener la
propiedad de la Isla, donde solo va quedándole la obligación federal de costear
la subsistencia del régimen, y la de lograr que los acreedores estadunidenses
consigan recuperar la enorme deuda del gobierno boricua, que es lo que más
interesa a los burócratas norteamericanos. Aunque Puerto Rico contó con buenas
infraestructuras ‑hoy en día tan deterioradas‑, en la última década la Isla
perdió sostenibilidad tras haberla especializado en actividades económicas que
al cabo dejaron de ser atrayentes para Estados Unidos.
Antes
de la invasión norteamericana, la Isla produjo azúcar y derivados, café,
legumbres y otros alimentos, cuya producción el régimen colonial descartó en
beneficio de la cañaveralización. Comer se volvió caro; del 85 al 90 por ciento de los alimentos se importan
congelados o enlatados, generalmente de Estados Unidos. Pero, “la Ley Jones […]
con frecuencia detiene cargamentos del territorio continental porque solo las
empresas de envío estadounidenses pueden transportar legalmente alimentos de un
puerto estadounidense a otro”.33
A
su vez, en la actividad turística Borinquen hoy es superada por varios
competidores del Gran Caribe, donde es menos costosa. Por largos años el status
colonial ha impuesto legislaciones estadunidenses ajenas a la naturaleza de la
Isla, que impiden aprovechar otras ventajas de su ubicación geográfica, como
desarrollar una diversidad de servicios marítimo‑portuarios y aeroportuarios, y
de ser parte de los proyectos de cooperación para el desarrollo y de
integración mesoamericana y caribeña.
Con
eso tanto el ELA como los dos partidos políticos que le son funcionales hace
mucho han perdido las razones de existencia que antaño les dieron propósito,
mientras que al gobierno de Washington DC aún no encuentra oportunidad ni
discurso para justificar cómo deshacerse de la Isla, en lugar de pretender
anexarla como un Estado extraño, costoso y problemático para la Unión Americana
y la idiosincrasia estadunidense.
En
tales circunstancias, solo queda proponer el necesario proceso de transición a
cierto número de años plazo, a fin de reestructurar la institucionalidad y el
modelo económico puertorriqueños, para culminar la constitución de una nueva
república latinoamericana y caribeña. Esta, como nación independiente y viable,
podrá tener un apropiado esquema de relaciones con Estados Unidos y con las
demás naciones de la región y del mundo.
Notas:
1. Carlos (Taso) Zenón, pescador. “Canción para
Vieques”, en Memorias de un pueblo pobre en lucha: manual de
lucha para los jóvenes que quieren transformar a Puerto Rico, Editorial El
Antillano, 2018.
2. La literatura suele referirse a Puerto Rico como una
isla, que los nativos prehispánicos llamaban Borinquen. Pero Puerto Rico es un
archipiélago, cuyas cuatro porciones más evocadas son la “isla grande”, la
mayor, más poblada y de mayor peso económico; la contigua isla de San Juan,
asiento histórico de la capital del país, donde radica el gobierno; y las islas
de Culebra y de Vieques, municipios dedicados sobre todo a la pesca y el
turismo, parte de las cuales hasta hace unos años fueron explotadas, a la par,
como polígonos de tiro de la Marina militar estadunidense, con los riesgos y
daños que eso acarreó.
3. El principal dirigente de aquel socialismo fue el
inmigrado gallego Santiago Iglesias Pantín, quien había militado en el Partido
Socialista Obrero Español (PSOE) y mantenía contacto con su líder, Pablo
Iglesias, quien, a finales del régimen colonial español, lo alentó a fundar el
Partido Obrero Socialista de Puerto Rico, afiliado al PSOE. Luego, bajo la
dominación estadunidense, en 1915 Santiago Iglesias lideró su conversión en el
Partido Socialista Puertorriqueño, afiliado al Partido Socialista de Estados
Unidos, y fue uno de los creadores de la Federación Libre de Trabajadores,
afiliada, a su vez, a la American Federation of Labour (AFL). Iglesias opinaba
que las posibilidades del movimiento obrero puertorriqueño y de su partido eran
más favorables en el ámbito político norteamericano que frente a la
reaccionaria oligarquía puertorriqueña y, por consiguiente, fue anexionista,
partidario de incorporar a Puerto Rico como estado federal de la Unión
estadunidense. Por lo mismo, respaldó dentro del movimiento obrero y la
izquierda puertorriqueña la política de americanización del país.
4. Antecesor de los actuales Partido Popular Democrático
(PPD) y Partido Independentista Puertorriqueño (PIP).
5. Ver Bolívar Pagán, La Historia de
los Partidos Políticos en Puerto Rico. En internet: http://seminarios-pnp.com/2015/08/historia-de-los-partidos-politicos-pue... Capítulo 7 sección 3.
6. De hecho, así la Asamblea reflejó que la unidad del
partido se debatía entre radicales independentistas y moderados autonomistas. La “temporalidad” de esa forma de
posponer la decisión le daría largo de cobijo a la política gubernamental de
“americanización” del país, respaldada por el proyanqui Partido Republicano,
principal oponente del Unionista.
7. Particularmente, en apoyo al esfuerzo de la Unión
Soviética para rechazar la invasión alemana.
8. Este Nuevo Trato o acuerdo social orientó el
conjunto de políticas impulsadas por los gobiernos de Franklin D. Roosvelt
(1932-45) para resolver las principales causas y efectos de la Gran Depresión,
la crisis económica desatada a comienzos de los años 30. Incluyó la
intervención del Estado en la economía, inversión pública en infraestructuras
productivas, fomento del empleo y ampliación de las libertades políticas. Entre
sus efectos estuvo el fortalecimiento de las organizaciones sindicales y de los
valores democráticos antifascistas. Tras el fallecimiento de Roosvelt y la
victoria en la II Guerra mundial, las grandes empresas y la derecha
política impusieron el fin de la colaboración con la Unión Soviética y el
inicio de la Guerra Fría, a la vez que el roll back contra las políticas sociales del New Deal, las organizaciones sindicales y las
ideas y organizaciones progresistas, hasta llegar a los extremos del
macartismo.
9. Eso ocurrió bajo la influencia del Browderismo, una extrapolación político‑ideológica
de la estrategia frenteamplista de la III Internacional, que alentaba la
colaboración antifascista con los partidos, gobiernos y organizaciones
burguesas para combatir al nazi‑fascismo. El nombre de esa política derivó del
de Earl Browder, jefe del partido comunista de Estados Unidos y de la Komintern para Centroamérica y el Caribe--, quien durante la
Segunda Guerra Mundial postuló la aproximación de su partido al partido
demócrata y el gobierno norteamericano, bajo las premisas de la prioridad de la
lucha contra el fascismo y la invasión alemana a la URSS.
Este acercamiento se dio
tras el pacto norteamericano-soviético para combatir a las potencias del
eje nazi‑fascista, y la colaboración de clases que a partir de entonces se
predicó. En el ambiente político del New Deal,
Browder sostuvo que los partidos comunistas debían soslayar cualquier
consideración ideológica y colaborar con los gobiernos democráticos existentes,
cualquiera que fuese su signo político, para luchar juntos contra el fascismo
en el mundo. Eso condujo incluso a la auto disolución del PC estadunidense y a
que varios partidos comunistas latinoamericanos renunciaran a llamarse así,
convirtiéndose en partidos policlasistas “populares”, reorientados a buscar el
socialismo por medios pacíficos y graduales.
10. Lo que debe
entenderse no solo respecto a un caso extremo como el de Puerto Rico, sino como
realidad que igualmente incide, en diversas formas, sobre la cultura política,
y la cultura general, de las repúblicas neocoloniales de América Latina y demás
países en subdesarrollo.
11. Gatopardismo.
Palabra derivada del italiano Gattopardo, título de la
novela del siciliano Giuseppe Tomasi (1896-1957), que alude a la decadencia de
la nobleza siciliana y relata el matrimonio del sobrino de un viejo príncipe
con la hija de un comerciante plebeyo. Ante el inevitable ascenso de la
burguesía, el añoso noble promueve ese matrimonio para enlazar a su clase
social con sus enemigos mortales, convertidos en la nueva fuerza política
dominante. La expresión gatopardismo señala la
filosofía de quienes piensan que es necesario que algo cambie para que lo demás
permanezca intocado en la organización social. Como las reformas meramente
cosméticas o de distracción que se proponen para mantener incólumes los
privilegios sociales y económicos de sus manipuladores. Tomado de la Enciclopedia
de la Política de Rodrigo Borja. Ver www.enciclopediadelapolitica.org
12. El territorio de
Estados Unidos está integrado por 50 estados, un distrito
federal, 5 territorios importantes (entre ellos Puerto Rico) y 9 territorios
menores, enumerados en https://es.wikipedia.org/wiki/Anexo:Estados_y_Territorios_de_los_Estados...
Al respecto, ver el Artículo
IV, Sección 3, Cláusula 2 de la Constitución de Estados Unidos. A su vez, acto
seguido, la Sección 3, en su Párrafo 2, determina que “El Congreso tendrá la
facultad para disponer y formular todos los reglamentos y reglas necesarias con
respecto al territorio y otros bienes que pertenezcan a los Estados Unidos” [Cursivas del
autor].
Por si faltara, dicho
estatus fue ratificado por una sentencia que la Corte Suprema estadunidense
dictó en 1901 (a los tres años de la ocupación norteamericana de la Isla), por
la cual Puerto Rico le “pertenece a” pero no es “parte de” Estados Unidos, dado
que no es un Estado de la Unión sino un territorio de la misma o, como se dice
en el resto del mundo, es una colonia.
Ninguno de esos textos
jurídicos fue modificado al adoptarse en 1952 la ficción del llamado Estado
Libre Asociado (ELA).
13. Luego de más de
cuatro años de protestas encabezadas por Rubén Berríos, en 1975 los borinqueños
lograron sacar a la Marina estadunidense de su base y campo de tiro en la isla
puertorriqueña de Culebra. En el 2000, Berríos completó casi un año acampando,
bajo soles y tormentas, sobre la playa de la isla de Vieques para impedir que
la Marina continuara sus bombardeos sobre ese territorio, que usaba como
polígono. Ambas islas conservaban numerosa población civil, amenazada por esas
actividades.
Durante esa segunda gesta,
que logró movilizar a la mayor parte de la sociedad puertorriqueña, con gran
parte de la dirigencia independentista en prisión, Berríos y sus compañeros,
recibieron amplia solidaridad de personalidades e instituciones cívicas,
políticas religiosas e intelectuales estadunidenses y latinoamericanas.
Al cabo, la Armada también
tuvo que retirarse definitivamente de Vieques. Y poco tiempo después las
fuerzas armadas estadunidenses decidieron retirarse asimismo de Roosvelt Roads,
la mayor y más valiosa de sus bases militares en Puerto Rico, adelantándose a
que los independentistas la pudieran bloquear. Con esto, desapareció el último
de los emplazamientos bélicos estadunidenses en el archipiélago puertorriqueño.
14. Así denominada
por las siglas de Puerto Rico Oversight, Management, and Economic Stability
Act, nombre que leído en español porta una maliciosa ambigüedad que solo puede
descifrarse en inglés.
15. El Partido
Republicano escogió cuatro y el Demócrata tres, de los cuales Obama designó
uno. Mayoritariamente, ciudadanos nacidos en Puerto Rico pero que hace mucho se
habían integrado al establishment estadunidense, a excepción de la Directora
Ejecutiva, Natalie Jaresko, una ucranio‑norteamericana que fue ministra de
finanzas del gobierno que siguió al golpe de Estado en su país de origen.
16. La ilusa
expectativa de algunos ingenuos de que la Junta vendría a hacer justicia sobre
los corruptos que antes engendraron esa deuda no pasó de brevísima quimera.
17. La tecnología y
concepciones militares dominantes al concluir la II Guerra Mundial dominaron la
forma de organizar y dotar los baluartes estadunidenses establecidos en Puerto
Rico y en la Zona del Canal de Panamá. Pero, en la práctica, la rápida
evolución de los medios aeroespaciales de la Guerra Fría iría devaluando dichos
baluartes, al extremo de que, cuando Omar Torrijos y Jimmy Carter negociaron el
nuevo tratado del Canal interoceánico, Washington admitió que ya era tiempo de
dejar sus bases militares en ese lugar, incapaces de impedir un eventual ataque
transoceánico.
Otro tanto sucedería en
Puerto Rico, donde la desobediencia civil independentista llevó a la Armada
estadunidense a admitir que la alternativa de evacuar sus cuarteles y polígonos
en Culebra, Vieques y Roosvelt Roads ya no impedía a las fuerzas
norteamericanas mantener su control estratégico de la región.
18. En Puerto Rico
muchos servicios son prestados por empresas estatales y, por motivos
electorales, el gobierno busca prever un presupuesto que minimice el despido de
empleados públicos.
19. Como el mismo
periódico relató el 20 de mayo de ese año, José Marrero, director de finanzas
del Hospital de Niños San Jorge, informó que el gobierno le adeuda a esa
institución US$ 350,000 por servicios prestados en marzo, y que a esta suma se
agregan US$ 1,200,000 por servicios prestados en abril, más otros
US$ 250,000 por los ya prestados en mayo. A su vez, Pedro Meléndez,
director ejecutivo del Sistema de Salud Menonita, añadió que, aparte no de
contratar especialistas para servicios indispensables, se usaban “tarifas de
hace dos o tres años” y “se redujo los fees de los médicos hasta un 33 por ciento”. Similares
consecuencias ahogaban a los hospitales de todo el país.
20. Según El Nuevo
Herald, por ejemplo, hasta el 1 de junio de 2018 los sobrevivientes de María
recibieron en promedio $ 1,800 para reparaciones, mientras que el año anterior
los del ciclón Harvey, en Texas, en ese plazo recibieron $ 9,127.
Esa mezquina ayuda a
cuentagotas favoreció formas negligentes y corruptas de manejarla, como después
se evidenció.
21. La empresa de
electricidad explica que parte del problema es que la reposición de los
tendidos de la red eléctrica se ha hecho con cables de menor calibre que los
anteriores, por falta del material adecuado.
Paradójicamente, durante más
de un año la situación del servicio eléctrico en el territorio norteamericano
de Puerto Rico ha sido notoriamente peor que la muy publicitada crisis
eléctrica de la aislada Venezuela.
22. Parte de tales
diferencias viene de que unos solo contaron las víctimas conocidas del primer
impacto, mientras otros sumaron las registradas en las siguientes semanas,
añadiendo los datos aportados por los hospitales y las agencias funerarias; después se agregarían, además, los decesos
registrados en las incomunicadas poblaciones del interior del país.
23. Véase “Califica
Trump de incompetentes y corruptos a políticos de Puerto Rico”, agencia EFE,
Washington, 2 de abril de 2019, así como “Ataques de Trump a políticos
puertorriqueños, más sal en la herida”, agencia Prensa Latina, de la misma
ciudad y fecha.
Trump fue particularmente
duro con Carmen Yulín Cruz, a quien se refirió como “la enloquecida e
incompetente alcaldesa de San Juan [quien ha] hecho un trabajo muy malo para
devolver la salud a la Isla”.
24. Citado por BBC
Mundo el 12 de octubre de 2017.
25. Con el título
“La colonia olvidada de los Estados Unidos” este estudio fue publicado en
castellano por el diario El Nuevo Día, de San Juan, el martes 11 de junio de
2019.
Weiss fue asesor principal
del Secretario del Tesoro en el gobierno de Barak Obama y arquitecto del
vigente plan PROMESA. Setzer es “Senior Felow” del Consejo de Relaciones
Exteriores.
26. El autonomista
Partido Popular Democrático (PPD) de Muñoz Marín, y el anexionista Partido
Nuevo Progresista (PNP).
27. En Puerto Rico
los comicios ordinarios se limitan fundamentalmente a la elección de
funcionarios y legisladores locales, y en las campañas y debates electorales
tienen poca prominencia los temas de la soberanía nacional y las políticas de
desarrollo.
No obstante, estos temas sí
alcanzan mayor relevancia en los referendos relativos al status. En este caso,
la evolución de los resultados refleja un creciente desencanto respecto al ELA,
pero el mal desempeño gubernamental –por la proliferación de casos de
imprevisión, ineficiencia y corrupción‑‑ de ambos partidos tradicionales no ha permitido a los
estadistas capitalizar políticamente el retroceso de las simpatías por el ELA.
28. Ver Fernando
Martín, “La puerta hacia la descolonización”, en El Nuevo Día, Tribuna
invitada, del viernes 14 de junio de 2019.
29. Ver Patricia
Mazzei y Frances Robles, “El hartazgo de los puertorriqueños sale a las
calles”, en el boletín en español del New York Times, del 18 de julio de 2019.
30. Ver Elvin
Carcaño Ortiz, “¿Revolución en Puerto Rico?”, en ALAI, 13 de agosto de 2029.
31. La actual
Constitución emana del poder del del Congreso de Estados Unidos.
32. El hecho de que
ahora, con la Administración Trump, el gobierno de Washington decidiera
incrementar el proteccionismo, restándole valor a los acuerdos de libre
comercio, no le restituye a Puerto Rico aquel pasado privilegio.
33. Julia Moskin,
“El éxito de la comida local que salvó a Puerto Rico”, en el diario The New
York Times (edición digital en español) del 22 de mayo de 2019. La autora narra
la aventura creativa de los borinqueños que ahora vuelven a cultivar la tierra
con nuevas tecnologías, tras la ruptura de la cadena alimentaria y la escasez
de alimentos que vinieron tras los huracanes de 2017.
- Nils Castro es
escritor y catedrático panameño.
Fuente: América Latina en Movimiento