El Formalismo-Naturalismo Desde la Perspectiva de
Mario Vargas
Julio Carmona
FLAUBERT, SEGÚN MV —y no deja de tener razón—, se
convierte en dilema para la historia literaria, porque no solo resulta difícil
clasificar su obra (dentro del realismo o del naturalismo) sino que generó una
diáspora o polarización entre los mismos novelistas que, a partir de él, creían
—por un lado— que la novela debía enfatizar la anécdota, en tanto otros
cargaban el énfasis en el cuidado formal. Y dice MV:
Estas dos preocupaciones
—aprovechamiento del tema común, cuidado obsesivo de la forma— eran
indisociables en el autor de Madame Bovary. Extrañamente, los discípulos
cercanos y remotos harán una división de ambas actitudes y tomarán partido
por una en contra de la otra. Incluso en nuestros días puede rastrearse
esta estirpe de novelistas, enemistados irreconciliablemente entre sí y que sin
embargo reconocen a Flaubert como su maestro. La guerra entre “realistas” y
“formalistas”, que ven por igual a Madame Bovary como un libro
precursor, es algo que empezó en vida de Flaubert. (B-1975: 253. Cursiva de
MV).
Y, continúa la
cita: «La influencia más inmediata que ejerció la novela fue sobre la
generación de Zola, Daudet, Maupassant, Huysmans, escritores que la tuvieron
siempre como modelo del tipo de realismo que ellos entronizaron oficialmente en
la literatura francesa» [obsérvese que aquí MV hace tabla rasa entre el
realismo y el naturalismo, este, para él, es el tipo de realismo de los autores
citados, naturalistas.] «Maupassant, en el prólogo de Pierre et Jean,
afirma haber aprendido de boca de Flaubert ese axioma naturalista: que todo
puede ser buen tema literario, aun lo más anodino y trivial, porque “la moindre chose contient un peu d’inconnu”, y Emile Zola dedica a
Flaubert el más entusiasta estudio en Les romanciers naturalistes. Para este movimiento que hizo de los temas
cotidianos el asunto primordial de la narrativa y que quiso substituir los
personajes excepcionales por hombres corrientes que son fiel reflejo de un
medio social, el gran fresco literario donde habían quedado retratados Charles
Bovary, Homais, Bournisien, Rodolphe, León y, sobre todo, Emma, fue objeto de
culto y de imitación; y esto vale para otras literaturas en las que prendieron
las tesis naturalistas, como España, donde la mejor novela del siglo XIX, La
Regenta, de Leopoldo Alas, debe mucho a Madame Bovary.» (B-1975:
253-254.)
Geneviève Bollèmme —dice MV— fue la primera que
destacó en «Madame Bovary aquellos aspectos en los que centraban sus
experimentos los nuevos narradores: conciencia artística, obsesión descriptiva,
autonomía del texto, en otras palabras el “formalismo” flaubertiano.» (B-1975:
49-50.) Otra escritora, Nathalie Sarraute —continúa MV—, llevó al extremo la
apreciación del “formalismo flaubertiano”, a partir de una cita del mismo
Flaubert en una carta a Louise Colet: «un livre sur
rien, un livre sans attache extérieure» (un libro sobre nada, un libro sin ligadura exterior). «Era difícil
ir más lejos en la desnaturalización», concluye MV. Porque, según él, ese
«formalismo flaubertiano» es relativo, se debe más que nada a «un arrebato de
entusiasmo por el estilo» y, también, agrega, «como una defensa más de la
autonomía de la ficción —todo en una novela, su verdad y su mentira, su
seriedad o banalidad, está dado por la forma en que se materializa—, la
necesidad de que una novela sea persuasiva por sus propios medios, es decir,
por la palabra y la técnica y no por su fidelidad al mundo exterior (aunque él
sabía que la confrontación es inevitable desde que el libro está en manos del
lector, quien sólo puede apreciar, entender, juzgar en función de ese mundo
exterior del que es parte.» [Nótese que, con esta última opinión, MV está
contradiciendo su juicio sobre los existencialistas (y el «Sartre crítico de
poesía» que acabamos de ver), quienes tenían, así, todo el derecho de juzgar a Flaubert
(y a la poesía) desde esa perspectiva ‘referencial’, que MV está relevando
aquí.] Y concluye MV: «La cita —hecha por la Sarraute— es
un argumento a favor de la objetividad narrativa, no una negación de la
anécdota.» (Ibíd.: 51.) Y, más adelante, agrega: «Flaubert fue perfectamente
lúcido sobre la función de la anécdota en la narrativa y consideró incluso que
la eficacia de la prosa (lo que para él quería decir su belleza) dependía
“exclusivamente” de ella. Haber encontrado esta cita, que corrobora mi propia
idea de la novela, es uno de los placeres que me ha producido la Correspondance, en estos días
en que tantos narradores atacan con saña la “historia” en la ficción.»
Y de todas estas consideraciones MV llega a la
conclusión que Flaubert era una suerte de «híbrido» que podía satisfacer las
expectativas de uno u otro lado de las tendencias artísticas en pugna; pero
concluye que tanto una como otra se equivocan cuando lo asumen con exclusividad.
Y, por eso, dice: «Las adulteraciones no sólo provenían del sector formalista»
(cuyas exageraciones llama “desviacionismo de derecha”), también dice que hay
un «desviacionismo de izquierda» y lo atribuye a un académico de la URSS «quien
proponía (según él, que) Flaubert resultaba (ser) uno de los padres del
realismo crítico.» La cita completa es la siguiente:
Casi al mismo tiempo que el artículo
de Nathalie Sarraute —desviacionismo de derecha— leí, con gemela sorpresa, en Recherches
Soviétiques (Cahier 6, 1956), la traducción de un ensayo de un miembro de
la Academia de Ciencias de la URSS, A. F. Ivachtchenko, quien proponía una
interpretación desviacionista de izquierda: Flaubert resultaba ser uno de los
padres del realismo crítico. (Ibíd.: 53.)
Pero, en realidad,
parece que MV está confundiendo la expresión «realismo crítico» con la otra
(cuya existencia, ya hemos visto, deplora) «realismo socialista». Y, en verdad,
la primera expresión, «realismo crítico», alude a la obra de los mismos autores
que MV está filiando como naturalistas, tal el caso de Zola. Un teórico que fue
el primero en establecer la diferencia que hay entre «realismo crítico» y «realismo
socialista» es George Lukács, Cf.: Significación actual del realismo crítico,
obra esta en la que, por ejemplo, dice: «Desde el Etienne Lantier, de Zola,
hasta el Jacques Thibault, de Roger Martin du Gard, los mejores
representantes del realismo crítico han tropezado con este obstáculo al
crear sus obras: la aptitud para plasmar desde dentro a los hombres que
construyen el porvenir, cuya psicología y cuya moral representan ese porvenir.»
(E-1967: 117.) Este es, pues, un «error» que pasa a constituir el arsenal de
mentiras de MV.
Los mismos naturalistas del siglo XIX —dirá MV—
consideraron a Flaubert como a uno de ellos. Y, más aún, describe el naturalismo de Flaubert indicando que (como
ya hemos visto) «Ningún novelista vio tan claro como él —y en ninguno ha sido
más cierto— que esta vocación, como los buitres, se alimenta preferentemente de
carroña» (y, luego de una extensa cita —en francés— de Flaubert, dice:) «La
carroña de que habla con tanto entusiasmo aquí es de corte romántico negro: burdeles,
hospitales, cadáveres.» (Ibíd.: 106.) La expresión «corte romántico negro»
puede tomarse como sinónimo de «naturalismo». Sin embargo, en otra oportunidad,
MV destaca el realismo de Flaubert y, continuando con esa relación —casi
genealógica—, que establece entre Flaubert y el naturalismo, dice que «los
naturalistas no practicaron de manera ortodoxa la noción de realismo que plasma
la novela de Flaubert», y a esta opinión habría que hacerle la atingencia de
ser tautológica, pues, si hubiera sido de otra manera, a esos escritores no se
les habría llamado ‘naturalistas’ sino ‘realistas’. Y aun MV nos da una
noción de lo que es el naturalismo,
oponiéndolo al aporte de Flaubert, quien —dice—:
ganó para la ficción ciertas zonas
inéditas de la experiencia humana, pero sin excluir las que eran desde hacía
siglos el cuerpo de la narrativa. Este proceso totalizador se detuvo y
empobreció porque los naturalistas se concentraron de modo excluyente en la descripción
de lo cotidiano y lo social y porque adoptaron hábitos formales que se repetían
mecánicamente de novela en novela. (Ibíd.: 254.)
Finalmente, MV hace un balance de la narrativa naturalista del XIX y dice:
«Algunos
libros de Zola son todavía legibles y no hay duda que los cuentos de Maupassant
tienen una notable calidad artística, pero, considerado como conjunto, el
naturalismo dejó un saldo menor, porque los novelistas a menudo descuidaron la
forma.» (Ibíd.) Y esto es, también, parcialmente exacto. Y no porque hubiera
ocurrido lo contrario: ‘que los naturalistas hubieran cuidado mucho la forma’,
sino porque ese descuido obedeció a razones de orden social y político. Algo
similar a lo que —ya hemos visto— ocurrió con el realismo socialista (e
inclusive con los —llamados por MV— indigenistas de Hispanoamérica.) Y, en ese
sentido, es relativamente cierto que los escritores naturalistas menospreciaran
la forma. Lo ocurrido es que, puestos a elegir «entre forma y contenido» —que
era un tópico de la época—, preferían cargar el énfasis en el segundo, por
considerar —con criterio inmediatista— que él era el que decidía la eficacia
que de la obra esperaban: contribuir a denunciar los males de la sociedad. En
este caso se podría decir —como José Ma Valverde dice del lírico
realista— que: «le tiene sin cuidado que se le pueda objetar —desde un purismo
lírico— que, en su hambrear realidad, resulte que algo de la materia de sus
versos no sea poesía.» (E-1952: 201.) Y aun agrega Valverde: «Como Picasso, a
la objeción sobre la falta de parecido de un retrato, decía: “Ya se parecerá”;
el poeta puede encogerse de hombros y pensar que si algo hay que no es poesía,
también “ya lo será”.» (Ibíd.: 202). A esta óptica del problema abona la
opinión de una protagonista de la escuela naturalista, en España, doña Emilia
Pardo Bazán, quien dice que: «El simbolismo de Zola es más utilitario y docente
que artístico; y, en efecto, ese escritor, a quien se ha llamado cerdo,
fue un porfiado moralista, un satírico melancólico.» (E-1972: 9.)1 Y
la validez de esa elección utilitarista del naturalismo la hace el prologuista
del libro de ensayos de Zola, citado, Laureano Bonet. Dice:
Este concepto, sin duda, continúa
siendo válido hoy día por discutible que pueda parecernos desde una perspectiva
estructuralista que ponga sólo énfasis en el desarrollo autónomo de la palabra
escrita. Y válido, sobre todo, en un género estéticamente tan impuro como es la
novela, repleto de grumos extraliterarios y cuyas raíces se hunden en una
tierra muchas veces innoble, vulgar e intrascendente, no propicia para
demasiados ejercicios esteticistas. (Ibíd.: 13.)
Pero, en el caso de
MV, para quien la poesía (la literatura en general, por supuesto: la
formalista) es superior a la realidad, el creer que se mantenga ese nexo
—arte/realidad— es poco menos que un sacrilegio. Leamos:
Cuando, cerrado el libro, abandonada
la ficción, regresamos a aquélla [la vida real] y la cotejamos con el
esplendoroso territorio que acabamos de dejar, qué decepción nos espera. Es
decir, esta tremenda comprobación: que la vida soñada de la novela es mejor —más
bella y más diversa, más comprensible y perfecta— que aquella que vivimos
cuando estamos despiertos, una vida doblegada por las limitaciones y
servidumbres de nuestra condición. En este sentido, la buena literatura es
siempre —aunque no lo pretenda ni lo advierta— sediciosa, insumisa, revoltosa:
un desafío a lo que existe. (D-2001: 37.)
Esa manera de
entender la poesía es respetable. Pero no es generalizable, ni mucho menos que
sea llevada hasta el extremo de considerarla como la única válida. Y menos aun
llegar a considerar que las otras posibilidades de comprensión de la poesía
sean poco menos que inexistentes. «¿Por qué [pregunta MV] ciertos objetos de la
realidad ficticia sobreviven en la memoria tan nítidos y sugestivos como
verdaderos personajes de carne y hueso?» [y responde:] «Porque han sido
arrancados al mundo muerto de lo inerte y elevados a una dignidad superior.»
(B-1975: 150.)2 Es decir, que el mundo de la vida real resulta
siendo el «mundo muerto de lo inerte», mientras que «el mundo de la ficción» es
lo elevado, lo superior, lo vivo. Esta manera que tiene MV de ver
la poesía está muy cercana al criterio estético de Borges. Un poema suyo, «La
guitarra» (de su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires) grafica
la concepción «poestética» de MV. En él se hace referencia al recuerdo de la
Pampa que “estaba escondido en lo profundo de una brusca guitarra”, y que —en
la ciudad de Buenos Aires— al ser tocada por una mano diestra se ve revivir a
la Pampa, como en un soñar despierto. Y el yo poético hace la descripción de
ese «sueño» con viveza, emotividad y alegría inusitadas, abarcando la mayor
parte del poema, hasta...
Hasta que en brusco cataclismo
Se apagó la guitarra apasionada
Y me cercó el silencio
Y hurañamente tornó el vivir a
estancarse.
Es decir, el yo
poético nos presenta la vivencia poética [el mundo imaginario] como lo grato,
luminoso, melódico y en movimiento; mientras que al terminar la ejecución
musical de la guitarra (lo que es considerado como un «brusco cataclismo») el yo
poético se ve cercado por el «silencio» de la vida real que —de manera «huraña»—
vuelve a estancarse. Es decir: la locura, el mundo al revés: las
cualidades de la vida se transfieren al arte, y a la vida
se la deja huérfana de ella misma, de sus
cualidades positivas que —habiendo sido transferidas al arte— ya no le
pertenecen y se vuelve inerte, desértica, muerta. Entonces se ve que MV —como
Borges— prefiere o se siente más a gusto en la «realidad ficticia» que en la
realidad tal como es [real y viva.] Y, lo que es peor: que esa apreciación invertida
de valores se considera generalizable, pues ella sería la base de la vocación
literaria, en tanto MV está convencido que: «La vocación literaria nace del
desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, vacíos y
escorias a su alrededor» (C-1983: 134-135), es decir, que el mundo no es sino
‘deficiencias, vacío y escorias’. Y aquí podemos decir que así se explica el
texto de Fernández Retamar, que hemos puesto como epígrafe general de este
trabajo, y que concluye así: «el mundo, desgraciadamente, es real; yo,
desgraciadamente, soy Borges», en tanto se ve en MV la misma aspiración
borgeana de no querer pertenecer a la realidad, de no querer ser real, lo que
(siendo imposible) constituye una «desgracia». Pero este es un mecanismo técnico
narrativo, descubierto por MV en el arsenal flaubertiano: «La duplicidad», que
MV describe así:
Una forma del sistema binario de la
realidad ficticia es la duplicidad, la capacidad de los personajes de ser dos
seres distintos al mismo tiempo, sin que los otros lo noten. (...) Esta
incongruencia, que una persona sea cuando actúa lo opuesto de lo que es cuando
siente y piensa (...) —es decir que sea dos personas, una para sí misma y otra
para los demás— es un motivo recurrente en la novela. (B-1975: 188.)
Pero —hay que
aclararlo— el mecanismo es válido para el trabajo narrativo, pero no para el
trabajo teórico. Y, en realidad, esa postura no responde a otra impronta que no
sea la evasión de las escuelas puristas decimonónicas: romanticismo,
parnasianismo, simbolismo, de las que el formalismo del siglo XX es heredero.
Precisemos que es el mismo MV quien pone de relieve la relación habida entre
dichas escuelas puristas (romanticismo, parnasianismo, simbolismo) y la
propuesta flaubertiana (que es su propuesta.) Dice:
El impersonalismo, que Flaubert
exigía para la novela, tentó también a algunos poetas de su tiempo. Los
parnasianos, con Leconte de Lisle a la cabeza, pretendían eliminar la
subjetividad del autor, y postulaban un arte sereno, una poesía que tuviera la
belleza sólida y visible de un paisaje natural o de un grupo escultórico.
(B-1975: 261.)
Y antes ha dicho: «La
comparación entre Flaubert y Leconte de Lisle [en el ensayo de Sartre sobre
Flaubert] (presenta) el resumen de lo que significó el parnasianismo (y) los
vínculos entre su estética y la teoría flaubertiana del arte [resumen que] es
admirable.» (Op. cit.: 57.) No se pierda de vista que en este mismo libro MV
señala que, con Madame Bovary, Flaubert «esbozaba la más revolucionaria
teoría literaria de su siglo» (p.: 82), y, es más, releva en él la condición de
ser el prototipo del novelista moderno:
... la primera en analizar
teóricamente este vínculo [Flaubert-novela moderna] no fue un novelista, sino
una erudita, Geneviève Bolléme, quien en 1964 publicó un ensayo, La leçon de
Flaubert, destacando en el autor de Madame Bovary aquellos
aspectos en los que centraban sus experimentos los nuevos narradores:
conciencia artística, obsesión descriptiva, autonomía del texto, en otras
palabras el “formalismo” flaubertiano. (p.: 49-50.)
Y, en otro momento,
comentando la comparación que hace Curtius entre la obra de Balzac y Flaubert,
MV dice: «Curtius cierra así su comparación: “Balzac siente un ardiente interés
por la vida y nos contagia su fuego; Flaubert, su náusea.” [Y concluye MV] Así
es, y esa es precisamente la razón por la que Flaubert es el primer novelista
moderno.» (p.: 143-144.)
___________________
(1) «Mallarmé,
cuyas exigencias en el arte de la escritura eran insobornables (...) tenía en
mucha consideración a Zola cuando mayor virulencia en contra de éste producía
el que hoy parece tímido naturalismo de sus novelas, reprobadas por los
defensores de la moral y denigradas por los defensores del gusto que las
tildaban de cloacas.» (Corpus Barga, Fuegos fugitivos, Lima, Fondo
Editorial de la UNMSM, 2003, p. 80).
(2) Del mismo modo
como, refiriéndose a los místicos, Ortega y Gasset reconoce que ellos
«Pretenden llegar a un conocimiento superior a la realidad.» (E-1972: 115.)
Confesiones de Tamara Fiol ¿un novelón indigesto?
(Novena Parte)
Julio Carmona
1.3
Personajes y objetos prescindibles
Aquí hay que hacer la siguiente
observación (que en ocasión anterior se ha insinuado): Antón Chejov dijo una
vez que nunca se debe incluir una pistola en una historia a no ser que esta
deba ser disparada. La ley inversa también funciona. Si una pistola es disparada
debe de haber aparecido antes. Y lo relevante de esta cita es que a los casos
que citaremos, se les puede aplicar lo dicho. Y una muestra emblemática de este
aserto es el que se encuentra en la novela El
perfume, de Patrick Süskind, dice: «Dado que abandonamos a madame Gaillard
en este punto de la historia y no volveremos a encontrarla más tarde, queremos
describir en pocas palabras el final de sus días» (y así lo hace: p. 29); es
decir, no pueden quedar cabos sueltos; el texto narrativo —como buen tejido que
es— debe tener todos sus cabos atados. Y el mismo MG trata de cubrir esta
prescripción narrativa en el «Epílogo», precisando situaciones de algunos de
los personajes mencionados al desgaire, pero no lo hace con todos, lo cual
demuestra que los no «concluidos» —con nombres o sin nombres— han sido
mencionados en vano.
1.3.1
Personajes prescindibles
a) Evalina, la madre de TF
El caso patético es el de la madre de TF
cuya presencia en la novela es esporádica y casi fantasmal, sin que, finalmente,
se llegue a saber el fin de su periplo vital. Y, lo que es peor, en la p. 150
TF alude a un personaje femenino, también promiscuo, que lleva el mismo nombre
de su madre: Evalina. Veamos la cita:
… en
esta novela de mi amigo (con quien, te doy mi palabra, nunca me fui a la cama)
la protagonista queda inválida a raíz de una caída de caballo.101 No
me molestó que en la historia ¿Evalina?, sí, Evalina, además de licenciosa
(hace el amor con dos, con tres al mismo tiempo) es prácticamente una puta. No
fue eso lo que me molestó. Para nada. Al respecto yo pude haberle contado otras
aventuras más interesantes. Incluso le habría hablado de la vez que, como un
desafío a mí misma, lo hice por dinero.
Y a pesar de esa coincidencia,
significativa, del nombre de la madre, que pudo evitarse, ella, TF, no hace
ningún comentario. También entonces se ha querido usar el mecanismo «de
venganza o arreglo de cuentas» con la madre, como ya se prescribiera al tratar
el tema del odio al padre por parte de TF y de MB, en el apartado
correspondiente a este. Y, repetimos, finalmente, la madre resulta ser un
personaje despersonalizado, cuya presencia en la novela es poco menos que
circunstancial.
b) César Lévano
En la p. 14 MB menciona a César Lévano,
quien —dice— lo «ilustró sobre Ramiro Fiol, abuelo de Tamara y uno de los
fundadores del anarquismo en el Perú». Y aquí hay que hacer la siguiente
atingencia. A César Lévano, en las décadas del sesenta y setenta del siglo
pasado —época de Narración—, MG no lo
hubiera mencionado por nada, y una muestra de ello es que aun en la década del
ochenta, época de su ensayo La generación
del 50, en este libro Lévano brilla por su ausencia, no obstante pertenecer
a dicha generación (y ser periodista destacado y haber publicado hasta dos
libros de poemas), porque desde entonces hasta ahora Lévano se ha caracterizado
por ser un revisionista y oportunista, reconocido así por toda la izquierda
marxista ortodoxa. Pero aquí vuelve a ser mencionado en la p. 40, donde se
dice: «Enriquecí el testimonio de Pepe Corso, por sugerencia suya, con una
entrevista al periodista César Lévano, cuyos antepasados —me dijo Corso— habían
sido compañeros de lucha de Ramiro Fiol»; sin embargo, en la p. 46, dice que
«Lévano se mostró muy reservado en relación con la personalidad política de
Ramiro Fiol», con lo que está contradiciendo lo dicho anteriormente: que con la
entrevista de Lévano enriqueció lo dicho por Corso sobre la personalidad
política de Ramiro Fiol, y que lo «ilustró sobre Ramiro Fiol, abuelo de Tamara
y uno de los fundadores del anarquismo en el Perú». Luego de esa digresión
sobre Lévano, en la p. 14, y recordando que a TF le ha estado refiriendo qué
personas le habían hablado de ella (Taylor, Azpur y Corso Geldres, y nadie
más), sin embargo le pregunta a TF: «¿Los conocía, verdad? Me refiero a Taylor
y Azpur y Pepe Corso.» A ella no tenía que hacerle esa aclaración, porque solo
ha hablado de esos personajes, y de Lévano y otras fuentes dice que omitió
hablarle. Esta aclaración no hubiera sido necesaria inclusive si se la hiciera
al lector, porque este ya sabe que solo se ha referido a ellos. Y, en relación
con Lévano, todavía en la p. 68 vuelve a cometer otra falla, pues dice: «Según
el libro de Lévano, por primera vez en la historia del Perú las movilizaciones
y mítines populares hicieron tambalear al gobierno». Pero resulta que ni antes
ni después se hace referencia a algún libro de Lévano. (Disparó la pistola sin
haberla mostrado previamente).
c) Nadeira Varahona
Este es un personaje no solo ripioso,
sino con quien se comete otro ensañamiento. Es un personaje que aparece en la
p. 87, cuando TF se refiere a la manera cómo reaccionan las mujeres militantes
del PCP de los años sesenta frente a sus desafueros sexistas y promiscuidad
galopante; dice: «Cuando dejé de lado mi vida de vagabunda (por un buen tiempo,
la verdad) y me incorporé al trabajo político, fui muy criticada, sobre todo
por las mujeres, por las camaradas. La más feroz de todas era Nadeira Varahona.
Cuando me veía bailar me susurraba al oído: ¡decadente, ninfómana, zorra
burguesa…!» Lo inquietante en relación con la estructura de la novela es que
este personaje no vuelve a aparecer nunca más, aunque se debe aceptar que con
la característica de «mujer horrible» (como la calificará el narrador) se la
vuelve a insinuar sin mencionar su nombre, en la p. 409, el narrador refiere:
«“102Pero lo más desconcertante que hice —me dijo— es que reanudé
mis relaciones con Arancibia. Cómo apené a mis amigos. Mis ex camaradas mujeres
de partido [¿Nadeira?] aullaron de alegría. Ellas —dijeron— habían sabido desde
siempre que era una zorra. Una golfa. Una mujerzuela». Si bien, como ya se
dijo, no vuelve a aparecer en la novela, sí se le encuentra en La generación del 50 (p. 51) como
personaje de la vida real, aunque con una eufemística reducción de su apellido:
Varaona (¿otro ajuste de cuentas?)
d) Otros personajes ripiosos
La casa en sí de los padres de TF lo es,
en la p. 116 se narra un hecho ocurrido en ella, en relación con el padre,
quien: «El día que decidió mostrar la carta, todos estaban sentados a la mesa:
doña Evalina, los dos hijos menores y Tamara…» Y aquí salta el tremendo ripio:
los «dos hijos menores», hermanos de Tamara, de quienes nunca más se sabrá nada,
y, pues, se convierten en un ripio; porque si «se muestra la pistola» es para
que dispare. Otro personaje ripioso es Amílcar Roldán, a quien por única vez se
le menciona en las pp. 290-291, como personaje (aunque habrá una segunda
aparición como persona o mención nominal), y en las páginas aludidas figura
solo para señalar que fue a él a quien —por instigación de Arancibia— se le
aplicó el «código secreto aprista (…) por haber traicionado al APRA pasándose a
los rabanitos comunistas». Y lo «secreto» de ese misterioso código resulta ser
también gratuito, máxime si con su aplicación ya dejó de ser secreto, y, por lo
demás, llamar «código secreto» para referirse a esa sola aplicación resulta
poco menos que exagerado, y, asimismo, si se le ha llamado «código secreto
aprista» está demás decir que le es aplicado por «haber traicionado al APRA»,
y, por último, la expresión «pasándose a los rabanitos comunistas» tampoco es
muy feliz, pues nadie ‘se pasa a los rabanitos’; en todo caso, ‘se pasa al
partido de los rabanitos’ o ‘pasa a ser un rabanito’. Es decir, el tal Amílcar
Roldán no cumple después ningún papel decisivo en la historia de la novela, o
sea que ha podido ser cualquier otro tipo (sin precisar el nombre) a quien se
le aplicó el, también gratuito, secreto código. Por otro lado, con ese
antecedente de aplicación del código, resulta inverosímil que no hubiera habido
ni el más mínimo intento de habérselo querido aplicar al propio Arancibia, lo
cual lo hace más gratuito; pues ahí mismo se dice: «… luego él mismo
[Arancibia] había roto con el partido de Haya, empezando a trabajar con los
trotskistas, luego [repetición viciosa de esta palabra] en el destierro
escindió una de las facciones del trotskismo y ahora se decía que había
ingresado al PCP.» Obviamente, se refiere al PC moscovita, y agrega: «Como si
adivinara mis pensamientos, me preguntó qué barbaridades había escuchado sobre
él. Le mentí, no por frivolidad, sino por cierto absurdo temor que él me
despertaba.» Y —sin decir de qué forma le mintió: si nunca había oído hablar de
él o si no había escuchado ninguna barbaridad sobre él o si todo lo que había
escuchado eran bondades— Arancibia exclama: «Ajá», y (sin saber a cuál de esas
posibilidades de mentira se refiere el mencionado ‘ajá’) enseguida agrega TF: «escrutándome
con unos ojillos de mirada penetrantes (sic) y escépticos, que me crisparon la
piel.» Obviamente, la mirada es la penetrante; en todo caso, debió decir:
‘ojillos penetrantes y escépticos’. La segunda y última vez que se menciona a
Amílcar Roldán (como persona, no como personaje) es en la p. 291, para que
indique TF que cuando se lo presentaron «no pude evitar (…) mirarle la fea
costura que le había dejado en la sien derecha la marca aprista y no sabes,
precioso, cuánto lo (sic) lamento hasta ahora haber tenido desliz tan grosero.»
El artículo «lo» es impertinente; además, para que su mirada alcanzase visos de
grosería, debió remarcarse la manera cómo lo miró y, asimismo, la reacción
adversa del personaje observado. Esta reconvención que se hace a sí misma TF es
equivalente a otra relacionada con Pepe Corso, que se da en la p. 301:
«“¡Escúchame, Pepe! ¿Quién te crees que eres para mí? ¿Mi novio, mi padre, mi
marido? ¡No seas ridículo! ¡Déjame en paz! ¿Es mucho pedir? Y ahora hazte a un
lado que quiero escuchar a Lolita Thorne!”.» (sic: el punto está demás y
también el cierre de admiración que no ha sido abierto). Y, en seguida agrega:
«Han pasado cerca de cuarenta años, y a pesar de que muchas veces le pedí a
Pepito Corso perdón por este exabrupto, hasta ahora me duele el corazón cada
vez que recuerdo el incidente.» En realidad, hay cosas más graves por las que
debería sentir remordimientos (por ejemplo el trato grosero y agresivo que le
da a su madre, y la lógica sensación de angustia en que debió vivir ésta al
irse TF de su casa sin dar señales de vida y solo regresar para cambiarse de
ropa), acciones por las que no ha pedido disculpas.
Por último, en varios momentos de la
novela, el narrador dice que ha estado en Perú ya sea cuarenta días o dos meses,
pero aquí indica que «En el tiempo que llevaba en Lima, había cubierto en más
de una oportunidad los paros armados organizados por Sendero…», siendo
desfasado decir que en ese lapso (dos meses) se hubieran producido varios
«paros armados», y hasta falso que él los «hubiera cubierto», pues lo dice,
pero no lo evidencia, además ya es costumbre del narrador hablar de la guerra
cuando esta está en silencio y no decir nada de ella cuando se supone que se
está realizando; veamos un ejemplo de esto: «Come (sic: como) dije, hasta que
apagué la luz a las cuatro de la mañana, no escuché ninguna detonación
dinamitera ni el tableteo de fusiles y metralletas» (p. 245). Y, por otro lado,
los paros armados se hacían en lapsos mucho más amplios que cuarenta o sesenta
días. En ese lapso lo que ha podido ocurrir es un paro armado, pero no varios
como lo sugiere la expresión «en más de una oportunidad los paros armados».
1.3.2 Objetos ripiosos
En la p. 12, el primer párrafo termina
de la siguiente manera: «Mientras ella (TF) se impulsaba con las muletas de
aluminio, le eché una última mirada a la fotografía que Emperatriz —la mejor
amiga de Tamara— me había prestado.» La fotografía se menciona esta vez y no se
lo vuelve a hacer nunca más, ni siquiera para cumplir con la devolución de la
misma a la amiga, puesto que solo se la había prestado. Se ha debido decir, en
todo caso, que le fue regalada y no prestada.
En la p. 11, la acotación «según el
plano de Lima» está demás, pues el narrador ya está indicando que se encuentra
en el lugar y, obviamente, allí debe constar (sin recurrir al plano, que no ha
sido mencionado antes) que el bar está ubicado entre las cuadras 23 y 24 de la
Avenida Arequipa, dato por demás irrelevante, pues este lugar no volverá a
mencionarse para nada en lo sucesivo, y, más bien, se sabe que ya lo conocía
porque es la segunda vez que va: la primera, para el reportaje a las mujeres de
SL, y después para el reportaje a TF. El plano aludido solo volverá a indicarse
en la p. 419: «No he podido consultar el plano, pero el maestro me dice que
estamos entrando por la Panamericana Norte.» Si no ha podido consultar el
plano, para qué lo menciona, es irrelevante. Un ejemplo de buen uso de este
objeto se da en el libro de Alonso Cueto: «Saqué el mapa de Lima» —dice el
narrador-protagonista, y lo usa—. «Tenía unas notas informativas. San Juan de
Lurigancho era el distrito más poblado, tenía más de un millón de habitantes,
era una franja enorme al norte de la ciudad… etc.» (Cueto, 2006: 152).
_____
Notas
(101) Es
el mismo tema de la novela de C.E. Zavaleta, Los aprendices (A.1977), aunque en este caso el personaje se llama
Matilde; obviamente, MG ha querido desviar la atención respecto de Zavaleta,
pues también hace una paráfrasis del título de la novela de este, cambiándolo
por el de Los principiantes.
(102)
Estas comillas se abren en la p. 409 y se cierran en la 411, en ese decurso
vuelven a abrirse otras, lo cual genera confusión e indica que aquellas eran
innecesarias.
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