Socialismo y Antiimperialismo1
Claudio Katz2
LA RELACIÓN ENTRE EL SOCIALISMO Y
ANTIIMPERIALISMO presentó varias certezas durante el siglo XX. La meta
anticapitalista sería alcanzada a través de diversos caminos nacionales en una
lucha contra la opresión imperialista. La radicalización de esas batallas
determinaría el debut del socialismo en cada país de la periferia. ¿Cómo se
procesó esa dinámica? ¿Cuál es su vigencia en el siglo XXI?
ANTECEDENTES Y CONFIRMACIONES
Los primeros vínculos entre el
socialismo y el antiimperialismo fueron establecidos por Marx en sus denuncias
de la opresión colonial. Supuso que la transformación socialista se localizaría
en Europa y que la periferia jugaría un rol secundario en esa mutación.
Posteriormente
el autor de El Capital resaltó el
efecto positivo de los grandes levantamientos en las regiones subdesarrolladas
y elogió especialmente la sublevación de Irlanda. Destacó que su convergencia
con las luchas sociales de Inglaterra favorecía la gestación de una conciencia
solidaria en el proletariado.
El
internacionalismo cosmopolita inicial de Marx evolucionó hacia un enfoque
centrado en el empalme de los movimientos anticoloniales, con las acciones
obreras en las metrópolis.
En
el escenario de guerras inter-imperialistas de principios del siglo XX, Lenin
transformó esa hipótesis en una estrategia integral. Rechazó las ideas
socialdemócratas de padrinazgo sobre las colonias, denunció frontalmente al
imperialismo y objetó la distinción entre modalidades regresivas y benévolas de
esa dominación.
Con
esa actitud postuló la retroalimentación de las luchas nacionales y sociales,
en el complejo mosaico de Europa Oriental. Subrayó el derecho de los pueblos
oprimidos a la auto-determinación y polemizó con los partidarios del
internacionalismo puro, que cuestionaban las potencialidades progresivas de ese
reclamo. Estas ideas contribuyeron a forjar la corriente comunista que lideró
la insurrección bolchevique.
Cuando
la expectativa revolucionaria decayó en Europa y se desplazó a Oriente, Lenin
precisó su política antiimperialista. Distinguió el nacionalismo conservador de
los capitalistas locales del nacionalismo revolucionario de los sectores
oprimidos. Propició distintos puentes con esa vertiente para apuntalar
desemboques socialistas.
Esta
estrategia guió a los marxistas de posguerra durante el esplendor del antiimperialismo.
Ese florecimiento acompañó a la descolonización de África y Asia y a los
triunfos revolucionarios en China y Vietnam. Estas victorias indujeron, además,
a percibir cómo el antiimperialismo contribuía a iniciar transiciones
económicas socialistas para erradicar el subdesarrollo.
Para
alcanzar esas metas la mayoría de los Partidos Comunistas promovía una etapa
inicial de capitalismo nacional, en alianza con la burguesía. Los críticos de
izquierda objetaban la viabilidad o conveniencia de ese periodo intermedio.
Esas
corrientes postulaban estrategias de revolución permanente o ininterrumpida,
enfatizando el protagonismo del Tercer Mundo o la confluencia con la clase
obrera de las metrópolis. Todos coincidían en la prioridad de confrontar con el
atropello estadounidense a los países que actuaban con independencia.
ÉXITOS Y FRUSTRACIONES
La estrecha conexión entre
radicalización antiimperialista y desemboque socialista fue confirmada por la
revolución cubana. Esa sublevación respondió a las agresiones yanquis con transformaciones
anticapitalistas.
Ese
curso demostró que era posible iniciar un proceso socialista a 90 millas de
Miami. También aportó argumentos a los críticos de la estrategia de forjar
alianzas con la burguesía y reforzó las propuestas de convergencias con el
nacionalismo revolucionario.
La
revolución cubana intentó una extensión continental a través de la gesta del
Che. Postuló que el socialismo debía plasmarse a escala regional, en fuerte
contrapunto con la Unión Soviética que apostaba a la coexistencia pacífica con
Estados Unidos. Con este espíritu se forjó la OLAS y se convocaron las
Conferencias Tricontinentales.
La
revolución era el principal presupuesto de esa estrategia. Se esperaba
desplazar por esa vía a las clases dominantes del manejo del estado. Esa
convicción sintonizaba con la preeminencia de dictaduras sostenidas por el
Pentágono. La vía soviético- insurreccional y el camino guerrillero de guerra
popular prolongada eran vistas como las principales opciones para la conquista
del poder.
Una
transición pacífica al socialismo era poco imaginable en el Tercer Mundo. Esos
senderos eran promovidos en Europa Occidental, apostando a un efecto imitativo
de los éxitos obtenidos por el bloque socialista.
Como
todas las revoluciones irrumpían en la periferia para alcanzar alguna meta
nacional, democrática o agraria, la idea de radicalizar esos procesos contaba
con gran aceptación.
Ese
período de esperanzas en un acelerado avance del proyecto socialista se cerró
en América Latina en los años 80 con tres grandes frustraciones. La primera
decepción fue la derrota de los movimientos guerrilleros, que generó balances
muy críticos de la estrategia foquista.
El
fracaso de la Unidad Popular en Chile fue el segundo shock. Como ese país
arrastraba una larga tradición de continuidad institucional, algunos pensaban
que allí era factible soslayar el eslabón revolucionario.
Salvador
Allende intentó ese curso gradual mediante un acuerdo con la oposición. Pero
quedó entrampado en la tolerancia suicida al golpe y no supo utilizar el
respaldo popular para desbaratar al pinochetismo. Esa trágica experiencia
confirmó la necesidad de la revolución en disyuntivas críticas.
La
tercera frustración fue lo ocurrido en Nicaragua. El triunfo contra la
dictadura y el acoso de bandas financiadas por el Pentágono parecían repetir al
principio el camino cubano.
Pero
los sandinistas sucumbieron ante el cerco militar, detuvieron las
transformaciones sociales y pactaron con sus viejos adversarios. Al perder las
elecciones precipitaron un clima de gran pesar en toda la izquierda regional.
Los
resultados de esas experiencias no refutaron la centralidad de la
radicalización antiimperialista para alcanzar la meta socialista. Más bien
indicaron erróneos cursos para desenvolver esa estrategia. Pero la actualidad
de esta política debe evaluarse a la luz de las enormes mutaciones de los
últimos 30 años.
TRES CAMBIOS SUSTANCIALES
La primera modificación del periodo ha
sido la etapa neoliberal, que empezó en años 80 con la instauración de un
modelo capitalista muy alejado del keynesianismo de posguerra.
El
neoliberalismo es una práctica reaccionaria, un pensamiento conservador y un
sistema de agresión contra trabajadores. Genera deterioro del salario y
precarización laboral, mediante el desplazamiento de la industria a Oriente.
Utiliza la informática para ampliar el desempleo, acentuar la marginalidad
urbana y ensanchar la desigualdad.
Ese
esquema opera al servicio de empresas transnacionales que promueven el libre-comercio
para bajar aranceles y demoler competidores locales. Aprovechan la revolución
digital para incrementar utilidades y facilitar la actividad especulativa de
bancos mundiales que operan sin ningún control.
Ese
modelo potencia los sufrimientos populares y precipita grandes crisis. Estas
convulsiones irrumpen por la contracción de los ingresos populares, la
sobreproducción y la expansión de las burbujas financieras.
El
capitalismo neoliberal transmite ilusiones en la sabiduría de los mercados, la
prosperidad espontánea y el derrame de beneficios. Pero también multiplica el
miedo al desempleo y socava la legitimidad de los sistemas políticos. Si la
izquierda no logra canalizar el descontento social, ese malestar es capturado
por la derecha.
El
segundo cambio del periodo derivó de la caída de la Unión Soviética. La
relevancia de este acontecimiento fue corroborada por la periodización del
siglo XX como una centuria corta (1917-1989), fechada en el surgimiento y
desaparición de ese sistema.
El
neoliberalismo se consolidó con ese desplome. La existencia de la URSS había
aterrorizado a las clases dominantes que otorgaron concesiones sociales
inéditas. El estado de bienestar, la gratuidad de ciertos servicios básicos, el
objetivo del pleno empleo y el aumento del consumo popular surgieron por temor
al comunismo. Con el fin de la URSS los capitalistas retomaron los mecanismos
clásicos de la explotación.
Los
problemas económicos no determinaron el derrumbe de ese sistema. La URSS
superaba a sus equivalentes en PBI per cápita, calidad de vida o niveles de
salud y educación.
El
desplome del régimen fue consecuencia de un vaciamiento político. Los
gobernantes apostaban a su propia conversión en burgueses. Cuando encontraron
la oportunidad para consumar ese salto, abandonaron el incómodo maquillaje
socialista.
La
población toleró ese viraje al cabo de varias décadas de inmovilidad y
despolitización. Con la frustración del último gran intento de renovación
(Primavera de Praga) se extinguió la oportunidad de rehabilitar el socialismo.
El
tercer cambio del período se localiza en la estructura del imperialismo. Ese
dispositivo incluye mayor coordinación de las acciones de gendarme, para lidiar
con la nueva integración mundial de los capitales.
Estas
formas de gestión colectivas prevalecen frente a la extinción de las viejas
guerras inter-imperialistas. Nadie vislumbra la repetición de conflictos
armados entre Estados Unidos, Alemania o Japón. La ausencia de proporcionalidad
entre la supremacía económica y la hegemonía político-militar de las distintas
potencias, impide la reaparición de esas conflagraciones.
A
pesar de su relativa pérdida de preeminencia económica Estados Unidos mantiene
su función protectora del capitalismo. Preserva una preponderancia militar
absoluta y una dirección de las operaciones internacionales más riesgosas.
Pero
los imperios centrales ya no actúan como únicos protagonistas de la gobernanza
mundial. Apéndices integrados a la estructura dominante (Israel, Australia,
Canadá) tienen mayor relevancia y formaciones subimperiales autónomas (Turquía,
India) son más gravitantes a escala regional. Cumplen un papel tan reaccionario
como desestabilizador del orden global.
También
los adversarios de largo plazo de Estados Unidos (Rusia, China) son más
influyentes. Actúan en forma defensivas frente al imperialismo y de manera
ofensiva hacia sus vecinos. Buscan forjar estructuras propias de dominación.
Estos
convulsivos roles de las potencias centrales, los apéndices, los subimperios y
los imperios en formación se verifican en escenarios de guerra permanente, como
Medio Oriente.
¿En
este contexto de neoliberalismo, desaparición de la URSS y remodelación de los
dispositivos imperiales sigue gravitando el antiimperialismo?
OTRO PERFIL DEL MISMO DATO
Algunos analistas estiman que el
antiimperialismo perdió incidencia con la globalización. Estiman que decayó
junto al declive de los senderos nacionales, en el nuevo escenario de luchas anti-sistémicas
a escala mundial.
Pero
no brindan ejemplos de esas resistencias directamente globales. Es evidente que
las tradiciones, organizaciones y programas nacionales continúan singularizando
las movilizaciones de cada región.
Otros
autores afirman el antiimperialismo es obsoleto. Consideran que se extinguió
junto a los movimientos de liberación nacional, en un contexto de pocas
colonias y muchos países soberanos.
Pero
no registran cómo la opresión nacional ha resurgido con nuevas guerras,
migraciones y rediseños de fronteras. Tampoco notan hasta qué punto la
intervención imperial se ha intensificado con pretextos humanitarios. Basta
observar la demolición de Medio Oriente o la desintegración de África para
dimensionar las consecuencias de ese atropello.
Hay
pensadores que reconocen la gravitación del antiimperialismo, pero lo observan
como un dato negativo. Señalan que divide a los trabajadores, generando
tensiones artificiales por las costumbres, idiomas o razas de cada grupo
nacional.
Este
cuestionamiento es ciertamente válido para el nacionalismo reaccionario de
Trump o Le Pen. Pero no se aplica a Chávez-Maduro o Evo Morales. Ambas
variantes están separadas por el mismo abismo que en el pasado oponía a un
Mussolini con un Sandino.
Es
absurdo clasificar a esa diversidad de liderazgos dentro de un paquete común de
“populistas”. La nueva combinación de neoliberalismo con xenofobia -para
restringir inmigración- se ubica en las antípodas del nacionalismo radical de
Venezuela, Bolivia o Palestina.
Es
también erróneo suponer que el antiimperialismo conduce al abandono de posturas
anticapitalistas. La experiencia ha demostrado que las demandas nacionales y
sociales no son antagónicas. Constituyen dos formas de reacción frente a la
explotación padecida por los asalariados y la sujeción nacional, racial o
religiosa sufrida por los oprimidos. Esa adversidad compartida conduce al empalme
de resistencias comunes.
El
antiimperialismo persiste como un dato central del siglo XXI. Esa gravitación
ha sido confirmada por todos los procesos latinoamericanos de las últimas dos
décadas.
En
esa región se registraron significativos cambios en los levantamientos
populares. Las clásicas revoluciones del siglo XX (México en 1910, Bolivia en
1952, Cuba en 1959 y Nicaragua en 1979) fueron reemplazadas por rebeliones de
otro alcance. Ya no irrumpieron formas de poder paralelo, ni organismos
desafiantes del estado para coronar desenlaces militares.
Hubo
importantes alzamientos populares en Venezuela, Bolivia, Ecuador y Argentina
que superaron el alcance de cualquier revuelta, sin traspasar el umbral de las
revoluciones. Esas sublevaciones modificaron los regímenes políticos, pero no
demolieron al estado, ni su ejército o instituciones.
Esos
levantamientos mantuvieron un contenido antiimperialista mixturado con demandas
contra neoliberalismo. En Bolivia las sucesivas “guerras del agua y del gas”
((2000-03) confrontaron con las empresas extranjeras que lucraban con las
privatizaciones. En Ecuador (1997-2000) se libraron batallas contra los bancos
extranjeros, la entrega del petrolero y la presencia de bases militares estadounidenses.
En
Argentina (2001) la lucha de los desocupados y la clase media confrontó con los
ajustes del FMI. También en Venezuela (1989) las revueltas apuntaron contra el
encarecimiento de la gasolina y las confiscaciones impuestas por el custodio de
los bancos internacionales.
En
todos los casos la deuda externa operó como un gran detonante. El pago de ese
pasivo generó recortes de salarios que precipitaron movilizaciones por la
auditoría y la moratoria. La masividad de esa demanda confirmó su centralidad
en las economías dependientes. En todos los casos el antiimperialismo continuó
operando como un eje articulador de la lucha popular.
VIGENCIA EN DISTINTOS GOBIERNOS
Es también llamativa la permanencia de
la problemática antiimperialista en las distintas variantes de gobiernos
latinoamericanos de las últimas décadas.
Esa
centralidad se verificó en las administraciones de centroizquierda (Lula-Dilma,
Kirchner, Correa), que introdujeron reformas en el sistema político e
intentaron modelos económicos neo-desarrollistas. Ensayaron cierta autonomía
frente a los Estados Unidos, tomaron distancia de la OEA y trataron de ampliar
el margen de UNASUR.
Pero
cuando declinaron los proyectos de integración regional abandonaron esas
pretensiones. Fueron gobiernos autónomos pero no antiimperialistas y esa
carencia explica su total adaptación a la agenda de las clases dominantes.
La
segunda variante de mandatarios mantuvo un perfil derechista (México, Perú o
Colombia), que se ha expandido con la restauración conservadora perpetrada a
través de victorias electorales (Argentina) y golpes institucionales (Brasil,
Honduras, Paraguay).
En
estos casos se verifica la contracara del antiimperialismo, a través de una
descarada asunción de políticas pro-estadounidenses. Como siempre ocurre en
América Latina, los gobiernos ultra-liberales son fanáticamente afines a la preeminencia
de su viejo tutor.
Todos
apuntalan la política exterior de Trump, convalidan la agresión contra México,
recomponen la OEA, participan en las conspiraciones propiciadas por la CIA y 6
delegan soberanía en materia de espionaje. Si en los gobiernos de
centroizquierda hubo carencia de antiimperialismo, en sus pares de derecha
abruma el sometimiento a Washington.
La
gravitación de la problemática imperial se verifica finalmente en los gobiernos
radicales de Venezuela y Bolivia. Esas administraciones han implementado
políticas de redistribución de la renta, en choque con las clases dominantes y
el padrino estadounidense.
Venezuela
se ha transformado actualmente en el epicentro de esos conflictos. Resiste las
pretensiones estadounidenses de recuperar el control de la principal reserva
continental de crudo. El Departamento de Estado trata de repetir los operativos
de Irak o Libia, busca instaurar el modelo de privatización imperante en México
e intenta expulsar a Rusia y China de su patio trasero.
Esos
objetivos explican la escalada de violencia que genera la oposición, ensayando
variantes golpistas que combinan el sabotaje de la economía con la virulencia
callejera.
Esta
confrontación definirá el próximo escenario de la región. Un triunfo derechista
generalizaría la sensación de impotencia frente al imperio y un resultado
inverso permitiría apuntalar la nueva oleada de luchas sociales.
El
antiimperialismo continúa definiendo la dinámica política latinoamericana. Su
gravitación aumenta frente el proyecto recolonizador de Trump, que complementa
la agresión contra Venezuela con el reforzamiento del embargo a Cuba. Esos
atropellos reavivan la gran memoria de rechazo al intervencionismo
estadounidense.
SINGULARIDADES LATINOAMERICANAS
El caso latinoamericano también
ilustra la especificidad regional de la relación entre emancipación nacional y
social. En ese terreno no hay recetas comunes para todo el planeta. Sólo existe
un enfoque general de objetivos socialistas contrapuestos a la opresión
imperial, que se adaptan a las diferentes situaciones de cada lugar.
La
singularidad latinoamericana está determinada por la resistencia histórica al
imperialismo estadounidense. El Pentágono ya no ejerce su dominación a través
de dictaduras e intervenciones abiertas. Pero mantiene una gran primacía
geopolítica (que no comparte con las potencias europeas).
Trump
intenta utilizar ese poderío para retomar la supremacía total de Estados
Unidos, frente a la novedosa presencia de China. Percibe que esa llegada no ha
desbordado aún el terreno económico.
La
impactante incursión del gigante asiático reviva todos los debates sobre el
antiimperialismo. Durante los años de bonanza de las exportaciones latinoamericanas,
no se aprovechó la posibilidad de una asociación integral con China para
contrapesar la subordinación a Estados Unidos.
En
vez de negociar en bloque con la nueva potencia, los gobiernos mantuvieron el
bilateralismo. Ahora China tiende a erigirse como un referente del
libre-comercio frente a Trump y ambas potencias disputan la apropiación del
botín latinoamericano.
Otra
peculiaridad del antiimperialismo regional es su estrecha conexión con el
anhelo de unidad. Ese objetivo constituye una asignatura histórica pendiente.
En la última década hubo algunos esbozos de integración con UNASUR y varias
iniciativas solidarias del ALBA, contrapuestas a los tratados neoliberales de
libre-comercio y diferenciadas del regionalismo capitalista del MERCOSUR.
Pero
la oportunidad para concretar esos proyectos se frustró y los gobiernos de
derecha recrean nuevamente la balcanización. Congelan UNASUR y paralizan el
MERCOSUR para facilitar los negocios excluyentes de cada burguesía.
Como
ese vaciamiento empalma con la crisis del Tratado del Pacífico (que promovían
Obama y Clinton) predomina un clima de indefiniciones. Esa incertidumbre
facilita el relanzamiento de los planteos antiimperialistas.
CONTRASTES CON MEDIO ORIENTE Y EUROPA
Las singularidades del antiimperialismo
se clarifican en los contrastes entre regiones. América Latina comparte con el
mundo árabe una batalla común contra el saqueo. Ambas zonas han sido
avasalladas y colonizadas por distintos imperios. Pero la reacción frente a
esos atropellos transita por carriles diferentes.
En
Medio Oriente las demandas antiimperialistas están entremezcladas con agudas
tensiones regionales y globales, en escenarios bélicos. Como ya ocurrió durante
la Segunda Guerra Mundial, en una misma confrontación se combinan choques entre
potencias, batallas democráticas y resistencias antiimperialistas.
Las
demandas nacionales en el mundo árabe están mixturadas con esos intrincados
conflictos geopolíticos. Esa complejidad explica, por ejemplo, que triunfos del
movimiento nacional kurdo (y su conquista de zonas autónomas) se logren bajo la
coyuntural protección de Estados Unidos. Una sintonía de ese tipo es inconcebible
en América Latina.
Otra
peculiaridad son los yihadistas, que disputan con el Pentágono mediante
acciones totalmente ajenas al antiimperialismo. Operan como movimientos
reaccionarios que han sido tan enemigos de la primavera árabe, como las
dictaduras de la región. Esta dualidad tampoco tiene parangón en América
Latina.
Por
distintas razones históricas -como el peso de la teocracia y la sofocación de
los procesos de democratización secular- la relación entre emancipación
nacional y social presenta en el mundo árabe, complejidades muy superiores a
las imperantes en América Latina.
Las
diferencias con Europa son también significativas. En el Viejo Continente
conviven en un mismo radio geográfico opresores imperiales y naciones
dependientes (Alemania con Grecia, Inglaterra con Irlanda). Comparten la misma
integración a los organismos de la Unión Europea.
Esa
estructura neoliberal afronta manifiestos rechazos populares cada vez que se
vota. También suscita un fuerte despertar nacional contra la burocracia de
Bruselas, al servicio de las empresas multinacionales. Esta tensión recuerda
las resistencias nacionales de principios del siglo XX contra los viejos
imperios.
En
estos rechazos resurgen contradictorios sentimientos de soberanía y
desintegración nacional. La gran variedad de culturas, tradiciones e idiomas
que irrumpen en esos conflictos contrasta con la mayor homogeneidad de la
configuración latinoamericana. Por esa razón el tipo de problemas creados con
la fragmentación de Yugoslavia, la partición de Checoeslovaquia o los impulsos
soberanistas de Cataluña y Escocia no se verifica en el Nuevo Mundo.
Solo
el ajuste impuesto por la Troika a Grecia presenta parecidos. Ahí se verifica
el mismo catálogo de crueldades que padece América Latina. Alemania comandó la
cirugía económica y Estados Unidos reforzó su primacía militar en las bases
helenas de la OTAN.
En
Grecia se procesó también una gran experiencia de resistencia popular. Esa
lucha quedó abortada por el sometimiento a la Troika, generando frustraciones
superiores a las experimentadas durante el ciclo progresista latinoamericano.
Los
contrastes con el mundo árabe y con Europa ilustran la centralidad y las
peculiaridades del antiimperialismo contemporáneo. ¿Pero su vigencia se
extiende a la meta socialista?
PERSISTENCIA DE UN PROYECTO
Algunos pensadores retoman las viejas
críticas al proyecto igualitario estimando que el socialismo perdió sentido.
Señalan que es innecesario en los períodos de estabilidad y peligroso en las
coyunturas de crisis.
Pero
no explican cómo el capitalismo podría erradicar los sufrimientos populares,
las guerras o la destrucción del medio ambiente. Tampoco han podido demostrar
de qué manera podría ser reformado o humanizado un régimen que funciona
acrecentando esas desgracias.
El
neoliberalismo ha confirmado que el capitalismo se asienta en la explotación.
También demuestra que la conquista de mayor democracia y logros sociales
requiere implantar otro modelo de sociedad.
Es
indudable que la caída de la URSS afectó seriamente la batalla por el
socialismo, pero no generó la primera derrota sufrida por los oprimidos, ni ha
implicado el fin de ese proyecto.
La
historia de la humanidad incluye victorias inesperadas y amargas decepciones.
La URSS fue un ensayo de socialismo que no logró eliminar la desigualdad. Pero
conviene recordar que en otros casos (como la revolución francesa) los ideales
de igualdad política se plasmaron en períodos muy posteriores.
Las
ideas del socialismo no han perdido vigencia por su identificación con la Unión
Soviética. Muchos conceptos sufrieron una deformación semejante y nunca fueron
reemplazados. La bandera de la democracia ha sido utilizada para todo tipo de
tropelías y esa usurpación no disoció ese concepto de la soberanía popular.
Al
igual que otros principios de la acción política, el socialismo no tiene
sustituto para batallar por el ideario pos-capitalista. La lucha por esa meta
requiere nociones y estrategias que no se sustituyen con vaguedades sobre el
pos-capitalismo.
El
socialismo del siglo XXI recobra fuerza en su contraposición con el
capitalismo, que es actualmente percibido como sinónimo de desempleo, pobreza y
exclusión. El ideal comunista no es más utópico que el imaginario neoliberal
del mercado, ni más irrealizable que las fantasías heterodoxas de intervención
estatal. El socialismo ofrece un horizonte de emancipación real, a los jóvenes
indignados que protestan en todo el mundo.
EXPERIENCIAS ESPECÍFICAS
En cada región el socialismo está
asociado con ciertas experiencias. En América Latina está muy identificado con
el proceso cubano, que aportó a varias generaciones el mayor ideario de
transformación social.
Cuba
también demostró cómo un esquema económico-social no capitalista permite evitar
el hambre, la delincuencia generalizada y la deserción escolar en una economía
con pocos recursos.
La
isla ya no está en condiciones de continuar el camino precedente. Debió intentar
una renovación luego del colapso de la URSS, mediante la expansión del turismo,
la llegada de empresas extranjeras y los mercados de divisas. Este curso generó
serios problemas de segmentación social entre los receptores y huérfanos de
remesas.
Ahora
el país necesita ampliar la gravitación del mercado, ahorrar divisas y reanimar
la agricultura, sin consagrar el retorno al capitalismo y evitando la formación
de una clase dominante. Ese curso requiere reforzar las cooperativas, superar
los ahogos burocráticos, transformar las divisas atesoradas en inversión y
facilitar la pequeña propiedad.
Esa
estrategia permitiría lograr altas tasas de crecimiento, limitando al mismo
tiempo la desigualdad social. Es un curso que exige ejemplaridad de los
dirigentes y continuidad de los sistemas educativos y sanitarios públicos.
La
epopeya cubana afronta los nuevos desafíos en condiciones regionales adversas.
Pero mientras el ideal socialista persista en la isla, esa meta permanecerá
abierta también para América Latina.
Es
importante registrar el estrecho camino que existe en la actualidad para
mantener el proyecto de emancipación. Lo más peligroso para Cuba sería volver
al período especial. Las reformas son tan necesarias como impedir la
restauración capitalista.
Con
la misma óptica hay que evaluar a Venezuela. El proceso bolivariano se
desenvolvió junto a un enunciado socialista, que alcanzó gran difusión en las
misiones, los hospitales, las empresas y las comunas. También la crítica a la
burguesía fue incorporada al lenguaje corriente de amplios sectores populares.
Ese giro ideológico empezó con la rehabilitación que hizo Chávez del proyecto
comunista.
Todo
ese rumbo afronta actualmente una crisis de gran alcance. Pero en lugar de
sepultar los logros alcanzados corresponde discutir dónde se localizan las
fallas, en un país (que a diferencia de Cuba) no consumó un debut del
socialismo.
En
Venezuela existe un grave problema económico por la obstrucción que impone la
renta a cualquier proyecto de desarrollo igualitario. El socialismo es
incompatible con ese escollo.
Bajo
el chavismo la renta fue redistribuida a favor de los sectores populares, pero
no fue utilizada para gestar una economía productiva. Por eso la
industrialización quedó bloqueada y se recreó la convivencia con la burguesía,
olvidando que la condición de un proyecto socialista es privar a la clase dominante
de su poder económico.
También
falló la política económica por una errónea utilización de las divisas, que
potenció el desabastecimiento y la inflación. No hubo expansión del empleo
productivo y en lugar de apuntalar un esquema combinado de plan, mercado y
desarrollo socialista, persistió el consumo irracional y la baja productividad.
Además,
se soslayaron ciertas nacionalizaciones claves -como los bancos y el comercio
exterior- y se abusó de otras, que se volvieron perniciosas. Estos errores
recrearon una larga tradición rentista de ineficiencia, que impide utilizar los
ingresos petroleros para el desenvolvimiento industrial. No se pudo (o no se
quiso) generar una cultura pos-rentista de producción y responsabilidad.
La
corrección de esos desaciertos depende del desenlace de la crisis actual. Si la
derecha triunfa el ideal socialista quedara afectado por mucho tiempo. Una
victoria del proceso bolivariano permitiría, por el contrario, encarar un
programa de erradicación de la boliburguesía y la corrupción. El escenario es
difícil, pero los grandes proyectos revolucionarios siempre despegaron en la
adversidad.
La
experiencia de Bolivia transita por carriles menos dramáticos. En el plano
económico hubo un manejo austero de la macroeconomía y en el plano político se
recuperó el orgullo nacional y la auto-estima.
El
gobierno de Evo logró consolidar una nueva configuración plurinacional del
estado para ejercer su autoridad sobre todo el territorio. Las tensiones han
sido menores a partir de un piso de subdesarrollo mayor. El Altiplano tampoco
afrontó una hostilidad estratégica equiparable a Venezuela por parte del
imperialismo estadounidense.
VIGENCIA DE UNA ESTRATEGIA
En la última década el socialismo
volvió a discutirse en América Latina. Ese proyecto recobró vitalidad a partir
de las nuevas experiencias de Cuba, Venezuela, Bolivia y el ALBA.
Resulta
necesario debatir con seriedad las luces y sombras de esos procesos sin
indulgencia, ni derrotismo. El desenlace de la crisis en Venezuela influirá
sobre el alcance de la resistencia social, los procesos electorales y los resultados
de la agresión imperial.
En
estos turbulentos escenarios la meta socialista continúa tan vigente como la
mediación antiimperialista para alcanzarla. La dinámica clásica de
radicalización persiste pero con nuevos ritmos y formas. La combinación de
lucha nacional y social asume inéditos contornos y transita por inesperados
senderos.
2-8-2017.
RESUMEN
En el siglo XX la batalla por el
socialismo transitó en la periferia por la radicalización de la resistencia
antiimperialista. Las rebeliones anticoloniales, el protagonismo del Tercer
Mundo y los triunfos de posguerra confirmaron ese curso. Cuba aportó otra
ratificación que fue ensombrecida por varias frustraciones posteriores.
En
la nueva etapa de neoliberalismo, desaparición de la URSS y remodelación de la
dominación global, el antiimperialismo persiste como articulador de la lucha
popular. Esa centralidad se verificó en las rebeliones sudamericanas, en la
fallida autonomía de los gobiernos progresistas y en el contrapunto de los
gobiernos radicales con la restauración conservadora.
La
confrontación con Estados Unidos y el anhelo de unidad regional singularizan al
antiimperialismo latinoamericano. Los contrastes con el mundo árabe y Europa
confirman esas peculiaridades.
El
socialismo no ha perdido vigencia por la implosión de la URSS. Las experiencias
de Cuba, Venezuela y Bolivia indican nuevas pistas de combinación de las
batallas nacionales y sociales.
__________
(1) Este artículo actualiza conceptos
expuestos en Katz Claudio Neoliberalismo, Neodesarrollismo, Socialismo, Batalla
de Ideas, 2016, Buenos Aires (primera, cuarta y quinta parte). Las disyuntivas
de la izquierda en América Latina, Ediciones Luxemburg, Buenos Aires, 2008
(primera y segunda parte). Artículos sobre la Teoría de la Dependencia
www.lahaine.org/katz. Toda la bibliografía puede ser consultada en esas
fuentes.
(2)
Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su
página web es: www.lahaine.org/katz