sábado, 1 de julio de 2017

Literatura

El Formalismo-Naturalismo Desde la Perspectiva de Mario Vargas


Julio Carmona





FLAUBERT, SEGÚN MV —y no deja de tener razón—, se convierte en dilema para la historia literaria, porque no solo resulta difícil clasificar su obra (dentro del realismo o del naturalismo) sino que generó una diáspora o polarización entre los mismos novelistas que, a partir de él, creían —por un lado— que la novela debía enfatizar la anécdota, en tanto otros cargaban el énfasis en el cuidado formal. Y dice MV:

Estas dos preocupaciones —aprovechamiento del tema común, cuidado obsesivo de la forma— eran indisociables en el autor de Madame Bovary. Extrañamente, los discípulos cercanos y remotos harán una división de ambas actitudes y tomarán partido por una en contra de la otra. Incluso en nuestros días puede rastrearse esta estirpe de novelistas, enemistados irreconciliablemente entre sí y que sin embargo reconocen a Flaubert como su maestro. La guerra entre “realistas” y “formalistas”, que ven por igual a Madame Bovary como un libro precursor, es algo que empezó en vida de Flaubert. (B-1975: 253. Cursiva de MV).

Y, continúa la cita: «La influencia más inmediata que ejerció la novela fue sobre la generación de Zola, Daudet, Maupassant, Huysmans, escritores que la tuvieron siempre como modelo del tipo de realismo que ellos entronizaron oficialmente en la literatura francesa» [obsérvese que aquí MV hace tabla rasa entre el realismo y el naturalismo, este, para él, es el tipo de realismo de los autores citados, naturalistas.] «Maupassant, en el prólogo de Pierre et Jean, afirma haber aprendido de boca de Flaubert ese axioma naturalista: que todo puede ser buen tema literario, aun lo más anodino y trivial, porque “la moindre chose contient un peu d’inconnu”, y Emile Zola dedica a Flaubert el más entusiasta estudio en Les romanciers naturalistes. Para este movimiento que hizo de los temas cotidianos el asunto primordial de la narrativa y que quiso substituir los personajes excepcionales por hombres corrientes que son fiel reflejo de un medio social, el gran fresco literario donde habían quedado retratados Charles Bovary, Homais, Bournisien, Rodolphe, León y, sobre todo, Emma, fue objeto de culto y de imitación; y esto vale para otras literaturas en las que prendieron las tesis naturalistas, como España, donde la mejor novela del siglo XIX, La Regenta, de Leopoldo Alas, debe mucho a Madame Bovary.» (B-1975: 253-254.)

Geneviève Bollèmme —dice MV— fue la primera que destacó en «Madame Bovary aquellos aspectos en los que centraban sus experimentos los nuevos narradores: conciencia artística, obsesión descriptiva, autonomía del texto, en otras palabras el “formalismo” flaubertiano.» (B-1975: 49-50.) Otra escritora, Nathalie Sarraute —continúa MV—, llevó al extremo la apreciación del “formalismo flaubertiano”, a partir de una cita del mismo Flaubert en una carta a Louise Colet: «un livre sur rien, un livre sans attache extérieure» (un libro sobre nada, un libro sin ligadura exterior). «Era difícil ir más lejos en la desnaturalización», concluye MV. Porque, según él, ese «formalismo flaubertiano» es relativo, se debe más que nada a «un arrebato de entusiasmo por el estilo» y, también, agrega, «como una defensa más de la autonomía de la ficción —todo en una novela, su verdad y su mentira, su seriedad o banalidad, está dado por la forma en que se materializa—, la necesidad de que una novela sea persuasiva por sus propios medios, es decir, por la palabra y la técnica y no por su fidelidad al mundo exterior (aunque él sabía que la confrontación es inevitable desde que el libro está en manos del lector, quien sólo puede apreciar, entender, juzgar en función de ese mundo exterior del que es parte.» [Nótese que, con esta última opinión, MV está contradiciendo su juicio sobre los existencialistas (y el «Sartre crítico de poesía» que acabamos de ver), quienes tenían, así, todo el derecho de juzgar a Flaubert (y a la poesía) desde esa perspectiva ‘referencial’, que MV está relevando aquí.] Y concluye MV: «La cita —hecha por la Sarraute— es un argumento a favor de la objetividad narrativa, no una negación de la anécdota.» (Ibíd.: 51.) Y, más adelante, agrega: «Flaubert fue perfectamente lúcido sobre la función de la anécdota en la narrativa y consideró incluso que la eficacia de la prosa (lo que para él quería decir su belleza) dependía “exclusivamente” de ella. Haber encontrado esta cita, que corrobora mi propia idea de la novela, es uno de los placeres que me ha producido la Correspondance, en estos días en que tantos narradores atacan con saña la “historia” en la ficción.»

Y de todas estas consideraciones MV llega a la conclusión que Flaubert era una suerte de «híbrido» que podía satisfacer las expectativas de uno u otro lado de las tendencias artísticas en pugna; pero concluye que tanto una como otra se equivocan cuando lo asumen con exclusividad. Y, por eso, dice: «Las adulteraciones no sólo provenían del sector formalista» (cuyas exageraciones llama “desviacionismo de derecha”), también dice que hay un «desviacionismo de izquierda» y lo atribuye a un académico de la URSS «quien proponía (según él, que) Flaubert resultaba (ser) uno de los padres del realismo crítico.» La cita completa es la siguiente:

Casi al mismo tiempo que el artículo de Nathalie Sarraute —desviacionismo de derecha— leí, con gemela sorpresa, en Recherches Soviétiques (Cahier 6, 1956), la traducción de un ensayo de un miembro de la Academia de Ciencias de la URSS, A. F. Ivachtchenko, quien proponía una interpretación desviacionista de izquierda: Flaubert resultaba ser uno de los padres del realismo crítico. (Ibíd.: 53.)

Pero, en realidad, parece que MV está confundiendo la expresión «realismo crítico» con la otra (cuya existencia, ya hemos visto, deplora) «realismo socialista». Y, en verdad, la primera expresión, «realismo crítico», alude a la obra de los mismos autores que MV está filiando como naturalistas, tal el caso de Zola. Un teórico que fue el primero en establecer la diferencia que hay entre «realismo crítico» y «realismo socialista» es George Lukács, Cf.: Significación actual del realismo crítico, obra esta en la que, por ejemplo, dice: «Desde el Etienne Lantier, de Zola, hasta el Jacques Thibault, de Roger Martin du Gard, los mejores representantes del realismo crítico han tropezado con este obstáculo al crear sus obras: la aptitud para plasmar desde dentro a los hombres que construyen el porvenir, cuya psicología y cuya moral representan ese porvenir.» (E-1967: 117.) Este es, pues, un «error» que pasa a constituir el arsenal de mentiras de MV.

Los mismos naturalistas del siglo XIX —dirá MV— consideraron a Flaubert como a uno de ellos. Y, más aún, describe el naturalismo de Flaubert indicando que (como ya hemos visto) «Ningún novelista vio tan claro como él —y en ninguno ha sido más cierto— que esta vocación, como los buitres, se alimenta preferentemente de carroña» (y, luego de una extensa cita —en francés— de Flaubert, dice:) «La carroña de que habla con tanto entusiasmo aquí es de corte romántico negro: burdeles, hospitales, cadáveres.» (Ibíd.: 106.) La expresión «corte romántico negro» puede tomarse como sinónimo de «naturalismo». Sin embargo, en otra oportunidad, MV destaca el realismo de Flaubert y, continuando con esa relación —casi genealógica—, que establece entre Flaubert y el naturalismo, dice que «los naturalistas no practicaron de manera ortodoxa la noción de realismo que plasma la novela de Flaubert», y a esta opinión habría que hacerle la atingencia de ser tautológica, pues, si hubiera sido de otra manera, a esos escritores no se les habría llamado ‘naturalistas’ sino ‘realistas’. Y aun MV nos da una noción  de lo que es el naturalismo, oponiéndolo al aporte de Flaubert, quien —dice—:

ganó para la ficción ciertas zonas inéditas de la experiencia humana, pero sin excluir las que eran desde hacía siglos el cuerpo de la narrativa. Este proceso totalizador se detuvo y empobreció porque los naturalistas se concentraron de modo excluyente en la descripción de lo cotidiano y lo social y porque adoptaron hábitos formales que se repetían mecánicamente de novela en novela. (Ibíd.: 254.)

Finalmente, MV hace un balance de la narrativa naturalista del XIX y dice: «Algunos libros de Zola son todavía legibles y no hay duda que los cuentos de Maupassant tienen una notable calidad artística, pero, considerado como conjunto, el naturalismo dejó un saldo menor, porque los novelistas a menudo descuidaron la forma.» (Ibíd.) Y esto es, también, parcialmente exacto. Y no porque hubiera ocurrido lo contrario: ‘que los naturalistas hubieran cuidado mucho la forma’, sino porque ese descuido obedeció a razones de orden social y político. Algo similar a lo que —ya hemos visto— ocurrió con el realismo socialista (e inclusive con los —llamados por MV— indigenistas de Hispanoamérica.) Y, en ese sentido, es relativamente cierto que los escritores naturalistas menospreciaran la forma. Lo ocurrido es que, puestos a elegir «entre forma y contenido» —que era un tópico de la época—, preferían cargar el énfasis en el segundo, por considerar —con criterio inmediatista— que él era el que decidía la eficacia que de la obra esperaban: contribuir a denunciar los males de la sociedad. En este caso se podría decir —como José Ma Valverde dice del lírico realista— que: «le tiene sin cuidado que se le pueda objetar —desde un purismo lírico— que, en su hambrear realidad, resulte que algo de la materia de sus versos no sea poesía.» (E-1952: 201.) Y aun agrega Valverde: «Como Picasso, a la objeción sobre la falta de parecido de un retrato, decía: “Ya se parecerá”; el poeta puede encogerse de hombros y pensar que si algo hay que no es poesía, también “ya lo será”.» (Ibíd.: 202). A esta óptica del problema abona la opinión de una protagonista de la escuela naturalista, en España, doña Emilia Pardo Bazán, quien dice que: «El simbolismo de Zola es más utilitario y docente que artístico; y, en efecto, ese escritor, a quien se ha llamado cerdo, fue un porfiado moralista, un satírico melancólico.» (E-1972: 9.)1 Y la validez de esa elección utilitarista del naturalismo la hace el prologuista del libro de ensayos de Zola, citado, Laureano Bonet. Dice:

Este concepto, sin duda, continúa siendo válido hoy día por discutible que pueda parecernos desde una perspectiva estructuralista que ponga sólo énfasis en el desarrollo autónomo de la palabra escrita. Y válido, sobre todo, en un género estéticamente tan impuro como es la novela, repleto de grumos extraliterarios y cuyas raíces se hunden en una tierra muchas veces innoble, vulgar e intrascendente, no propicia para demasiados ejercicios esteticistas. (Ibíd.: 13.)

Pero, en el caso de MV, para quien la poesía (la literatura en general, por supuesto: la formalista) es superior a la realidad, el creer que se mantenga ese nexo —arte/realidad— es poco menos que un sacrilegio. Leamos:

Cuando, cerrado el libro, abandonada la ficción, regresamos a aquélla [la vida real] y la cotejamos con el esplendoroso territorio que acabamos de dejar, qué decepción nos espera. Es decir, esta tremenda comprobación: que la vida soñada de la novela es mejor —más bella y más diversa, más comprensible y perfecta— que aquella que vivimos cuando estamos despiertos, una vida doblegada por las limitaciones y servidumbres de nuestra condición. En este sentido, la buena literatura es siempre —aunque no lo pretenda ni lo advierta— sediciosa, insumisa, revoltosa: un desafío a lo que existe. (D-2001: 37.)

Esa manera de entender la poesía es respetable. Pero no es generalizable, ni mucho menos que sea llevada hasta el extremo de considerarla como la única válida. Y menos aun llegar a considerar que las otras posibilidades de comprensión de la poesía sean poco menos que inexistentes. «¿Por qué [pregunta MV] ciertos objetos de la realidad ficticia sobreviven en la memoria tan nítidos y sugestivos como verdaderos personajes de carne y hueso?» [y responde:] «Porque han sido arrancados al mundo muerto de lo inerte y elevados a una dignidad superior.» (B-1975: 150.)2 Es decir, que el mundo de la vida real resulta siendo el «mundo muerto de lo inerte», mientras que «el mundo de la ficción» es lo elevado, lo superior, lo vivo. Esta manera que tiene MV de ver la poesía está muy cercana al criterio estético de Borges. Un poema suyo, «La guitarra» (de su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires) grafica la concepción «poestética» de MV. En él se hace referencia al recuerdo de la Pampa que “estaba escondido en lo profundo de una brusca guitarra”, y que —en la ciudad de Buenos Aires— al ser tocada por una mano diestra se ve revivir a la Pampa, como en un soñar despierto. Y el yo poético hace la descripción de ese «sueño» con viveza, emotividad y alegría inusitadas, abarcando la mayor parte del poema, hasta...

Hasta que en brusco cataclismo
Se apagó la guitarra apasionada
Y me cercó el silencio
Y hurañamente tornó el vivir a estancarse.

Es decir, el yo poético nos presenta la vivencia poética [el mundo imaginario] como lo grato, luminoso, melódico y en movimiento; mientras que al terminar la ejecución musical de la guitarra (lo que es considerado como un «brusco cataclismo») el yo poético se ve cercado por el «silencio» de la vida real que —de manera «huraña»— vuelve a estancarse. Es decir: la locura, el mundo al revés: las cualidades de la vida se transfieren al arte, y a la  vida  se  la  deja huérfana de ella misma, de sus cualidades positivas que —habiendo sido transferidas al arte— ya no le pertenecen y se vuelve inerte, desértica, muerta. Entonces se ve que MV —como Borges— prefiere o se siente más a gusto en la «realidad ficticia» que en la realidad tal como es [real y viva.] Y, lo que es peor: que esa apreciación invertida de valores se considera generalizable, pues ella sería la base de la vocación literaria, en tanto MV está convencido que: «La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor» (C-1983: 134-135), es decir, que el mundo no es sino ‘deficiencias, vacío y escorias’. Y aquí podemos decir que así se explica el texto de Fernández Retamar, que hemos puesto como epígrafe general de este trabajo, y que concluye así: «el mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges», en tanto se ve en MV la misma aspiración borgeana de no querer pertenecer a la realidad, de no querer ser real, lo que (siendo imposible) constituye una «desgracia». Pero este es un mecanismo técnico narrativo, descubierto por MV en el arsenal flaubertiano: «La duplicidad», que MV describe así:

Una forma del sistema binario de la realidad ficticia es la duplicidad, la capacidad de los personajes de ser dos seres distintos al mismo tiempo, sin que los otros lo noten. (...) Esta incongruencia, que una persona sea cuando actúa lo opuesto de lo que es cuando siente y piensa (...) —es decir que sea dos personas, una para sí misma y otra para los demás— es un motivo recurrente en la novela. (B-1975: 188.)

Pero —hay que aclararlo— el mecanismo es válido para el trabajo narrativo, pero no para el trabajo teórico. Y, en realidad, esa postura no responde a otra impronta que no sea la evasión de las escuelas puristas decimonónicas: romanticismo, parnasianismo, simbolismo, de las que el formalismo del siglo XX es heredero. Precisemos que es el mismo MV quien pone de relieve la relación habida entre dichas escuelas puristas (romanticismo, parnasianismo, simbolismo) y la propuesta flaubertiana (que es su propuesta.) Dice:

El impersonalismo, que Flaubert exigía para la novela, tentó también a algunos poetas de su tiempo. Los parnasianos, con Leconte de Lisle a la cabeza, pretendían eliminar la subjetividad del autor, y postulaban un arte sereno, una poesía que tuviera la belleza sólida y visible de un paisaje natural o de un grupo escultórico. (B-1975: 261.)

Y antes ha dicho: «La comparación entre Flaubert y Leconte de Lisle [en el ensayo de Sartre sobre Flaubert] (presenta) el resumen de lo que significó el parnasianismo (y) los vínculos entre su estética y la teoría flaubertiana del arte [resumen que] es admirable.» (Op. cit.: 57.) No se pierda de vista que en este mismo libro MV señala que, con Madame Bovary, Flaubert «esbozaba la más revolucionaria teoría literaria de su siglo» (p.: 82), y, es más, releva en él la condición de ser el prototipo del novelista moderno:

... la primera en analizar teóricamente este vínculo [Flaubert-novela moderna] no fue un novelista, sino una erudita, Geneviève Bolléme, quien en 1964 publicó un ensayo, La leçon de Flaubert, destacando en el autor de Madame Bovary aquellos aspectos en los que centraban sus experimentos los nuevos narradores: conciencia artística, obsesión descriptiva, autonomía del texto, en otras palabras el “formalismo” flaubertiano. (p.: 49-50.)

Y, en otro momento, comentando la comparación que hace Curtius entre la obra de Balzac y Flaubert, MV dice: «Curtius cierra así su comparación: “Balzac siente un ardiente interés por la vida y nos contagia su fuego; Flaubert, su náusea.” [Y concluye MV] Así es, y esa es precisamente la razón por la que Flaubert es el primer novelista moderno.» (p.: 143-144.)

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(1) «Mallarmé, cuyas exigencias en el arte de la escritura eran insobornables (...) tenía en mucha consideración a Zola cuando mayor virulencia en contra de éste producía el que hoy parece tímido naturalismo de sus novelas, reprobadas por los defensores de la moral y denigradas por los defensores del gusto que las tildaban de cloacas.» (Corpus Barga, Fuegos fugitivos, Lima, Fondo Editorial de la UNMSM, 2003, p. 80).
(2) Del mismo modo como, refiriéndose a los místicos, Ortega y Gasset reconoce que ellos «Pretenden llegar a un conocimiento superior a la realidad.» (E-1972: 115.)




Confesiones de Tamara Fiol ¿un novelón indigesto?
(Novena Parte)

Julio Carmona

        1.3 Personajes y objetos prescindibles

        Aquí hay que hacer la siguiente observación (que en ocasión anterior se ha insinuado): Antón Chejov dijo una vez que nunca se debe incluir una pistola en una historia a no ser que esta deba ser disparada. La ley inversa también funciona. Si una pistola es disparada debe de haber aparecido antes. Y lo relevante de esta cita es que a los casos que citaremos, se les puede aplicar lo dicho. Y una muestra emblemática de este aserto es el que se encuentra en la novela El perfume, de Patrick Süskind, dice: «Dado que abandonamos a madame Gaillard en este punto de la historia y no volveremos a encontrarla más tarde, queremos describir en pocas palabras el final de sus días» (y así lo hace: p. 29); es decir, no pueden quedar cabos sueltos; el texto narrativo —como buen tejido que es— debe tener todos sus cabos atados. Y el mismo MG trata de cubrir esta prescripción narrativa en el «Epílogo», precisando situaciones de algunos de los personajes mencionados al desgaire, pero no lo hace con todos, lo cual demuestra que los no «concluidos» —con nombres o sin nombres— han sido mencionados en vano.

        1.3.1 Personajes prescindibles

                a) Evalina, la madre de TF

        El caso patético es el de la madre de TF cuya presencia en la novela es esporádica y casi fantasmal, sin que, finalmente, se llegue a saber el fin de su periplo vital. Y, lo que es peor, en la p. 150 TF alude a un personaje femenino, también promiscuo, que lleva el mismo nombre de su madre: Evalina. Veamos la cita:

… en esta novela de mi amigo (con quien, te doy mi palabra, nunca me fui a la cama) la protagonista queda inválida a raíz de una caída de caballo.101 No me molestó que en la historia ¿Evalina?, sí, Evalina, además de licenciosa (hace el amor con dos, con tres al mismo tiempo) es prácticamente una puta. No fue eso lo que me molestó. Para nada. Al respecto yo pude haberle contado otras aventuras más interesantes. Incluso le habría hablado de la vez que, como un desafío a mí misma, lo hice por dinero.

        Y a pesar de esa coincidencia, significativa, del nombre de la madre, que pudo evitarse, ella, TF, no hace ningún comentario. También entonces se ha querido usar el mecanismo «de venganza o arreglo de cuentas» con la madre, como ya se prescribiera al tratar el tema del odio al padre por parte de TF y de MB, en el apartado correspondiente a este. Y, repetimos, finalmente, la madre resulta ser un personaje despersonalizado, cuya presencia en la novela es poco menos que circunstancial.

                b) César Lévano

        En la p. 14 MB menciona a César Lévano, quien —dice— lo «ilustró sobre Ramiro Fiol, abuelo de Tamara y uno de los fundadores del anarquismo en el Perú». Y aquí hay que hacer la siguiente atingencia. A César Lévano, en las décadas del sesenta y setenta del siglo pasado —época de Narración—, MG no lo hubiera mencionado por nada, y una muestra de ello es que aun en la década del ochenta, época de su ensayo La generación del 50, en este libro Lévano brilla por su ausencia, no obstante pertenecer a dicha generación (y ser periodista destacado y haber publicado hasta dos libros de poemas), porque desde entonces hasta ahora Lévano se ha caracterizado por ser un revisionista y oportunista, reconocido así por toda la izquierda marxista ortodoxa. Pero aquí vuelve a ser mencionado en la p. 40, donde se dice: «Enriquecí el testimonio de Pepe Corso, por sugerencia suya, con una entrevista al periodista César Lévano, cuyos antepasados —me dijo Corso— habían sido compañeros de lucha de Ramiro Fiol»; sin embargo, en la p. 46, dice que «Lévano se mostró muy reservado en relación con la personalidad política de Ramiro Fiol», con lo que está contradiciendo lo dicho anteriormente: que con la entrevista de Lévano enriqueció lo dicho por Corso sobre la personalidad política de Ramiro Fiol, y que lo «ilustró sobre Ramiro Fiol, abuelo de Tamara y uno de los fundadores del anarquismo en el Perú». Luego de esa digresión sobre Lévano, en la p. 14, y recordando que a TF le ha estado refiriendo qué personas le habían hablado de ella (Taylor, Azpur y Corso Geldres, y nadie más), sin embargo le pregunta a TF: «¿Los conocía, verdad? Me refiero a Taylor y Azpur y Pepe Corso.» A ella no tenía que hacerle esa aclaración, porque solo ha hablado de esos personajes, y de Lévano y otras fuentes dice que omitió hablarle. Esta aclaración no hubiera sido necesaria inclusive si se la hiciera al lector, porque este ya sabe que solo se ha referido a ellos. Y, en relación con Lévano, todavía en la p. 68 vuelve a cometer otra falla, pues dice: «Según el libro de Lévano, por primera vez en la historia del Perú las movilizaciones y mítines populares hicieron tambalear al gobierno». Pero resulta que ni antes ni después se hace referencia a algún libro de Lévano. (Disparó la pistola sin haberla mostrado previamente).

                c) Nadeira Varahona

        Este es un personaje no solo ripioso, sino con quien se comete otro ensañamiento. Es un personaje que aparece en la p. 87, cuando TF se refiere a la manera cómo reaccionan las mujeres militantes del PCP de los años sesenta frente a sus desafueros sexistas y promiscuidad galopante; dice: «Cuando dejé de lado mi vida de vagabunda (por un buen tiempo, la verdad) y me incorporé al trabajo político, fui muy criticada, sobre todo por las mujeres, por las camaradas. La más feroz de todas era Nadeira Varahona. Cuando me veía bailar me susurraba al oído: ¡decadente, ninfómana, zorra burguesa…!» Lo inquietante en relación con la estructura de la novela es que este personaje no vuelve a aparecer nunca más, aunque se debe aceptar que con la característica de «mujer horrible» (como la calificará el narrador) se la vuelve a insinuar sin mencionar su nombre, en la p. 409, el narrador refiere: «“102Pero lo más desconcertante que hice —me dijo— es que reanudé mis relaciones con Arancibia. Cómo apené a mis amigos. Mis ex camaradas mujeres de partido [¿Nadeira?] aullaron de alegría. Ellas —dijeron— habían sabido desde siempre que era una zorra. Una golfa. Una mujerzuela». Si bien, como ya se dijo, no vuelve a aparecer en la novela, sí se le encuentra en La generación del 50 (p. 51) como personaje de la vida real, aunque con una eufemística reducción de su apellido: Varaona (¿otro ajuste de cuentas?)

                d) Otros personajes ripiosos

        La casa en sí de los padres de TF lo es, en la p. 116 se narra un hecho ocurrido en ella, en relación con el padre, quien: «El día que decidió mostrar la carta, todos estaban sentados a la mesa: doña Evalina, los dos hijos menores y Tamara…» Y aquí salta el tremendo ripio: los «dos hijos menores», hermanos de Tamara, de quienes nunca más se sabrá nada, y, pues, se convierten en un ripio; porque si «se muestra la pistola» es para que dispare. Otro personaje ripioso es Amílcar Roldán, a quien por única vez se le menciona en las pp. 290-291, como personaje (aunque habrá una segunda aparición como persona o mención nominal), y en las páginas aludidas figura solo para señalar que fue a él a quien —por instigación de Arancibia— se le aplicó el «código secreto aprista (…) por haber traicionado al APRA pasándose a los rabanitos comunistas». Y lo «secreto» de ese misterioso código resulta ser también gratuito, máxime si con su aplicación ya dejó de ser secreto, y, por lo demás, llamar «código secreto» para referirse a esa sola aplicación resulta poco menos que exagerado, y, asimismo, si se le ha llamado «código secreto aprista» está demás decir que le es aplicado por «haber traicionado al APRA», y, por último, la expresión «pasándose a los rabanitos comunistas» tampoco es muy feliz, pues nadie ‘se pasa a los rabanitos’; en todo caso, ‘se pasa al partido de los rabanitos’ o ‘pasa a ser un rabanito’. Es decir, el tal Amílcar Roldán no cumple después ningún papel decisivo en la historia de la novela, o sea que ha podido ser cualquier otro tipo (sin precisar el nombre) a quien se le aplicó el, también gratuito, secreto código. Por otro lado, con ese antecedente de aplicación del código, resulta inverosímil que no hubiera habido ni el más mínimo intento de habérselo querido aplicar al propio Arancibia, lo cual lo hace más gratuito; pues ahí mismo se dice: «… luego él mismo [Arancibia] había roto con el partido de Haya, empezando a trabajar con los trotskistas, luego [repetición viciosa de esta palabra] en el destierro escindió una de las facciones del trotskismo y ahora se decía que había ingresado al PCP.» Obviamente, se refiere al PC moscovita, y agrega: «Como si adivinara mis pensamientos, me preguntó qué barbaridades había escuchado sobre él. Le mentí, no por frivolidad, sino por cierto absurdo temor que él me despertaba.» Y —sin decir de qué forma le mintió: si nunca había oído hablar de él o si no había escuchado ninguna barbaridad sobre él o si todo lo que había escuchado eran bondades— Arancibia exclama: «Ajá», y (sin saber a cuál de esas posibilidades de mentira se refiere el mencionado ‘ajá’) enseguida agrega TF: «escrutándome con unos ojillos de mirada penetrantes (sic) y escépticos, que me crisparon la piel.» Obviamente, la mirada es la penetrante; en todo caso, debió decir: ‘ojillos penetrantes y escépticos’. La segunda y última vez que se menciona a Amílcar Roldán (como persona, no como personaje) es en la p. 291, para que indique TF que cuando se lo presentaron «no pude evitar (…) mirarle la fea costura que le había dejado en la sien derecha la marca aprista y no sabes, precioso, cuánto lo (sic) lamento hasta ahora haber tenido desliz tan grosero.» El artículo «lo» es impertinente; además, para que su mirada alcanzase visos de grosería, debió remarcarse la manera cómo lo miró y, asimismo, la reacción adversa del personaje observado. Esta reconvención que se hace a sí misma TF es equivalente a otra relacionada con Pepe Corso, que se da en la p. 301: «“¡Escúchame, Pepe! ¿Quién te crees que eres para mí? ¿Mi novio, mi padre, mi marido? ¡No seas ridículo! ¡Déjame en paz! ¿Es mucho pedir? Y ahora hazte a un lado que quiero escuchar a Lolita Thorne!”.» (sic: el punto está demás y también el cierre de admiración que no ha sido abierto). Y, en seguida agrega: «Han pasado cerca de cuarenta años, y a pesar de que muchas veces le pedí a Pepito Corso perdón por este exabrupto, hasta ahora me duele el corazón cada vez que recuerdo el incidente.» En realidad, hay cosas más graves por las que debería sentir remordimientos (por ejemplo el trato grosero y agresivo que le da a su madre, y la lógica sensación de angustia en que debió vivir ésta al irse TF de su casa sin dar señales de vida y solo regresar para cambiarse de ropa), acciones por las que no ha pedido disculpas.

        Por último, en varios momentos de la novela, el narrador dice que ha estado en Perú ya sea cuarenta días o dos meses, pero aquí indica que «En el tiempo que llevaba en Lima, había cubierto en más de una oportunidad los paros armados organizados por Sendero…», siendo desfasado decir que en ese lapso (dos meses) se hubieran producido varios «paros armados», y hasta falso que él los «hubiera cubierto», pues lo dice, pero no lo evidencia, además ya es costumbre del narrador hablar de la guerra cuando esta está en silencio y no decir nada de ella cuando se supone que se está realizando; veamos un ejemplo de esto: «Come (sic: como) dije, hasta que apagué la luz a las cuatro de la mañana, no escuché ninguna detonación dinamitera ni el tableteo de fusiles y metralletas» (p. 245). Y, por otro lado, los paros armados se hacían en lapsos mucho más amplios que cuarenta o sesenta días. En ese lapso lo que ha podido ocurrir es un paro armado, pero no varios como lo sugiere la expresión «en más de una oportunidad los paros armados».

                1.3.2 Objetos ripiosos

        En la p. 12, el primer párrafo termina de la siguiente manera: «Mientras ella (TF) se impulsaba con las muletas de aluminio, le eché una última mirada a la fotografía que Emperatriz —la mejor amiga de Tamara— me había prestado.» La fotografía se menciona esta vez y no se lo vuelve a hacer nunca más, ni siquiera para cumplir con la devolución de la misma a la amiga, puesto que solo se la había prestado. Se ha debido decir, en todo caso, que le fue regalada y no prestada.

        En la p. 11, la acotación «según el plano de Lima» está demás, pues el narrador ya está indicando que se encuentra en el lugar y, obviamente, allí debe constar (sin recurrir al plano, que no ha sido mencionado antes) que el bar está ubicado entre las cuadras 23 y 24 de la Avenida Arequipa, dato por demás irrelevante, pues este lugar no volverá a mencionarse para nada en lo sucesivo, y, más bien, se sabe que ya lo conocía porque es la segunda vez que va: la primera, para el reportaje a las mujeres de SL, y después para el reportaje a TF. El plano aludido solo volverá a indicarse en la p. 419: «No he podido consultar el plano, pero el maestro me dice que estamos entrando por la Panamericana Norte.» Si no ha podido consultar el plano, para qué lo menciona, es irrelevante. Un ejemplo de buen uso de este objeto se da en el libro de Alonso Cueto: «Saqué el mapa de Lima» —dice el narrador-protagonista, y lo usa—. «Tenía unas notas informativas. San Juan de Lurigancho era el distrito más poblado, tenía más de un millón de habitantes, era una franja enorme al norte de la ciudad… etc.» (Cueto, 2006: 152).
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Notas
(101) Es el mismo tema de la novela de C.E. Zavaleta, Los aprendices (A.1977), aunque en este caso el personaje se llama Matilde; obviamente, MG ha querido desviar la atención respecto de Zavaleta, pues también hace una paráfrasis del título de la novela de este, cambiándolo por el de Los principiantes.
(102) Estas comillas se abren en la p. 409 y se cierran en la 411, en ese decurso vuelven a abrirse otras, lo cual genera confusión e indica que aquellas eran innecesarias.

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